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Parte primera: Capítulo decimonoveno
De las discretas razones que Sancho pasaba con su amo, y de la aventura que le sucedió con un cuerpo muerto, con otros acontecimientos famosos.
Paréceme, señor mío, que todas estas desventuras que estos días nos han sucedido, sin duda alguna han sido pena del pecado cometido por vuestra merced contra la orden de caballería, no habiendo cumplido el juramento que hizo de no comer pan a manteles ni con la reina folgar, con todo aquello que a esto se sigue y vuestra merced juró de cumplir, hasta quitar aquel almete de Malandrino, o como se llama el moro, que no me acuerdo bien. Tienes mucha razón, Sancho, dijo Don Quijote; mas para decirte verdad, ello se me había pasado de la memoria y también puedes tener por cierto que por la culpa de no habérmelo tú acordado en tiempo, te sucedió aquello de la manta; pero yo haré la enmienda, que modos hay de composición en la orden de la caballería para todo. ¿Pues juré yo algo por dicha? respondió Sancho. No importa que no hayas jurado, dijo Don Quijote; basta que yo entiendo que de participantes no estás muy seguro, y por sí o por no, no será malo proveernos de remedio. Pues si ello es así, dijo Sancho, mire vuestra merced, no se le torne a olvidar ésto como lo del juramento; quizá les volverá la gana a los fantasmas de solazarse otra vez conmigo, y aún con vuestra merced, si le ven tan pertinaz.
En éstas y otras pláticas les tomó la noche en mitad del camino, sin tener ni descubrir donde aquella noche se recogiesen, y lo que no había de bueno en ello, era que perecían de hambre, que con la falta de las alforjas les faltó toda la despensa y matalotaje; y para acabar de confirmar esta desgracia, les una aventura, que sin artificio alguno verdaderamente lo parecía, y fue que la noche cerró con alguna oscuridad; pero con todo esto caminaban, creyendo Sancho que, pues aquel camino era real, a una o dos leguas de buena razón hallaría en él alguna venta. Yendo, pues, desta manera, la noche oscura, el escudero hambriento, y el amo con ganas de comer, vieron que por el mismo camino que iban venían hacia ellos gran multitud de lumbres, que no parecían sino estrellas que se movían.
Pasmóse Sancho en viéndolas, y Don Quijote no las tuvo todas consigo: tiró el uno del cabestro a su asno, y el otro de las riendas a su rocino, y estuvieron quedos mirando atentamente lo que podía ser aquello, y vieron que las lumbres se iban acercando a ellos, y mientras más se llegaban, mayores parecían, a cuya vista Sancho comenzó a temblar como un azogado, y los cabellos de la cabeza se le erizaron a Don Quijote, el cual, animándose un poco, dijo: Esta sin duda, Sancho, debe de ser grandísima y peligrosísima aventura, donde será necesario que yo muestre todo mi valor y esfuerzo. ¡Desdichado de mí! respondió Sancho. Si acaso esta aventura fuese de fantasmas como me lo va pareciendo, ¿adónde habrá costillas que la sufran? Por más fantasmas que sean, dijo Don Quijote, no consentiré yo que te toquen en el pelo de la ropa, que si la otra vez se burlaron contigo, fue porque no pude saltar las paredes del corral, pero ahora estamos en campo raso, donde podré yo como quisiera esgrimir mi espada. Y si le encantan y entomecen como la otra vez lo hicieron, dijo Sancho, ¿qué aprovechará estar en campo abierto o no? Con todo eso, replicó Don Quijote, te ruego Sancho, que tengas buen ánimo, que la experiencia te dará a entender el que yo tengo. Sí tendré, si a Dios place, respondió Sancho, y apartándose los dos a un lado del camino, tornaron a mirar atentamente lo que aquello de aquellas lumbres que caminaban podía ser, y de allí a muy poco descubrieron muchos encamisados, cuya temerosa visión de todo punto remató el ánimo de Sancho Panza, el cual comenzó a dar diente con diente como quien tiene frío de cuartana; y creció más el batir y dentellear cuando distintamente vieron lo que era, porque descubrieron hasta veinte encamisados, todos a caballo, con sus hachas encendidas en las manos, detrás de los cuales venía una litera cubierta de luto, a la cual seguían otros seis de a caballo enlutados hasta los piés de las mulas, que bien vieron que no eran caballos en el sosiego con que caminaban; iban los encamisados murmurando entre sí con una voz baja y compasiva.
Esta extraña visión a tales horas y en despoblado bien bastaba para poner miedo en el corazón de Sancho, y aún en el de su amo, y así fuera en cuanto a Don Quijote, que ya Sancho había dado al través con todo su esfuerzo: lo contrario le avino a su amo, al cual en aquel punto se le representó en su imaginación al vivo que aquella era una de las aventuras de sus libros; figurósele que la litera eran andas donde debían de ir algún mal ferido o muerto caballero, cuya venganza a él solo estaba reservada, y sin hacer otro discurso enristró su lanzón, púsose bien en la silla, y con el gentil brío y continente se puso en la mitad del camino por donde los encaminados forzosamente habían de pasar, y cuando los vio cerca, alzó la voz y dijo: Deteneos, caballeros, quien quiera que seais, y dadme cuenta de quién sois, de dónde venís, a dónde vais, qué es lo que en aquellas andas lleváis, que, según las muestras, o vosotros habeis fecho, o vos han fecho algún desaguisado, y conviene y es menester que yo lo sepa, o bien para castigaros del mal que ficisteis, o bien para vengaros del tuerto que vos ficieron. Vamos de priesa, respondió uno de los encamisados, y está la venta lejos y no nos podemos detener a dar tanta cuenta como pedís. Y picando la mula pasó adelante. Sintióse desta respuesta grandemente Don Quijote, y trabando a la mula del freno dijo: Deteneos y sed más bien criado, y dadme cuenta de lo que os he preguntado; si no, conmigo sois todos en batalla.
Era la mula asombradiza, y al tomarla del freno se espantó de manera que alzándose en sus pies dió con su dueño por las ancas en el suelo. Un mozo que iba a pie, viendo caer al encamisado, comenzó a denostar a Don Quijote, el cual, ya encolerizado sin esperar más, enristrando su lanzón arremetió a uno de los enlutados, y mal ferido dio con él en tierra, y revolviéndose por los demás, era cosa de ver con la presteza que los acometía y desbarataba, que no parecía sino que en aquel instante le habían nacido alas a Rocinante, según andaba de ligero y orgulloso. Todos los encamisados eran gente medrosa y sin armas, y así con facilidad en un momento dejaron la refriega, y comenzaron a correr por aquel campo con las hachas encendidas, que no parecían sino a los de las mascaras, que en noche de regocijo y fiesta corren. Los enlutados, asimismo revueltos y envueltos en sus faldamentas y lobas, no se podían mover; así que muy a su salvo Don Quijote los apaleó a todos, y les hizo dejar su sitio mal de su grado, porque todos pensaron que aquel no era hombre, sino diablo del infierno, que les salía a quitar el cuerpo muerto que en la litera llevaban.
Todo lo miraba Sancho admirado del ardimiento de su señor, y decía entre sí: Sin duda este mi amo es tan valiente y esforzado como él dice. Estaba un hacha ardiendo en el suelo junto al primero que derribó la mula, a cuya luz le pudo ver Don Quijote, y llegándose a él le puso la punta del lanzón en el rostro, diciéndole que se rindiese, si no que le mataría: a lo cual respondió el caído: Harto rendido estoy, pues no me puedo mover, que tengo una pierna quebrada; suplico a vuestra merced, si es caballero cristiano, que no me mate, que cometerá un gran sacrilegio, que soy licenciado y tengo las primeras órdenes. ¿Pues quién diablos os ha traído aquí, dijo Don Quijote, siendo hombre de iglesia? ¿Quién, señor? replicó él caído. Mi desventura. Pues otra mayor os amenaza, dijo Don Quijote, si no me satisfaceis a todo cuanto primero os pregunte. Con facilidad será vuestra merced satisfecho, respondió el licenciado; y así sabrá vuestra merced, que denantes dije que yo era licenciado, no soy sino bachiller, y llámome Alonso López; soy natural de Alcovendas, vengo de la ciudad de Baeza con otros once sacerdotes, que son los que huyeron con las hachas, vamos a la ciudad de Segovia, acompañando un cuerpo muerto que va en aquella litera, que es de un caballero que murió en Baeza, donde fue depositado, y ahora como digo, llevábamos sus huesos a su sepultura, que está en Segovia, de donde era natural.
¿Y quién le mató? preguntó Don Quijote. Dios, por medio de unas calenturas pestilentes que le dieron, respondió el bachiller. Desa suerte, dijo Don Quijote, quitado me ha nuestro Señor del trabajo que había de tomar en vengar su muerte, si otro alguno le hubiera muerto: pero habiéndole muerto quien le mató, no hay sino callar y encoger los hombros, porque lo mismo hiciera si a mí mismo me matara; y quiero que sepa vuestra reverencia, que soy un caballero de la Mancha, llamado Don Quijote, y es mi oficio y ejercicio andar por el mundo enderazano tuertos y desfaciendo agravios. No sé cómo puede ser eso de enderezar tuertos, dijo el bachiller; pues a mí de derecho me habeis vuelto tuerto, dejándome una pierna quebrada, la cual no se verá derecha en todos los días de mi vida, y el agravio que en mí habeis deshecho ha sido dejarme agraviado de manera que me quedaré agraviado para siempre, y harta desventura ha sido topar con vos, que vais buscando aventuras. No todas las cosas, respondió Don Quijote, suceden de un mismo modo: el daño estuvo, señor bachiller Alonso López, en venir como veníades de noche, vestidos con aquellas sobrepellices, con las hachas encendidas, rezando, cubiertos de luto, que propiamente semejábades cosa mala y del otro mundo, y así yo no puedo dejar de cumplir con mi obligación acometiéndoos, y os acomeitera aunque verdaderamente supiera que erades los mismos Satanases del infierno, que para tales os juzgué y tuve siempre. Ya que así lo ha querido mi suerte, dijo el bachiller, suplicó a vuestra merced, señor caballero andante, que tan mala andanza me ha dado, me ayude a salir de debajo desta mula, que me tiene tomada una pierna entre el estribo y la silla. Hablara yo para mañana, dijo Don Quijote; ¿y hasta cuándo aguardábades a decirme vuestro afán? Dió luego voces a Sancho Panza que viniese; pero él no se curó de venir, porque andaba ocupado desvalijando una acémila de repuesto que traían aquellos buenos señores bien bastecida de cosa de comer.
Hizo Sancho costal de su gabán y recogiendo además todo lo que pudo y cupo en el talego de la acémila, cargo su jumento, y luego acudió a las voces de su amo y ayudó a sacar al señor bachiller de la opresión de la mula, y poniéndole encima della, le dio el hacha, y Don Quijote le dijo que siguiese la derrota de sus compañeros, a quien de su parte pidiese perdón de el agravio, que no había sido en su mano dejar de haberles hecho. Dijóle también Sancho: Si acaso quisieren saber esos señores quién ha sido el valeroso que tales los puso, dígales vuestra merced que es el famoso Don Quijote de la Mancha, que por otro nombre se llama el "Caballero de la Triste Figura". Con esto se fue el bachiller, y Don Quijote preguntó a Sancho, que qué le había movido a llamarle el "Caballero de la Triste Figura", más entonces que nunca. Yo se lo diré, respondió Sancho, porque le estado mirando un rato a luz de aquella hacha que llevaba aquel mal andante, y verdaderamente tiene vuestra merced la más mala figura de poco acá que jamás he visto; y débelo de haber causado o ya el cansancio deste combate, o ya la falta de muelas o dientes.
No es eso, respondió Don Quijote, sino el sabio a cuyo cargo debe de estar el escribir la historia de mis hazañas, le habrá parecido que será bien que yo tome algún nombre apelativo, como lo tomaban los caballeros pasados: cuál se llamaba "el de la Ardiente Espada", cuál "el del Unicornio", aquel "el de las Doncellas", aqueste "el del ave Fénix", el otro "el Caballero del Grifo", estotro "el de la Muerte", y por estos nombres e insignias eran conocidos por la toda la redondez de la tierra; y así digo que el sabio ya dicho te habrá puesto en la lengua y en el pensamiento ahora que me llamase el "Caballero de la Triste Figura", como pienso llamarme desde hoy en adelante, y para que mejor me cuadre tal nombre, determino de hacer pintar, cuando haya lugar, en mi escudo una muy triste figura. No hay para qué, señor, querer gastar tiempo y dineros en hacer esta figura, dijo Sancho, sino lo que se ha de hacer es que vuestra merced descubra la suya, y dé rostro a los que le miraren, que sin más ni más, y sin otra imagen ni escudo, le llamarán "el de la Triste Figura", y créame que le digo la verdad, porque le prometo a vuestra merced, señor (y esto sea dicho en burlas), que le hace tan mala cara la hambre y la falta de las muelas, que, como ya tengo dicho, se podrá muy bien excusar la triste pintura. Rióse Don Quijote del donaire de Sancho; pero con todo propuso de llamarse de aquel nombre en pudiendo pintar su escudo o rodela como había imaginado.
Olvidábaseme de decir, dijo al marcharse el bachiller a Don Quijote, que advierta a vuestra merced que queda descomulgado por haber puesto las manos violentamente en cosa sagrada, justa ilud: sit quis suadente diabolo, etc. No entiendo este latín, respondió Don Quijote: mas yo sé bien que no puse las manos, sino este lanzón; cuanto más, que yo no pensé que ofendía a sacerdotes, ni a cosas de la Iglesia, a quien respeto y adoro como católico y fiel cristiano que soy, sino a fantasmas y vestiglos del otro mundo; y cuando eso así fuese, en la memoria tengo lo que le pasó al CId Rui Diaz cuando quebró la silla del embajador de aquel rey delante de su santidad el Papa, por lo cual le descomulgó, y anduvo aquel día el buen Rodrigo de Vivar como muy honrado y valiente caballero.
En oyendo ésto el bachiller se fue, como queda dicho, sin replicarle palabra. Quisiera Don Quijote mirar si el cuerpo que venía en la litera eran huesos o no; pero no lo consintió Sancho, diciendole: Señor, vuestra merced ha acabado esta peligrosa aventura lo más a su salvo de todas las que yo he visto; esta gente, aunque vencida y desbaratada, podría ser que cayese en la cuenta de que los venció sólo una persona, y corridos y avergonzados desto volviesen a rehacerse y aa buscarnos, y nos diesen muy bien en que entender. El jumento está como viene, la montaña cerca, la hambre carga, no hay que hacer sino retirarnos con gentil compás de piés, y como dicen, váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza. Y antecogiendo a su asno, rogó a su señor que le siguiese, el cual, pareciéndole que Sancho tenía razón, sin volverle a replicar le siguió. Y a poco trecho que caminaban por entre dos montañuelas, se hallaron en un espacioso y escondido valle, donde se apearon, y Sancho alivió el jumento; y tendidos sobre la verde yerba, con la salsa de su hambre almorzaron, comieron, merendaron y cenaron a un mismo punto, satisfaciendo sus estómagos con más de una fiambrera que los señores clérigos del difunto (que pocas veces se dejan mal pasar) en la acémila de su repuesto traían; mas sucedióle otra desgracia, que Sancho tuvo por la peor de todas, y fue que no tenían vino que beber, ni agua que llegar a la boca y acosados de la sed dijo Sancho, viendo que el prado donde estaban estaba colmado de verde y menuda yerba, lo que se dirá en el siguiente capítulo.
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