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La rebelión (1922)

Rómulo Gallegos



 

 

- I -

Mano Carlos

     Esto fue cuando Juan Lorenzo tenía cinco años.

     Una nochea las primeras horasestaba él enlas piernas de la madreque le cantaba para dormirlocuando llegó un hombre ala puerta y dijo:

     -Señoradígale a Mano Carlos que aquí estáJulián Camejo que viene a cumplile lo ofrecío.

     Efigenia dejó al niño en la mecedora yentrando en el cuarto del marido se acercó a la hamaca donde él estaba y ledijocon su voz de sierva sumisa que habla al amo que acaba de azotarla:

     -Que ahí está Julián Camejo que viene acumplirte lo ofrecido.

     El hombre saltó de la hamaca y se precipitófuera del cuarto a grandes pasosa tiempo que desabrochaba la tirilla del revólveren la faja que llevaba siempre al cinto.

     Efigenia comprendió entonces lo que iba asuceder pero no hizo nada por evitarloparalizada por el terror. Juan Lorenzoque estaba mancornado en la mecedorase enderezó rápidamente cuando el padreatravesó el corredordirigiéndose a la calle.

     Transcurrieron los instantes precisos para queel Comandante Carlos Gerónimo Figuera atravesara el zaguán; pero a Efigenia leparecieron infinitosporque durante ellos [8]estallaron en su cerebro un tropel de pensamientos quepara sucederse unos aotros habían requerido largo espacio de tiempo. Esperando oír el disparoinevitable le pareció que dilataba tanto que se preguntó mentalmente: ¿Cuándosonará?

     Por fin oyó. Algo espantoso que no se borraríajamás de su memoria: un quejido estranguladocortoangustioso como un hipomortaly luego el ruido del portón contra el cual había caído algo muypesado.

     Mucho tiempo después Efigenia recordó queentonces había dicho ellalentamente y a media voz: ¡ya lo mataron!; y queafueraen la calleen todo el puebloen el airehabía un silencio horrible.

     Luego comenzaron a oírse voces de los vecinosagrupados en la puerta. Lamentaciones de mujeres que parecía que hablaban tapándoselas bocas con las manos trémulas de espanto:

     -¡Ave María Purísima! ¡Dios me salve ellugar!

     Un hombre que decía:

     -¡Lo sacó de pila!

     Una voz autoritaria.

     -No lo atoquen. Hasta que no venga el Juzgao nose pué levantá el cuerpo.

     Voces lejanas:

     -¡Cójanlo! ¡Cójanlo!

     Poco despuésJuan Lorenzoque se habíaquedado inmóvil en su asiento del corredorvio que unas mujeres abrían laentrepuerta para dar amplio paso a los que traían el cadáver del ComandanteFiguera. Cautelosamente fue deslizándose en el asiento hasta alcanzar el sueloy sin quitar la vista de la puerta por donde iba a aparecer aquella cosahorrible. Luego echó a correr hacia donde estaba la madre. [9]



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- II -

La otra Efigenia

     Han transcurrido unos días. Un viajero queviene de Caracas se detiene en la casa de Efigenia y habla con ella.

     -Buenocomadre. Yo cumplí su encargo. Perofrancamente le digo que me ha pesaoporque aquellas señoras tías suyasencuanto no más les dije a lo que iba me saltaron encimacomo unas macaureles. Yusté perdone la comparación.

     A Juan Lorenzo le hizo mucha gracia y estuvoriendo largo rato.

     -¡Como unas macaureles! ¡Jajaja!...

     El hombre sonreía mirándolo tan regocijado.

     -¡Ríete! Que ya vas a sabé tú pa quénaciste.

     Efigenia sonreía también; pero su sonrisa eraalgo muerto sobre su rostro alelado. Luego dijosin haber recogido todavíaaquella sonrisa que se le había quedado olvidada en la faz triste:

     -¿Quiere decir que no están dispuestas arecibirme?

     -Tanto como dispuestas no creo yo que puea decí;pero después que me tupieron con sus desahogos contra usté y contra el difuntomi compaeque en paz descanseme dijeron que podía decirle a usté que quése iba a hacé; que por lo visto ellas no tenían más misión en el mundo queestala recogiendo a usté y a lo que usté quisiera llevarles pa su casa. Porquesin yo estásela preguntando me soltaron toa la historia suya: que si su padrede usté se enredó con una mujer que no era igual a él y la tuvo a usté portrascorrales: que si un día se presentó caje de ellas con usté chiquitaporque se le había muerto la mujé y que ellascomo al fin y al cabo eran lashermanas d'el y les dio [10] lástima vela auste desamparála recibieron y la criaron como hijapa que después usté yque les pagara too el cariño que le tuvieron saliéndose de la casa con elzambo Carlos Gerónimo. Asina mismo me lo dijeron.

     Chupó el tabacohaciéndolo girar entre losdedos y concluyó:

     -Francamenteson bien espesas las señoritasesas.

     A lo que respondió Efigenia:

     -En el fondo no son malas.

     -Ya velo que es en eso ni quito ni pongo. Loque hago es decile lo que me dijeronsin ganale naapa que mañana no tengausté que haceme cargos por no habele hablao con franqueza.

     Guardó silencio. Efigenia lo mirabacon sumirada fija y distraída a la vez de persona ausente de la realidad exterior.Cohibidoel hombre bajó la suya y luego poniéndose de piesdijo sin ver lacara a Efigenia con la áspera voz enternecida:

     -¿Quiere decí que usté está dispuesta adirse pa Caracas?

     -¿Qué voy a hacer?

     -Bueno. Que le resulte biencomae. Yo sentirémucho perderla de vistaporque la noche del velorio se lo juré al difunto queno la abandonaría a usté y al muchacho; pero no es de mi incumbenciaatravesame en su voluntá. Y naa más tengo que decilesino que sien unacomparaciónalguna vez necesita usté de mí no tiene sino que llamame.

     Y ya en la puerta despidiéndose:

     -El mes que viene tengo viaje pa Caracas. Comousté y el chavalo no pueen hacé el viaje a caballosi usté quiere dirseconmigoyo le hago prepará una de las carretas pa que vaya más cómoda.

     -Si usted quiere también hacerme ese favor.

     -Es mi deber. Naa tiene que agradecerme.

     Desde aquel día Juan Lorenzoajeno alsufrimiento [11] perennemente pintado en elrostro de la madreno hace sino anhelar por el viaje a la capital y ríesabrosamente cuando piensa que va a conocer a las macaurelesque sólo de estemodo llamaba ya a las tías de su madre.

     Por fin llegó el día de la partida. En unalluviosa madrugada salió de Villa de Cura el convoy de carretas de RamónFuentesque hacían el tráfico entre los pueblos más próximos del llano yCaracas. Iban cargados de quesos y de cueros de ganadomenos una en la cualbajo un toldo formado con el encerado y sobre colchones que amortiguaban losbatacazosse colocaron Efigenia y su hijo.

     Estuvo lloviznando casi toda la mañana. Lamarcha era lenta y trabajosa. Los carreteros corrían continuamente a lo largodel convoy acudiendo a sacar las carretas de los atolladeros o a ayudar a lasmulas a repechar las cuestas resbaladizas. El tintineo de los arneseseltraqueteo de las ruedas en los bachesel perenne caer de la llovizna lenta ymenuda; el dejo melancólico de los cantos de la tierraa ratos en boca de loscarreterosaumentaban la monotonía del camino. A mediodía levantó el tiempoy roto el brumoso velo de la llovizna lució el verde tierno de los sembrados yel suave azul de los montes lejanos. Luego comenzó a calentar el sol con locual se hizo más fuerte la pestilencia de los cueros que iban en las carretas.

     Bajo el toldo de la última del convoycaliente como un hornoEfigenia y Juan Lorenzomolidos por el traqueteo de lamarchaentontecidos por la modorraguardaban silencio. En pos de ellos iba RamónFuentesen un macho rucio. Durante las primeras horas del viaje había idohablando con Efigenia cosas de su negociocosas del camino; pero ahora callabatambiénbajo el peso del mediodía. De pronto dijodando curso a suspensamientos:

     -Comadre. ¿Y cuando Julián Camejo llegópreguntando por el compadreusté no cayó en malicia?

     -No. [12]

     -¡Caramba! ¿Y usté no sabía que ellos teníanun pique Viejo?

     -Yo nunca supe nada de las cosas de Carlos Gerónimo.

     -Sí. Ellos tenían un pique desde cuando ManoCarlos fue Jefe Civil de la Villa. Parece que el Julián Camejo ese tenía unamujecita y el compadre se la enamoró.

     Y después de una pausa:

     -¡Caramba! Si usté cuando vio que Mano Carlossalió acomodándose el revólverse le atraviesa y no lo deja salir quizá seevita la desgracia.

     Efigenia lo miró largo espacio y al cabomurmuró:

     -Ya no era tiempo.

     Nuevo silencio. Ramón Fuentes no se explicabacómo Efigenia podía hablar de aquello con tanta impasibilidad.

     -¡Caramba! No me explico yo como un zoquetecomo Julián Camejo haya podido pegase al compadre. ¡Un hombre como Mano Carlostan defenso! ¡Ahhombre macho y faculto que era el compadre! ¡Y pa que vea!Vino a pegáselo un zoquete que era la sopa de too el mundo en La Villa.

     Efigenia oyó aquel bárbaro panegírico delmarido como si se tratase de persona extraña. ¡Estaba tan distante departiciparni aún de comprender aquella admiración del carretero!

     Y sin embargoaquel hombre de quien se tratabahabía sido su compañero durante seis añosylo que era todavía másabsurdo: ¡había sido el amor de su corazónla ilusión de su vidadurantealgún tiempo! ¿Dónde había estado ellala verdadera Efigeniadurante todoese tiempo? ¿Quién había reemplazado a la ausentea la verdadera Efigeniaala que se crió en la casa de las tías Cedeñoen Caracasque tocaba alpianopor fantasíala Serenata de Schubert y cantaba con verdaderosentimiento romántico aquello de «Volverán las obscuras golondrinas»de Bécquer?¿Cómo era posible que fuesen la misma persona aquella muchacha sentimental deantes y esta mujer embrutecida que venía ahora de La Villa[13]entre carreterosen una carretacon un hijo tenido de su unión con el zamboCarlos Gerónimo Figuerahombre rudo y brutal a quien asesinaron de un lanzazoen la puerta de su casa por haberle quitado la mujerzuela a otro?

     Entretanto Juan Lorenzo ha estado oyendo laconversación; pero aunque sabe perfectamente de qué se trata tampoco se dacuenta cabal de la situación. La muerte de su padre lo impresionó por suaparato trágicopero luego se convirtió para él en un hecho tan sencillo otan sorprendente como son para los niños todos los hechos. En realidad para élnada había cambiado en la vida: antes había en su casa un hombre que llenabael ámbito con sus interjecciones groseras y en las horas de buen humor se lasenseñaba a proferir a él; ahora ya no estabapero para él las cosasesenciales seguían como antes: su pensamiento incansableel espectáculo delmundo siempre atrayentesu pequeño cuerpo ávido de correrde saltarsu risasiempre dispuesta a derramarse en carcajadas... y alláen el término de aquelviaje que por más aburrido que fuera nunca llegaría a fastidiarlounaperspectiva nueva: Caracasy en ella una cosa sumamente divertida: las tíasCedeño¡bravas como macaureles! ¡Ya tenía maquinadas una buena porción detravesuras para hacerlas rabiar!

     Al atardecer el convoy se detuvo en una rancheríadel camino. Ramón Fuentes se ocupó en preparar cómodo alojamiento paraEfigenia; los carreteros despegaron las bestias y luego acudieron al trago en lapulpería dejando a la orilla del camino la hilera de carretas cargadas.Efigenia se embelesó en la contemplación del plácido crepúsculo que dorabala jugosa campiña aragüeña.

     Entretanto Juan Lorenzo andaba por los corralesconversando con unos arrieros que lo conocían. Cacareaban las gallinas subiéndosea las ramas de un totumo; un arreo de burros se abrevaba plácidamente en tornoal estanque; las mulas de Ramón Fuentes se refocilaban en el revolcadero; [14]el acre olor del estiércol saturaba el aire; cortando malojo en los pesebresunos arrieros cantaban un corrido aragüeño.

     Tal espectáculo removía dentro del alma deJuan Lorenzo oscuras afinidadesburdos anhelos de la sangre plebeya. Paraexpresarlos fue en busca de Efigenia y le dijo:

     -Mamá. Cuando yo esté grande voy a serarriero. ¿Sabes?

     -Véalopues -dijo Ramón Fuentes- cómo desdechiquito tiene inclinación al trabajo. ¡Eso está bueno!

     Contemplando la estrella de la tarde Efigeniala otra Efigeniala que cantaba antes la Serenata de Schubertle pidió a Diosque no se realizara el deseo del niño.



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- III -

Las macaureles

     Las Cedeño estaban en la ventana de su casa dela calle de San Juan cuando vieron detenerse frente a la puerta el convoy decarretas de Ramón Fuentesen la última de las cuales venía Efigeniabajo elaparatoso toldo que llamó la atención del vecindario.

     Reconocer a la sobrina y cerrar la ventanacongran estrépito y demostración de desagradotodo fue uno. Antoniala mayor delas dos solteronascon las venas del cuello ingurgitadasdecía ahogándosemientras se alisaba el cabelloque parecía que se lo hubiera despeinado elviento de la cólera que respiraba:

     -¡Esto es el colmo! ¡Presentarse en unacarretaen una cuadra como ésta!

     -¡Y a la hora en que todo el vecindario estáen las ventanas! -agregó Mercedescompletando el pensamiento de la hermanaatiempo que revisaba apresuradamente el orden [15]y limpieza de la salacomo si preparase recibimiento a persona de categoría.

     Entretanto Ramón Fuentes decíale a JuanLorenzo al bajarlo de la carreta:

     -Ahora es que te quieroahijado. Prepara lasnalgas que ya vas a sabé lo que es bueno.

     Cosa extrañaJuan Lorenzo se había puestomuy seriotal vez a causa de lo mucho que le había recomendado la madre que nofuera a reírse de las tíasy parecía emocionado.

     En cuanto a Efigeniano podría asegurarse loque pasaba en su almaporque su rostro conservaba puesta aquella máscara deimpasibilidad que le daba un aire de total embrutecimiento. Con la mayornaturalidad penetró en la casacomo si volviese a ella al cabo de una cortavisita al vecindario.

     Pero cuando vio el patio familiarfresco ypenumbrosocon los viejos granados floridoslos ladrillos cubiertos de musgoy en los tiestos de barro esparcidos por el suelo las macetas de novios delhumilde jardín de la tía Mercedestodo tal como estaba cuando ella abandonóla casala madrugada de aquel funesto día remoto para irse con el ComandanteFigueradilató los ojos dolorosamentecomo si fuese a echarse a llorarycuando llegó al umbral de la entrepuerta su corazón palpitaba con violenciaesperando el asalto de las tías.

     Pero las Cedeño no estaban en el corredor.Dominado el golpe de emociónEfigenia tocó la puerta como una extraña. Nadiele respondió. La casa parecía solalas puertas de los dormitorios estabancerradas y no se apercibía un rumor.

     Ramón Fuentes acudió:

     -A vercomadredéjeme tocá a mípa quevea si lo que hace falta en esta casa es mano de hombre.

     Y golpeó tres veces la puerta con los reciosnudillos de sus dedos de carretero. El silencio de la casa retumbó y oyoseadentro la voz de Antonia Cedeño:

     -Están tumbando la casa. ¡Que escándalo! [16]

     A tiempo que aparecía en el corredorponiéndoselos espejuelos para preguntar:

     -¿Qué se les ofrece?

     -Gente de paz -respondió Efigenia-. Soy yo.

     Y Antoniacon un olímpico desdén:

     -¡Ah! Eres tú. Pasa para adentro.

     Detrás de Antonia acababa de aparecer Mercedes.Parecía muy ocupada en arreglarse una boa de plumas engrifadas que llevaba alcuelloaunque en realidad lo hacía para no ver a los recién llegados.

     Juan Lorenzopegado a las faldas de la madrepasaba y repasaba sus miradas de una a otra de las Cedeño. Y observó queAntonia tenía cara de pájaro picudo coronada de un copete de cabellosrevueltos y mal teñidosy que a Mercedes le acontecía más o menos lo mismoen cuanto al cabellopero tenía más tersa y suave la piel de la cara y unaire más dulce en la fisonomía. Pero lo que estuvo a punto de desbordar sucontenido deseo de reírse de las tías fue el haber descubierto la cantidad devenas que se marcabangordas y tensas en el pescuezo de Antonia. Seguramenteera por aquello que su padrino decía que se parecían a unas macaurelesporqueen efectoaquel pescuezo era un haz de culebritas paradas.

     Mientras él estaba en estoMercedes habíainiciado la conversaciónpreguntándole a Efigeniapor decir algo:

     -¿Y tú viniste desde La Villa en esa carreta?

     A lo que respondió Antoniaantes que lohiciera la interpeladacon un tono sarcástico verdaderamente inaguantable:

     -¡Guá! ¿Y por qué te extrañaniña? ¡Esuna carreta muy bonita y muy limpiacon su toldo muy gracioso! ¿No te hasfijado? Es un lujo. Hasta tiene unas ramas de sauce que la adornan mucho.

     Ramón Fuentes intervinoporque ya no podíacontenerse: [17]

     -De sauce noseñorita; de lecherito. Ustécomo que no conoce las matas.

     -¡Ah! ¿Tú vesMercedes? De lecherito. Sonde lecherito las ramas ésas.

     Plantándose de un modo que parecía que ahorapesaban más sobre el suelocon las piernas separadas y flexando las rodillasRamón Fuentes buscaba peleadispuesto a no quedarse con aquellas puyas:

     -Síseñor. De lecherito.

     Efigenia oía el diálogoinmóvil en mediodel corredor y sin que un gesto se dibujase en su máscara trágica. Más quenunca parecía el cuerpo vacío de una persona ausente.

     Mercedes Cedeño fingía estar muy interesadaen quitarle algo que tuvieran las hojas de una mata de novios; pero se llevabalas manos a los ojos muy a menudo.

     -Buenocomadre -dijo por fin Ramón Fuentes-.Ya yo cumplí mi misión. Le digo adiós. Quizá no nos volvamos a vé más.

     La abrazó campechano sin verla a la caradiounas palmadas en las mejillas de Juan Lorenzomientras sacaba de la faja delcinto unas monedas que puso en las manos del ahijado diciéndole:

     -Tome pa que tenga pa sus dulces.

     Y tomó la salida soltando a las Cedeño un áspero:

     -Buenas tardes.

     -Que lo pase usted bien -respondió Antonia conafectada cortesía.

     Entretanto Efigenia le decía al hijo:

     -Pídele la bendición a tu padrino.

     -Que Dios lo bendiga -contestó Ramón Fuentesdesde el zaguán.

     Y ya en la calle:

     -Y lo saque con bien.

     Juan Lorenzo seguía observando a las tías ycomo reparase que a Antonia se le estaban poniendo más gordas y tensas lasvenas del cuellose dijo mentalmente: [18]

     -¡Concho! ¡Mírale las culebritas!

     Y estuvo a punto de soltar la carcajada.

     Pero algo inesperado y sorprendente acababa desuceder. Las Cedeño rompieron a llorar simultáneamente y se precipitaron enlos brazos de Efigenia que por fin lloraba también.

     Luego sonándoseAntonia dijocon una voznueva en ellamientras se llevaba a Efigenia hacia adentrotodavía abrazada:

     -¡Muchacha! ¡Tú no sabes lo que nos hashecho sufrir!

     Mercedes cargó con Juan Lorenzo y se lo llevóal comedor comiéndoselo a besos:

     -¿Quieres comerte un bizcochito?

     Juan Lorenzo se dejaba besuquear dócilmente.Aquello no era lo que él esperaba de las tías. ¿Por qué habría dicho supadrino que eran bravas como macaureles?

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- IV -

Quesadillas de las Cedeño

     Ha pasado esa hora viva y profunda en la cualtoda alma da la suma entera de su bondad esencial en una acciónen unapalabraen un gesto. Las Cedeño vivieron esa hora cuando se arrojaron en losbrazos de la infeliz Efigenia olvidando lo pasado y poniendo por encima de losprejuicios que les endurecían los corazones un noble y generoso sentimientohumano. Ahora rueda la turbia corriente de las horas muertasen las cuales elalma yace sepultada bajo esa corteza que forma la vida y que se llama el carácter.

     Pasaron los días de llantos y ternuras.Efigenia ha contado parte de sus tristezaspero se adivina que no ha queridovolcar completamente todo su doloroso secreto conyugal [19]y por más que las tías la han acosado con sus preguntastodavía lo guardacon un noble pudoren el fondo del hermético corazón dolorido.

     Esto aviva la curiosidad de las Cedeño. Amenudo se las hubiera podido oírcuchicheando entre sí acerca de lo que ellasse imaginaban que haría con Efigenia aquel bárbaro Comandante Figuerasiendotan firme la convicción que fundaban en sus gratuitas hipótesisque cuando auna se le ocurría decir:

     -A mí nadie me quita de la cabeza que cuandoel demonio ese salía a sus fechorías en la calle le metía a Efigenia el moñoentre las hojas del escaparate y se llevaba la llavepara que no pudieramoverse mientras él estuviera afuera.

     La otra comentabacomo de cosa perfectamenteaveriguada:

     -¿De verasniña? ¡Lo mismo que el viejoGuzmán!

     Y cuando hubieron inventado una buena porciónde estas especies quedáronse satisfechas como si ya conocieran el íntimosecreto de Efigenia.

     Por su partelas Cedeñotampoco han referidoa la sobrina muchas novedades.

     -Nosotraslo mismo que siempre. Llevandonuestra vida que es muy tranquilaya Dios graciasno tiene capítulos feos.

     Y Antonia Cedeñorevistiéndose de fieramajestadreforzaba el pensamiento insidioso de Mercedes:

     -Eso sítendremos que agradecerle siempre ala Divina Providencia: nos moriremos sin dejar una historia.

     Y miraba de soslayo a Efigenia para cerciorarsedel efecto que le produjeran sus palabras.

     Pero Efigenia no se daba por aludida y permanecíaen su actitud enigmáticamirándolas serenamentecon aquellos ojos que habíanpresenciado el horror indecible.

     Sin embargolas Cedeño tenían también sumisterio: un misterio de orden económico que administraba Antonia. Sin [20]haber abundancia de nadaen aquella casa de mujeres solas no se sufríanprivaciones mayores. El diario amanecía todos los días en poder de Antonia;pero no se veía por dónde entraba a la casa aquel dinero tan oportunoquenunca faltaba ni sobraba. Si alguien hubiese intentado averiguarloAntonia Cedeñohabría respondidoechando a andarcomo para evitar preguntas indiscretas:

     -Ésos son unos realitos que me quedaban por ahí.

     Y siempre le quedaban precisamente los del díasiguiente.

     Había de ser Juan Lorenzo quien descubrieraque con este misterio administrativo tenían relación las visitas queentresemanashacía aquel señor Noguera quesiempre cerrado de negrode paltó-levitay pumpáse presentaba con pasos menuditos y en llegando al corredordeordinario solotocaba con el bastón en la mesa y decía:

     -Por aquí estoy yodoña Antonia.

     Antonia -nunca era Mercedes quien lo recibía-dejaba lo que estuviera haciendose alisaba el pelocambiaba los espejuelos dediario que tenían aros de alambrepor los que lo tenían de oroy hacíapasar al señor Noguera a la sala. Allí estaban largo rato hablando paso demanera que ni detrás de la puerta se podía descubrir lo que se decíanalcabo de lo cual salía el señor Noguera diciendoinvariablemente:

     -Despídame de Mercedita y de la muchacha.

     Al oírlo por primera vez después de suregreso a la casaEfigenia pensó que durante seis años el señor Noguera habíatenido que suprimir en su despedida aquellas palabras que se referían a ella: yla muchacha. ¡Y esto le pareció tan doloroso! No por ellasino por el señorNogueraa quien tal cambio debió hacerlo sufrir muchopues era una de esaspersonas inmutables a quienes no se puede concebir sino como son y repitiendotoda la vida unas mismas palabras y unos mismos gestos.

     Ahora el señor Noguera se había vistoobligado a agregar [21] unas palabras másen su despedida; pero para no modificar su costumbre las añadía cuando yaestaba en la puertaponiéndose el pumpá:

     -¿Y el trivilín? ¿Muy travieso?

     -¡Insoportable!

     Acto seguido aparecía Mercedesporque setrataba de Juan Lorenzo y éste era su debilidad:

     -¡De comérselo crudo! ¿Sabe usted lo que sele ocurrió ayer a esa criatura? -Y contaba la última travesura del muchacho.

     El señor Noguera se desmigajaba suavemente derisa.

     -¡Jijiji! Vayapuesya tienen ustedescon qué divertirse. Dénmele un coscorroncito de mi parte.

     Y el señor Noguera se iba.

     Pero llegó un sábado -era su día habitual- yel señor Noguera no apareció en la casa de las Cedeño. Tres días despuésJuan Lorenzo vio que las tías se vestían de negro para salir y notó queAntonia tenía los ojos encarnizados.

     Cuando ellas salieron preguntó a la madre:

     -¿Para dónde van?

     -¿No sabes? El señor Noguera se murió. Vanpara el entierro.

     Juan Lorenzo permaneció un momentoreflexionando y al cabo dijo:

     -¿Y ahora quién va a traer los churupos?

     -¿Qué es eso? ¿Qué estás diciendo?

     -¡Guá! ¿Tú no sabes? Los churupos de lacomida. El señor Noguera era el que los traía.

     -Qué sabes tú. No hables tantos disparates.

     -¿Que no? Yo lo vi un día. Me asomé por elagujerito de la llave y vi que él le daba a mi tía Antonia un paquetico deriales.

     En los días siguientes flotó en el aire de lacasa de las Cedeño una sombra de singular tristeza. Parecía que faltaba [22]algo esencialsin lo cual no era posible la existenciacomo si el señorNoguera hubiera pasado allí todos los días de la suyaocupando un amplioespaciodesempeñando una importante función.

     A menudo decía Antoniaenjugándose una lágrimatenaz:

     -¡Dónde volveré a encontrar otro señorNoguera!

     Y Mercedes se entregaba a una inquietanteactividad que tenía interesado a Juan Lorenzo. Abría baúles que siempreestuvieron cerradossacaba objetos nunca vistos por él: cucharillas de platapertenecientes a una fantástica vajilla quesegún ella contabafiguró en elbanquete que un vago antepasado de ella dio en obsequio del General Bovesel añocatorceun cofrecito lleno de corales y azabachestrozos de prendas viejashasta un pañolón de seda negra con grandes y descoloridas ramazones bordadasque era precisamente el mismo que lucía en los hombros la abuela materna de lasCedeñoen el retrato que estaba en la sala.

     Exhumando aquellos objetos que teníanhistoriasMercedes hacía largas incursiones por el pasado brillante de lasCedeño para que Juan Lorenzo fuera conociendo los anales de la familiaque untiempo fuera de las más mantuanas de Caracas.

     Juan Lorenzocon ambas manitas entrelazadas ymetidas entre las rodillasla escuchaba embobadomientras la traviesaimaginación se le iba tras las sombras de los fantásticos abuelos de loscuentos de Mercedesque tenían sangre azul en las venascosa que le parecíasumamente divertiday dejaron enterradas botijuelas repletas de onzas de orocosa que lo hacía olvidarse de que la tía Mercedes era muy embustera.

     Por su parte Efigeniadándose cuenta de queaquel continuo rebuscar de Mercedes en los baúles objetos de algún valor erael anuncio de malos tiempos que habían de venirse entregó también a lamisma inquietante actividad. [23] Una vez sepresentó en el cuarto donde estaba la tía Antonia revolviendo un fajo depapelesy le dijo mostrándole un collar de orogrueso y pesadoque era el únicoregalo que le había hecho el Comandante Figuera:

     -Madrinaaquí tengo yo esto que debe valeralgo y no me sirve a mí para nada. Disponga de él.

     -Nohija. Guarda tus cositas. Todavía no haygran necesidad; por ahí me quedan unos realitos. Aquí estoy jurungando estospapeles a ver qué es lo que se puede cobrar. Yo tenía unos centavitos de misahorros y el señor Noguera me aconsejó que los pusiera a premio. Él mismo hacíalas evoluciones y con el producto de eso es que hemos ido viviendo hasta ahora.¡Imagínate la falta que nos irá a hacer el señor Noguera!

     Efigenia tuvo una idea:

     -Y por qué no buscamosmadrinaalgúntrabajo que podamos hacer en la casa. Yo sé coser de sastre y eso lo paganbien.

     -Nohijita. ¡Trabajar tú! ¡Y con lodelicada que andas siempre!

     Mercedes acudió providencial. Las quesadillasque ella hacía cuando necesitaba dar una cuelga tenían fama de ser las mejoresde Caracas. Ya una amiga del vecindario le había insinuado la idea de hacerlaspara la venta.

     Antonia rechazó orgullosa. ¡Las Cedeñohaciendo quesadillas! ¡Ella sabía ser pobre sin perder la dignidad!

     -¡Cuándo! ¡Ni por un pienso!

     Mercedes dijo que ella conocía muchas familiasmuy decentes y de lo principal que vivían de hacer hallacas para la venta yafirmó que no encontraba diferencia entre una hallaca y una quesadilla; perotodo fue inútil: Antonia no convenía en que anduviera rodando por las callessu apellidoque era de los pocos apellidos respetables que quedaban en Caracas.

     -¡Imagínense! ¡Que vayan a saber lasPeralesesa [24] gentuza de aquí al ladoque nosotras estamos haciendo granjerías! ¡Cómo se reirían de nosotras queno hemos querido hacerles la visita de vecinaspara no enguachafitarnos! ¡Nono! ¡Déjense de eso!

     Pero transcurrieron unos díasse fueronmermando los realitos que le quedaban por ahí y la perspectiva deamanecer un día sin el diario le quebrantó el orgullo. No obstantecomo ellano daba nunca el brazo a torceresperó a que Mercedes insistiese en lo de lasquesadillasdispuesta -¡qué iba a hacer!- a dejarse convencer de que no eradeshonroso aquel trabajo.

     Insistió Mercedes. Antonia se defendió débilmente.Efigenia adujo razones muy sensatas y el punto previo quedó resuelto: Nada departicular tenía que se ganaran la vida haciendo granjerías.

     -¿Y ustedes creen que eso dé para vivir?

     -Por lo menos para ayudarnos.

     -Pero ¿quién las saca a vender?

     -Juan Lorenzo.

     -¡Pobrecito! -dijo Antonia pasando la mano porlos cabellos del niño-. Quién iba a decirte que la muerte del señorNoguera...

     Pero se enterneció hasta el extremo de nopoder continuar la frase.

     Mercedes completó el pensamiento trunco:

     -Ahora va a ser él el hombre de la casa.

     Y quedó decidido que desde el día siguientecomenzarían a hacer quesadillas que Juan Lorenzo sacaría a la venta.

     Éste acogió el proyecto con muestras deentusiasmo y prometió que iba a vender una cantidad fabulosa de quesadillas. Enla nocheal dormirsesoñó que iba por unas calles nunca vistasmuy largas ymuy anchasgritando su mercancíacon un canto muy bonitoparecido al queentonaba aquel muchacho que pasaba al oscurecer por la calle de San Juanpregonando pandehornoabizcochadocaliente. [25]Un canto de notas largas y melancólicas que le recordaba también el cantar delos llaneros que pasaban por La Villa con puntas de ganado.

     Al día siguientedespués del almuerzolepuso Mercedes en las manos un platón colmado de doradas y olorosas quesadillas.

     -Ya sabes -le dijo mientras le abrochaba elsaco para que no se pareciera a los muchachos del pueblo y establecer con lacompostura del traje la conveniente distinción de rango social-. Ya sabes. Note vayas muy lejos. Coges por la acera de enfrente y caminas hasta la esquina deLos Angelitos; de allí te devuelves por esta acera. No se te ocurra cruzar enlas esquinas porque te pierdes.

     Y Efigenia:

     -Mucho fundamentoJuan Lorenzo. Ten cuidadocon el platónno lo vayas a tumbar.

     Y Antonia:

     -Oye una cosa. No entres a las casas de estacuadraporque en todas te conocen y van a descubrir que son de aquí lasquesadillas. Ya lo sabes. Y cuidado como se te ocurre decir en alguna parte quelas hacemos nosotras.

     Juan Lorenzo sentía palpitar con violencia supequeño corazón. Era un momento decisivo de su vida y él lo vivía con lahonda emoción de su trascendencia.

     Todavía Antonia lo amonestabaa punto dearrepentirse de haber convenido en aquella vergüenza:

     -Óyeme bien. Casa de las Peralesaquí alladono entres ni que te llamen.

     -¡Síhombre! ¡Yo sé! ¡Hasta cuándo!

     Por fin se vio libre del asedio de las mujeresy salió a la calle. Todo cuanto le habían recomendado se le olvidó. Tomó unadirección que no era la que le había dado la tía Mercedes y en el primer portónque encontró-¡en el de las Perales!- pegó un grito: [26]

     -¡Quesadillas de las Cedeño!

     Las Cedeños lo oyeron claramente y les parecióque el mundo se les venía encima.



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- V -

El escultor invisible

     -¡Pónganle preparo a su muchachito!

     Era la queja perenne en la puerta de las Cedeñoen la boca de todos los chicos que para vengarse de las maldades que les hacíaJuan Lorenzo corrían detrás de ély cuando no lograban alcanzarloporque semetía veloz en la casapegaban en la puerta aquel grito para que la familia locastigase.

     -Juan Lorenzo. Vente para acá. ¿No te hedicho que no te metas con los muchachos de la calle?

     -Esos son embustesmamá. Yo estoy aquí muytranquilo.

     Efectivamentecuando lo decía estaba muyquieto y fundamentosohaciendo como si leyera en un libro que encontrara en lamesa del corredoro como si contemplara las matas de novia de la tía Mercedes.

     Éstariéndole la travesuraacudía siempreen su defensa:

     -Es verdadniña. Él está aquí muytranquilito.

     Y luego a Juan Lorenzobajando la voz:

     -¿Qué le hicistemandinga?

     -Que le metí una zancadillaporque me estabatrabajando y lo tumbé patas arriba.

     -¡Ahdiablito!

     Pero cuando no estaba Mercedes por allí y eraAntonia la que interveníael diablillo las pasaba amargas.

     -¡Sí! ¡Muy tranquilo que estásgrandísimohipócrita! Siéntate aquí en mi cuarto y ponte a leer. [27]

     Y lo hacía sentarse al lado suyoen eldormitorio donde ella pasaba horas enterasrevisando una y mil veces los valesy pagarés que le otorgaron las personas a quienesahora ella prestaba dinerodirectamente y con mayores ganancias que las que obtenía cuando era el señorNoguera el intermediario.

     Entretanto Juan Lorenzosometido a la torturadel Mantillabostezaba y desperezábasesintiendo picazones en todo el cuerpodesde las primeras líneas. Para vengarse de la tía interrumpía a menudo lalectura verdadera y comenzaba a silabearcomo si le costase trabajo leer lapalabra que no estaba en el libro:

     -U-na ma-cau-rel. ¡Una macaurel!

     -¿Dónde dice eso? -inquiría Antoniaseveramenteintrigada ya por aquellas macaureles que a cada página estabaviendo Juan Lorenzo; en tanto que Efigeniaque estaba en el secreto de laocurrenciasoltaba la risa tapándose la boca para que no la oyese la tía ycayese en la bellaquería del muchacho.

     Éste leía unas líneas más y de repentepreguntabainvariablemente:

     -¿Y hoy no voy a sacar las quesadillas?

     -¡Eso sí te gusta a tivagabundito! Paraestar en la calle reunido con todos los percuciosaprendiendo picardías.

     En efectoJuan Lorenzo había hecho rápidosprogresos en la materia. Conocía ya todos los juegos plebeyosde lo cual dabanfe metraschapasbotones y barajitas de cigarrillos que llenaban susfaltriqueras. Y había adquirido un extenso y procaz repertorio de refranes ycalemburesque escandalizaban a las mujeres de su casaespecialmente aEfigeniaque veía con horror casi supersticiosocómo estaban apareciendo ensu hijobajo la acción del ejemplo callejerolos mismos modales groseros delpadre.

     Un día llegó a la puerta un muchachopreguntando por Juan Lorenzo: [28]

     -¿Qué está Mano Juan?

     En la conciencia de Efigenia se produjo unaaberración inquietante. Aquel momento presente había sido vivido por ella hacíamucho tiempo. Y hasta las mismas palabras con que respondió: -«Noél saliódesde esta mañana»- aunque eran sencillas y apropiadas a las circunstanciasactuales le parecieron que estaban ya pronunciadas en su vida.

     En efectoera el pasado que volvía. Al díasiguiente de haberse instalado en La Villaen la casa del Comandante Carlos GerónimoFiguerasu maridohabía llegado Ramón Fuentes preguntando:

     -¿Aquí está Mano Carlos?

     Y ella había respondido: -No. Él salió desdeesta mañana.

     La coincidencia no tenía nada de misteriosasalvo el que los amiguitos de Juan Lorenzocasi todos de la granujería de laCañada de Luzónpor llamarlo hermano le dijesen Mano Juan: como al ComandanteFiguera decían Mano Carlos los suyos; pero sí era extraño que fuese ahoracuando ella venía a darse cuenta cabal de lo que pasó por su espíritu cuandooyó llamar de ese modo a su marido.

     En realidaddesde aquel momento comenzó acomprender qué clase de hombre era aquel a quien ella se había entregado; peroentonces estaba bajo la misteriosa acción de aquella fuerza que le enajenaratotalmente la voluntad desde el día en queestando ella de visita en casa deunas amigas de El Empedradole acompañó en la guitarra una canción a CarlosGerónimo Figuera que se hallaba también allí.

     Ahora recomenzaba la historia. ¡Ya su hijo eratambién Mano Juan! ¡Y cómo iban apareciendodía a díaen la faz del niñolos rasgos paternosreveladores del alma burda y brutal! ¡Ya ella habíaexperimentado vagas zozobras desde que empezó a darse cuenta de quesobre elrostro del niño estaba trabajando un escultor invisible para reconstruir laobra destruida por el puñal de Julián Camejo! [29]

     La noche de aquel díacuando desnudaba a JuanLorenzo para que se acostarale preguntó tímidamente:

     -¿Por qué dejas que te llamen Mano Juan?

     -¡Guá! Me dicen así por cariño.

     -¿Y es que te quieren mucho esos muchachos?

     -Sí. Pero es porque yo les tengo a monte atodos.

     -¿Qué quieres decir con eso? Tienes unasmaneras de hablar que no me gustan.

     -¡Guá! Eso quiere decir que les mando grueso.¿Tú crees que si yo no fuera así con ellosme querrían? Harían su sopaconmigo.

     -¿Y por qué no buscas otros amiguitos? Haypor aquí muchos niñitos decentes que te querrían sin que tuvieras necesidadde ser malo con ellos.

     -¿Los patiquines? ¡Hum! Ésos no sirven pa ná.

     Efigenia pensó con dolor: «¡Lo mismo que supadre!»

     Y le pareció que era inútil insistir enarrancarle aquellos sentimientos plebeyos que estaban ya tan profundamentearraigados. Por otra parteno se atrevía tampoco a hacerloasaltado de prontosu ánimo por el temor supersticioso a la presencia invisible del ComandanteFigueraredivivo en las palabras del hijo.

     Y mientras éste dormíasiguió cavilandoella: nada de su ser había puesto para formar el del hijo. Sólo la sangrepaterna estaba ejecutando la obra.

     Y no podía ser de otro modo -pensaba- sicuando ella lo llevaba en sus entrañas no era propiamente una personasino uncuerpo vacío en el cual el alma -totalmente abolida la voluntad- era tan inútilcomo una luz que se queda olvidada en una sala cerrada y sola. ¿No habíarenunciado ella a sus derechos más legítimos sobre el hijo que iba a nacerlepuesto que había aceptadosin protestarque fuese su marido quien dispusiesede élcomo si fuera suyo solamentepara escoger el nombre que había dellevarla educación que se le daría y hasta el oficio a que se dedicaría? [30]¡Natural era pues que Juan Lorenzo no tuviese nada de ellani un rasgo en lafisonomíani un sentimiento delicado en el alma!

     Y pensando así Efigenia tuvopor la primeravez en su vidala clara noción de su responsabilidad respecto al destino delhijo.

     Mercedes Cedeño se acercó a ella y púsose acontemplar la cara de Juan Lorenzo.

     -¡Qué cosa más rara! -dijo-. ¿Tú no te hasfijado en que este niño tiene dos caras? Una cuando está despierto: cara demalo; otra cuando está dormido. Entonces se parece mucho a ti. Fíjate. Es tuvivo retrato cuando estabas pequeña.

     Una amplia ola de ternura maternal llenó elcorazón de Efigenia. Agradeció las palabras de la tía que tan sabroso yoportuno consuelo habían venido a darle y bendijo los ojos que habían sabidoverla a ella en la faz dulce y plácida del niño dormido.



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- VI -

Mano Juan

     El escultor invisible que tallaba en el almadel niño los duros rasgos paternos ha concluido ya su obra. Juan Lorenzo esahora un muchacho fornidomalencaradode trato áspero y violento. Las riñascallejeras le han endurecido hasta volverlo cruel; las costumbres plebeyas lohan convertido en una criatura desagradable ante quien su madre ha terminado poradoptar la misma actitud medrosa que observaba con el Comandante Figuera; leapuntaba el bozoestá mudando la voz y ya tiene en el gesto desfachatado y enlas maliciosas miradas la marca ruin de los torpes apetitosde los viciosprecoces.

     A pesar de las reprimendas de Antonia Cedeño -única[31] que se atreve a encarársele-haadquirido una fiera independencia y se pasa todo el día en la calle. Ya no esútil para nada y sólo ocasiona disgustos y sobresaltos a la familia: variasveces ha estado en la policía y una noche se presentó con el paltó cortadopor navajazos que le tirara un muchacho a quien poco antes había aporreado.

     En la parroquia su nombre de guerra es una vozde alarma: -¡Que viene Mano Juan!- y ya las madres están llamando a sus hijostemerosas de que se los maltrate por quítame allá esas pajas.

     Entre la granujería camorrista de ElGuarataroLa Cañada de LuzónPalo GrandeEl Calvariosu personalidad eradiscutida y convertida en bandera de discordias. -¡A que tú no te pegas conMano Juan!- se le responde siempre a las bravatas de los fanfarrones. -¡Quévas a agarrarte tú con Mano Juan! ¡Con ese sí que se acabó el carbón!

     Y no pasa día sin que venga alguno a decirle:

     -Por allá por donde yo vivo hay uno que diceque tú y que le tienes miedo.

     Juan Lorenzo no respondía una palabra; pero yaera cosa sabida: no pasaría mucho tiempo sin que el que tal dijese tuviera lanariz rota o un ojo hinchado por los tremendos cabezazos que tan famoso lo habíanhecho.

     Ni era menester tampoco que viniesen aazuzarlo: bastaba con que descubriese que en alguna parte había un guapoasífuera de la cuerda de otro barrio de la ciudadpara que él se encaminara en subuscay en topándolose le encaraba y le decíade buenas a primeras:

     -¿Tú y que eres el más guapo de por aquí?

     -¡Guáchico! ¡Yo no sé le pero meescriben! A mí todavía nadie me ha pisao el petate.

     -Pues mira que yo te lo puedo pisá. Soy ManoJuan. ¿No me has oído nombrá? ¿Quieres echate una agarraíta conmigo? [32]

     A veces se iban en seguida a las manos; perogeneralmente se daban cita para un lugar solitariofuera de poblado y en camponeutraldonde ni hubiese el peligro de la policía ni el singular combatedegenerase en una riña de cayapas a causa de la intervención de lasrespectivas cuerdas. Pero cuando trascendía la noticia de estos desafíos losamigos de ambos contendores se trasladaban al sitio convenido para presenciar lapelea.

     Juan Lorenzo solía presentarse vestido delimpio y con lo mejor de su indumentariacomo para darle al acontecimiento todala importancia que para él tenía. Y como alguno de sus amigos le dijese:

     -¡Vale! ¡Vienes como un papel de cogémoscas!

     Él respondíafanfarrón:

     -¡Es que yo me enjoyo pa peleá!

     Del sitiocasi siempre regresaba vencedorseguido de la turba de sus admiradores que iban comentando a grandes voces suhabilidad y destreza de gran tirador de cabezazos. Fiero y ceñudovibranteslos músculos de la cara por la contracción tetánica del maxilarcaminabalargos trechos todavía con los puños apretados y el pecho hirviente de cólera.Un díadespués de una riña difícil y encarnizada que duró cerca de doshorascayó en medio de la calle presa de un ataque de epilepsiaaconsecuencia del cual estuvo una semana en cama con un mareo constante y unaabsoluta pérdida de voluntad.

     De este modoJuan Lorenzo acabó con todos losprestigios parroquiales y llegó a serél soloel guapo caraqueñoen tornode cuya fiera personalidad se formó muy pronto una pintoresca leyenda. Eco deella se hacían especialmente los chicos que se iniciaban en la vida azarosa delas cuerdasen el calor de sus ponderaciones Mano Juan aparecía con lascaracterísticas del bandido generoso: protector de los débilesamparo de lospequeñosterror de los ronconesazote de las cayapaspasmode los policíasde cuyas manos [33] -decíase-había arrebatado muchas veces a los muchachos que llevaban arrestadosasífuesen enemigos suyos; hazañas éstasqueprincipalmentefueron las que mássimpatías le conquistaron en el ánimo de la chiquillería sediciosa. En susjuegos todos querían ser manojuanesy hubo muchos quepara conocerloseaventuraron a internarse en sus peligrosos dominios de la parroquia de San Juan.

     Sólo de uno se sospechaba que podía rivalizarcon él: Gregorio el Manetoun zambo de más edad y cuerpo que Juan Lorenzomuchacho de verdaderas averíasmás malo que Guardajumocapataz deuna de las cuerdas de El Tequenombre que se le daba a un barrio de laparroquia de Altagracia; donde tenían su feudo los más temidos fascinerosos deCaracas. Pero ambos habían hecho siempre buenas migasporque el Maneto erahijo de una antigua lavandera de las Cedeño y desde chicos habían sido valescorridossuerte de pacto de alianza contra el cual nada habían podidoinsidias de sus respectivos secuacespor mucho que vinieran azuzándolos.

     -Ése es vale corrido mío -respondíansiempre-. Nosotros no nos tiramos.

     Sin embargoen el fondo de esta camaraderíaexistía un mutuo recelo: ambos se temían y se vigilaban y ya esto era unasemilla de odio que un día u otro habría de reventar.

     El curso de los acontecimientos dio lugar aello muy pronto. Un día fueron a decirle a Maneto:

     -¿Tú sabes? Mano Juan como que se quierevolteá pa los patiquines. Hace noches que están yendo a la plaza de Capuchinosunos de la cuerda del Capitolio que le hacen muchas fiestas y él se las dejahacé.

     Nombrarle al Maneto la cuerda del Capitolio eratocarlo en lo más vivo y vehemente de sus odios. Movido por los implacablesinstintos de su sangre mulata había jurado guerra sin tregua a los jovencitosde aquella cuerda aristocrática que se reunían en los alrededores delCapitolioy casi todas [34] las nochesala cabeza de la horda de El Tequelos atacaba en sus dominios sin que todavíahubieran podido parársele una sola veztal era la violenta pedrea con que lescaía encima por sorpresa. Ahora venían a decirle que Mano Juanque al fin yal cabo era su rival¡hacía causa con sus enemigos naturales! Y el Manetorespondió con una sonrisa siniestra:

     -¡Ah malaya sea verdá! Eso va a sé superdición.



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- VII -

La rebelión

     Era cierto. Y no sólo que Juan Lorenzo recibíacon agrado las visitas de aquellos parlamentarios que le enviaba la cuerda delCapitolio para ganárselo a partidosino también que hubo noches que faltó alcorrillo de la plaza de Capuchinos para asistir a la del Capitolio.

     Entre éstos había muchos jóvenes que conocíanpor propia experiencia lo tremendo de los cabezazos de Mano Juanno obstante locual lo recibieron con grandes agasajos. Él se dejó seducir y le cogió elgusto a las tertulias de aquella granujería más refinada y hasta más audazque tenía el campo de sus fechorías en el corazón de la ciudad y era el azotede los transeúntes y el brete de la policía.

     Frecuentándolo sufrió la influencia del grupoque a la larga lo descentraría de su medio naturalque era el puebloyadquirió compromisos que modificaron su conducta. Las Cedeño se sorprendierongratamente un domingo como lo viesen muy empeñado en sacarle lustre a loszapatos y dispuesto a ponerse el flux de casinete que ellas le habían regaladoel día de su santo y todavía no había querido estrenarsereceloso de que lollamasen patiquín de orilla sus desarrapados amigos. [35]

     Éstoscuando lo vieron con aquel flamantetraje ominosodecidieron separarse de su amistad y camaraderíay en efectocuando Juan Lorenzoen la nochepasó por la plaza de Capuchinoslos que allíestaban se dispersaron al verlocon lo cual él comprendió que ya no eranamigos suyos. Por su parte el Manetosintiéndose fieramente dueño absoluto detodas las voluntades agresivas de su cuerdaplanea el golpe definitivo y acechala ocasión. Un día se le vio acompañado de su estado mayorrecorriendo elcampo que ya habían escogido para el avance de piedras decisivo al cualdesafiaría a la cuerda enemigasitio que era la Sabana del Blanco. Tomabaposicionestrazaba el plan del asaltoy en lugares disimulados por mogotes hacíaesconder buenas provisiones de guarataras. Su mesnada lo obedece sin discutirsus órdenesentusiasmadafanatizada por el rencoroso ardor en que hierve elcaudillo.

     No así Juan Lorenzo. En aquel grupo dejovencitos de familias distinguidas y adineradas hay dos que son los queverdaderamente ejercen el mando de la cuerda: los Arizaleta. Ellos son los quedan la orden de salir a batir esta o aquella parroquiay en las noches de pazellos son quienes ponen los juegos y dirigen el tema de la conversación. Portradición de familia los Arizaleta estaban acostumbrados a dominar en lasagrupaciones de que formaban parte. En la cuerda del Capitolio se les calificabade recalcitrantes.

     Como todos los demás de aquel grupo JuanLorenzo se sometió al dominio tácito de los Arizaleta y aunque no se leescapaba que él era allí una fuerza efectivaespecie de brazo armado que lacuerda tenía dispuesto a esgrimir contra el enemigo natural que era el Manetocosa que le ponía en verdaderos compromisospues no quería verse en el casode pelear con aquel compañero de la infanciaaceptaba que lo postergaran yhasta prescindiesen de él cuando no se trataba de repartir cabezazos o entendérselascon agentes de policía.

     Sin embargoa veces se le encrespa la índolelevantisca [36] y dominadora e intentaimponer su voluntad; pero se discuten sus ideasse rebaten sus argumentossele acorrala con razones más elocuentesse le aturde haciéndole notar losdisparates que sostieney entoncesreconociendo su inferioridadabochornadode la pobreza de su inteligenciacalla y se plega a la voluntad autoritaria delos Arizaleta.

     En esos momentos experimenta la nostalgia de suantiguo señorío de la plaza de Capuchinosdonde no había quien le chistara yecha de menos la reunión de la plebe zafia y brutalcomo un váquiro enjauladola compañía de la manada cerril; pero no es capaz de las resoluciones enérgicas:ni imponerseni liberarse. Algo le han echado allí dentro del alma que lo estátransformando y produciéndole sentimientos que él no podría discernirperoque le dejan en el ánimo un fondo turbio de inquietudes sin nombrede anhelossin forma de aspiraciones concretasde áspera taciturnidadde tristeza de símismo.

     Una noche dice uno de los Arizaletacontemplando la fachada de la Universidad.

     -Dentro de dos meses estaremos nosotros ahíestudiando derecho.

     Juan Lorenzo no sabe lo que es eso de estudiarderecho y lo pregunta ingenuamente.

     -¡Guáchico! Lo que se estudia para serabogado. Para defender pleitos¿no sabes? Con esa profesión se gana muchaplata. Si no que se lo pregunten al viejo de nosotros que con tres pleitos quedefendió en Barlovento se puso en las tres mejores haciendas de cacao de porallí. ¡A hacienda por pleito!

     La marejada de la ambición comienza a subir enel corazón de Juan Lorenzo. Después de los Arizaletatodos los de la cuerdahan ido exponiendo sus aspiraciones para el porvenir: uno va a trabajar en lacasa de comercio de su padreque es de las más fuertes de Caracas; otro sepropone hacer un viaje a Europa; otro tira hacia la política y asegura [37]que llegaría a Ministropor lo menoscomo su tío... Juan Lorenzo se preguntainteriormente: «¿Y yo qué seré?» Pero no halla qué respondersey lamarejada de la ambición sin propósitos concretos se le encrespa y le pone elhumor áspero y sombrío.

     Otra noche faltan a la tertulia los Arizaletaporque hay baile en su casa. Casi todos los compañeros han sido invitados. JuanLorenzo va a verlo por la barra.

     El lujo de la casa lo deslumbrael espectáculode las mujeres lujosamente aderezadas lo turbala animación de sus postizoscompañeros que están en el baile le produce envidias que lo deprimen; perotodo se lo hacen olvidar las miradas dulces y las ingenuas sonrisas que ledirige Maryla hermanita menor de los Arizaletaque está sentadajunto aotra niñitaen la ventana donde él forma barra.

     La había conocido una de aquellas tardes. Ibaél con Manuel Arizaleta y entró a su casa a dejar los libros. Mary se asomóal portón. Era una chiquilla encantadorade ocho o nueve años a lo más.Rubios crespos le bailaban en torno al gracioso cuello; llevaba un traje colorcremacon una faldita muy corta con muchos pliegues y faralaesque hizo pensara Juan Lorenzo que se parecía a un pollito. Maryque ya sabía por su hermanoquién era élle preguntó candorosa e ingenua:

     -¿Tú eres Mano Juan?

     Juan Lorenzo le había respondidotodocortado:

     -Así me llaman.

     Y ella:

     -A mí me dicen Mary; pero mi nombre es MaríaMargarita.

     Aquella tarde a Juan Lorenzo le habíaacontecido algo muy singular: se había quedado viendo el crepúsculo que teníaunos colores muy tiernosde oros pálidosrosas suaves y dulcísimos azulesyno sabía por quépero le recordaron a Mary. [38]

     Ahora ella le dice a su amiguitaen secreteosque Juan Lorenzo oye claramente:

     -Mira. Ése es Mano Juan -y sonríe viéndolocon inocente picardía.

     Cuando ella se quita de la ventana Juan Lorenzoabandona la barra. Calle abajo se va cavilandocosas gratascosasdesapaciblesque le forman en el alma una sola masa turbia de sentimientosmelancólicos. A intervalos experimenta oleadas de ternura hacia la niñita quelo admira y le sonríe cariñosa; luego le pasan por el ánimo tufaradas deamargurade tristeza de sí mismode rabia insensata que él no sabe contraquienes la siente.

     De prontoal doblar una esquinase encuentracon el Maneto que viene con unos de su cuerdaseguramente de alguna fechoría.

     -¡GuáMano Juan! ¡Qué caro te vendesahora!

     -¡Chico! Me vendo por el mismo precio.

     -¡Jummm! ¿No me estarás queriendo ganámucho? -Y lo mira de pies a cabeza con aire insolente.

     -¿Qué me quieres decí con eso?

     -Que como tú ahora andas reuniéndote con lacremase me figura que debes creé que estás montao al aire.

     -¿Y a ti qué te importa?

     -No es que me importe; es que me da risa.

     Pero como advirtiese que Juan Lorenzomovidopor un reflejo maquinalcon un golpe eficaz y rápido del índice se habíaechado hacia atrás el sombrerolo que anunciaba que estaba presto a dispararel célebre cabezazo volado con que se abría siempre en peleaagregó tratandode recoger algo del veneno de sus insidias:

     -Yo no comprendovalecitocómo un muchachotan completo y tan macho como tú se pué encurruná con esos patiquines que noparan ni papelón.

     Juan Lorenzo se ablandó al halago y el turbiodespecho de sí mismo que ya lo traía propenso estuvo a punto de [39]salírsele en una explicación de la conducta que le vituperaba el Maneto y queen aquel momento valía por un arrepentimiento de haberse alejado de su medionatural que era el pueblo; pero su interlocutorque ya se había preparado ycambiado con los suyos una mirada inteligentevolvió al terreno de lasprovocaciones:

     -¡Busca tu cuerdachico! Cá uno debe andácon los suyos y no está echándosela de que pué mirá más arriba de sus ojos.Esos patiquines te quedan grandes. Sapo no vuela ni que gavilán lo eleve.

     La injuria era de las que debe despachurrarsobre la boca del que las profiere; pero Juan Lorenzo vaciló y perdió tiempopor primera vez en su vida.

     Viéndolo tan indeciso y turbado el Maneto loatribuyó a miedoy cargó resuelto:

     -Acuérdate del dicho: cuando un blanco seencuentra de un negro en la compañía...

     -Eso es contigo.

     -¡Y contigovalecito! ¿Qué te estáspensando tú? ¿Tú crees que todos no sabemos quién eres tú?

     Juan Lorenzo tuvo una nueva debilidad:

     -¿Quién soy yo? ¿Qué saben ustedes?

     Y el otromanoteándole en la cara:

     -En tu casa hacen dulcescomo en la míay túlos sacabas a vendé a la callecomo yo. Bastantes quesadillas te compré. Y últimamente:tu familia no es mejor que la mía.

     -No te metas con mi familiaporque no te loaguanto.

     -¡Que no me lo aguantas! ¿Tú quieres que tehable más claro? Tu taita no era sino un cantador de canciones de El Empedrado.

     Juan Lorenzo sintió en el rostro como si lopicasen avispas. Su historia estaba en boca de aquellos muchachos de la callerodando por la calley algo que no era miedopero que era más poderoso yabrumador que el miedodetuvo el impulso que iba a lanzarlo contra el Maneto. [40]

     Éste seguía diciendoenvalentonado y con lamala sangre hirviente de odio:

     -¿Qué vas a hacé? Zúmbame pa que te saquestu lotería. Si hace días que yo andaba buscándote para decite too esto. Y máste digo: tu mamá...

     Pero no concluyó la fraseporque Juan Lorenzose le arrojó encimalívido de cólera y de dolory sujetándolo por las muñecasle descargó dos tremendos cabezazos que le imposibilitaron para defenderse.

     Aturdidogemía cobarde el zambo:

     -¡No me tires másvalecito!

     Juan Lorenzo lo soltó con un gesto de asco. Yencarándose con los compañeros del Maneto:

     -¡Sálganme ahora ustedes uno a uno!

     -NoMano Juan. Nosotros no nos metemoscontigo.

     Viéndoles las caras lívidas de miedoJuanLorenzo les volvió la espalda diciéndoles:

     -Eso es lo que son ustedes. ¡Cobardes! ¡Faramalleros!

     Y fue así como Juan Lorenzo Figuerael hijode Mano Carlos que era un hombre de la pleberompiendo con el Manetose rebelócontra su casta.




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