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La mujer de espaldas

José Balza


[171]

Tras el indiscriminado entusiasmo dejado en su estilo por el modo deTom Wolfeel joven periodista (en verdad: con más de treinta años; dosdivorcios) quería que sus reportajes tuviesen algo de poemade noveladedrama; o quería redactar noticias tan vivaces que fuesen como novelas. Tal vezsólo ansiaba escribir ficciónpero el oculto y paradójico temor de narrarcon fórmulas periodísticaslo mantiene prisionero del gran diario en el cualtrabaja. Su simpatíasu desparpajo culturalsus guiños mentales mepermitieron asociarlo con cierta idea exterior de lo que debe ser un escritor.

Durante una hora de la mañana había cumplido conmigo -sin que yo pudieseresistir o reaccionar- la entrevista acordada. El tema: un gran diccionarioelaborado por el equipo a mi cargo. Sé que cualquier diccionario omiteprecisamente aquello que un lector urgido desea encontrar; también que es unlibro incompleto para siempre. Pero el resto del equipo estaba satisfechoyterminé aceptando lo glorioso de cinco años en tal tarea. Mientras elperiodista destacó su entusiasmo por la exactitud de los datospor el métodoaplicadopor las novedosas clasificaciones (que obliteraban el ordenalfabético)no sospeché que ni siquiera había (h)ojeado el ejemplar remitidopor nuestra oficina de Relaciones una semana antes. Él es así: puedeimprovisar preguntas como si supiera a qué se refieren. Y convence a millonesde lectores.

Cuando nuestra secretaria advirtió -desde el cristal vecino- que seríaoportuno hacerlotrajo café para ambos. Ya el hombre guardaba sus cassettes yuna libreta que realmente no abrió. Por segundos imagine cómo afrontaría lanoticia; temí que destacara -más que al diccionariosegún su newperiodismo- dos inoportunos estornudos míos. Evidentemente no tenía prisa (elequipo [172] que al verlo supuso un destacado lugar para el día siguientetuvoque esperar semana y media; y ni siquiera vino la foto del grupoque elacompañante del entrevistador nos hizo antes de la sesión) en aquel momento nidespués: habló del entusiasmo con que su mujer -¿la tercera?- recorría ya elprimer tomo de nuestra edición. Sólo entonces comenzó a contar cuantorealmente te interesaba. Pienso que hubiera dado cualquier cosa por serelentrevistadoél; por responder sutilezas acerca del proyecto que empezaba aexponer. Lo inició como una vasta idea para su pieza de teatro (ha cundidoahoraentre otros viciosla creencia de que cualquier novelista escribe mejorteatro): con dos actos tensos e ineludibles. Aludió al esfuerzo para diluir latramay contó algún rasgo de la protagonista: extranjeraborracha odrogómana. Si no me distrajecreo que indicó como absolutamente suya la tramacentral; pero con total naturalidadal segundo cigarrillo («¿Podríamos tenerun poco más de café?») adjudicó el argumento a un limpiabotas de la PlazaCentral. De ese hombre anciano y fiel a su oficiode ese niño que llegó en1910 al mismo lugar donde está hoyel periodista había captado la extrañaanécdota. Sí: ocurrió ayercuando en una manifestación más de supluralidad entrevistó al viejo limpiabotas del centro.

Fue fácil imaginar que convenció al jefe de redacción (tan anhelante de lamoda y el éxito como él) para que lo enviara a hacer un reportaje en la PlazaCentralcon sus humildes personajes. Algo novedosodistinto de pintores ypoetasse dirían ambos.

Por eso llegó ayercuenta antes de irsea la Plaza: esperaba ver sólomuchachitospero encontraría al anciano. Con él se quedó algunas horas (anteslustró sus zapatos) y lo invitó a un bar. El anciano no aceptó el brindis: encambio le otorgó esa interesante historia de 1930ese suceso que él -desdeayer- imagina convertido en un texto policial o en una obra dramática.

El viejo aún puede recordar los títulos de la prensa: fue un escándalomayor y el limpiabotas (que es a la vez el muchachito de 1910 y el anciano deahora) no ha olvidado ciertos rasgos de los participantes.

Comprendo que el periodistaansioso de ser entrevistadoestá buscando mispreguntasque le anote sus contradiccionespero no hablo. Retomo el segundocaféy lo escucho hasta que decide [173] irse. Ni le reclamaré la oferta deque el argumento era suyo ni destacaré cómo se la escuchó ayer a un viejolustrabotas. Allá él; sabré esperar hasta que la convierta en ficción o entrazos de una cosa teatral. (Lástima por mis compañeros de equipo quemásallá del vidrio de la oficinaimaginan al periodista comentando nuestroDiccionariomientras él narra su argumento).

Y aun escuchándolo el asunto es confuso: no posee el periodista los claroshilos que exige un relato de muerte; se extiende en detallesen la moda de los'30interpola tonos localesse complace con una frase. En fin... un francésgordoenvejecidoabsolutamente desconocidocon sólo una semana en el puertomató a la extranjeraapuñalándola en un lunar con forma de lisque teníaen la espalda. La sometió hasta dejarla en tal posición que pudiera operar milveces sobre el lunar. Ella era fuerte y pudo defenderse (¿una réplica deSimone Signoret?)pero él actuó por sorpresa e iba equipado.

La historia se conoció por el asesino mismo: no tenía deseos ni fuerzaspara escapar. Le daba igual volver a Franciaquedarse en las cárceles deGuyana o morir envuelto por un clima y por un idioma que desconocía. Contó quedurante cuarenta años había lamentado la ausencia de esa mujer; ni siquieraformó pareja o pudo casarse; la amó en exceso. Murió a los veintisiete añoscuando ella murióy desde entonces siguió como aislado. Permaneció siempreen la Petite Villeantes de ella y después de enterrarla allípero sualegríasus amores estuvieron en Marseille. La vida del puerto repetía la deesa mujer: cambiantetransitoria. Quizá en una ocasión así lo dijo; y sinembargoél prefería creer en su fuerza para hacerla distinta con su amor: unamor formal y loco al mismo tiempo. ¿Tendría ella entonces dieciocho años?Él andaba por los veinticinco; y aunque la mujer fuese muy jovenparecíahaber vivido todo: menos un amor tan leal como éste que él ofrecía. En algúnmomento debió reconocer quetal vezni ella ni él podían aspirar a eseafecto por él pintado; sin padressin familiaresla mujer había andadosiempre entre hombres. (Estaba seguro de queen su soledadun finísimolímite -el azar- habría podido convertir a la mujer en monjaen enfermera).Carecía de arrugas y quizá nunca tuvo prolongadas relaciones de afecto conotro ser. Sexodinerofiestas. Así la encontró él: al comienzo como [174]una óptima oportunidad para algún negocio. A pesar de su alegríade suspequeños escándalos con marinos y policíasborracha y feliz a ratosnadiela hubiese imaginado metida en negocios serios. Era demasiado habladora y francapara guardar misterios. Él supo enamorarla y aprovecharla. SensualgolosaMarie-Jos podía encarnar los bruscos deseos de algún hombre sin ser realmenteatractiva; tal vez su propia espontaneidad le restaba artificiopero encantaba.No sólo contribuyó firmemente con él en esa oportunidad sino que desdeentonces comenzaron a practicar dos costumbres: la de escapar del puertodevenirse a Petite Villey gozar como en un hogar seguro; también la de cumplirnegocios cada vez más audaces. Burlaron a los especializados del puerto y a lasautoridades. En el refugio se acumulaba una fortuna. Pero François no contócon el sentimiento que iba a nacer: ahora le cuesta dejarla volver al puertoadmitir su vida con otros hombressus noches de borrachera. Supo que debíapermitirlo para despistar y por los nuevos negocios. Pero un extraño escozor loimpulsaba a Marseille en horas en que no debía hacerlo. Muchas veces la viofingiendo naturalidad: ella te hacía un guiño y dos o tres días despuésrecomenzaba la dicha. Entonces Marie-Jos era exclusivamente su mujer; la huelladel desordendel trasnocho y de la sexualidad sin dueñodesaparecía; asomabaen ella su casi adolescente frescurael verdadero deseo: una identidad tierna ylúdicatal vez fraternal.

François no ignoraba los peligros: antiguos compañeros suyostraficantesrivales detectaban su discreciónsu manera de operar. Nadie tenía pruebas desu contacto con los barcos (para eso estaba Marie-Jos)pero se sabía vigilado.¿Duró dos años el asunto? Había programado cuatro años para ser millonarioy desaparecer; pero la muerte de la muchacha interrumpió el ascenso de sufortuna. La tragedia ocurrió una nochemientras curiosamente él estaba en elpuerto y la chica en el refugio. Al volver halló la casita arrasada: ni unbillete ni una joya. Sangre en el piso y una cita a la morgue. Comprendió quehabía sido trabajo de rivales: ¿quién de ellos? Durante años no logró unapista ni un sospechoso y eso debió alertarlopero no fue así: la amabademasiado. La pérdida lo aniquiló todo.

Realmentealgunos empleados del puesto de asistencia (pasó [175] por altoentonces que el cadáver no había sido llevado al hospital principalsino aesta especie de triste dispensario) ofrecieron mostrarte el cuerpo destrozado apuñaladaspero él rehusó. Una horrible debilidad le impedía ver aquellossenos y aquella pieltan protegidos por élya destrozados. Firmó losdocumentos necesarios. Pagó el entierroy durante meses acudió al pequeñocementerio. «Marie-Jos» y nada más decía la breve lápida. A ella dedicóhoras de silenciode adoración. Con los años olvidó el lugarenvejeció.Como ninguna otra cosa sabía hacersiguió adherido al negocio; pero ahoraasociado con cualquiera (incluso con alguno que pudo ser el ladrónel asesino).No le interesaba averiguar; la había perdidoera suficiente vivir un poco. Talvez carecía de condiciones para millonario u hombre ricocomo creyó poseerestando cerca de ella. El tiempo lo volvió manso y hasta respetado dentro delos comprometidos.

Tuvo el primer rumor hace cinco años; alguienun ex recluso que volvía deAmérica lo había contado a un amigo común del puerto. La noticia era escueta:una mujer idéntica a Marie-Jos vivía al otro lado del maren un puerto comoéste; no discernió bien los componentes del comentariopero algo agudo serevolvió en su cuerpo. Esa tarde tomó el bus y visitó el cementerio. Bajo lahojarasca descubrió la antigua lámina: el nombre queridosu propia historiaseguían allídetenidos. Dedicó una noche confusa a evocarlay seemborrachó.

Por azarmeses después encontró a ese mismo amigoy tomaron el tema concalma. El hombre tampoco había llegado a aquel puerto; sin embargoconocíadatos concretos a través del ex recluso. La mujer del otro lado se llamabaMaría Inéstenía ya cierta edad ya pesar de su lenguaje localsu acentoextranjero era inconfundible. El reclusopara entonces en su vida de aventurashabía pasado una noche con María Inés; y ésta lucía un lunar en forma delisen su espalda.

François se estremeció. La coincidencia era exagerada. ¡Una flor de lis!¡Un tatuaje: no un lunar! Rememoró entonces los primeros encuentroslaalegría de tener a Marie-Jos como a un juguete. ÉlFrançois mismohabíagrabado aquella flor en la piel de la mujer; ella soñaba con los tatuajes delos marinerosquería gozar de alguno. Se informó sobre los procedimientos;ebrios practicaron [176] -donde ahora pasa su mano- con la piel de élporquequiso complacerla sin riesgos. Poco después la obligó a aceptar que el tatuajefuese en la espalda: temía arruinar un detalle notable del amado cuerpomas laflor tomó forma y colortriunfante. Marie-Jos estuvo feliz: hasta aprendió amirarsedivertidasu «lunar» con dos espejos.

Ahora el viejo François estaba alerta con los viajeros que llegaban deAmérica; la intuición le indicaba exactamente a cuáles consultar: un detallede la ropaciertas leves grietas en la pieluna marca en el brazo: indicios devida en los suburbios y en los puertos. Así estableció contacto con un jovenviajero quecuriosamenteno era europeo. («¿Debo -me preguntó elperiodista- colocar aquí una tinta oscura sobre el limpiabotas? Él indicó queun cómplice venezolano iba a ayudar a Françoispero no se adjudicó talfunción»«Nadie va a reconocer que él era malandroy además ya pasaroncuarenta años -respondí. El niño limpiabotas de la Plaza que narró lahistoria es el vicio que aún recuerda los titulares de prensa. Por lo tantotambién pudo ser él un joven aventureroel vínculo insospechado entreMarie-Jos y François»).

Cierto que François no volvió a la situación floreciente de su juventud;pero vivía adecuadamente y tenía ahorros. Tampoco le importaba perder esedinero en una obsesión como la que lo invadía. Si antes enloqueció de amorahora estaba asediado por la sospecha (o por la venganza). Aceptó que el jovenaventurero viviera de él; en su casacon mujeres del puerto y bebiendo sinparar. Un extraño vínculo de afecto (el otro parecía necesitar conversacionescalor) y de chantajese produjo entre ambos. Realmente lo compró. En medio detantas fiestas y complacenciasel aventurero supo corresponderle: además eltrabajo que le ofreció sería un placer: volver a su paísinstalarsebrevemente en Puerto Cabello y encontrar una dama algo mayortal vez inclinadaa las drogasy un tanto borracha. Su misión: retener cualquier dato acerca deellay lograr una noche en su camahasta poder observar cuidadosamente suespalda.

Sólo fue necesario un viaje del malandrito. Mientras estuvo ausenteFrançois se las ingenió para obtener el permiso de abrir la tumba; logró lamayor discreción (al fin y al cabo había prestado favores especiales a unapersona del gobierno) y un mediodía[177] en la soledad del cementeriocomprobóansiosoque aparte de los restos de un paño y algunas piedrasnadamás había contenido la urna de su mujer. Tal vez era demasiado viejo parasentir una emoción parecidapero oleajes de pasiónuna furia tensalaimpotencialo invadieron desde entonces. El desprecio y el odio ocupaban ellugar de su gran amor. Sin embargovolvió a la ternura de los veinte añosasu entrega: a su necesidad de ella y a la violenta decisión de destruirladecerrar aquel prolongado sueño. Marie-Josconcluyó entonceshabía sido unobjeto desconocidoalguien capaz de engañar en todo (como debió hacer con susclientes en la cama): un alma intocadatras la cercanía de los licoresde lasnoches. François se aisló durante algunas semanas indecisodesconsolado.Solovolvió a vivir como en los días de Marie-Jos; sonidosdetalles de lasesquinaslo retenían en un tiempo ya muerto. Cuando extirpó esedesdoblamiento únicamente quedaba el puro odio.

Necesitaba esperar al viajero pero ya para él todo estaba confirmado.Utilizó entonces esos días tratando de obtener (¡tan tarde!) una pista. ¿Porqué lo traicionó Marie-Jos? ¿Con quién se había ido? Pasó revista acentenares de rostros con los cuales la había encontrado en los bares. Pudohaber sido cualquier marinocualquier pasajero transitorioalguien de quienél jamás habría sospechado (como nadie hubiera imaginado la profundarelación de ellos).

Gastó noches llenando ese rostro vacíola figura de un hombre imprecisable;el fantasma lo humilló con su ausencia. Y entonces reapareció el viajero. Susnoticias (ya que ignoraba la historia) contrastaron con las interrogantes deFrançoispor su precisiónpor su frescurapor su fatalidad.

Aquella mujer era Marie-Jos. Ahoraal final de la plenitudtampoco a ellaparecía importarle el secreto que guardó durante décadas: habló en exceso desu vida al aventurero. Éste tuvo cierto asco al comienzo ante la marchita mujerpero se dejó llevar por su eficacia en la camapor su jugueteo. Y cuando lasintió dormida descubriócon sorpresalos pétalos violetas de una pequeñaflor en la mujer de espaldas. Pasaba borrachaen efectocasi todas las nochesy padecía de un mal: la nostalgia por Marseille. Año tras año consideró laposibilidad de regresarde pedir perdón a [178] alguienpero la lenta dulzuradel trópico la inmovilizaba. Nunca hizo un gesto para volveraun cuando-averiguando con cautela- llegó a saber que ese «alguien» había desaparecidode la vida activa del puertodurante los últimos años. Hubo un tipo que lejuró haber asistido a su sepelio.

¿Y con quién vivequé hace? El viajero destacó detalles de la casadecómo la mujer había administrado una gran fortuna. Vivió para divertirsepero como ciega: sin aspiracionessin búsquedas. Y lo menos creíble: sinhombre fijo. Gozaba y padecía los encuentros. Sólo en dos o tres ocasionesaceptó a un extranjeroporque la enloquecían esos hombres criollos -de nalgasestrechas y macizascon empuje- («Como yo¿no crees?»dijo el moreno)alos cuales mantenía por períodos. ¿Tal traiciónreflexionó Françoistanlargo viajetanto cambio de identidad para ser nadauna simple mujer? Allásus amores seguían siendo fugaces. Puerto Cabello la recibió con festivacomicidad; tuvo problemas ante algunas esposaspero la aceptaron gradualmentey hasta algunas familias decentes llegaron a ser sus amigos.

El viajero hablabacompletando el mosaico del pasadoignorante de laprecisión con que François ajustaba cada detalle. Era Marie-Jos. Pero ¿porqué había hecho todo aquello?

Allí concluía su complicidad con el viajeroy quedaba instaurado un nuevodeseo: ya no tanto el de venganzael de destruir a la mujersino el de saberqué había determinado a Marie-Jos a planificar su abandonoel robo y laindiferencia de tantos años. Para ello el malandrito no le serviríatampoconingún nuevo intermediario. Sólo él podría obtener de la mujer la confesióncertera; pero volver a verla significaba matarla.

Organizó de nuevo su vida en torno a Marie-Jos: como si nada suyo pudieraser excluido en el reino de ella; como si el pasadosu vida actual y cualquierinvención futura únicamente pudieran girar en ellapor ella. Revisó suspapeles; ordenó su dinero yalgún negocio pendiente; sin decirlo fuedespidiéndose de su idiomade los pocos amigos casualesdel refugiodomésticode su aire predilectoel aroma de Marseille.

El limpiabotas lo siguiópor súbita decisiónen su búsqueda de PuertoCabello. Prácticamente no se separaron durante el trayecto: un tragoalgúnchistelas interminables conversaciones del [179] malandritoFrançois noaludió más a la mujer; el otro se quedó sin algo concreto sobre los motivosdel viaje. Ya en Puerto Cabello el viejo pareció aturdido; el excesivo brillodel cieloel calorlo inhibían. Tal vez no deseaba ser visto con claridad. Yentonces el amigo resultó de gran utilidad: casi lo guardó en una discretapensiónle sirvió de intérprete ysobre todopor las noches -a ratoscaminandoa veces en taxi- fue mostrándole los pasos de María-Inés.François se convenció de que nada había sentido la primera vez que la vio:ella salía de su gran casaconduciendo un auto. Algo gordadecaídaen nadase parecía a su graciosa muchacha de Marseille: pero en tal diferencia supoencontrarla: bajo cierta fijeza de los gestosen la bocaen un olvidadomovimiento de los ojos.

El criollo jamás notó en la parsimonia del otro alguna violencia: sóloparecía rememorarcomparar la imagen de una antigua amante con su presente.Tres días despuésen la madrugadaMarie-Jos murió atravesada por el puñalde François; el cuerpo permaneció íntegromenos en el lugar de la flor.

¿Es producto del periodista o comentario verdadero del anciano limpiabotasque François la obligó antes a responder una pregunta? ¿Necesita un relato oun drama en dos actos la confesión del protagonista? Las voces de aquellosentodo casocoincidían en un punto: Marie-Jos había actuado exclusivamente porsí misma; adivinóutilizó la confianza de François en ellay lo abandonócuando quiso. Ni otro hombre ni una verdadera traición: apenas el juego de susdeseos. François nunca supo que aquel díacuando fue a la morgueMarie-Josaún estaba escondida en Marseille; si él hubiese abierto la urna; si hubiesedescubierto la mascaradalos enfermeros -íntimos amigos de la mujer- lahabrían llamado. Ella hubiera acudidopidiéndole perdónexplicando dealgún modo tan terrible broma; lo habría convencidoy tal vez nunca sesepararan. Pero él creyó su muerte desde el primer minuto.

(1983)




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