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El espadachín: narración histórica del Motín de Madrid en1766

Antonio Barreras.

 

Capítulo primero.

Donde se dan noticias al lector acerca del agua del famosoaljibe del convento de Valverde.

A un cuarto de legua al Noroeste del pueblo de Fuencarral existe todavía elmonasterio de Valverdeen el fondo de una campiña severa y desnuda en laactualidad; pero que en la época a que esta narración se refierese hallabacubierta de exuberante vejetaciónal calor de la prodigiosa actividad que losmonjes imprimían a la comarca de su residencia.

Entre la suma de gracias temporales que la conventual mansión debía alTodopoderosose contaba unaque no por modestadejaba de ser de inapreciableestimacióntanto para los regulares que allí esperaban sin impaciencia eltérmino de las miserias de la vidacomo para los viajeros quearrebatados porel huracán de las pasiones del siglose detenían algunos momentos en elperistilo del santo lugar.

Aludimos al agua del aljibe del convento.

El cristalino fluidoademás de conservar hasta en los meses estivalesfrescura extraordinariay de carecer en absoluto de todo olorcolor y saborposeía una cualidad verdaderamente maravillosa.

Por la misericordia de Dios no había ejemplo de que el agua de aquel aljibehubiera ejercido influencia nociva en el aparato respiratorioo en el tubodigestivo del sedientocualesquiera que fuesen la abundancia de sutraspiración en el instante de la absorcióny el exceso de la cantidadabsorbida.

El origen de tan rara virtud se perdía en los tiempos de la erección delmonasterio. Una veneranda tradición aseguraba que un reverendo preladoque encalurosa tarde de Agosto llamó febril a la puerta del conventovisitó elaljibe cuando iba acaso a sucumbir a la doble tortura de la fatiga y de la sed.

No podría expresar humana pluma el inefable consuelo que el buen obispoencontró en el diáfano y fresco líquido que acercó a los labios. Unadiez yveinte veces apuró con avidez el contenido del vaso apenas extraídovertiendoperlas argentinas de la plácida superficie del agua; y sólo cuando la plenituddel refrigerio hubo vuelto la calma al cuerpo y la paz al espíritupudo eldigno prelado expresar el pensamiento de que no recordaba haber disfrutadojamás otra felicidad semejante.

La gratitud del peregrino pastor hacia aquellas saludables aguasno selimitó a las indicadas palabras. El prelado antes de retirarse bendijo elaljibe y arrojó en las límpidas ondas el anillo canónico que a la sazónllevaba.

Ocioso sería añadir que en limpiezas posteriores se buscó con empeño tanpreciosa reliquia; pero el agua del aljibe debió apresurarse a disolver yasimilarse el valioso tesoro que le había sido confiadoporque todas lasinvestigaciones fueron infructuosas.

Y como el insigne varón falleció más tarde en olor de santidady para serbeatificado y canonizado sólo le faltó acaso un poco más de celo patrióticopor parte de los reyes de Españay algo menos de prevención casuística porparte de los purpurados de las congregaciones de Sixto Vla bondad infalibledel aljibe de Valverde quedó establecida para siempre.

Tanto por la situación aislada del monasterio como por el número nuncaexcesivo de los monjesla más tranquila somnolencia imperaba habitualmente enel temploen el coroen el refectorioen los claustros y en las celdas.

En el momento de principiar nuestra historia había algosin embargoqueparecía prestar animación a la santa casa conventual.

Quizá fuese el motivo que se acercaba el primer plenilunio de la primaverade 1766 ycomo es sabidoese es el tiempo en que la Iglesia celebra lassolemnidades conmemorativas de la pasión del Redentor.

Acaso fuera la causa la reciente instalación del reverendo procuradorprovincial de la Compañíaél cual convaleciente de una penosa enfermedadsehabía acojido a la hospitalidad del monasterioen demanda de su agua saludabley de los purísisimos aires de la vecina sierra.

Tal vez ocasionara el hecho la suma de ambas circunstancias.

Nos limitaremos a exponer al buen criterio del lector esas ligerasindicaciones acerca de un fenómeno tan poco frecuente en Valverdeenconsideración a que por nuestra parte no podríamos aventurar una explicaciónfundada en ningún documento auténtico quea la verdadno hemos encontrado.

Acababa de lanzar tardamente al espacio diez notas plañideras la cascadacampana del relojcuando se abrió una de las ventanas mis elevadas delconventopor la parte de la cordillera de Somosierray aparecieron dos bustoshumanos.

La cabezaperteneciente al primeroera pálidadelgada y barbilampiña:tenía el honor de formar parte del cuerpo del padre procuradorde que anteshemos hablado. La cabeza correspondiente al segundo busto erapor el contrariorollizaatezada y barbuda: descansaba en los robustos hombros de un seglarllegado al monasterio en la misma mañana en que nuestra narración principia.

Los ojos de ambos personajes tomaron idéntica dirección apenas la vidrieragiró sobre sus goznes.

El punto que fijaba la atención de los observadores era un ramillete deolmos secularessituado a cien pasos del convento. Bajo las frondosas copas deaquellos jigantes de la vejetaciónhabía tres mesas rodeadas de una docena desillas.

-El bosquecillo está desierto -pronunció a media voz el procuradorprovincial-; pero he allí dos viandantes que pudieran muy bien buscar la sombrade los álamos negros.

En efectodos ginetesque acababan de dejar el camino de Fuencarralseadelantaban al trote largo de los rocines que montabanen la dirección de losolmos.

-¡No se equivoca Nuestra paternidad -contestó el barbudo compañero delprocurador-; en el sombrero gris del mejor montado de los ginetes reconozco aPedro Gamonalel valentón de la Puente segoviana.

-Buen continenteseñor de Salazar.

-Que no deshonra su propietario.

-¿Distingue su merced las facciones del sugeto que monta el rucio que sigueal tordo del valentón?

-Nopor vida mía; pero el conocimiento que tengo de las intimidades deGamonalme permite adivinar su compañero.

-Según eso...

-No puede ser otro que Diego Abendaño. Si vuestra paternidad se encuentraalguna vez en relaciones directas con el del ruciopodrá jactarse de conoceral hombre más osado del pueblo donde rodó la cuna de Dulcinea.

-Nuevos viajeros -repuso el procurador provincialdirigiendo a otro punto lavisual-: allí se acerca un calesín erizado de campanillas.

-En cuanto a esos-añadió Salazar-el vehículo nos exhibe la partida debautismo: son Juan el malagueño y Simón Bernardo.

-¿Gente del bronce?...

-Pero del temple del acero: puedo asegurárselo a vuestra paternidadporqueentiendo algo de metalurgia.

-¡Ah!muy bien; otro gineteseñor de Salazar.

-Dospodría decir mejor vuestra paternidad; porque acaba de aparecer elsegundo en la bifurcación del camino de Colmenar Viejo.

-¿Quién es el de la capa de grana?

-Todo un caballero; el mismísimo Eulogio Carrillo.

-¡Expléndido porte! Más modesto parece el del cabalgador que vuestramerced ha descubierto por el lado de Colmenar.

-Así es la verdad: no me atrevería a asegurar que no hubiera en la capa quelleva más de un remiendo; pero ya sabe vuestra paternidad que precisamentedebajo de las malas capas es donde suelen ocultarse los buenos bebedores.

-¿El nombre de ese remendado bebedor?...

-Si vuestra paternidad se refiere al apellido patronímicome pone en unverdadero conflicto; pero si me pregunta el nombre de guerrapuedo decirle quese llama el Pajaritón.

-Señor de Salazarimagino que si el coche de colleras que acaba de entraren la cañada no trae desocupado algún asientova a estar completo el númerode los adeptos de vuestra merced.

-He ahí una cosa de que en breve vamos a convencernosporque parece que elcarruaje no trata de pasar más adelantey la portezuela se abre sin el auxiliodel mayoral. Esos bravos mozos tienen la costumbre de servirse a sí mismos.

-Ágil es el primero que salta en tierra: no ha puesto el pié en el estribo.

-Si vuestra paternidad concurriera al circo taurinohubiera reconocido aPancho Lacambra.

-¿Es negro el que le sigue?

-No por cierto; pero es poco limpio. Comercia en carbones con escasa fortuna.Botija le apellidanno sé si a causa de su excesivo volumen.

-Lleno estaba el carruaje: todavía hay dentro dos individuos que se disputanla salida.

-Del mismo modo se habrán disputado la entrada. Los reconozco en ese detalle.Son Trifón Falset y Santos Pujol. Los únicos días en que no se querellan sonaquellos en que el acaso no los pone en contacto.

Los dos sugetos en cuestión lograron al fin salir al mismo tiempo por laportezuela del coche con notable detrimento de las ropas; y apenas pusieron elpie en la pradera se enseñaron mutuamente los trémulos puños a cuatro dedosde la nariz.

El procurador volvió la cabeza hacia su interlocutory dijo requiriendo lacaja de rapé:

-Veo que no había la menor hipérbole en la puntualidad que vuestra mercedconcedía a sus comensales.

-Me complazco en que vuestra paternidad les dispense justicia -contestóinclinándose el caballero.

-Eapuesseñor de Salazar: ya que esos excelentes individuos no han hechoesperar a vuestra mercedno sea vuestra merced quien les haga esperar a ellos.Vaya a solventar sus asuntos en el bosquecilloy torne con buenas noticias y nopeor apetito para compartir conmigo un almuerzo más o menos ligero. Tenemos queconferenciar de sobremesa largo y tendido.

-Es de creer que antes de media hora tenga el honor de ponerme a las órdenesde vuestra paternidad.

Salazar se compuso la capa en los hombrosatrajo al costado la guarnicióndel espadín de lucesrecogió el sombrero que yacía en un sitialy salió dela habitación.

Los recién llegados entretanto se iban instalando en las sillas colocadasbajo los olmos.

Los trajes de aquellos hombres no hubieran tenido precio para el anticuarioque se propusiese formar un museo etnográfico de las clases madrileñas media ybaja en los últimos años del segundo tercio del siglo XVIII. Allí habríaencontrado sombreros y cachuchas de todas formas; capas de todos cortes; casacascaleseraschupas y chupetines de todas clases; gregüescoscalzonesmedias ycalcetines de todas confecciones; y botaszapatos y pantuflos de todo género.

Las armas cortas no podían verse representadas en la colecciónal menosostensiblementeporque había sido prohibido usarlas por recientes pragmáticas;pero los ejemplares de las armas largas tanto cortantes y punzantes comocontundenteseran de primer orden: lo mismo las espadas de más de marcaarrastradas por Abendaño y Gamonalque el estoque y el verduguilloceñidospor el Pajaritón y Carrillo: lo mismo los gruesos y ferrados bastones de cañasde Indias empuñados por Lacambra y Botijaque las varas sin desbastaratravesadas en los cintos del malagueño y de Bernardo.

Por lo demásen vano se hubiera paseado detenidamente la linterna deDiógenes por todos aquellos personajes para encontrar un rostro simpático.

Desde que los primeros viandantes se acogieron a la sombra de los árbolesdos legos del conventofrescos y risueñosse habían apresurado a poner sobrelas mesas porrones con el dorado pardillo de las viñas de la comunidadyjarras y búcaros con el agua incomparable del aljibe.

Fuera la que quisierasin embargola excelencia del aguael culto que loshistoriadores deben rendir a la verdadnos obliga a decir que entre los nuevospobladores de la arboledael vino encontró más aceptación.

Los legos no cesaban de reconducir al convento los porrones vacíosperocomo si un mal genio se hubiera propuesto renovar en ellos el suplicio deSísifocuantas vetes volvían al bosquecillo con las vasijas llenasencontraban desocupadas las que antes habían aportado.

La repetición de las libaciones no tardó en producir su ordinario efectofisiológico. A los pocos minutos todos los bebedores hablaban a la vez; y tanelevado diapasón llegó a adquirir la algarabía bajo los olmosque no quedóun pájaro en sus frondosas copas.

Tal era la situación cuando el interlocutor del religioso salió delmonasteriodirigiéndose con mesurado paso al lugar de la conferencia.

Apenas le divisó uno de los individuos de la reunióndio el grito dealerta. Todos se pusieron en piey el silencio se restableció como por ensalmo.

Salazar levantó el sombreroy volvió a cubrir se la frente pronunciando:

-Bien venidos sean los correligionarios de la buena causa.

-Salud para nuestro noble Anfitrión -contestó el de la capa de granaarrogándose la representación de sus compañeros.

-Nada de corcovasseñores -se apresuró a añadir Salazaratajando lasprofundas manifestaciones de respeto que se le tributaban-. Sírvanse ustedestomar asiento; y con el fin de que nuestra conferencia revista menos carácterde intimidad para los ojos indiscretos conviene que nos distribuyamos entre lastres mesas. No es en manera alguna necesario que se crucen nuestras miradas:basta con que nuestros oídos escuchen atentamente lo que tengamos quecomunicarnos.

La instrucción del caballero fue seguida al pie de la letra. Loscircunstantes se sentaronvolviéndose la espalda muchos de ellos; y en breveno se oyó otro rumor en el bosquecillo que el de las hojas en flor de los olmosacariciadas por la brisa del Guadarrama.

Los porrones y los vasosdespués de sus frecuentes ascensionesse posabansobre la superficie de las mesastan insensible y vaporosamente como si fueranconducidos por la mano de un silfo.

Salazar se instaló en la misma mesa en que estaban CarrilloAbendaño yGamonalesto esla aristocracia de la reunióny articuló con tono solemne:

-El capataz del barrio de Avapiés tendrá a bien exhibirme la lista de surecluta.

Un papelque partió de la tercera mesallegó de mano en mano a la deSalazar.

Aquel papel contenía una relación de veinte nombresque el caballerorecorrió con la vista de arriba a abajo.

-La recluta del barrio de la Cebada -dijo a continuación.

Se le facilitó un segundo papel que contenía otros veinte nombres.

Por el mismo orden fue pidiendo listas iguales referentes a los barrios de laCuesta de la VegaHospitalMaravillasPalomaRastroRecoletosSantaBárbara y Vistillas.

Cada capataz había manifestado su nota en el momento en que el nombre delbarrio que le correspondía sonaba en los labios del caballero.

Salazar apiló las listas y repusotendiendo una mirada en torno:

-Diez por veinte arrojan una multiplicación de doscientos nombresquesupongoseñoresson llevados por hombres tan decididos como discretos.

-Por mi parterespondo de los inscritos -contestó Gamonal con aplomo.

Abendaño dirigió al valentón una visual de sorpresa por aquel méritoespecial que parecía atribuirsey dijo con el ceño del gato a quien pasan acontrapelo la mano por el lomo:

-Todos nos hemos ajustado a las recomendaciones de nuestro jefe.

-Así espero que haya sido -prosiguió Salazar-. Los doscientos sugetos quefiguran en estas hojas quedanpuesal servicio de la Asociacióndesde eldomingo próximo pasadoy devengan desde la misma festividad la retribucióndiaria de cuarenta reales de vellón.

Un murmullo de aprobación acogió la manifestación del orador.

Este prosiguió diciendo:

-A contar desde el día de mañanatodas las noches a las nueve deberánacudir ustedes a la casa de los Canónigos. La seña que en la primera cita lesfranqueará la entrada será la palabra ¡Pronto! Allí me encontraránseguramente ustedesy podré comunicarles la instrucción que el Consejosupremo haya dictado para las veinticuatro horas siguientes. De hoy a nuestrapróxima entrevistasólo tengo que hacer a los señores capataces unaimportante recomendación: la de que ningún asociado de al cuerpo de inválidosel más leve motivo de desconfianza. La voz del pueblo ha de asemejarse a la delcielo. Cuando estalle el rugido del trueno ya debe haber producido el rayo suefecto destructor.

Las muestras mímicas de asentimiento fueron generales.

Salazar añadió cada vez más poseído de lo elevado de su misión:

-El Consejo no quiere que los fines patrióticos que nos encomienda puedan encaso alguno verse comprometidos por falta de medios estipendiarios. En suconsecuenciame ha encargado que haga en este momento una distribuciónmetálica a los señores capataces...

A pesar del especial encargo del jefeno hubo cabeza que no se volvierahacia él instantáneamente.

El caballero extrajo de la faltriquera de su calzóncon la dignidad que elcaso requeríauna enorme bolsa bien repletaa través de cuyas mallas sevislumbraba el brillo del oroy dijo a continuación:

-Al mismo tiempo haré presente a ustedes el orden sencillo de contabilidad aque han de ajustarse los capatacesy la responsabilidad que contraen conrespecto a la inversión de los fondos que se les facilitan.

De repente Salazar se detuvosus cejas se fruncierony la bolsa volviórápidamente a sepultarse en la abertura del calzón.

-¡Un instante de silencio! -pronunció.

El motivo de interrupción tan brusca era la llegada de un individuo extrañoal conciliábulo.

Necesario es que nos ocupemos de ese personajeporquemerece toda nuestraatención.

El recién venido era un joven de veinticinco añosestatura medianatezblanca y sonrosadanariz ligeramente remangadapelo y bigote rubiosy grandesojos garzos.

Montaba un caballo negro de poca alzada y de pelo algo más largo y menoslustroso que el que cualquier poseedor hubiera preferidosi en el mercadotratase de venderlo; pero la erguida cabezala brillante miradaladilatadísima narizlas estéticas formas y las descarnadas piernas del brutoen las cuales se marcala un tegido de nervios de acerorevelaban condiciones debuena raza.

La silla española de cordobánla brida de color de avellana y el maletínsujeto a la grupaeran bastantemodestos.

El atavío del ginete no aventajaba mucho al del bridón en punto aexplendidez. El paño azul turquí de la casaca había perdido su frescuray elcharol de las botas altas con vueltas blancascomenzaba a cuartearse. Tampocoel chambergo parecía tener empeño en demostrar que acababa de salir de casadel fabricante; pero esa prenda al menos ostentaba dos accesorios queseguramente la honraban. Era el primero una cinta de hilo de oro finísimoterminada en elegantes borlas; y consistía el segundoen un precioso camafeodestinado a sujetar la pluma ausente; porquedesde los tiempos del animosoFelipe Vpadre del monarca reinantela clásica garzota española había idocayendo en desuso.

El joven viajero llevaba todavía otro objeto más ostensibleque hubierapodido resistir con ventaja todo género de crítica. Hablamos de la espadaarma magnífica en cuya empuñadura de platael artífice cordobésJuanRosillohabía dejado consignada una de sus monumentales maravillas.

Un psicologista observador acaso hubiera tenido suficiente con estos últimosdetalles para aventurarse a definir el carácter y aun los instintos de aquelhombre.

Cuando el joven llegó a la arboleda echó pie a tierra con ligerezaatólas riendas del caballo en la horquilla que formaban dos troncos de un olmo y seacercóal grupo que formaba el auditorio del señor Salazar.

A los diez pasos se quitó cortésmente el sombreroy prosiguió el avanceacortando el compás de las piernas para que la llegada no pudiera tener nada debrusca.

Aquel era precisamente el momento en que Salazar había interrumpido superoración y escamoteado la bolsa al apercibirse de la presencia del viajero.

El joven tendió una mirada hacia los jarrones y búcaros posados en lasmesasy dirigiéndose a Gamonala quien por acaso halló más próximopronunció con la sonrisa en los labios y el acento mejor modulado:

-¿Tiene usted a biencaballeroindicarme a quién debo dirigirme paraobtener un vaso de agua del alguien del conventoagua cuya excelencia me hanponderado?

Gamonal erizó el bigote y volvió la cabeza hacia Carrillodejando escaparde lo profundo del pecho por toda respuesta un rugido sordocomo si le acabarande disparar a quema-ropa la mayor de las impertinencias en la más extemporáneade las ocasiones.

Dos segundos después de formulada la preguntahabía desaparecido lasonrisa del viajero; trascurrido otro espacio igual de tiempoel rostro delmismo individuohacía más que adquirir seriedad; palidecía ligeramente.

La situación comenzaba a hacerse difícil.

De repentela brusca voz de Abendaño dijo al Pajaritón:

-¿Si tomará a nuestro compañero este pisaverde por el portero delconvento?

El viajero se extremeció; se puso el chapeo de un cachetey volviéndosehacia Abendaño le contestó con voz sonora:

-A este silencioso señorle diré después por quién le tomo; pero conrespecto a ustedno tengo necesidad de esperar un momento; afirmo desde luegoque le tomo a usted por un gaznápiro.

Abendaño clavó por primera vez su mirada de oso en el rostro deldesconocidopero éste la sostuvo altivamente.

-¡Ah!.... -murmuró Abendañoapretando los puños-: parece que elbarbilindo me busca camorra...

-Torpe es ustedsino lo da por cosa segura. Es secundariosin embargoelpapel que en este sainete le destino; y antes de llamarle a la escenatengo quesolventar una cuenta pendiente.

Y el joven tornó a encararse con Gamonal añadiendo:

-He hecho a ustedseñor míoel honor de dirigirle una preguntaytodavía estoy esperando la respuesta.

Gamonal escupió por el colmilloy contestó midiendo a su interlocutor conlos ojos de pies a cabeza:

-A mi juicio lo que usted espera es otra cosa...

-Veamos en qué consiste.

-¡Cuerpo de Dios! en que no le dejen hueso sano.

-Las palabrotas del lenguaje de usted están en armonía con sus incivilesprocedimientos. Me hallo dispuesto a ver en el acto si el asador que ciñe escapaz de ponerse en contacto con los huesos que ha amenazado. Invito a estosseñores a que presencien la partida.

El valentón profirió un juramento y echó atrás la silla para ponerse enpie.

Salazar descargó entonces un vigoroso puñetazo sobre la mesagritando almismo tiempo con voz tremebunda:

-Pedrointimo a usted que no se ocupe de ese loco para otra cosa que paraponerle entre los faldones de la casaca la punta de la bota.

El viajero practicó un cuarto de conversión hacia Salazar tan vivamentecomo si este hubiera ejecutado por sí mismo la acción que acababa derecomendar a otro.

-¡Ahseor barbudo!... -exclamó-; he ahí una bufonada que va aproporcionar a usted la honra de ser mi tercer adversario.:

Abendaño soltó una estentórea carcajada.

-Por lo visto -añadió-el mozalbete tiene baladronadas para todos.

-Mis baladronadas son seguidas de cerca por los tajos de una buena hoja deToledo.

Estas palabras fueron saludadas en la tercera mesa con una solemne silba.

El joven se empinó sobre las puntas de los pies para apostrofar a lossilbadores por encima de los que les precedían.

-¡Canalla inmunda! -exclamó-; guardad esas demostraciones de mal géneropara aquellos de vuestros compañeros quehabiendo escuchado que un caballeroles exije satisfacción honrosatodavía tienen la espada en la vaina.

-¡Concluyamos!-pronunció exasperado Salazar-; que los que tengan un bastónmás a manopongan en la carretera a ese belitresacudiendo de firme el polvode su ropa.

El Pajaritón se levantó arrancando a Bernardo su vara de fresno.

El movimiento del rufián fue la señal del desbordamiento de la cólerageneral.

Todos los circunstantes se habían puesto en pie amenazadoresy loscalificados de canalla por el viajerose acercaban por su flanco derechoblandiendo los bastonescon la visible intención de cortarle la retirada.

No era indecisopor lo vistoel joven en presencia del peligro. Con laligereza del tigre dio un salto atrás de diez pasosque le sustrajo al terrenode acción de los más inmediatos adversariosy tiró de la espada conviolencia.

El semicírculo que al salir de la funda trazó en el aire el acero deldesconocidofavoreció su retroceso; porque el Pajaritón se detuvoinstintivamente al sentir silbar la aguda hoja a cuatro dedos del rostro.

-¡Diablo! -murmuró soltando la vara y poniendo mano al estoque.

-¡Ah; miserables!... -exclamó el viajero-: os propongo un combate lealyme contestáis con una carga de bandidos... Enhorabuenacobardes galeotes... Nosoy hombre a quien se asesina impunemente.

Por precauciónsin dudatodas las espadasla de Salazar inclusivehabían salido a disfrutar de la luz del díay los sucesos comprobaron laconveniencia de la determinación.

El joven recorrió el terreno de la lucha con los ojos que parecían poseerel centelleo que anima las pupilas de los animales de la raza felinaydescribiendo un terrible molineteque le abrió ancho caminose encontróenfrente de Gamonal.

El valentón trató de recibirle en guardia; pero no tan a tiempo que pudieraevitar una media finta que por un instante le inutilizó el arma.

Bastó aquel fugaz intervalo para que le hiriera en la cabeza la espada delviajerocomo el martillo hiere el yunque.

Gamonal aturdido se desplomó sobre la mesaque rodó a su vez por el sueloarrastrando cacharros y sillas con infernal estruendo.

-No eres túpor lo prontoquien ha molido mis huesos:- articuló al mismotiempo el joven con labio espumante.

Y haciendo una instantánea conversióncayó como un águila sobreAbendaño.

Este cruzó el acero con el de su adversarioy pugnó por mantenerle adistanciacomprendiendo la desventaja que la larga espada que esgrimía ledaría en un combate en el centro; pero el jovenpara quien el tiempo era lavidase deslizó en la primera contra por debajo del hierro hasta que seencontraron las guarniciones de las armas.

Abendaño se apresuró a dar un largo paso atrás desgraciadamente en ladirección en que por acaso se adelantaba en aquel instante Carrillo para entraren línea.

El imprevisto choque hizo perder al del Toboso momentáneamente elequilibrioy antes de que le fuera dado reponersela empuñadura de la tizonadel desconocido le cayó sobre la nuez de la garganta con el peso de unamontaña.

-Ya ves como no hay baladronada alguna en castigar tus insolencias :-rugióel jovenacudiendo a parar en tercera un golpe recto que le asestó Carrillo.

El pobre Abendaño no veía ni eso ni nada: cárdenoy sin alientogirósobre sí mismoy acabó por morder el polvoarrojando una bocanada de sangre.

El viajero despejó a derecha e izquierda el campomerced a un garboso cortey a un flamífero revésy avanzó hacia Salazar con el ímpetu de untorbellino.

El jefe de los capataces le presentó la punta de la espada.

-¡Ahora nosotros!- profirió el joven.

Y después de un bien preparado ataque falsoasentó en el antebrazo delnuevo adversario un violento latigazo.

Salazar exhaló un rugido y recogió la guardia; pero como el golpe fueseguido de cerca por un irresistible derrotela yerta mano del barbudo dejóescapar el acero.

El desarmado caballero dobló el dorso para levantar la tizona que yacía asus pies. No podía ser más favorable el momento para el desconocido. Suvigoroso puño hizo descender por dos veces la plana superficie del toledanoacero sobre la columna vertebral de Salazardiciendo jadeante:

-Me parece que te habrás convencido de que hay locos que te aventajan encordura con la espada en la mano.

Salazar dobló una rodilla al primer lapo; al segundo midió la tierra con elcuerpo entero.

El animoso jovenvencedor en toda la línease irguió con arroganciaenseñando los blancos dientes a los enemigos como hubiera podido hacerlo unleón.

Pero en aquél momento complicó la situación un incidente extraño.

Las campanas del monasterio poblaron el viento con un sostenido y virulentotañido de rebatoy por la ancha puerta desembocaron precipitadamente en lacampiña todos los monjes útilesarmados con horquinaspértigas y escobas.

Reforzado el bando contrario con aquella imponente masaera ya superior alas fuerzas de un hombre: el viajeroademáshabía hecho por su honor cuantopodía exigir un rígido casuista; ypor otra partela conciencia debíaimpedirle esgrimir el acero contra una comunidad de religiosos.

No se hizo esperar el resultado de esta serie de razonamientosformuladoscon la rapidez del relámpago.

El joven saludó a sus adversarios irónicamente con la espada; y como siaquilón le hubiese prestado las alas de sus piesse precipitó en ladirección en que dejó el caballoel cual estaba relinchando como si quisieraadvertirle que ya era tiempo de ceder el campo.

Sabido es que las muchedumbres mantenidas a raya por un esfuerzo heroiconunca se muestran más encarnizadas que en el momento de la retirada delenemigo.

Apenas el desconocido hubo vuelto la espaldala hueste entera civil yregular se lanzó en pos de él presurosa con atronadora griteríacomo unajauría desatada.

Pudo llegar incólume el viajero hasta donde estaba su corceldescolgó lariendaysin poner el pie en el estribosaltó sobre la silladiciendo:

-VamosMorojusto es que pongas algo de tu parte para que salgamos de esteempeño.

En aquel instanteLacambraque no tenia rivales en punto a velocidad en lacarreraasió con ambas manos la cola del caballoaullando enronquecido:

-¡Mío es el tunante!... ¡ánimo compañeros!... ¡volad en mi auxilio!...

El generoso bruto respondió dignamente a la recomendación de su amo. Nobien se sintió asidose levantó sobre las manosy después de haber recogidolas piernasdisparó a la imprudente rémora el mas solemne par de coces queregistran los anales hípicos.

El toreroque recibió en pleno estómago aquel golpe de arietefue a caercuatro pasos más lejoslanzando lastimeros alaridos.

En cuanto a Morouna vez puesto en franquíacondujo en pocos saltos a suginete hasta el próximo arrecifey partió por él como una centella en ladirección de Fuencarralenvuelto en una nube de polvoy haciendo estallar losguijarros.

Todos los circunstantes se miraron entonces unos a otros en el colmo de laestupefacción.

La escena había sido tan imprevista en el origentan rápida en el curso ytan extraordinaria en el desenlaceque se la hubiera podido tomar por unsueñoa no existir la triste realidad de los cuatro hombres que dejaba en elsuelo el paso siniestro de aquel energúmeno.

Los cuatro heridos fueron reunidos en el lugar donde dio principio lareyertaconvertido en hospital de sangrey allí recibieron de los monjes losprimeros auxilios.

Mientras los regulares manejaban las vendas y los bálsamoslos legosemitían las más extravagantes opiniones acerca del personaje desconocido.

-¡Es un esbirro!

-¡Es un gimnasta!

-¡Es un maestro de esgrima!

-¡Es un demonio!

Este último parecer produjo una vil ración glacial en los nervios de másde un capatazal recordar que el ser en cuestión sólo se decidió a abandonarel campo cuando se presentaron los religiosos.

Lacambraque todo lo oíadijo entre dos suspiros quejumbrosos a Salazarjunto al cual se hallaba extendido:

-Hombre o demoniome pareceseñor de Salazarque con otros dosespadachines semejantes a ese furiosola Asociación de la buena causa era unacosa concluida.

Salazartan humillado corno doloridose cubrió majestuosamente el rostrocon la mano izquierdamientras se pasaba la derecha con no menos dignidad portoda la extensión del lomo.

Capítulo II

En el cual se expone el motivo del viaje hecho a Madrid por elhéroe de esta verídica narración.

Entretanto el joven viajero continuaba su vertiginosa carrera al gran galopepor la carretera de Franciaa pesar de que era evidente que nadie pensaba enperseguirle.

La llegada a las primeras casas de Fuencarral no fue un motivo para que Morosintiera en su freno la menor presión; y como el potropor su partenoparecía desear otra cosa que la libertad que se le concedía para usar de laspiernas a placeratravesó el pueblo en toda su extensión como una bala defalconete.

Afortunadamente la concurrencia en las calles era escasay el tránsito delproyectil pudo realizarse sin otros efectos que los gritos de varias mujeres quellamaban a sus infantes con la conveniente antelación y los ladridos de algunosperros.

La vistasin embargode las innumerables torres que recortaban la siluetade la gran capital que se extendía en la dirección del Surcomenzó aimprimir distinto curso a los pensamientos del viajeroy contribuyópoderosamente a modificar la excitación febril que le afectaba el sistemanervioso desde Valverde.

La mano del joven recogió la rienday con un movimiento progresivo fuemoderando la velocidad del corcelhasta ponerle al trote.

Cuando con ánimo sereno pudo recordar todas las peripecias de la pasadariña el gallardo gineteno sólo perdió su frente el último plieguesinoque le asomó a los labios la primera sonrisa.

Lícito debía serle este ligero acceso de jovialidadporque como la memoriano le imponía el remordimiento de haber asestado golpe alguno de puntalasconsecuencias del combate no podían por lo pronto ofrecer gravedad.

El espíritu del joven no erapor otra partepropenso a alimentar por largotiempo ideas desagradables; y al aproximarse a la villa del oso y del madroñono conservaba más reminiscencia amarga de la colisión de Valverdeque lacontrariedad de no haber apagado la sed en el agua del algibemerced al grupode zafios que la fatalidad le interpuso en el camino.

El viajero desembocó en la ronda de Madrid por la esplanada de la puerta delos Carros; peroen vez de aceptar este ingresotorció la rienda a laizquierday siguiendo el paseo de Santa Bárbara y la tapia del convento de lasSalesaspenetró en la villa por el prado de Recoletos.

No fue largo el trayecto que recorrió. Al terminar el prado de San Pascualsubió por la calle de Alcaláy se introdujo a caballo en el ancho portal dela posada de Levante.

Al entrar en el patio halló el joven al paso al administrador delestablecimientoy le pidió una habitación.

Era el tal gerente hombre hábil en el discernimiento del cuarto que a cadahuésped conveníasin aventurar indiscretas preguntas; pero por aquella vezdebieron parecerle tan equívocos los signos que el recién llegado le ofrecíaa la consideraciónque vaciló un instante.

Una rápida mirada dirigida al caballo fijósin embargolas ideas deldigno fondista.

-Voy a disponer -contestó-que preparen el aposento número 5 del pisosegundo: me complazco en creer que el señor caballero se encontrará allíperfectamente.

El joven echó pie a tierray arrojando las riendas a un mozose ocupó porsí mismo en soltar las correas del maletín.

Un camarero se acercó lápiz y cuadro de pizarra en mano.

-¿Qué nombre se ha de anotar en el registro? -preguntó.

-Felicísimo Lozano -respondió viajero.

-¡Felicísimo!-repitió el camarero:- ignoraba que existiera semejantenombre.

-Eso no prueba otra cosa sino que eres un solemne ignorante.

-¡Bah!... no es posible saberlo todo.

-Pero es posible saber callar cuando sólo han de decirse vaciedades.

El ruido de un caldero en contacto con la pila del pozo hizo que el viajerovolviera vivamente la cabeza hacia el mozo.

-¿Qué es lo que intentas? -repuso.

-Dar agua al potro-contestó el mozo-: el pobre animal parece pedirla con lanecesidad de un alma del Purgatorio.

-Pues te adviertoque si se la das antes de media hora te rompo unacostilla.

-¡A mí! -exclamó el mozo con mal gesto.

-A menos que no te manifiestes sorprendido por ello; caso en el cual habréde romperte dos.

Los domésticos cambiaron una mirada semi seriamientras que el viajero seencaminaba a la escalera con la maleta debajo del brazo.

El cuarto que había sido destinado al nuevo huéspedse componía de salóny alcobano seguramente espaciosos ni adornados con lujopero en los cualesnada faltaba de lo necesario.

Lozanopuesto que así había dicho apellidarsese limitópor lo prontoa pedir agua fresca; y después de prodigarse las más abundantes ablucionessacudió con esmero el polvo que parecía habérsele incrustado en las botas ycepilló hasta la saciedad todo el traje.

Un cuarto de hora después estaba de nuevo en la callerecogiendo lospliegues de la capa en el argentino regatón de la espada.

La dirección que tomó fue la del Prado; pero apenas llegó al guardacantónque marcaba el ángulo del convento del Carmen descalzotorció por la calleReal del Barquillo.

El joven se detuvo ante una de las puertas del monumental edificio que añosdespués había de ser inmortalizado por don Ramón de la Cruzen una de susmás populares sainetes.

Como la puerta en cuestión no tenía aldabón ni campanillaLozano hubo deresignarse a llamar con los nudillos; y para que este prosaico detalle llegara aser todo lo desagradable posiblese vio en la necesidad de reproducir por dosveces el llamamiento.

Por fin se descorrió un cerrojoy entre el marco y la hoja del portónapareció la morena cabeza de una tan agraciada como robusta moza.

-¿Habita todavía en este cuarto el señor de Ayala? -preguntó Lozano.

La receptoraen vez de contestarescudriñó con la mirada al visitantedesde la cabeza hasta los pies.

Pero como aquel silencio no era una negativay sólo expresaba desconfianzalo cual no probaba otra cosa sino que el inquilino de la casa podía tenervisitas sospechosas; Lozano empujó suavemente la puertay se franqueó elpasoañadiendo.

-Vamosbuena mozatranquilice el ánimo y dígale a Ayala que uno de susmás antiguos amigos quiere darle un abrazo.

Vencida la hembraparecía disponerse a complacer a Lozanocuando selevantó la cortina de la puerta del recibimientoy apareció un gallardomocetón de a seis pies.

-¿Quién me busca? -interrogó.

-Lozanosi no lo llevas a mal -contestó éste.

-¡Oh! caro Felicísimo...

-¡Ah! buen Tristán...

Los dos jóvenes se extrecharon concienzudamente en los brazosy asidos porel talle entraron en la sala.

-¿Desde cuándo estás en Madrid?

-Desde hace media hora.

-Esa manifestación impide que se arrugue mi entrecejo. Acaba de rompercualquier silla desplomándote sobre ella.

Lozano tomó asientoy paseó una mirada por la habitación.

-En efecto -dijo-me parece que tus muebles han envejecido algún tantodesde que por ahora te visité el año pasado.

-Es naturalquerido Felicísimohan pasado por ellos trescientos sesenta ycinco díasy el uso destemplado de mis miembros en momentos de mal humorquea decir verdad no han sido poco frecuentes. Si buscas bien todavíapodrásobservar la falta de algunos trastos; los menos vetustos fueron a parar a no séqué prenderíasy los más decrépitos alimentaron la llama del hogar duranteel invierno.

Lozano cruzó una piernasobre otray pronunció mirando seriamente aAyala:

-Tristántú eres lo que puede llamarse un mozo inteligente.

-¿Lo crees así?

-De no mala cuna.

-Tal era la opinión de mi abuelo.

-De generoso corazón.

-Cualidad de que otros han abusado.

-De excelentes puños.

-No me quejo por lo menos de ellos.

-Y hasta de arrogante presencia.

-En ese punto mi modestia se refiere a la opinión de algunas benevolentesdamas.

-Sería en absoluto inexplicable para mí la insistencia con que en Madridparece volverte la espalda la fortunasi no conociera perfectamente tu talónde Aquiles.

-¿Qué talón es ese?

-¡El sacanete!

-No blasfemesdesventurado. Tomas la triaca por el tósigo. ¡Ah! ¡sisupieras que precisamente al sacanete es a lo que se debe en esta casa el pannuestro de cada día!...

-Lo cual significa en buen romance que vives del juego.

-¿Y de qué diablos quieres que viva?... He llamado en vano a todas laspuertas... he tocado infructuosamente todos los registros...

-Tristán; pudiera haber cierta hipérbole en esos todos.

-Te concedo de buena voluntad que el círculo de mis vocaciones es limitado.Un hombre como yo no sirve para cualquier cosa. Los trabajos oficinescosporejemplono son mi fuerte: las letras que hago se semejan a uvas jaenes; yrespecto a cuentascalculo con más facilidad por los dedosque en virtud designos aritméticos. Tampoco me seduce la milicia: la disciplina y mis instintosson antitéticos. En cuanto al servicio de persona alguna que no sea el reylospergaminos del abuelo me imponen ciertos deberes...

-Me vas inclinando a creer que tu colocación puede ofrecer dificultades.

-¿No es verdad que sí? ¡Condenación! Sólo me reconozco con especialaptitud para el ejercicio de una noble profesióny el mismo Lucifer parecehaber tomado por su cuenta el empeño de contrariar mis aspiraciones.

-¿A qué aptitud te refieres?

-A la de repartir cintarazos.

-No seré yo por cierto quien la ponga en duda.

-Poco satisfecho podías estar de ti mismo si tal hicieses. Precisamente losgolpes que más han cimentado mi reputación los debo a tus lecciones.

-¡Oiga!

-Mi convicción es inquebrantable: la exposición metódica de la escuelacompleta de tu gran maestro Luigi Boscolabraría mi fortuna.

-Según eso te proponías establecer...

-Una sala de armaslo has adivinado. Mis admiradores pregonarían mi méritopor todos los ámbitos de la villa: mis envidiosos mismos le acreditaríanporque con sus críticas me proporcionarían ocasión para exhibirme en un parde encuentros ruidosos; y si tú tenías a bien favorecer mi semana inauguralcon algunos asaltosel éxito sería completo; los discípulos de alta alcurniaacudirían a disputarse mis leccionescomo hace diez arios se disputaban las demaese pachecoel último de su gloriosa dinastía.

Ayala se detuvo dos segundosy exhaló un profundo suspiro.

-He aquí la tradición de la lechera -murmuró-lastimoso es que tan bellosueño no pueda únicamente realizarse por la prosaica falta del capitalnecesario para la instalación del establecimiento.

-¡Buen Tristán!...

-¿Estás satisfecho de mis jeremiadas?

-¿Por qué me diriges esa pregunta?

-Porquepor mi parteno puedo estar más harto de ellas; y te prometo quehoy no he de insistir en su expresiónpor mucho que vuelvas a empeñarte enprovocarlas.

Colocó las dos manos el mocetón en los hombros de su amigo y repuso:

-Haypor lo prontoFelicísimoalgo que absorbe mi interés conpreferencia.

-¿Qué algo es ese?

-Tus propios asuntos.

-¡Cordial preocupación!

-Enhorabuena. Desde luego tu presencia en Madrid me hace presumir que laliquidación de la testamentaría de tu padre está terminada.

-De todo punto.

-¿Y ha arrojado saldo satisfactorio?

- Completamente satisfactorio... para los acreedores. Ha podido pagárseleshasta el último maravedí.

-Hem... no me admira que esos acreedores existiesen.

-Me lo explico; lo que hubiera debido admirarte sería que no existieran. Mibuen padre era notoriamente expléndido.

-Y sus amigas más expléndidas que él.

-También es cierto: el culto de las damas fue la debilidad de la vida delautor de la mía.

-¡Pobre don Tadeo! no juzguemos con demasiada severidad esa ligeraimperfección.

-Tan lejos estoy de elloque no me opongo a que sustituyas el nombre deimperfección que has usadopor el de cualidad que habrías podido emplear; pormás que esta sea una de las muchas cosas que no me ha sido dado heredar.

La joven ama de llavesque se ocupaba en restablecer el imperio del orden enlos muebleslanzó a Lozano una mirada de desdén y salió de la habitación.

Ayala prosiguió:

-Has obrado como un buen hijo haciendo honor a los compromisos contraídospor el autor de tus días; pero la suerte de sus acreedores sólo me inspira unacuriosidad mediana; donde se fija mi atención es en la suma que todavía puedeconstituir tu fortuna.

-¡Ah! eso es diferente.

-¡Cáspita!... ¡y tanto!

Lozano se arrellanó cómodamente en la sillay pronunció:

-Si no te hubiera oído hablar de tu poca afición a las matemáticastediría que podías escribir la suma en cuestión con todos los ceros quetuvieras por convenientecon tal de que no los hicieras preceder de alguno delos otros nueve guarismos.

-¡Cómo! ¿hasta ese punto han llegado las cosas?

-Hasta ese punto.

-¡Señor don Tadeo! -exclamó Ayalaapostrofando al difunto enterrado en elcementerio de Torrelaguna.

-Mi noble padre usó de su derecho -repuso indolentemente Lozano:- los bienesno estaban vinculados.

-¡De modo que la preciosa quinta del Lozoyadonde don Tadeo vio terminarsus días!...

-Ha sido adjudicada a un usurero.

-¡La dehesa de la jurisdicción de Guadalix!...

-Hoy pertenece al comendador de Santiagouno de los mejores amigos de lafamilia.

-¡El coto redondo del Jarama!...

-Ha sido dividido en cinco partijas que en la actualidad se disputan otrostantos bergantes.

-¡Pero la casa solariega!

-Eso es todo lo que me queda.

-¡Ah! siquiera...

-Voy a referirte una pequeña anécdota para que no des al caserón másvalor del que tiene.

-Veamos.

-Debes recordar que el edificio se halla cerrado desde hace doce años. Lasgolondrinas anidan a su placer en los desvanesy las ratas trotantranquilamente en los sótanos. Semejante estado amenaza. prolongarse hasta quelos viejos muros cedan a su propia pesadumbre; porque los arquitectos encargadosde formar el proyecto de las obras necesarias para poner la casa habitable hantasado la restauración en quince mil pesos.

-La cantidad no esen efectofloja.

-Sobre todosi se tiene en cuenta que los mismos peritosque con tantogarbo se permitieron calcular el importe de las reparacionessólo hanjustipreciado en diez mil reales el área superficial.

-¡En tan poco se estima el terreno en Torrelaguna!

-En tan pocodesgraciadamente para mí; puesto quesi bien con profundapename decidí a enajenar el patronímico suelo que cimentaba los decrépitossillares donde rodó mi cuna. Diez mil reales no eran sin duda mucho dinero;pero en mis circunstancias podían representar acaso la cifra indispensable paraesperar menos indignamente el primer albor de mi estrella.

-Bien pensado.

-Me dirigípuesa don Justo Morentepropietario de la finca colindante yformulé mi proposición. El tal sugeto me miró con el aire del hombre a quiense quiere meter en un berengenal; profirió media docena de irónicasimpertinencias que empezaron a agotar mi paciencia acerca de las ruinas quepretendía hacerle adquirir; y concluyó por decirme quemovido por generosossentimientosy en atención a la necesidad de fondos en que debía encontrarmese avendría a comprar el solar de mi caserón para dar ensanche al jardín queposeíaúnica cosa para la que mi ex-vivienda era utilizableofreciéndomeno los diez mil reales de la tasaciónsino la mitad de esa sumacon tal quederribase el edificio por mi cuenta y le dejase la superficie libre deescombros.

-¡Ahdiablo!

-Como vesmi negocio no podía ser más redondo; porque los gastos de lademolición hubieran excedido con mucho al producto de la venta.

-¿Y qué contestaste a semejante gitano?

-No le contesté nada; me limité a darle un papirotazo en la narizy levolví la espalda.

-Perfectamente; pero ¿se quedó con el papirotazo?

-Preciso fue: yo no soy hombre que recoge esas cosas.

Tristán se sonrió.

-Después de esta breve exposición del estado de mis asuntos -repusoLozano-¿será necesario decirte el objeto que me trae a la Corte?

-Vienes a pretender.

-Pero con más confianza que túy por lo prontocon menos difícilesexigencias.

-¿Tienes padrinos?

-Espero tenerlos.

Ayala se rascó una oreja.

-Esperar no es precisamente lo mismo que tener-murmuró.

-Mis esperanzas no carecen de fundamento racional.

-Eso es distinto.

-Cuento con una carta para el marqués de la Ensenadade persona a la cualestá muy obligado.

-Puedes jactarte de venir recomendado a un ilustre prócer que hace algunosaños era omnipotente en España.

-¿Quieres decir con ello que en la actualidad no debo prometerme mucho deesa protección?

-No te oculto que la voz pública asegura que Ensenada es mirado conprevención notoria en palacio; pero tampoco despojo de toda importancia elapoyo que te pueda prestar. El marqués conserva todavía amigos influyentesyno es imposible que alguno de ellos se decida a servirleguardándose bien dedejarlo entrever en las regiones oficiales.

-Valga lo que valierese contará con Somodevilla como recurso supletorio.

-Tanto mejor si no es el único.

-También poseo una expresiva epístola para el marqués de Esquilache.

-¡Ahchápiro! he ahí un nombre que nada me deja que desear. Se trata deun ministro con dos carteras; la de Haciendacomo quien dicela recaudaciónde las rentas realeslos pingües empleosel oro: y la de guerraesto eslamagnificencia personalel mandola gloria. Si el doble altísimo secretariodel despacho honra la firma que suscribe tu cartahecha está tu suerte.

-No he de tardar mucho en saber a qué atenerme en ese punto.

-¿Cuándo te propones intentar que el italiano te conceda una audiencia?

-Mañana mismo.

-¡Siempre con la misma aversión al aplazamiento de las crisis!

-Sobre todocuando aplazar no es resolver. Vamosexcelente Tristáncomienza a coadyuvar por tu parte al logro de mis deseos: ¿Dónde habita elministro?

-A cuatro pasos de aquí.

-¡Oh! tienes un buen vecino.

-Te aseguro que hasta ahora me ha servido de poco. El domicilio de Esquilachees la casa llamada de las siete chimeneas.

-¿Dónde está ese edificio?

-En la plaza a que la misma casa da nombre.

-Como si nada me hubieras dicho.

-¿Por dónde has entrado en esta calle?

-Por la de Alcalá: me he hospedado en la fonda de Levante.

-Entonces has pasado por esa plaza: se halla situada al fin de la calle delas Infantas.

-Basta; estoy orientado.

-No podía menos: acabas de decirme que te alojas en la posada de Levante. Tureciente llegada me mueve ahacerte una observación indiscreta sin dudaperoque tiende a evitarte una inconveniencia.

-Precisamente te estoy pidiendo instrucciones.

-Supongo que antes de visitar al marquéscambiarás de traje.

Lozano se retorció las puntas del bigotey contestó con cierta indolencia:

-Piensoefectivamente sustituir esta casaca por otra menos usaday lasbotas por zapatos de hebilla; pero en cuanto a la chupa y al calzón no meatrevo a darte palabra de cambiarlos.

-Cambiarás al menos el sombrero.

-Los sombreros son incómodos en los viajes: no traigo otro en el equipaje.

-¡Cómo! ¿ignoras acaso que por iniciativa del marqués acaba de prohibirseen la capital de la monarquía el uso del sombrero redondo?

-Algo había oído decir en Torrelaguna que se proyectaba sobre elparticular; pero no imaginé que eso pasase nunca de proyecto.

-No conoces el brío de los italianos que nos gobiernan. Desgraciado: apuntatu chambergo antes de ponerte en presencia del ministroo se ha llevado eldemonio tus pretensiones.

Felicísimo dio algunas vueltas a su sombrero replicando.

-En rigorno me parece cosa difícil añadir dos presillas a la que tiene.

-Así es la verdad.

-Agradezco la indicaciónbravo Tristán.

-¿Sí?.. pues ¡pardiez! vas a tener que agradecerme otra. Mucho me temo quetu capa tenga una tercia más de la longitud que el bando permite.

-¡Ahdiantre!

-Por dicha no ofrece la capa más inconvenientes que el sombrero para hacerteperder todo aspecto contrabandista.

-Tienes razón: ofrece mucho menos; se apresuró a decir Lozanoque estabatemiendo oír hablar de tijeras; la capano sólo no es necesaria para visitara un ministrosino que es poco deferente. Se quedará en mi habitación.

-Obrarás cuerdamente. Ambos detalles entrañaban capital importancia.

-Voy echando de ver que las exigencias que siempre ha tenido la vida de laCorteempiezan a adquirir cierto carácter enojoso.

-Participaría de tu opiniónsi hace mucho tiempo no hubiera contraído elhábito de reírme de todo lo que no sea la ollael mosto y el amor.

-¡Oh! sibarita...

-Desgraciadamente mi sibaritismo es platónico con frecuencia.

-En finabsurdo sería revelarse contra el orden establecido. Al venir aMadridno ignoraba que iba a poner mí planta en el gran escenario dondeincesantemente se entrechocan las impertinentes imposiciones de la modalosruinosos delirios de la ostentaciónlas pérfidas intrigas del odiolasrepugnantes miserias de la farsa. Abandonémonos al curso del impetuosotorrente.

-Es lo mejor que puede hacerse.

-Para probarte que no pienso sustraerme al vértigo de la Cortehe decomunicarte mi primera determinación. Acaso te sea dado también facilitarla.

-Dimepues.

-Los pliegues de mi bolsa tienden a unirse con una rapidez alarmante; notengo amigos en Madrid a quienes decorosamente pueda poner a contribución parasubvenir a mis gastos: si antes de un mes no me ha sonreído la fortunaque eldiablo me lleve si sé lo que habré de hacer de mi persona... Pues bienTristánvoy a tomar lacayo.

-Con menos recursos que tú me permito yo mayores excesos.

-¡Ah! ¿no te parece extravagante mi lógica?

-Al contrario.

-¿Comprendes que la necesidad más imperiosa para un noble mendigo esocultar sus arapos si aspira a que se le tienda la mano?

-¡Pues no!

-¿La teoría de los gastos reproductivos no es una paradoja para ti?

-No creo que pueda serlo para ningún hombre inteligente. ¿Quién recoje sinhaber sembrado?

-Tristánhemos nacido para entendernos.

-Eso no obstantenuestras riñas han sido innumerables.

-Nimiedades.

-Es igual: mi corazón siempre ha sido tuyo.

-¿Conoces algún mozo cuya estampa no me deshonre que quiera entrar a miservicio?

-Pse... reflexionaré... ¡Ah! ¡Bah! está reflexionado.

-¿Has tropezado con alguno?

-Si el huésped de mi vecino del patio no ha encontrado todavía el acomodoque buscaba hace cuatro díasestá hecho tu negocio.

-¿Será eso fácil de averiguar?

-Facilísimocomo tengas paciencia para esperarme tres minutos.

Y Ayala desapareció en el acto por la puerta opuesta a la que dio entrada aLozano.

No mucho tiempo después del prefijadoTristán estaba de vuelta seguido deotro individuo.

Lozano clavó en éste sus ojos escrutadores.

Era el sugeto un mozo de veinte anosespesa cabelleramirada humilde y nobreves extremidades. Vestía una librea del color de Castillasin orla nibordadosy oprimía debajo del brazo izquierdo un tricornio más que de marca.

A decir verdadla ojeada de Lozano no reveló la más ligera repulsión.

-Aquí tienesquerido Felicísimoel camarero que antes te anuncié-pronunció Ayala.

Lozano se acomodó mejor en el asientocambió el cruzado de las piernasydijo con la dignidad que el caso requería:

-¿Cómo se llama el anunciado?

-Perfecto Cazurro -contestó el mozo interpelado.

-¿Dónde se ha permitido nacer el buen Cazurro Perfecto?

-En Betanzos.

-¿Ha servido en Madrid a muchos hidalgos?

-Sólo he pertenecido por espacio de un año a la casa de don DiegoCalderóncaballero cordobés.

-¿Era del caballero cordobés la librea que viste el joven Cazurro?

-Si señor.

-¿Por qué le ha quitado los galones?

-Porque como contenían el blasón de los Calderoneshe creído que no meera lícito conservarlos al dejar de ser comensal de la familia. Por otra parteasí queda mi traje en disposición de recibir la orla que vuestra señoríadetermineen el caso de que se avenga a aceptar mis servicios; y si los coloresde vuestra señoría son otros que los de esta libreallevaré con tantoorgullo como respeto la que tenga bien facilitarme.

Dejó esta respuesta tan plenamente satisfecho a Lozanoque repuso concierta ligera sonrisa:

-Por ahoraconservará ese traje el buen Cazurro; más adelante hablaremos.

-¿Según eso puedo considerarme al servicio de vuestra señoría?

-Desde luego: a menos que el seor gallego quede poco prendado de la abundantepitanza y del buen par de reales diarios que le ofrezco.

-Si vuestra señoría no me asigna otro salariopreciso será que mecontente con ese. Por algo he de contar entre mis beneficios el insigne honor deservir a tan gentil caballero.

Lozano se puso en pievolviéndose hacia Ayalael cual parecía decirle conel movimiento de su cabeza semi-probadorsemi-interrogativo:

-¿Exajeré al asegurarte que quedarías complacido?

-Trato cerrado -añadió Lozano-: Para darle sanción cuidará la atildadafrase de Cazurro de rebajar mi señoría hasta la merced: por mi parte cambiaréla tercera persona en el familiar tuteo.

Despuésabrazando a Ayala para despedirsemurmuró a su oído:

-¡Con tal de que tu perillán tenga más de Perfecto que de Cazurro!..

-¡Bah! el chico parece una perla -contestó Tristán en el mismo tono:-menos obligado que tú me temo que él me quede.

-¡Ah! graciasfrancote rústico.

-¡Hum!.. mucho será que no me devuelvas al pobre mozo con algúndesperfecto: te conozcoFelicísimolo mismo que si te hubiera dado a luz...

Pocos minutos más tardeLozano ganaba la salida de la calle del Barquilloseguido por Cazurro a la distancia de seis pasos

Capítulo III.

De cómo Lozano vio arder la mejor de sus credenciales en unade las siete chimeneas de la casa del marqués de Esquilache.

Al sonar las once de la mañana siguiente en el reloj del Buen Sucesosituado entonces en la próxima Puerta del SolLozano dejó su domicilio paraencaminarse a la plaza de las Siete chimeneascon la fe que inspira en elcorazón el convencimiento del propia méritoy la esperanza que infunde en elalma la edad de veinticinco años.

El traje del caballero había experimentado una verdadera trasformación. Elsombrero que cubría al jovenestaba perfectamente apuntado en forma detricornio; vestía una casaca negra en buen usode tejido catalánbordada deseda con herretes de abalorio; y calzaba medias de triple punto de torzal yzapatos con hebilla de acero.

Como la distancia que tenía que recorrer no era muchaLozano se encontróbien pronto delante de la casa del ministroy atravesó el dintel de la puertacon el airecon que César debió pasar el Rubicón.

Los dos lacayos que halló detrás de la cancela de cristalesle encaminaronal portero de estradossituado en el recibimientoy este dependiente a su vezle dirigió al ugier particular de su excelenciaque regía la antecámara.

Cuando Lozano penetró en la espaciosa estanciaconsideró de excelenteaugurio la circunstancia de que no hubiera en ella otra persona que el ugier.Esto solo probaba falta de práctica: todos los que frecuentan las regionesdonde se forja el rayo y se elabora el manásaben perfectamente lo quesignifica una antecámara vacía.

El ugiervestido con la más exquisita elegancia dejó la mesa junto a lacual se hallaba sentadoy se adelantó hacia el recién llegado con no menosexquisita cortesía.

-¿Me será permitido ver al señor marqués? -dijo Lozano.

-Su excelencia conferencia en este momento con el señor secretario de Estadoy del despacho de Gracia y Justicia -respondió el ugier.

-Se me antoja que esas palabras no contestan categóricamente mi pregunta.

-Intelligenti pauca.

Lozano dio un paso atrás como si su interlocutor le hubiera enseñado lasherraduras de repente.

-¡Ah! -repuso- ¿estoy hablando con un ugier o con un preceptista latino?

-Sírvase usted dispensarme -pronunció el ugier con fina sonrisa:- miaforismo quiere decir que la entrevista de su excelencia con el señor ministrode Gracia y Justiciaserá larga; y que cuando la conferencia termineelseñor marques no estará visible para nadie.

-O lo que es lo mismosu excelencia se habrá puesto el anillo de Gigesyváyase la figura por el aforismo.

El ugier miró con sorna al que no podía ser otra cosa que un pretendientemás o menos petulante.

-Por fin-prosiguió Lozano-¿cree el digno ugier que a su excelencia le seadado dejar de estar invisible alguna vez?

-¿Me concede el caballero su permiso para que le obsequie con un buenconsejo? -replicó el interrogado por toda respuesta.

-Después de haberse permitido a sí mismo el señor ugier herir mi tímpanocon un sublime graznido... del idioma del cisne de Mántuabien puede atreversea dispensarme el obsequio en cuestión.

El dependiente comenzaba a perder una parte de su aplomo.

-Conviene -dijo con seriedad disciplente-que el caballero formule porescrito su deseo. El señor ministro se enterará más tarde de lacorrespondencia privaday es de creer que le señale día y hora de audiencia.

-¡Ah!... perfectamente.

-De esa manera no tendrá necesidad el joven señor de perder aquílastimosamente el tiempo con inútiles gestiones.

-Repito al clásico ugier que estoy enamorado de su idea.

Y Lozano se acercó a la mesa sin la menor ceremonia; tomó una pluma y elmejor papel que encontró a manoy escribió rápidamente en pie las frasessiguientes:

«Felicísimo Lozano saluda al excelentísimo señor marqués de Esquilache yle ruega tenga a bien concederle una audiencia para que le pueda exponer elobjeto de la misión que le ha confiado uno de los amigos de su excelencia».

A continuación plegó el papel en tres doblecessujetó la punta con unaobleay puso el sobrescrito.

-He ahí mi pequeña instancia -añadió:- ¿a qué hora y de qué kalendasnonas o iduscalcula el señor ugier que habrá podido tener ocasión suexcelencia para resolver alguna cosa?

-Si el caballero se toma la molestia de volver a las cinco de la tardeno esimposible que reciba contestación-dijo el doméstico con la voz más breve yel ceño más fruncido.

-Está muy bien: a esa hora enviaré a mi ayuda de cámara para que se entereacerca de si la falta de imposibilidad ha llegado a adquirir la forma de hechoconsumado.

Las últimas palabras del joven parecieron rehabilitarle algún tantoen elconcepto del dependienteporque el entrecejo de éste comenzó a despojarse desu severidad.

Lozanosin embargono pensó en aprovecharse de su ventaja. Con unequívoco movimiento de cabezase dio por despedidoy abandonó laantecámaravengando con burlonas sonrisas y miradas en las personas y lascosas que encontraba al pasola primera contrariedad que en el primerpropósito había experimentado.

El joven caballero fue a pasar una hora en sabrosa plática con el amigoAyala; después recorrió los puntos más concurridos de la villa con pasoreposadola nariz al viento y las manos cruzadas en el dorso; tomó una taza demokamás o menos legítimoen el café y botillería de San Felipe; y usó yabusó de la hospitalidad tan cómoda como llena de distracciones que elestablecimiento ofrecía a sus numerosos concurrentescon la delectaciónmorosa del hombre que sólo se propone matar el tiempo. Previa venganzacuyaperfecta justicia nadie podrá poner en dadapuesto que a falta de otrosenemigos el tiempo habrá de ser quien mate al hombre.

Llegaba el sol al término de las cuatro quintas partes de su carreracuandoLozano retornó a su posada.

El primer cuidado del jovenfue llamar a Cazurro y encargarle que a lascinco en punto se avistase con el cancerbero del marqués de Esquilache. Alefectocomunicó al lacayo las más precisas instrucciones.

Cazurro se apresuró a cumplir el encargo de su amo con la mejor voluntad;pero el incidente de la antecámara había puesto en guardia a Lozano contra lasilusorias facilidades del deseoy aguardó la vuelta del fámulo con pocaimpaciencia y acaso con menos confianza.

Veinte minutos despuésel caballero que se había asomado a su balcónvioregresará Cazurrodesembocando por la calle Ancha de Peligros.

-¿Has conferenciado con el ugier del ministro? -dijo Lozano a su domésticoapenas éste puso la planta en el aposento.

-He tenido esa satisfacción -contestó Cazurro.

-¿En castellano o en latín?

-¡Ahbah!.. Hubiéramos podidosin embargoentendernos en dialectogaláicoporque hemos resultado paisanos.

-¿Y qué te ha dicho?

-Me ha asegurado que al entregar la esquela al señor marquésle encarecióel carácter de perentoriedad que mi amo parecía dar a su instancia.

-El tunante ha mentido; pero no le haré un cargo por ello. Adelante.

-Después ha puesto en mis manos este billete.

Lozano se apoderó del papel apenas salió de la librea de Cazurrodesplególos doblecesy leyó estas palabras:

«El marqués de Esquilache tendrá el honor de recibir en su domicilio a DonFelicísimo Lozanoa las once de esta noche».

-Esto ya es algo -murmuró Lozano-; pero ¡cáspita! la hora estaba fuera detodos mis cálculos: ¿qué clase de costumbres empiezan a adquirir los altospersonajes de la Corte?

Fueran esas costumbres las que quisiesenlo importante era que se hallabacitado por el Ministro.

El joven comió con excelente apetito; se paseó rápidamente por el Prado;concurrió en las primeras horas de la noche al salón común de la posadadonde presenció distraído una partida de rebesinojuego para el cual seescribió en el caballo de copas el tradicional ¡ahí va! y a las oncemenos cuarto se lanzó a la calle.

La noche estaba oscura; pero si las nubes interceptaban la luz de los cuerposcelestesabrigaban en cambio agradablemente la superficie de la tierra.

El tránsito que por esta vez eligió Lozanofue el de la calle de lasTorres.

A doblar iba Felicísimo el ángulo de la calle de la Reinacuando oyódistintamente las frases que siguen:

-Y juego limpiocamarada: a los dos se nos ha hecho el encargo; juntos porlo tanto debemos presentarnos a dar cuenta de su cumplimiento. Si cualquieraccidente nos separaconvengamos en que el favorecido por la suerte se reunirácon el desdeñadode una a dos de la madrugada en la hostería del valenciano.

-¡Convenido! -contestó otra voz.

En aquel momento Lozanoque llegaba a la esquinavio dos hombres embozadosen largas capasrecostados en la pared donde comenzaba la calle de la Reina.

La única cosa que en la oscuridad pudo entrever el jovenfue el sombreroredondo de color gris de uno de aquellos hombres.

Los embozados guardaron instantáneamente silencio.

-Que el diablo me lleve si la fortuna que estos bigardos esperan es la deganar el cielo -murmuró Lozano.

Y prosiguió su camino hasta la calle de las Infantas.

El gran reverberocolocado en el portal de la casa del marquéssirvió defaro al joven en su nueva ruta.

Por los mismos pasos que doce horas antesy sin otro inconveniente que el detomarse el trabajo de aludir a la citación de que era portador cuando se veíainterrogado por algún dependientellegó Lozano a la antecámara del ministro.

A la sazón había en la sala media docena de individuos entre los cuales dosvestían uniforme militar.

El ugier recogió el billete de Lozanoy formulariamente le rogó que tomaseasientopero el caballero prefirió pasearse como algunos de los concurrentes.

Trascurrido medio cuarto de horaresonó en la estancia inmediata unaargentina campanilla; el ugier desaparecióy un momento después pronunció unnombre desde la puerta.

El apelado ingresó en el despacho del ministro donde permaneció cincominutos.

A la salida del introducidoun nuevo nombre franqueó el paso a otroespectante. La entrevista de éste con su excelencia fue más breve todavía.

Todos aquellos sucesos de precipitado cursolos detalles que los dabancolory hasta la hora de silencio y de sombras en que se realizabanpodríanser la cosa más natural del mundo; pero imprimían en el ánimo de Lozano unasensación penosa. ¿Quién se atravería a asegurar que el ministro no seapresuraba a abreviar las eternas importunidades que su cargo le imponía laobligación de sufriry que conservaría algún recuerdo de las sonatas que leentonaban al indiferente oído?

El cuarto nombre que el ugier articuló fue el de Lozano.

El Joven penetró en el gabinete del marquéscon el sombrero debajo delbrazo.

Era el despacho más espacioso que la misma antecámara; pero ninguna partede él estaba en penumbramerced a la elegante araña de seis mecheroscubiertos por campanas de cristalque pendía del techoy a la gran lámparade bomba esmerilada que ardía sobre la mesa.

Al resplandor de aquel opulento alumbradoLozano distinguió al marqués enpieapoyando indolentemente un codo sobre la tabla de mármol de la chimenea.

Los rasgos del rostro de Esquilache no eran de los que definen la edad de unhombreni los ojosde los que revelan los pensamientos que abriga un cerebroni los labios de los que denuncian los grados de franquezade una sonrisa.

Si se hubiera perdido el modelo de la esfinge cortesanael semblante deEsquilache habría podido servir para rehacerle.

Vestía el marqués con un esmero irreprochabley en el costado izquierdo dela casaca de terciopelo negrofulguraba una placa de diamantes.

-¿Es al señor Lozano a quién tengo el placer de saludar? -pronunció elitaliano con melífluo acento.

-Respestuoso servidor de vuecencia -contestó el joven inclinándose.

-Parece que el asunto que mueve a usted a visitarme no carece de urgencia.

-Confieso que por carácter suelo perseguir con cierta actividad los negociosen que me empeño.

-Por mi partecomo usted veno he querido despojar de la menor importanciaal que en este momento le ocupa. No obstante los altísimos intereses queabsorben mi atenciónhoy he recibido el aviso de ustedy hoy mismo le admitoa mi presencia.

-No puedo encarecer bastante a vuecencia lo que con ello me obliga.

-¿De qué se tratapues?

-De entregar a vuecencia esta carta del caballero César Ponzonesecretariodel marqués de Tanucci.

Y Lozano entregó al ministro la misiva de que hablaba.

-¿Viene usted de Nápoles? -añadió el marqués mientras desdoblaba elpliego.

-Regresé hace diez y ocho meses; pero la amistad que allí contraje con elseñor Ponzoneno se ha entibiado en ese tiempo.

Esquilache recorrió con la vista rápidamente la cartay la dejó entreotros papeles sobre la chimenea.

-El buen César -repuso-me hace de usted el más cumplido elogio.

-Indulgencia de la amistad.

-Pero como la carta no es otra cosa que una encomiástica presentaciónespero la explicación del presentado.

-Dios míola explicación no puede ser más sencilla. El señor marquéstiene delante a un joven en la plenitud de su energíasin familia ni lazoalguno de los que pueden cohibir el acometimiento de las más grandes empresasque nada anhela tanto como consagrar toda la actividad de que se siente capaz aser útil al rey y a vuecencia.

El relámpago de entusiasmo que animó la voz y las facciones de Lozano acasohubiera agradado a un hombre de cabeza y de corazón en la acepción figurada dela frase; pero el marqués tenía ambas partes del organismo atrofiadastantopor el pesa no escaso de los añoscomo por la batalla sin tregua de la vidapalaciegay en las palabras del joven sólo vio con extrañeza una cosalafalta absoluta de la súplica tradicional que todo pretendiente debeponer al pie de sus memoriales.

-Esto esaspira usted a un empleo -replicórebajando el lirismo hasta elmás pedestre de los lenguajes.

-Si vuecencia creyese que ese era el mejor medio de servirlos...

-Prescindiendo por completo de mi persona -añadió el marqués con finasonrisa-conviene no perder de vista que son tan excesivamente numerosos losbuenos servidores del rey; que su majestad es quien favorece en alto grado aaquellos cuyos servicios se digna aceptar.

El joven ligeramente heridocontestó bajando la voz.

-No es imposible que mi provinciana falta de tactome haya hecho incurrir enalguna inconveniencia que no me propongo adivinar; pero desde luegome pareceque las frases que he pronunciado no se oponen poco ni mucho a la exacta teoríaque vuecencia acaba de exponer.

-¿Ha pertenecido usted a algún ramo de la administración del Estado?

-Jamás.

-¿Posee usted título profesional de los que habilitan para el ejercicio dealguna carrera científica o literaria?

-Ninguno.

-¿Los antepasados de usted han prestado al rey especiales servicios?

-Lo ignoro; pero me atrevería a asegurar que si esos servicios existennohan llegado nunca a la conquista de un reinoporque no lo registra la historia.

Esquilache tomó un tabaco habano de la cigarrera que había sobre la mesamurmurando entre dientes:

-Pobre y soberbio.

El marqués guardó un calculado y elocuente silencio a continuación de suspreguntasacaso con el objeto de que Lozano pudiera por sí mismo deducir laconsecuencia.

-A decir verdad -repuso el joven-no fundaba mis esperanzas en ninguna deesas circunstancias.

-El áncora de las aspiraciones de usted era por lo visto el apoyo dePonzone.

-¡Bah! posteriormente comprendí que el excelente caballero alucinado por lamejor de las intenciones daba a sus presentes más valor del que sin dudatienen.

Algo de equívoco debió ver Esquilache en las palabras de Lozanoporquedijo con un candor verdaderamente italiano:

-Fijemos bien los términos de la cuestión para que podamos entendernos. ¿Aquién ha creído César Ponzone obligar con su carta?

Lozano se sublevó ante la idea de la última humillación que se le queríaimponer; y dando a la fisonomía una expresión irónicacontestórotundamente:

-A mi juicioes evidente que Ponzone no ha creído obligar a otra personaque a vuecencia.

-Así lo sospechaba -pronunció fríamente el marqués-; pero no me haparecido inútil oírlo.

Y eligiendo con aire distraído un papel entre los que había sobre lachimeneahizo con él una especie de antorcha; prendió fuego a su punta en elhogary utilizó la llama para encender tranquilamente el cigarro.

Después arrojó a los tizones el resto de la mecha.

La casualidad había hecho que el papel tomado por Esquilachefuese la cartadel secretario del Presidente del Consejo de regencia de Nápoles.

Lozano afectó no echarlo de verentornando los párpados con indolencia;pero el iris de los ojos fulminaba a través de las pestañas más chispas quela misma chimenea.

El marqués prosiguió:

-Los dones de un hombre como Ponzonea pesar de la modestia con que ustedlos justipreciano son seguramente de desdeñar. No echaré en olvido el nombrede don Felicísimo Lozanosi ocasión se presenta en que sea convenienteutilizar sus especiales cualidades. ¿Tiene usted a bien manifestarme suresidencia?

-Calle de Alcaláfonda de Levante.

Esquilache trazó un par de garabatos en el libró de memorias. Acontinuación miró la puerta.

Lozano pronunció con la más afable de las sonrisas de su repertorio:

-Ruego a vuecencia que no sea demasiado tarde. Los hidalguillos de provinciaaun en Madrid nos recojemos temprano por costumbre; y no sería imposible que siel mensajero de vuecencia acudiese a mi domicilio a una hora algo avanzadameencontrase profundamente dormido.

El marqués irguió la frente con viveza; pero sólo vio la coronilla deljoven que se inclinaba con flexibilidad.

Cuando un momento después Lozano atravesó la antecámaraoyó al ugierproferir otro nombrelo cual le probaba que la audiencia continuaba sumecánico cursocomo la tierra proseguía trazando su órbita gigantescaalrededor del astro rey

en el piélago inmenso del vacío.

Capítulo IV.

Donde Lozano oye por primera vez en su vida el canto de unasirena

La disposición de ánimo con que Lozano llegó al peristilono podía sermenos tranquilizadora para cualquiera que hubiese tenido la poca fortuna detropezarle; y sin embargofue tropezado sin que los labios del jovenplegadospor la iraformulasen reclamación alguna.

Es verdad que el choque que sufrió habría podido tomarse por el del ala deun pájaro en su rápido vuelo: que no de otro modo cruzó por delante del jovenuna mujer que se deslizaba desde la escalera al portalrebozada en la ampliasarga del manto.

-¡Diantre! -pensó Lozano-; si la presencia de esa dama estaba relacionadacon la nerviosa precipitación con que el marqués procura esta nochedesembarazarse de sus importunossu excelencia pierde su trabajo: la tapadatiene menos paciencia que él.

Para los hombres del temple de Lozano no hay términos medios cuandoexperimentan una importante decepción. O enseñan los puños al cielohierenla tierra con los piesy reniegan de todo lo creadoo ahogan una carcajadahacen una pirueta y cantan una seguidilla.

Al salir a la calleel jovenque sin duda en esta ocasión había optadopor el segunda extremo de la disyuntivaechó a andar automáticamentecanturreando el aire de las últimas manchegas que fueron importadas enTorrelaguna.

Sabido essin embargosi hemos de dar crédito a un autorizado proverbioque no hay que fiarse gran cosa de los cánticos del español. Si del Capitolioa la roca Tarpeya no había más que un pasode la pirueta al pataleo debehaber mucho menos.

El camino que seguía Lozano era el mismo que había traído. Nuncadeja lacostumbre de imponer su yugo cuando se carece de libertad de espíritu paraelegir dirección.

Las calles de aquella parte del extremo de la villaestaban completamentedesiertasy como el silencio sigue a la soledada la manera que la sombra alcuerpoLozano no escuchaba otro ruido que el de sus propios pasos.

Por esta circunstanciaimpresionó más vivamente el oído del joven ungrito penetrante que resonó a su espalda en el momento en que acababa de cruzarpor delante de la calle de la Reina.

Lozano se detuvoy condensó en su órgano auditivo todos los sentidos delcuerpo y todas las potencias del alma. No tardó en percibir otro segundo gritomás débil que el primero. Entonces dio algunos pasos atrásdobló laesquinay procuró arrancar con los ojos a la oscuridad el secreto de lo queocurría en el fondo de la calle.

Inútil fue el intento. Si la vistano obstantede nada le servíaencambio oyó distintamente la sofocada voz de una mujer que clamaba:

-¡Socorro!.. ¡socorro!..

El joven se precipitó hacia el punto de donde partía el acento.

Cien pasos más arribaun pálido reflejo le permitió vislumbrar algunassombras que se agitaban en violenta lucha.

Sin interrumpir Felicísimo su carreradesenvainó la espaday a los pocosmomentos se encontró en el terreno de la agresión.

Dos hombres pugnaban por sujetar a una mujer. Él sombrero gris de uno deellos hizo pensar a Lozano en los dos embozados que veinte minutos antes habíavisto en la esquina.

En cuanto a la damaa juzgar por el luengo manto que a la sazón flotaba alvientoera verosímil que fuese la misma que salió de la casa del marqués deEsquilache.

-¡Hola! ¡tunantes! -gritó Lozano:- ¿creéis que se puede saltear en lascalles de Madrid con la misma facilidad que en Sierra-Morena?

Y acompañó las palabra con un vigoroso latigazoasentado de plano en elhombro del más próximo de los apostrofados.

El insinuante modo con que Lozano se presentó en escena no era para miradocon indiferencia.

Los embozados abandonaron a la dama y pusieron mano a las tizonasprorumpiendo cada uno de ellos en la más pintoresca de sus interjecciones.

-¿Qué es lo que tiene que hacer aquí el panarria de la casaca?-dijo el delsombrero gris.

-Sí ¡pardiez! -añadió su compañero-¿qué es lo que quiere esteQuijote?

Lo único que faltaba a Lozano para que se le subiera la sangre a la cabezaeran los denuestos de aquella gente.

-¡Quiero vuestra sangre villana... cobardes bandidos de mujeres!.. -rugiócon acento estentóreo.

Cuando la dama se vio librerecogió su falda y dio instintivamente un pasopara huirpero un noble impulso la detuvo. Lo único que hizo fue colocarse aespaldas de Lozanocuidando de no entorpecer sus movimientos.

-Parece que el mirliflor levanta el grito -repuso uno de los individuosarrollando rápidamente su capa al brazo izquierdo.

-Es un medio indirecto -contestó el otro-de que acuda a auxiliarle algúnvecino de buena fibra.

-¡Gaznápiros! -articuló Lozano-voy a haceros saber si necesito apoyoalguno para triunfar de dos rufianes.

-¡Adelante!

-¡Hip!

Los embozados cayeron sobre Felicísimoprocurando ligar su hoja toledana;pero se hallaron con un puño de acero que para probarles su energíanisiquiera quiso intentar un cambio.

El del sombrero gris volvió a levantar la mano a la altura del hombroy uninstante después partió a fondono sin cierta destreza.

Lozano paró el golpe con una contra de tercera en que apenas fue perceptibleel movimiento de la muñeca.

El otro adversariopara quien no pasó desapercibida esta circunstanciaseñaló un puntazopero sin tender otra cosa que el brazo.

El joven separó en cuarta el hierro enemigo lo extrictamente necesariosinque perdiera el suyo la línea.

Los embozados juraron en distintos tonos.

-¡Maldición!

-¡Mil infiernos!

-¡Ea! camarada -continuó el del sombrero gris-una embestidasimultánea... Nadie para dos golpes a la vez...

Y poniéndose de acuerdo con un gestopartieron al propio tiempo al doblegrito de:

-¡Hem!..

Pero el nadie a quien aludía el del chambergono tenía por lo vistorelación alguna con Lozano; porque éste recogió ambas hojas en el mismocírculosin otro inconveniente que el de darle acaso algo más radio del quepermitía la buena escuela del maestro Bosco.

Felicísimo conocía perfectamente sus contrarios: no era cosa de prolongarla defensiva.

Con la agilidad que le distinguíasaltó a la derecha de la líneayaprovechando el momento en que la nueva posición sólo le presentaba enfrenteun enemigofingió un pase y se tendió a fondo.

El del sombrero gris profirió un juramentoy cayó encima del que leacompañabapero como este no se ocupó en sostenerleacabó por desplomarsesobre el empedrado.

-¡Ah! renegado -balbuceó el embozado que quedaba en pie-puedes jactartede un buen golpe.

-Espera... contestó Lozano:- voy a enseñarte otro mejor.

Pero el último adversario no manifestó el menor interés en recibir lalección anunciada. A cada paso que Lozano avanzaba para cruzar el hierrocontestaba con otro paso atrás equidistante: y cuando metódicamente huborepetido veinticinco veces el mismo movimientovolvió la espalda y emprendióuna velocísima carrera.

Lozano se lanzó en pos del fugitivo; pero la voz de la damaque le habíaseguido en el avancedetuvo el primer ímpetu de la persecución en que iba aempeñarse.

-¡Oh!.. caballero... -pronunció la del manto con acento vibrante-no seocupe usted más de ese miserable. Bastante ha castigado la agresión de que hesido objeto.

El joven volvió sobre sus pasos envainando la espada.

La dama le esperaba en el espacio sometido a la acción de la tenue luz dedos lamparillas que alumbraban una imagen. Quería conocer el rostro delcaballero.

La curiosidad de Lozano no era menor. Ambos se contemplaron algunos segundossin la reserva convencional del mundoen gracia de lo excepcional de lascircunstancias en que estabany a decir verdadpara ninguno fue poco agradablela impresión.

La del manto contaría de veintiséis a veintiocho añosy era de un génerode hermosura que podría llamarse imponente.

Jamás una aventajada estatura y un correcto perfil griego han sido mejorsecundados por cabellos y cejas de ébano más espesospor ojos negrosmás rasgados y brillantespor labios más finos y severospor tez mástrasparente de color blanco matey por talle más esbelto y elegante.

En aquella joven había algo de las bellezas circasianaárabe y helénicatriple tipo de las mujeres de Orientelas más hermosas de la tierra.

-¿Han lastimado a usted esos malvados?.. -dijo Lozano recorriendo conextasiados ojos las huellas del desorden que la pasada lucha habíaimpreso en el cabello y en el traje de la joven.

-Nocaballero: -contestó la dama pugnando por dominar su agitación-;¡llegó usted tan a tiempo en mi auxilio!.. ¡me desembarazó usted con tantobrío de las manos que me asían!..

-¡Ahseñora! -repuso Lozano con un acento lleno de interés-; preferiríaque mi buena fortuna me hubiera hecho seguir el mismo camino que usted llevabapara haber prevenido el suceso que ha ocasionado la angustiosa emoción de quecon dolor la mira poseída.

-Graciascaballero; esto pasará luego -respondió la jovenprocurando dara su boca la expresión de una sonrisa.

-¿Los malsines se proponían sin duda despojar a usted de sus joyas?..

-No ha podido ser otra cosa.

-La dama se llevó las manos a las orejasadornadas por dos gruesas perlasy murmuró:

-Y sin embargoaquí están mis arillos...

Después se miró los dedos anularesque ostentaban ricos solitarios demagníficas luces.

-Mis sortijas permanecen intactas... -añadió.

Por fin dirigió los ojos a una flor de bullidora pedreríaprendida en laparte alta del seno.

-Ninguno ha tocado a mi broche... -repuso.

-Es tan singular como satisfactorio -dijo Lozano.

De repente la dama exhaló un grito de angustiay palideció hasta adquirirel color de los vuelos de encaje del jubón que vestía.

Lozano sorprendidose acercó para sostenerlasi como temía la veíavacilar.

-¡La escarcela!.. ¡me han sustraído la escarcela!.. -balbuceó la joven enel colmo de la desolación.

-¿Contenía objetos de valor?..

-Un papel precioso... una carta que debía ser... que era seguramente de lamás alta importancia... ¡Ay! desgraciada... mil veces desgraciada de mí...

-Si por ventura...

-¿Qué?

El hombre que derribé hubiera sido...

-¡Oh! sísícaballero: véalo usted por favor... -se apresuró a decirla damaasiéndose a la idea del joven como el náufrago al extremo de uncable.

Felicísimo volvió a bajar la callebuscando en las tinieblas la masa máso menos inertetrofeo de la excelente espada que ceñía.

El asombro del joven no conoció límites. El hombre que consideraba muerto oherido había desaparecidosin dejar otro rastro que algunas gotas de sangre enel sitio donde cayó.

Lozano se asomó a la próxima calle de San Jorge hasta la cual pudoarrastrarse el del sombrero gris. La corta vía estaba solitaria en toda suextensión.

-¡Pardiez! -murmuró dando media vuelta.

Felicísimo encontró a su lado a la dama lívida como un cadáveryretorciéndose las manos con desesperación.

-¡Nada!... ¡nada!... -sollozaba-. ¡Ah! ¿por qué no me han arrancadoantes la vida?

Había en el dolor de aquella mujer influjo tan simpáticotan irresistibleque Lozano poca accesible hasta entonces al sentimentalismo en general y a laslágrimas femeniles en particularse admiró de reconocerse verdaderamenteconmovido.

El joven condensó sus recuerdoscoordinó coincidenciascalculóprobabilidades; y cuando creyó haber entrevisto la suficiente luz para seguiralgún caminodijo a la bella desolada:

-En nombre del cieloseñorano se abandone usted a la desesperación.Acaso no esté todo perdido...

-¡Ay! -articuló la joven con desaliento-. ¡Quién podría ya devolvermeesa carta!..

-Tal vez yoseñora.

-¡Usted! -exclamó la dama estupefacta.

-La casualidado más bien la Providenciame había hecho oír el punto deuna cita que esos hombres se daban...

-¡Dios mío!

Si las facultades de una criatura humana alcanzan a sustraer a usted a suamarguraconfío en que no me falten alientos para merecer tanta dicha.

-¡Ahcaballero! -pronunció la damajuntando las manos en ademán desúplica-; si fuese dado a usted prestarme ese inapreciable servicio antes delas diez de la mañanaapenas quedaría espacio en mi corazón para la gratitudque le debo por la heroica acción que acaba de ejecutar.

-¡Hum! palabras son esas que me harían intentar lo imposible.

-Mis preces al Altísimo acompañarán a usted en sus procedimientos.

-¿Qué señas tiene la escarcela?

-Es de terciopelo negro con guarnición de plata.

-¿A quién va dirigida la carta que contiene?

-No lleva dirección alguna.

-Tengo los datos suficientes.

-¡Oh!.. ¡si el cielo se apiadase de mí!... ¡si el éxito coronara elgeneroso esfuerzo de usted!..

-Empeño a usted mi palabra de que en todo casono habrá sido celo lo queme haya faltado... Abandonemos este sitio... Urge que yo no pierda un instantetan luego como deje a usted segura en su habitación.

-Por fortuna la distancia no es larga; mi casa está en esta misma calle.Precisamente el corto trayecto que tenía que recorrer ha sido la causa de midesdichaporque me hizo prescindir de todo acompañamiento.

-¿Tiene usted a bien aceptar mi brazo?

La dama le tomó en el actoy ambos jóvenes subieron a buen paso la callehasta las inmediaciones de la de Hortaleza.

Al llegar a un ancho portal bien alumbradoúnico abierto en la calleenterala dama se detuvo.

-He aquí el término de nuestra peregrina ción -dijo-; ¿me será lícitoconocer el nombre del caballero que con tanta bravuranobleza y abnegación seha consagrado a mi servicio?

-Señora: me llamo Felicísimo Lozano.

-¡Felicísimo! ¡oh! el nombre no puede ser de mejor augurio para mí.

-Plegue a Dios que lo sea más que para quien le lleva.

-¡Ah! ¿es posible que no sea dichoso quien posee tan privilegiadascualidades?

-Me atrevería a jurar que nada teníaque agradecerá la fortuna un momentoantes de conocer a usted...

Lozanoasustado él mismo de sus palabrasse apresuró a añadir:

-Y en cuanto a mí¿por quiénseñoradeberé preguntar mañana cuandovuelva a dar cuenta a usted del resultado de mi empeño?

-Puede usted preguntar por la condesa de Bari.

Y la dama tendió la mano a su libertador.

El joven posó en ella respetuosamente los labiosañadiendo:

-Adiósseñora condesa.

-Adiósseñor de Lozano.

Cuando algunos segundos después Felicísimo se encontró sólo en la calleypor consiguientedejó de estar sometido a la magnética influencia deaquella seductora mujerno pudo menos de preguntarse si el compromiso queacababa de contraer tenía sentido común.

¿A qué aberración del entendimientoa qué fascinación de los ojosaqué ilusión de los oídos había debido que por primera vez en la vida learrastraseel canto de una sirenahasta el borde del precipicio en que sinconcienciasin interés ni esperanzaiba a arrojarse de cabeza?

¿Por venturaconsistiría la explicación en que hasta aquel momento nohubiera escuchado la maléfica voz de la creación mitológicainventada por elgenio de la ironía para la perdición del hombre?

Capítulo V.

La hostería del valenciano en una de sus frecuentes noches delinternazo seco.

-De todos modos -acabó por pensar Lozano-el mal está hechopuesto quemedia una palabra empeñada. No es cosapor lo tantode perder estúpidamenteel tiempo en discutir la conducta que habría debido seguir algunos minutosantes.

Felicísimo se dirigió a su posaday encargó al plantón del portal quellamase a Cazurroel cualaunque vestidoroncaba en su cama con el éxtasisprofundo del primer sueño.

El mozo se presentó a su amo restregándose los ojos.

-Abra el seor Cazurro las orejasya que tanto trabajo le cuesta abrir lospárpados -dijo Lozano.

-La liebre que escucha el ladrido de un galgono está más despierta que yo-contestó Cazurro.

-En buen hora; vas a poner a contribución inmediatamente la indiscreción delos dependientes de la fonda hasta que averigües en qué punto de la villa sehalla establecida la Hostería del Valenciano.

-No es necesario que proceda a ese interrogatorio.

-¡Ah! si tú lo sabesno habrás sido un servidor inútil; pero serás todoun bribón.

-¿Por qué abriga mi amo suposición tan injuriosa?

-Porque la gente que frecuenta el tal figón no puede ser menos honrada.

-Me parece que no son incompatibles el conocimiento del infierno y el horrora sus calderas. Por mi parteme atrevo a asegurar a mi señor que jamás hepisado esa Hostería.

¡Hum!... en fin ¿dónde estápues?

-En Puerta Cerrada.

-Perfectamente; prepárate a ir a enseñármela con el dedo. Toma tucapa.

-Así lo haré.

-Y provéete de un estoque.

-¡Ah! -murmuró Cazurroperdiendo mucho entusiasmo.

-¿Qué es eso?... ¿tendrías por ventura aversión a las armas?

-No afirmaré tal cosa; las armas son instrumentos nobles... Su uso es lo queya no me seduce tanto.

-Porque careces de lógica; los utensilios que no se usan no tienen razón deser. En marcha.

-Obedezco -respondió Cazurro saliendo del gabinete de su amo.

Durante este breve diálogoLozano cambió prudentemente de casaca y seechó la capa sobre los hombros.

Acto continuo descendió al piso bajo para promover la actividad de Cazurro.

Al pie de la escalerasin embargovio con satisfacción que ya le esperabael bravo mozo envuelto en su capa y apoyando la siniestra mano en la guarniciónde un negro espadínarma préstamo del despenserode la cual se servía éstepara pinchar las ratas que se extralimitaban de la bodega.

Los dos expedicionarios se encaminaron a la Puerta del Solsiguieron lascalles de Carretas y de la Concepción Jerónimay cruzando las de Toledo yLatonerosdesembocaron en Puerta Cerradatriste y sombría como boca de lobo.

Cazurro condujo a su amo delante de un portal mal alumbrado por un farol devidrios rojosy dirigiendo los ojos a una muestra ilegiblecolocada sobre elfrontóndijo a media voz:

-Esta es la Hostería que mí señor buscaba.

-Prepárate entonces a pisarla por la primera vez en tu vida; pero por lo quepudiere ocurrirbueno será que tomes la precaución de entrar con el piederecho en tan honrado establecimiento.

Lozanoembozado en su capa y con el sombrero en las cejaspenetró en unaestancia cuadrilongaen el fondo de la cualtronaba detrás del mostrador eldueño de la Hostería como un magistral en su cátedra.

A la sazón sufrían sus filípicas en el dialecto del reino a que da nombrela ciudad del Cid dos dependientes de distinto sexoque subían y bajabanbotellas por la escotilla del cueva. Felicísimo se enteró de todos losdetalles de la localidad con el único ojo que llevaba fuera del embozo.

La habitación tenía dos puertasademás de la que daba ingreso desde lacalle. La primeraindicada por una cortina de percal de los colores nacionalesse hallaba situada a la derecha; la segunda se abría en el fondo al lado delmostrador.

Con el paso misterioso del embozado de CórdobaLozano se acercó a lapuerta de la cortinay entreabrió uno de los pliegues de ésta.

Al otro lado se extendía un espacioso comedor ocupado por doce o catorcepersonasentre las cuales había algunas mujeresa pesar de lo avanzado de lanoche.

La excrutadora mirada del joven examinó todos los rostros uno por uno. Loshombres de la calle de la Reina no se encontraban en aquel sitio.

Del examen de las personasFelicísimo pasó al de las cosas. El comedor notenía otra puerta que la de la cortina. En la pared de la fachadabrillabanlas vidrieras de dos rejas con celosíasy en la parte alta del tabiqueopuestose abría una ventana a la manera de montante de puertacon objeto sinduda de dar luz al aposento contiguo.

Terminado el estudio de la topografíaLozano se encaminó hacia elmostradordonde el hosteleropunto menos que estupefactopor los extrañosprocedimientos del embozadoparecía indeciso acerca de la elección de laprimera palabra que la situación requería.

El joven bajó el embozo y dijo al hostelero con la más cortés de lassonrisas:

-¿Tiene el excelente establecimiento de usted algunos gabinetes reservados?

El interpelado cambió la severidad de su entrecejo por otra sonrisa vaciadaen el mismo molde que la de Felicísimo.

-Uno de todo punto independiente puedo ofrecer a usted -contestó.

-¿Sólo ese existe? -insistió el joven.

-Sólo ese -repitió el hostelero algo humillado al tener que reconocer queno era mayor la amplitud de un establecimiento calificado de excelente por elcaballero.

-Está bien; necesito celebrar una conferencia interesante con ciertapersonay ruego a usted que me franquee el aposento en cuestión.

-En el acto... ¡Vicenteta! ¡Un quinqué al reservado!

-Y que sirvan en él a este mancebo una botella de moscatel -añadió Lozano.

Mientras el hostelero tomaba en su anaquelería el objeto pedidoFelicísimodijo rápidamente al oído de Cazurro:

-Toma posesión del gabinete y no consientas la instalación en él deningún intruso.

Cazurroprecedido de Vicentetaque llevaba el quinqué encendido en unamanoy una bandeja con botella y vasos en la otradesapareció por la puertainmediata al mostrador.

En cuanto a Lozanoprosiguió diciendo al hostelero con aire obligador:

-Voy a tomarme la libertad de solicitar de la cortesía de usted una pequeñainformación.

-Disponga el caballero de la buena voluntad que para servirle tiene JaimeSanchís.

-¿Conoce el señor Sanchís a dos sugetos cuyo aspecto es el siguiente? Elprimerotiene elevada estaturacolor encendidocara anchaboca más anchatodavía; y gasta sombrero redondo gris. El segundoapenas pasará del hombrodel anteriorposee poblada barba negra y usa chupete con relucientes botones deacero...

-Los individuos que usted me describe se parecen como dos gotas de agua aTragaldabas y al Barbut.

-¿Acuden con frecuencia a la Hostería?

-Con más de la que sería de apetecer... Y perdóneme usted si son amigossuyos.

-Perdonado; ¿no carecen del defectillo de ser algún tanto propensos apromover escándalos... eh?

-¡Oh! tienen un vicio mil veces más execrable que ese; son malos pagadores.

-La imperfecciónen efectono puede ser más vituperable. ¿Qué últimoservicio es el que usted les ha fiado?

-El almuerzo de esta mañana.

-¿Teme usted que también le adeuden esta noche la cena?

-Si llegan a venir es poco menos que seguro.

-Gracias mil por sus confidenciasseñor Sanchís. Sírvase usted disponerque me lleven una botella de cerveza al comedor.

-¡Al comedor! -preguntó el hostelero con cierta sorpresa.

-Eso he dicho.

-¡Ah! ¿El señor caballero se propone esperar en un punto concurrido paraque las distracciones que ofrece aguijen menos la impaciencia que siente?

-¿Por acaso estaría prohibido?

-En manera alguna; sólo que...

Sanchís dio una vuelta al pañuelo qué le ceñía la cabezay parecióexperimentar esa perplegidad que precede a las observaciones espinosas.

-Vamos; ¿qué es ello? -repuso Felicísimo.

-La verdad... quisiera evitar al señor caballero cualquier motivo dedisgusto.

-¡A mí! ¡vive Dios!¿Y qué motivo puede ser ese?...

-Pues... el sombrero de tres picos que lleva. La gente de este barrio está amatar con Esquilachey con sus bandos.

-¡Ah! ¡Bah! si no se trata más que de esotranquilícese el buenhostelero. El mismo caso hago yo de Esquilache que de los asnos que presuman quesi me visto de esta o de la otra maneraes por atenerme a las ordenanzas delmarqués.

-Sin embargo...

En aquel instantemerced a un casual movimiento de cabezaadvirtió Lozanoque a su espaldauno de los mozos de la Hosteríale estaba señalando con losíndices de ambas manos los cuernos del sombrerosin duda por hacer gracia aVicentetaque pugnaba por contener la risa.

El rayo no es más rápido en sus efectos.

-¡Gaznápiro! -exclamó Felicísimo.

Y administró tan vigoroso puntapié al bufónque éste fue rodando hastala abierta trampa de la cuevay desapareció de la escena dando tumbos por laescalera abajo con un estrépito que podía hacer temer que no le quedase huesosano.

Maese Sanchísen el colmo del estuporpudo tranquilizarse efectivamentecon respecto a la expedición del caballero para arreglar sus asuntospersonales; pero sin dudaesa misma facilidad de procedimientosno debióparecerle una sólida garantía para la conservación del orden en la Hostería.

-¡La cerveza! -pronunció lacónicamente Lozano.

Y levantando la cortina de la puertapasó al comedor.

El refectorio del establecimientoa pesar de que como hemos dicho no era dereducidas dimensionessólo tenía cinco mesas; pero la primerade formaelípticacolocada en el centropodía bastar para el servicio de cuarentapersonas. En los cuatro ángulos de la habitación había otros tantos veladorescolocados a guisa de rinconeras.

De la parte central del techo del aposento pendía una lámpara de dosmecheros con reflector de hoja de lata.

Todos los concurrenteseminentemente sociables por lo vistose hallabaninstalados en la mesa redondasi bien con desiguales intersecciones.

Felicísimodejándose guiar por su instintoatravesó la estancia y fue asituarse en el velador más sombrío.

El bullicioso diálogo que animaba el comedorsufrió una interrupción.Todas las cabezas se volvieron hacia el recién llegado.

Entre los circunstantessólo uno llamó la atención de Lozano. Era unhombre de capa de grana y continente pretenciosoque hablaba íntimamente alparecercon otro de grandes bigotes.

Ambos individuospor su partefijaron los ojos con insistencia enFelicísimo.

-Decididamente -pensó éste-he producido en el prójimo rojo la mismaimpresión que él me ocasiona. Yo no sé qué recuerdo vago me está diciendoque yo he visto esa facha en alguna partey hasta que la he visto con la espadaen la mano...

Pronto volvió a reanudarse el curso de las conversaciones particularesy asubir al diapasón general; pero ciertas frases equívocasque llegaron a losoídos de Lozanole probaron que no era extraña su persona al objeto dealgunos diálogos.

El de la capa de grana preocupaba a Felicísimo especialmente; porquesinquitarle ojoalternaba las significativas confidencias del hombre de losbigotescon las burlonas intimidades de una princesa de la Morería; hablamospor supuestode la plaza de este nombredama junto a la cual se hallabasentado.

Lozanocon todo el fervor de que era capazque no nos atreveríamos aafirmar fuese muchorogaba al cielo que no viniese cualquier reyerta acomprometer el buen éxito del plan que había concebido.

En vezsin embargode formar propósitos de prudenciaque era lo que ensemejante caso habría ocurrido a otro carácter menos impresionablelo únicoque se prometió a sí mismofue imponer el más severo de los castigos almiserable que tuviera la avilantez de introducir en los proyectos queacariciabauna perturbación cualquiera.

Acababa de colocar un mozo el servicio de la cerveza delante del joven y dedestapar la botella con sonoro taponazocuando uno de los concurrentes dijo convoz bastante acentuada para dominar el rumor general:

-Me parece señor don Eulogioque pocos momentos antes iba usted a hacermeyo no sé qué manifestación; pero que por el mero hecho de ser suyano puedemenos de interesarme.

-En efecto -contestó el de la capa de grana con aire zumbón-; iba a decir austedque me alegro mucho de que no me guste el sombrero de tres candilesporque si me gustaseme le pondríay es una cosa que me revienta.

El éxito que estas palabras obtuvieronno pudo ser más completo. En todoslos extremos de la mesa estalló un coro de carcajadasno siendo las damas lasque menos parte tomaron en élcon sus atipladas florituras.

Lozano dio por supuesto que la cerveza que acababa de acercar a los labiosiba a volvérsele veneno; pero no obstanteapuró pausadamente el vaso con lamayor abnegación y le dejó sobre el velador cuando el acceso de hilaridadgeneral se hubo calmado.

Entoncesclavando la acerada visual en el de la capa rojapronunció conacento vibrante:

-Señor míala peregrina manera que tiene usted de discurrir me hainspirado otra análoga. Me felicito con alma y vida en este momentode tenerpoca pacienciaporque si tuviera muchahabría sufrido las impertinencias deustedy ese sufrimiento sería capaz de producirme un cólico bilioso.

-¿Qué gallo cacarea en el rincón? -replicó el llamado Eulogioponiéndose la mano sobre los ojos a manera de visera-; ¡es tan detestable elalumbrado que la economía de Sanchís nos dispensa!...

-Si usted no tiene suficiente luz para distinguir los objetos -añadióFelicísimo-será porque padezca miopía; por mi parteme basta y aún mesobra con la lámpara para ver que es usted un necio.

Eulogio debió convencerse de que con aquel adversario no podía habercombate de guerrillasporque se puso en pie gritando:

-¡Ah! ¿sabe el del tricornio lo que hago yo con los insolentes?

-No -contestó Lozano imitando el movimiento de Eulogio-; pero en cambio sélo que hago yo con los gaznápiros.

Y acercándose a la mesa redondacogió una gruesa botella de aguay sinotro preámbulo la lanzó con mano vigorosa a la cabeza del hombre de la capa degrana.

Eulogioque adivinó más bien que vio la acción de Lozanobajó conrapidez la frentey el terrible proyectil pasó por encima llevándose elsombrero por todo trofeo.

Pero si el oportuno movimiento de la cabeza de Eulogio evitó una situacióntrágicafue la ocasión de una escena cómica.

Un mozoque en aquel momento pasaba por detrás del agredido conduciendomajestuosamente una enorme fuente de pepitoriarecibió la botella en plenoservicio; y al romperse en mil pedazos ambos recipientesse derramó poco menosque la totalidad del contenido sobre el cráneo del de la capa roja.

Difícil sería describir la estupefacción que experimentó el caballero alverse sometido a la acción de aquella catarata de alonespatas y pechugasdelíquidos grasientos y de cascos de loza y de vidrio.

Y como para colmo de desdichala especie que predominaba en el guiso hastatocar los límites del abusóera el azafrán; el rostro del pobre Eulogio seofreció a todas las miradas como afectado de un violento acceso de ictericia.

En cuanto al mozo conductor de la pepitoriahabía depositado suavemente lasposaderas en el suelogimoteando entre mueca y muecasin duda con el objeto dehacer comprender a cuantos quisieran observarloque lejos de alcanzarleresponsabilidad alguna en la catástrofe ocurridaera tan víctima como elprimero.

Eulogiocegado por los arroyos que se desprendían de sus cabelloshabíaempuñado a tientas un cuchillo y un tenedor como si se propusiera trinchar alenemigo; pero el de los bigote por la derechay la dama por la izquierdapugnaban por calmarle hablándole en voz baja y llevando la caridad hasta elpunto de limpiarle de arriba a abajo con los pañuelos de bolsillo.

Jaime Sanchísatraído por el estrépitose ocupaba en levantar aldependiente y en exigirle la explicación del acontecimiento.

Cuando Eulogio pudo por fin utilizar sus ojoshalló a dos pasos delante desí al del tricornio con la siniestra mano en la empuñadura de la espadaladiestra en la cadera y la mirada centellante.

-Supongocaballeroque no me negará usted una reparación -rugiórechinando los dientes.

-¡Pardiez!-contestó Felicísimo.

-¿Conoce usted el Tejar de la Jara detrás de la tapia del Retiro?

-Dé usted por supuesto que le conozco.

-Pues bien; a las nueve de la mañana esperaré a usted allí con un amigo.

-Pactado.

-Procure usted no olvidar el punto de la cita...

-¡Bah! -murmuró Lozano con la más insolente de las sonrisas.

-¡Y cuidado con la puntualidadseñor mío!...

Por esta vezun monosílabo hubiera parecido demasiado a Felicísimo. Seencogió de hombrosvolvió la espalda a Eulogio y se encaminó de nuevo haciael velador.

Luego que Eulogio no pudo cruzar su mirada con la de Felicísimola fijó ensí mismo. El estado en que el desventurado caballero se encontróle colmó devergüenza.

El traje entero que vestíase asemejaba a una carta geográfica; y el olorque despedía podría ser muy apetitoso para un individuo que estuviese enayunaspero era nauseabundo para otro cualquiera. Permanecer un instante másen aquel sitioequivalía a dar el último golpe a la propia dignidad.

El de la capa antes de grana se encasquetó el chambergo. Y salió furiosodel comedoracompañado del bigotudo compañero; el cual proseguía frotándolepor el camino con el pañuelolienzo que en el grado de saturación a quehabía llegadomás era la grasa que ponía que la que quitaba Felicísimo seinstaló otra vez en su mesadirigiendo a los circunstantes la mirada quedirije el oso a los que se acercan a la gruta donde tiene los cachorros.

Afortunadamente no se vio en el caso de afrontar por entonces otraprovocaciónporque los pobladores del comedor le observaban de reojo sin dudacon la buena voluntad que los ratones de la fábula dispensaban al gato; peroninguno se encargó por un acto expontáneo de la espinosa misión de colgarleel cascabel.

Pocos minutos después del episodio referidola cortina de la puerta abriópaso a un nuevo personaje.

Lozano se envolvió mejor en su capa y se bajó el sombrero. Acababa dereconocer al fugitivo de la calle de la Reinao sea al Barbut de JaimeSanchís.

El recién venido abarcó con su visual toda la estanciay fue a situarse enel velador opuesto al de Felicísimodeclinando al paso el honor a que algunosconocidos le invitaban de colocarse a su lado en la mesa redonda.

El Barbut llamó con dos puñetazosy se hizo servir un frasquete de balarasa. La ostensible preocupación que le dominabael aislado sitio queeligióy la insistencia con que clavaba en la puerta la extraviada vistaprobaban a Lozano que aquel hombre no aparecía de motivo fundado para esperar aalguno.

Como el Barbut había visto caer a su compañerola idea inspiró aFelicísimo una vaga inquietud; pero le afirmó en el ánimo el propósito deimitar al tunante en su expectación.

El motivo que el joven sospechaba existía realmente. El Barbutdespués desu fuga por la calle de Hortalezasiguió la de las Infantastorció por la deSan Jorjey volvió a aparecer en la de la Reina. Como Tragaldabas no estaba enel punto donde dio la caídaera evidente que no había tardado en levantarseponiéndose a buen recaudo.

A no hacer patente otros signos el exceso de absorción moral del últimoconcurrentelo habría revelado su falta de absorción física. El frasqueteen efectopermanecióno sólo intactosino olvidado por espacio de un cuartode hora.

La expectación del Barbut fue coronada al cabo por el éxito. En el marco dela puerta se dejaron ver las acentuadas formas del hombre del sombrero gris.

Tragaldabas se encaminó a la mesa donde distinguió a su compañero. Erasiempre el mismo tagarote rudoenérgicorepulsivo que Lozano conocía:solamente tenia menos color en el rostroy en el paso menos firmeza.

Los dos camaradas se engolfaron en un diálogo íntimofrío y reposado enlos primeros momentos; pero que progresivamente fue creciendo en animación.

La considerable distancia que separaba los veladoresy el bajo tono en quese sostenía la conversaciónimpedían que llegase frase alguna a los oídosde Felicísimo; pero los ojos de ésteasestados por entre la capa y elsombrero como dos falconetes en bateríano perdían el menor detalle en puntoa gesticulación y movimientos de los interlocutores.

Llegó un momento en que Tragaldabas sacó del bolsillo del pecho unaescarcela negra de argentinos reflejossepultó en el fondo de ella la garra yextrajo un papel.

Lozanoque durante algún tiempo no respiró a sus anchasexhaló entoncesun profundo suspiro que le desahogó los pulmones.

El papel comenzó a sufrir un extraño manejo por parte de los poseedores.Felicísimo supuso que aquel par de bergantes buscaba el medio de abrir elbillete de la manera menos perceptible.

En lo más interesante de la manipulacióndos de los concurrentes a la mesaredondaque se habían levantadoeclipsaron a Lozano el grupo que expiaba.

Bien puede asegurarse que aquella situación fue para el joven una de lasmás críticas de su vida. Escasamente le faltaron dos dedos para levantarsecomo un leóncoger las cabezas de los importunosromperlas la una contra laotray meterlos a ambos a puntapiés debajo de la mesa.

Sin embargola luz de la reflexiónque siempre vela en el fondo del ánimopor impetuoso que seainspiró a Felicísimo el pensamiento de que el remediono podía menos de superar en gravedad a la misma dolenciay llevó lalonganimidad hacia aquellos desventuradoshasta el punto de resistir a laviolencia de la tentación. Es verdad que fue a costa de fulminar sobre ellosuna maldición mental tan tremendaque si les hubiera caído podían tenerlossin cuidado todas las correcciones humanas incluso la del descuartizamiento.

Al fin el obstáculo desapareció en parte. Uno de los interpuestos tuvo lafeliz ocurrencia de sentir sedy se acercó a la mesa para satisfacerla. A lasazón se ocupaba Tragaldabas en volver a guardar la carta en la escarcela.Cuando estuvo cerrado el brochesepultó continente y contenido en el mismobolsillo de donde salieron.

Felicísimo poseía todos los datos necesarios; había llegado el momento deresolver el problema.

Con la naturalidad más perfecta dejó el joven su asientoy cuidando de noofrecer otra cosa que el cerviguillo a las miradas que pudieran partir delvelador opuestoatravesó el comedory salió a la estancia del despacho.

El hostelero saludó la aparición de Felicísimo con un involuntariomovimiento de satisfacción. Hubiérase dicho que mientras el del tricornioestuviera en el comedorno le llegaba la camisa al cuerpo.

Lozano se acercó al mostradory dijo con aire jovial:

-Voy a ver si por esta noche evito al señor Sanchís la contrariedad de fiarla cena a Tragaldabas.

-El señor caballero puede estar seguro de que me prestaría un servicio encambio del que me ha roto -contestó el hostelero.

-He de merecer de su bondad -prosiguió Felicísimo-que se acerque usted ala mesa de Tragaldabas y el Barbuty diga al primeroque una persona que no hapodido resistir a la impaciencia de recibir esta noche noticias suyasdeseaconferenciar con él a solas en el gabinete reservado.

-Será complacido el caballero.

-Ni una palabra más...

-Muy bien.

-Ni una palabra menos.

-Me atendré al tenor literal.

-Si Tragaldabas le pide noticias acerca de la persona en cuestiónel señorSanchís se encastillará en la absoluta reserva que su posición social leimponey se negará a entrar en todo género de explicaciones sobre elparticular.

-Perfectamente.

-Es necesario que la discreción de maese Sanchís llegue hasta el punto deque ni siquiera deje traslucir si se trata de un caballero... o de una dama...

-¡Ah!

-¿Ha comprendido usted?..

-Sin duda.

-Pues manos a la obra. ¿Cuál es la dirección del cuarto reservado?

-Pasadizo lateralsegunda puerta de la derecha.

Lozano dio tres pasosy se detuvo volviendo la cabeza.

-Una ligera observación -repuso-no quiero ocultar al señor Sanchís quesi en el desempeño de la misión que le confío comete la más pequeñainconvenienciadejamos de ser amigos ¡vive Dios!..

Tan siniestra fue la llama destellada por los ojos del jovenque elhostelero se apresuró a protestar:

-Puede estar tranquilo el caballero; no discreparé en un ápice de susinstrucciones.

Felicísimo prosiguió entonces su camino con arreglo al itinerario deSanchísy abrió la puerta del gabinete donde Cazurro saboreaba la sesta copade su botella de moscatel.

El primer cuidado de Lozano consistió en hacerse cargo de los detalles de lalocalidad.

El gabinete sólo tenía una puerta: los muebles estaban reducidos a una mesacentral de no pequeñas dimensionesy a media docena de sillas: en cuanto a luzdiurnaúnicamente la recibía cansada a través de los cristales de unaelevada ventana interior tan idéntica a la del comedorque no podía menos deser la misma.

El caballero dijo a su lacayo:

-Voy a recibir en este momento la visita de un bribón; y como tu presenciapudiera alarmarlecuando no retraerleconviene que te ocultes.

Cazurro paseó la mirada por la estanciatan desnuda de todo objetoutilizable como una llanura de la Mancha.

-Observo -añadió Felicísimo-que no te fijas en lo único en que debierasfijartelo cual no habla muy alto en favor de tu imaginación. Acomódatedebajo de la mesa.

-¿Será larga la entrevista? -aventuró tímidamente el mozo.

-Imagino que no: soy poco amigo de perder el tiempo. Ademáste permito quete des a luz en un instante crítico...

-¿En qué signo podré conocer que ha llegado ese instante?

-En la pronunciación de uno de mis apóstrofes favoritos.

-Por ejemplo...

-La palabra ¡gaznápiro!

-La conozco.

-Te encargosin embargodos cosas.

-La primera...

-Que no te vayas a exhibir por delante de mi interlocutor.

-Y la segunda...

-Que tu súbita aparición en la escena no se asemeje a la solemne y rígidade la estatua del Comendador. Por el contrarioserá de utilidad innegable queno te apresures en manera alguna a abandonar la posición del cuadrúpedo.

-Comprendido.

Un ruido de pasosque resonó en el pasadizo hizo cesar el diálogo.Felicísimo señaló la mesa con el índicey Cazurro desapareció como porensalmo.

Los pasos que Lozano escuchaba con atenciónno eran de una sola persona.¿Acompañaría Sanchís a Tragaldabas? ¿Sería que el Barbut no quisierasepararse de su camarada por prudencia o por desconfianza?

El joven frunció el entrecejoy ocultando el rostro en el embozosedirigió a la puerta con aire resuelto.

Un golpe seco resonó en la tabla de encina.

-¡Adelante! -pronunció Lozano.

La hoja de la puerta giró sobre sus goznes y Tragaldabas entró en elgabinete.

Felicísimo aprovechó un momento de indecisiónque pareció experimentarla persona que seguía al hombre del sombrero grisy volvió a cerrar la puertaque era sólidacorriendo su cerrojo interior.

El misterioso aspecto de Lozano y su significativa precaución llevaron elrecelo al ánimo de Tragaldabas.

-¡Qué quiere decir esta mascarada! -exclamó:- el carnaval ha pasado haceun mes ¡voto al firmamento!..

-El antifaz caerá en breve -contestó Felicísimovolviéndose haciaTragaldabasy desembarazándose del embozo:- como usted vese encuentra enpresencia de un conocido.

-¡Ah!.. -pronunció Tragaldabas estupefacto:- ¡se trataba de usted!..

-Precisamente: se trataba del hombre con quien hora y media antes ha tenidousted que entenderse en la calle de la Reina.

La oleada de sangreque subió a la cabeza de Tragaldabasreveló que elinesperado acontecimiento había sacado del arzón de la serenidad a aquelexperto ginete.

-Según eso -articulóapretando los puños-viene usted a proseguir aquísu querella...

-No: si el señor Tragaldabas no se dejó caer del modo menos incómodoposible con el objeto de escurrir el bultodebe tener en esta o en la otraparte de la piel alguna ligera solución de continuidad que privaría deigualdad a la partida.

-Tragaldabaspuesto que usted conoce ese nombre de guerrano es hombre quese haya valido nunca de semejante género de supercherías.

-He ahí un escrúpulo que seguramente no tendría yotratándose de gentesde la estofa de usted.

-En finpara alguna cosa expía usted mis pasos...

-Sin dudatengo la pretensión de que me entregue usted la escarcela y lacarta que ha sustraído a su dueña.

Los labios de Tragaldabas dibujaron una sarcástica sonrisa.

-¡Bah! -contestó- ¡eso es imposible!

-¡Cómo qué es imposible! por el contrarionada existe de más fácilejecución. El señor Tragaldabas no tiene que hacer otra cosa que sepultar lamano derecha en el bolsillo izquierdo del pechoy alargarme el objeto pedido.

Y el dedo índice de Lozanoamenazador como su hoja toledanaseñalaba conmatemática exactitud a la distancia de una cuartael punto donde estaba elbolsillo en cuestión.

Tragaldabas exasperadollevó la mano al cinto.

-¡Cuidado con las armas! -añadió Felicísimo:- no puede usted haberolvidado todavía que en el manejo de la espada no está a mi altura.

-¡Por eso no será la espada la que esgrima! -respondió con siniestraexpresión el del sombrero gris.

En efectoinstantáneamente brilló en su puño un agudo cuchillo.

Pero Lozanoque era todo ojossujetó en el acto con la mano izquierda laarmada diestra de Tragaldabasexclamando:

-¡Ah! ¡miserable gaznápiro!..

A continuacióncon la mano que le quedaba libre empujó a Tragaldabas porel pecho con irresistible violencia.

El hombre del sombrero gris quiso dar dos pasos atrás para no perder elequilibrio; pero entonces le ocurrió el mas extraño de los sucesos: un cuerporedondoque a la manera de banquillo se le había colocado a la altura de lascorvasimpidió que las piernas pudieran ejecutar el movimiento calculado; ydespués de permanecer un instanteformando con el horizonte un ángulo decuarenta y cinco gradosse vio en la imprescindible necesidad de caer sobre elpavimento boca arribacon tanto detrimento de la cabeza como de las costillas.

Merced a tan imprevisto accidenteLozano había arrancado a Tragaldabas elpuñal sin gran esfuerzo.

-¡Dame la escarcela! -dijo apoyando la rodilla en el pechoy la punta delcuchillo en la garganta del vencido adversario.

-¡Mátame! -balbuceó con ronca voz Tragaldabas en el colmo de ladesesperación.

-¡Ah bandido! abusas de tu posiciónporque estas leyendo en la lealtad demi mirada que no soy capaz de asesinar a un hombre indefenso. Está bien: sufrela última humillación ya que lo has querido... ¡Cazurro! sujeta los brazos detu víctima; pero firmeporque es forzudo.

El lacayo ejecutó el precepto de su amo al pie de la letra.

Felicísimoentonces entreabrió el traje de Tragaldabasextrajo laescarcela de la condesay la trasladó a la cartera de la casaca.

Cuando el del sombrero gris se vio despojadoreunió todas sus fuerzas paragritar:

-¡Barbut!

-¡Héme aquí! -contestó desde el pasillo el apeladoagitando la puertacon energía.

Tragaldabas continuó:

-He caído en un lazo del hombre de la calle de la Reina... Atranca la puertapor fuera para evitar que huya... Corre al comedor... Dí a OrdóñezMartín yJareño que acaba de ser robado... Volved todos juntos... Echad entonces lapuerta abajoy salvadme...

-¡Oh! canalla... -dijo Cazurro enarbolando el puño sobre el cráneo deTragaldabas.

Lozano le detuvo.

-Acude a la puerta -pronunció-quita el cerrojoy empuja con fuerza.

Cazurro cumplió el triple precepto; pero en vano apoyó el hombro en latabla y arremetió como un toro. El Barbut había desempeñado su encargo contoda conciencia y el portón resistió.

-¡Es inútil!-repuso el pobre mozo-; debe haber barra exterior.

-Bien -añadió Felicísimo-echa de nuevo el cerrojoy ven aquí.

El lacayo no tardó en estar al lado de su señor.

-Apodérate del asador de Tragaldabas -prosiguió Lozanosiempre con larodilla sobre los sofocados pulmones del caído.

Cazurro soltó el broche del cinturóny cargó con él y con la espada.

-A hora coloca la mesa bajo la ventana.

El mozo comenzó por ajustar a su talle el cinto de Tragaldabas para quedarsecon las manos libresy llevó después la mesa hasta el tabique.

-Pon una silla sobre la mesa.

El lacayo obedecióeligiendo la silla más sólida.

-Encarámate sobre tu maquinaria; abre la vidriera de la ventanay salta alotro aposento.

Hasta entonces había obrado Cazurro como un autómata; pero la última ordenpareció hacerte reflexionar.

-¡Pronto! -gritó la voz de Lozanovibrante como un latigazo.

Perfecto Cazurro exhaló un suspirotrepó hasta la sillay abrió laventana.

Apenas asomó la cabezala retiró asustado.

-¡Qué vacilación es esa! -exclamó Felicísimo.

-¡Ah! señor... -balbuceó el mozo:- la altura es muchay la genteinnumerable...

-¡Tunante!.. -rugió Lozano levantando la mano armada con el puñal deTragaldabas.

El desventurado Cazurro temió ver convertido en arma arrojadiza el terriblecuchilloy llevó el heroísmo hasta el punto de poner los pies sobre el marcoy dar el salto mortal.

Al decidirse el mancebo a descender del olimpo de la Hosteríahabíacalculado que la caída sería menos peligrosadividiéndola en dos etapas: ensu consecuenciase impulsó hacia el centro de la mesa redonda del comedor enla primera trayectoria.

Pero con lo que Cazurro no contabaera con la lámpara suspendida del techola cual fue arrebatada por la contera de una de las dos espadas en su raudovuelo.

El artefacto del alumbrado acompañó estrepitosamente al mozo en sudesplomey la habitación quedó en la oscuridad más completa.

En el momento en que Lozano vio desaparecer a Cazurro soltó a Tragaldabasbrincó sobre la mesa con la agilidad de un cuadrúmanoganó la ventanay sedescolgó al otro lado.

El primer objeto que tropezó con los pies fue la parte anterior de un tóraxabundantemente provisto de carnosidad y el primer eco que le hirió los oídosconsistió en el penetrante grito de una mujer.

Por una hipótesis peor o mejor fundadapodía creer Felicísimo que sehallaba en el comedor; pero el tal aposento sólo le ofrecía a la inteligenciay los sentidos la imagen del caos en toda su espantosa confusión.

A las carreras inconscientes sucedían los choques imprevistos; a las quejascontestaban los juramentos; al estruendo grave de los muebles rotos se mezclabael agudo ruido de la vajilla pulverizada. Si el infierno tiene en el mundosucursalesla Hostería del Valenciano debía ser en aquel momento unode esos satánicos establecimientos.

Lozano procuró reconstruir en su imaginación la topografía de la localidadvaliéndose del único dato que tenía al alcance de la mano en la acepciónpropia de la frase; esto escalculando por la dirección de la pared. En elsitio que el recuerdo le designaba divisó en efecto una tenue claridaddifundida a través de la cortina que cubría la puerta de comunicación con latienda; pero sobre aquel fondorelativamente luminosose destacaban lasmovibles sombras interpuestas de algunos hombres que agitaban frenéticos armaslos unossillas los otros.

Los cuerpos nunca habían sido para Felicísimo un obstáculo serio; muchomenos debían serlo las sombras.

El joven puso mano a la espaday precedido de su despejador molineteselanzó en la dirección de la puerta con la impetuosidad del huracán.

Los alaridos se elevaron al quinto cielo; las caídas se reprodujeron; losgolpes menudearon.

Lozano sintió caer con violencia sobre su pie izquierdo un banquillo venidode no se sabe qué punto del espacio; pero nada bastó a detenerle. Elvertiginoso impulso inicial le hizo atravesar comedor y tienda en menos tiempodel que hemos empleado para decirloy se encontró en la calle sin tener élmismo plena conciencia de cómo ni por dónde.

Diez pasos más arribaun hombre que tenía en cada mano una espada desnudale gritó con acento apremiante.

-¡Por aquími señor!

Era Cazurro.

-¡Ah! ¡el muy bergante! -murmuró Felicísimo:- ¡y yo que abrigaba elescrúpulo de que alguno de mis reveses le hubiera desgarrado la librea!

El lacayo se apresuró a servir de batidor a su amo hasta doblar la esquinade la calle de Toledo. Allí se detuvo sorprendido por la lentitud con queLozano le seguía; y la sorpresa se cambió en inquietud cuando observó quecojeaba.

-¡Cómo! señor... -dijo acercándose- ¿por acaso estaría usted herido?

-NoCazurro; pero estoy contuso. En aquella caverna no era posible ver venirningún golpe... Envaina ese arsenal¡poder de Dios! a ningún transeúnte delos que podamos encontrar le hace falta saber que acabamos de andar alinternazos.

Mientras Cazurro enfundaba sus trinchantesFelicísimo maldecía. El dolorque experimentaba en el tobillo se acentuaba por grados de un modo alarmante.

-¡Mil centellas!.. -exclamó furibundo:- préstame tu brazo o tengo quequedarme aquí como una grulla... ¡Maldito si comprendo para lo que puedenservir las piernas humanas si no son capaces de resistir un silletazo!

Cazurro ofreció el brazo derecho a su amo. Merced a este apoyo y a laindomable energía de una voluntad de hierropudo subir el caballero losescalones del arco de la Plaza Mayor.

-He aquí un incidente -pensaba Lozano-que resuelve el problema relativo ala mayor o menor conveniencia de ver en esta misma noche a la condesa. Nohubieran ofrecido el más pequeño obstáculo un puntazo en el pecho y una librade sangre menos en el torrente circulatorio: por el contrariola falta de eselíquido presta al rostro una palidez interesante. Pero; ¡quién se presentarenqueando en el estrado de una dama hermosa! Antes me aspan que cometersemejante atentado de leso amor propio. La mirada con que pagasen mi serviciolos incomparables ojos de mi sirenapalidecería mil veces ante la sonrisa quepodrían determinar en los coralinos labios mis ridículas contorsiones.

Felicísimo se detuvo delante de la botica del Buen Sucesoechó mano a labolsay dio un duro a Cazurroordenándole que pidiera un frasco de tintura deárnica montana.

El mozo aporreó tan gentilmente la puerta con la sólida empuñadura delespadón de Tragaldabasque triunfó del sueño del practicantey obtuvo elproducto demandado.

Al volver presentando la botella a Lozanoéste repuso:

-Está bien: procura que no falte nunca en tu ajuar ese precioso alcoholato.Ten entendido que cuando se sirve a un hombre de mis prendas es un artículo deprimera necesidad.

Lozano prosiguió su camino por la calle de Alcalápara él vía deamargura en aquella ocasión; y disfrutó por fin el beneficio de poderdescansar en el más cómodo de los sillones del aposento de la Fondade Levante.

Allí descalzó el pie izquierdo y a la luz de la palmatoria que acercóCazurroexaminó la contusión.

La inflamación muscular había adquirido el suficiente grado de desarrollopara impedir la percepción del tobillo; pero ni la equimosis era extensa nicuantiosa la sangre extravasada.

Felicísimo diluyó en agua la conveniente cantidad de tinturay se instalóen el lechoencargando a Cazurro la renovación de las primeras compresas cadacuarto de hora.

Después dirigió una invocación a Morfeo y entornó los párpados.

La preocupaciónsin embargode que aquel miserable magullamiento pudieraimpedirle al día siguiente acudir al doble compromiso que había contraído conel procaz paladín de la Hostería del Valencianoy con la dama de lacalle de la Reinale hizo descargar un tremendo puñetazo sobre la mesa denocheexclamando:

-¡Truenos y rayos!.. Daría cualquier cosa por conocer al gaznápiro que haocasionado todo el dañoapagando la lámpara del comedor!..

Instantáneamente Cazurroque estaba en su segunda compresase juro a símismo sepultar el secreto en el pliegue más recóndito del corazón hasta laconsumación de los siglos.

Capítulo VI.

Donde Ayala acepta la responsabilidad de un escrúpulo deconciencia de Lozano.

Calculaba Felicísimo que escasamente habría dormitado algunos minutoscuando entreabriendo un ojo encontró inundado el aposento por la explendenteluz de un hermoso día.

Esta circunstanciael trabajo que le costó levantar el otro párpado y elsopor general que embotaba lo mismo el movimiento de los miembros del cuerpoque la actividad de las facultades intelectualesle hicieron temer que elsueño hubiera sido más profundo de lo que creía.

La primera idea que clara y concreta se ofreció a la imaginación del jovenfue el estado de su pie. En el acto dobló la piernay llevó la mano alextremo inferior de la tibia.

La hinchazón no había disminuido sensiblemente; pero Felicísimo observócon una satisfacción indescriptible que todos los tejidos resistían lapresión de los dedos sin hacerle experimentar el más leve dolor.

Inmediatamente se sentó en la cama y puso el pie en el suelo. La sensacióndolorosa permaneció ausente.

Faltaba intentar la última prueba. El joven abandonó el lechoy dio unavuelta por la habitación: el resentimiento apenas fue notable.

A punto estuvo Lozano de estrechar contra su corazón el frasco de árnicaque yacía sobre la mesa.

La lógica le condujo entonces por una gradación natural a otro orden depensamientos; y abriendo vivamente la puerta llamó a Cazurro con acentopotente.

El lacayo acudió.

-¡Qué hora es! -le preguntó Felicísimo.

-No tardarán en dar las ocho contestó Cazurro.

Lozano se tranquilizó.

-Un desayuno antes de cinco minutos -repuso.

-Mi señor se encuentra mejorado.

-Tu señor se siente capaz de aplicar la punta del pie izquierdo a todas lascacerolas del cocineroa sus propias posaderas y a las de cuantos pinches lerodeensi no te sirven en el plazo fijado.

Cazurro se lanzó fuera del aposento.

El caballero se avió deprisa cerciorándose al endosarse la casaca de quecontinuaba en ella la escarcela que contenía la carta de la condesay tomó enpie el café con leche y la tostada que el lacayo no tardó en llevarle.

En seguida salió de la posada.

No poseía seguramente la regularidad normal el paso de Felicísimo; perocomo este no se sentía aquejado por dolor algunopodía atribuir al temor dedespertarle la ligera incertidumbre que reconocía en la locomoción.

Entre acudir a un duelo y a la cita de una damajamás dejó Lozano de darla preferencia al empeño de honor. No había en aquel día de incurrir en laprimera inconsecuenciasobre todono siendo en manera alguna necesariopuestoque para ambas cosas debía sobrar el tiempo. Por otra partela hora máspróxima era la señalada por el hombre de la capa de grana.

En su consecuenciase dirigió al domicilio de Tristán de Ayala.

El gallardo mancebo dormía todavía; pero su ama de gobierno no opusoinconveniente a que Lozano le despertase.

El visitado sacó sus nervudos brazos de la cama para estirarlos a placerypronunció entre dos bostezos:

-¡Diantre! madrugador estásFelicísimo.

-Por hoy ha habido necesidad -contestó Lozano-; y lo más triste es quevengo a rogarte que te des por incluido en mi ocupación matinal.

-¿Eh?... a verexplícame eso.

-Tengo que ventilar un asunto en el Tejar de la Jara...

Ayala saltó del lecho y comenzó a vestirse.

-¡Cómo! -exclamó:- ¡tan prontovoto a los once cielos! ¡AhFelicísimopara ti no hay enmienda!

- Te juro...

-¿Qué vas a jurarme?

-Que desde que estoy en Madrid únicamente dos veces he puesto mano a laespada.

-¡Ahdesventurado! para dos días que llevas de residencia¡vive Dios! meparece que es muy suficiente.

-Tristán: déjate de representar el papel de diablo predicadoryacompáñame de buena voluntad.

-Ya ves que no voy a hacer otra cosa; pero conste que es protestando...

-Constará.

-Protestando contra el atrabiliario carácter que Dios te ha dadoy que pesea tus puños de hierro forjadoa tu corazón de leóny a tu agilidad detigretarde o temprano ha de acarrearteyo soy quien te lo digouna seriaperturbación en alguna de las más importantes partes de tu organismo.

-¡Bah! demasiado sabes que esa perturbación no sería ni la primera ni ladécima.

-¡Hum!... ¿Quién es tu adversario?

-Pse: un majadero.

-¡Oh! ¡delicioso! ¿ignoras con quién vas a batirte?

-No hay tal ignoranciapuesto que te aseguro que es un majadero.

-Pero su condiciónFelicísimo... ¡Quizá vas a cruzar la espada con unhombre indigno de ti!

-En cuanto a eso puedo afirmarte que su aspecto es el de un caballero.

-El hábito no hace al monje.

Lozano salió impaciente de la alcoba a la sala; y como en aquel irreflexivomovimiento prescindió de todo género de precaucionesse torció ligeramenteel pie averiadoy vaciló un momento.

Ayalaque le seguíadejó escapar una exclamación.

-¡Felicísimo! -dijo- ¿qué tienes en esa pierna?

-Una insignificante contusión.

¡Ah! ¿y piensas batirte hoy?

-¡Pues no!

-A ver: ponte en guardia.

-¡Qué puerilidad!

-¡Voto a las estrellas! ¡Te digo que te pongas en guardia!...

Felicísimo exasperado acabó por complacer a Tristánprocurando dar a laflexión de los muslos el habitual aplomo; pero el efecto de la recientetorcedura no había desaparecido por completoy el joven no pudo menos de haceruna mueca.

-¡Ahcuerpo de tal! -exclamó Ayala:- no te bates esta mañana.

-¡Cómo que no me bato!

-Como lo oyes.

-¡Antes se juntaría el cielo con ta tierra!

-EscuchaFelicísimo: ahora que estamos solos puedo decírtelo.

-¿Qué es ello?

-Siempre me has parecido un poco fanfarrón.

-¿Sí?... pues atiendeTristán: ahora que nade nos escuchame atrevo ahacerte esta confidencia.

-Veamos.

-En todo tiempo te he considerado algo deslenguado.

-¡Patarata!

-Peor para ti si así lo entiendes.

-Todo tu despecho no me obligará a secundarte en una imprudencia.

¡Tristán!

-Lo dicho: sólo me avengo a seguirte con una condición.

-¿Qué condición es esa?

-Que me dejes arreglar el asunto sobre el terreno.

-¡Sobre el terreno! -gritó Lozanodirigiendo a Ayala una mirada terrible.

-¡Cáspita! de la manera que yo arreglo esas cosas-repuso Tristán-desembarazándote de tu contrario.

El furibundo rapto de Lozano terminó en una carcajada.

-Hubiera debido adivinarlo -pronunció:- lástima es que no cuentes con laaquiescencia de mi enemigo.

-¿Y por qué no he de contar?

-Porque creería perder en el cambio. Tu personalidad es más imponente quela mía.

-Sea la que quiera la imponencia de mi personalidadte juro que a los dosminutos de diálogotu adversario opta por medirse conmigo.

-Tristán: hablando con formalidadyo no sé por quién me tomas.

-Te tomo por lo que siempre has sido: el más testarudo de los aragoneses detu familiapasadospresentes y futurosy el más intratable de lospendencieros.

Lozano se encogió de hombros.

-Todo eso está muy bien -dijo-con tal de que cojasla capa y meacompañes sin condiciones. El tiempo apremia.

-Te acompañaré¡voto a brios! porque no puedo abandonarte en laspresentes circunstancias; pero no de la manera que me exiges. Te adviertoporel contrarioque llevo el zurrón lleno de condiciones mentalesy que mereservo la más omnímoda libertad de acción en vista dél curso de lossucesos.

Lozano se encaminó a la puerta sin contestar.

Ayala se ciñó la espadatomó la capa y el chambergoy salió detrás deFelicísimo.

Los dos jóvenes siguieron la dirección de la verja del Buen Retiro primeroy de la tapia después.

Durante el tránsito manifestó Felicísimo a Tristán que el punto de lacita era el tejar de la Jara.

No ocurrió a Ayala la menor observación desfavorable respecto a lalocalidad elegida; y como conocía perfectamente su situaciónse encargó delitinerario.

El sitio designado por el hombre de la capa de grana no podíaen efectoofrecer objeciones. Prescindiendo de la habitual soledad que en el tejarreinabalos ángulos entrantes y salientes de sus numerosas paredesprestabanun abrigo seguro contra indiscretas curiosidadesa los que como nuestrosjóvenes iban a ventilar uno de los negocios de la vida que exigen mástranquilidadreserva y recogimiento.

Desde que pisó el terreno que había de ser teatro de la contiendaLozanobuscó con los ojos a su adversario. El flamante caballero únicamente se hacíanotar hasta entonces por su ausencia.

-¡Con tal de que no nos haga esperar mucho! -murmuró con un gesto deimpaciencia.

Ayalaque había ido tranquilizándose poco a poco al ver el gentil donairecon que su amigo movía los piesrepuso:

-Tanta prisa te corre ensayar con ese pobre diablo tu favorita semi-finta detercera?

-Si con eso te propones tachar mi juego de amaneradovoy a darte un solemnementís. Desde ahora me comprometo a no emplear semejante golpe.

-Harás muy maloh susceptible Píladesa quien hoy parecen haber picadotodas las malas moscas de la Fauna madrileña.

-No es que alimente el vengativo deseo que suponessino que antes de lasdiez debo presentarme a una dama.

-¡Ahpardiez! El símil es tan perfecto como tu lacayo. La tradiciónpretende que el Cid Ruy Díaz se comprometió a concurrir a la jura en SantaGadea a las diez de la mañanasin olvidar por eso que a las nueve teníaconcertado un duelo.

-Tristán: si a mi me han picado malas moscasa ti te han mordidoemponzoñadas víboras: es la segunda vez que me llamas hoy baladrón.

-Pues no será por falta de correctivo en la primera.

-Eso prueba que eres incorregible.

-La reconvención no puede ser más donosa en tus labios.

-No conozco una discreción superior a la tuya.

-Yo si¡cáspita!conozco la tuya. Hasta este momento ignoraba que entretus cartas-credenciales hubiese alguna para la dama a que te refieres.

-Porque sólo poseo esa carta desde hace pocas horas.

-¡Guarda tu secretoesfinge!

-¡Anda al diabloprocaz!

Felicísimocada vez más impacientecomenzó a pasearse de arriba a abajointerrogando con la vista todas las avenidas.

Tristán se sentó tranquilamente en un poyoy para distraer el ociosedispuso a fumar un cigarroprevio el entretenido cuanto ingenioso experimentofísico que pone el fuego en las manos del hombremerced a la trinidad de layescael eslabón y el pedernal.

El tiempo volaba que no corríay el parroquiano de Jaime Sanchís no sedejaba ver.

-¿Qué hora seráTristán? -pronunció Lozano en una de las ocasiones enque pasaba por delante del fumador.

-Te lo diría con geodésica exactitudsí aún estuviera en mi bolsillo elreloj que hace seis meses garantiza un préstamo en casa del malsín usurero dela calle de las Salesascontestó Ayala exhalando un hondo suspiro.

-¡Para lamentaciones de ese género estoy yo! Peroen fin de algo ha deservirte el cálculo.

-Pues bienpresumo que más cerca han de estar las nueve y mediaque lasnueve.

-¡Condenación! -juró Felicísimo al ver corroborado su propio pensamiento.

El joven se sentó en un ribazo y se mordió una por una todas las uñas.Ayala recurrió por tercera vez a su eslabón; y el tiempo prosiguió su curso.

Cuando Lozano creyó que no podía menos de haber trascurrido media horaselevanto furioso.

-¡Tristán! -gritó:- ¿has visto alguna vez un hombre dado a todos losdemonios?

-Sin duda -respondió Ayala-; me he visto a mí mismo en cierta ocasión enque se burló de mí un matasietehaciéndose tocar un interminable solo decontrabajo.

-¡Oh! pues en cuanto a mi perdonavidaste juro que no recuerda nunca sugracia con otra risa que la del conejo; porque sé dónde adquirir noticiassuyas en el actoy apenas le eche la vista encimale deslomo a palos.

-No seré yo quien trate de torcer la vara de tu justicia catalana.

-¡Mal haya la torpe mano que anoche no acertó a romperle la botella entrelas dos cejas!..

-¡Amén!

-¡Mal haya el ganso que aceptó como buena la palabra de un rufiány nocontestó a su reto con siete docenas de puntapiés!...

-¡Mal haya sea! ¿Te has desahogado?

-No ¡mil rayos!

-Pues continúa; y cuando nada te quede que maldecirsírvete manifestarmehasta qué hora hemos de permanecer en este sitio; porque no supongo que sea tuintención aguardar a tu contrario de sol a solcomo los paladines de la EdadMedia.

-No esperaré un instante más.

-Enhorabuena.

-Ya que el bergante no me buscabuscaré yo al bergante.

-Que me place. Se puede imitar el ejemplo de Mahomasin ser de todo puntomahometano; dirígitepuesa tu montaña si ya no es tiempo de pensar en tuhurí.

Lozano crispó los puños.

-Pero... suspende tu juicioFelicísimo -añadió Ayala-; pudieras ser másafortunado que el Profeta; vuelve la cabeza a la izquierday observa siaquellos dos hombres que se acercan tienen algo que ver con el bergante de quehablabas.

Antes de que Tristán terminaseLozano que se apresuró a tender la visualen la dirección indicadahabía reconocido a Eulogio en uno de los dosindividuos que se adelantaban hacia el tejarno obstante la falta de lacaracterística capa roja.

-¡Al fin! -murmuró.

-Más vale tarde que nunca -repuso Tristán al oír la conclusión de suamigo.

Los recién llegados avanzaron sin premura alguna hasta reunirse con losocupantes del tejary les hicieron un cortés saludo.

Ayala contestó quitándose el sombrero. El rencoroso Lozano apenas llevó lamano al ala del suyo. En cambiofue el más diligente para tomar la palabra.

-Me parececaballero -dijo-que anoche me aseguró usted que a las nueve enpunto me esperaría en este sitio; y con efectousted ha sido el esperadoypor más tiempo del que tenía derecho a exigir.

-Siento por ustedesseñores -contestó Eulogio con ligera ironía-quehayan sido los primeros en llegar al lugar de la citaporque un texto santoproclama que los últimos serán los primeros.

-¿Los primeros en qué? -replicó Felicísimo llevando la expresión de laextrañeza hasta la caricatura.

-¡Pardiez! En obtener la bienaventuranza.

-¡Ah! ¡Pese a sus pecados! ¡Según eso se da usted por muerto!...

Tristán soltó la risaa pesar de que él mismo reconocía que era unainconveniencia.

Eulogio volvió el rostro hacia su compañeroque no era otro que elbigotudo de la Hosteríacomo invitándole a llamar al orden al risueño; peroel de los mostachos se contentó con atusárselos.

-Señor mío -dijo Eulogio a su enemigo-; anoche podían tener algunadisculpa esas bravatas; pero un momento antes de tirar de la espada sonsoberanamente ridículas.

-No existen semejantes bravatas -respondió Lozano-; lo único que hayesque mi persona parece destinada a encender la sangre de usted. Ayer le escaldécon una salsa y hoy le quemo con una frase.

-AdelanteArias -repuso Eulogiodirigiéndose a su testigo.

Arias y Ayala avanzaron algunos pasosy en poco más de un minuto sepusieron de acuerdo.

Todas las condiciones quedaban reducidas a que mientras los contendientespudieran manejar el acerono cesaría el combate a menos que cualquiera deellos se diese por satisfecho.

A continuación los testigos partieron el solsegún la expresiónsacramentaly colocaron a los adversarios a ocho pasos uno de otro.

Los dos contrarios desenvainaron la espaday saludaron a los padrinoscolocados a derecha e izquierdalos cuales contestaron con una dobleinclinación.

La voz de Ayala pronunció en toda la plenitud de su sonoridad:

-¡En guardia!

Felicísimo y Eulogio se perfilaronadelantaron el pie derechodoblaron lasangría y se presentaron la punta del acero.

Nada dejó que desear a Ayala la actitud de Lozano; la pierna izquierda deéste parecía no ser la misma que en la calle del Barquillo.

Los duelistas fueron metódicamente acortando la distancia que los separabahasta que los hierros se cruzaron a cuatro dedos de la punta.

Los primeros movimientos no pasaron de tanteos.

De repenteuna piedra no sabemos si caliza o graníticapero del tamaño deuna naranjacruzó zumbando a media vara de Ayala y vino a chocar con violenciaen la empuñadura de la espada de Lozano.

No era tirador Felicísimo que dentro de distancia se distrajese por nada enel mundo. El primer cuidadopor lo tantoque le inspiró la pedradaconsistió en dar tres pasos atrás.

Entonces volvió la cabeza hacia el sitio de donde partió el proyectil. Laacción no pudo ser más oportunaporque escasamente tuvo tiempo para evitar elgolpe de otros dos guijarros suspendidos en la atmósfera.

Ayalapor su parteno se daba mano ni pie a esquivar el encuentro deiguales mariposas no menos temibles que la ura. Aquello era un verdaderohuracán de peladillas.

Los dos jóvenes obtuvieron en el acto la explicación del fenómeno. Latempestad procedía de una nube de ocho o diez bigardos armados de sendashondasque se habían desplegado en forma de media luna a lo largo de la tapiadel Retiro.

-¿Qué significa esto? -gritó Lozano bajando la cabeza por un ladoa lavez que levantaba un pie por el otro.

-¡Condenación! -juró Ayala-; pregúntaselo a tu adversario. Parece que vevenir las chinas con más tranquilidad que nosotros.

-En efecto -exclamó Felicísimo fulminando una rápida mirada a Eulogio-;¿se puede saber señor hidalgo por qué razón esa horda de pillos no dirije austed la puntería?

Eulogioque contemplaba fríamente el espectáculoapoyando en la bola lapunta del acerocontestó con acento burlón:

-¡Quién es capaz de adivinarlo!... Quizá tienta menos a los apedreadoresmi chambergo que el tricornio de usted... Acaso alguno de ellos que habrá oídohablar de la sin igual destreza de usted en la esgrimase propone averiguar siesa habilidad llega hasta el extremo de competir con la del célebre ManolitoGázquezque como es notoriono necesitaba paraguas en los días de lluviaporque con la punta de la espada se quitaba todas las gotas de agua queamenazaban caerle encima.

Un trozo de teja que Felicísimo no sorteó en suficiente gradole arrebatóen aquel instante el sombrero de la cabeza.

-¿No lo decía yo? -añadió Eulogio prorumpiendo en una carcajada:- contrael chapeo de los tres candiles era la inquina. ¡Bah! decididamente norepresenta hoy el señor espadachín un papel tan airoso como hace tres días.

-¡Ah! miserable... -pronunció Lozano:- has hecho la luz en mis ideas; eresuno de los malsines del convento de Valverde...

Y dirigiéndose a Ayala repuso:

-¡Tristán: espada en manoy demos una buena carga a este par degaznápiros!... Prescindiendo de que su felonía lo merecede ese modonosservirán de escudo contra las hondas de los tunos que han aceptado porcómplices.

-Y en todo caso -aulló Tristán desenvainando-no correrán menos peligroque nosotros.

En media docena de saltos Lozano y Ayala ganaron el flanco de Eulogio y deAriase interpusieron a éstos en el camino que trazaban las piedras de loshonderos.

Realizado tan importante movimiento tácticolos dos jóvenes cayeron sobreCarrillo y su camaradaenvolviéndolos en un tifón de flamígeros cortes.

De repenteuna voz poderosa hizo resonar en el espacio este grito fatídicopara todos los contraventores de la ley:

-¡Los inválidos!

La dispersión de los apedreadores fue instantáneay los mismos Eulogio yArias no se apresuraron menos a abandonar el terreno de la contiendacorriendocomo dos liebres hacia el ángulo más próximo del tejar.

Por la parte opuesta al trayecto de la fuga general aparecieron un sargento yseis individuos del cuerpo de inválidos armados con carabinas. Los erizadosbigotes entrecanos de aquellos representantes de la fuerza públicay susentrecejos de pocos amigosjustificabanen cierto modoel efecto que habíanacertado a producir.

Lozano y Ayala esperaronsin embargocon calma a los bizarros veteranoscuyo nombre vulgar nos impide escribir nuestro respeto a la cultura dellenguajea pesar de que andaba en todos los labiosinclusive los de las másalmibaradas damas.

Los inválidossiguiendo el instinto inmanente en los agentes subalternos dela autoridadprescindieron por lo pronto de los estacionarios y se lanzaron enpos de los fugitivos.

El sargento se detuvo un instante delante de los dos jóvenes y les dijo conruda severidad:

-¡Quietos aquíseñores míos!

-Pierda usted cuidadoveterano -contestó Áyala-; de ninguna falta tenemosnosotros que arrepentirnos.

-Eso es lo que veremos después -repuso el inválido.

Y siguió a sus subordinados que a buen paso procuraban cortar a losdispersosprodigándoles el militar grito de -¡Alto!

-¡Desgraciado Tristán! -exclamó Lozano recogiendo el sombrero y envainandola espada-; ¿qué compromiso acabas de contraer?

-¡Compromiso! -dijo Ayala admirado.

-¡Poder de Dios!... nos has dado por prisioneros.

-¡Ah! eso si que es buenoFelicísimo: ¿por ventura imaginabas esgrimir tuhoja toledana contra el cuerpo de inválidos? Infeliz; la cuestión era degaleras. Si realmente has llegado a pensar en visitarlaspuedes tener porcierto que yo no te hubiera acompañado en el viaje.

-Y sin embargo -pronunció Lozano exasperado-; este infernal incidente da elgolpe de gracia a mis proyectos.

-¡Bah! si el mal existeestaba ya hecho.

-Me hablas en hebreo rabínico; ¿acaso estaba hecho el mal del detestablenegocio en que nos hemos metidoy de la ignorancia en que nos encontramosacerca del momento en que le podremos zanjar?

-Ese momento va a quedar a tu elección.

-Tristán: ten entendido que me considero tan ligado por tu palabra como loestás tú mismo.

-¿Sí?... entonces no te comprometes a mucho.

-¡Cómo! ¿te propones infamarnos?...

-Por lo prontotú no has despegado los labios; y en cuanto a míacepto laresponsabilidad de todo; hasta de tus escrúpulos de conciencia.

-Jamás te he visto tan acomodaticio.

-Eso depende de las circunstancias. No tengo el menor deseo de acompañar alos inválidos a su puesto de las Ventas. Conozco el albergue y le encuentroinsoportable.

-De manera...

-Que apenas los veteranos hayan doblado la esquina del corral del paradoryqueden por lo tanto enmascarados nuestros movimientosdoy por supuesto que hasonado la hora de la retirada en el reloj de los que tú hiperbólicamenteconsiderabas prisioneros bajo palabra.

-Tristán... Tristán... te juro que si los inválidos nos detienen... me dauna apoplegia de vergüenza.

-Como nunca he tenido afición a los estudios médicosignoro si lapatología reconoce la existencia de semejante enfermedad.

-Pues yo te afirmo que la reconoceo no es una ciencia perfecta.

-Está bien; en ese caso procuraremos sustraerte al acceso. ¡Cáspita! unaapoplegia de vergüenza debe ser lo peor del género.

Llegó el momento que esperaba Ayala. La cortina de las bardas del mesónocultó a los inválidos.

-¡En marcha!-dijo.

Y sin que pudiera asegurarse que emprendiese una carreraabrió y cerró elcompás de las bien desarrolladas piernas con celeridad tan sostenidaqueLozano se vio precisado a quedarse atrás largo trechoa menos de no decidirsea levantar el galopecosa que no hubiera hecho por nada en el mundo.

Los dos jóvenes salieron de los límites del tejarcruzaron el sembradoinmediatose acogieron al pliegue del terreno que precede a la tapia delRetiroy ganaron la carretera de Aragón.

No tardaron muchos minutos en llegar al portillosituado donde doce añosdespués levantó Sabatini el magnífico arco de triunfo llamado Puerta deAlcalá.

Desde entoncesla confusión consiguiente a la concurrencia de carruajestragineros y transeúntes de la gran metrópoligarantizó a los dos amigos lacontinuación del eclipse de los inválidos.

 

 

 

Capítulo VII

En el cual se sirve al lector un bocado apetitososegún elduque de Medinaceli.

A las diez y cinco minutos de la mañana se detuvo un carruaje delante de lapuerta de la casa del marqués de Esquilache.

El lacayo saltó en tierraabrió la portezuela timbrada con una coronacondal de platay se inclinó respetuosamente ante una dama hermosa y deelevada estaturaque se deslizó por el estribo y desapareció en el portal conla locomoción aérea de una sílfide.

El lector conoce a esta dama; era la condesa de Bari.

La joven se dirigió sin vacilar a las habitaciones interioresprecedida delos domésticos que encontró al pasolos cuales se apresuraban a franquearlatodas las puertas y penetró en el salón de la marquesa.

Una doncella acudió al ruido que produjo la mampara.

-¿Dónde está tu señorabuena Irene? -dijo la condesa.

-En el tocador -contestó la doncella.

-Te ruego que la hagas saber mi llegada.

-En el acto. Puede pasar la señora condesa al gabinete.

La doncella levantó el tapiz que cubría la entrada del aposento a que serefería. La dama cruzó el dintel.

La condesa se asustó de la palidez de su semblante al verte por acasoreproducido en un espejo. El insomnioel dolor y las lágrimas ni siquierarespetan la belleza.

Durante cuatro minutos dejó la joven el diván porlos sitialeséstos porla banqueta del clavicordiola banqueta por los cojines del estrado. Para ellano había mueble aceptable ni posición posible.

Al cabouna puertecilla practicada en uno de los ángulos de la habitacióngiró sobre los goznes y apareció la esposa del ministro de hacienda y de laGuerra.

La marquesa era de mediana estaturaredondeadas formasseno abundanteygentil donaire. Entraba en el último tercio de la segunda juventud; sinembargolas menudas facciones que debía a un hada propiciacorregían eltrascurso del tiempoy podían autorizarla en rigorpara negar dos lustros deexperiencia..

Las líneas de la fisonomía no eran seguramente de una correcciónintachable; pero la marquesa tenía una cosa que vale más que la belleza de losdetalles; poseía en grado eminente la gracia del conjunto. No es esto suscitaruna duda acerca del mérito de ciertas notorias perfecciones; los rasgados ojospor ejemploarrebataban; las aterciopeladas mejillas donde se dibujaban dosmovibles hoyuelosseducían; la bocade dientes sin defecto y de labiosfrescosgruesoscarmíneosincitaba.

El duque de Medinaceli había dicho esta fraseque desde entonces fuerepetida con frecuencia:

-La marquesa de Esquilache es un bocado apetitoso.

El bocado en cuestión corrió hacia la condesa y la estrechó en los brazosdiciendo:

-En verdadquerida Elinaque no contaba con verte hoy a esta hora.

La abrazada respondió ahogando un sollozo.

-¡Ahmarquesa! porque ignorabas mi desdicha.

La marquesa se fijó entonces en el desolado semblante de su amiga.

-¡Dios mío! -exclamó-; ¿qué es lo que tienes?

Elina clavó sus húmedos ojos en los de la marquesay repuso:

-¿Te compromete seriamente la carta que me confiastes anoche?

Sorprendida la marquesa trató a su vez de penetrar el pensamiento de lajoven.

-¿Por qué me haces esa pregunta? -replicó..

-Porque me ha sido robada la escarcelaque contenía el billete.

-¡TranquilízateElina!

-¡Ohbuen Dios! ¿no me dices esas palabras en un generoso impulso deabnegación?...

-Nopor vida mía.

-¿De veras?

-Te lo juro. Juzga por ti misma.

La marquesa se dirigió a un precioso escritorio de palo de rosatomó unahoja de papel perfumado sin timbre alguno; trazó en ella tres palabras con unapequeña pluma de cisne y enseñó el ese rito a la condesa.

-He aquí la reproducción de la carta -añadió.

Elina leyó mentalmente:

-Mañana y siempre.

-¡Ahquerida Pastora!... -pronunció oprimiendo contra el pecho la lindacabeza de la marquesa-¡de qué terrible peso acabas de aliviar mi corazón!

¡Pobre condesa!

-Tú no sabes las horas de fiebrede deliriode desesperación que hanprecedido a mi llegada.

-¡Mi buena Elina!

-¡Ay!... no me vuelva a castigar el cielo con torturas iguales.

-Pero... ¿porqué no me referiste el accidente?

-Tenía una vaga esperanza de recobrar el objeto perdido...

-¡Ah!

-Y si era posiblequería ahorrarte la pena de mi dolorosa revelación.Únicamente cuando esa última esperanza se ha desvanecido he podido resignarmeal sacrificio.

La de Esquilache plegó el papel; le encerró en un sobrey repuso.

-Por fortuna nada has perdido en este puntopuesto que como vestodo estáreemplazado.

-Merced a la bondad divina.

-¡Pluguiera al cielo que me hubiera sido dado evitarte con la mismafacilidad el disgusto sufrido!

-¡Ohel gozo que mi alma te debe me hace olvidarlo todo!

-¿Cuándo tuvo lugar el suceso?

-A la salida de aquí.

-¿En qué punto?

-En mi misma calle.

-Siempre he combatido en vano tu inclinación a andar sola por la noche.

-¡Cara he pagado la falta de haber desoído tus consejos.

-¿Cómo se llevó a efecto el despojo?

-Asaltándome dos miserable

-¿Te hicieron mal?

-Ninguno.

-¿Te amenazaron al menos?

-No se tomaron ese trabajo. ¡Qué resistencia podía yo oponerlos!

-¿Le sustrajeron preseas de valor?

-Sin duda no tuvieron tiempo.

-¡Ah!... hubo alguna complicación...

-Favorable hasta lo sumo.

-Quizá un transeúnte...

-Un gentil caballero.

-Oheso adquiere colorido Calderoniano.

-Un jovencuya bravura no podré ponderarte bastante. A los pocos momentosde su providencial llegadauno de mis agresores yacía en tierray el otroconfiaba su salvación a la fuga.

-¿No te decí?...

-Jamás olvidaré ese servicio.

-¿Pero absolutamente no te quitaron otra cosa que la escarcela?

-Absolutamente.

La marquesa reflexionó.

-Es bien singular-murmuró con un tinte de ligera inquietud.

-El mismo fue mi pensamiento-añadió Elina observando a su amiga-; miaderezo y anillos eran harto visibles.

-Hum... mucho optimismo sería necesario para hallar en ello naturalidad.

-¿Tienes especial motivo que induzca a creer?...

La de Esquilache se pasó el pañuelo por la frente y pronunció bajando lavoz:

-EscuchaElina; desde hace algún tiempo me siento objeto de un espionajeincesante.

-¡Ah!...

-Difícil me sería ofrecerte una prueba evidente; pero hay algo en laatmósfera que me lo dice y algo en mi corazón que lo presiente.

-Sin embargono te hubiera asaltado esa idea sin causa racional.

-Para un ánimo menos preocupado se trataría de verdaderas nadas.

-Por ejemplo...

-Sombras que parecen seguirme a todas partes... ecos sordos de pasos depersonas que escuchan a las puertas... llaves perdidas que aparecen por sísolas a los pocos días... desorden inexplicable en mis objetos mejorguardados...

La condesa meditó un instante y articuló al oído de Pastora:

-¿Atribuyes esos procedimientos al marqués?...

-Si por mi instinto de mujer hubiera de contestartelo haría negativamente;¿pero quién podría tener matemática certidumbre?

-Exacto.

-¿No es verdadElinaque no me faltaría fundamento para ver en tuaventura la corroboración de mis sospechas?

-¿A qué conduciría tratar de tranquilízarte?

-El plan abarca nuevas combinaciones; la red se extiende; los lazos semultiplican.

-Pues bienPastoracombatiremos.

-¿Esa es tu opinión?

-A la astucia contestaremos con la reserva; a la provocación con latemplanza; a la fuerza con la prudencia.

-Cuento contigoquerida mía.

-Hasta el martirio.

-¡Ohmi excelente condesa!...

-Si el suceso de la calle de la Reina está relacionado con tus temoressírvanos de lección.

-No será advertencia perdida.

-Merced a tu discreciónhan fracasado hasta ahora todas las insidiosastentativastal vez inclusa la de anochea pesar de nuestra confianza; con másmotivo fracasarán en adelante ante el ojo avizor de nuestros recelos.

-Me comunicas tu fe.

-El escrito de que era portadoray cuya admirable insignificancia no podíacalcularme permite contar con el apoyo de la Providencia.

-Te olvidas de otra circunstancia.

-¿Cuál?

-La oportunidad con que te depara paladines -repuso la marquesa con ligerasonrisa.

-Ohmi protector no merece ese pequeño mordisco de tus dientespor másque sean preciosos.

-¡Es tan poco lo que los he apretado!...

-Si la intervención de Lozanoese es su nombreno salvó tu cartalaculpa no fue suya. Cuando él esgrima la espada con tan buen aireignoraba yomisma que me hubiera sido robada la escarcela; y al echarla de menoshizo másde lo que podía exigírsele. Se comprometió a perseguir la pista de lossalteadores hasta recobrarsi dable fuereun objeto tan caro para mí.

-Te protesto que no menosprecio la buena voluntad de tu caballero Lozano.

¡Ay!... acaso el pobre joven ha sucumbido en la demanda.

¿No has vuelto a tener noticia suya?

-Ninguna.

El timbre del reloj de sobremesa de la marquesa dejó oír una agudacampanada.

-Tu péndola nos recuerda que no nos sobra el tiempo -añadió la condesa.

-Y se puso en pieguardando cuidadosamente en el seno el nuevo billete.

-¿Volveré a verte hoy?-dijo la marquesa.

-Sin duda: cuento con tomar café contigo esta noche.

-Adióspuesmi encantadora Elina.

-Hasta luego más bienmi querida Pastora.

Las dos damas se besaron en la mejillay se separaron.

Elina bajó ebria de gozo la misma escalera que había subido trémula dedolor.

Y sin embargoentre ambos tránsitos sólo mediaban veinte minutos.

Si la facilidad con que en el rápido curso de la vida cambian las criaturashumanas la risa por el llanto o vice-versano fuese terriblesería grotesca.

La dama se sepultó en su cochediciendo maquinalmente al lacayo.

-¡A escape!

El lacayo algo sorprendidopreguntó después de vacilar un instante:

-¿Adóndeseñora condesa?

-¡A palacio!

El carruaje se puso en movimientono a escapeporque lo prohibían lasordenanzas municipalespero a buen paso.

El magnífico alcázarllamado entonces palacio nuevoque como la catedralde Coloniasufre el fatal estigma impuesto por un genio maléfico de no seracabado jamásservía de albergue a la familia real desde el día primero deDiciembre de 1764.

La condesa se apeó en la puerta del Príncipey tomó la dirección de lashabitaciones de la reina madrecerca de la cual desempeñaba el puesto deazafata.

Al llegarsin embargoal ángulo de la galería de guardiastorció a laizquierdaatravesó las vastas estancias que precedían a la cámara de laPrincesa de Asturiasy se internó en la serie de corredores que rodeaban losaposentos del monarca.

Hubo un instante en que la condesa se detuvosacó un llavínvolvióatrás la cabezay desapareció de repente.

En el supuesto de la persecución de un curiosodifícil le hubiera sido aeste averiguar el punto por donde Elina se eclipsóa menos que no fuera poruna angosta puertecilla siempre cerrada que comunicaba con la biblioteca delrey.

Capítulo VIII.

Donde Lozano hace la observación de que la veleidad tienenombre de mujer

En honor de la verdadLozano no quiso cargar su conciencia con elremordimiento de haber perdido un solo instante en la ejecución de lacaritativa obra en que se empeñara de llevar la tranquilidad al contristadoespíritu de la bella condesa.

Apenas se despidió de Ayala en la calle del Barquillocon un apretón deambas manoslleno de cordial efusiónse dirigió a casa de la de Bari por elmismo camino que siguió en la noche precedente.

Como había procurado fijar en la memoria varios detalles de la portada deledificiono le fue difícil reconocer el zaguán.

-¿Está visible la señora condesa? -preguntó al portero.

-La señora salió hace más de una hora- contestó el interpelado.

-¡Ahdiantre! -murmuró Lozano.

El portero miró con intensidad al joveny repuso:

-Si el caballero se sirviese manifestarme su nombreacaso me fuera posibleampliar la contestación que he tenido el honor de darle.

-Me llamo Felicísimo Lozano.

-Ahprecisamente: la señora condesa esperaba al caballero.

-Así creía.

-Si las ocupaciones de vuestra señoría no le impiden aguardar la vuelta dela señorapuede pasar a su saló. Tales han sido las instrucciones que herecibido.

-Enhorabuena -respondió Felicísimoadelantándose.

El portero le acompañó para que ningún otro doméstico le pusieradificultadesy le dejó instalado en el estrado de la condesa.

La habitación era espaciosa y espléndida. La tapiceríalos mueblesloscuadros y los caprichosos objetos de adornorivalizaban en riqueza y en buengusto.

Felicísimojamás se había pagado de otro lujo que del personaly por lotantono le inspiraba la menor envidia el que estaba contemplando; pero no poreso dejaba de conceder que si alguna vez le ocurriese bajar de la elevadaregión del filosófico desdén que sentía por lo superfluo hasta el vulgarterreno del sibaritismola morada en que a la sazón se encontraba debíaofrecer más atractivo a los sentidos que el antiguo caserón solariego deTorrelagunay que el chiribitil de la posada de Levante.

Los ojos del joven se fijaron por acaso en la esfera de una magníficapéndola de sonatasy las pupilas instantáneamente fulminaron un destello derencor.

Merced a la inolvidable lealtad de Eulogio Carrillose había presentadoLozano en casa de la condesa a las doce menos cuarto.

Afortunadamente la espectación del caballero en el salón de la señora deBarino fue tan intolerable como la del tejar de la Jara por varias razones: lamás importante consistió en que duró menos tiempo.

En efectoantes de media hora oyó Lozano detenerse en la puerta uncarruajeabrirse todas las mamparasy crugir en la antesala una ondulantefalda de seda.

Un momento después se presentó ante Felicísimo la condesa en toda laplenitud de la proverbial eleganciadel arrogante continentey de laincomparable hermosura que poseía.

Elina parecía trasformada. No quedaba en su rostro la menor huella de lasemociones de la noche anterior.

Cambiada la mutua reverencia de ordenanzala dama pronunció rápidamente:

-El señor de Lozano vienesin dudaa manifestarme que toda su buenavoluntad ha sido estéril.

Felicísimoalgo sorprendidose apresuró a contestar:

-Tengo la satisfacción de que la señora condesa esté perfectamenteequivocada.

-Oh¿ha sido usted tan afortunado que?...

-Que puedo devolverla el doble objeto que le fue sustraído.

El joven unió la acción a las palabrassacando la escarcelayentregándola a la dama.

La condesa extrajo la carta.

-Me parece que el sobre no es el mismo... -murmuró.

-Creo inútil hacer presente a usted -añadió Lozano-que en todo caso elcambio ha tenido lugar antes de llegar a mis manos el billete.

-De todo punto inútilcaballero.

La de Bari rasgó el sobredesdobló el pliegoy leyó las tres palabrasque había visto reproducidas por la mano de la marquesa.

Después volvió a plegar tranquilamente la hojay la dejó sobre elvelador.

Tas facciones de la dama revelabansin dadauna franca admiración; pero nose reflejaba en ellas el menor destello del júbilo con que Felicísimo contaba.

El joven ya no estaba un poco sorprendidosino completamente estupefacto.

Podría decirse que llegó a dos dedos de amostazarse.

-Por lo visto -articuló no sin cierta inflexión irónica-mi serviciotenía alguna menos importancia de la que uno y otro creíamos...

-El servicio de usted nada ha perdido de su mérito.

-Sin embargo...

Felicísimo se detuvo.

-Imagino que si usted completase su pensamiento -añadió Elina-me diríaque abrigaba cierta esperanza de ver acogida con más calor la entrega de esepapel.

-La señora condesa tiene mucho talento.

-Confieso ingenuamente que el servicio de la mañana no ha llegado con lamisma crítica oportunidad que el de la noche...

-¡Ah!

-Pero si dable le hubiera sido a usted acudir a esta su casa un momento antesde las diezpuedo asegurarle que la esperanza que abrigabaobtuviera la máscumplida satisfacción.

Lozano se atarazó los labios.

-No estoy en circunstancias de apreciar -dijo-el valor relativo y absolutodel escrito con referencia a la hora de su presentación; pero como mi deseohabría sido traerle en la ocasión en que más estima tuviese para ustedmeprometo imponer una severa corrección al bigardo que ha ocasionado mi demora.

-¿A qué ese propósito? La historia no se rehace.

-Pero da lecciones para el porvenir.

-Convenido.

-Usted no sabe hasta el extremo que el individuo a que aludose hainmiscuido en este asunto -continuó Felicísimoanimándose con la idearencorosa que le preocupaba.

-¿Sí?

-No le había bastado obligarme a cometer una imprudencia que pudo dar altraste con la recuperación de la escarcela.

-¿Así anduvimos?

-Necesitaba hacerme incurrir en otra falta...

-¡Todavía!

-Falta que ha traído aparejada la pérdida de un tiempo precioso. Misencuentros con ese hombre son fatales.

-Y sin embargoquiere usted buscarle para cometer la tercera imprudencia...

-¡En cincuenta soy capaz de incurrir a trueque de habérmelas con él!

-¡Ya escampa! -repuso la condesa riendo:- ¿es así cómo el señor Lozanoentiende las lecciones de la historia?

Felicísimo volvió en sí algo desconcertado.

-¡Hem! -murmuró.

-El proyecto de usted me recuerda el voto de un antiguo servidor de mifamilia.

-¿Puedo ser partícipe de tan oportuno recuerdo?

-Sin duda: se trata de un veterano llamado Zacaríasherido en las jornadasde Almansa y Villaviciosaque era mayoral de mi padre en su casa de labor deAranjuez. El viejo soldado se distinguía por una irresistible inclinación albuen vino.

-¡Pse!... el símil no me favorece mucho.

-He expuesto el único lunar de Zacarías: por lo demásera un modelo delealtadbravura y probidad. La imperfección de que adolecía le había hechocorrer más de un peligro. Todas las noches visitaba un ventorrillo próximodeacreditada bodega; y como sólo lo abandonaba cuando ya se sentía narcotizadoen diferentes ocasiones convirtió en lecho los surcos del camino. Una vez leacarició un lobo; otra debió hacerlo algún merodeadorporque amaneciócompletamente desnudo. Circunstancia hubo en que acertó a divisarle uncarretero un momento antes de que le aplastasen las ruedas de su vehículo.Semejantes sucesosunidos a las reconvenciones de la familiay a lasexhortaciones de mi padrele habían impulsado a formar reiterados propósitosde enmienda; pero llegaba la caída de la tardeesto esla hora de la falta deocupaciónde los bostezosdel aburrimientoy las piernas del veteranoemprendían automáticamente el camino del ventorrillo.

-¡Ohconsecuente Zacarías!

-Cierta noche en que regresaba al hogar doméstico el incorregible mayoral ensu habitual estado de embriaguezequivocó la senda de travesía; y fuese pordefecto de los ojoso por exceso de los pieses el caso que se sumergió en elprofundo estanque de la huerta.

-Desventurado.

-La cantidad de agua absorbida estuvo a punto de asfixiarle.

-No es maravilla.

-En aquel instante supremola impresión producida por la inopinadainmersiónhizo la luz en la inteligencia de Zacaríasy devolvió laactividad a sus sentidos; y mientras pugnaba por asir con la convulsa mano lasramas de un sauceempeñó un solemne juramento.

-Estaba indicado: o entonces o nunca. El pobre veterano se comprometió a noembriagarse jamás.

-El señor de Lozano padece una equivocación. Lo que al reaparecer en lasuperficie del estanque juró el atribulado Zacaríasfue no volver a beberagua en todos los días de vida que le quedaban.

Felicísimo procuró en un principio conservar la formalidadpero latentación de Momo llegó a ser tan irresistibleque acabó por abandonarse aunacceso de hilaridad.

Elina le imitó sin reserva.

El joven repuso después de una pausa:

-La prueba más tangible de que debe tener razón para reírse de misexcentricidades la señora condesaes que yo mismo hago coro a su risa.

-Sabe el señor de Lozano esmaltar con tales rasgos de hidalguía susoriginales procedimientosque en él son nuevas perfecciones.

-Dificulto que pueda serlo el acto de iniciar a usted en una de misantipatías personales.

-Desde que mis enemigos han llegado a ser los de ustedlo exigía el tácitopacto de nuestra alianza.

-Lisongera es para mí la palabraseñora condesa.

-Y sin embargoya estoy arrepentida de haberla pronunciado.

-¿Por qué... si la pregunta me es permitida?

-Por dos razones.

-¿La primera?...

-Por el temor de que también pueda usted encontrar en ella cierto sello detibieza.

-¡Bah!... ¿la segunda?

-Porque realmente no es propia.

-¿En qué consiste la impropiedad?

-En que no expresa con exactitud mi pensamiento... Tampoco esta frase meenamora... sentimiento he querido decir.

-Mucho lima la señora condesa su estilo. Pero en finla falta de propiedaddel sustantivo alianza...

-Estriba en que hubiera debido sustituirle con la voz amistad. Losinapreciables favores que siempre harán de uste a mi acreedor privilegiadosólo con amistad pueden pagarse.

-También se satisfacen con otro galardón para mi valioso hasta lo sumo...

-¿Cuálseñor de Lozano?.

-Las gentiles expresiones que acabo de tener la dicha de escuchar.

-La exigencia no es mucha por parte de usted; pero Elina de Velamazan seconsidera más obligaday lo ofrece el cultivo de una intimidad sinceracordialfrecuente...

-¡Frecuente!

-Tanto al menos como al señor de Lozano plazca. Mi casa no le estarácerrada ningún día.

Las palabras de la condesa desafiaban la crítica bajo el punto de vista dela urbanidad; hasta podría decirse que no carecían de buen gusto; el acentocon que se pronunciaban era el de una afectuosa deferencia.

¿En qué consistía que Felicísimo no se sentía cautivadoconmovidofascinado?

La razón era sencilla. La voz de Elina conservaba la entonación dominanteseveraligeramente protectora de la dama de alto rango: no dejaba entrever esaefusión con que espontáneamente se desbordan del alma los sentimientos; novibraba con aquel timbre de pasión y de febril delirio que Lozano había oídoen la noche anterior.

Hubiérase dicho que la condesa se proponía corregir la llama de la letracon el soplo del espíritu; rectificar la amabilidadfalsificación de labondadcon la convenienciaespejo de la organización social. Tal vez rendíaculto al aforismo de que la palabra ha sido dada al hombrey con más motivo ala mujerpara disfrazar su pensamiento.

El joven no tuvo que revestirse de mucha afectación para pronunciar con aireadmirado:

-¿Según eso nadie tiene derecho a exigir a la señora condesa cuenta de misvisitas?...

-Nadie absolutamentecaballero: el estado de viudez en que estoy me dejatoda la responsabilidad de mis acciones.

-Ohbreve ha sido para usted el período del lazo conyugal.

-Breve fue en efecto; pero puedo asegurar a usted que duró el tiemposuficiente para disgustarme del matrimonio.

No sabemos si el lector habrá llegado a sospecharatendida la corta fechade su conocimiento con Lozanoque quizá el mayor defecto de éste consistíaen una extraordinaria susceptibilidad.?

La declaración de Elinaademás de antojársele en cierto modointempestiva. le pareció una altiva indirecta directamente encaminada adesvanecer locas ilusionessi por acaso hubieran sido alimentadas. Y como laimaginación del joven no era tarda en concebirni su voluntad en ejecutarcontestó a renglón seguidocon la sonrisa en los labios:

-En ese punto no me aventaja la señora condesa; porque no he necesitado laslecciones de la experiencia para profesar instintivamente al himeneoantesahora y siemprela más invencible aversión.

Algo semejante al sentimiento que impulsó la réplica de Felicísimoy talvezpor las mismas causasdebió experimentar la de Bari; porque recogió suboca con un gracioso mohín.

-Hace bien el señor de Lozano -repuso-en decir que me excede en ladesafección a que nos referimos: sea el que fuereen efectoel grado de lamíano llega como la suya hasta el extremo de invadir el porvenir.

-No obstantees perfectamente racional que las convicciones pasadas nosrespondan hasta cierto punto de las creencias futuras.

-Hasta cierto punto...

-Concedo que lo absoluto no ha quedado al arbitrio de las criaturas humanas.

Elina acogió la rectificación del caballero con un signo de aquiescenciapero nada contestó.

Bastó aquel momentáneo silencio para que Lozano se creyera en el caso dehacer la observación de que la condesa estaba todavía con el traje de callela mantilla prendida y los guantes puestos. En el acto recogió el sombrero ydejó el asiento.

-La invitación de la señora condesa -dijo-es tan honrosa y grata paramíque en todo caso no he de dejar de utilizarlasean las que quieran lasenvidias de que pueda hacerme blanco.

-Mucha será la gratitud con que acogeré los recuerdos del señor de Lozano.

-Por favorseñora...

-Me parece que no es motivo lo que falta: hasta ahorael número de lasentrevistas de usted se ha contado por el de sus servicios.

-¡Con tal de que en el primerosi tuviera la dicha de prestarleno seinterponga otro Eulogio en mi camino!

-En la más próxima de nuestras conferencias hemos de hablar de esepersonaje.

-Procuraré haber adquirido para entonces nuevos datos que me permitanbosquejarle mejor.

Felicísimo se inclinó profundamente en el estradoy en el dintel de lapuertaencontrando siempre el saludo y la sonrisa de los frescos labios deElinay atravesó la antesala entre indolente y preocupado.

El joven Lozano no quiso escarvar muy profundamente en su corazónpor temorde reconocer que estaba descontento de sí mismoy prefirió dardar todos losenojos sobre la condesa.

-¡Oh!.. -murmuró con sarcástica expresión:- ¡y pensar que por tomar enserio una escena de trájica sublimidadhe estado a punto de triturar bajo lostacones de mis bolas a una dama más o menos honorablecomo el gran arcángelaplastó al dragón infernal; he obligado al pobre Perfecto Cazurro a arrostrarel riesgo de estrellarse como los Carvajales; y he expuesto al bravo Tristán deAyala a ser lapidado corno el protomártir San Estéban! ¡Ahveleidad: tienesnombre de mujer!..

Capítulo IX.

Extraño camino por donde el matrimonio de un magyar vino aponer en un conflicto a la esposa del ministro.

Invitarnos al lector a que penetre en el gabinete de la marquesa deEsquilachelocalidad que conoce desde el día anterior.

Vamos a ofrecerle un cuadro de familia.

El sol caminaba a su ocaso; y como la tarde se había puesto fría bajo lainfluencia de uno de esos bramadores vientos del nordesteque con frecuenciaacarician a Madrid en el mes de Marzoel hogar de la chimenea destellaba vivallama.

Los dos sillonescolocados en los extremos de la plancha de latón quepreservaba del fuego la alfombrase hallaban ocupados por la marquesa deEsquilache y la condesa de Bari.

Cuatro pasos más lejos el marqués de Esquilache hojeaba en un velador unacolección de aguas-fuertes de las más valiosas joyas del museo del Escorial.

Los treinta minutos que precedían a la hora de la comida eran ordinariamenteel único tiempo que durante el día consagraba el marqués a la sociedadconyugal. A la sazón se deslizaban perezosamente esos treinta minutos.

El aire glacial que silbaba en la calleparecía haberse comunicado a losmoradores del gabineteno obstante la encina que chispeaba en la chimenea.

La marquesa y Elina habían vuelto de una excursión hacía un cuarto dehora.

¿Estarían relacionadas esta salida o su duración con la reserva deEsquilacheque hecha extensiva a las damasdeterminaba para los tres unasituación anormal?

Para un extrañoel problema habría sido insoluble; para Elinalacuestión aparecía dudosa; para la marquesaera cosa evidente.

La mujersobre todo en ciertas ocasionesposee ojos que ven crecer layerba; oídos que escuchan distintamente el tic-tac de las palpitaciones delcorazón ajeno; e instinto que lee en el porvenir como en un libro abierto.

Esquilache podría no haber pronunciado la menor palabra que se asemejase auna reconvención: no importaba; en el fondo del ánimo de Pastora velaba esalámpara de la intuición femenina que enciende la conciencia y que alimenta eldiablo.

Un estremecimiento de Elinaque instintivamente la hizo volverse hacia elhogarmotivó esta observación de Esquilache:

-Parece que la señora condesa ha traído frío.

-Ahno -contestó la condesa con voz no muy segura-; puede creerlo el señormarqués.

-Y aunque así fuese - replicó Esquilache-la tarde bastaría ajustificarlo.

La marquesa cogió al vuelo la ocasión para pronunciar con el más dulce delos acentos:

-El tiempo estáen efectoharto desapacible; pero bien sabesLeopoldoque no puedo prescindir de ir a ver a mis hijas con frecuencia...

Esquilache irguió vivamente la cabeza. Había en la expresión de sufisonomía tanta extrañezaacaso hasta reprochepor la exculpación dePastoraque ésta no aventuró una sílaba más.

La frente del marqués volvió a inclinarse lentamente sobre susaguas-fuertesy la masa de hielo que aplanaba la atmósfera hizo sentir su pesomás que nunca.

Felizmente el ruido de la puerta del salónabierta con cierta precipitadasolicitudvino a vibrar en los oídos de Pastora y Elinacomo un eco grato deesperanza.

Un portero de estradosdespués de haber hecho resonar un discreto golpe enla mampara del gabinetelevantó la cortina y dijo con la solemnidad del tonooficial.

-Su excelencia el señor primer secretario de Estado ruega a vuecencia sesirva concederle una entrevista.

El marqués de Esquilache se puso en pie lleno de asombro. Hacía largotiempo que las relaciones que mantenía con el marqués de Grimaldi no eranotras que las puramente oficiales; porque los dos ministros se detestaban con lamás ingenua cordialidad. Ademáspocas horas anteshabía visto alcordialmente detestado colega en el Consejo; ¿qué inopinado y perentorioasunto podía traerle a la casa de las Siete chimeneas?

En cuanto a. las damasno aparecían menos admiradas.

-Muy bien -contestó Esquilache al portero-; introduzca usted al señorministro de Estado en mi despacho.

-El señor ministro espera en este salón -replicó el dependiente.

-¿Cómo así?

-Cuando supo que vuecencia se hallaba con su esposaha preferido serconducido a la habitación de la señora marquesa.

Esquilache abrió inmediatamente la puertay encontró a Grimaldi ocupado enexaminar al parecercon la mayor complacencialos curiosos objetos de china dela marquesa.

-Adelanteseñor marqués -pronunció Esquilache con la más perfectacortesanía-; adelantesi no hay inconveniente en que estas damas participendel honor que el señor ministro de Estado me dispensa con su visita.

Grimaldi penetró en el gabineteofreció una y otra vez notoria prueba deflexibilidad en la columna vertebraly respondió con acento melifluo:

-La presencia de la señora marquesaespor el contrariouno de losmotivos que en este momento tengo para felicitarme.

-Gracias mil por tanta galantería -contestó Pastoracon más tibieza acasode la conveniente.

-¿No espor lo tantoajena mi esposa al objeto que trae a mi morada alseñor don Jerónimo? -insinuó Esquilacheofreciendo un sitial a sucompañero.

-Así es la verdadseñor don Leopoldo.

-Esa circunstancia me explica en parte la abstención que para hablarme delasunto se impuso el señor marqués esta mañana.

-Voy a explicársela en un todo a mi digno colega. El negocioen cuestiónen nada atañe a la cosa pública.

-Ahmuy bien.

-Se trata de una instancia de carácter privado que las conveniencias meprescribían no abordar en el seno del Consejo...

-Perfectamente.

-Y como no me atrevería a impetrar de mi caro compañero la gracia a queaspiro sin contar con el asentimiento de la señora marquesahe aquí el motivode que me congratule por encontrarlos juntos.

-¡Una gracia!

-Ese es el nombre.

-Ustedseñor marquéses quien nos la hace al proporciónarnos ocasión deotorgársela.

-Después de agradecer debidamente esa lisongera anticipaciónentro enmateria.

-Veamospues.

-Yo no sé si tiene usted noticia de que se trata de dar estado a mi sobrina.

-¿La señorita doña María de Pignatelly?

-Precisamente.

-Muy joven la consideraba todavía.

-Por eso no pensamos en precipitar su enlace.

-Prudente determinación.

-La distancia que separa a María de su prometidofavorecepor otra partela lentitud de los procedimientos.

-Ahel futuro sobrino no es madrileño...

-Ni siquiera español.

-Acaso ha visto la luz bajo el purísimo cielo de nuestra amada Italia...

-El cielo del país de ese mancebo no es tan azul.

-Renuncio entonces a adivinar su patria.

-El trabajo sería inútil; voy a dársele hecho al señor marqués. El queha de desposarse con María es un magyar de la antigua raza.

-Raza independiente.

-En efecto; tan enemiga de la eslava como de la germánica. Nuestro húngarosin embargoestá unido por lazos de parentesco a la familia imperial.

-La alianza no puede ser más honrosa para la casa de Grimaldi -dijoEsquilache con una inflexión de voz en que tal vez a despecho suyo despuntabacierta ironía.

-No essin dudade las que rebajan una alcurnia -contestó el ministro deEstado-; peroa Dios graciasla vieja roca de los Grimaldi no necesita pararobustecer sus blasones pilar algunosiquiera proceda éste de un trono.

La marquesa sintió acaso más que su esposo la indirecta alusión que en laspalabras de Grimaldi podía haber para la moderna nobleza de los Gregorio.

Grimaldi despojó su tono de la sequedad que momentáneamente habíaposeídoy continuó con la fría sonrisa que exhibía desde el principio deldiálogo:

-Entre los actos preliminares se cuenta el cambio de retratos.

-Es de rigor en semejantes casos.

-Mazzuquiel más aventajado discípulo de Mengs se ha avenido a suspenderla imagen del abate Melgarejoy ha hecho una incomparable miniatura de María.

-Sin haberla vistoasiento al adjetivo; el mérito del autor garantiza laobra.

-Sólo falta acomodar el retrato en un receptáculo a propósitoconfiarle ala estafeta y hacerle llegar a Pesthresidencia del magyar.

-La cosa no puede ser más sencilla.

-¿Usted lo considera así?

-¿Dónde podría estar la dificultad?

-¡Ah! señor marquésen una circunstancia exclusivamente española.

-¿Qué circunstancia?

-La falta de gusto en los artistas.

-¡Es posible!

-Ninguno de los plateros requeridos ha podido presentar un modelo domedallón que se considere aceptable.

-¡Qué contrariedad!

-Terrible para las damas de mi familia. Afortunadamenteen medio de sudesolaciónha surcado mi mente una idea luminosa.

-¿Sí?

-He recordado una obra maestra del cincel del florentino Porpora.

La marquesa palideció de repente.

-Me parece -añadió Grimaldi-que el señor marqués imagina cuál es eltrabajo a que aludo.

Esquilache meditó un momentoo afectó meditary respondió:

-Habré de resignarme a hacer patente mi falta de perspicacia.

Grimaldi pronunció acentuando lentamente su frase:

-Me refiero al precioso medallón que con el retrato de la señora marquesahace años se sirvió don Leopoldo enseñarmeen Nápoles...

Pastora esperaba el golpe; pero no por eso le encontró menos rudo. Elina lavio estremecerse de pies a cabeza.

-En efecto -dijo Esquilache-; esa pequeña alhaja siempre ha :merecido loselogios de cuantos la han examinado.

-Pues bien; ¿será tan bueno el señor marqués quesi su esposa no seoponeme facilite el medallón el tiempo suficiente para que el plateroBaldoví pueda construir otro igual o semejante al menos?

-A fe mía -contestó Esquilache con la más completa naturalidad que elseñor marqués de Grimaldi hacía perfectamente al contar con mi esposa para elcasoporque ha mucho tiempo que es la marquesa quien guarda ese objeto entresus preseas.

El ministro de Estado miro a su compañero con benevolente sorpresaymurmuró esta filosófica reflexión:

-¡Ohlazo conyugal!... ¡cuántas faltas de leso idilio erótico te hacecometer el tiempo al tocarte a su paso con la punta de las alas!...

-¡Si la luna de miel hubiera de durar siempredejaría de ser luna!

-En rigor -repuso Grimaldi con galante transición-cuando se llega a lograrla dicha de poder contemplar a todas horas el originalla posesión de la copiaserá si se quiere una voluptuosidad para el corazónpero no es una necesidadpara los sentidos.

-La gestión diplomática del señor primer secretario de Estadodebepuesentablarse cerca de la marquesa; pero me lisonjeo en esperar que será bienacogida.

-Ya ve la señora marquesa que me remiten a su benévola jurisdicción -dijoGrimaldivolviendo hacia la dama una mirada indefinibleentre tímidaentrepérfida; una mirada verdaderamente italiana.

La de Esquilache se hallaba en una situación insoportable; pero era mujer:sus ojos contestaron al reto de Grimaldidardándole una centella de orgullode odiode desdén.

Elinaaterradadirigió a su amiga un ademán suplicante.

No fue perdido; Pastora se atarazó los labios de rosay contestó con unacento frío como la hoja de un cuchillo:

-En verdad que el instante en que el señor marqués expone su deseo no puedeser menos a propósito.

-¡Ahdiabolo!..-murmuró Grimaldi.

-¿Qué quiere decir eso? -añadió Esquilache.

-Que hace algunos días se partió la llave del joyero donde está elmedallóny no hay posibilidad de abrirle en el acto.

-Pero ¿no has dispuesto que se rehaga la llave?

-Sin duda... El cerrajerosin embargohace esperar su obra...

-¡Bah!-replicó Grimaldi-el inconveniente es menos serio de lo que te-míen el primer momento.

-El señor marqués tiene razón.

-La llave de un cofrecillo pronto se labraaunque el cerrajero de losseñores de Esquilache esté abrumado de encargos.

-Así es la verdad.

-Sobre todo si la señora marquesa tiene la amabilidad de reiterar el suyo...

A pesar de la insinuante expresión de GrimaldiPastora no ofreció otrarespuesta que nu signo irónico de asentimiento.

-El señor de Grimaldi puede estar seguro de que la marquesa apremiará alartífice -repuso Esquilache.

-Abrigo esa grata convicción.

-Y si por acaso mi esposa echase en olvido el perentorio propósito delseñor marquésyoque desde este instante me encargo del asuntome tomaríael trabajo de recordársele.

La entonación de Esquilache fue tan severaque Elina buscó palpitante enla mirada de Pastora el alcance da la frase.

La marquesa había bajado los párpados guarnecidos de largas pestañasyestaba impenetrable.

Grimaldicon su ejercitado instinto cancillerescocomprendió que lasituación había llegado a un punto en que su presencia no era en manera algunanecesaria. En su consecuenciase puso en piereprodujo las reverencias delmejor gustoprodigó sin tasa el ofrecimiento de todo género de respetos a losseñores marqueses y a la señora condesay salió del gabinete acompañado deEsquilacheel cualponiendo en juego diferentes campanillaspresidió latributación de los honores de la casa hasta la meseta de la escalera.

Luego que el eco de los pasos de los dos secretarios del despacho se huboperdido en la antesalala marquesa se apoyó en el hombro de Elina y prorumpióen ahogados sollozos de iramás bien que de dolor.

-¡PeroDios mío!.. -balbuceó la condesa:-¿qué siniestro misterio hay entodo esto?

-Ayer te lo decía-articuló la de Esquilache al oído de la de Bari-: hanjurado perderme.

-¿QuiénPastoraquién?

-Cien veces me lo he preguntado yo a mí misma...

La marquesa enjugó repentinamente sus ojosde cuyas pupilas partió unachispay añadió:

-¡Ahsi yo lo supiera!...

Elina era muy capaz de comprender que la amenaza de la marquesa no perderíaseguramente la más mínima parte de su energíasi por acaso llegase asospechar que el ignoto enemigo pudiera ser una mujer.

-¡Qué miserables! -murmuró.

-Síbien miserables; pero hay que convenir en que por esta vez han acertadoa dar en el centro del blanco.

-No conservas el medallón?

-¡No!

-¿Cómo tienen conocimiento de ese secreto?

-Considera la potencia de un espionaje que ha logrado averiguar una cosa queignorabas tú misma.

-¡Es abrumador!

-Más todavía: es incontrastable.

-¿Hasta ese punto llega tu desaliento?.. ¿Por ventura no tiene remedioalguno el daño?

-Es necesario intentarle al menos.

-Nos hemos prometido valor.

-Y mantendremos el empeño: sucumbir sin luchar fuera una cobardía.

-¿Puedo favorecerte en este trance?

-¡Cómo nosi de ti va a depender todo!

-HablaPastora mía: dicta imposibles.

-En el grado que se ha cargado la atmósfera a tu vistano hay medio de queyo salga.

-Así lo estimo.

-Es indispensable que sea mi buena Elina la que acuda a la herrería donde hade labrarse la llave de mi salvación.

-Iré aunque la fragua sea la del mismo Vulcanoy se interpongan en micamino todos los cíclopes del paganismo.

-Te proveeré de una credencial.

-¿Escrita?...

-De mi puño.

-¿Para el ser mitológico a quien me he referido?... ¿para el terribleforjador de los rayos de Júpiter?

-Nada temas por él ni por nosotras: sé tratar a los dioses.

La marquesa se dirigió a su escritorio con actividad febril; pero antes deque tomase asientose abrieron las puertas lateral y del fondo.

En la primera reapareció la figura de Esquilachecircundada de la aureoladel drama: en la segunda se dejó ver el prototipo del doméstico vulgarrezando con el acento de las provincias del Noroeste la salmodia prosaica de queestaba servida la comida de los señores marqueses.

Capítulo X.

De cómo la condesa de Bari visitó la herrería de cámara delos marqueses de Esquilache.

En otra ocasióndos días antes del momento en que principia estecapítulodejamos a Elina de Velamazan bajo el peso de una acusación quepodría perjudicarla en el concepto de hija fiel de la Iglesia Católica a losojos de aquellas personas de las que hojean nuestra narraciónque no hanperdido el respeto a los fantásticos seres procedentes de un aquelarre ensábadosi es quemerced a la linterna de Diógeneses posible encontrartodavía uno de esos bienaventurados lectores.

La edadla belleza y los instintos de la condesa de Barinada propios delas maléficas encarnaciones de las antiguas consejasbastarían acaso pararehabilitarla; pero nos place contribuir a este acto de justicia dispensando ala joven azafata todo el apoyo de nuestra autorizada veracidad.

Creemos haber dicho que Elina haciendo uso de un talismánque también seconoce con el nombre menos pretencioso de llavíndesapareció repentinamenteen uno de los corredores que precedían a las habitaciones de María Luisa. Puesbienal reproducirse el mismo fenómeno en la ocasión que nos ocupaseguiremos a la condesaaunque sólo sea para explicar la perfecta naturalidadde su tránsito.

Nadaen efectoexiste de extraordinario en el hecho de levantar un pestillocon el instrumento inventado para el casode empujar una tabla de encina quegira obediente sobre sus goznesde cruzar el dintel con precipitacióny deque la puertecilla vuelva a cerrarse inmediatamente por sí misma a impulso deun enérgico resorte interior.

En lo que podría haber algo de extraído sería en el especial aspecto de lahabitación donde penetró la condesasobre todo si se tiene en cuenta que sumisión era para visitar una herrería.

Y a bien que no podía ser porque faltasen en la estancia el hierro y elacero. Por el contrarioen cualquier punto donde descansase la mirada seencontraban escopetascarabinas y cuchillos de las formas más variadaslariqueza más deslumbradoray el trabajo más peregrino.

Donde resaltaba lo anormal era en las numerosas estanterías que cubrían lostabiques de arriba a abajoy en el cúmulo de libros impresos y pergaminosmanuscritos que pesaba sobre las tablasocupaba las mesasy hasta invadía losasientos.

La habitación podría pertenecer a un gran cazador; pero el adepto de Dianano debía ser menos partidario de Apolo.

Elina abarcó con la vista todo el aposentoque no era de cortasdimensiones; y al observar la absoluta ausencia de seres humanosse encaminó auno de los estremosalzó un picaportey pasó al cuarto inmediato.

El camarín donde entró la condesa se hallaba ocupado por un hombre vestidode negrode rostro completamente rasuradoy de mirada dulce hasta lagraduación del almíbar.

Este personajeque redactaba papeletas en un billeteextractándolas de lasportadas de una pila de volúmenes que tenía delanteno pareció experimentarla menor sorpresacuando al levantar la cabeza se vio en presencia de laazafata.

-Buenos díasseñor abate -dijo la joven.

-Guarde Dios a la señora de Bari -respondió el redactor de papeletas:- porlo vistoha pasado la noche en palacio la señora condesa. ¿Se siente poracaso indispuesta su augusta ama?

-Noafortunadamente -repuso Elina contestando a la preguntasin hacersecargo de la hipótesis.

-¡Alabado sea el Omnipotente!

-¿Podría ver un momento a su majestad?

-El rey madrugay es de creer que esté vestido; pero ignoro en qué seocupa en este instante.

-¡Ah... si usted fuese bastante bondadoso para indicarle mi deseo!..

-La señora condesa sabe que siempre me consagro a su servicio con particularcomplacencia.

-No deposita el señor abate Gándara sus favores en un corazón ingrato.

-Esas palabras me obligarían a volarsi tuviese alas. Desgraciadamente nocuento con otra cosa que con pies y sólo pueden hacerme correr.

-Ni tanto me atrevería a exigirgalantísimo señor abate.

Gándara cambió un ceremonioso saludo con la joveny abandonó lahabitación.

Elina se acomodó en un colosal sillón de brazoscruzó los menudos piesapoyó en la fina palma de la mano una mejilla más fina todavíay se recogióen sí misma por espacio de algunos minutos.

Las entrevistas importantescomo los duelos entre dos hombres o entre dosejércitosy como las grandes borrascastienen solemnes prólogos de calma.

Un ruidoque sonó en la sala de los libros y de las armasarrancó a lacondesade su abstracción.

La puerta por donde la dama había entrado en la oficina del abate se abriósuavemente.

Elina se puso en pie en el acto.

En el marco de dicha puerta apareció un hombre de cabeza acarnerada hasta elpunto de excitar la hilaridad; pero poseía tanta lealtad en la miradatantaingenuidad en la sonrisay tanta bondad en la expresión general de lafisonomíaque el contemplador del extravagante tipo no tardaba en sentirsesubyugadoy acababa por rendirle el tributo de una involuntaria simpatía.

Aquel hombre era el rey Carlos.

-Pasadcondesa -dijo el monarca.

Y se internó de nuevo en la biblioteca.

Carlos IIIimitando en esto a su padre Felipeacostumbraba hablar enimpersonal a la generalidad de los súbditos que debía a la Providencia. Sóloempleaba el tuteo cuando lo autorizaba la confianza que enjendra el frecuentetrato. En cuanto a la tercera personala reservaba exclusivamente para losindividuos revestidos de carácter religioso.

Elina ingresó en la biblioteca detrás del soberano.

-¿A qué motivo debo tan matinal visita? -repuso el rey.

-En esta misiva puede vuestra majestad encontrar la explicación -contestóla dama.

El monarca tomó la carta que le alargaba Elina; la abrió rápidamenteyleyó a medía voz:

«Señor; La condesa de Bari tiene una importante gracia que impetrar de lamunificencia de nuestro soberano. Por mi parteanimada por las inagotablesbondades que vuestra majestad dispensa a mi familiale suplico encarecidamentequesi le es posibleacceda magnánimo a los deseos de mi buena amiga. -Devuestra majestad muy leal y respectuosa súbditaLA MARQUESA DE ESQUILACHE».

Terminada la lecturael rey continuó con la vista fija en el papel como sibuscase algo entre sus líneas.

Los espacios debían estar bien unidosporque no tardó en renunciar a lainvestigación añadiendo:

-Y bien ¿qué es lo que tiene que decirme la portadora de este documentodiplomático?

-Vuestra majestad le da el más propio de los nombresporque soy unaverdadera embajadora.

-A tiro de ballesta podría asegurarse.

A continuación refirió Elina al monarca todo el curso de la visita que enla tarde anterior hizo el marqués de Grimaldi a los de Esquilachecon esavivacidad de coloridoesa riqueza de detalles y esa volubilidad de expresiónde que sólo es capaz una mujer a quien mueve la repulsión de la indignidadaguija el instinto de la intriga y electriza la fe de la pasión. Escuchó larelación el rey serio y sereno; pero en el fulgor del iris de los ojos y en lafrecuencia con que procuraba entibiarle con la lubrificación de los párpadosse revelaba un interés creciente.

-¡Pobre marquesa! -fue todo lo que los labios del monarca murmuraron cuandoElina dio por terminada la exposición de su histórico episodio.

-¡Ohsi! ¡bien desgraciada! -replicó la condesa-; porque vuestra majestadno puede formarse idea del estado de desolación en que la dejo.

-Por fortunacondesano es difícil volver la tranquilidad al espíritu denuestra amiga.

El monarca sacó un llavero del bolsillo del calzóneligió una pequeñallave de platase dirigió a un precioso mueble de ébano entre escritorio ypapeleray abrió la parte superiorque ofreció a la vista una triple fila degavetas.

Sin vacilar un momentotiró el rey de la primera inferior de la derechaysepultó en ella la mano en el punto precisamente donde sabía que estaba elobjeto que iba a buscar.

¡Cosa extraña! los dedos llegaron a tocar el fondo del cajón sin habertropezado con cuerpo alguno intermedio. En vano se extendieron en todasdirecciones; removieron diferentes cosas menudaspero no dieron con lo quequerían.

Más sorprendido que impacienteel monarca extrajo la gavetay unió a lapesquisa de la mano la investigación de los ojos. Empeño inútil; los nuevosauxiliares no hicieron otra cosa que comprobar la ausencia del objetoperseguido.

Entoncescon el ceño fruncido y el sudor en la frenteabrió todos loscajonesrequirió todos los secretosrevolvió todo el bazar de los dijes y delas preseas.

Las ideas del príncipe comenzaban a ofuscarsey por lo tantodabantambién principio las indagaciones inverosímiles.

La dignidadsin embargole detuvo en los primeros pasos de la pendiente.

-No perdamos la cabeza -pensó en voz baja-; el medallón estaba en laprimera gaveta: mi seguridad en ese punto no puede ser más absoluta. Esporconsecuenciaevidente que me ha sido sustraído.

La condesaque había visto los movimientos del rey con inquietudoyó suspalabras con un extremecimiento glacial.

El monarca empuñó una campanillay la levantó con ira; pero la reflexióndetuvo a tiempo el amenazador rebato de la sonora lengua de metal.

La mano fue descendiendo lentamente sobre la mesay la campanilla volvió asu puesto.

-No es este el mejor medio de averiguarlo todo -murmuró-; la prudenciaaconseja otro camino más seguro. ¿Cuál puede ser el móvil del hurto?¿quién es el culpable? Barnuevo ¡imposible! Gándara ¡que absurdo!

Después de oprimirse las sienes con las manos y de enjugarse la frenteelrey se adelantó hacia Elinaañadiendo con melancólica expresiónpero conacento seguro:

-Ya veis condesala desgracia que me ocurre.

-¡Ohsí!... -balbuceó Elina.

-El suceso asesta tan rudo golpe a las afecciones del hombre como a lasoberbia del rey; pero el caballero y el príncipe son impotentespor loprontopara triunfar de la fatalidad.

El profundo suspiro que el monarca obtuvo por respuestademostraba que ladama estaba persuadida de tan desconsoladora realidad.

-Decid a la marquesa -prosiguió el rey-que mi desolación no tienelímites...

-Las palabras de vuestra majestad conmoverán seguramente el ánimo de miatribulada amiga.

-Aseguradla que voy a intentar todo cuanto me sugiera el interés que meinspira la situación en que se encuentra para recobrar el objeto que anhela...

-Esa grata promesa hará renacer en ella la esperanza.

-Repetidla mil vecesque sean las que fueren las difíciles circunstanciasen que el odio y la intriga logren comprometerlajamás podrá faltarla elpaternal apoyo del soberano...

-¡Ahseñor! ¡cuán consoladora será para la marquesa la manifestaciónde vuestra majestad!

-Y prometedlapor finque en todo casoel fallo de mi inexorable justiciano la dejará sin venganza.

La azafata esperó por espacio de un corto número de segundos. El rey noañadió una palabra.

-¿Tiene vuestra majestad alguna otra prevención que significarme?-pronunció Elina.

-Nocondesa -contestó el monarca alargando la mano a la dama con ciertatristeza.

La de Bari tocó la regia diestra con el extremo de los labiosvolvió ainclinarse respetuosamente y se encaminó a la puertecilla de la galería.

Sólo en el momento de pasar el dintel fue cuando creyó observar que laimpaciencia del rey se acentuabao más bien comenzaba a desbordarse.

Elina tomó de nuevo su coche en la puerta del Príncipey se hizo conducira la casa de las Siete chimeneas.

El hecho que iba a revelar a la de Esquilache era tremendo; pero la condesaque no participaba de preocupaciones vulgaressabía que hasta en dar esa clasede noticias todo lo más pronto posiblese presta un servicio a los amigoscuando no hay otro mejor que prestarles.

La joven se encontró en el extremo de la calle de las Infantassinconciencia del tiempo trascurrido ni del espacio atravesadopenetró en elpalacio de Esquilache sin contestar los saludos de los domésticosy llegó alas habitaciones de la marquesa con el incierto paso de los autómatas.

Pastoraque había presentido la llegada de su amiga en el ruido delcarruajeen el eco apagado de la voz de los ugieres y en los latidos del propiocorazónapareció en la puerta del gabinete en el instante en que Elina abríala del salón.

La realidad estaba a cien leguas del pensamiento de la marquesay sinembargoen el semblante de la de Bari halló la revelación suficiente paraexclamar aterrada.

-¡Nada traes!...

-¡Nada! -soyozó Elina.

La marquesa sepultó su intensa mirada en las pupilas de su amigay bajandola vozrepuso estupefacta.

-¿No has visto al rey?...

-Sí...

-Entonces...

Elina abrazó a Pastora y murmuró a su oído:

-¡Le ha sido robado el medallón!...

La marquesa lanzó un grito penetrante y se desplomó en los brazos do la deBari.

Elina arrastró a duras penas a la desmayada hasta colocarla en el sillóntiró del cordón de la campanilla y puso en conmoción la casa enterareclamando toda clase de auxilios.

Capítulo XI.

Donde se habla de la Compañía de Jesús y de otrasmenudencias.

Para calmar los paroxismos súbditos no existe agente terapéutico máseficaz que el tiempo.

Sus virtudes específicas en ese punto son superiores a la reputación que hasabido adquirirse de gran descubridor de verdades.

El lento trascurso de treinta horas modificó el estado de la marquesa deEsquilache.

La dolencia aguda había tomado la forma crónica.

Pastora padecía; pero no se retorcía al impulso de titánicas convulsiones.

Las ideas de la marquesa comenzaban a entrar en el período de losrazonamientos serenos. La sima en que Pastora había sido precipitada era negracomo la noche eternaespantosa como el cráter sin rondo de un volcán; pero sipor acaso existiera en aquel báratro un tránsito providencial que condujese ala salidacarecería de perdón no volver a gozar del aire libre y de la luzdel día por un exceso de pusilánime abatimiento.

Con las manospor delicadas que fuesenla marquesa golpearía las paredes:con los piespor débiles que se encontraranremovería la tierra.

Ante todoera necesario triunfar del caos del entendimiento.

Cuando se consuma una ruinalo más urgente es desembarazar de escombros elterreno.

Tal era el estadodel espíritu de la de Esquilache en el momento en queIrene se acercó tímidamente al diván en que reposaba la atribulada dama.

-¿Qué quieres? -murmuró Pastora entreabriendo los ojos.

-Yo no sé si cometo una inconveniencia al pasar este recado a mi señora-contestó Irene con la vista fija en la alfombra:- pero el carácter respetablede la persona que lo solicita...

-¡Cómo! ¿hay alguien que pretenda verme que no sea el doctor Arenal?

-Así esseñora.

-¿De quién se trata?

-De un religioso.

La marquesa hizo un mohín de impaciencia.

-No creo estar todavía en peligro de muerte -dijo.

Arrepentida en el acto de la vivacidadañadió dulcificando el tono:

-Es verdad que se acerca la Semana Santa... ¿te ha manifestado ese religiososu nombre?

-Noseñora; pero se dice portador de una importante misión del reverendoobispo de Cuenca.

La de Esquilache pareció vacilar.

-¿Qué deberé contestarle? -insinuó la doncella.

-Que puede entrar si el asunto de que tiene que hablarme es urgentey noexige una larga conferencia.

Irene salió de la estancia para volver dos minutos después acompañando aun individuo de rostro macilentoa quien ya conoce el lector por haberle vistoasomado a una de las ventanas del convento de Valverde.

La doncella pronunció desde la Puerta:

-Su reverencia el padre Cebrián.

El anunciado saludó respetuosamente al exhibirseal llegar al centro delaposentoy cuando estuvo a la distancia de Pastora que las convenienciasconsentían.

El aspecto del visitante era pulcro y hasta atildado: su presenciasinembargono consiguió impresionar favorablemente a la marquesa. Había en lafisonomía de aquel personaje'en su especial manera de seren los movimientosmismos con que se balanceabaalgo inexplicable que hacía pensar en loscrótalos cuando acaban de mudar la camisa.

-Mucho temo que mi apellido no haya dicho gran cosa a la señora marquesa-articuló el religioso con un timbre metálico de acento en perfecta armoníacon todos los signos que le exteriorizaban.

-En efecto -respondió la de Esquilache:- no tenía el honor de conocer elnombre más que la persona.

-No es de extrañar; apenas hace un mes que desempeñoaunque indignamenteel cargo de procurador de la Compañía de Jesús.

De las palabras y del tono parecía desprenderse que el buen jesuita seproponía dar motivo más adelante para que adquiriera ilustración el nombreque llevaba.

-¿Y en qué me será dado complacer por ahora al señor procurador? -repusola marquesainvitando al religioso a tomar asientocon un ademán de lanacarada mano.

-Ante todocreo que al anunciarmehan debido decir a vuecencia que elseñor obispo de Cuenca me había honrado con una especial comisión deconfianza...

-Así es la verdad; y a fe mía que no es lo que menos ha contribuido a queme proporcione una satisfacción la visita de vuestra reverencia. Don IsidroCarvajal y Lancaster ha sido un cordial amigo de la familia de mi madre; y pormi partesiempre le he debido paternal benevolenciaexcelentes consejos ygracias espirituales.

-Su ilustrísimapor lo vistocontinúa favoreciendo a vuecencia con lamisma predilección.

-Esa esperanza abrigo.

-Más que esperanza puede tener la señora marquesa: comprueba la realidadesta cartaque he creído sería para vuecenciami mejor presentación.

-¿El señor obispo me escribe?

-Ex abundantia cordis.

Cebriánque había elegido un papel entre los innumerables que contenía lavoluminosa cartera que extrajo de la sotanale puso en las manos de la dama.

La marquesa pasó lentamente la vista por las siguientes líneas:

«Mi amada hermana en Jesucristohija carísima en las afecciones de micorazóny oveja sumisa en el tribunal de la penitencia:

»Jamás como ahora mi espíritu atribulado por la amargura de la hiel yvinagre de mi Calvarioque se desbordan del corazónha sentido tantanecesidad de refugiarse allí donde espera encontrar simpatíaconsuelo yapoyo.

»A cualquier punto que dirija la angustiosa mirada en el siniestro períodohistórico que tenemos la desdicha de atravesarsólo diviso sangrientashecatombesruinas y despojos: las hecatombes de las odiosas guerras queencienden las más viles de las ambiciones; las ruinas de los templos y de losmonasterios; los despojos de la túnica inconsútil del Redentor de los hombres.

»Han comenzado a tener cumplimiento los pronósticos que hace tiempo merevelóno mi don de profecíasino mi pastoral solicitud por la ventura de lagrey que el Señor me ha confiado. El reino corre al abismo con la vertiginosacaída de los réprobos.

»¡Y qué mucho que el Dios de Sabaoth castigue a la España con tantremendo acto de justicia! Los impíos gobernantes de esa infortunada nación nodejan entrever el menor signo de arrepentimiento; y San Jerónimo lo ha dichola impenitencia es el único crimen que el Todopoderoso no perdona.

»La persecución de la Iglesia continúa más encarnizada que nunca; susbienes son saqueados con más codicia que en los tiempos de la guerra desucesión; y los sagrados Ministros del altar son martirizados con igual enconoque en los siglos del paganismo.

»En vano la voz de los buenos clama en el desierto. Los que rijen la navedel Estado tienen ojos y no venoídos y no oyen. No quieren contemplarnuestras desgracias; no se dignan escuchar nuestros lamentos: ¡ni siquiera noshonran con una consulta!

»En situación tan desoladorahe pensado en usted ¡oh amada hija! Cuandola cólera del Omnipotente pos amenaza con el fuego voraz que consumió lasnefandas ciudades de Pentápolisdebemos llamar a todas las puertasapelar atodos los medios para sustraernos a los efectos de la divina indignación.

»¡Quién sabe si el Hacedor Supremo habrá elegido en sus inexcrutablesdesignios a su sierva Pastora para queya cual prudente Abigaylya cualvalerosa Judithsea el instrumento mediador que le permita reconciliarse tonlos españoles como se reconcilió con los ninivitas!

»La especial posición en que usted se encuentrasus sentimientos depiedadjamás desmentidosy la benéfica influencia que puede ejercer en elánimo del esposoque debe al cieloson acaso otros tantos caminos por dondeel Señor se propone llegar al corazón de los poderosos para redimir a lanación de la esclavitud del demonio.

»Yoen nombre de la religión escarnecidaexhorto y conjuro a mi hijapredilecta para queacudiendo obediente a los llamamientos del Altísimoempune su lábaro gloriosoy le lleve al combate contra los errores de losfalsos filósofosy la hipocresía de los modernos fariseoscon la feinquebrantable de que no ha de faltarla por un momento la poderosa protecciónde aquella soberana criatura que es reina de las milicias celestialeshermosacomo la lunaescogida como el soly terrible como un ejército puesto en ordende batalla.

»¡Pluguiera a Dios que la eficaz cooperación de usted a obra tan santapudiese mitigar con una gota de rocío la aridez de los últimos días de estesu amantísimo amigo y viejo capellán que la envía su apostólica bendición!

Isidroobispo de Cuenca».

La marquesa dio mil vueltas a aquella extraña misivamodelo de la que en elmes siguiente había de recibir el padre Eletay pronunció con un acento enque se revelaba cierta vacilación:

-¿Conoce vuestra reverencia el contenido de esta epístola?

-Síseñora marquesa -contestó el procurador-el señor obispo medispensó la confianza de darme lectura de la carta al ponerla en mis manos.

-Me parece que su ilustrísima bosqueja la situación de la monarquía concolores demasiado sombríos.

-Vuecencia habrá de perdonarme si mi opinión difiere de la suya.

-El cuadro está indudablemente recargado. El celo evangélicoextremadoquizása consecuencia de las contrariedades que hayan podido originar algunosactos gubernativosimprime a los juicios del excelente prelado un selloevidente de pesimismo.

-La señora marquesa hace una vida retirada; consagra todas las atencionesdel alma a los cuidados que la impone el amor a la familia; respira en unaatmósfera perfumada por el incienso de la lisonjay viciada por el interés delos lisonjerosno es posible que aprecie con perfecto conocimiento el estado dela sociedad española.

-Sin embargo....

-Los que pueden juzgar rectamente acerca de ese estadoson aquellos que seencuentran envueltos en el torbellino donde se entrechocan las pasionesmirande cerca los infortuniostocan las necesidadesy prueban todos los días eltemple del alma en las luchas de la existencia.

-Peroen finsi el señor obispo acertase en sus fatídicas apreciacionesla empresa que pretende encomendarme sería superior a mis fuerzas.

-Las tareas que el cielo nos impone jamás sobrepujan nuestros alientos: lossantos textos nos enseñan que el yugo del Señor es suavey leve su carga.

-¿Vuestra reverencia supone que su ilustrísima está en este caso inspiradopor Dios?

-Consideraría una impiedad dudarlo.

-¡Ahpadre Cebrián!... no es sublime confianza lo que esas palabras meinspiransino verdadero terror.

-Porque el fuego en que ardía la zarza bíblica sin consumirseno depura engrado suficiente la flaqueza del corazón. La fe transporta las montañas ycambia el lecho de los mares.

-La mano de mi esposo no es la única que guía la caña del timón delEstado...

-Ejerceno obstanteun influjo decisivo.

-Por otra partesi mis exhortaciones llegasen a estar en oposición con lasinspiraciones de la conciencia del marquésno serían los móviles de suconducta mis deseos: en ese punto es profunda mi convicción..

-Vuecencia no hace bastante justicia a sus irresistibles seducciones.

-Pobres son los recursos de esa clasecuando se trata de altísimosintereses.

-El señor obispo de Cuenca se complace en alimentar otras esperanzastodavía...

-¿Relativas a mi persona?

-Sin duda.

-¿Qué se prometepues?

-Que la señora marquesa se sirva leer esa carta...

El procurador se detuvo un instanteno sabemos si para buscar una palabraopara poder pronunciarla con más aliento.

-¿A quién? -preguntó Pastora.

-Al rey -contestó Cebrián.

La marquesa fijó en el rostro del jesuita una penetrante mirada.

El procurador la soportó sin pestañear.

-¡Al rey! -repitió la de Esquilacheasiendo el brazo del sillón para nodejar advertir el estremecimiento de la mano.

-La lecturaen efectono podría llegar a mejores oídos.

-El preladosin embargono me invita a semejante cosa...

-No me es dado apreciar las razones que para ello ha podido tener suilustrísima; pero respondo a la señora marquesa de la perfecta exactitud de miafirmación.

-¡Leer a su majestad esa apasionada impugnación de la política de mi esposo! -exclamó Pastora animándose por momentos.

-Es la expresión de la verdad...

-¡Favorecer yo misma los planes de los que acaso no tienen otro objeto queperder al padre de mis hijos!

-Vuecencia se extravía...

-Tal vez sólo existía una persona a quien el diocesano de Cuenca no debíadirigirse con tal intentoy esa persona era yo.

-¿Me permite la señora marquesa someter a su consideración algunasobservaciones?

-¡Serían inútiles! -contestó con energía la de Esquilache.

Y soltando el papel sobre la mesarepuso resueltamente:

-¡No leeré esa carta al rey!

Siguió un intervalo de silencio penoso. El jesuitaa quien podíaconsiderarse batidofueno obstanteel primero que volvió a empeñar elcombate.

-Es sensible -dijo con la calma más completa-; es verdaderamente muysensibleque la señora marquesa no de era a los votos del reverendo diocesanode Cuenca; porque priva a la Compañía que representode un eficaz auxiliarpara la consecución del principal objeto que me trae a este sitio.

La dama dejó entrever cierta sorpresa.

-¡Oh! -articuló-; ¿el padre Cebrián no ha hablado todavía?...

-He hablado a vuecencia de los intereses generales de la religión; me faltaexponerla los particulares de la Compañía de Loyola.

-Y bien... -pronunció la marquesa con una curiosidad nada más que mediana.

-Yo no sé si vuecencia conoce la bula Apostolicum pascendiexpedidapor nuestro Santo Padre Clemente XIII.

-Confieso que ni poco... -contestó la marquesacomenzando a combatir unbostezo-ni mucho -añadió después de haber obtenido un triunfo equívoco.

-En el mismo caso que vuecencia se encuentran todos los españolessalvasrarísimas excepciones; y eso es precisamente lo que constituye una grandesgracia para la Compañía.

-Su Santidad demuestra al orbe en la bula a que me refieroque cuantasindignidades se atribuyen a los hijos de Loyola son calumnias impíasvilesamaños de que se vale el dragóninfernal para apagar con su soplo en lospechos tibios la vacilante llama de la fe. El Vicario de Dios sobre la tierrahace más todavía: proclama ex cathedra las ejemplares virtudes que entodo tiempo nos han adornadolos nobilísimos sentimientos que hoy nos animany los incalculables servicios que estamos llamados a prestar a la cristiandad enlos siglos venideros. Sobranpor lo tantomotivos para que nuestrosimplacables enemigos procuren sepultar indefinidamente el documento pontificioen los antros maléficos de la cancillería de Estado. ¿Conviene en ellovuestra excelencia?

-No tengo la menor dificultad.

-Pues bien; tan inicuo propósito no conseguirá la victoria. La publicaciónde esa bulamanifestación soberana de la verdad y de la justiciaes cuestióncapital para la Compañía que lidia en pro de la Iglesia Católicay escritoestá que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.

-Así sea -murmuró la de Esquilacheentornando los párpados con airedevoto.

-Y así será; porque podrán faltar los cielos y la tierrapero no faltaráel cumplimiento de la palabra del Eterno.

La exposición del sagrado texto fue acogida por la marquesa con unarespetuosapero lánguida inclinación de asentimiento.

-La Compañía -continuó Cebrián-creecomo el reverendo obispo deCuencaque vuecencia cuenta con superabundantes medios para obtener laexpedición del regium exequatur que se nos niega.

-¿Aún?...

-Y en virtud de esa convicciónvengo en nombre de la Compañía a solicitarde vuecencia una alianza leal.

-¡De mí!

-Pero la Compañía es una potencia...

-Que no está más altapero que está al nivel de la de vuecencia; y cuandolas potencias buscan alianzasdan por lo menos tanto como reciben.

-¡Dan!...

-La Compañía ofrecepuesa la señora marquesa un cambio recíproco devigilanciade amistad y de apoyo.

-Yo sería la beneficiada en el tratado.

-Es posible que así sucediera en los primeros momentos; pero confío en quela señora marquesa se apresuraría a desquitarse de los beneficios que hubierapodido recibir anticipadamente.

-¿Anticipadamente?...

-No creo que en rigor carezca de propiedad el adverbio; porque es lo ciertoque la Compañía ha comenzado a interesarse en favor de los asuntos que afectana la señora marquesaantes de que estuviese formalizado el pacto de concordia.

La de Esquilache pareció salir algún tanto de su situación pasiva.

-¿Quiere vuestra reverencia -pronunció-exponerme su tesis en términosmenos abstractos?

-Sin duda. La Compañía ha tenido noticia de que la señora de Esquilachepor una azarosa combinación de fatales circunstanciasha llegado a encontrarseen una posición difícil...

Pastora sintió afluir a su rostro una oleada de sangre.

-Y nuestra colectividad religiosa -prosiguió Cebrián-no ha vacilado unpunto en acudir en auxilio de dama tan respetable. Considero inútil añadir queme refiero a la pérdida de una miniaturaque puede ser en la ocasión presentegermen fecundo en detestables maledicencias...

El golpe era tan inesperado que hubiese derribado a la de Esquilache sobre laalfombraa no recibirle sentada.

-¡Ah! -exclamó con el aliento entrecortado -¿el padre Cebrián conoce elparadero de mi medallón?

-Por lo menos le conoce la Compañía.

-¿Y se propone devolvérmele?

-Seguramente.

-En cambio de...

-En cambio del compromiso que la señora marquesa contraiga de alcanzar elpase regio para la bulaApostolicum pascendi.

El caviladero de la marquesa era el fogón de una fragua: los pensamientossaltabanse repelíanchispeaban como carbones enrojecidos.

Cebrián creyó adivinar que estaba presenciando un combate definitivo entrebeligerantescuyas fuerzas se encuentran agotadas. Una intervención oportunapodía ser decisiva; porque sabido es que en estas circunstanciasla llegada deun sólo regimiento sobre el campo de batallabasta para determinar lavictoria.

-¿Cuándo quiere vuecencia -articuló-que se la entregue su retrato?¿mañana?... ¿esta tarde?... ¿dentro de una hora?....

El procurador era un gran teólogoun profundo pensadorun notablepolemista; pero ni la cienciani el genioni las aptitudes que ledistinguíanpertenecían al género de los que inician en el conocimiento delas sutiles inspiraciones del espíritu de una mujer.

Las almas femeninas ceden al mal: es un instinto de la organizaciónprimitiva que deben a la naturaleza; pero la caída no se realiza sin haberresistido más o menos tiempo a las sugestiones del corazónel peor de losenemigos que tienen.

Privarlas del período necesario para que germine la semilla de la cizañaes exponerse a perderlo todo.

Si el padre Cebrián pudo apresurar la solución de la crisisfue en sentidodesfavorable.

La marquesa contestó al jesuita con una acritud nerviosa:

-El señor procurador no ha sido más afortunado en su segunda gestión queen la primera. Rechazo la indigna conducta que se propone imponermeblandiendosobre mi cabeza el arma adquiridamerced a un delito. No suscribiré a servirde instrumento inconsciente a los que profanan la religiónutilizándola parafines puramente mundanos. No acepto la alianza con la Compañía.

Cebriánque había vuelto el oído hacia la dama para escuchar mejor suspalabraspronunció después de una pausa:

-La señora marquesa parece algo inclinada al uso de los monosílabos; perocuando se decide a dar más extensión al lenguajehay que convenir en que losconceptos que emite son tan claros como precisos.

-Quería que no pudiese quedar la menor duda a vuestra reverencia acerca demi resolución.

-Y vuecencia lo ha conseguido.

-Ignoro las contingencias a que puede dar motivo el extravío del medallón:confío en que las consecuencias defrauden por completo las esperanzas de loshurtadores; pero sea la que fuere la importancia de la sustracción de esa pobrealhajajamás compraré su restitución a costa del sacrificio de miconciencia.

-¡Pse! -se permitió acentuar el padre Cebrián con una irónica sonrisa.

-El espionaje cerca del Gobierno -añadió Pastora-el papel de agentesecreto cerca de la cortela esclavitudla traición y la hipocresíaseríanun precio tan excesivoque podría quejarme de lesión enormey argüir elcontrato de leonino.

-Prescindiendo de la parte declamatoriavuecencia hace bien en considerarcara la devolución de ese objetosi se promete obtenerla de baldeahorasobre todoque cree conocer el camino por donde seguir la pista a la joya.Aconsejosin embargoa la señora marquesaque no se deje seducir por eloptimismo; la raza humana le debe más derrotas que a la desconfianza.

-¡Vuestra reverencia me aconseja! -pronunció la dama desdeñosamente.

-Lo autoriza mi carácter.

-El padre Cebrián no es mi confesor.

-Carezcoen efectode esa honra; pero aún en el caso inversono contaríacon la seguridad de ser escuchado. El reverendo obispo de Cuenca es o ha sidodirector espiritual de la señora marquesay no puede en verdad lisonjearse dehaber merecido mejor acogida. Por otro ladoconcedo que la exhortación seaacaso innecesaria para vuecencia. Los hechossiempre más elocuentes que lasfraseshan debido probarla que el poder de los grandes de la tierrano excedeun ápice de los límites impuestos por la voluntad de aquel que ha dicho alOcéano no pasarás de aquí. En cambio¡cuán inescrutables sonlos arcanos del Omnipotente! Un pobre religioso sin posición social ni honoresporque le prohíbe aceptarlos el severo instituto en que militaha venido aofrecer a la señora marquesa el talismán para la paz del almaque príncipesaugustos no podían devolverla.

-¡Para la paz del alma! -exclamó indignada la de Esquilache-; diga másbien el señor procuradorque para mi condenación eterna.

El jesuita se puso en pie como movido por un resorte irresistible.

-¡Tremenda es la expresión con que vuecencia me despidesi esa es suúltima palabra! -pronunció con voz inspirada.

-¡La última! -contestó la marquesa sin titubear.

Cebrián dio dos pasos hacia la puerta y repuso volviendo la enérgicacabeza:

-No quiero ocultar a la señora marquesa que empeña una partida peligrosa.

-¿Peligrosa para quién? -dijo la de Esquilache con la expresión del mássupremo desprecio.

-Para el que tenga menos títulos a la protección del que es rey de losreyes y señor de los señores.

La marquesaque por lo visto no creía en la inferioridad de sus títulos alapoyo divinocambió con Cebrián una mirada de reto.

Este fue el postrer saludo.

Capítulo XII.

Un legado á latere de si paternidad el general LorenzoRicci.

Cuando el procurador de la Compañía salió de la habitación de la marquesade Esquilachepresentaba el aspecto de un demonio a quien acaba deadministrarse una abundante aspersión de agua bendita.

En el tránsitono obstantefue serenándose por momentos el digno jesuita;y al cruzar la plaza de las Siete chimeneas con paso seguroya tendía la manono menos firme a los muchachos bien educados que acudían a depositar en ella elósculo del respeto.

Cebrián siguió la calle del Barquillotorció por la del Saúco y seinternó en la de las Salesas.

Frente a la desembocadura de esta últimase elevaba la magnífica portadadel monasterio de la Visitación de religiosas de San Franciscofundada paraeducar niñas nobles por la reina doña María Bárbaraesposa del hermanomayor del monarca reinantey construido por el arquitecto Francisco Moradillocon arreglo a los planos de Francisco Carlier.

La suntuosidad del conventounida al nombre de la augusta señora a quien sedebía la construcciónhabía inspirado al vulgo la idea de que todo erabárbaro en aquel monumento.

Bárbara la reinabárbara la obra y bárbara la suma invertida.

Y sin embargoa fines del segundo tercio del siglo XVIII eran tan módicoslos precios de los materiales y de la mano de obraque el coste total deledificioa pesar de la profusión con que en él se emplearon los mármoles yel bronceno excedió de la cantidad de diez y nueve millones cuarenta y dosmil treinta y nueve reales y once maravedises.

¡Qué hubieran dicho nuestros modestos abuelos al serles dado adivinar queen el siglo siguiente iba a costar tres veces más una fragata blindadaarmadacon cuatro piezas de artilleríaellos que estaban acostumbrados a adquirir pordoscientos mil duros un navío de tres puentes con ciento veinte cañones.

La granítica construcción desafíano obstanteel transcurso del tiempo ybasta los estragos del fuego; y la existencia de la fragua depende del instanteen que su desencadena una racha de vientosurje un escollo o estalla untorpedo.

El padre Cebrián se dirigió a una de las diversas dependencias del vastoedificiocompletamente terminado ocho años antescruzó el zaguaplaportería y algunos corredoresy empujó con suavidad la hoja derecha de unapuerta.

En el acto el aguda golpe de un timbre anunció ruidosamente la presencia deun intruso.

Un joven noviciofresco como una lechuga y rollizo como un repollo de lahuerta que estaba contemplando desde la ventanadejó este observatorioy seadelantó al encuentro del recién llegado.

-Buenos díashermano Martín -dijo el procurador.

-Santos y buenos díasvenerable padre Cebrián -contestó el novicio sinalzar la vista del suelo; por más que pudiera asemejarse a aquel sacristán deque nos habla Quevedoque no se atrevía a levantar los ojos a las mujeres: yno añadimos una frase; porque la especie humana ha degenerado tantoque hoynos falta el valor para decir y sobre todo para leerlas mismas palabras que elbuen señor de la Torre de Juan Abad osabaescribir con el mayor garbo hacedoscientos años.

-¿Se encuentra solo el padre Provincial? -repuso Cebrián.

-Noseñor procurador.

-¿Quién le acompaña?

-Un hermano extranjero.

-¿De qué lengua?

-Me parece que ha de pertenecer a la italiana.

-Está bien: esperaré la terminación de la visita del hermano italiano.

Un prolongado campanillazoque resonó en la estancia inmediatadijo a losdos interlocutores que acaso el padre provincial experimentada cierta curiosidadpor saber quién era la persona cuya entrada había denunciado el timbre de lapuerta.

El novicio acudióal llamamiento de su superior:

Cebrián no tuvo tiempo para aburrirse. El joven Martín reapareció pocossegundos despuéspronunciando con voz humildey sin utilizar los ojos paraotra cosa que para observar las puntas de los zapatos:

-El padre Provincial ruega a vuestra reverencia que se sirva pasar adelante.

El procurador defirió al ruego que se le hacíay penetró en lahabitación o en términos más extrictosen la celda del Provincial: tanmodesta era en las dimensionesmobiliario y tapicería.

En aquel aposento había dos hombres. El más entrado en años vestíasotana: el menos veterano se envolvía en largo manteo.

El de la sotana dijo inmediatamente al individuo con quien conferenciaba:

-El padre Cebriánprocurador de la Compañía en los reinos de las dosCastillas y Andalucía.

El del manteoque poseía unos brillantes ojos bastante más atrevidos quelos del novicio Martíninclinó la cabeza con un ademán lleno de deferencia.

El provincialañadiódirigiéndose al procurador:

-El padre Terrigianimagister a secretis de nuestro respetablegeneral el padre Lorenzo Ricciy sobrino de su eminencia monseñor el cardenalTorrigiani ministro de Estado del soberano Pontífice.

Cebrián inclinó todo su cuerposin dada para manifestarse abrumado por eldoble peso de tan importante posicióny de tan deslumbrador parentesco.

-El celo y la habilidad del señor procurador -pronunció el italiano-hanllegado más de una vez a mis oídos en las orillas del Tíber.

-La benevolencia de mis superiores -contestó Cebrián-ha podido llevar enalguna ocasión hasta el Quirinal el eco de mis oscuros servicios; pero eltalento del señor Torrigiani no ha necesitado ajena mediación para hacersenotorio en la España entera.

Cambiada esta mutua prueba de conocimientodebido a la reputaciónrepusoel provincial:

-El padre Torrigianique ha llegado de Roma hace dos horas con especialmisión del generalacaba de enterarse por mi conducto del estado de los másimportantes asuntos de la Compañía. Sabe queateniéndonos en un todo a lasinstrucciones del padre Ricci y del consistorio centralhemos procuradoconvertir a la marquesa de Esquilache a los santos fines de nuestra causa.Conoce que con el objeto de ejercer una saludable influencia en el ánimo de esadamahemos tratado de ser partícipes de alguno de sus secretospor otrosmedios que los que nos fuera dado deber al tribunal de la penitenciacon el finde poder utilizarlos sin pecado. No ignora que dos instrumentos estipendiarioslograron obtener de la marquesa una carta que nos era permitido esperar que nocareciese de gravedady quesin embargopor acaso o por prudenciaresultóperfectamente insignificanteno porque nuestros ojos la examinaransino porqueasí nos lo aseguraron los que momentáneamente la poseyeron; los cualessibien fueron bastante inhábiles para volver a perderlaal menos pudieronenterarse de las frases que contenía; y por nuestra parteno tenemos hastaahora motivo alguno para poner en duda la veracidad del aserto. Y por últimotiene conocimiento de la providencial adquisición del medallón extraviado;objeto que hemos confiado en este día a la inteligente solicitud de vuestrapaternidad como supremo recurso coercitivo para entablar negociaciones cerca dela marquesa. El instante espuesoportunísimo para que el señor procuradornos refiera sin la menor reserva el resultado de su trascendental gestión.

-¡Ay de mi! -dijo Cebrián exhalando un suspiro-; mi conferencia con lamarquesa de Esquilache no ha podido ofrecer una solución menos satisfactoria.

-¡Cómo! ¿por ventura esa dama?..

-Persiste en su impenitencia.

-¿Y desdeña el inesperado servicio con que la Compañía le brinda?

-De todo punto.

-Padre Cebriántan extraordinario acontecimiento bien requiere la relaciónde pormenores.

El procurador expuso entoncescon elocuente fluidezincomparable claridady método escolásticoel cursocircunstancias y detalles de la entrevista conla marquesa.

El provincial y el italiano le oyeron hasta el fin sin iniciar unainterrupción.

Cuando Cebrián terminó su relato del mismo modo que le había empezado;esto escon una intensa espiraciónel provincial pronunció con la vista fijaen el huésped romano:

-¿Cree el señor Torrigiani que nuestra conducta se ha ajustado a las sabiasinspiraciones del padre general?

-Mi afirmación no podría ser más rotunda -contestó el italiano.

-Ya lo oye el padre Cebrián -repuso el provincial-mitiguen las grataspalabras de nuestro buen hermano el desconsuelo que ha debido llevar al ánimodel señor procurador el mal éxito de la combinación que tantos desvelos le hacostado.

-El hombre propone: Dios dispone -murmuró filosóficamente Torrigiani.

-¡Ahpadre Torrigiani! ¡Tristes son los días que para la Compañía lucenen España: amargo es el cáliz donde los hijos del denodado herido de Pamplonaabrevan los sedientos labios!

-Confiemos en la misericordia del Altísimo.

-Y secundemos esa confianza con la incesante prosecución de nuestra obra-replicó el procurador:- ayúdate y te ayudarédice el Evangelio.

-Nada omitiremos para merecer las promesas del santo texto; pero la largalucha agota las limitadas fuerzas de los mortales. ¿Considerará al fin elpadre Riccicon perfecto conocimiento de la situaciónque ha sonado la horade apelar a un modus procedendi más enérgico?

-Me inclino a pensar -contestó el italianosonriendo- que no ha de tardarel general en hacer conocer a vuestra reverencia su resolución definitiva.

-¡Ohsi por acaso nos trajese vuestra paternidad tan convenienteautorización!.. -exclamó el provincial fijando su mirada en las pupilas deTorrigiani.

El italiano no oyó la observación del provincial sin duda por lacircunstancia de haber pronunciado él mismo casi simultáneamente:

-¿En qué manos resulta en estos momentos la bula Apostolicum pascendi?

-En las del marqués de Grimaldi -respondió el provincial.

-Si bien no será por mucho tiempo -añadió Cebrián.

-¿Tiene vuestra paternidad en ese punto alguna noticia que yo ignore?-repuso el provincial sorprendido.

-Creo tener una interesantísima.

-Veamos.

-En la primera sesión que el Consejo celebredespués de las vacaciones dela próxima Semana Santael marqués de Esquilache abordará resueltamente lacuestión de la bulaproponiendo su remisión a la Cámara.

El procurador arrancó a sus interlocutores un movimiento involuntario.

Torrigiani se apresuró a preguntar:

-¿Debe el padre Cebrián ese dato a conducto de buen origen?

-No puedo considerarle más fidedigno: el conocimiento procede de uno de losdos escribientes de la cancillería particular del ministro de Hacienda.

-De Pinto López... -articuló el provincial.

-Precisamente: excelente mancebo que se ha presentado en mi habitación en elinstante en que me disponía a visitar a la marquesa.

-Adelante.

-El escribientemerced a una ingeniosa manipulaciónconsiguió abrir unacarta de Esquilache para el marqués de Tanuccidocumento que ayer salió condestino a Sicilia por la estafeta de Estado; y aunque le faltó el tiemponecesario para quedarse con copiaretuvo esa importante confidencia entre lasvarias que hace Gregorio al magnate napolitano.

-Se nos arroja el guante -pronunció Torrigiani frunciendo ligeramente elceño.

-Frase exactísima: a la tregua va a suceder la hostilidad; al aplazamientola negativa.

Ninguno de los tres jesuitas se distinguía por su pasión o por sufanatismo. Aquella explosión de enojo fue la llama fugaz de un relámpago.

Torrigiani añadió un momento despuéssin un pliegue en la frente:

-Me parece que las últimas tentativas para venir a una solución pacíficano habránsin embargoimpedido que vuestras reverencias hayan continuado sureclutamiento de los corazones más viriles en la Iglesia militante. Si vispacem para bellum.

-Su paternidad está en lo cierto -contestó el provincial.

-Los cabos de la trama...

-Convergen a mi mano.

-Los recursos pecuniarios...

-Están dispuestos.

-Los iniciadores del movimiento...

-Sólo esperan la primera señal.

-¡Pluguiera a Dios que esa señal pudiera hacerse dentro de cuarenta y ochohoras! -replicó Cebrián.

-¿Tiene especial motivo el padre procurador -añadió Torrigiani-paraformular aspiración tan perentoria?

-Sin duda...

-¿Podemos conocerlo?

-Iba a proceder a la conveniente manifestación. Si las justas quejas de laCompañía se revelasen pasado mañanacontarían con un auxiliar omnipotente.

-¿A qué auxiliar alude vuestra paternidad?

-Al pueblo de Madrid; porque me consta que decidido el Gobierno a no tolerarpor más tiempo la resistencia pasiva del vecindarioha comunicado las órdenesoportunas para que desde el domingo recorran la villa los alcaldes de casa ycorteacompañados de sastresy en las calles mismas recorten las capas yapunten los sombreros a los contraventores del bando.

-Verdaderamente que el padre Cebrián es un tesoro de preciosas informaciones-dijo el italiano.

Despuésvolviéndose hacia el provincialañadió:

-¿Tiene a mano vuestra reverencia la relación de los iniciados?

-¿En cuál de las tres categorías?

-En la primera.

Su reverencia se acercó a un muebletiró de un cajónoprimió unresortey extrajo un papel que entregó a Torrigiani.

El secretario del padre Ricci fijó sus ojos de lince en el escrito.

El documento contenía unos caracteres que no eran rúnicosni chinosnisanscritosni caldeos; pero quea pesar de no pertenecer a ninguna de lascaligrafías conocidasfueron descifrados de cabo a rabo por el italiano con lamisma facilidad que si se tratase del alfabeto latino.

-La lista me satisface en su conjunto -pronunció-; pero encuentro en ellados individuos comprendidos en la agrupación de los indefinidoscui prodestque es necesario definir a toda costa.

-¿Son esos sujetos?

-El marqués de la Ensenada y el Gobernador del Consejo.

-Es difícil que mi opinión pueda estar más conforme con la del padreTorrigiani -se aventuró a exponer el procurador.

-Me lisongea esa identidad de criterio.

-Y a mi juicio la definición apremia.

-Urge tanto que debemos obtenerla hoy mismo.

-¡Hoy mismo! -repitió el provincial.

-No nos falta motivo para forzar la irresolución de esos importantesfactores.

Torrigiani sepultó la diestra en el bolsillo interno del pecho de la sotanasacó algunos pliegos metódicamente numeradosy ofreció uno de ellos alreligioso españolañadiendo:

-Tengo el honor de poner en las manos de vuestra reverencia la decisión queparecía anhelar del padre general.

El reverendo leyó rápidamente estas frases lacónicas.

«Caro hermano y buen amigo: La santidad del fin justifica los medios. Obraddesde luego con la entereza que la mayor gloria de Dios ha llegado a exigir enesa Provinciacuna de nuestro instituto. No os faltarán en el curso de tannobilísima empresa las oraciones de vuestro generalaunque indigno.

L. Ricci».

Luego que el provincial hubo terminado su breve lecturarespiró con fuerzay repuso:

-¡Loado sea el señor!

No le glorificaban menos los labios del padre Cebrián con su sonrisa debienaventurado.

-¿Juzga vuestra reverencia -dijo Torrigiani-que no está justificada lapremura con que entiendo conviene proceder?

El fino provincial creía haber penetrado que el magister a secretisconducía más de una solución escrita que exhibircon arreglo a lasimpresiones que personalmente experimentara; pero esta prueba de omnímodaconfianza por parte de los altos dignatarios romanosno era para disminuir laconsideración que Torrigiani le inspiraba.

-Vuestra paternidad -respondió-posee una maravillosa intuición y unsereno golpe de vista...

-Manospuesa la obra -continuó el italiano:- encárguense vuestrasreverencias de la diligencia respectiva al marqués de la Ensenada por mi partevoy a ocuparme en el acto del obispo Rojas. El tiempo es cortoirreparableysobre todoMassillon lo ha dichoes el precio de la eternidad.

El padre Cebriáncon el más elocuente de los silenciosse apresuró arecoger la teja de fieltro que le pertenecía.

El movimiento del procurador fue el campanillazo que levantó la sesión deltriunvirato de la Compañía.

 

Capítulo XIII.

El excelentísimo señor don Zenón de Somodevilla yBengoecheamarqués de la Ensenada

Diez minutos después de la conferencia referida en el capítulo anteriorpenetraban en el portal de la casa del marqués de la Ensenada dos religiosos yun caballeroen el orden precisamente en que los enunciamos.

En vano rebozaban el rostro los religiosos en los pliegues del embozo delmanteo; para la vara mágica del cronista no hay secreto posible: denunciamos allector las venerables personas del provincial y del procurador de la Compañía.En cuanto al caballeroera Felicísimo Lozano.

La poco menos que instantánea reaparición de los jesuitas en el nuevoescenariose explicaba sin dificultad. La casa del marqués de la Ensenada sehallaba situada en la parte alta de la calle del Barquillo a corta distancia delconvento de las religiosas salesas.

Desde luego llamé la atención de Lozano que uno de sus respetablespredecesores le dirigió tres veces su penetrante mirada en el espacio de tressegundos; pero como no recordaba haber visto jamás a aquel individuono pudodeducir de su reincidente curiosidad consecuencia algunaa menos que no fuesela de que su paternidad se pasaba de indiscretolo cualpor ciertono eragran cosa.

Los tres visitantes se informaron en la antecámara acerca de si el señormarqués se encontraba visible; y obtenida respuesta afirmativadeclinaron losnombres que llevaban.

Hasta en esta ocasión creyó observar Felicísimo que el buen religiosotendía el oído con especial solicitud para poner el sello al chocante interésque manifestaba.

No tardó un lacayo en significar el permiso para que los padres jesuitaspasasen adelante.

Faltaríamos a la verdad si dijésemos que Lozano no experimentó una medianacontrariedad; pero como después de todoposeía en grado eminente el instintode la justiciase avino a conllevar el revés de la fortuna. Los religiososdebían al acaso haber pisado un momento antes que él los umbrales de la moradadel marqués: equitativo era que le precediesen en la recepción.

El exceso de actividad que siempre se revelaba en Felicísimono lepermitió tomar asiento: esperó paseando.

El movimiento físicosin embargono bastaba a satisfacer la naturalezafebril que debía a la Providencia; y en la necesidad de pasto para esa loca dela casa que se llama imaginaciónquiso proporcionarse el lujo de unadistracción que no fuera enteramente desagradable.

Durante los paseospensó Lozano en la condesa de Bari. En honor del buensentido del jovenañadiremos que en esta ocasióncomo en otras muchas delmismo génerono sucumbió a la tentación sin haberse otorgado previamentepermisoy con el aire del ocioso que se decide a echar el pensamiento a perros.

Por lo demásla experiencia había acreditado que el procedimiento nopodía ser más eficaz para que el tiempo trascurriera insensiblemente.

Entretanto los jesuitas habían sido introducidos en el aposento del marquéspor el tránsito de la galería de cristales que formaba el testero de laantecámara.

Ensenadaque a la sazón se hallaba solorecibió a los religiosos con esaafabilidad de labio sonriente que muchas personas suelen contraer para todo elmundolo mismo por excesiva educación que por supina indiferencia.

Somodevilla era siempre en el trajeen las preseas y en cuantos objetos lerodeabanel mismo expléndido personajecuyo fausto había deslumbrado lacorte pocos años anteshasta el punto de dar motivo a una severa observacióndel buen Fernando VI; admonición regia a que Ensenada replicó sin pestañear:

-Señor: por la librea del criado se ha de conocer la grandeza del amo.

Según las memorias de la épocael valor de las alhajas con que el lacayoen cuestión adornaba su librea en ciertos días de galaascendía a la suma dequinientos mil duros.

El marqués acercó por la propia mano sillones a los jesuitaspronunciandocon la voz de simpático timbre que se le reconocía:

-Bien venidos los respetables padres de la Compañía.

-Que guarde Dios al insigne marqués de la Ensenada -contestó el provincial.

-Por cierto que no contaba con que vuestras reverencias me pagasen tan prontomi visita a la casa del Noviciado.

-Fue demasiado interesante la tesis de la conferenciay harto reservado eljuicio que sobre el particular se sirvió emitir vuecenciapara que noinsistamos en continuar la una y en procurar conocer el otro con alguna másamplituda no vedarlo razones poderosas.

El marqués elevó un instante la vista al techoy respondióacentuando lasonrisa:

-Me pareceen efectoque nos permitimos discurrir acerca de los más arduosnegocios del Estado.

-Tan familiares son para vuecencia esos problemasque no han de embarazarlemucho ni su profundo examenni la más oportuna solución.

-Se han deslizado «tantas horas desde que abandoné la vida públicaqueapenas si conservo vagas reminiscencias de la difícil ciencia de gobernar a lospueblos... Y suplico al señor provincial que no crea encontrar en mis palabrasel más ligero asomo de amargura. Beatus ille qui procul negotis

-Un antiguo adagio asegura que lo que bien se aprende mal se olvida.

-Por eso siempre he procurado aprender que el apego a las grandezas humanasno es otra cosa que vanidad de vanidades.

-No serían ciertamente los padres de la Compañía los que predicasen avuecencia la concupiscencia del poder; pero sentirían con alma y vida que elactual retraimiento del señor marqués para cuanto se relaciona con la cosapúblicapudiera significar asentimiento a la política imperante.

-¿Por qué ese pesar?

-Ahseñor marquésla pregunta de vuecencia centuplica nuestros temores.¿Acaso opinaría que la nave del Estado boga por el mejor de los maresimaginablesdirigida por el más experto de los pilotosy con rumbo al mejorde los puertos posibles?

-¡Hem! muy optimista habría de suponerme vuestra paternidad.

-¿Podemospuesacariciar la hipótesis contraria?

-Diantre... cuestiones tan graves y complexasno se resuelven con simplesafirmaciones o rotundas negaciones. Vuestra paternidadque es un gran teólogodebe comprenderlo.

El jesuita reprimió un ligero movimiento de contrariedady repuso despuésde un instante de meditación:

-Excelentísimo señor: La Compañía se encuentra en una de sus máscríticas situaciones; y antes de que los individuos que la componemos nosdecidamos a desatar el estrecho nudo que nos ahogao a cortarle si necesariofuesenos convine saber a qué atenernos acerca del número de nuestros amigosy respecto al límite de la adhesión que éstos nos dispensan.

-Tan prudente me parece el propósitoque creo haber dicho a don Fernando VI(que en paz descanse)palabras semejantes a las que el señor provincial hapronunciadocuando las potencias marítimas promovieron la llamada cuestióndel seno mejicano.

Ensenada preparaba tal vez una evolución hacia la tangente; pero el jesuitaera un adversario rudo: antes de que Somodevilla pudiera separarse de la paredle asestó la siguiente estocada:

-¿Se cuenta el señor marqués entre los amigos de la Compañía?

Somodevilla levantó vivamente la cabeza.

-He ahí una interrogación que no esperaba -repuso:- las acusaciones de misenemigoslas censuras de mis propios parcialesmi historia entera pública yprivadaautorizan mi sorpresa.

-No se había extinguido en nosotros el recuerdo de los gloriosos hechos deesa historia; pero la amistad del señor marqués es tan preciosaque hemostenido una satisfacción indecible en escuchar la protestación de cordialidadque las palabras de vuecencia expresan.

-¡Ah! enhorabuena.

-Merced a los títulos que el señor marqués nos concedevoy a permitirmeotra pregunta. ¿Está su excelencia dispuesto a prestarnos su valioso concurso?

-Vuestras paternidades pueden contar con todas mis simpatías...

-Mucho es esosin duda -pero cuando un combate va a empeñarse lacolaboración es más de apreciar que la simpatía.

-¡Un combate!

-Reñido.

-En efectoel señor provincial me ha hablado de una situación difícildeun nudo sofocante para la solución del cual acaso habría que apelar alprocedimiento alejandrino...

-Así es la verdad; pero vuecencia conoce demasiado la marcha general de losnegocios públicos y el estado especial de los intereses de la Compañía paraque en ese punto pueda necesitar explicaciones. Únicamente ignora unacircunstancia...

-Acaso en ella esté el secreto de la reanimación que experimenta laactividad de vuestras paternidades.

-El señor marqués no se equivoca: el detalle en cuestión es la gota deagua que hace rebosar el vaso. En brevísimo plazo va a ocuparse el Consejo del exequaturde la bula Apostolicum pascendi.

-Lo cual equivale a decir... -murmuró Ensenadaacariciándose la bienrasurada barba.

-Que será negado el pase regio al documento pontificio donde se nos hacejusticia.

-No desconozco que el asunto es grave.

-Tremendo.

-La Compañía tiene motivos de inquietud.

-De exasperación.

-Comprendo que si cuenta con municiones de guerraqueme hasta el últimocartucho.

-¿No es cierto?

-Pero lo que excede mi inteligencia es el apoyo que de mí se promete laCompañíaatendida mi total anulación en la política.

-La modestia ofusca por esta vez a vuecencia. La firma del ilustre marquésde la Ensenada al pie de la representación en que la grandeza del reino exponeal monarca el peligroso rumbo que imprime a la nación el gobierno de Esquilacheprestará al documento una autoridad decisiva.

Ensenada tuvo que apelar a todo el dominio que ejercía sobre su organismofísico para no dar un salto en el sillón.

-¡Cómo! -exclamó- ¡vuestras paternidades proyectan ese paso!

-Es uno de los que más confianza nos inspiran. ¿Por acaso no merecería laaprovación de vuecencia?

-En manera alguna.

-La influencia que debe ejercerparecesin embargoincuestionable anuestros adeptos. Acto tan vigoroso en las personas de más arraigo en el paísprecisamente en los momentos de estallar el cataclismo que amenaza al ordenpúblicono puede menos de hacer brillar la luz de la verdad a los ofuscadosojos del rey.

-Vuestra paternidad aprecia el hecho con una exactitud que revela no graninstinto práctico; pero no tiene en cuenta una circunstancia que a los hombresde mí clase no les es lícito olvidar.

-¿Cuál es mi inadvertencia?

-La dignidad de la corona.

El jesuita arqueó las cejas.

-Espero que el señor provincial no tome en mal sentido mis palabras-añadió el marqués:- las soluciones arrancadas a un soberano por ese génerode presiones envilecen la majestad del trono que es la honra de la nación.

-Hayno obstanteocasiones en que no perjudica al provecho de las leccionesalguna severidad en el preceptor. Dios mismo no se opone a que le arranquemossus inapreciables dádivas con cierta dulce violenciamerced a la insistenciade nuestras plegarias.

-La representación colectiva de personalidades notables a que vuestrapaternidad se ha referidotendría todo el carácter de un motíny losmotines pueden en muchos casos ser promovidos por los pueblospero nunca por lanobleza.

-De manera...

-Que no me será dado avenirme a suscribir semejante escritoaunque no hayaen él una apreciación con la que yo no esté conformeno se formule unacensura que yo no crea justay no se clame por un correctivo que no me parezcaconveniente.

El marqués había dicho por fin algo concreto.

El provincial podría no haber quedado tan satisfecho como apetecía; pero enpunto a los términos de la dialécticala edificación de su paternidad debíaser completa. Por espacio de algunos segundos el reverendo jesuita parecióofrecer la vacilante actitud del hombre que acaba de recibir un golpe en lacabeza.

El padre Cebrián hasta entonces mudocreyó que era llegado el caso deintervenir en la cuestión. La voz meliflua del procurador articuló lassiguientes frases.

-El elevado criterio que el señor marqués exponees muy respetable paranosotros; pero más respetamos todavía otra razón nobilísimaquea pesar dela omisión de su excelenciase revela a nuestro buen sentido.

Ensenada se volvió con indolencia hacia Cebrián.

-¿De qué preterición me acusa el señor procurador? -preguntó.

-Líbreme Dios de convenir en la exactitud del verbo que vuecencia emplea.

-Peroen fin...

-Vuecenciacon su vista de águilave condensarse los vapores que han deproducir la tempestad.

-¡Bah!...

-Con la intuición de estadista que poseeadivina la solución delconflicto.

-¡Pse!...

-Y no quiere que la firma del marqués de la Ensenadaen el mencionadomemorial de agraviospueda ser tomada por nadie como el nombre de unpretendiente.

-¿Cómo es eso?...

-¿Por ventura sería un hecho extraordinario que su majestad se aviniese adespedir del gabinete por lo menos al marqués de Esquilache?

-No digo...

-Pues bien: en ese caso quedarían vacantes dos carterasy seguramente nopodía el rey depositar cualquiera de ellas en manos más dignas que las delrespetable restaurador de nuestra marina militar.

Somodevilla bajó los párpados para que el relámpago que destellaron laspupilas no fuese advertido por los jesuitas. Esossin embargoeran muy capacesde observar la llama a través de los párpados

-Afortunadamente -prosiguió Cebrián-entre las ruidosas exhibiciones de lapolítica y las modestas apreciaciones jurídicasexiste un vasto campo neutraldonde el señor marquéssi a bien lo tienepuede demostrar la simpatía quele inspira la integridad de los derechos de la Compañía¿tendría vuecenciainconveniente en sostener como letrado en los estrados del Consejo laprocedencia de la expedición del pase regio a la bula Apostolicum pascendi?

Los pulmones del marqués se dilataron ampliamente para exhalar una tranquilaexpiración. El rostro del padre provincial se animó como por encanto.

¿Habría dado Cebrián con la fórmula que convenía al espíritu sutil deEnsenada?

La contestación del marqués no se hizo esperar:

-En verdad -pronunció-que no veo motivo alguno para sustraerme a lahonrosa misión que el señor procurador me propone.

-No conocerá límites la gratitud de la Compañía.

-Ni los tendrá tampoco su confianza -añadió el provincial cada vez másseducido por el pensamiento del digno procurador-; la dirección de tanesclarecido patrononos responde de la feliz terminación del litigio.

-Cuenten vuestras paternidades con que al menos sostendré sus prerogativashasta donde alcancen mis fuerzas.

-Desde esta misma tarde se facilitarán a vuecencia cuantos antecedentes creaoportuno consultary cuantos fondos necesiten los agentes subalternos de que sevalga.

-No han de ser medios de acción los que falten a vuecencia -insinuóCebrián.

-Conozco toda la extensiónde los recursos de la Compañíay usaré deellos en la medida necesaria.

-Prevemossin embargouna coincidencia probable -repuso el procurador-quenos obliga a proponer a vuecencia la inclusión de una cláusula importante enel formal tratado que hoy celebramos.

-Veamos.

-Si el señor marqués fuese llamado a los Consejos de la coronapondránuestro proceso en las manos de otro letrado que le merezca particularconfianzay quesi no en inteligenciacompita al menos en celo con suexcelencia.

Los labios de Ensenada dibujaron una sonrisa entre incrédula y benevolente.

-Condición aceptada-respondió-; mi sucesor será un aller ego. Porlo demásel caso es tan remotoque únicamente a título de cavilosidad puedefigurar en las estipulaciones.

-Si lo que vuecencia llama cavilosidad no se convierte en hecho -pronuncióel provincial con acentuada expresión-no será ciertamente por falta de laCompañía.

El marqués por distracciónsin dudano oyó las últimas palabras deljesuita; pero como concurrió la circunstancia de que al pronunciarlas sepusiera en pie su reverenciay esta acción pudiera equivaler a una despedidaEnsenada le tendió afectuosamente la mano.

El procurador había imitado el movimiento del provincial.

Los tres interlocutores se adelantaron hacia el intercolumnio de la galería.

Cuando el padre Cebrián divisó a través de los cristales la varonil figurade Lozanodijo a Somodevilla:

-¡Ah! vuecencia tiene excelentes amigos.

-¿A quién se refiere el señor procurador? -contestó Ensenada.

-A ese joven rubio de la espada con empuñadura de plata.

-En verdad que no recuerdo haberle visto otra vez en mi vida.

-Entonces... pudiera ser un pretendiente...

-¡Ahseñor procurador! -articuló el marqués con cierta ironía-; hacemucho tiempo que los pretendientes no frecuentan mis estrados.

-De todos modossi ese joven busca a vuecencia es porque le necesita.

-No me atrevería a contradecir a vuestra reverencia.

-Pues bien¿me permite vuecencia dirigirle una súplica?

-¡Cómo no! Enuncie vuestra paternidad su precepto.

-Me parecería conveniente que vuecencia no acogiera con demasiadaindiferencia el objeto que aquí conduceal joven. Por el contrariojamás ladiplomacia de vuecencia podría emplearse en persona más digna. Se trata de unhombre verdaderamente inapreciable.

-¡Tanto es su mérito!

-Aseguro a vuecencia que nos sería difícil hallar para la gestión de losnegocios de la Compañía un agente con mejores circunstancias que las queconcurren en el mancebo de la antecámara.

-No echaré en olvido la recomendación de vuestra paternidad.

Los tres interlocutores habían llegado al estremo de la galería decristales.

Somodevilla se detuvo: contestó al profundo saludo de los reverendostocando con los labios la diestra del provincialy haciendo al procurador lamás cordial de las cortesías; abrió la puerta por sí mismoy permaneció enel dintel hasta que los jesuitas desaparecieron.

Entonces retornó al gabinete diciendo al doméstico:

-Puede pasar ese señor que espera en la antecámara.

No se hizo repetir la invitación Lozano; porque su vuelta de la calle de laReina a la del Barquillofue punto menos que instantáneaacaso por la pocadistancia que las separaba.

Desde que Felicísimo se halló en presencia del marquéscreyó observarque su excelencia le favorecía con una especial atención.

-¿A quién tengo el honor de ofrecer asiento? -dijo Ensenada-uniendo laacción a las palabrasy acomodándose en el mismo sofá que indicaba al joven.

-Mi nombre es Felicísimo Lozano -contestó el interpelado-y como laoscuridad en que hasta aquí ha vivido el que le llevadebía impedir que elseñor marqués le conociesehe rogado al conde de Tribiana que me presentase avuecencia en este escrito.

-No podía el señor de Lozano haber elegido persona más de mi aprecio paraque nos pusiera en contacto -repuso Ensenadatomando la carta que se lealargabay recorriéndola rápidamente con la vista.

Terminada la lecturaañadió:

-El buen condesin duda algunahace justicia a usted; pero nada me dice conrespecto a sus prendas personalesque no hubieran adivinado mis ojos.

-Mucho me temo -respondió Lozano sonriendo-que sea esta la primeraocasión en que vuecencia no satisfecho de su proverbial perspicacia.

-El temor del señor de Lozano no es contagioso.

-Ahseñor marqués... ¡pluguiera al cielo depararme días en que me fuesedado corresponder dignamente a la confianza con que vuecencia me lisonjea!

-Espero que se cumplan esos votos.

-No obligará vuecencia a un ingrato.

-Hoy no respiro en las elevadas regiones donde se forja el rayo y sedistribuyen los cargos públicos; pero no han de faltarme otras honorablesocupaciones en que utilizar la aptitud del señor de Lozano. ¿Por venturasiente usted aversión a invertir el tiempo en distinto servicio que el del rey?

-Noa fe mía.

-Pues bien: espero poder emplear en breve plazo la inteligente actividad queel de Tribiana me encomia. Sírvase usted indicar su domicilio al pie de lacarta del conde.

-Y el marqués presentó a Felicísimo un lapicero rojo que tomó de la mesainmediata.

Mientras el joven trazaba seis palabrasEnsenada continuó diciendo:

-Por lo demásabrigo la convicción de que mi apoyo será innecesario parausted dentro de poco tiempo. Las personas que se asemejan al señor de Lozanosólo necesitan que se las ponga en evidencia para abrirse en Madrid camino.

-El orden de mi razonamiento no es el mismo; pero la conclusión esidéntica. ¿Acaso existe la evidencia sin la posición y la fortuna?

-Podrá haber algo de paradójico en la interrogación; pero he cultivadodemasiado el género para no estimar a los paradojistas.

Ensenada añadió diferentes frases con su habitual volubilidadse levantósin afectación para dejar sobre el escritorio la carta de Tribianarevolvióalgunos papelesy permitió comprenderá Lozano que estaba terminada laentrevista.

Completó el marqués su cortés recibimiento con tan afectuosa despedidaque Felicísimo salió a la calle un tanto desvanecidopensando a media voz pordistracción:

-Que el diablo cargue conmigo si no me parece evidente la conveniencia de queel marqués de la Ensenada vuelva a regir los destinos de España.

Capítulo XIV.

De cómo Tristán de Ayala creyó prudente preparar suestómago para las vigilias de la Semana Santa.

Sin que al parecer existiera razón plausiblela nochedel día en quehemos asistido a las visitas hechas a Ensenadatuvo Lozano una pesadilla detodos los demonios: de esta manera al menos la calificó el durmiente.

Soñó que le cercaba una legión de alguaciles portadores de unarequisitoria del alcalde de Fuencarral a consecuencia de los sucesos delconvento de Valverde; soñó que el hombre de la capa de grana le habíaatravesado con su mal asador de parte a parte; soñó que el último escudo queguardaba en la bolsa sufrió una evaporación completa; soñó que Cazurro yMoro llegaron a la extremidad famélica de devorarse el uno al otro; y soñópor fin que la condesa de Bari le había llamado feo.

Felicísimo se debatía impotente contra sus visiones en el angosto lechocomo el energúmeno que se encuentra entre el hisopo del exhorcista y elincensario del acólito; porque todos aquellos pensamientos poco menos queseguros o probables los unos e inverosímiles los otroseran a cual másdesagradables.

Así fue que cuando Lozano se vio sustraído a los tormentos del mundoapocalíptico en que vivía por la voz un tanto tímidapero insistente dePerfectoestuvo a punto de saltarle regocijado al cuellocosa que hubieraaterrado al pobre mozo.

-¿Qué es esobuen Cazurro? -pronunció Felicísimo favoreciendo su vueltaal país de la realidadmerced a una fricción en cada párpado.

-Señoresto es una carta -contestó el doméstico.

-¿Eh?

-Una verdaderalimpia y perfumada carta del respetable marqués de laEnsenada.

-¿Estás seguro? -exclamó el caballero enteramente despejado.

-Tan seguro corno es posible. La librea del mensajeropor cierto en unestado diametralmente opuesto al que tiene la míano ha debido dejarme dudaalguna.

-Parece que eres fuerte en punto a libreas -observó Lozano sin hacerse cargode la parte relativa al estado en que esos trajes pudieran encontrarse.

-Es mi especialidad por razón del oficio.

-Está bien; dame tu aromático escrito... ¿Sería posible que el marquéshonrase su promesa antes de las veinticuatro horas? ¡Cáspita! Habría queconvenir en que los sueños eran una contraverdady en que Ensenada es todo unhombre... ¡Hem! no nos forjemos ilusiones... pero es igualCazurro; teprevengo que si la especialidad de que blasonas se halla sujeta a erroresmatinalescorre peligro la integridad de tus lomos.

El caballero que entretanto había abierto el billetefijó en la firma laprimera mirada. Después leyó mentalmente:

«Apreciable señor de Lozano: Aun a riesgo de que parezca algo precipitadala aceptación del ofrecimiento que me ha hecho usted de sus serviciosle ruegoque visite al padre Cebrián procurador de la Compañía en su domicilio de lacasa de los canónigosantes de las doce del día de hoy.

»Espero que el protegido del conde de Tribiana no considere indigna de lanobleza y los instintos que debe a la fortunala misión que el reverendo padrele confíe.

»De usted servidor muy afecto.

El marqués de la Ensenada».

Lozano se puso en piéguardó maquinalmente la epístola en la casacaytomó el tintero para cepillar la chupa.

La voz de Perfecto le arrancó a la abstracción modulando estas frases:

-¿He padecido el error a que mi señor aludía?

-La indiscreciónoh Perfecto Cazurroes el más detestable de los defectosen un fámulo -contestó Lozano-; para formar juicio sobre el particulardebería bastarte con ver incólume tu dorso.

El doméstico se inclinó profundamente como para convencerse de laincolumidad.

El caballero hizo que le sirviesen desayuno y almuerzo sin otro intervalo queel necesario para cambiar de plato; se vistió con todo el esmero que el noexpléndido guarda-ropa permitíay se engolfó en los callejones del barrio delas Salesas.

Cuatro horas despuésesto escuando los címbalos de la comunidad dereligiosas de Santa Teresa de Jesús dejaron oír el carillón de mediodíaTristán de Ayala abrió la puerta de su morada atraídopor dos sonorosgolpesy se encontró en presencia de Lozano.

-¡Mi buen Felicísimo! -exclamó el visitado introduciendo a su amigo en lahabitación de honor:- ¿por ventura has vuelto a tropezar con el hombre deltejar de la Jara?

-Nopero tropezaré:- contestó Lozano con el mismo aire que hubiera podidoemplear para decir que el sol se pondría por la tarde.

-¿Quién es entonces el desventurado a quien te prometes agujerear elpellejo?

-Por lo pronto no se trata de eso.

-Tanto mejor.

-Perdóneme Dios; pero me parece que te estas permitiendo tomarme por unespadachín.

-¿Será necesario jurarte por la laguna Estigia que jamás se ha ofrecido ami mente semejante pensamiento?

-Tristán: te advierto que vengo para hablarte de un asunto formal.

-Me ha bastado mirarte para adivinarlo. Tienes el aspecto satisfechorisueñode pretenciosa suficiencia que te distingue en las grandes ocasiones.

-Y a ti te encuentro con el aire poco envidiable de frivolidad que debes a tumaléfica estrella para que nunca puedas ocuparte con provecho en cosas serias.

-¡Felicísimo!

-¡Tristán!

-Siéntate y habla.

-Imítame o paseay escucha. Ante todo ¿estamos solos?

-Absolutamente: el ama de gobierno ha salido.

-¿A la ordinaria compra?

-No: a buscar dinero para la compraque empieza a no ser ordinaria.

-Hay que regularizar ese servicio.

-Todas las mañanas me digo tus mismas palabras.

-Es preciso que no te contentes con decirlas.

-¿Posees algún secreto para ello?

-Tal vez.

-Comunícamele ¡voto al diablo!

-Persistes en la idea de montar una sala de armas?

-Más que nunca.

-Pues ese es el secreto.

Ayala soltó una carcajada.

-¿No te ofrece ningún otro la fecundidad de tu caviladero? -añadió.

-Pudiera ser.

-Puesamado Píladesese otro secreto es el que yo te preguntaba.

-Enhorabuena: mi nuevo secreto consiste en los medios de realizar tu idea.

-¿Y cuentas tú con esos medios?

-Me atrevería a asegurarlo.

Ayala puso una mano sobre cada hombro de Lozanoy dijo semi-seriosemi-jovial:

-Felicísimomírame fijamente a las pupilas.

-Belitre: ¿me supones capaz de burlarme de un amigo? -contestó Lozano.

-Según eso has encontrado comprador para tu caserón solariegose ha muertotu tío Pepe después de desheredar a sus siete y medio hijos naturaleso tehan hecho archipámpano de Sevilla.

-A ninguno de semejantes milagros tendremos que recurrir para verte al frentedel establecimiento de tus sueños.

-¿Ahpero no por ello podremos prescindir de algún milagro de otranaturaleza?

-Mucho me temo que estés en lo cierto.

-¿De qué suceso fenomenal se trata?

-De que te consagres en cuerpo y alma a un negocio trascendental olvidandoentretanto que existe el sacanete.

-El olvido pudiera ser superior a mis facultadesporque jamás ha dependidode mi voluntadpero te prometo no tocar una baraja con las manos ni fijar enella los ojos mientras el asunto exija toda esa abnegación.. ¿Quedassatisfecho?

-Todavía no me has dado motivo para despreciar tu palabra.

-En fin...

Lozano se recostó en la silla haciendo rechinar todo su mecanismoestirólas piernassepultó las manos en los bolsillos del calzóny pronunciósolemnemente:

-Parecebuen Tristánque se preparan grandes acontecimientos.

-Cúmplase la voluntad del Todopoderoso.

-Se asegura que el marqués de Esquilache y su falange partenopea nosconducen a la ruina.

-En cuanto a tihace tiempo que han debido conducirme.

-La dignidad castellanalos intereses de la religiónel prestigio de lacoronael respeto debido a la independencia de los sastresel porvenir de lossombrereroslas tradiciones clásicas de la cortela morallas bulasy otrasmil cosas estupendas están reclamando a voz en grito un inmediato cambiogubernamental.

-Que el diablo me lleve si todas esas poderosas razones no pesan en mi ánimotanto como en el tuyo.

-Los muros de la Jericó donde los napolitanos se encastillan debendesmoronarse apenas los hiera el eco de la trompetería de un nuevo Josué.

-Surja el tal Josué cuando a bien lo tenga.

-Pero es el caso que se afirma que en semejante clase de sonatas la primeranota es la que más cuesta...

-Lo ha comprobado la experiencia.

-Y me ha cabido el honor de que se haya pensado en mí para hacer estallar enel viento esa primera nota.

-¡Vive Dios que no ha podido ponerse en mejores manos la trompeta!

-¿Será ahora necesario decirte que te he designado para que me secundes enmi empeño?

-Lo que hubiera sido preciso que me asegurases para que yo lo creyeraseríaque no te habías acordado de mi persona.

-Haces justicia a mi buena voluntad.

-Como tú a mis especiales aptitudes.

-¿Podrás reclutar alguna gente?

-¿Cómo cuánta?

-Como diez o doce mozos decididos.

-Eso es una bicoca: ¿para cuándo?

-Para mañana por la tarde.

-¿Urgepuesel asunto?

-Ya lo ves.

-Contarás para esa hora con la escuadra más escogida que condotiero algunohaya podido organizar.

-Que me place.

-¿Será rudo el chubasco?

-Si hubiere de contestarte por mis particulares impresioneste diría que nocuento con que haga grandes extragos la tormenta. La prudencia y misinstruccionessin embargonos obligan a tomar ciertas precauciones.

-Me desilusionasFelicísimo: cuando la atmósfera está cargada de gasesdeletéreos no hay agente más enérgico que el rayo para purificar el ambiente.

-No te creía tan fuerte en meteorología.

-¿En qué diablos vamos a ocuparnos?

-Po r lo pronto en dar un escándalo.

-¡Un simple escándalo!

-Pero de aquellos de mayor cuantía.

-De todos modospresumo que van a estar de más mis bigardos. Para obtenerese resultado nos basta y aun nos sobra contigo.

-Eso no obsta para que te recomiende elegir tus reclutas entre las clasesmás elevadas de la sociedad del sacanete.

-Se hará como deseas. ¿Cuál es el terreno que vamos a explotar?

-No faltarán oportunamente indicaciones precisas. Desde luegopuedoanticiparte la noticia de que debemos operar en presencia de un embajadorextranjero.

-¡Cáspita! ¡Toda esa distinción merecemos!

-Ya comprendespor lo tantoque la reputación española se hallainteresada en el buen éxito de nuestro empeño.

-¡Pues no! ¡Cuerpo de tal! Quisiera yo ver que nos cabía a nosotros elbaldón de desacreditarla ante un representante exótico. ¿Es holandés el talministro?

-Poco menos.

-¿Inglés?

-Circum circa.

-¿Es turco?

-Que te quemas.

Ayala se apresuró a sacudir los dedos.

-¿Por qué demuestras tan marcada predilección hacia esas tres naciones?-preguntó Lozano.

-Porque en ellas circulan con cierta abundancia los thalerslos schellins ylos zequíes -contestó Tristán-; y es de tener en cuenta que mis hombres noson de todo punto desinteresados.

-¡Bah! ¡Qué valen esas miserables monedas de herejes o de circuncisos allado de los áureos bustos de los preclaros hijos del ilustre Felipe el Animoso!

-¡Áureos bustos!

-Sin duda.

-Por ejemplo...

Lozano sacó de su casaca un bolsón de gamuzay le vació sobre la mesa.

Los ojos de Ayala quedaron deslumbrados por la gualda reflexión del metalperuano que cubrió el tablero de nogal. Aquello era una verdadera catarata dedoblones de a ocho.

-¡Voto a sanes! -exclamó-; ¿con qué navab nos entendemos?

-¿Crees que habrá suficiente con la mitad de esa suma para satisfacer a tusgentesy habilitar tu establecimiento?

-Habría para comprar un reino.

-Lozano formó dos pilas de a cuarenta onzas cada una: colocó la primeradelante de Ayalay volvió a embolsarse la segunda.

-Manos a la obraTristán -dijo a continuación:- presumo que no ha desobrarte el tiempo.

-TranquilízateFelicísimo: Pompeyo se jactaba de hacer aparecer unejército sin tomarse otra molestia que la de herir la tierra con el pie. ¿Noha de permitírseme a mí la pretensión de poder reunir una docena de buenoscamaradas con sólo volver la esquina?

-No me opongo a semejantes pretensiones; pero procura evitar tu Farsalia-pronunció Lozano levantándose y ajustando su cinturón.

Ayala tomó sus cuarenta monedas y las repartió por decenas en los cuatrobolsillos de la chupa y del calzóndespués de haber examinadoconcienzudamente el grado de solidez de la telay el estado de las costuras.

-¿Me dejas? -añadió.

-Sípor cierto: ¿cuando tendré noticias tuyas?

-De todos modos antes de la noche. Salgamos por la puerta del patioyprecédeme algunos minutos. A nadie le interesa ya vernos juntos.

Tristán recogió el sombrero y la tizona; abrió la puertecilla interior quehabía indicadoy salió al patio seguido de Felicísimo.

En el mismo momento desembocó por el arco del portal el ama de gobierno conuna cesta en el brazoy el pañuelo de crespóndestinado pro forma enla cabezacaído sobre el cuello.

-Y bienmi buena Narcisa -dijo Ayala:- ¿qué resultado ha obtenido tuembajada cerca del Creso de las Maravillas?

La joven miró a Lozano y no articuló palabra alguna; pero no por eso privóal interrogante de una contestación elocuente: apoyó la uña del dedo pulgaren los dientes incisivos superiorespor cierto blancos como el marfily lahizo producir un ligero crugido.

-¡Bergante! -murmuró Tristán-: lo tendremos en cuenta... Eso no obstantetu cesta parece bien provista... ¿Qué comestibles has recolectado?

-Los que ha sido posible -contestó Narcisa.

-¡Oh reina de las amas de gobierno! -exclamó el joven:- permíteme hacer unligero reconocimiento en ese verdadero cuerno de la abundancia.

Y sepultando ambas manos en el recipiente de mimbresrevolvió el contenidocon sorpresa creciente en signos poco satisfactorios.

-¡Qué es esto!.. -articuló por fin.

-Berrosacelgasrábanos y espinacas -balbuceó Narcisabajando algoavergonzada sus largas pestañas-; va a dar principio la Semana Santa...

Ayala sacó la cesta del brazo de la joven con la más cuidadosa galantería;pero una vez hecho dueño del utensilioderramó bruscamente cuanto encerrabasobre las losas del patio con tanta estupefacción de Narcisa como alegría delos patospollos y gallinas del vecino más próximolos cuales de todaspartes acudieron con ruidoso cacareo a picotear las verduras.

-Las abstinencias de la Semana mayor exigen preparación más suculenta-repuso solemnemente Ayala-; toma el caminomi excelente Narcisade lapastelería de Covarrubiasy encarga a tan digno cocineroque a las cinco enpunto de la tarde nos haga traer un pavipollo asadodos perdices escabechadasun emparedado de jamón en dulceun rollo de Villalóny cuatro botellas delPriorato.

Narcisasin volver de su asombroescudriñó con la mirada el rostro deTristán; pero evidentemente el bravo mozo hablaba con el corazón en la mano.

Ayala dio media docena de pasos hacia la salida del patio y añadió:

-Todo de la inmejorable calidad que emplea en el servicio del marqués deGrimaldi...

Los dos amigos habían desaparecido en el fondo del portaly la voz deTristán gritaba todavía:

-Y de las mayores dimensiones posibles: es cosa segura que esta tarde tendréel hambre de un buitre y la sed de un suizo.

Capítulo XV.

Donde Lozano se desvergüenzaAyala aplaude y Cazurro silba.

Fue el bando relativo a las papas y los sombreros de tan trascendentalesconsecuenciassobre todo para aquellos desventurados a quienes ocasionó lamuerteque creemos que algunos de nuestros lectores han de agradecernos que lesdemos una breve noticia de la historia del documento.

De tiempo atrás se clamaba en la corte por la adopción de medidasenérgicas contra el uso de los embozos y de cuanto pudiera tender a abrigarseel rostrofuese en invierno o en veranoen consideración a los delitos queese vituperable disfraz de la más noble parte del hombre originaba.

Como se echa de verla razón alegada era de las que no admitíandiscusión; porque estaba probado hasta la evidencia que jamás en Madrid sehabía cometido delito alguno a rostro descubierto.

La atmósfera de Palacio y lugares adyacentes estaba preparada; la semillafructífera sepultada en el surco; la germinación iniciada; y del mismo modoque cuando en el curso de los siglos llegó el momento histórico de laaparición de la América a los asombrados ojos de los habitantes del viejocontinentesuscitó el Eterno un Cristóbal Coloncuando sonó la hora de larevolución en el reloj de la indumentaria españolasurgió un marqués deEsquilache.

La célebre real orden fue expedida y comunicada inmediatamente al Consejo deCastilla.

Esta alta corporación otorgó al asunto la detenida meditación quemerecíay en 24 de Febrero de 1766 acordó en pleno la fórmula siguiente:

«Cúmplase y guárdese lo que su majestad manday para que se ejecute pasea los señores fiscales».

Cuatro días despuésesto es el 28 de Febrerolos fiscales en un luminosoescrito expusieron las dificultades que no podía menos de ofrecer laprovidencia consultada en los términos en que estaba concebida.

El 1º de Marzoporque la cosa urgíase devolvió la real orden a losfiscales para que propusieran las modificaciones que estimaran convenienteintroducir; y los expresados funcionarios respondieron en 4 del mismo mesquela prohibición de los trajes abusivos se debía limitar a la cortesitiosrealescapitales de provinciay pueblos donde hubiera universidades;publicándose el bando por los respectivos juecescon las penas a loscontraventores de un peso por el sombrero gacho y dos por la capa largasi erannobles o de clases acomodadasy de tres días de cárcelo los que determinareel prudente arbitrio del juezsi eran plebeyos.

En este sentido se dio publicidad al bando en la capital de la monarquía enla noche del 10 al 11 de Marzo.

Pero con el flamante precepto sucedió lo que siempre acontece con todasaquellas disposiciones que no están inspiradas en el espíritu públicoque sedictan en inoportunas circunstanciasy que son de impracticable ejecución.

El bando no pasó de ser letra muerta en las esquinasexcepto en los casosen queatado a los rabos de los perrosfue concienzudamente labrado yarrastrado a la carrera por los arroyos de las calles y plazas entre lossilbidos de los muchachosla chacota de los mancebos de las tiendasy laindolente sonrisa de los transeúntes.

Preciso era haber nacido en Italia y desconocer por completo la sociedadmadrileña para esperar otro resultado de un mandato que hería en lo vivo lascostumbres de los habitantes de los barrios bajospreponderantes entonces en lacorte más que en época algunano tanto por lo numeroso de la poblaciónconser esta muchacomo por la influencia que ejercían en las clases altas a lascuales daban los trajes por modalos instrumentos músicos y bailes pordiversioneslos pintorescos modismos del lenguaje por fraseologíay laapostura de los valentones de la jacarandina por modelo.

Prescindiendo del ligero error que pudiera haber en la apreciación de lasconsecuencias del bandola importancia de las cuestiones que se resolvían enel fondo filosófico de la medidaexplicaban en cierto modo su adopción.

No se necesitaen efectouna penetración privilegiada para comprenderdesde el primer momento la inmensa trascendencia que en el orden socialmoralpolítico y económico pueden entrañar las diferencias que existen entre el alahorizontal de un sombrero redondoy la levantada por un botón como en elchambergopor dos presillas como en el chapeo de tejao por tres puntos comoen el tricornio.

Usamos la palabra tricornio con perfecta conciencia de que es un galicismo demayor cuantía; pero como la importación de ese traspirenaico sombrero fue ungalicismo que vino en pos de la dinastía borbónicano es de extrañar que seadmitiera otro para expresar la idea que el objeto en cuestión representaba.

No hacemos la misma concesión con respecto a la voz chapeo: hay respetablesautoridades filológicas queen vez de considerarla galicismosostienen que esun iberismo la frase francesa chapeau.

El arduo asunto de las capas no revestía importancia menos capital.

Sabido es que desde la más remota antigüedad se han consideradoaxiomáticas las relaciones íntimas que median entre la progresiva marcha de lahumanidad hacia el bien o hacia el maly una cuarta de mayor o menor longituden la más amplia prenda del traje con que en ciertos países se envuelven losreyes del planeta.

Porque se trataba nada menos que de toda una cuarta de paño de lana o tejidode seda.

No importaba en manera alguna que una capa colocada sobre los hombros de unmacetón de a seis pies fuera cortaesto eslegal: si un prójimo que secontentaba con la modesta estatura de cinco tercias se permitía ponerse aquellamisma capahe aquí que éstapor un fenómeno de todo punto inexplicableseconvertía en largaes deciren contrabandista.

Al observar los elevados problemas en que fijaban la previsora atención lossapientísimos varones que regían la España en el año de gracia de 1766sesiente uno inclinado a preguntarse si los estadistas que en la actualidadgobiernan y oyen hablar de semejantes cosas con la sonrisa en los labiosseránrealmente hombres de Estado serios.

Por si en parte pudiera contribuir explicar tan inconcebible aberraciónbueno será que tengamos presente la lamentable decadencia en que están en elúltimo tercio del siglo XIXla filosofíala economía políticael derechola libertad en sus múltiples manifestacionesy el sentido común.

Al acto vigoroso de la solemne publicación del bando siguió un período degeneral expectación.

La desconfianza entre la Administración y los administrados era mutuay aninguno parecía superflua la atenta observación de la actitud delcontrincante.

Las autoridades quizás temían una explosión del sentimiento público: losmadrileños vestidos a guisa del gobierno acaso esperaban la adopción demedidas coercitivas.

Pero el bando continuaba incólume en muchos sitios de la villa; y si bien esverdad que no se observaban las disposiciones que comprendíano era menoscierto que tampoco se había hundido el mundo. Doce días de toleranciaparecieron más que suficientes al Ministerio: consentir en que los alardes dedesobediencia se prolongaran por veinticuatro horas todavíahubiera sidoasentar un golpe mortal al principio autoritario.

Apareció en el horizonte de la corte el sol del 23 de Marzodomingo deramosy tan potable festividad quedó unida en la historia al límite de lapaciencia del marqués de Esquilache.

Las discusiones más a menos templadas que en los días anteriores sosteníancon los recalcitranteslos agentes subalternos de la autoridadse convirtieronen desentonadas disputas: a las palabras malsonantes sucedieron las ofensas dehecho: a las resistencias siguieron las prisiones.

Los alcaldes de corte con su atrabiliario séquito de alguaciles y oficialesde sastrecomenzaron a rondar por las callesdetuvieron a muchos transeúntescontrabandistaslos obligaron a entrar en los portales más próximosy allíhicieron que se les apuntasen los sombreros y recortaran las capas.

Ocioso parece añadir que no pudo emplearse tan expedito procedimiento sindar lugar en ocasiones a enérgicas protestasque recayeron sobre las orejas ylas costillas de los pobres corchetespredestinados por la Providencia en todasépocas para pagar los vidrios rotos.

Las primeras noticias del desusado rigor que se iniciabase propagaron porla villa entera como el eco de un somaten. Los nimbos y los estratos que secernían en la atmósfera se cambiaron en cúmulos; y no tardaron en escucharseesos sordos rumores subterráneos que preceden a las erupciones volcánicas.

Sobre los bandos se fijaron pasquines subversivos.

Uno de los que más fortuna hicieronmultiplicado hasta lo infinitodecíaen dos líneasno sabemos si con la pretensión de versos:


«Sombrero redondo y capa larga

Y caiga el que caiga».


Sin que llegase a estallar un verdadero pronunciamientoel barrio bajo enque más efervescencia se observó durante la mañana fue el del Avapiés.Había algo en el seno del mismoen sus extremidadesy hasta en lasinmediacionesque estaba hablando de próxima tormenta.

Acababan de dar las cinco de la tarde en el reloj de San Juan de Dios cuandollegaron a aumentar el número de los transeúntes de la Plazuela de AntónMartín tres individuos cubiertos de largas capas desembocando por la calle delLeón.

Uno de los recién venidos no pasó de la esquina: la fija mirada queasestaba al cuartelillo de los inválidossituado en la plazuelahubierapodido dar motivo para creer que en aquella detención entraba por mucho laprudencia.

En cuanto a los dos compañeros del hombre de la esquinacontinuaron por lalínea que la visual de éste seguíaa pesar de que todos los ojos sedetenían en ellosy no era de presumir que los agentes de la autoridad lesdispensaran menos atención.

El aspecto de la pareja podía en efecto asegurarse que era una caricatura dela contravención al bando.

Las capas de los dos personajes arrastraban como las hopalandas de losmágicos del portillo de Embajadores en las funciones más solemnes deprestidigitación; y las alas de los sombreros redondosblanco el uno y negroel otrodejaban atrás en ancha falda a las usadas por los picadores de torosy los paveros de Extremadura.

No queremos que tan recalcitrantes sugetos conserven el incógnito paranuestros lectores. El hombre del chambergo blanco era Lozano: su compañeroAyalay el apostado en la esquinaCazurro.

Lozano se adelantó algunos pasos a su amigose embozó hasta las cejasycon el aire del hombre a quien le importan dos bledos todos los bandos del rey ytodos los inválidos del reinocomenzó a pasear tranquilamente por delante dela puerta del cuartel.

La provocación era tan insolenteque el oficial que mandaba el puestonoobstante la cordura de que había dado pruebas durante todo el díaabandonóel cuerpo de guardiay se dirigió resueltamente al embozado.

-Oiga ustedpaisano -dijo con el ceño fruncido:- ¿no sabe usted lasórdenes del rey?

-Sílas sé -contestó Lozano.

-Pues sí usted las sabe¿cómo no se apunta el sombrero y se recorta lacapa?

-¡Porque no me da la gana!.. -replicó Felicísimo acentuando detenidamentecada sílaba para que resaltara más la desvergüenza.

El diálogo había dado principio de un modo demasiado violento para quepudiera continuar.

El oficial levantó la mano exasperado; pero fue tan noble el ademán con queLozano dio un paso atrásy tan claro el relámpago que le encendió los ojosque el digno militar debió comprender que no estaba en presencia de un hombre aquien se puede abofetear. La diestra dirigida a la mejilla se deslizó a lolargo del costado y empuñó la espada.

Felicísimo no había perdido el tiempo por su parte: los que le observabanpudieron creer que los actos de terciarse la capa y desenvainar el acero fueronsimultáneos.

Cuando Ayala vio a su amigo recibir en guardia al oficial no pudo menos dedirigir a este una sonrisa burlona.

En el momento en que los hierros se cruzaronLozano inició un golpe recto;y apenas el contrario acudió a la paradapracticó un brusco cambio de espaday terminó el ataque con un batido tan diestro como enérgicoque hizo saltarel arma del oficial a doce pasos de distancia.

Los curiosos que por aquella parte se habían aproximado con el objeto depresenciar el conflictose pusieron en fuga en todas direcciones para esquivarel golpe del inesperado proyectil que se les disparaba.

-¡Magnífico! -exclamó Ayala batiendo sus robustas palmas con entusiasmo.

Pero no tardaron las manos en tener que cambiar de ocupación. Algunosinválidos habían sacado a relucir sus sablesy acudían presurosos en auxiliodel desarmado jefe.

Tristán cerró el paso a los soldados con la espada en la diestra y la capaarrollada en el brazo izquierdo.

Al cambiar con los veteranos los primeros golpesel mocetón encontró a sulado al bravo Lozano.

-¡Aquí del hijo de mi padre! -rugió Ayala:- ¡que me falte la proteccióndel cielo si estos rústicos carda-lanas son capaces de competir en curvas y enrectas con Euclides y Arquímedes!

Los inválidosalgunos de los cualesveían correr su sangredebieroncomprenderen efectoque en punto a esgrima no estaban a la altura de aquellosadversarios; y dando de mano al arma blanca se volvieron hacia el banco delcuarto vigilante donde se encontraban los fusiles.

Como si no fuera otro el instante esperado en la esquina de la calle delLeónCazurro se llevó a la boca los índices de ambas manosdilató lospulmones con una profunda inspiracióny pobló la atmósfera con el másintenso silbido que resonara nunca en el circo taurino.

Inmediatamente una cuadrilla de hombres armadosviniendo de no se sabedóndecayó de improviso sobre los inválidosles arrancó los sablesseapoderó de los fusilesy por todas partes introdujo en el puesto la confusióndel caos.

Pocos minutos después LozanoAyalaCazurroel oficiallos inválidossus desarmadoresy hasta el piso de la plazuela habían desaparecido ante unanumerosa turba de personasinermes en su mayor parteque semejante a unencrespado océano hería con su flujo las paredes del hospital de San Juan deDiosazotaba con el reflujo el templo de Monserraty se rompía bramando en lachurrigueresca fuente del centro como en las rocas de un islote.

Los balcones y ventanas se poblaban de expectadoreslas puertas de lastiendas se cerraban con estrépitoy las voces de los que se buscabanlos ayesde los que se sentían aplastary los gritos de los que querían dar en señaal movimientose perdían sin eco en ese inmenso clamor que es la respiraciónde las muchedumbres.

Desde el momento en que el tumulto adquirió tan serias proporcionesel jefede la escasa fuerza que ocupaba el cuartel adoptó una cuerda medida. Hizo quelos soldados se replegaran al patio; mandó cerrar el portón y las ventanasyprohibió absolutamente todo género de comunicación con el paisanaje.

-De repente descolló sobre las cabezas de la multitud un hombre deatléticas formaslevantado por los brazos de algunos complacientesentusiastas.

Tristán de Ayalaque era el elevado sobre aquel inmenso pavés humanoprocuró afirmar los pies en los hombros del más robusto de los gañanes que leservían de plintose quitó el descomunal chambergole levantó en la puntade la espada hasta la altura de los cuartos segundosy gritó con un acento quehubiera dominado el de Estentory sofocado los bramidos de los cuernos del bueyde Urí y de la vaca de Unterwalden:

-¡Viva España!... ¡viva el rey!... ¡muera Esquilache!

El triple trueno de Ayala fue repetidocercadoy parafraseado hasta lasaciedad por un frenético clamoreo.

El motín tenía fórmula.

Cada vez más engrosado el turbión por el incesante contingente de curiososque afluíanpor los siete radios que desembocaban en la plazuelacomenzó amanifestar tendencia a desbordarse por la parte alta de la calle de Atocha.

Al poco tiempoel impulso estaba dado. La muchedumbre se ponía enmovimiento por la vía que más directamente conducía a la Plaza Mayordeslizándose ondulante como una serpiente gigantesca desde el colegio de Loretohasta la parroquia de San Sebastián.

Todos los acontecimientos que acabamos de referir habían sido atentamentepresenciados desde un balcón situado enfrente del cuartel por dos individuos deatusada coletarostro rasurado y oscura casaca.

¿Qué ha parecido al padre Torrigiani el principio de la manifestaciónpopular? -preguntó uno de los mencionados espectadores a su compañero.

-Tanto espadre Cebriánel interés que me ha inspirado -contestó elinterrogado-que siento una tentación irresistible de observar por mis propiosojos si el fin corresponde al principio.

-En verdad que no es menos vivo mi deseo.

-En marchapues: el terreno comienza a despejarse.

Ambos jesuitascubiertos por cumplidas capas y sombreros redondosbajarona la calley se dejaron arrastrar por las últimas ráfagas del viento quequinientos pasos más arriba era vertiginoso torbellino.

Capítulo XVI.

Marcha del motín en la noche del Domingo de Ramos.

La atención preferente de la falange tumultuaria consistió en detener acuantos individuos encontraba con sombrero de tres candilesy en devolver alala su redondez primitiva.

Esta justa revancha de las humillaciones que acababan de ser impuestas alpueblo de Madridmereció la más unánime aprobación.

Es verdad que la conducta de los amotinados no estaba en perfecta armoníacon el principio de libertad que proclamaba la explosión del espíritunacional; pero buen filósofo sería el que exigiera lógica a los movimientospopulares.

Cruzaban las postreras olas de aquel torrente humano por la desembocadura dela calle de Carretascuando en el ángulo de la Plaza del Ángelapareció unaberlina tirada por dos mulasque a duras penas conseguían abrirse paso porentre la compacta muchedumbre.

En el momento en que la laboriosa marcha del vehículo comenzaba a promovertempestuosas reclamacionesse descorrió uno de los vidriosy se esparció porel aire una nube de papeles.

Lo singular del caso hizo que apresuraran el avance los padres Cebrián yTorrigianilos cuales no tardaron en llegar a la portezuela del carruaje.

El procurador de la Compañía halló en el fondo de la berlina un rostroconocido.

-¡Buena siembraseñor de Salazar! -dijo con la voz meliflua que le erahabitual.

-¡Plegue al cielo que sea mejor la cosechaseñor de Cebrián! -contestóel repartidor de impresosarrojando por encima de la cabeza del jesuita otroabundante paquete de hojas que volaron en todas direcciones.

-No es de mala calidad la tierra que recoge la semilla -replicó Cebrián alver la avidez con que la multitud se apoderaba de los papeles y devoraba sucontenido.

-¿Me será dado seguir adelante?

-No creo que estas buenas gentes lo impidan. Parece que no faltan hoyocupaciones al caballero murciano.

-Nunca me ha sido más necesario el don de ubicuidad. Antes de consagrarmecon alma y vida en esta noche al objeto capitaltengo que atender a variasincidencias importantes.

-Actividadpuesy fortuna.

-Dios nos la conceda a todos.

-¡Dies ira!

-¡Ferro et igne!.

Salazar desparramó profusamente una tercera emisión de sus documentosygritósacando medio cuerpo por la portezuela:

-¡Vosotros seguid la liebreque ella se cansará!

Acto continuo dijo una palabra al cocheroy la berlina prosiguió su camino.

-¿Quién es este original repartidor? -preguntó Torrigiani a su compañero.

El procurador acercó sus labios al oído del italianoy contestó:

-Es un hombrecuyo odio personal al monarcanos ha prestado eminentesservicios.

-¡Carlos III tiene enemigos de tal género!

-Conozcopor lo menosese ejemplar.

-¿Y a qué motivos se atribuye?...

-El asunto está envuelto en sombras misteriosas... Se habla de una pasiónvolcánica hacia una mujer o hacia una dote; sentimiento que se vio contrariadopor complacencias del rey con un rival favorito que ejercieron presiónincontrastable sobre un padre tan tirano con su hijacomo servil con elpríncipe....

En la boca del italiano se dibujó una sonrisa que expresaba elocuentementeel profundo desdén que le inspiraban ciertos móviles de las pasiones delcorazón humano.

El procuradorque comprendía aquella especie de lenguaje gráficoselimitó a añadir:

-En fin...esas son las gentes explotablesy no hemos perdido la ocasión .

Mientras los reverendos cambiaban estas frasesse daba lectura en loscorrillos de los impresos facilitados por el hombre de la berlina.

El epígrafe que los clandestinos documentos llevaban era el siguiente:

Estatutos del cuerpo erigido por el amor español en defensa de la patriapara quitar y sacudir la opresión de los que intentan violar sus dominios.

Aunque tenemos a la vista uno de los pocos ejemplares que se han salvado deenvolver legumbresy acaso de otros usos menos dignosen el trascurso deciento trece añoshacemos gracia a nuestros lectores de escuchar inintegrum los quince artículos que comprendeno escritossin dudaporindividuo alguno de la Real Academia establecida por Fernando VIy únicamentenos permitimos exponer un brevísimo apuntamiento.

El pueblo recibía sanos consejos de prudencia y de confianza; se lerecomendaba la subordinación a los jefesy la templanza para con las personasconstituidas en autoridada quienes expusiera las justas reclamaciones quemotivaban el movimiento; se le exhortaba a no apelar al derecho de la fuerzamientras no se hicieran prisiones; se le exigía que aclamase con júbilo alreysí como era de esperarotorgaba las peticionespersistiendoincesantemente en que se dejara ver de los súbditos en el caso de que difiriesesancionarlas por sugestiones de malos consejeros; se le conjuraba a que por nadaen el mundo desmayase en pedir la cabeza de Esquilache; se le conminaba a que nocediera un palmo de terreno ante agresiones inicuas; se le prometía que de nadacarecería la familia de aquel que fuera víctima propiciatoria en el altar dela patria; y se le manifestabapor finla consabida cláusula formularia deque se castigaría con la pena de muerte al que cometiere robo u otra acción devillano.

Cuando las prescripciones de los llamados Estatutos fueron deletreadasleídas y proclamadasla retaguardia del tumulto continuó la ruta que seguíael cuerpo principal de los amotinados.

Poco tiempo despuésla apiñada multitud se deslizaba por el angosto pretildel arco de la plaza Mayorinvadiendo el coso como un torrente desbordado.

En el mismo momento otra numerosa legión de ciudadanosque procedente de laplaza de la Cebadapenetraba en la Mayor por la calle de Toledoacogió laaparición de la turba de Antón Martín con una estrepitosa salva de aplausos.

El entusiasmo y la algazara rayaron en delirio. No podía caber duda en queMadrid entero había recogido el guante con que le azotó la mejilla el procazministro italiano.

Ambas agrupaciones cambiaron sus vítores frenéticoslos entusiastas lemasde las reclamaciones que daban al vientoy los abrazos de la fraternidad; y conel finsin dudade solemnizar la identidad de mirasdar un instante dedescanso a los fatigados remosy humedecer las fauces enronquecidas por losgritos patrióticosse diseminaron en sendos grupos por las tiendas de vinos ycomestiblesy se abandonaron a la tregua de los brindis y los tasajos.

La masticación y libaciones encontraron motivo para prolongarse algúntanto; porquemerced al más extraordinario caso de taumaturgiacuando losconsumidores pedían la cuenta de su gastoexperimentaban la grata sorpresa desaber que númenes benéficos llenos de previsión hacia las necesidadeshumanasse habían anticipado al pago.

Los organizadores del movimientodebieron comprendersin embargoque nadaes menos conveniente que la inacción en semejantes circunstancias; y como laestancia en la Plaza pasaba de una horay la noche cerró entretantocomenzaron a inculcar en todos los círculos la idea de la urgente necesidad quehabía de acudir a Palacio.

Reanimose el espíritu público mediante cuatro enérgicas invocacionesyvencida la resistencia inerteel gran monstruo se balanceó de nuevo en ladirección de Occidente.

Al llegar a los portales de Guadalajarasurgió un obstáculo que detuvo elimpulso.

La cabeza de la columna rodeaba un coche que se adelantaba hacia la Plaza porel tránsito de las Platerías.

Los más próximos concurrentes acercaron una tea humeante a la portezueladel carruaje.

-¡El duque de Medinaceli! -gritó una voz sonora.

Así eraen efecto: el noble duquecaballerizo mayor de la Real Casaacababa de dejar en Palacio a su augusto amoel cual cazaba en el monte delPardo al recibir la noticia del inesperado movimiento populary se habíaapresurado a regresar a Madrid.

Pasaba el de Medinaceli entre los madrileños por magnate de expléndidalargueza y trato llano; y como a estas apreciables dotes se unía la aversiónque no recataba sentir por el marqués de Esquilachela repentina aparicióndel caballerizo mayor en el seno del motínfue recibida con una explosión desimpatía.

-¡Viva el ilustre descendiente de los infantes de la Cerda! -exclamó unentendido genealogista.

-¡El español de pura raza! -añadió un castellano viejo.

-¡El defensor de los derechos del pueblo! -replicó un sugeto de espíritupráctico.

-¡Graciasamigos míos!... ¡gracias mil veces!... -contestó el duqueentre dos estornudosproducidos por el humo azufrado que se le subía a lasnarices.

-¡Que sea el señor duque el intérprete de nuestras reclamaciones cerca desu majestad! -clamó un acento débilpero estridentesalido de no se sabedónde.

El pensamiento pareció tan excelenteque fue aceptado por unanimidad entreun millar de afirmacionesun huracán de palmadas y una tempestad de rugidos dejúbilo.

Se supone que el duque se prestó de buen grado a tomar a su cargo lacomisión que el pueblo le confería; pero lo mismo la habría desempeñado enel caso contrario.

La portezuela del coche se abrióen efectoa impulso de manos vigorosas; yantes de que Medinaceli pudiera darse cuenta del extraño sucesose hallóextraído del fondo del vehículosentado cómodamente sobre unos hombroscolosalescon una cabeza enorme entre los muslosy un centenar de brazos entornoofreciéndole puntos de apoyo.

La marcha triunfal inició su reposado curso por la calle de Santiago; yterminó en la Plaza de Oriente delante de la puerta del Príncipe del realPalacio.

Mientras se desarrollaban en la villa y corte los acontecimientos que vamosnarrandoel héroe de la jornadael ilustre marqués de Esquilacheprocurabadistraer momentáneamente su ánimo de la penosa gestión de los negociospúblicos en el inmediato sitio de San Fernando.

Haysin embargosiniestros vapores en la atmósferasombríospresentimientos en el corazónque no domina el hombre de espíritu más librey toda la buena voluntad del marqués no pudo proporcionarle el esparcimientoanhelado.

Antes de que el sol descendiese a su ocasoEsquilachecejijunto y austeropidió su berlina y se volvió a Madrid.

El correo que trotó silencioso al vidrio del carruaje durante el trayectohizo detener repentinamente las mulas en las inmediaciones de la Plaza de toros.

En el mismo momento un ginete tan jadeante como el caballo que montabaseacercó al estribo del coche.

-¿Qué ocurrePaulino? -preguntó Esquilache inquieto al reconocer a sucamarero favorito.

-Ocurreseñoruna gran desgracia -balbuceó el doméstico con vozentrecortada.

-¡Habladesventurado!...

-Ha estallado un tumulto en la villa...

Esquilache palideció.

-¡Un tumulto! -repitió anonadado.

-De los más formidables: sería una verdadera imprudencia que el señormarqués se aventurase a dar un paso por las calles de Madrid en el estado enque se encuentran. No es otro el motivo de haberme apresurado a anticipar avuecencia la infausta nueva.

-¡Tan imponente se presenta el motín!

-¡Tiemblan las carnes!

-¿Son numerosos los grupos?

-Masas colosales: enjambres de cuatro mil... de ocho mil... de diez y seismil personas.

La palidez del marqués había adquirido tintas lívidas ante la facilidadcon que el ayuda de cámara doblaba las cantidades.

-¡Y gritarán esos renegados!... -articuló el ministro trémulo.

-Atruenan el espacio.

-Has podido percibir alguna de las más importantes vociferaciones?

-Sin duda...

-Dímelapues.

El camarero bajó los ojos.

-¡Para reticencias estamoscuerpo de Cristo! -pronunció el marquésimpaciente.

-Pues bienseñor -murmuró Paulino:- el pueblo pide la cabeza de vuestraexcelencia.

-¡Pópolo bárbaro! -exclamó instantáneamente Esquilache en su lenguanativa.

Después enjugó el sudor que le bañaba la frentea pesar del fresco vientoque soplabadirigió los azorados ojos hacia la puerta de Alcaláyrepuso sofocando un sollozo:

-¿Dónde está la marquesa?

-Debe hallarse en el paseo de las Delicias; pero he enviado a Gastón paraque la participe las ocurrencias.

-Has obrado con corduraPaulino; pero quiero que hagas más todavía:

-Disponga vuecencia de mi vida.

-Vas a correr tú mismo al encuentro de tu señoray a decirla que noexperimente el temor más ligero por lo que concierne a mí persona. El lugardonde he de refugiarme es de todo punto inviolable.

-Señor... señor...

El marqués indicó a Paulino la tapia del Retiroy añadió en tono breve:

-¡Parte!

A continuaciónEsquilache comunicó sus órdenes al cocherose hizoconducir a galope por las afueras al portillo que precedió a la actual puertade San Vicenteechó pie a tierra en las ramblas de las caballerizascambióde capa y de sombrero con el correoy penetró en el Palacio Real por lapoterna de la fachada de la capilla.

Desde que el rumor del desusado acaecimiento se esparció por la villahabían ido llegando a la mansión regiadeprisa y con más o menos sustolosministroslos camaristas de Castillalos altos funcionarios militaresy losdignatarios de la servidumbre..

En todos los semblantes se observaba una impresión penosala que producenlos fenómenos desconocidosporque tan poco avezados estaban nuestros dignosabuelos a las convulsiones políticasque desde los tiempos de OropesaenAbril de 1699nadie había presenciado en la corte un espectáculo como el deaquella noche infausta.

Las damas gimoteabanlos eclesiásticos se cubrían el rostro con las manoslos militares requerían la espada; y se cerraban puertasy se abríanbalconesy se ibay se venía sin orden ni concierto; no siendo el mismo reyel que menos se agitabavagando de un grupo en otromás ganoso de adquirirnoticias y encontrar consueloque de observar la etiqueta inherente a ladignidad que personificaba.

Inútil juzgamos añadir que el más atribulado de todos los cortesanos erael ministro de Hacienda y de la Guerra.

Contra sus esperanzasla herida que recibió en la Puerta de Alcalásehabía exacervado desde que pisó los regios salones.

No sorprendí a Esquilache que sus enemigos declaradosmás insolentes quenuncale dirigiesen miradas de reto; pero le apenaba que los antes solícitosse le manifestaran hostilesy le contristaba profundamente que hasta los mismosamigos se le desviasen.

Puede decirse que el único en quien halló cordial acogidafue el buenCarlos III.

El Consejo permanente no ofrecía resultado práctico alguno: se discutíaacerca de las precauciones que hubiera sido conveniente adoptar el díaanterior; se dardaban mutuas reconvenciones embozadasque eran en el actorecogidas por los que se consideraban aludidosy contestadas con más o menosacritud: y entretanto la concurrencia en la Plaza de Palacio se condensabalosclamores crecíany las carrerasla confusión y la alarma se multiplicaban.

En los momentos en que la indecisión era mayorun resplandor rojizo hiriótodos los ojos. ¿Le producía la llama de un incendio? Los cortesanos seagolparon a los balcones.

El asunto no era tan grave todavía. El siniestro reflejo provenía de unamultitud de hachones resinosos enarbolados por nuevas turbas que entraban enescenaestrepitosascompactasarrolladoras.

Al humeante brillo de aquel alumbrado del infiernose distinguíancabelleras de energúmenosfacciones patibulariasmiradas de basilisco.

El marqués de Esquilacheque se había aventurado a dirigir una visual alfondo de la Plaza por encima del hombro de una damadio tres pasos atrásvacilante como herido de un golpe en el cráneo.

Una nueva extendió sus ecos por los salones con la rapidez del relámpago.El duque de Medinacelique había sido conducido en brazos de los amotinadosse adelantaba a exponer al rey las reclamaciones populares.

Las vastas estancias quedaron desiertas: cuantos las poblaban se agruparon enla cámara real.

El caballerizo mayormaltrecho y jadeanterepitió concienzudamente almonarca cuanto le habían hecho aprender a gritos en el tránsito desde la callede Milaneses; y fuese porque no recobró las fuerzas hasta que la narracióntocaba al términoo por otra causa cualquieraes lo cierto que no consiguióexpresarse con perfecta calmay aun podría decirse con cierta complacenciasino cuando llegó al postrer detalle relativo a la decapitación de Esquilache.

Concluida la exposición del memorial de agravioscomenzaron loscomentarios; pero la efervescencia que agitaba la Plaza pareció comunicarse alsalón regio. Las opiniones difirieronchocaron entre síse apasionaron; ycomo la sustentación de todas ellaspor cierto muchasera simultáneaseprodujo el caso de no entenderse nadie.

El tumulto que atronaba amenazador la callehabía quebrantado el vigormoral del rey: la anarquía que vio imperar en su cámarale agotócompletamente las fuerzas físicas.

Dos motines eran ya demasiados.

El pobre monarca se desplomó exánime sobre un sillón; rogó que no se lerompiese más la cabeza; previno que se manifestase al pueblo que seríanconcedidas sus peticiones; y suplicó que se adoptasen las disposicionesconvenientes para que todo acabase de una vez.

Ante la precisa declaración del rey cesaron las divergencias. Lo único quepor lo pronto había que hacer era decidir la manera de comunicar a losrevoltosos la promesa de su soberano.

Desde luego se optó por el sistema oral: el del motín no había sido hastaentonces otro.

Pareció que no existía persona más indicada que el duque de Medinacelipara bajar a entenderse con el pueblopor cuanto fue su mandatario; pero eldigno caballerizo mayor se sentía tan perturbadomolido y manoseadoque noocultó su deseo de quea ser posiblese le permitiera declinar las nuevasglorias que había motivo para creer le proporcionaría la embajada.

No faltópor fortunaquien en el acto se encargara de la misión.

El duque de Arcoscapitán de guardias de Corpsque creía disfrutar tantapopularidad como el de Medinaceliy que además contaba con el prestigio delprivilegiado uniforme que vestíasalió a la Plaza y conferenció con losamotinados.

Cuando la turba pudo enterarse de que el rey había escuchado lasrepresentacionesninguna encontraba injustay a todas accedíaprorumpió enuna nutrida salva de aplausos que llevó sus tranquilizadores ecos a todos loscorazonesexcepción hecha del de Esquilache.

El capitán de guardiasdespués de aquel ruidoso éxitono tuvo queesforzarse mucho para hacer comprender a los sublevados la conveniencia dedespejar la Plaza de Palacio. Los directores del movimiento no eran hombres aquienes alcanzada la victoriapudieran aplicarse las palabras que Narbal dijo aAníbal.

La multitud hirviente y satisfecha comenzó a dirigirse hacia lasdesembocaduras de las arterias principales.

Un grupocomo de mil personasera el más diligenteal parecerenalejarse del alcázar.

Los que veían deslizarse por las calles aquella masa de hombres compactahostil y decididaadivinaban que no era la dispersa muchedumbre de unaretiradasino una columna de ataque.

¿Sobre qué punto iba a descargar la amenazadora nube de tempestad? He ahíun problema que innumerables curiosos se propusieron resolver y no tardaron enconseguirlo.

Los amotinados cruzaron la Puerta del Solsiguieron la calle de Alcalápenetraron por la de las Torresy cercaron la casa del marqués de Esquilache.

Allí estalló el volcán de los gritos de destrucción y muerte.

Las puertasventanas y balcones aparecieron cerrados y aun atrancados; peropara esos demoledores arietes que se llaman tumultos populares nada hayirresistible.

En semejantes circunstancias nunca faltan ingenieros de inventivacapatacesactivosobreros hábiles: lo mismo se improvisan los instrumentos que losmateriales; los derribos que las construcciones.

Barras de hierro procedentes de no se sabe qué punto del espacioacaso delas rejas más próximassirvieron de palancas; las escaleras de los farolerospúblicosempleos de reciente creaciónproporcionaron mazos y cuñas; loscuchillos hicieron el oficio de fulmones; y el resultado del artificio a que diolugar la combinación de todos esos útilesfue proporcionar la satisfacción ala puerta principal de poder verse libre de sus goznesy de acostarseestrepitosamente sobre el empedrado.

Los sitiadores invadieron la casa de Esquilache con las consideraciones quese guardan a las plazas asaltadas por la brecha.

El primero que trepó como un gato por encima de la barricada de mueblesderribó como un toro los domésticos que encontró delantey subió como unmandril los escalones de cuatro en cuatroera un hombre de poblada barba yrostro atezadoque todavía conservaba en la mano la barra que más contribuyóa forzar la puerta.

El asaltadorque por lo vistoconocía perfectamente el terreno que pisabase lanzó en dirección a las habitaciones de la marquesa; por los tránsitosque más se aproximaban a la línea recta.

La mampara del salón cedió a un rudo golpe de eco perdido en el inmensoestruendo que conmovía la casa enteray el intruso atravesó la estancia ypenetró en el gabinete.

El amotinado observó desde luego cierto desorden en todos los objetosquele hizo fruncir el entrecejo; pero que al mismo tiempo fue un espolazo para lafebril actividad que le poseía.

El barbado personaje se precipitó sobre el escritorio; deshizo con lapalanca las cubiertaslas cerraduraslas gavetas; escudriñó los doblesfondos secretospalpando con las convulsas manos los ángulos recónditos dondeno alcanzaba la vista... Después se revolvió furioso contra los armarioslasarcas y las mesas: nada resistió a la potencia destructora de la terriblebarra: la habitación era un astillero.

El investigador encontró numerosos estuches en su mayor parte vacíos; peroapenas los concedió una sombra de atención: tropezó con monedas de oro yplata; pero las sacudió desdeñosamente con el pie: dio con preciosos objetosde arte que habrían enriquecido a un codicioso; pero los arrojó impaciente alsuelotriturándolos con los tacones de las botas.

¿Cuál era el móvil de devastación tan insensata?

Para el observadorque desde el primer momento se hubiera fijado en laspesquisas y en los sitios donde con preferencia se deteníanla respuesta nopodía ser difícil. Aquel hombre no buscaba otra cosa que papeles.

En ese puntosin embargoningún hallazgo correspondió al anhelo deldestructor.

Un rayo de esperanza pareció surcar de repente las sombras que comenzaban aofuscarle el espíritu.

El de la barra volvió a la antecámaray encontrando un rostro conocidoentre los que acababan de invadirlagritó con voz de trueno:

-¡Botija!

El apelado contestó en el acto:

-Presenteseñor de Salazar.

-Que busquen y me traigan a un mozo de mulas de Esquilacheque llamanMartín Álvarez.

Botija se apresuró a cumplir el encargo; y poco tiempo después fueconducido a puntapiés un pobre diablo a la presencia de Salazar.

-¡Pasa! -dijo este al mozo indicándole el gabinete.

El infeliz entró temblando.

Salazar le siguió y cerró la puerta.

-¿Has cumplido mis órdenes -pronunció-poniendo a salvo los papelessecretos de la marquesa en caso de motín o de incendio?

-Confiesoseñor don Juan Antonio -murmuró el mozo-que no he creídohaberme encontrado en las circunstancias a que se refería mi compromiso.

-¡Cómo! ¡miserable!.. ¿No eres tú quien se ha apoderado de esosdocumentos?... ¿Has permitido que otro se nos adelantase?.. ¿Así hascorrespondido a la subvención que te pagaban?...

Y al pronunciar estas palabras Salazar sacudía con violencia a Álvarezempuñándole por el cuello del chupetín.

-Señor...

-¡Eres un tuno!

-Yo no podía impedir que la señora marquesa recogiese las alhajas y objetosde su propiedad que tuviera por conveniente...

-¡Ah! ¿la marquesa ha vuelto a su casa después de estallar laconmoción?..

-En los primeros instantes.

-¿Y se ausentó de nuevo?...

-A los diez minutos.

-¿En qué lugar se ha refugiado?

-En el templo del Colegio de Niñas de Leganésdonde se educan las doshijas de su excelencia.

-¡Ah villano! -exclamó Salazar cada vez más frenético:- ¡Y no te habíasanticipado!.. ¡y has consentido que esa indigna meretriz se lleve unos papelesque valen para mí más que la vidaporque pueden ser mi venganza!...

-Señor de Sal azar... -articuló Martín:- yo no he ofrecido nunca hurtar ami ama objetos de su estima; sino ponerlos a cubierto de la destrucción encasos dados...

La voz del mozo se apagó todavía para añadir con aire de contritaaflicción:

-Aún asíno puedo verme libre del remordimiento de haber aceptado unamerced equívocaque en razón a mi corto salariohacían precisa lasnecesidades de mis hijos...

-¡Gran canalla! -aulló Salazar ciego de cólera:- ¡ consideras un cargo deconciencia la sustracción de algunos papeles a tu amay me robas a mí eldinero sin escrúpulo!..

El puño de Salazar hirió a Martín en pleno pecho.

Por un instintivo movimiento de defensael agredido extendió las manosdelante de síy una de ellas chocó con la mejilla del caballero.

Entonces Salazar enarboló su barra con ambos brazosy el contundenteinstrumento cayó sobre la cabeza de Martín Álvarez con el peso de unamontaña.

El desgraciado mozo de mulas se desplomó en el pavimento sin exhalar ungemido.

Salazar salió del gabinetearrojó en el salón la ensangrentada palancaypugnó por abrirse paso a través de la muchedumbre que a la sazón derribabalas puertas del despacho del marqués de Esquilache.

En la meseta de la escaleranunca cansada de abortar oleadas de amotinadosun hombre que tendía por todas partes sus ávidas miradasse lanzó en ladirección del murcianoasentando sendas puñadas a cuantos le interceptaban elcamino.

-¡Diez tiros! señor de Salazar -exclamó aquel sujeto.

-¿Qué significa eso? -contestó el caballero a su apostrofador con elsemblante más sombrío que el del carbonero Botija que no se hallaba lejosentonces.

- No es imposible que yo haya pronunciado alguna bestialidad -replicó elrepartidor de puñetazos-; pero ya comprende usted... se trata del santo yseña...

El murcianodueño al fin de sí mismorepuso:

-Dies irœ ha querido decir el señor Abendaño: está bien; ferro etigne. ¿Qué es lo que ocurre?

-Que el Consejo directivo del Cuerpo de alborotados matritensesinvita austed a que inmediatamente asista a la sesión que está celebrando.

Salazar hirió la tierra con el pie.

-EnteradoAbendaño -murmurómordiéndose el bigote.

-Enhorabuena.

-Voy a volar al seno del directivo.

-Volaremos emparejados. Se me ha prohibido que vuelva a dar otracontestación que no consista en la real y efectiva presencia de usted. Pareceque se proyecta la adopción de acuerdos graves.

El caballero hizo un cuarto de conversión.

-AcércateBotija -dijo en alta voz.

El carbonero se aproximó.

Salazar le deslizó estas frases al oído:

-La marquesa de Esquilache se ha guarecido con sus tesoros en el Colegio deNiñas de Leganés.

-La marquesa es la más taimada de las garduñas -gruñó Botija.

-Por eso la someto a la observación del más vigilante de los gatos.

-¿De qué madrileño se trata?

-De ti mismo.

-Perfectamente: mi consigna.

-Toda está reducida a situar convenientemente a la vista del Colegio unaveintena de tus más adictos buenos mozos; y a impedir la entrada o la salida enel local a quien quiera que seahasta recibir órdenes mías.

-Dé usted por cierto que desde que yo me asome a la calle de la Reinanohay lazareto de más rígida incomunicación en España que el Colegio encuestión.

-Cuento con ello; pero ten entendido que es preciso que vayas a asomarte enel acto.

Los dos interlocutores se separarony cada cual echó por su lado paratratar de salir de la casa de las Siete chimeneasempresa mucho más difícilpor ciertoque lo fue la de entrar.

El edificio eraen efectouna colmena humana donde al considerable enjambrede abejas laboriosasse había añadido una masa irremovible de inútileszánganos.

El estruendola destrucción y la rapiña imperaban por todas partes. Losfanáticos arrojaban los muebles por los balcones; la chusma se hartaba en ladespensa y la bodega de perniles y vino; los sibaritas llenaban sus bolsilloscon los excelentes cigarros de la Vuelta de Abajo que el intendente de rentas deCubaregalaba a su jefe el Ministro de Hacienda.

Cuando los trastoslos tapices y las esteras formaron en la calle uncúmulo caóticofueron acariciados con las rojas lenguas de las teas; y comola llamaa la vez que distrae los ojos regocija el ánimo de ciertas gentesnofaltaron alegres amotinados que propusieron quemar la casa al mismo tiempo quelos muebles.

Bastóno obstanteque una potente voz hiciera la observación de que lafinca pertenecía al marqués de Murillohonrado español y amante del pueblopara que se abandonase la idea por muy seductora que fuera.

Una hora después sólo quedaban humeantes troncos carbonizados y candentescenizas de aquel inapreciable menaje acumuladosegún el odio popular por lainsaciable codicia de la marquesa.

Tan libre de toda clase de utensilios quedó la casa enteraque como uncontemporáneo pintorescamente nos diceel inquilino que sucediera aEsquilachepodría verse en el caso de tapar los agujeros de los clavos; perono tendría que arrancar ninguno de estos.

El desolado teatro de tanto extrago había dejado de ofrecer interés.

La turbaávida de nuevas emocionestomó la dirección de la próximacalle de San Miguel donde habitaba el marqués de Grimaldi.

La portada y ventanas del domicilio del ministro de Estado fueron saludadascon una granizada de guijarros que acabó con todos los vidrios; perointercesores misteriosos supieron hábilmente imprimir otro curso a las iraspopularesy la devastación no pasó adelante en aquel sitio.

Había una llamada mejora introducida por Esquilacheque estaba clamando alcielo por el innecesario gasto que ocasionabaespecialmente en las noches deluna. Nos referirnos al alumbrado público.

El furor popular se desencadenó contra los faroles.

Aquellos instrumentos exóticosimplantados en Madrid por el más absurdovicio italianocual es el de ver por donde se andafueron envueltos en laexecración tributada a todas las obras de Esquilachey arrojados al suelo enmenudos pedazos.

Hasta las doce de la noche no se ocupó el populacho en otra cosa que enproporciónarse ese inocente desahogo; y como el tiempo diera de sí losuficienteno quedaron en la villa más faroles que los que iluminaban lafachada del palacio de Medinacelien consideraciónsin dudaa la últimacomplacencia del duque con los alborotados.

En los momentossin embargoen que tenía lugar el tránsito del domingo allunespareció reanimarse algún tanto el ya decadente pronunciamiento.

Una agrupación estrepitosa de hombres roncos y jadeantes desembocó en laPlaza Mayorarrastrando con cuerdas un retrato del marqués de Esquilache.

A los cinco minutos se había organizado una pira rociada con los restos deuna botella de aguardientey el cuadro ardía como el alma de un réproboentre las carcajadasla zambra y el ludibrio.

En la ocasión en que se daba este espectáculocruzaron la Plaza dosembozados dirigiéndose a la bajada de la calle Mayor.

El uno de ellos se detuvo un momento a contemplar la farsael otroprosiguió desdeñosamente su camino.

-¡Voto a tal! -dijo el curiosoreuniéndose con su compañero:- he aquíquerido Felicísimolos únicos autos de fe con que yo transijo: aquellos enque no se queman más que efigies.

Capítulo XVII.

La guardia Walona y el pueblo de Madrid en la mañana dellunes 24 de marzo.

Las formales ofertas hechas en las puertas del Palacio Real por el duque deArcosen nombre del monarcala absoluta ausencia de las autoridades en lascalles y la lógica consecuencia de que durante toda la noche ardiese la llamadel motín lo más tranquilamente posiblehasta extinguirse por sí mismadaban derecho a los optimistas para esperar que al día siguiente no sereprodujesen los conflictos.

Sin embargodesde las doce a las seis de la madrugadahabían deliberado enlos dos extremos de la villa el gobierno y el Consejo directivo del Cuerpo dealborotados matritenses; y por lo vistobrotó la luz de esta doble discusióncomo de la que entablan el pedernal y el eslabón brota la chispa.

Apenas los primeros rayos del sol del 24 de Marzo doraron la linterna de latorre de la parroquia de Santa Cruzla más elevada entonces de Madridcomenzó a observarse movimiento militara pesar de que se quiso hacer que nofuera ruidoso.

La guardia de la regia mansión obtuvo un considerable refuerzoy numerososdestacamentoscon los tambores a la espalday las cornetas y los pífanos enla bandolerafueron a establecerse en las calles y plazas de más importanciaestratégica.

El pueblopor su partealarmado por semejantes signosse agrupaba endiferentes puntos. Corría de boca en boca el rumor de que las promesas que seatribuían al rey no habían tenido otro objeto que el de ganar tiempo; seaseguraba que el marqués de Esquilache acababa de expedir órdenes apremiantespara que marchasen sobre la capital las tropas acuarteladas en los cantonesinmediatos; y se daba por cierto que iba a encomendarse al brazo militar larigorosa aplicación del bando concerniente a las capas y los sombreros.

Dos nuevos factoreslas mujeres y los muchachoshasta cierto puntoabstenidos durante la precedente nocheingresaron franca y resueltamente en laslegiones de los amotinados en cuanto se disiparon las tinieblas; y como amboselementos son de suyo ruidososmás todavía que en bultoganó con ellos elmovimiento popular en imponente clamoreo.

Las bulliciosas turbasque en diversas ocasiones pasaron por delante de lafonda de Levantey las hipótesis absurdas que semejante desfile inspiraban alos camareros del establecimientocomo hechos que a ciencia cierta lesconstabanmovieron a Lozano a salir a la calleno sin haber previamentecambiado la inconmensurable capa y el grotesco sombrero que usó en la tardeanteriorpor otras prendas menos llamativas; porque es de advertirque elguarda-ropa del joven caballero se había renovado y surtido de un modosatisfactorio en las últimas cuarenta y ocho horas.

Cuando un habitante de la villa que ostenta en su escudo el oso y elmadroñose lanza a la vía públicaávido de noticiasen momentos detrastornos políticosinstintivamente se dirige y se ha dirigido en todas lasépocas a la Puerta del Sol.

No hizo traición Lozano a ese instinto local: los pasos del joven seencaminaron pausadamente a lo largo de la calle de Alcalá hacia el focotradicional de las informaciones cuando no de los sucesos.

El pueblo zumbaba como un mal humorado avispero en torno del grueso piquetede la guarniciónsituado entre la calle de Carretas y las gradas de SanFelipe; pero aunque soldados y paisanos se observaban con mutua desconfianzanada hacía temer una colisión inminente.

Absorto se hallaba Felicísimo en la contemplación de la tropacuando sesintió aprisionado por unos brazos vigorosos.

No era Lozano un hombre predispuesto por la naturaleza para experimentarfácilmente lo que se llama sustos; pero en algunas ocasionesy el momento encuestión formaba parte de ellaslos nervios del caballero se permitieron labroma de proporciónarle una sorpresa.

Vuelta rápidamente la cabeza hacia el sitio de donde provenía la agresiónel joven se encontró con el radiante rostro de Ayalaque le dijo a quema ropa:

-Me pareceFelicísimoque el asunto es una cosa concluida.

-¡Ah! ¡Eras tú el abordador capcioso! -pronunció Lozano.

-¿Y quién diablos querías que fuese?

-Estás contento por lo visto...

-Confieso que me sofoca la alegría.

-¿Por tan segura tienes la decapitación de Esquilache?

-¡De Esquilache! -exclamó Ayala abriendo extraordinariamente los ojos y laboca.

-¡Pardiez! ¿No era la cabeza de ese ministro lo que ayer pedías a voz engrito?

-¡Bah! Lo mismo me ocupo yo de semejante calabaza que de las zapatillas delPreste Juan.

-Pues entoncesesfinge: ¿qué negocio terminado es el que te regocija?

-El de mi establecimiento ¡cuerpo de tal!

-¡Ah! por fin te estableces...

-Pero en qué condiciones... ¡oh Felicísimo!... inauditasinesperadasfabulosas. No tengo que tomarme el trabajo de buscar el local ni de adquirir elmaterial necesario... Uno y otroplenamente acreditadosse me han venido estamadrugada a la mano como en un sueño de hadas.

-Te felicito.

-Haces bien ¡vive Dios! y eso que no sabes todavía cuál es la sala que seme ofrece en traspaso.

-En efecto.

-Se trata nada menos que del reputado salón de Martín Bermejo.

-No le conozco.

-¡Oh malaventurado provinciano!... Pues bienvoy a ilustrarte: elestablecimiento de Bermejo se halla situado a espaldas de la iglesia parroquialde Santa Maríafrente por frente de la mismísima Casa de Pajes...¿ComprendesFelicísimocomprendes?

-Ni una palabra.

-Me desesperas. No es difícilsin embargoentender que mi escuelalatuyala del inmortal Boscola esgrima modernava a presentar batalla acincuenta pasos de distancia al decrépito sistema del rutinario maese Rico; yque todo me permite esperar que sus pajesseducidos por nuestras maravillasdesertarán en tropel de la sala del Real Colegio para poblarla mía.

-Si así sucedeno seré yo quien menos se complazca.

-¿Me acompañas a examinar el actual estado de la sala de Bermejo?

-En verdadTristánque no se me ocurre otra cosa mejor que hacer en esteinstante.

-Vamospuessi este cúmulo de papanatas nos lo permite.

Los dos jóvenes comenzaron efectivamente a removerse con algún trabajoentre los papanatas; pero apenas consiguieron salir de la Puerta del Sollacalle Mayor les ofreció ancho y despejado camino.

Desde el atrio de San Felipe hasta la Torre de los Lujanes la vía públicano presentó otro carácter anormal que el de la excesiva concurrencia en losbalcones. A partirsin embargode la casa del Ayuntamientotodo cambió deaspecto.

El pueblo se agolpaba tumultuoso al pie del edificio de los Consejosseguíala línea trazada por la casa del Plateroenvolvía el templo de Santa Maríade la Almudenay se extendía vociferando por la Plaza de la Armería.

Por encima de la muchedumbre podían distinguirse las bayonetas de unacompañía de nutridas filasformada en batalla delante del Arco de Palaciopara cerrar la entrada en la Plaza de Armas.

El conocido galoneado del uniforme revelaba a larga distancia que aquellatropa pertenecía a la guardia Walona; y esta circunstancia sobrescitaba lacontrariedad del paisanaje al verse defraudado en sus esperanzas de invadir laPlaza de Palacio.

Los guardias walones teníanen efectouna sangrienta cuenta pendiente conel vecindario de Madrid desde la noche de los fuegos artificiales que hubo en elBuen Retiro para solemnizar las bodas de la infanta María Luisa. En aquellaocasión los walones no encontraron otro medio para contenerla inmensa multitudque allí se había aglomeradoque el expedito procedimiento de ahuyentarla abayonetazos. De la nocturna carga resultaron más de veinte personas muertasheridas o ahogadas. En vano la opinión pública clamó por el castigo desemejante tropelía: el teniente general conde de Priegocoronel del cuerpoacusadosostuvo enérgicamente el prestigio de su uniforme y el honor de lasarmas realesexpresión de la fuerza nacionaly el agravio quedó impune.

De temer era que de un momento a otro se reprodujera en el Arco de Palacio laescena del Retiro; porque el capitán de la compañía pronunciaba en voz altacon frecuencia la palabra: ¡Atrás! los subalternos y los guías larepetíany el pueblo en lugar de obedecer cada vez estrechaba más lasdistancias.

Lozanoque a duras penas había logrado seguir a Ayala hasta el ángulo dela Casa de Pajesse encaramó sobre una piedra de sillería destinada areparaciones en el edificioy dijo desde aquel observatorio:

-CreoTristánque la visita a tu futuro domicilio nos ha conducido por unacaso extraordinario al teatro de acontecimientos interesantes.

Ayala miraba la casa de Bermejo con tanta cólera como consternación.

-Si esos sucesos -contestó-son tan dignos de interés como suponesnohabremos perdido de todo punto el tiempoporque en cuanto a la visita no puedeser cosa más fracasada. La puerta y las ventanas de Martín están cerradas apiedra y lodo.

-Lo admirable sería que estuviesen abiertas.

-¡Truenos y rayos! El caso no es por ello menos desesperador.

Felicísimo recogió repentinamente los codos y los jarretes como un tigreantes de saltar sobre su presa.

-¡Es otra -exclamó-y sin embargo es la misma!

-¿Qué logogrifo es ese? -preguntó Ayala.

-¡La capa de grana!

-¡Ahse trata de la capa de un torero!

-Quiera el cielo dejarme entrever por un momento la más mínima parte delrostro de quien lleva esa capa... nada más que por un momento... y nada másque la parte mínima...

-¡Cáspita! No te juzgaba tan fervoroso en la oración...

-El es: ¡irá de Dios!

-¿Quién? ¡voto a Cribas!

-¡El hombre del tejar de la Jara!

Y Lozano descendió de su miradorse introdujo como una cuña en la densamasa que le cercabay desapareció entre el gentío.

Para cualquier mortaldotado de consideraciones hacia el prójimola marchaa través de aquella mole de seres humanos hubiera sido absolutamente imposible;pero Lozanolibre por el momento de toda clase de filantrópicaspreocupacionesintroducía la empuñadura de la espada entre las dos personasque le interesaba separar; hacía obrar la hoja a manera de palanca; removía elobstáculo a uno y otro ladollenaba con el cuerpo el espacio conquistadoyproseguía en línea recta el laborioso camino en la dirección donde cuarentavaras más arriba había divisado al flamante Eulogio Carrillo.

El sistema de avance obtuvo tan maravilloso resultadoque a los pocosminutos Felicísimo se encontró en terreno despejado enfrente de la primerafila de los guardias walones.

El joven tendió en torno sus miradas escrutadoras: vano empeño. La caparoja no se dejaba ver por ningún lado.

El atronador clamoreo alcanzaba en aquel punto el grado culminante.

Hombres furiosos que agitaban con aire amenazador los convulsos puñosreclamaban el paso por el Arco a los walones; mujeres harapientaspor no decirarpíaslos demostraban; muchachos procaces los azotaban el rostro con lossilbidos.

Y el oleage de aquel océano de cabezasbramadorencrespadoincontrastableavanzaba incesantemente...

Había llegado uno de esos momentos supremos en que todos comprenden que sibrilla una chispa ha de seguirla el más voraz de los incendios.

La chispa no se hizo esperar mucho tiempo.

Un soldado que formaba en el extremo del ala izquierdaexasperado por losdicterios con que algunas mujeres personalmente le insultabanprescindió de ladisciplinasalió de las filashirió en el rostro de un culatazo a una de lasprovocadorasy atravesó a otra por el estómago de un bayonetazo.

El asesinato de aquella mujer produjo una explosión unánime de cólera entodos cuantos le presenciaron; pero en ninguno se reveló la indignación de unmodo tan instantáneo y tan enérgico como en Felicísimo Lozanosituado poraccidente a pocos pasos de distancia.

El joven se desembarazó de la capatiró de la espaday se lanzó sobre elwalón como un genio vengador.

Presentó el soldado al caballero la ensangrentada punta de la bayoneta; peroel brillo de un arma jamás había ofuscado la serena mirada de Lozano.

Con la seguridad que presta el hábito del noble juego del aceroFelicísimoparó el golpe levantando el fusil del walóny le invadió el terreno. Enaquella terrible posición para el soldadoel joven caballero pareció fluctuarun instante entre herir de punta o de corte: triunfóno obstanteel generosoinstinto. La segunda mitad de la hoja de la espada descendió sobre la frentedel guardia trazando en ella una línea rojiza.

Inútilmente trató el walón de sostenerse en pie: las rodillas leflaquearony una de ellas acabó por buscar el apoyo de la tierra.

La rápida victoria de Lozano fue acogida con una salva de aclamaciones ypalmadas. Pero como si las agrupaciones populares carecieran de la elevadanoción de la justicianunca se consideran satisfechas con los castigos que elderecho y la moral reclamansi por sí mismas no los bañan en el néctar de lavenganza.

Apenas había doblado la rodilla el soldadocomo pidiendo perdón de sudelito a Dios y a los hombrescuando se sintió oprimir el cuello por un lazoque a la distancia de diez pasos le lanzó una mano tan hábil como la de uncazador mejicano.

Un momento después el walón era arrastrado por la rígida cuerdaydesaparecía bajo los pies de la furibunda muchedumbre.

El comandante de la fuerza debió creer que ya era tiempo de desembarazarsede la plebe con manifestaciones más imponentes.

-¡Atrás! ¡Por última vez! -gritó con potente acento.

Y volviéndose hacia los soldados repuso:

-¡Preparen!

Los guardias montaron sus fusiles.

Los mil rugidos de la Plaza se condensaron en un solo rugido.

-¡Apunten! -pronunció el oficial.

Una doble fila de fusiles se inclinó en sentido horizontal.

El capitán se mordió los bigotesy dijo a los walones:

-¡Muchachos: alta la puntería!

-¡Miserables!... ¡cobardes!... ¡asesinos!.. -gritaba el pueblo por todaspartes.

La contestación del oficial fue tan lacónica como militar se redujo a estafrase:

-¡Fuego!

Una descarga cerrada conmovió la Plaza entera en sus cimientos.

La guardia walona desapareció detrás de una densa cortina de humo.

Fuese por espíritu de disciplinafuese por natural destreza en el manejodel armaes lo cierto quea pesar de la orden para elevar la punteríaalgunas balas hirieron en las piernas a los amotinados.

Debemos consignarsin embargoen honor de la verdadque la inmensamayoría de los proyectiles pasó silbando como un huracán preñado de amenazaspor encima de las cabezas del paisanaje.

La turba osciló un momentoy buscó atropelladamente la salida de laspróximas callesaguijada por dos secciones de guardias de corps queaparecieron por los flancos de los walonesy espada en mano recorrieron agalope la Plazadespejándola en toda su extensión.

En el terreno donde el movimiento era imposible poco tiempo antessóloquedaban tres cadáveresy algunos heridos que se arrastraban con más o menosdificultadmaldiciendo los unos la barbarie de los hombresy tomando los otrosal cielo por testigo de semejante desdicha; pero sin ocurrírsele a ningunoinculparse a sí propio de haber tenido la menor participación en el suceso.

Una porción de la azorada plebe invadió la Cuesta de la Vega por elCallejón de Malpica; otra se precipitó por el Pretil de los Consejos; el grupomás numeroso siguió la calle Mayor.

A la cabeza de este torbellino de amotinados iracundoscaminaba un cortejosiniestro. Algunos jayanes medio desnudosebriosrepugnantesde esos seresque parecen destinados a perpetuar a través de los siglos la tradición deltipo de los verdugos que la ruda Edad Media forjó al inventar sus torturasarrastraban por el empedrado el cuerpo todavía palpitante del walón queapresaron en la Plaza de la Armería.

Durante la carrera hasta la terminación de la callesólo se escuchó elmismo grito:

-¡Venganzamadrileños!.. ¡nos asesinan!

El puesto militar establecido en la Puerta del Sol estaba formado por tropadel mismo regimiento a que pertenecía el cadáver del soldado conducido por elpopulacho.

Se trataba de ofrecer a los ojos de los walones aquel triste trofeo en signode sangriento reto.

El comandante del destacamento reconoció al primer golpe de vista eluniforme del desdichado víctima del encono popularpero no quiso recojer elguante.

Los revoltosos pudieronpuespasar y repasar insolentes por delante de losguardiaslos cualespendientes de la voz de su jefesólo recibieron estaorden:

-¡Firmes!

Ufanos los alborotados con el triunfo moral obtenidono hostilizaron de otromodo al retén; y tomando la vuelta de la calle de Postasse encaminaron a laPlaza Mayor.

También eran walones los soldados que se hallaban situados en el anchurosorecinto; pero el jefe que los mandaba no tenía la poderosa sangre fría que eldel puesto de la Puerta del Sol.

En el momento en que los arrastradores del cadáver desembocaron en la Plazafueron saludados con una perentoria intimación.

-¡Alto! -se les gritó desde la cabeza de la fuerza.

Los sediciosos no se detuvieron; por el contrariola resistencia que aquellaconminadora frase parecía indicar que trataban de hacerlesrecrudeció lafuria de los vengativos instintos que abrigaban.

La muchedumbre que se acumulaba era inmensa: las calles de Toledo y Atocha noescaseaban su tumultuario contingente.

Un hombre de cabeza enormemás abultada todavía por su erizada cabellerade leónuno de esos insensatos que nunca faltan cuando se trata de provocarescenas de sangrerecogió del suelo el cuerpo del walónle levantó hasta laaltura de la frentey con fuerza hercúlea le arrojó a los pies de losguardias.

-¡Ahí tenéis a vuestro compañero! -aulló frenético.

La confusa griteríaque atronaba la Plaza no permitió oír voz alguna demando en las filas de la tropa; pero todos pudieron ver que los soldadospreparaban las armasy que sus negras bocas apuntaron al pueblo un segundodespués.

-¡Disparadasesinos! -clamaban unos.

-¡Caiga el que caiga! -bramaban otros.

-¡Con los que queden os veréis! -gritaban todos.

La descarga estalló al fin horrísona y mortífera.

Muchos paisanos se plegaron sobre sí mismos.

La amenaza de los amotinados no fue palabra vana.

El empedrado de la Plaza se hallaba a la sazónremovido para ser renovado;y las pilas de cantos proporcionaron a la plebe terribles proyectiles quecayeron sobre los guardias como una expesa nube de granizo.

Antes de que el piquete terminase la carga a discreciónque le fueordenadala tercera parte de los soldados yacía en tierray las filasformaban ese fatal remolino que suele preceder a las dispersiones.

Algunos momentos después el combate pudo llamarse pugilato. Los guardiasasaltados por todas partes oprimidosempujadosveían volverse contra ellossus propias bayonetasarrancadas a los fusiles por manos vigorosas.

En estas condiciones el número es siempre incontrastable.

Los walones se desbandarondirigiéndose los mejor avisados al destacamentoque ocupaba la Puerta del Soly los otros sucumbiendo la mitad en el caminoalos puestos situados en la Plazuela de Herradoresy la calle de la ConcepciónGerónima.

Desde estos dos últimos puntos ampararon a los fugitivos con algunosdisparos que contuvieron a los más encarnizados perseguidoresocasionándolosnuevas víctimas.

Los alborotados celebraron en la Plaza Mayor la revancha del Arco de Palaciocon la fiebre que provoca la embriaguez de la sangre; pero permitieron que seinfamase la victoria con el ensañamiento de que fueron objeto los guardiasprisionerosen su mayor parte heridosy después sus cadáveres.

No hubo mutilaciónni barbarieni aberración del instinto humano que nose consumara en los inertes troncos de los infortunados walones.

En semejantes casos nunca se agota la inventiva. Un cráneo privilegiadoabortó la peregrina concepción de establecer en las afueras de la Puerta deToledo una Cruz provisional del quemadero para tostar italianosinaugurando el brasero por vía de ensayo con el cuerpo de un walón.

Tan seductora pareció la idea a un centenar de amotinadosque eligieroninmediatamente la víctima entre los cadáveres más próximosy la arrastraronhasta el puente con estrepitosa algazara.

Aquellas buenas gentes se proponían sin duda hacer patente al orbe cuándistantes estaban de profesar la teogonía de los incultos pueblos del Nilo: lareligión de los cadáveres.

El fango que el ciclón de los motines hace subir momentáneamente a lasuperficie de las capas socialesno mancha la reputación de los pueblosheroicos; pero provoca las náuseas de los contemporáneosy no tiene derecho aotra cosa que a una línea glacial de censura en la historia.

Capítulo XVIII.

De cómo un misionero puede llegar a convertirse en unparlamento.

Las siniestras noticias de la sangre que se había derramado en algunascalles de la población y en la misma Plaza de la Armeríasembraron laconsternación y el espanto en las cámaras del real Palacio.

Las autoridades localesprincipalmente las militaresacudían afanosas enbusca de instrucciones; pero como se consideraba peligrosa la adopción pocomeditada de medidas gravessobre todo después del deplorable resultadoobtenido por los acuerdos de la noche anteriorel corregimiento la magistraturay el estado mayor veían pasar las horas en Palacioesperando decisionessalvadorasy el pueblo de Madrid continuaba entretanto sin pazsin justicia ysin orden.

Por una anomalíaque el régimen político no podría explicar en gradosuficientetodas las consultas caían sobre el atribulado monarca sin laintervención de sus secretarios del despachocomo los martillos caen sobre elyunque.

El fenómenosin embargoera lógico para los iniciados.

Los gobiernos tienen en muchos casos razón contra las turbasy desde luegotienen siempre el deber de rechazar sus agresiones; pero sea cual fuere lafuerza que prestan la razón y el deber cumplidoraro es el gabinete que no seha visto en la necesidad de abandonar su puesto cuando la sangre le ha salpicadoel rostro.

Al aludir a la equívoca confianza que inspiraba la firmeza del ministeriodescartamos por completo la personalidad del marqués de Esquilache. Eldesventurado italiano estaba tan muerto en la opinióntan enterrado por elabandono del príncipey tan putrefacto para el sutil olfato de los cortesanosque todos los que cerca de él pasabanprocuraban no ofrecerle a los ojos otracosa que la perfumada coleta.

En el caos de la regia cámarallegó por fin a condensarse una idea que secreyó feliz.

A consecuencia de la inspiraciónlos duques de Arcos y de Medinaceliceñidos con la aureola del buen éxito y de la popularidad que supieron obtenerla noche precedentesalieron a entenderse con el pueblo por la parte de laPlaza de Oriente.

Los grupos por allí acumuladosrodearon inmediatamente a los dos ilustrespróceresy oyeron de sus autorizados labios la ratificación de todas lasreales promesas para cuando la calma renaciese; pero es incalculable lamodificación que en diez y seis horas puede realizarse en las ideas y hasta enlos sentimientos de un pueblo.

El entusiasmo con que los altos funcionarios de Palacio fueron acogidosnopasó de mediano. Se recordaba que el caballerizo mayor había hecho esperardemasiado el acto de volver a dar cuenta del resultado del mandato que losalborotados le confirieron; y se tenía presente que el capitán de guardias deCorps no impidió que sus subordinados acuchillaran al vecindario en aquellamisma mañana.

Las contestaciones que obtuvieron ambos duques no se distinguieron ni por lagratitudni por la templanzani por el respeto. Se les dijo en tono demasiadoelevadopor coros demasiado discordantesy con ademanes demasiadodescompuestosque el pueblo de Madrid no era un pueblo de chinoscosa enefectotan notoriaque no valía la pena de que nadie la expusiera; y que nohabía de ser la calma pública la que precediese al cumplimiento de las realespromesassino la evidente realización de esas augustas ofertas la que debíapreceder a la tranquilidad que se reclamaba.

Y como la multitud crecía por momentosy las exigencias crecían en razóndirecta del número de los exigenteslos duques se volvieron a Palacio mohínosy cariacontecidosantes de que les fuera imposible hacerloni de ese ni deotro talante alguno.

En los salones del monarca produjeron un escándalo inaudito las insolenciaspopulares; y se dio el caso de que los individuos que más abiertamentehostilizaban al ministeriofueran los que más indignación afectaban. ¡A tantriste estado habían acertado a conducir ciertas gentes al pueblo deMadrid siempre respetuoso para con sus reyes!

Habíano obstanteque pensar en otra cosa que en compungidos pésames ydeclamatorias lamentaciones.

Lo excepcional de las circunstancias justificaba el sacrificio de algunosdetalles de dignidad; y por otra partea los pueblos como a los niños y a losbrutoshay que dirigirlos un lenguaje que hable a los ojos más que alentendimiento.

Siguiendo el impulso de las nuevas corrientes tres alcaldes de corteacompañados del obligado séquito de alguacilesfueron a recorrer las callesfijando bandos en los puntos de mayor concurrencia.

El vecindario acudió a enterarse.

En los edictos se accedía a la parte de los clamores populares referente ala disminución de los precios de los artículos de primera necesidad.

El panque valía doce cuartoslas libras de aceite y jabón que sevendían a diez y ochoy la de tocino que costaba veinteobtenían una rebajade dos cuartos.

Desde que la medida se hizo públicamereció una rechifla general.

Los pobres alcaldes oyeron tachar de irrisoria la concesiónvieron arrancarlos bandos que acababan de colocarolieron la chamusquina que siguió asemejante acto de irreverenciagustaron el denso polvo levantado por lasatropelladas carreras de las turbasse sintieron aplastar por paredestorácicas poco elásticasy escurrieron él hombro hartos de experimentarimpresiones desagradables en todos los sentidos corporales.

Difícil eraen efectoque los alborotados no encontraran insuficiente larebaja que se les dispensabaen unas circunstancias en que adquiríangratuitamente en las tiendas de comestibles todo cuanto necesitabany ademásrecibían frecuentes donativos en metálico.

El nuevo fracasoy las voces por más de un conducto confirmadas de haberaparecido en las Vistillas un pelotón de paisanos armados con fusilessucesoextraordinario que tocaba en los límites de lo fabulosoesparcieron porPalacio la desconsoladora creencia de que la enfermedad se había hechoincurable.

Y como cuando la ciencia de Hipócrates agota sus recursosla desesperaciónsuele acudir a la charlatanería; en los círculos del salón de columnas sepensó en un expediente peregrino.

Existía a la sazón en el convento de San Gil un fraile llamado el padreCuenca de Yeclacuya oratoria para convertir almas al cielo en las plazaspúblicas pasaba por maravillosa. Tan estupendo fue en la última Cuaresma elnúmero de las conquistas del gilitoque muchos entusiastas se preguntaban sihabía resucitado el monje de Padua.

El buen religioso era en verdad el tipo del misionero. Poseía el potenteacento del truenola inspirada entonación del profetala mímica olímpica deun consumado trágico griegoy una facundia de chorro continuo.

No se necesitaban más dotes para que el padre Cuenca llegase a sercomo lofueen efectoel predicador a la moda entre las clases bajas de la población.

Tal era el personaje en quien la corte fijó sus ojos con una seriedad quehonra el particular concepto que tenía del pueblo de Madrid.

Dos misteriosos embozadoscubiertas las cabezas con sombreros redondossalieron de Palacio por el postigo del Nortedesaparecieron en los cocheronesde las caballerizasvolvieron a darse a luz en la Plaza de San Gilypenetraron en el convento por la parte solitaria que comunica con la montañadel Príncipe Pío.

No hemos de tardar mucho tiempo en presenciar el resultado de esta visitadesde los portales de Guadalajaradonde Ayala había conducido a Lozano cuandole pudo echar la vista encimadespués de la dispersión de la Plaza de laArmería.

La retirada de Tristán hacia los portales referidosno era de todo puntoaccidental. Había un motivo que explicaba la especial querencia del gallardomancebo.

Desde los últimos años del reinado anteriorexistía en el sitio citado unestablecimiento culinario de los más honradoscuyo propietario había sabidoconquistarse una reputación envidiablemerced a la confección de un plato enque no pudo aventajarlo ningún cocinero de la villa.

Constituían la especialidad en cuestión los callos con chorizosabrosocondumio que era una de las varias debilidades de Ayala.

En tan apreciable merenderoprocuraba Tristán consolar a Felicísimo de ladecepción que experimentó cuando persiguiendo a un mal caballero para molerlelas costillasse vio en el caso de tener que limitarse a romper la cabeza a unsimple walón.

Los dos amigos hicieron el mismo honor al almuerzo que les sirvieron. Unresto de preocupaciónsin embargoimprimió cierto carácter maquinal a lamasticación de Lozano: en cuanto a Ayalaera sabido que jamás comenzaba aafectarle ningún género de preocupacionessino después de haber masticado.

El excelente Tristán dejó pausadamente sobre la mesa el vaso en que habíaapurado la postrer cuarta parte del contenido de la última botellay fijó coninsistencia los penetrantes ojos en la esquina de las Platerías.

Por lo vistohabía llegado el momento en que era lícito a laspreocupaciones abordar al digno caballero.

Algo de insólito y excitante debía ocurrir en el lugar donde Tristánclavaba su mirada; porque todos los concurrentes de la tienda se agolpaban a laspuertaslos transeúntes corrían en la callelas ventanas se coronaban deespectadoresy el viento se poblaba con un rumor indefinible.

-¡Poder de Dios! ¿qué significa eso? -exclamó Ayaladescargando unpuñetazo sobre la mesa-. Vuelve la cabezaFelicísimoy dime por tu vida sise representa hoy en las calles algún auto sacramental de Calderón.

Lozano dirigió la vista hacia la puerta vidriera: el movimiento no pudo sermás oportuno.

Precisamente en aquel momento pasaba por delante de la tienda una apiñadamuchedumbre distribuida en dos largas masas paralelas.

Por el estrecho espacio que entre ambas quedaba librese adelantabamajestuosamente un hombre de elevada estaturacon el cuerpo ceñido por eltosco sayal del religiosola frente oprimida por una corona de punzantesespinasel rostro cubierto de abundante cenizay el cuello rodeado por unaáspera soga. Las manos de aquel extraño penitente conducían un crucifijo deno exiguas dimensiones.

-¡SíguemeFelicísimo! -gritó Tristán entre estupefacto y risueño-;déjate arrastrar por el asombro que me dominao no tienes en las venas unátomo de espíritu observador.

Y arrojando una moneda al camarerose lanzó a la calle cuidando deapoderarse previamente de una punta de la capade Lozano.

Semejante Tristán a esos apasionados de la músicaque no contentos conacercarse a la orquesta lo suficiente para oír perfectamente las notasavanzantodavía hasta situarse de manera que puedan verlas salir de los instrumentoscodeópisó y empujó en grado tan superlativoque no tardó en encontrarseal lado del penitente.

El padre Cuencapuesto que no era otro el fraile de la soga al cuellosedetuvo en un ancho zaguán de la puerta de Guadalajaracambió algunas palabrascon los secuaces que tenía más próximos y subió al cuarto principal pocomenos que en brazos de la concurrencia.

El individuo que más contribuyó a que el misionero pudiera penetrar en elestradofue Tristán de Ayalael cual manifestó un impulso de satisfacciónal ver a Felicísimo cerca de sí.

-¡Ahestás aquí! -exclamó-: ¡Magnífico!

-¡Pardiez! -contestó Lozano-: ¿Por ventura me era dado hacer otra cosa quedejarme arrastrar en pos de ti o abandonarte mi capa?

El gilito se adelantó con trabajo por entre el gentío hasta el balcón queestaba abierto de par en pary se dio en espectáculo al pueblo que llenaba lacalle.

La. sensación que aquella terrorífica aparición produjo fue multiforme;pero de tal manera predominaron en el concurso las ideas alegresqueúnicamente libertó al buen fraile de la más solemne de las silbas la vistadel sagrado signo de la redención que tenía en la mano.

El padre Cuencasin más exordioque el que empleó Cicerón en su célebrecatilinariaprorumpió en la siguiente pirotecnia:

-«¡En tierracristianos! El día tremendo en que la potente mano delSeñor blande la flamígera espada de su inexorable justiciano es la ocasiónque la satánica soberbia puede elegir para sacar del inmundo lodo de la culpala cínica cabeza en demanda de la torpe satisfacción que anhela lainextinguible sed de los más intemperantes apetitos. Cúmplenos hoy a todospor el contrarioelevar a los cielos los mendicantes ojosarrastrar lasrodillas por el sucio polvoempuñar un duro guijarroy herir con él nuestrospechos más duros todavíaexclamando: ¡Miserere nostriDómine!»

El inmenso auditorio permaneció en los primeros momentos silenciosoabrumadosin dudapor la avalancha de epítetos que le echaba encima laespecial oratoria del misionero; pero la reacción fue tan violenta comoreligioso había sido el silencio.

Una voz que partió de los individuos colocados debajo del balcónpronuncióaprovechando al vuelo uno de los raros instantes en que el frailetomaba aliento:

-Déjese de predicarnospadreque cristianos somos por la gracia de Diosyen esta ocasión nada tenemos de qué arrepentirnosporque lo que pedimos escosa justa.

Tan a gusto de todos sonaron las palabras del interruptorque se desató unatempestad de protestas contra la dialéctica del monje.

La poca fortuna del gilito quiso que los protestantes más furiosos seencontrasen precisamente en la estancia a que pertenecía el balcón convertidoen púlpito.

-¡Mal fraile! -gritó un descomedido chispero:- ¿Nos traes hasta aquí comounos papanatas para decirnos: todo el mundo boca abajo?

-¡Que calle ese energúmeno! -añadió un acento de figle.

-O que vaya a Palacio a convertir cortesanos a la causa del pueblo -clamóotro concurrente de poderosos pulmones.

-¡Sublime! ¡Que catequice a Esquilache!

-¡Y a Grimaldi!

-¡En el acto!

-¡Que salte por el balcón!

El padre Cuenca creyó entreoír que las opiniones que por todas partes seemitían en corocomenzaban a adquirir un carácter alarmantey quiso recobrarla palabra; pero apenas pronunció las primeras frasesse sintió embestir porupa oleada de alborotados.

-¡Tonete! -aulló un hombrecuyo aliento trascendía a aguardiente de Ojenfabricado en las Maravillas-: Tira de la punta de la soga que lleva al cuelloese gallo para ayudarme a cortarle el resuello.

-Lo que voy a cortarleNoyva a ser el gañote -contestó el llamadoToneteque era un bigardo de zaragüelles que perfumaba la atmósfera másenérgicamente todavía que el compañero con los efluvios del rom de Jamaicaelaborado en el Rastro.

Y para probarsin dudaque las palabras no eran baladronadashizo brillaruna limpia hoja de Albacete ante los atónitos ojos del gilitoel cualpalideció bajo su capa de ceniza.

Por fortunaLozano cogió en el aire el puño armado del de loszaragüellesle retorció con fuerzay se hizo dueño del puñaldiciendo:

-¡A un religioso!.. ¡Quita allágaznápiro!

Tonete se lanzó iracundo sobre Felicísimo para recuperar el arma; pero lanueva agresión agotó la paciencia nunca Abundante del joven caballero.

El pomo del puñal golpeó como un martillo el cráneo de Toneteel cualaflojó los dedos que se crispaban en los pliegues de la capa de Lozanoy sedejó llevar vacilante por los vaivenes de los que le rodeaban para no volver adar razón de personalidad tan honorable.

Ayalaentretantoempuñó a Noy por el pescuezole obligó a soltar lasoga del padre Cuencay le sacudió un violento rodillazo en el estómagoquele hizo caer de espaldas sin aliento y arrastrarse después hasta un rincón aespectorar penosamente el aguardiente.

El misionero tendió las manos conmovido hacia los dos providencialesprotectoresdirigiéndolosal mismo tiempola mirada de reconocimiento másprofundo que lanzaron jamás los ojos de un gilito.

Conveníasin embargoaprovechar el primer momento del estupor producidopor la energía de ambos jóvenes; y el padre Cuenca que tenía buen instintoya quien no faltaban palabrasse apresuró a exponer en un declamatorioperíodoque no le habían sonado mal en el oído ciertas indicacionesy queestaba dispuesto a abogar en la regia mansión con todos los recursos de laretórica en favor de los clamores populares si el vecindario de Madrid seservía hacerle intérprete de ellos.

Con la volubilidad que caracteriza a las muchedumbresla moción del frailefue acogida con entusiasmo.

Para dar al asunto forma prácticaun buen abate se brindó en la calle aredactar el memorial de agravios del pueblo; y como obtuviese el generalbeneplácito; se metió en una tiendareclamó un poco de recogimientoenristró la péñolae inspirándose en los ecos que por todas partesescuchabaen diez minutos terminó el escrito.

A continuación hizo sacar a la calle la mesa donde garrapateó el históricodocumentosaltó sobre ellay con entonación nasalpero pronunciacióncorrectadio lectura de la obra con la solemnidad que el caso requería.

El digno abate comenzaba su instancia con una breve invocación a laSantísima Trinidad y a la Virgen María; y adoptando después la formacapitularexponía a grandes rasgos las siguientes exigencias populares:

Destierro inmediato y perpetuo del marqués de Esquilache y toda su familiade los dominios de España.

Prohibición absoluta de que forme parte del gobierno ministro alguno que nosea español.

Extinción de la guardia Walonao por lo menossu salida de Madrid.

Rebaja considerable en el precio de los comestibles más necesarios.

Supresión radical de la Junta de abastos en vista de que nada abastececomono sea el domicilio de sus miembros.

Retirada de las tropas de la guarnición a sus respectivos cuarteles.

Reconocimiento del libérrimo derecho que tiene el pueblo de Madrid a vestircomo le de la gana.

Y por finurgencia de que el rey se presente en la Plaza Mayor a firmarsolemnemente el pacto de concordia con el pueblo.

El autógrafo del abate terminaba con la benévola insinuación de que de noaccederse a las condiciones propuestassería Madrid nueva Troya aquella noche.

Obtuvo la minuta tan nutrida salva de aplausosque si a alguno le ocurrieronenmiendasse guardó muy bien de exponerlas.

El padre Cuenca indicó desde el balcón la conveniencia de que algunos delos concurrentes firmasen la representación con el objeto de que nadie pudieramotejarla de anónima; y acto continuo se llenó todo él papel de nombres y derúbricassirviendo al efecto de pupitre el encorvado dorso de un amotinadotan complaciente como voluminoso.

Colocado el respetuoso documento en la punta rajada de la caña de unbuñolerofue elevada hasta las manos del padre Cuenca.

Había llegado el momento de dar el primer paso en la vía erizada depeligros que conducía al regio alcázar.

El gilito paseó la suplicante mirada desde Ayala a Lozanopronunciando:

-¿No terminaránmis queridos cuanto generosos defensoressu obrameritoria acompañándome hasta Palacio?

Sorprendido Felicísimo por la instanciaguardó un equívoco silencio. Noasí Tristán que contestó resueltamente:

-Buen ánimopadre: somos capaces de acompañarle al mismo infierno.

-No será a esa aterradora mansión de los réprobos a donde yo osconduciréoh hijos predilectos -repuso el misionero-sino a la lumínicaregión de la bienaventuranza eterna.

Y después de hacer la señal de la cruzdescendió laboriosamente a lacallesecundado por los esfuerzos de los dos guardias de Corpsque con tantaoportunidad le habla deparado la bondad divina.

Capítulo XIX.

Junta solemne y decisión del monarca en cámara regia.

El Cuerpo de alborotados matritensesque a juzgar por la masa era ya lapoblación enteradejó tomar el puesto de honor al padre Cuenca en la cabezade la columnay rompió la marcha de nuevo con dirección a la Plaza de laArmería.

El Arco de Palacio continuaba cerrado por una compacta línea de infantería;pero se había tomado el buen acuerdo de relevar en ese servicio a la guardiaWalonasustituyéndola con la española.

El cambio no pudo menos de ser mirado con satisfacción por la plebeque leconsideró de excelente augurio.

El gilito se acercó al coronel jefe de la fuerzay le rogó que manifestasea quien correspondieraque era portador del memorial que contenía laspeticiones del pueblo de Madridy deseaba ser conducido a la presencia de sumajestad para poner a sus reales pies el documento.

El oficial participó el hecho al comandante de la guardia exteriory estefue en persona a buscar al mayordomo mayor.

Antes de cinco minutos el coronel de la guardia española recibía orden parapermitir pasar al padre Cuencay un gentil-hombre del exterior le esperabaelArco con el fin de servirle de guía.

Cuando el gilito fue invitado a adelantarse y vio abrirse las filas de latropaexperimentó una conmoción profunda. Delante de él se extendía unaregión desconocida poblada por el vértigo de la grandezalas severidades delpodery las espinas del remordimiento. En el nuevo teatro todo iba a faltarleel valor inclusivesi una voz airada le gritaba:- ¡Caín! ¿qué has hecho detu hermano?.. Esto es¡donde están la fela firmezala lealtadelmartirio!

El malhadado monje sintió que hasta le flaqueaban las piernas.

Por una evolución natural el cuerpo y el espíritu del gilito buscaron elapoyo de aquellos dos valientes campeones que después de sustraerle al hierro ya la soga le habían sostenido en la vía dolorosa. Podría decirse que a supaternidad ya no le era dado pasarse sin Lozano y Ayala.

En breves pero sentidas frases suplicó al pueblo y al gentil-hombre que lepermitieran continuar asistido por los dos jóvenes amigos; y como no pesaba alos amotinados verse representados en los salones del regio alcázar poraquellos dos gallardos ejemplaresy tampoco sentía el funcionario palaciegoque se apoyara en otro brazo que en el suyo el asendereado y cenicientopenitentese accedió a la instancia por unanimidad.

Lozano y Ayalasin saber ellos mismos cómose vieron impulsados hacia elArcorequeridos para conservar un continente dignoy exhortados para defenderal representante del pueblo.

El vacilante fraile se apresuró a apoyarse en el hombro de Tristán cuyasolidez hercúlea le inspiraba una confianza ciegay atravesó las hileras dela guardia Real.

El parlamentario y su escolta penetraron en la espaciosa Plaza de armas dePalacio en ocasión en que los guardias de Corps montaban a caballoy lasguardias española y Walona deshacían los pabellones de sus fusilesatentosinfantes y ginetes al nuestro movimiento popular.

La llegada del misionero a los suntuosos salones del piso principal dePalaciono fue acogida con menos estupor que en las calles.

Los cortesanos se maravillaronlas damas se sobrecogieronlos pajecillosgimotearon y hasta el loro de la Princesa de Asturiascélebre en Palacio porla licencia que se permitía en el lenguajepronunció una palabra imposible deescribir.

La aureola que irradiaba la dramática figura del gilito borró completamentedel cuadro las pedestres personas de Lozano y Ayala. ¡Qué significan lossatélites de Júpiter ante la soberbia majestad del gran planeta!

De cámara en cámaray de sensación en sensación el parlamentario acabópor encontrarse en presencia del monarcael cual se hallaba rodeado de cuantaspersonas importantes encerraba Palacioque eran a la sazón todas lasnotabilidades oficiales de Madrid.

Jamás entorpecieron la lengua del gilito las numerosas concurrenciaspormás que vistieran de raso y terciopelo.

Su paternidad expuso con ademán respetuosopero concisa frase y estilonerviosoel mandato que por evitar mayores males había aceptado del amotinadopueblo; y después de la genuflexión de rúbricapresentó al soberano elescrito del abate.

El reyen vez de tomar el papeldijo al frailecon benévolo acento:

-Denos usted lecturabuen padre.

El misionero cumplió la orden con la misma delectación que hubieraexperimentado en la absorción de la cicuta.

Cada párrafo de la capitulación popular era acogido en cierta parte delauditorio con un rumor de indignación que apenas bastaba a contener la deferenciaconque el monarca prestaba toda su atención; pero el epílogo del manuscritodesencadenó franca y resueltamente un huracán de reclamacionespunto menosque unánime.

Ayalaque se acariciaba la barba mirando los frescos del artesonadomurmuró al oído de Lozano:

-Me parece Felicísimoque corremos más riesgo de ir a Ceuta que de obtenerla llave de gentil-hombre.

-Lo tendríamos merecido -contestó Lozano con una calma perfecta:- ¡Quiente mete a paladín de frailes callejeros!

Una leve fragancia de recuerdo gratocierto efluvio magnético indefiniblecomo lo desconocidopero innegable como la realidadhicieron a Lozano volverrepentinamente la cabeza.

Como había presentidose hallaba al lado de la condesa de Barila cual ibaa tocarle con el extremo del abanico.

La dama estaba pálida y agitada; pero todavía encontró en los secretos dela coquetería una sonrisa seductora para decir a Felicísimo:

-¿Tiene a bien el señor de Lozano concederme algunos momentos de atenciónen lugar menos concurrido?

Al requerido le faltó tiempo para ponerse a las órdenes de Elina.

Ayala pareció vacilar con respecto a la actitud que le cuadraba en aquelincidente inesperado; pero un ligero signo apelativo trazado en el espacio porla incomparable mano de la jovendefinió la situación del caballeroquesiguió a Felicísimo con la abnegación de la amistad.

La agitación que en aquel instante alcanzaba en la cámara el gradoculminantepermitió que nadie se fijase en la salida de los acompañantes delpadre Cuenca.

La dama condujo a los dos caballeros al próximo camarín de los pajes de lareina madreabandonado a la sazón; y con una severidad visiblemente afectadaen la formapero no exenta de verdadera inquietud en el fondodijo aFelicísimo:

-En verdadcaballeroque si algo había lejos de mi pensamiento en estedía de perturbación de todohasta de las ideas más fundamentaleseraencontrar a usted entre los diputados del populacho amotinado.

-Permítame la señora condesa que rectifique un error de apreciación-contestó Lozano saludando-: aquí no hay otro diputado de la plebe que elpenitente padre Cuenca.

-Usted le ha acompañado sin embargo.

-Como simple figura decorativa.

-¿Era necesaria?

-Ha debido serlo para la poca fortaleza de espíritu del religioso. Mi amigoAyalano sé si yo mismoacabábamos de prestar un servicio a su paternidadprotegiendo su vida contra algunos ebrios sediciososy ha impetrado el favor denuestra escolta.

-¡Ah! perfectamente: ¿según eso no garantiza la persona de usted elcarácter de parlamentario del opuesto bando beligerante?..

-Hasta cierto punto...

-El puntoen efectono puede ser más cierto. Cruzado el dintel de laspuertas de Palacio es usted prisionero de la guardia real.

-Señora condesa... -objetó Lozano próximo a sublevarse.

-O si prefiere una fórmula menos seria -añadió rápidamente Elina-esusted prisionero mío.

-Preferida -dijo Felicísimo sonriendo.

-De todos modos están ustedes en el caso de darse por secuestrados hastanueva orden.

-¡También Ayala!

-Yo no tengo la culpa de que el señor de Ayala haya unido su suerte a la deusted. El que a mal árbol se arrima no debe contar con buena sombra.

Lozano quiso aventurar una serie de observaciones; pero dos palmadas quesonaron en la galería atajaron el diálogo.

Elina se llevó imperiosamente un dedo a los labiosse precipitó fuera delaposentocerró la puerta guardándose la llavey corrió en busca de unajoven que la esperaba en el crucero de la escalera.

Después se lanzó en la dirección de las habitaciones de Isabel deFarnesioque retenida en un sillón por las dolencias que pocos meses despuésla hablan de conducir al sepulcroy asustada por el estrépito que conmovía laantecámara del reyse impacientaba por conocer el texto de las reclamacionespopulares que la azafata habla ido a escuchar.

En el regio salónentretantose preparaba un acontecimiento importante.

La gravedad de las proposiciones presentadas por el padre Cuenca reclamabauna resolución de trascendentales consecuencias; y antes de proceder aadoptarla quiso el monarca oír el dictamen de algunos autorizados personajes.

Pero como la fatalidad había dispuesto que la cuestión llegase a plantearseen el terreno de la fuerzatodos los individuos a quienes el soberano invitó atomar parte en la Junta que iba a celebrarse en la cámara regiafueronmilitareshecha excepción del conde de Oñate mayordomo mayor de palaciodecuyo consejo discreto y lealjamás prescindió Carlos III en sus asuntosgraves.

El rey recomendó a los elegidos que emitieran con libertad su votoyconcedió la palabra al duque de Arcosel primero de todosen razón a susaños juveniles.

El capitán de guardias expuso que el soberano no podía capitular convasallos rebeldes por numerosos que estos fueransin desprestigio de lainstitución monárquica; y quepor lo tantoopinaba que había llegado elcaso de emplear la guarnición entera para disolver a sangre y fuego en lascalles y plazas todos los núcleos de resistencia.

Habló después el general marqués de Priegocoronel de la guardia Walonafrancés de nacimiento; y a impulsos del aguijón de la venganza por losultrajes hechos al cuerpo que mandabay los que todavía trataban de inferirleapoyó las ideas del duque de Arcos como única solución posibledespués delos insolentes términos en que estaban concebidos los ridículos preliminaresde concordia propuestos por los amotinados.

A continuación el italiano don Félix de Gazzolaconde de EsparavaraInspector general de la artilleríase expresó con calor en el mismo sentidoque los dos preopinantes; y con el fin de que la represión fuese tan rápidacomo el real decoro exigíapropuso que se le autorizase para traer dosbaterías del parque de la puerta de los Pozosy para hacerlas jugarsimultáneamente desde San Felipe el Real y los Consejosporque de esa manerarespondía de que se terminaría en breve la mano de obra.

Tocó el turno en el Consejo al veterano general marqués de Sarriá; y confrase febrilno templada por la escarcha de las canasmanifestó queno sólose oponía abiertamente a las medidas de rigor hasta entonces encomiadassinoque si las viera prevalecer por desdicha en el ánimo del soberanocosa que notemíadada su paternal benignidadpondría a los augustos pies de su majestadlos honoresempleosy el bastón de mando que empuñaba y se lanzaría a lacalle para ser la primera víctima de la metralla entre los hijos del pueblo; elcual prescindiendo de la tosca forma en que presentaba sus quejasnadareclamaba que no fuese razonableconveniente y justo.

El mariscal de campo don Francisco Rubiocomandante del cuerpo deinválidossi bien en tono menos apasionadovotó como el marqués por laclemencia.

Llegó la vez al conde de Oñatesiempre mal avenido con el marqués deEsquilache; y después de haber aprovechado la ocasión para decir que losdesaciertos del ministro justificaban todas las reclamaciones popularescondenó con energía las proposiciones de exterminioque podrían seraceptadas en épocas de barbarie y en países tiranizados por tigres sedientosde sangre; pero nunca en plena civilización y en una nación católicaregidapor el más magnánimo de los príncipes y el más bondadoso de los hombres.

El capitán general de ejército conde de Revillagigedovotó el último enconsideración a su ancianidad; y lo hizo en pro de la indulgencia para con losextraviados alborotadoresinsinuando con intencionada expresión las dudas quea cualquier espíritu recto podrían asaltar acerca de si los tres primerosvotantes reunían todas las condiciones que deben concurrir en los varones deprudente consejoy en los buenos padres de la patriavistas la fogosidad de lajuventud y consecuente inesperiencia del unoy atendida la circunstancia de nohaber rodado la cuna de los otros en el noble suelo español.

Después que el rey hubo escuchado todos los pareceresse recogió en símismo un momentoy declaró que por costosas que fueran para la dignidad deltrono las amarguras que el pueblo le imponía jamás podría decidirse avengarlasordenando el derramamiento de sangre.

Acto continuo de esta resoluciónvolvió a la antecámara donde reinaba laansiedad más vivay dijo al padre Cuenca en alta voz:

-Puede el padre manifestar a nuestro pueblo que determinamos presentarnos aalgunos de sus comisionados en el balcón de la Plaza de Armas para asegurarlosque otorgamos todas las nuevas pretensiones y ratificamos las que anoche hemosconcedido.

-Que el cielo derrame sus bendiciones sobre la angusta cabeza de vuestramajestad con la misma profusión con que príncipe tan magnánimo se complace endispensar los inagotables tesoros de su clemencia a súbditos tan maladvertidos.

El rey exhaló un suspiroy repuso a medio tono:

-En el papel que usted nos ha leído haysin embargouna cláusula quehubiéramos deseado ver eliminada: y bien sabe Dios que no es porquepersonalmente nos parezca acerba; otras más penosas para nuestro corazóncontiene ese escritosino en razón a que redunda en notorio menoscabo de labuena gobernación del reino sin provecho de nadie. Nos referimos a lacondición de haber nacido en España para poder desempeñar una secretaría deldespacho.

-No seré yo ciertamente -añadió el padre Cuenca-quien después de haberpresenciado la longanimidad de vuestra majestad no contribuya a que pueda venira un satisfactorio acuerdo con sus vasallos.

Y sacando del hábito uno de los tinteros de asta de búfalo de larga tapaatornilladausados en la épocatomó la pluma y tachó con lujo de tinta todoel párrafo a que el monarca había aludido.

Inmediatamente pidió y obtuvo permiso para besar la mano al reyy sevolvió hacia el sitio donde creyó haber dejado a los valerosos Ayala y Lozano.

El gilitono sin extrañezabuscó en vano por más tiempo quizás del quelas circunstancias permitían; pero persuadido de que el eclipse no eratransitorioobservándose objeto de todas las miradasy en consideraciónporotra partea que el lisonjero éxito de la misión que le fue conferidalehabía devuelto las fuerzas suficientes para poder pasarse sin el robusto brazode un cirineose decidió a encaminarse al vestíbulo.

El monstruo de las diez mil cabezas que se agitaba en la Plaza de la Armeríaacogió la vuelta del fraile con un rugido de interrogación que hizoestremecerse la sólida muralla del cubo de la Almudena.

El padre Cuenca reclamó silencioestendiendo el brazo sobre aquelborrascoso océano con el mismo olímpico ademán con que Neptuno hubieralevantado su tridente.

Obtenida la calmapor lo menosen el radio donde podía alcanzar la voz delparlamentariodio éste cuenta de la satisfactoria resolución del rey; y encumplimiento de sus órdenesinvitó a una docena de los individuos máspróximos al Arco para que se adelantasen hasta la portada central del Palacio.

El primero que avanzóporque entonces como en todos los sucesos del motínfiguraba en la vanguardiafue uno de los capatacesque ya conoce el lectorJuan el malagueñocalesero de profesión.

El oficial que mandaba la guardia españolaacordonada en el Arcocontódoce desfilantesy no permitió el paso de otro alguno.

Los privilegiados revoltosos cruzaron la Plaza de Armasguiados por elmisioneroy fueron a situarse debajo del reloj.

Entonces se abrió de par en por el balcón del centro de la real morada yapareció el monarca entre su confesor fray Joaquín de Eleta y el sumiller deCorpsduque de Lósada. Detrás de estos personajes se dibujaban los bustos detodos los gentileshombres de servicio.

El religioso pasó su papel a las manos del malagueño; y aquel caleseruelocon chupetín encarnado y sombrero blancoque según nos dice el conde deFernán-Núñeztestigo presencial del hechono se le borró de laimaginación en toda la vidafue leyendo las proposiciones de la plebeypreguntando al rey al final de cada una con acento meridional y sin igualdesenfadosi su majestad se servía dispensarla su aprobación.

Ni del más pequeño detalle hizo gracia al soberano; porque no pasabaadelante en la lectura sino después de haber oído la adhesión del bondadosopríncipeclara y rotundamente formulada.

Cuando el malagueño estuvo satisfecho de la perfecta terminación del pactose permitiócon más que desenfado todavía dar las gracias al rey en nombredel pueblo de Madridy llevó la condescendencia hasta el extremo de saludar ala majestad quitándose el sombrero.

El monarca recomendó al calesero y al gilito que intercedieran con losamotinados para que no impidiesen que se restableciera el orden en la capitalyse retiró del balcón.

Juan el malagueñopor su partecreyó que la dignidad le aconsejaba nopermanecer en la Plaza un segundo más que el soberanoy giré rápidamentesobre los talones.

Los guardias del Arcoa duras penaslograron contener a la multitud cuandosus procuradores se presentaron de nuevo.

Más de doscientos alborotadosque habían conseguido acumularse en lo másavanzado de la línearodearon al malagueño y sus compañeros con exigenteapremio.

Desde el primer momento pudo echarse de ver que el juicio de residencia iba aser rígido.

-¡Qué es lo que han hecho!..

-¡Que se expliquen!

-¡A qué esperan!

Tales eran los gritos que por todas partes resonaban.

-¡Mil truenos! -exclamó el calesero:- esperamos a que nos dejéis hablar.

-¡Y bien!

-¡Oid!

-¡Silencio!

El eco de una ese prolongada pobló los ámbitos de la Plaza.

El malagueño pronunció con voz sonora:

-El rey ha concedido todas las peticiones del pueblo...

El aplauso que empezaba a iniciarse fue cortado por un hombre de faccionesduras y negra barbaque arrancó al malagueño el documento que tenía en lamanoy gritó frunciendo el ceño:

-¡El papel no está firmado!

Juanque no se había opuesto al despojoal reconocer a su perpetradorcontestó algo mohíno:

-Así es la verdad; pero el rey en persona nos ha asegurado que se conformapunto por punto con el escrito.

-No importa -replicó el barbinegro:- el pueblo reclamaba la firma con razóny con derecho. Todos sabemos que el viento se lleva con tanta frecuencia laspalabras del hipócrita Carlos IIIcomo su meretriz la de Esquilachese llevalos millones del tesoro español.

Las palabras de aquel hombreno sólo hirieron a los oficiales de la guardiarealsino que sonaron desagradablemente en los oídos de muchos amotinados.

-¡Cáspita! -repuso el calesero-: es sensible que no nos haya ustedacompañado; hubiera cedido a usted la voz cantanteporque siempre me hangustado los hombres que hablan gordoseñor de Salazar.

-Nada de nombres propiosmalagueño -interrumpió el murciano.

Y volviéndose hacia la multitudañadió:

-¿Puede bastaros semejante compromiso?

-¡Nomil veces! -vociferaron cuantos le rodeaban.

-¡Le tacharán de arrancado a la fuerza!

-¡De baladí!

-¡De irrisorio!

-¡Le encontrarán más faltas que tiene una pelota!

-¿Y qué tribunal hará justicia al derecho popular?

-¿Y qué testimonio invocaremos?

-¡El pueblo no ha visto al rey!..

-¡No le ha oído!...

-¡El pueblo en su gran conjuntoen la acepción tradicional de la frase!

-¡El verdadero pueblo!

-Una docena de sugetospor más que sean los doce Pares de Franciano sonel pueblo de Madrid.

-¡Madrileños: se nos entretiene!..

-¡Se evita nuestra presencia!

-¡Se nos engaña!..

El clamoreo de los más intransigentes alborotadospromovió una confusiónindescriptible del uno al otro extremo de la Plaza.

El comandante de la guardia española comprendió que iba a ser el primero ensufrir los estragos de la tempestad próxima a desencadenarsey se apresuró apedir a Palacio instrucciones precisas.

Las órdenes que recibió estaban en consonancia con la real decisión; peroprobaban que quien las expedía era lo que se llama un talento especulativo.Consistían en impedir al pueblo la entrada en la Plaza de Armassin llegarsin embargohasta el extremo de repelerle con el hierro o el fuego.

Cuando el veterano oficial hubo escuchado su consignase encogió dehombrosenvainó la espaday mandó desarmar las bayonetas: todo con el aireque Pilatos debió emplear en su célebre lavatorio de manos.

Y en verdad que no era preciso estar dotado con el don de Isaías paraadivinar los acontecimientos.

La multitud se balanceó como la ola antes de estrellarse contra la rocayse precipitó sobre el Arcocompactadecididaincontrastable.

Las atropelladas filas de los guardias abrieron paso a aquella cuñaformidableimpulsada por los golpes de un ariete de carne humana que seextendía desde la casa del Platero hasta la Cárcel de Villa.

Tan rápida fue la invasión en la Plaza de Armasque a los pocos momentosno cupieron ya nuevos intrusos en todo el anchuroso recinto.

Los guardias de Corps se habían retirado al cuartelilloy la infantería sereplegó a las galerías laterales.

El estruendo del tumulto estallóentonces al pie de los balcones del mismoalcázar con la potente intensidad del trueno.

En los salones del piso principal los semblantes donde no se reflejaba laconsternaciónrevelaban al menos la inquietud.

El reymás atribulado que nadiese enjugaba el sudor de la frentepreguntando:

-Pero Dios mío: he accedido a todas las exigencias de los amotinadosles hesacrificado mi reposomis afeccioneshasta mi dignidad... ¿Qué quierentodavía esas gentes?...

-Señor -murmuró al lado del monarca el conde de Oñate:- ni en los belloscármenes de la clemencia dejan las rosas de tener espinas. Necesario es quevuestra majestad complete su obra de abnegaciónpresentándose de nuevo alpueblo; niño terrible que no se satisface si en la inmensa mayoría de sucolectividadno aclama al soberano que debe al Todopoderoso.

La inflexible lógica imponía la adopción del consejo del mayordomo mayor.Era ya demasiado tarde para cambiar de rumbo.

La muchedumbreque en unánime grito instaba para que se dejase ver el reyoyó por finabrirse las vidrieras de un balcónque por esta vez fue elsegundoa contar por la parte del Campo del Moro.

El monarcarodeado de sus gentiles-hombresse adelantó hasta el antepecho.

Calmado gradualmente el estrépito que precedió a la aparición del jefe delEstadoun individuocuyo nombre no registra la historiapronunció convehemente acento:

-Señor: el pueblo de Madrid se complace en dispensar a vuestra majestad laconcurrencia a la Plaza Mayor para estampar la firma en la estipulación que haelevado a vuestras reales manos; pero desea que los augustos labios de tan amadomonarcale manifiesten directa y públicamente cuáles son las reclamaciones aque otorga formal beneplácito.

El soberanocon seráfica mansedumbrecomo dice el panegirista de estepríncipey más moderno historiador de su reinadofijé recapitulando lasconcesiones que hacíaguiado por los recuerdos que evocabapor los apuntesque detrás oíay por las indicaciones que la plebe le insinuaba.

El padre Cuenca; revestido por la confianza pública con la dignidad de fielde fechospluma y tintero en manoiba escribiendo al pie del balcón losartículos de la concordiaa medida que el rey los enunciaba.

Tan vivamente electrizó la escena al mayor número de los alborotadosqueno pudieron esperar a que el soberano pronunciase la última palabra paraprorumpir en estrepitosos aplausosy en entusiastas vítores.

La majestad real podría no haber quedado bien parada en aquel día deborrasca; pero al retirarse del balcón tuvo Carlos III el consuelo de verpoblarse el aire de la Plaza por innumerbles sombreros como una bandada dealciones precursores de la anhelada bonanza.

Capítulo XX.

Conciábulo y resolución del rey en el seno de su camarilla

Con las primeras sombras de la noche desaparecieron los últimos gruposnumerosos de las inmediaciones de Palacio.

Los mismos salones del alcázar comenzaron a despejarse. La calma queparecía renacer en las plazas contiguas y en sus calles adyacentesofrecíahonrosa retiradaen busca de reposo a los nobles y magnates que acudieron alregio alberguey que por razón de los cargos que desempeñabanno teníanobligación reglamentaria o moral de permanecer toda la noche al lado de laaugusta familia.

La esperanzaque nunca falta al deseoabría por fin los corazones a lasdulzuras del quietismo conservador.

El reyque apenas había probado alimento en todo el díadefirió a lainvitación del Conde de Oñatey tomó una taza de caldoroyó un alón degallina y bebió una copa de jerez seco.

El pueblo entretanto realizaba el pensamiento más peregrino que pudo nuncagerminar en cerebros amotinados.

Todas las palmas bendecidas en la festividad religiosa del día anteriorquesegún tradicional costumbreornaban los balconesfueron solicitadas por losalborotados; y como no hubo vecinos que no las facilitaran de buen gradoenbreve aquellos emblemáticos vegetales abundaron en las calles de la corte tantocomo en la campiña de Elche.

Los portadores de las palmas se aglomeraron en los contornos del templo deSanto Tomás.

El objeto del concurso era organizar un solemne rosariono sabemos si enacción de gracias por las promesas obtenidas del reyo en son de súplicatodavía por el inmediato cumplimiento de lo ofrecido.

Los innumerables miembros de la improvisada archi-confraternidadseproveyeron en abundancia de estandartes y de los indispensables farolesapearondel altar la venerada imagen sedente de la Virgen del Rosariola colocaronsobre unas andasy la sacaron a la calle.

Allí se ordenó el desorden por cetreros llovidos del cielosedistribuyeron los piporros al frente de las masas coralespor chantresadvenedizosy previo el golpe de rigor dado en las andas por un directoranónimose elevaron en el aire imagenfarolespalmas y estandartesy laprocesión se puso en marchadesentonando a voz en grito el cántico de Kirieeleyson.

Unos por instintootros por cálculotodos conocían la carrera. Desde queel motín había estalladoel constante objetivo de los movimientos popularesera el Palacio Real.

El reposo que en la regia morada empezaba a disfrutarseno iba a serpor lotantode larga duración.

Hacía cinco minutos que el rey se hallaba en la cámara de su madre a lahora de la ordinaria visitaque era la primera de la nochecuando creyóobservar que las pocas personas que allí tenían entradadepartían conanimación en voz bajaprocuraban acercarse a los cerrados balcones sin darafectación a la maniobray aplicaban los ojos o el oído a los intersticios delas contravidrieras.

En las habitaciones contiguasdonde la presencia de los reyes no imponíareservala agitación era más sensible. El ruido de las mamparaslos pasosprecipitadoslas exclamaciones mal reprimidasestaban demostrando que todavíaocurría algo de extraordinario en aquel interminable día de emociones y deacontecimientos.

-¿Qué sucededuque? -preguntó el rey a su favorito sumiller de Corps.

-En verdadseñor -dijo el interpelado-que en este momento me seríaimposible dar a vuestra majestad una contestación satisfactoria.

-Infórmate.

-¡Buen Dios! -murmuró la reina madre:- ¿se proponen apresurar el fin de miexistencia?

-Tranquilícese vuestra majestad -pronunció el padre Eleta que llegaba enaquel instante-; al parecerpor esta vezno son hostiles los propósitos delpopulacho.

-¡Pero aun tenemos populacho que se propone alguna cosa! -exclamó la viudade Felipe el Animosoelevando las manos al cielo.

-Acaso únicamente rendir devotas gracias al Todopoderoso por las bondades desu majestad.

-¿Eso supone usted?... -articuló el monarca inquieto.

-Me complazco al menos en esperarlo así de la misericordia del Altísimo.

Un impaciente signo de Isabel de Farnesiodemostró que el digno confesorantes de tratar de tranquilizarla a ellahabría hecho mejor en tranquilizarsea sí mismo.

Una lejana salmodiaamortiguada por la triple interposición de loscristaleslas persianas y los tapicesintrodujo en la cámara un eco lúgubrecomo el miserere de los agonizantes.

El rey se levantó punto menos que sobresaltadopasó a la estanciainmediataentreabrió el postigo de uno de los balconesy dirigió a la Plazauna mirada escrutadora.

Era tan imponente el espectáculo que ofrecía el pausado desfile de aquelinmenso coromal arrancado por la débil luz de los faroles a los misterios dela nochey a las nubes de incienso y de ramajeque el monarca se retiróverdaderamente afectado.

La reina Isabelque había mirado a su hijo en la salida de la cámara y enla observaciónlejos de sentirse edificada por el piadoso aspecto de laromeríaexperimentó un acceso de indignación.

-¡Que no se abra ningún balcón... ninguna puerta!.. -dijo el rey cejijuntoy ensimismado.

La orden del soberano fue inmediatamente trasmitida de salón en salóndepiso en piso; y el vastísimo alcázarfuese el que quisiera el grado deagitación que sintiera hervir en el senono pareció despertado por loscánticos y la forma procesional adoptada por la manifestación popular.

El monarca vio al marqués de Esquilache en el alféizar de una ventanaallado de la condesa de Bariy le preguntó con tristeza:

-Marqués... marqués... ¿qué impresión te produce esa extraña evolucióndel motín?

El desventurado ex-ministro contestó sin titubear.

-Señorme hace el efecto de un alarde de triunfo.

-Pero alarde impudenteprovocadorrebelde -añadió la reina madre:- paraesos pervertidos seres es desconocida la virtud de las virtudeselagradecimiento.

-Creoen efecto -repuso el rey-que en la hipótesis del padre Eleta hayalgo de optimismo; ¿no es verdadduque?

-Algo me atrevería a decir -respondió el sumiller-; la ostentación devictoria de los alborotados no puede ser más evidente: han colgado coronas delaurel en las cruces de los estandartes que enarbolan:

-Concedecaro hijo míoconcede gracias sin medida a ese pueblo tanorgulloso como insaciable -exclamó Isabel con amarga vivacidad:- hoy te pide elsacrificio de tus convicciones y de tu dignidadmañana te reclamará el de losderechos de la coronallegará un día en que te exija la luna...

-¡Ohno es imposible que acaben por tentar mi benignidad! -pensó el rey envoz altaextremeciéndose.

-Dí más bien que es seguro.

-Por piedadmadre mía; que conserve mi espíritu un resto de esperanza.

-El trono impone a veces deberes penosísimos.

-¡Aytan penosos en verdadque a los remordimientos que ocasionanseríapreferible la oscura existencia de una cabaña!

-Pues bien; evitaen cuanto es dableque pueda llegar el amargo trance quetemes.

-¡CómoDios mío!

La reina miró fijamente a su hijo.

-¿Por ventura -pronunció-ni por un instante te ha asaltado el pensamientode sustraerte a esta situación?

El monarca guardó silencio.

-¿No te ha ocurrido -prosiguió Isabel-conciliar tu decoro y tu reposo conlas atenciones del gobiernoretirándote a uno de los próximos sitios reales?Si el Pardo te parece demasiado cercanosi la Granja se te antoja harto lejanaahí tienes a Aranjuez...

El rey ligeramente trémulopareció consultar con sus extraviados ojos alos circunstantesinclusa la condesa de Bari.

La reina madreen vez de manifestarse ofendida por aquella muda apelaciónfue la primera en provocar la emisión del dictamen.

-Habladseñores -repuso-; exponed al rey vuestro juicio acerca de mi idea.

Esquilacheque era el más próximo a la reinase considerópreferentemente obligado a corresponderá la invitación.

-A fe mía -dijo-que bajo todos los puntos de vista que el asunto presentala resolución propuesta por su majestad la reina madre no puede parecerme másconveniente.

-¡Oh qué lección tan eficaz y tan severa recibirán con semejante partidaesos extraviados vasallos! -exclamó el duque de Losada meneando de arriba aabajo la cabeza como los monos de la feria que llamaban siseñores.

-Conforme con la opinión del señor duque en la expresión literal de supensamiento -añadió el padre Eleta con su habitual suavidad-; lección eficazporque demostraría a los rebeldes que los pueblos nada pueden ni son sin susmonarcas; lección severaporque privaría al vecindario de Madrid de latradicional satisfacción que en estos santos días experimenta al verseacompañado en los templos por el piadoso soberanopadre amantísimo de sugrey.

-Vuestra majestad dejará de ser el constante objeto de las importunidades delos sediciosos.

-Más todavía: la fecunda inventiva de sus desordenados apetitos no tendráel estímulo que para darlos en espectáculo les ofrece la facilidad de lapresencia de vuestra majestad.

-En Aranjuez estápuesla conveniencia política...

-La habilidad diplomática...

-El castigo paternal...

-La tranquilidad...

-Ya veshijo mío -concluyó Isabel-que mi consejo tiene prosélitos deciencia y de virtud: si me extravío es en buena compañía.

En aquel instante un prolongado rugidosuma formidable de mil rugidosqueno era seguramente la canturía de la lauretanacortó el aliento y heló lasangre en las venas de todos los circunstantes.

El rey experimentó un acceso de energía.

-Tenéis razónmadre mía... amigos míos -articuló:- este violento estadoes insostenible. Antes que despunte el nuevo día habremos partido paraAranjuez.

-¡Al fin! -exclamó la reina.

-¡Ohmagnífico!

-¡Soberbio!

-¡Salvador acuerdo!

Únicamente Elina no formó parte del coro de felicitaciones.

-Ahora perfecta calma y absoluto sigilo -dijo Isabel de Farnesio.

-En efectoseñores -añadió el rey-; la más pequeña indiscreciónpodría llegar a impedir la realización del proyecto.

-Que el cielo y tu perseveranciahijo míonos libren de esa calamidad-insinuó la reina.

Como si el monarca quisiera tranquilizar a su madrehaciéndola presenciarel incendio de las navesse apresuró a replicar.

-Duque: haz que llamen al marqués de Priego.

La orden no sonó mal efectivamente en los oídos de la reinaque fatigadapor el tiempoaunque cortoen que había permanecido en piese apoyó en elbrazo del padre Eleta para volver a instalarse en el sillón de que era víctimaen el gabinete contiguo.

El sumiller de Corps había salido por la puerta del centro.

El rey se acercó entonces a Esquilache.

-Supongomarqués -dijo-que nos acompañarás con tu familia en nuestraclandestina peregrinación.

-Contaba con que el generoso corazón de mi amo no me abandonaría en miinfortunio -contestó Esquilache con la más almibarada de las inflexiones de suvoz-; pero difícil me sería intentar que mi esposa y mis tiernas hijas mesiguiesensi vuestra majestad no me prestase su poderoso apoyo.

-¡Mi apoyo! -exclamó el rey.

-Vuestra majestad no desconoce que mi pobre esposa participa de laanimadversión con que el pueblo de Madrid me distingue. Sacarla del recintohasta aquí respetado donde momentáneamente ha podido encontrar asiloes en laactualidad una empresa superior a mis fuerzas.

-¿Y por ventura está en mi mano enviar a la calle de la Reina una escoltade mi guardia Walona? -profirió el monarca con amargura.

Esquilache dejó caer los brazos con desaliento: el reypor el contrarioseoprimió las sienes con los puños.

La condesa de Bari; que a cuatro pasos de distancia presenciaba la escena;temió que las dificultades que el asunto ofrecía para aquellos débilesespíritusdiese por resultado como mínimo mal el abandono de Pastora; yaterrada por semejante idea se precipitó hacia el monarcajuntando las manosen ademán suplicante.

-Señor -articuló con sollozos en la voz:- la inesperada noticia que mañanaha de hacerse pública de que vuestra majestad ha salido de la villa seguido delmarqués de Esquilacheva a producir en la población entera una alarma deincalculables consecuenciaspero de evidente gravedad. Suplico a vuestramajestad que considerey le ruego también que me permita llamar en supresencia la atención del señor de Esquilache hacia el mismo asunto; que miamiga la marquesa no puede quedarse en Madrid sin correr el riesgo terrible deque se desencadenen sobre ella sola con el furor de la venganza todas laspasiones que concitaron los que supieron sustraerse a los efectos del enconopopular.

El rey se extremeció. Esquilache se puso espantosamente pálido.

-Me parecemarqués -dijo el monarca-que la condesa aprecia con exactitudla situación.

-Vuestra majestad no haría justicia a mi buen juiciosi creyese que miopinión no se identifica con la suya -contestó Esquilache.

-Y bien...

-La cuestión no estriba en la notoria necesidad de resolver el problemasino en la eleccióndel procedimiento.

-Es exactocondesa: vos que tenéis recursos en vuestra rica imaginaciónextra volcánicodecidnos si conocéis un medio para salvar a la marquesasinponer en relieve nuestra intervención directa; ésta¡ay dé mi! únicamentecontribuiría a agravar los peligros de nuestra pobre amiga.

-Mis recursos consisten en una voluntad inquebrantable de libertar a lamarquesa de las fieras estúpidas que la tienden sus garras.

-No es mucho -murmuró el reymoviendo la cabeza.

-Ha bastadosin embargopara que crea haber encontrado el medio que vuestramajestad buscaba.

-¡Ah condesasi tal hicieseis seríais inapreciable! -exclamó vivamente elrey.

En cuanto al marqués de Esquilachese contentó con fijar en Elina unaintensa miradatoda llena de signos interrogativos.

La joven satisfizo la avidez de sus dos interlocutoresañadiendo:

-Conozco un hombre de corazón y de cabeza capaz de realizar nuestrodesignio.

-¿Dónde está esa perlacondesa? -preguntó el monarca.

-En Palacio señor.

-¿Pertenece a mi servidumbre?

-No en verdad: se encuentra aquí por accidente a consecuencia de los sucesosdel día.

-Mucha es la confianza que os merece.

-Omnímadaseñor: está aquilatada en la piedra de toque de una experienciapeligrosa. La autorización del señor marquésy una palabra de vuestramajestadharán de ese hombre un héroe.

-¿Qué nos dicesmarqués?

-Señorla condesa de Bari ha sido siempre el ángel tutelar de mi esposa.Con fe ciega pongo esta noche en manos de ese espíritu benéfico la suerte dela madre de mis hijos.

-Pues bienamiga mía -repuso el rey con precipitación:- disponed loconveniente; prontos estamos a comunicar las virtudes de Hércules y de Aquilesa vuestro emprendedor caballero.

La condesa no se hizo repetir la invitación: salió de la cámara de unvueloy fue a posarse en el dintel de una puerta de la galería de pajes.

A los pocos minutosel rey y el ex-ministro vieron volver a la azafataacompañada de un joven de brillantes ojos.

El monarcaque era conocedor en punto a súbditos útilesno quedódescontento de la pinta del que le presentaban.

-¿Os ha dicho la condesacaballero -pronunció con afable tono-elservicio que el marqués de Esquilache espera de vos?

-En este momentoseñor -contestó Felicísimoinclinándose profundamente.

-¡Ah!.. el señor de... -articuló Esquilachebuscando entre sus recuerdos.

-Lozano -concluyó el joven-. Felicísimo Lozano que ve con vivoreconocimiento quesi bien el nombre que lleva ha sido olvidadomomentáneamente por vuecenciano ha sucedido lo mismo con el ofrecimiento deservicios que le tiene hecho.

-¡Ohcaballero! -contestó el marqués pugnando por conservar su aplomo:-mi único sentimiento consiste en no haber aceptado más pronto eseofrecimiento.

-¿Confía el señor de Lozano en salir airoso en su empresa? -preguntó elrey.

-Ignoro los obstáculos que encontraré en mi camino -respondió el joven:-pero puedo asegurar a vuestra majestad que sólo una cosa habrá capaz deextinguir la fe en mi espíritu: la pérdida de la existencia.

-El señor de Lozano conducirá a la marquesa sana y salva a Palacio-añadió Elina con la seguridad de un iluminado-; lo presiente mi corazón.

Felicísimo dio las gracias a la condesa con una elocuentísima mirada por ellisonjero vaticinioy repuso:

-La primera de mis dificultades debe vencerse en este sitio.

-Habladcaballero -dijo el monarca.

-La señora marquesa no me conoce; en la situación en que se hallatodagestión que tienda a hacerla abandonar el lugar que la proteje debe parecerlaun lazo. ¿Cuál es el medio de que podré valerme para decidirla a seguirme?

-Perfectamente. Marquéspreciso será que pienses en cuál de tus máspreciosos objetos constituirá el mejor talismán para este caballero.

-¿Me permite vuestra majestad aventurar una observación? -replicó Lozano.

-Expresadla con toda franqueza.

-Después del vandálico allanamiento de anochelos objetos del señormarquéspor ricospor reservadospor personales que seanandan hoy en todaslas manos. Creo que ninguno de ellos garantizaría lo suficiente mi intencióncerca de la señora marquesa.

-Idéntica es mi opinión -murmuró Esquilache exhalando un intenso suspiroque hubiera podido pasar por sollozo-. Proveeré al señor de Lozano de unacredencial escrita de mi puño.

-¡Ah! -objetó Elina-semejante carta comprometería al portador; conozcoun procedimiento más infalible que esos para infundir confianza a la marquesa.

Todos los ojos se fijaron en la azafata. El rey añadió después de uninstante:

-No nos hagáis esperar vuestro recursocondesa: ¿en qué consiste?

-En mi presencia -contestó la joven sencillamente.

El monarca y el marqués dejaron escapar una exclamación de sorpresa. Lozanono pronunció una sílabapero no fue el menos sorprendido.

-¡Cómo! -dijo el rey-¿manifestabais temor de que una carta pudieracomprometer a este caballerocosa harto dudosa después de todoy no os alarmael compromiso positivo que habría de proporcionarle vuestra compañía?

-No quiero hablar a la señora condesa del riesgo a que se expone -insinuóFelicísimo-el alma noble y generosa que poseees de buen temple; pero meatrevo a rogarla que no olvide que pudiera serla hasta imposible la salida dePalacio. La real mansión está asediada de cercaespiada por innumerablesargos...

-No insistiría en mi pensamiento -interrumpió la joven-si creyese que miintervención personal podía dificultar el buen éxito de nuestra empresacomplicando las atenciones del señor de Lozano; pero conozco la manera de noser para él un motivo de preocupacióny de no correr yo misma peligro alguno.

-Marqués -dijo el monarca a Esquilache-ya hemos puesto el asunto en manosde la condesa. Creo que lo mejor que podemos hacer es ceder no sé si a su genioo a su instinto.

-O a su capricho -pensó Lozanoacaso el más pesimista porque era el másdirectamente interesado.

-Graciasseñor -pronunció la joven.

Y volviéndose hacia Felicísimo prosiguió:

-No perdamos un instante.

-Estoy a las órdenes de la señora condesa -contestó el caballero.

-Señor de Lozano -exclamó Esquilacheadelantándose un paso-; confío avuestra hidalguía el único tesoro que me une todavía a la vida.

-No olvidaréseñor marquésla inmensa responsabilidad que con vuecenciacontraigo.

-Partidcaballero -dijo el rey-; y que el cielo os preste una protecciónque la fatalidad no ha querido que pueda dispensaros hoy vuestro príncipe.

Felicísimo tocó con sus labios la mano que el monarca le alargabaypronunció con acento vibrante.

-Señoren esta noche hace más vuestra majestad que favorecerme con supoderosa protección: conquista para siempre mi corazón con el irresistibleencanto de tanta bondad.

Despuéspróximo a salir de la cámaraañadió:

-Considero indispensable que vuestra majestad se sirva disponer que a lavuelta se nos facilite la entrada en Palacio por la puerta del Campo del Moro.

-Se velará en ese sitio para franquearos el paso a la primera señalrespondió el rey.

.Lozano siguió a la condesaque ya estaba empujando la mampara.

La dama volvió a conducir al caballero a la estancia donde éste habíapasado la tardey le dijo rápidamente:

-Una breve consignación aquí todavía: prometo a usted que no le haráimpacientarse mucho mi regreso.

A continuación desapareció.

El joven dirigió la visual hacia una mesa colocada en el extremo opuesto dela habitacióny encontró a Ayala seriamente ocupado en empapar bizcochos enuna copa de añeja manzanilla de Sanlúcar.

-Te aconsejo -pronunció-que no abusesTristánde ese vino traidor.

-Le calumniasFelicísimo -contestó Ayalalamiéndose los bigotes-teaseguro que jamás he bebido néctar más generoso.

-¡Hum! no te fíes: prudente sería que imitases mi ejemplo.

-Tú siempre has sido un anacoreta.

-Considera que pudieras verte en el casodentro de poco tiempode tener queofrecer el brazo a una dama de alto coturnolo cual no es lo mismo queofrecérsele al padre Cuenca.

-No encuentro el inconveniente que para eso ofrezca la absorción de una copamás o menos del más suave de los licores que produce la campiña de Barrameda.No repugnará seguramente a la dama en cuestiónpor delicado que sea suolfatoel aroma de esta manzanilla; porque es capaz de avergonzar a la esenciade mil flores y al extracto de ilang-ilang.

-Sibarita.

-Perooyes¿lo del brazo es seguro?

-A menos que previamente no te le hayan roto de un cintarazo: y sirva estedato de correctivo a tu pensamiento sensual.

-Ya sospechaba yoFelicísimoque no sería al paraíso de los creyentesadonde tú me condujeses. En finsi me rompieran ese brazosiempre mequedaría el otro: las damas tienen prerogativas imprescriptibles para cuantoshemos nacido con derecho a calzar espuelas de oro.

Y el buen Ayala continuó comiendo bizcochos hasta que oyó el gemido de losgoznes de la puerta.

Un joven de gallarda aposturaque Tristán hubiera tomado por un paje de lareina madrea no ser por el sombrero redondose adelantó hasta tocar con lamano el hombro de Felicísimo.

-¿Me acepta ahora el señor de Lozano por compañera? -dijo aquel extrañojoven femenino con la malicia de las gatas que aún acariciando arañan.

Felicísimo se extremeció hasta en la médula de los huesossin poder élmismo darse cuenta de tan singular fenómeno.

-Ahseñora condesa -contestó-ahora y siempresin reflexiónporinfluencia magnéticacon delirio...

Un instante después añadió mentalmente:

-Pero imbécil mil veces: ¿no comprendes que tus estúpidas palabrotaspueden ser tomadas en un sentido equívoco?..

Y descontento de sí propio hasta el mal humorcerró tan sandio diálogodirigiéndose bruscamente a la puerta y levantado la cortina para que saliera lacondesa.

En cuanto a Ayalaluego que se vio eclipsado por el tapizvertió en lacopa el resto del contenido de la botellale saboreó con delicia; yperfeccionada la vigorización del organismo con aquella última dosis delreanimador elixirse puso en seguimiento de Lozanocon alientocorazón ymanos capaces de afrontar lo mismo una compañía de walones que una horda deamotinados.

Capítulo XXI.

De cómo Lozano hizo que un gaznápiro se volviera a tragar eldicterio de espadachín.

La condesa y sus dos caballerosprecedidos por un lacayo de Isabel deFarnesioque orilló las dificultades del tránsitose encaminaron a lapoterna de la rambla de caballerizas.

La verja giró sin ruido sobre sus goznesy los tres jóvenes se encontraronfuera de Palacio.

Los expedicionarios subieron a la plaza de Oriente favorecidos por laoscuridad en que envolvía a la tierra la encapotada atmósferay se mezclaronsin contratiempo alguno entre los mil curiosos que presenciaban el desfilealparecerinterminable de la procesión del rosario.

Elinaimpulsada por su atrevimientoprotegida por el traje que vestía yaguijada por la impacienciase deslizaba como una anguila a través de losgrupossin originar protestas más graves por parte de los incomodados quefrases como estas:

-¡Diablo de mozalvete!

-¿Si irá a ganar la casa santa este rapaz?

-¡Ardilla!

La condesano obstanteprocuró reprimir sus ímpetusporque vio a Lozanofruncir el ceño y temió suscitar una riñanunca como entonces intempestiva.

-Todos los apóstrofes con que se me agracie -dijo la joven al oído deFelicísimo-'van dirigidos a un ser apócrifo. Ruego a usted que no los demás importancia que la que los doy yo misma.

-Confieso -contestó Lozanosonriendo-que la inventiva de la señoracondesaha encontrado el mejor medio de bordear los escollos de esta excursiónnocturna.

Como la hueste de las palmas torcía por los Caños del Peral con direcciónal que fue punto de partidanuestros tres personajes hallaron suficientementedespejada la calle del Arenal para poder apretar el paso.

Las juveniles piernas que poseíandevoraron pronto el terreno de la Puertadel Sol y de la mitad de la calle de Alcalá.

Cuando la fonda de Levante estuvo cercaLozano dijo a Ayala a medio tono:

-ConvendríaTristánque digeses al bergante del Perfecto Cazurro que nossiguiesesi es que no está corriendo la tuna.

-La noche no deja de ofrecer tentaciones -respondió Ayala-; pero el mozo estan recogido que no desconfío de traértele.

-Sería la primera vez que hoy consiguiera echar la vista encima a ese modelode recogimiento.

Tristán se adelantó y no tardó en perderse en la sombra del zaguán delparador.

La rehabilitaciónen el concepto de Lozanodel Cazurro más o menosPerfectodebió ser completaporque el digno doméstico acompañaba a Ayalacuando ésteal poco tiempovolvió a dejarse ver en la vía pública.

Elina y su escolta prosiguieron su marcha por la calle Ancha de Peligrosyentraron por la del Clavel en la de la Reina.

Desde el primer momento llamó la atención de los jóvenes recién llegadosel considerable número de parejas de hombres embozados que se paseaban por lacalle en toda su longitud.

La condesa detuvo por instinto el paso para observar aquel pocotranquilizador fenómenoy Ayala no creyó inconveniente una ligeradeliberación; pero Lozano era de los que opinan que en ciertas circunstanciasapremiantesun consejo de guerra es el peor de los consejosy continuóresueltamente la marcha.

En semejantes ocasionesel sistema del caballero consistía en ceder a suinspiración del momento para triunfar de las dificultadesa medida que elacaso se las deparaba.

El movimiento de Felicísimo arrastró en pos de sí a todos sus compañeros.

A cada uno de los dos lados del cancel de la puerta del colegiohabía unhombre cómodamente recostado.

La posición de aquel par de cancerveros no fue el menor obstáculo para queLozano empuñase la cadena de la campanilla y asestara tan discreto tirónqueel agudo címbalopor lo demás perfectamente montadoestuvo dando razón desu existencia con estrépito por espacio de cinco minutos.

Los recostadossorprendidos por la rápida acción del caballerose irguieroncon viveza.

-¡Ah! señores míos: ¿qué hacen ustedes en este sitio? -les preguntóLozano con el aire del propietario que encuentra en el soportal de su casa doshediondos mendigos entregados al sueño.

El más bajopero de mayor contorno de los interpeladoscontestó contranquila impudencia:

-¡Pardiez! Impedimos que la italiana pueda escamotearse robando a la naciónlos tesoros con que aquí se ha escondido.

El involuntario movimiento de indignación que hizo la condesaacabó deamostazar a Lozano contra el obeso vigilante.

-Han concluido ustedes de impedirloporque están relevados -dijo en tonobreve.

-¡Relevados! ¿Por quién?

-Por nosotros.

-¡Buena es esa! ¿Acompaña a usted el secretario del consejo del cuerpo delos alborotadoso por lo menos mandato autógrafo del mismo funcionario?

-¿Se permite usted contradecirme? -pronunció Felicísimoarqueando lascejas y acortando la distancia que le separaba del importuno interlocutorlacual era ya bien poca.

-¡Bah! -respondió con sorna el sólido guardián:- mientras no recibamosnuevas instrucciones de quien puede dictarlasnuestra consigna en el colegio esimpedir la entrada o la salida a todo el mundo.

-¡Pero gaznápiro! -exclamó Lozano:-¿por ventura tengo yo cara de ser unhombre como todo el mundo?

El faccionario le contestó con una carcajada.

No pudo terminarla. Felicísimo cogió con ambas manos a aquel hombre por elpescuezo y por la cruz del calzónle hizo perder el apoyo de la madre tierray le lanzó como una pluma en medio del arroyo por encima de la cabeza deCazurroel cual se había apresurado a ponerse a espaldas de su amo al oír lapalabra gaznápiropor lo que pudiera ocurrir.

Ocurrióen efectoque el pobre mozo estuvo a dos dedos de ser aplastadopor el peso de aquella extraordinaria ave nocturna.

El compañero del levantado en altoal contemplar tan atlético alarde demusculatura de aceropuso mano a la espada; pero desconcertada la muñeca a lamitad de su empresa por la vigorosa torsión de la diestra de Lozanotuvo queceder a este rudo adversario la empuñadura del arma.

Felicísimo acabó de desenvainar el estoque del segundo centinelayenvolvió a éste en tan deshecha borrasca de cintarazosque la hoja delasadorcuyo temple dejaba bastante que desearsaltó en tres pedazos.

En otros tres se descompuso la persona del propietario del hierro; porque lacapa quedó enganchada en una de las próximas rejasel sombrero emprendió unatrayectoria que terminó en las narices de Ayalay el cuerpo fue rodando deetapa en etapa por la calle hasta tropezar en el obstáculo de la imponentebarriga del compartícipe en la derrota.

A los penetrantes alaridos de ambos cuitadoscomenzaron a acudir en tropellos más inmediatos paseantes de la calle.

Entretantola puerta del colegio se había entreabiertotal vez aconsecuencia de la presunción de que no podía carecer del derecho de entradaquien tan tieso repicaba; pero al observar el portero la tremenda luchaentablada al otro lado del umbralvolvió a empujar la maciza tabla de encinapara incomunicarse con los contendientes.

Lozanosin embargoestaba en todo; y antes de que el dependiente delcolegio terminara la ejecución del fatal propósitointrodujo entre la puertay el marco la guarnición del arma rota que conservaba en la mano.

-AprietaTristán -dijoacto continuo:- haz una ostentosa manifestación detu bríoaunque sea arrollando a ese malaventurado plantón.

-¡Pse!... si no es más que eso... -contestó Ayala- dale por aplastado.

Y apoyando el hombro en las barras del ventanilloempujó con tantagentilezaque la puerta se abrió de par en parrebotando con violenciano sesabe si en la pared o en otro cuerpo intermedio.

Los cuatro jóvenes penetraron en el portal como los proyectiles de unaandanadaprecisamente en el instante en que eran abordados por los más ligerosrondadores de la calle.

Felicísimo volvió a cerrar con ímpetu la puerta dándosele un ardite deque tuviera ya la mano en el esconce uno de los perseguidoresel cual laretiró no incólume ni mucho menosechando por la boca más sapos y culebrasque un carretero aragonés.

Elina tomó la dirección de la escaleradespués de haber agobiado depreguntas al magullado. porteroque estaba para todo menos para responder conconciertoy no se ocupaba de otra cosa que de oprimirse con las palmas de lasmanos media docena de chichones.

Cazurrono contento con haber echado la llavecorrido el cerrojo yenganchado la barra de la puertala reforzó con los puntales de los brazos.

En esta posición estaba cuando Lozano fue a decirle:

-Sigue a ese joven caballeroy obedece puntualmente sus órdenes.

Ayala acompañó a Cazurro hasta el pie de la escaleradescolgó el farolque ardía en aquel sitioextinguió la llama de un soploy protegido por laabsoluta oscuridad en que quedó el recibimientoentreabrió el ventanillo dela puerta.

Los dos jóvenes dirigieron a la parte exterior la visual de un ojo.

En el arroyo de la calle se había formado un grupo de individuos que ibacreciendo progresivamente.

Uno de los circunstantesque auxiliaba al obeso derribadole preguntósolícito:

-¿Se siente usted con algún desperfecto graveseñor Botija?

-¡Botija! -murmuró Ayala:- ¡Vive Dios! Si la palabra es apodofelicito alinventor; si es apellidoofrezco mis cumplimientos a la Providencia.

El auxiliado consiguió sentarse a la manera de un musulmány contestó convoz quejumbrosa:

-Hasta ahora llevo reconocidos los brazoslos antebrazoslas tibias y losfémures sin encontrar fractura.

-¡Hum! No hay que cantar victoria -pronunció otra voz-; conviene continuarlas investigaciones; he presenciado el golpey puedo asegurar a ustedseñorBotijaque ha sido rudo.

-¡Y me lo cuenta a mí ese cernícalo! -balbuceó el doliente.

Después se llevó las manos a la frentey repuso:

-¡Sendino!

Un mocetón de barba roja se acercó preguntándole:

-¿Qué quieres?

-Siento enmarañarse mis ideas y emigrar mis fuerzas -añadió Botija-; nosería imposible que me sobreviniera un desmayo. En ese casotoma el mando deestas gentesque aunque son poco ágiles para correr en auxilio de suscaudillospueden servir de algo todavía. Nuestra misión consiste en impedir atoda costa la fuga de la de Esquilache y sus hijaso la salida de cualquierbalija que pueda ocultar efectos suyosaunque quien la conduzca sea un obispo.Por lo demáses indispensable que te apresures a poner en conocimiento delseñor Salazar la irrupción inverosímil en el colegio de los perroshidrófobos que nos han asaltado.

-Todo se hará como lo dices -contestó Sendino-; pero ¡bah! no es creíbleque te veas en la precisión de resignar tus poderes; un hombre de tu sólidafabricaciónno se desgarabilla por una costalada más o menos. Ponte en pie yanda ¡cuerno del diablo! Cuando se lleva un golpenada hay peor que lainmovilidad. Empínadle vosotros por debajo de los brazos.

Los más próximos circunstantes ejecutaron el movimiento aconsejado porSendinono obstante las reclamaciones de Botija; pero el suceso acreditó queel doliente apreciaba con exactitud su estado.

Apenas tocaron el empedrado los pies del mísero reclamantedobló éste laspiernascerró los ojos e inclinó la inerte cabeza sobre el pecho.

El síncope era evidente.

Botija fue conducido al portal de la casa situada frente al colegioycolocado al lado del compañero de infortunio.

-Maese Ronquillo -dijo Sendino a uno de los presentes-tú que eresalbéitar ¿no podrías socorrer a estos cuitados?

-Sin duda -contestó el requerido-; que me traigan un pujavantelinimentoinglés y agua-ras.

Los concurrentes se habían ido aglomerando en la calle hasta constituir unnúcleo respetable.

Ayala se inclinó hacia Lozanopronunciando:

-Tu procedimientoFelicísimono ha podido ser más expedito para darnosentrada en el colegio; pero mucho me temo que ha de dificultarnos la salida.

Lozano meditaba; sus petrificados ojos habían dejado de observar la calle.

-¡Si sólo se tratase de nosotros! -añadió Tristánechando una mirada dedesdén al pelotón que capitaneaba Botija-¿pero a dónde que no sea alparaíso puede ir uno acompañado de mujeres?

Felicísimo continuaba cejijunto.

-¡Pardiez! -prosiguió Ayala:- me ocurre una de las más felices ideas quevoy a comunicarte generosamenteaunque no sea más que para darte una lecciónpor la avaricia con que te estás reservando las tuyas. Si mientras tú abrespaso a esas damas con la espada sin par que Dios te ha dadoyo te cubro laretirada con la docena de camaradas que ayer nos secundaron en la plazuela deAntón Martíntengo por cierto que nuestro tránsito por la calle de la Reinahabrá perdido todos los inconvenientes que ahora presentapese a cuantosBotijasSendinos y Ronquillos aborte el infierno.

Lozano levantó la cabeza.

-¿Tienes en el bolsillo a esos camaradas? -preguntó.

-Como si los tuvierapor cuanto sé donde encontrarlos.

-Tristánsi tu pensamiento fuera factibleyo no sé hasta qué puntosería digno de mí aceptarle.

-A verexplicame eso.

-Ejecutado el único acto en que consistía el formal compromiso quecontrajehe podido considerarme personalmente desligadopara ulterioresempresasde las entidades que de mí se valieron; pero ¿me sería lícitoconducir al campo enemigo con armas y bagajes los hombres reclutados con losrecursos de esas entidades?

-Felicísimo -dijo Ayalacon verdadera conmiseración-no reconozco en timás que un defectopero es de los mayúsculosporque pertenece al géneroinocente que sólo cultivan ya en el mundo las esposas de Jesucristo. Procuracorregirte: cuando esa pícara imperfección asoma la cabezaeres tanvulnerable en la estrategia como fuerte en la táctica. ¡Qué sería de ti sien estas ocasiones faltase a tus escrúpulos el receptáculo de la ancha mangade Tristán!

La verdad era que Lozano objetaba por descargo de conciencia; porque despuésde todoel plan de Ayalano le parecía demasiado descabellado para ser obrade un cerebro ofuscado por los vapores de la manzanilla.

Tristán volvió a acercar la faz al ventanilloy repuso:

-El sitio que vamos a sufrirse formalizay como en todos los sitios sonconvenientes cuando no indispensables las salidasvoy a hacer la primera.

Ayala comenzó a destruir los atrincheramientos tan laboriosamente acumuladospor Cazurro.

-Estaré a la mira para apoyarte en el momento en que sea necesario -dijoLozano.

-Te aconsejo que no hagas tal cosaFelicísimoa menos que no tenga lugarel caso improbable de que llegues a verme en el suelo.

Y el buen Tristán se despidió de su amigo con un ademán lleno deconfianzaabrió la puertacruzó el dintelvolvió a cerrar detrás de sí yse plantó en la calle con el garbo que le era habitual.

Apenas puso el pie en el empedradose vio cercado por los sitiadoresentrelos cualesacudió el primero su cabecilla accidental.

-¿A dónde va ustedbuen mozo? -dijo Sendino.

-¡Cáspita! A donde me llaman mis asuntos -respondió Ayala tranquilamente.

-Hay contestaciones que no satisfacen.

-Tanto peor para los interrogadores.

-Se han dado casos en que la desazón ha sido para los interrogados.

-De todos modosusted comprenderá que ciertas confidencias no se hacen enmedio de la vía pública cuando como éstase encuentra llena de gente.

-No ha sido tanta la reserva de usted para vapulear a nuestros compañeros.

-Por esta noche no he vapuleado a nadie todavía.

-No miente en ese punto -exclamó uno de los fieles de fechos que nuncafaltan en todas partes-; el magullador de Botija y del andaluz era menos altopero más hombre.

-¡Grandísimo bellaco! -gritó Ayala con indignación más cómica quetrágica-estoy pronto a probarte espada en manoque no hay nadie más hombreque yo entre los nacidos.

-¡Silencio! -interrumpió Sendino:- ¿quién ha sidopuesel agresor?

-Mi jefe -contestó Tristán.

-¡Ah!¿usted es un subordinado?

-Eso no humilla a nadie: lo que levanta de patilla es una estupidez delgénero de la que me ha dirigido el majadero a quien no he podido ver el rostrotodavía...

-¿Y quién es ese jefe? -insistió Sendinovolviendo a interrumpir.

Ayala pronunció dando a su semblante cierta expresión de respetuosaconsideración:

-Don Ermengaudo Fornspons de Lainguarfalansterio.

-¿Cómo? -preguntó el de la barba roja aplicando el oído.

Tristán reprodujo literalmente el nombre con admirable exactitud.

Todos los concurrentes debieron quedar perfectamente enteradosa juzgar porel silencio que siguió a la reproducción; pero por eso no dejó de continuarAyalapersuadido de que ninguno de ellos era capaz de repetir el nombre encuestión.

-Enhorabuena -repuso Sendino encogiéndose de hombros:- ¿pero qué es lo queese revesado mandarín ha venido a hacer al colegio?

-He ahí un asunto de índole tan reservada como el que origina mi salida-contestó Tristán:- sin embargola convicción que abrigo de la identidad denuestras miras en cuanto al fondo del motivo que a todos nos reúne en estesitiome mueve a no negar a usted la respuestasi en particular tiene a bienescucharla.

-¡Plaza! -dijo Sendino a los que le rodeaban.

Y se acercó a Ayalael cual se había retirado hasta tocar en la pared.

-Nuestra misión aquí -articuló Tristán en voz baja-ha sido significar ala de Esquilache una trascedental intimación.

-¿De parte de quién?

-Del consejo directivo del cuerpo de alborotados matritenses -añadió Ayalacon el mayor aplomo.

-¡Ah! perfectamente.

-Con arreglo a nuestras instruccionesmi jefe y compañeros deben no perderun momento de vista a la italiana hasta que decida de su suerte el consejo...

-Prudente precaución.

-Y esa suerte depende de la contestación de la marquesa que voy a participara la honorable corporación que nos dirige.

-¿Contestación satisfactoria como no hubo otra en el mundo?

-Tan satisfactoriaque no desespero de volver dentro de poco tiempo con elmandato de conducir a la de Esquilache a la galera y a sus hijas al hospicio.

-Todo eso está en lo posible.

-En lo cierto ¡cuerpo de Dios!

-¡Sobre que no me opongo a nada!... pero el cometido de usted es de tamañaimportanciaque con el fin de prestarle apoyo en cualquier azarosacontingenciavoy a disponer que acompañen a usted dos de mis hombres hasta elseno del consejo.

-Obligado -dijo Ayala imperturbable-; pero en vez de dos cuadrilleros ¿nopodía usted poner cuatro a mis órdenes dando cabida entre ellos al individuo aquien tan buen concepto he inspirado? Me complacería en verle bajo mi férulasiquiera fuese momentáneamente.

-Aquí no se trata de las complacencias de usted sino de las mías -contestóSendino.

Después se volvió hacía el concurso gritando:

-¡Gallardet! ¡Colodro!

Dos bigardos de mala traza armados de sendos montantes salieron al encuentrodel capataz.

Sendino departió misteriosamente con ellos y regresó al lado de Tristán.

-Antes de la partida -pronunció-tenga a bien el señor comisionadoenseñarnos el forro de su capa.

-Es muy justo -respondió Ayala:- en punto a los tesoros de la italiananoestá demás hacer constar que todos jugamos limpio.

El joven caballero separó los embozos de la capa; y trazó con todo su vuelola más airosa verónica que hizo nunca aplaudir en el circo taurino el diestroCostillares.

-¡Soberbio! -dijo el barbirrojo; puede usted emprender su caminata.

-Que me place -añadió Tristán:- hasta luego.

-Bah... la del humo.

Ayala y sus dos satélites tomaron la dirección de la calle de Hortaleza.

En la Red de San Luis se discutió un instante acerca del camino más cortopara llegar al domicilio del consejo.

El móvil cuartel general de los directores de la asonadase hallaba a lasazón instalado en una casa del centro de la Costanilla de Santiago.

Este local ofrecía una animación extraordinaria veinte minutos después delos sucesos ocurridos en la calle de la Reina.

Numerosos entrantes y salientes se entrechocaban en el portal sin luzy enla escalera mal alumbraday las habitaciones rebosaban en seres inverosímilesde burdos trajespero de cabezas finas y manos perfectamente cuidadasloscuales gesticulando como sordo mudoshablaban más que bachilleres.

En uno de los gabinetesel secretario Juan Antonio Salazarque acababa dellegar del Rosariorecibía notas que adivinaba más bien que leíacontestabaconsultas verbalesy dictaba órdenes a escribientestodo con la nerviosaprecipitación del hombre a quien devora la impaciencia por desembarazarse de untrabajo.

Cuando más engolfado estaba en la faenale sorprendió el abordaje de unsugeto que llevaba la tercera parte de la cara cubierta por un lienzoensangrentado.

-¿Qué ocurre a usted? -dijo el secretario sin fijarse apenas en el intruso.

-Una desgraciaseñor de Salazar -contestó el vendado.

-Si se refiere usted a su personano era necesaria la aserción; ya veo queha obtenido usted un chirlo.

-No menudo por ciertopero no hablaba a usted de mí.

-Enhorabuena.

-Ante todopor si el apósito que me desfigura ha impedido a ustedreconocermele diré que soy Gallardet.

-Gallardet -murmuró Salazar; un individuo de la cuadrilla de Botija...

-En efecto.

-Ah¿tenemos novedades de la calle de la Reina? -repuso el secretariointeresado repentinamente.

-Una invasión en el colegio.

-¿Por quién? ¡voto a mi estrella!

-Por cuatro desconocidos.

-¡Qué ha hecho Botijavive Dios!

-Quedar como una rana en el arroyo.

-¿Y han vuelto a salir esos hombres?

-Uno tan sólo se atrevióy Sendino dispuso que le condujéramos a lapresencia de ustedcon lo cual el mismo sugeto perecía conformarse...

-¿Dónde está el prisionero?...

-¡Qué si quieres!

-¡Se burla usted!...

-El detenido nos siguió en un principio sin objeciones; pero al llegar a laPlaza de las Descalzasse cuadróy nos dijo con la mayor impudenciaquenuestra compañía había llegado a serle nauseabunday que podíamos ir aemborracharnos a cualquier parteel infierno inclusive... Hasta tuvo laavilantez de alargarnos una monedacuyo valor ignoroporque quien la cojió alvuelo fue Colodro. Ésteen honor de la verdadal mismo tiempo que seapoderódel donativoempuñó el brazo derecho del donante. Por mi parte lesujeté el izquierdo en el acto. Pero las acciones meritorias no son en el mundodonde encuentran el pago. Apenas asimos a aquel furiosose desembarazó denuestras garras con la fuerza de un jabalítiró de la espaday se nos vinoencima como un torbellino. En vano le opusimos nuestros estoques; a los pocosmomentosel pobre Colodroherido de un puntazoestaba fuera de combatey yocaía desvanecido de un revés... Cuando volví en míel pájaro habíavolado...

-¡Ahimbéciles! -exclamó Salazar furibundo-; no le traigáis atado codocon codo...

El murciano arrojó sobre una mesa los papeles que tenía en la manoy seprecipitó fuera de la estancia.

Era evidente que existía un plan para la evasión de la marquesa deEsquilache; ¿llegaría a tiempo de hacerle fracasar?

Pocos momentos después salía a buen paso de la Costanilla de Santiagoseguido de Pedro Gamonal y de algunos hombres de su escuadra.

La aparición del secretario del consejo en la calle de la Reinatuvo lugarprecisamente en el instante en que Botija volvía en símerced a una moxadetrás de la oreja izquierda que el doctor Ronquillo le aplicó por su mano.

Salazar recogió solícito cuantos datos pudieron proporciónarle lasconfusas ideas de Botijay las respuestas precisas de Sendino; y después demeditado el casocreyó que todavía no había serio motivo para darse porderrotado; pero que era necesario obrar inmediata y resueltamente.

A consecuencia de esta determinaciónse encaminó a la puerta del colegio.

A la sazón no estaba Lozano en el portal.

Había acabado de ver con satisfacción el caballero la pacífica partida deAyalacuando oyó a la espalda el timbre de la voz de Cazurro.

El sombrío semblante del lacayo llamó la atención de Felicísimo.

-¿Qué tienes Perfecto desventurado? -preguntó Lozano.

-Encargo del joven caballeropara que se sirva usted subir al cuarto de laseñora marquesa -contestó Cazurro con acento en absoluta armonía con lo malhumorado del rostro.

-Otro disgusto mayor han debido proporcionarte.

-No trato de ocultarlo.

-¿En qué consiste?

-En que mi amomodelo de morigeraciónme haya puesto a las órdenes desemejante pisaverde. -¿Qué significa eso?

-Que el tal mozalvete es un libertino.

Lozano fulminó a su doméstico una severa mirada.

-La frase es durapero exacta -prosiguió Cazurro-. Apenas el atrevido jovenvio en su presencia a la hermosa señora marquesase arrojó sobre ella como unsátiroy la devoró a cínicos ósculossin cuidarse de la presencia de lasinocentes hijas del objeto que le inspiraba tanta lubricidady sin respetar mipropio pudor...

En otra ocasión cualquieraFelicísimo hubiese soltado la carcajada; enaquel momento se contentó con sonreírse.

-Tienes razón Cazurro -dijo-el asunto podía haber sido grave a norechazar la marquesa la agresión... por que es de suponer que la rechazaríaindignada...

El lacayo después de vacilar un instantepronunció con cierto aire deconmiseración hacía la flaqueza femenil:

-Señor... corramos un velo...

-Córreleoh Perfecto entre los perfectosy vigila luego en este sitio.

Lozano subió al piso principalse hizo indicar el aposento de la marquesade Esquilachey dio dos discretos golpes en la puerta.

Elina le franqueó la entrada.

La marquesaabrazada por sus dos hijasocupaba un confidente en el estrado.

-Adelanteseñor de Lozano -dijo la azafata-mi amiga la marquesa deseasaludar al caballero que arriesga su vida por salvarla.

-La señora marquesa me dispensa un honor inapreciable -contestóFelicísimo.

-Noseñor de Lozano -exclamó la de Esquilache alargándole la mano-loque consagro a usted con fe ardientecon admiracióncon toda la efusión demi almaes la amistad más acendrada y el agradecimiento más profundo.

-Me confunde el generoso impulso de la señora marquesa; porque sin modestiapuedo asegurarla que en cualquier pecho noblehabría encontrado la desgraciaque la hiere una adhesión igual a la mía.

-¡Ahcaballero! -añadió la de Esquilache con amargura-; ¿dónde estánmis deudosmis amigos?... todos quedan reducidos a dos; por eso concentro enellos con vehemenciacuantas gratas afecciones animan mi corazón.

Al pronunciar Pastora estas palabrasestrechaba con ambas manos las de Elinay Felicísimoacercándolas una a otra hasta estar a punto de tocarse.

Lozano no pudo sustraerse al vivo deseo de que llegase a realizarse laconjunción. Afortunadamente el suceso no le comprometía; la marquesa no era elcura párroco de Elina.

-Por lo demásseñor de Lozano -prosiguió después de un intervalo la deEsquilachecambiando en su tono la acervidad por la tristeza-; mucho me temoque la empresa que usted ha acometido sea superior a las fuerzas humanas.

-¿Por quéseñora?

-Desde que ustedes han llegadola actitud de los hombres que me vigilaban esamenazadora... Diríase que se proponen seriamente asaltar el edificio.

-Confiamos en que no acabarán de decidirse a intentarlo antes por lo menosde que le abandonemos nosotros.

-¿Por ventura abriga usted esperanzas fundadas de evasión?

La azafata sepultó su mirada en los garzos ojos del joven.

-¿No trata usted de tranquilizar nuestro contristado espíritu con unailusión de que no participa? -murmuró.

-Noa fe mía -contestó Felicísimo-mi amigo Ayala ha ido en busca de algunoscompañeros de bríoque desembarazarán la calle de la chusma que nos asedia.

Las dos damas dijeron simultáneamente:

-¡Si tuviéramos tanta fortuna!...

-¡Pluguiera a Dios!...

Un campanillazono tan desatentado como el producido por la mano deFelicísimopero suficientemente enérgico para volver a esparcir la alarma porel colegio enteroresonó en aquel instante en la portería.

La marquesa y Elina se extremecieron.

Lozano se disponía a tornar al piso bajocuando la voz de la esposa deEsquilache le detuvo.

-Si no es absolutamente indispensable -le dijo la marquesa-ruego a ustedcaballeroque no nos deje solas... Me domina un terror pánico.

Entonces Felicísimo se acercó a la ventanay dirigió los ojos a la callea través de las celosías.

El bloqueo no parecía haber adquirido carácter más amenazador que el quetenía diez minutos antes.

Quien no dejó de acudir al llamamiento fue el porteroque con una venda enla frenteque trascendía a vinagre a tiro de arcabuzse aproximó a larejilla de la puerta con las convenientes precauciones.

Cazurro se adelantó en el actoy poniendo majestuosamente la mano en laguarnición de la terrible espada que fue de Tragaldabasdijo con acentosolemne:

-Declaro al señor plantón que no estoy dispuesto a consentir que franqueeel paso a nadie.

-Creo que su señoría tendrá presente -contestó el portero refunfuñando-que no está encargado de darme lecciones acerca del cumplimiento de mi deber.

-Me parece -replicó Cazurro-que su merced no echará en olvido tampoco quesé hacer chichones.

-¡Quién llama! -preguntó el portero en voz alta.

-¡Pardiez! Quién desea entrar -contestó Salazar de mal talante.

-El aforismo evangélico llamad y se os abrirá no reza en esta casacon las personas desconocidas.

-La interpretación del santo texto no puede ser más recta -añadióCazurro.

-Te prevengoasno predicador -gritó Salazar-que si vuelves a permitirteotra broma de semejante génerote hago derrengar a estacazos.

-Pregunte su merced a ese baladrón -repuso Cazurro-si seduce el corazónde las mujeres cuando quiere entrarse por sus puertas con las mismas amorosasfrases con que conquista la benevolencia de los porteros.

El plantón replicó indignado al murciano:

-La exposición de la doctrina contenida en los libros canónicossólopuede ser una broma para los impíos.

-¿Abrirás al finmal aprendiz de clérigos de misa y olla?

-No abriré.

-Perfectamente dicho -articuló Cazurro.

-¡Condenación! Con los anteriores visitantes no has sido tan intransigentebestia del Apocalipsis.

-Pero lo deploraré amargamente mientras exista...

-¡Cuidado con deslizarse! -interrumpió Perfectoarqueando las cejas.

-Vamos a cuentas -repuso Salazarque creyó entreoír en el portal ciertomurmullo combinado con la voz del portero-; ¿te niegas a abrir por tuespontánea voluntadporque algún bergante te impone la suya?

-Envíe el señor plantón a paseo al impertinente inquisidor -murmuróCazurro.

-¡Señor mío! -exclamó el portero exasperado:- yo no necesito espíritussantos.

Y dirigiéndose al ventanilloañadió:

-No abro porque la señora superiora así lo ha dispuesto.

-Pues apresúrate a decir a la señora superiora que necesito hablarla en elacto.

-A esa pretensión pudiera no negarme.

-Niégate si quieresy lo pondremos en tu cuenta para el momento próximo dela liquidación.

-¡Nuevas amenazas!

-La última no se dirige a ti solo.

Puedes asegurar a la superiora que si trata de esquivar la conferencia quereclamovoy a demoler el colegio y el templo.

-Aconseje su merced a ese contratista de derribos que comience la demolicióncon la cabeza propia -pronunció Cazurro.

El porteroen vez de seguir la inspiración de Perfectocontestó almurciano:

-Si la señora superiora accede a los deseos de ustedle escuchará por lapróxima reja.

Iba el plantón a internarse en las habitaciones de la derechacuando ledetuvo instintivamente un vivo movimiento de Cazurro hacía la puerta de lacalle.

El porterosin embargono tardó en tranquilizarse y prosiguió su camino.El buen Perfecto no hacía otra cosa que examinarrecorrer y afirmar la barra ylos cerrojos.

Aunque la paciencia del caballero murciano no era muchano tuvo tiempo enesta ocasión para ágotarse.

La falleba de una vidriera dejó oír su estridente crujido en una de lasventanas inmediatas.

Salazar acudió en el actoguiado por el reflejo de los cristales al girarsu marco en los goznes. Al través de la espesa celosía pudo entrever unastocas blancas.

-¿Es usted quien pretende hablarmeseñor? -preguntó una voz femenil.

-Deseoen efectohacer una manifestación a la señora superiora -contestóel caballero.

-Puede usted explicarse; aunque indignaejerzo ese cargo por la misericordiade Dios.

-Pues bienseñoralas personas que dirigen el movimiento popularme hancomisionado para hacer un reconocimiento en los papeles de la marquesa deEsquilache; y espero que no se oponga usted a que se me franquee inmediatamentela entrada en el colegiocon el fin de que pueda cumplir mi cometido.

-¡Un atropello en este santo recinto!

-Señoraempeño a usted mi honrada palabrade que serán de todo puntorespetadas las personas de la marquesa y de sus hijas. La intervención que mecompetese limita a los efectos de esa dama.

-Pero usted olvida o desconocecaballeroque el colegio forma parte deltemplo de Nuestra Señora de la Presentacióny disfrutapor tantode todassus inmunidades...

-Pero usted desconoce u olvidaseñora superioraque el templo de NuestraSeñora de la Presentacióny por tantoel colegio adjuntono gozan delderecho de asilo...

-Señor mío:...

-En Madrid no hay más que las iglesias parroquiales de San Sebastián y SanGinés que posean esa inmunidad canónica.

-Ni yo soy doctorani me consta que usted sea un eminente casuista; pero séque donde no alcanza la protección de la extricta disciplina eclesiásticadebe llegar la piedad de los verdaderos fieles.

-Salus populi suprema lex est.

-¡Cuántos crímenes ha sancionado esa máxima!

-En resumen: ¿dispondrá usted que se me facilite el ingreso?

-Las prerogativas de la casa del Señorde las cuales soy humildedepositariael amparo debido a la desgraciay la voz de mi propia concienciano me lo permiten.

-Me pasaré sin el permisoy no seré yo ciertamente el responsable de lostristes sucesos a que pueda dar lugar una invasión a viva fuerza.

-¡A tanto llegará la osadía!

-¡Pardiez!

-No hablaré a un impío de las iras del Altísimo; pero le conminaré con laindignación del verdadero pueblo de Madrid. El vecindario de este barrio esprofundamente religiosoy acudirá en nuestra defensa apenas las campanas haganresonar el toque de rebato.

Salazar ya no escuchaba a la superiora.

Trasladado el murciano en dos saltos al portal de enfrenteexhortaba conacerada frase a GamonalSendinoRonquillo y lo más florido de la bandaa quele secundaran dignamente en la meritoria empresa.

Se trataba de apoderarse de los papeles de Esquilachesalvados por suesposalos cualessegún noticias del Consejocontenían nada menos que unvasto plan de conjuración para desmembrar la monarquíacreando a la familiadel advenedizo italiano un principado independiente en la parte de lasprovincias gallegascontigua a la frontera portuguesa.

Todos aquellos esclarecidos varonesexaltados por el más acendradopatriotismolanzaron un rugido que no hubiera sido mis coléricosi lesdespojaran a ellos mismos de las tierras que se proyectaba aplicar al nuevovalle de Andorra.

Concebido instantáneamente el plan del asalto por Salazary comunicado asus parciales con poca menos rapidezla falange entera cayó sobre la fachadadel colegiocorno hubiera podido caer una tromba devastadora.

Al aposento de la marquesa de Esquilache llegó un rumor sordoindefinidouno de esos ecos que son producto de muchos factoresy que suspenden el oídoporque anuncian un acontecimiento anormal siempre funesto.

Lozano volvió a acudir a la ventanay aunque no podía ver desde ella laparte del templo y del colegiola atenta espectación que demostraban losnumerosos observadores situados en la acera opuesta de la callele hizocomprender que la escena presenciada era en alto grado interesante.

El hecho obtuvo completa explicación con la llegada de la superiorapáliday azorada.

-Todo se ha perdidoseñora marquesa -balbuceó la recién llegada-esosrenegados asaltan el colegio...

Elina ahogó un grito de desesperación. Pastora se llevó una mano alcorazón como si acabara de recibir en él un rudo golpe.

En pos de la directora; penetraron algunas sobresaltadas institutricesagravando con sus estrepitosos lamentos y desolados ademaneslo alarmante de lasituación.

Felicísimo se cuidó poco de todas aquellas contorsiones monjiles máscoreográficas que conmovedoras; pero al ver a Cazurro en la entrada de lagaleríale salió al encuentro.

-¿Han forzado la puerta? -preguntó.

-Todavía no -contestó Perfecto-; pero no conservo ilusiones acerca de laeficacia de ese obstáculo: en vista de los gemidos que la encina exhalay dela facilidad con que se deja zarandearme temo que ha de rendirse en breve adiscreción.

-Pues bienes necesario que atranques y atrincheres todas las comunicacionesinteriores susceptibles de defensa. La señora superiora dispondrá que teayuden los dependientes del colegio.

-Tres son en númeroy de esfuerzo poco digno de estimación -respondió lasuperiora-; pero obedecerán cuantas órdenes tenga a bien darles vuestramerced.

-Ya lo oyesCazurro -dijo Felicísimo a su criado-; ha llegado el momento dehonrar mi librea.

-¿Qué se propone ustedseñor de Lozano? -murmuró la condesa entreinquieta entre subyugada por la tranquila frente del joven.

-Si no hay medio posible de evasión -contestó Felicísimo-me propongoresistir enérgicamente la agresión hasta que el auxilio exterior que nodesespero recibir de mis amigoshaga levantar el sitio a esa hez del populacho.

-¡Ahcaballero! -articuló la de Esquilache en el colmo de la angustia-estaba escrito que toda la abnegación de usted no podría sustraerme a la sañade mi destino.

Las dos niñas cubrían a su madre de besos y de lágrimas.

-¡Valorseñora marquesa! -pronunció Lozano con más imperturbabilidad quenunca-: ¡trabajo y caro precio ha de costar a los enemigos de usted tocar a unode los pliegues de su traje!

-¡Ohbuen Dios! -exclamó la superioraocultándose el rostro entro lasmanos-: ¡una escena de sangre en este sitio!

La más joven de las institutricesaya siempre solicita de las hijas deEsquilachese lanzó repentinamente hacía Lozano.

-Existe el medio de evasión que usted anhelacaballero -pronunció con unaexpresión de inefable entusiasmo:- puede usted salvar a la señora marquesaya esos angelicales pedazos de sus entrañas.

-¿Qué dice la hermana Beatriz? -preguntó vivamente Elina.

-Frases de perlasseñora condesa -replicó Felicísimo.

Y dirigiéndose a la institutrizañadió con una dulzura que él mismoignoraba poseer:

-¿Acabará de exponerme nuestra joven amiga su nobilísimo pensamiento?

-La exposición es breve -prosiguió Beatriz-el camarín de la sacristíacomunica por un largo corredor y varios sótanos con un patio perteneciente auna de las casas de la calle de San Migueldonde estánsegún tengoentendidolas cocheras del marqués de Grimaldi. Es de creer que haya algunapuerta cerrada; pero de todos modossiempre será menos difícil forzarlaqueabrirse paso por entre los amotinados.

-Hermana Beatriz -pronunció severamente la superiora al oír publicar deaquel modo ciertos misterios de la localidad-; ¿con qué motivo ha podidollegar a tener conocimiento de semejante itinerario?...

Pareció a la joven tan extemporánea la preguntaque se encogió de hombrospor toda respuesta.

-¿Nos guiará en ese camino de esperanza nuestra hada benéfica? -dijo a lainstitutriz Lozanoque prefería no tratar de entenderse sobre el particularcon otra persona alguna.

-En el acto -contestó Beatriz con la decisión y la confianza que inspira lagenerosa edad de diez y ocho años.

-No perdamos un momentoseñora marquesa -añadió Felicísimo-quecompense la energía moral el abatimiento de las fuerzas físicas en estaocasión suprema.

-Espero que el ciclo que ha escuchado las preces de mis hijasno me negaráel vigor indispensable -respondió la de Esquilache.

Felicísimo se dirigió a la meseta de la escaleray llamó con potente voza Cazurro.

El mancebo suspendió las obras de fortificación que dirigía en el pisobajoamontonando detrás de las puertas cuantos muebles encontraba a manoyacudió al llamamiento de Lozano.

Mientras la condesa recogía apresuradamente los efectos de su amigaBeatrizcorrió a la habitación de la superiorase apoderó a todo evento de un gruesomanojo de llavesextrajo dos ganzúas del fondo de una alhacenadescolgó unode los faroles que alumbraban la imagen de la protectora del colegioy volvióal crucero de las galerías.

El equipaje de la marquesaconsistía en un maletín de cuero y en mediadocena de bolsas de mano.

ElinaPastora y las dos niñas se repartieron las bolsas: de la maleta seencargó Cazurro a una seña de su señor.

Lozanoque fue el primero en salir del cuarto de la marquesaoyó decir aBeatriz desde el ángulo del corredor:

-Deprisa¡Dios mío! ¡A la carrera!...

El tiempo debía apremiaren efecto. A los gritos salvajes que resonaban portodas partesse unían estruendos amenazadores.

Los fugitivosprecedidos por Beatrizbajaron precipitadamente la escalera.

Por desgraciala primera etapa de la marchaconducía en línea recta a lasposiciones ocupadas por el enemigo. La marquesa pudo oírse aplicar talesepítetos por acentos enronquecidosque se cubrió el encendido rostro con lasmanos.

Al cruzar por delante de una ventanacuyas vidrieras estaban hechas pedazosvio Felicísimo una palanqueta que separaba las barras de la reja.

Con la rapidez del rayo y la fuerza de un titánel joven arrancó elinstrumento de los puños que le manejaban.

-¡Ahtunante! -gritó el desarmado:- ¡si yo tuviese aquí un mosquete!

Lozano entregó la palanqueta a Cazurroy se reunió a las damas.

A la sazón estaban detenidas delante de la puerta que comunicaba con eltemplo.

El sacristáncon el mal humor del que presiente una calamidadacababa decontestar las siguientes palabras a las apremiantes reclamaciones de Beatriz:

-En verdad que yo no sé si debo...

-Por fortuna yo lo sé perfectamente -le dijo Felicísimo.

Y poniendo una mano en el cerebelo y otra en el coxis del sacristánlellevó disparado como un cohete hasta la puertaen la cual chocaron violenta ysimultáneamente la narizel abdomen y las rodillas del pobre guardián delsantuario.

-¡Abre! -pronunció Lozano con la sobriedad de un espartano.

No es fácil saber por la intercesión de qué buen genio se operó elmilagro; pero fue lo cierto que en las trémulas manos del sacristán aparecióuna llave antes ausenteque ésta se introdujo como por sí misma en lacerraduray que la puerta giró sobre su eje.

La nave de la iglesia sufrió inmediatamente una irrupción atropellada.

Iban a doblar las damas el ángulo de uno de los brazos que forman la cruzlatina del templocuando aparecieron dos bustos sombríos en la claraboyaabierta bajo el coro.

-¡Condenación! -profirió la boca de uno de aquellos bustos-parece quelas italianas tratan de huir.

-¡Huir! -exclamó el individuo a quien pertenecía la otra cabeza:- esoprobaría que contaban con alguna salida oculta. ¡Voto a tal! hemos llegado atiempo entonces... ¡AbajoGamonal! Que no se nos escapen...

-¿Abajo? ¡Diablo! Señor de Salazarla altura es respetable.

-Descuélguese usted con la capa... yo la sostendré firme... Por mi parteseguiré a usted después aunque me estrelle...

Lozanoque no había perdido una palabra del diálogo anterioracompañó alas damas hasta la entrada de la sacristíay dijo a Cazurro:

-Perfecto: buenos puños para levantar cuantas puertas encuentres pordelante.

En aquel momento resonó en las losas del piso de la nave el golpe de lasgruesas botas de Gamonalque acababa de saltar con menos dificultad de la quetemíamerced al procedimiento ideado por Salazar.

-Adelanteseñoras -añadió Felicísimo-dentro de pocos segundos estaréde nuevo al lado de ustedes.

Después se quitó la capala arrolló al brazo izquierdoy desenvainó laespada.

Durante el breve espacio de tiempo que el joven caballero invirtió en suacciónSalazarenganchando la capa de Gamonal en la aldabilla que sujetaba elmontante de la claraboyase había arrojado al suelo.

Capaaldabilla y montante le acompañaron en la caída; pero el objeto delartificio estaba conseguido: el golpe perdió una gran parte de su violencia.

-CreoGamonal -dijo el murcianoapenas se repuso-que ese perillán que seadelantase propone disputar al león su presa.

-Para algo traerá en la mano el acero -respondió Gamonaltirando del suyo.

-Pues bien; demos una buena lección al rufián de cotorras -replicó Salazarempuñando asimismo la tizona.

Felicísimo llegaba entonces a la zona luminosa que proyectaban laslamparillas del cuadro de las ánimas.

Pedro Gamonal dio un paso atrás exclamando:

-¡El hombre del convento de Valverde! ¡El Espadachín!

Lozano herido en lo vivo por el dicteriose lanzó sobre el denigrador.

-¡Vuelve a tragarte esa palabragaznápiro! -dijo furioso.

Pero Gamonalen vez de obedecerle le recibió en guardia; y como Felicísimono tenía tiempo para insistir en la intimación con largos discursosdecidiófavorecer de la más expedita de las maneras la ejecución del acto dedeglución que tan imperiosamente había exigido.

Al efecto señaló una vuelta en segunday en el instante en que vio que seacudía a la parada dio a la mano la posición normaly con una destreza quesólo él poseía sepultó cuatro buenos dedos de la punta de la espada en laboca de Gamonal.

El herido dobló una rodillay midió al fin el suelo de donde pugnó envano por levantarse.

Tan rápida había sido la contienda que cuando Salazar llegó a la línea decombate para apoyar a Gamonaleste no necesitaba ya más auxilios que los demaese Ronquillo.

Lozano se revolvió en el acto contra el segundo adversario.

Las circunstancias apremiaban demasiado para que se entretuviera entantearle: dio por supuesto que se las había con un torpey levantó laespada.

No eraen efectoSalazar lo que puede llamarse un tiradorpero tampocomerecía mi total desprecio. El acero del murciano partió inmediatamente por lalínea.

El golpesin embargosólo fue de graves consecuencias para la capa con queFelicísimo escudaba su pecho.

Los cien pliegues de la sarga eran atravesados por el hierro de Salazarmientras caía sobre la cabeza de este la tizona de Lozano con el más gallardode los tajos.

El grueso castor del chambergo amortiguó una parte de la fuerza del golpe;pero aún quedó la suficiente para que Salazar aturdido girase sobre sí mismoy se desplomara inerte bajo el púlpito.

- ¡Sacrílegos! -gritaba el sacristán entretanto:- ¡Que caiga sobrevuestras cabezas la sangre con que habéis profanado la casa del señor!

La indignación del sacristán estaba plenamente justificada: porque era decreer que al hablar de sangre se refiriese a la que sentía correr de lasnarices que le pertenecían.

En el momento en que Lozano vio por tierra a sus dos enemigoscorrió a lasacristíacerró por la parte interior la puerta provista felizmente desólido cerrojoy buscó el camarín de que Beatriz había hablado.

Merced a la vacilante llama de la candileja que tenía en la mano un ángeldos veces de luz en aquella ocasiónFelicísimo no tardó en dar con laestancia indicaday en encontrar en ella la salida del corredor.

Oscuro y largo era el pasadizo; pero como también era estrechoy carecíade complicaciones trasversales no había posibilidad de extravío.

El joven recorrió rápidamente aquel tránsito con la mano izquierda en unade las paredesy dándose cuenta de la otra con la punt de la espada.

El corredor acabó por desembocar en una bóveda rectangular y al fin delnuevo trayecto los ojos do Felicísimo vislumbraron el farol de la institutriz.

El caballero entonces volvió a envainar la espada para no alarmar a lasdamasy se reunió con ellas a la carrera.

La condesa le miró de pies a cabeza.

-¿Ha ocurrido algún fatal incidente?- le preguntó.

-Ninguno -contestó Lozano sencillamente.

Elina era muy capaz de adivinar todo lo acaecido; pero no sería en verdadpor los datos que pudieran ofrecerla el inalterable semblante de Felicísimo yel tranquilo timbre de su acento.

Una corriente fría y violenta que revelaba el aire libreazotó de repenteel rostro de los fujitivos. Habían llegado delante de una verja de cruzadosbarrotes cerrada por un candado ciclópeo.

Beatriz puso en manos de Cazurro las dos ganzúasy el pestillo del candadocedió a la acción de una de ellas sin seria resistencia.

Perfecto empujó la verja y facilitó a los que le acompañaban el ingreso enun patio espacioso.

El recinto estaba alumbrado por una linterna que yacía sobre el brocal de unpozo. Al reflejo del clásico utensilio iluminador se divisaban dos puertaslateralesentornada la unay completamente abierta la otra.

Cazurro se dirigió a la segunda acaso en razón a su aspecto de franqueza.

El primer objeto que vio fue un hombre ancianocubierto con un gorro altotieso y puntiagudo. Aquel individuo se ocupaba en verter cebada de un talego enuna medida de madera.

-¡La salida! -pronunció Cazurro.

El del gorro volvió rápidamente la cabezay al distinguir un hombreazorado con una maleta debajo del brazoy una palanqueta en la manohizo laseñal de la cruzy dio un paso atrás exclamando:

-¡Misericordia! ¡Buena está la salida de este foragido!

A continuación se sepultó entre un cúmulo de costales que removidos por lanueva adición perdieron el equilibrio y resbalaron en todas direcciones.

Perfecto volvió al patio sin insistir en la pregunta: bastante respuesta ledaba la evidencia de que se había metido en un pajar.

Beatriz fuese por instinto fuese por sapienciase encaminó a la puertaentornada. Detrás de la joven penetró todo el personal de la expedición en unpretil que terminaba en una vasta cochera.

Lozano se precipitó sobre el portón; quitó el pasador y la cadenaabrióuno de los postigosy saltó al otro lado.

Se encontraba en la calle de San Miguel sombría y solitaria: esto escomosiempre apetece hallar la ruta el que acaba de evadirse de una prisión.

Capítulo XXII.

Concepto que al héroe de esta historia merecen las especialesaptitudes eróticas que le adornan.

La necesidad más urgente para los fujitivosera alejarse del lugar donde seencontraban.

Lozano no tuvo que emplear muchas palabras para demostrarlo: el hecho estabaen la conciencia de todos.

La marquesa depositó un beso el la frente de la joven Beatriz al mismotiempo que la puso en el dedo anular un solitario y aceptó después el brazoque Felicísimo la ofrecía. Elina tomó la mano de la más pequeña de lasniñas.

Cuando los evadidos emprendieron rápidamente su marcha hacía la parte altade la calleoyeron un clamor que probaba que la superiora cumplía su palabra aSalazar. Las campanas del templo estallaban en el más furioso de los rebatos.

Apenas los expedicionarios doblaron la esquina de la calle del ClavelLozanose apresuró a decir:

-Nuestro primer cuidado consiste ahora en proporcionarnos un coche seguro.

-Ninguno más seguro que el mío -interrumpió Elina.

-¡Quién podría ponerlo en duda!.. ¿Dónde está la cochera?

-En mi casa.

-¡Ahdiantre!...

-Es cierto -murmuró la marquesa-hasta esta nochequerida míano habíacalculado que pudiera llegar a ser una desdicha la circunstancia de quehabitases en la calle de la Reina.

-No podemossin embargorenunciar a esa idea.

-¿No es verdad que noseñor de Lozano?

-La vuelta al teatro de los acontecimientos sólo constituye un peligro parala señora marquesapero de ningún modo para mí.

-¡CómoDios mío!.. ¿pensaría usted en separarse de nosotras en estosmomentos?

-¿Por qué nosi antes las dejo en lugar seguro?

-¿En qué lugar?

-En mi propia habitación.

-Feliz pensamiento -exclamó Elina.

-¿Está lejos la morada de usted?

-Tan próxima está que si no existiera esa manzana de casaspodría ustedverla desde aquí.

La frase era exactaporque los interlocutores acababan de cruzar la calledel Caballero de Graciay entraban en la Ancha de Peligros.

-Apresurémonospues.

Dispensaron todos tan buena acogida a la invitación de la marquesaquepocos minutos después llegaban a la Fonda de Levante.

Las damas se instalaron en el modesto albergue de Lozano con deleite pocomenor que si hubieran tomado posesión de la parte que pudiera corresponderlasen el paraíso.

Felicísimo dijo a continuación a Elina:

-Ahora bien ¿se servirá la señora condesa indicarme los medios de quehabré de valerme para conducir aquí el carruaje?

-Todos ellos se reducen a uno -contestó la azafata.

-¡Ah! tanto mejor: la simplificación me electriza.

-El medio en cuestión consiste en acompañarme hasta mi domicilio.

La marquesa besó a su amiga en la mejilla.

Lozano buscó a Cazurro con los ojosentre otros motivospara ver si se levolvía a alarmar el pudor; pero como el mozo no se hallaba presentehubo desalir a llamarle.

El lacayo acudió a la primera voz.

Felicísimo le dijo a medio tono:

-Si hubiere algún curioso en la posada autorizo la indiscreción de que leconfíes que acabo de recibir la visita de mi hermana y de mis dos sobrinas.

-Perfectamenteseñor.

-Por lo demáste hago responsable de la absoluta incomunicación y de laseguridad de mi familia durante mi breve ausencia.

Elina apareció en aquel instante: el joven caballero la siguió hasta lameseta de la escalera.

Lozano hizo un imperceptible movimiento para ofrecer la mano a la condesa;pero esta se deslizaba ya por los peldaños con el impulso aéreo de unasílfide.

Felicísimoimpresionable hasta la poesíaexperimentó el más vivo de lossentimientos de despecho.

Las mujeres ven siempre las manifestaciones de esos sentimientos porinsignificantes que sean; pero cuando no los ven los presienten. Lasatisfacción debía ser completa: ¡bien la merecía el pobre caballero!

Al poner el pie en la acera de la calleElina dijo a Felicísimo con una vozde timbre tan arrollador como el eco de un coro de serafines:

-¿Será conmigo tan galante como con la marquesa el señor de Lozanopermitiendo que me apoye en su brazo?

Felicísimo estaba desarmadopero no rendido a discreción. El tono queempleó al contestar a la dama era mucho menos ardiente que el que las palabrasparecían requerir.

-Con ustedseñora condesa -articuló-sería un millón de veces másgalantesi posibilidad hubiere para ello.

-¡Cómo así! -replicó Elina pasando su mano por debajo del brazo delcaballero:- ¿Dónde están mis títulos para competir con la marquesa?

-¿Los títulos de usted?

-En efecto...

Lozano fijó en el incomparable rostro de su compañera una intensa mirada;Elina levantó los ojos y sostuvo el fuego de la artillería de aquella visualcon tan interrogadora avidezque Felicísimo deslumbradopalpitantey puntomenos que desvanecido fue el primero en bajar los párpados para sustraerse auna total derrota.

-La marquesa -prosiguió Elina-ha ocupado hasta ayer la más envidiableposición de Españay ¡quién sabe el destino que le está reservado todavíaen los insondables abismos de la política!

-Aunque el pretérito sea de reciente datano por eso es presente -imaginóirónicamente el caballero.

-Por otra parte -continuó la de Bari-si bien la marquesa es poco menosjoven que yoes en cambio mucho más bella...

-¡Ahhipócrita! -pensó Felicísimo-harto persuadida estás tú de locontrario!

-En fin -añadió Elina-para todos los corazones de nobleza y generosidady en el de usted brillan esas cualidades como en ningunola marquesa posee enla actualidad el irresistible imán de la desgracia.

-Me hablas de imanespérfida -se dijo Lozano-después de haberme sometidoal encadenador fluido tu mirada.

-¿Por qué el señor de Lozano no había de rendir el natural tributo a eseconjunto de seducciones?

-La marquesa no es libre...

-Cierto; ¿pero es esa la piedra angular de mis ventajas?

-Noseñora condesa.

-Esperaba la frase: no me olvido de la aversión de usted al lazo conyugal.

-Aversión invencible de que la señora condesa participa.

-Ahora no hablarnos de mis defectos; creo por el contrario...

-Ustedsin embargose complace en recordar los míos.

-Señor de Lozano...

-Señora condesa...

-El carácter de ustedes tan sin par como el temple de su alma:fantásticomaravilloso... ¿Por ventura mi atractivo para con ustedconsistiría en mis imperfecciones?

-¡Ahqué idea! -exclamó Felicísimoincorregible en su sistema decontestar una pregunta con otra: ¿por acaso las preferencias tan gratas paramí con que la señora condesa me ha distinguido en ocasionesno reconoceríanotra causa que mis malas propiedades?

Elina quiso proporcionar a aquel terrible espíritu infantil la satisfacciónde una victoriay no insistió en hacerle pasar por las horcas caudinas de unpiropo.

¡Qué podía importar a la condesa ser vencida afectar serlo en un combateparcialsi contaba con conseguir el objeto de la campaña!

La joven dama acercó la cabeza al hombro de Lozanoy le deslizó al oídoestas palabrastan acariciadoras como un beso:

-Ignoro si el señor de Lozano tiene alguna propiedad que no sea buena; perosé que es noble hasta el lirismo épicoapasionado hasta el frenesíbravohasta el heroísmoy gallardo hasta la perfección.

El edificio de la soberbia de Felicísimo se conmovió en sus cimientos.

-Dura es la lección -murmuró-pero no inmerecida. Ese esen efectoellenguaje que habla a las damas el hidalgo de buena raza que ha acertado adepurar su tosco provincialismo en el crisol de la cultura cortesana.

-Nocaballero: este es el idioma de la gratitudde la sinceridadde laadhesión...

Para exteriorizar sin duda la idea que la última palabra expresabaElina leadhirió al brazo del joven con la intimidadafecto y abandono que hubierapodido emplear con un hermano.

Lozano veía a cuatro dedos de sus labios aquella seductora cabeza con lacual tantas veces había soñadoirradiando divina luz de los ojossuavísimosefluvios de la aterciopelada cabellera y embriagador aliento de rosa de lapurpurina boca.

Algo parecido a un vértigo nubló la razón del caballero y comunicó a todosu ser un extremecimiento profundo.

La condesaque observaba los efectos de su influencia en el jovencomoestudiaba el augur las palpitantes entrañas de su víctimaacortó el pasodiciendo sorprendida:

-Perdónenme Dios y usted si me equivoco; pero me ha parecido advertir queusted temblaba...

-Ha apreciado usted mi estado con exactitud -contestó Felicísimo malrepuesto.

-¿Y qué motivo?...

-Señora: tiemblo de miedo.

-¡Usted! ¡Un león!

-¡A qué negarlo!... Hay un pensamiento que me aterra.

-¿Cuál?

-El de inferir a usted una ofensa.

-¡A mí! ¿Cómo? ¿Por qué?

-Tanto valdría preguntar al rayo por qué aniquila cuanto hiere. ¡Oh!Porque hay leyes inmutables que rigen la materia; porque existen cualidades o sise quiere defectos de organización que llegan a ser irresistibles; porque hayojos que fascinanacentos que arrebatan y contactos que extravían...

-Sobre todas esas leyes; sobre todos esos defectos; sobre todos esosinstintos está un talismán infalible -replicó la condesa con cierta seriedad.

-¿Cómo se denomina?

-La voluntad humana: y cuando ésta es tan vigorosatan digna y tan lealcomo la que al Omnipotente debe ustednada a su lado tiene que temer una dama.

Difícil sería averiguar si Elina concedía efectivamente a su caballero unaconfianza tan omnímoda como acababa de asegurar; pero por lo menosse propusoprobarle que no fingía.

La mano derechahasta entonces libre de la condesafue a unirse a laizquierda. Colgada en esta posición que tenía algo de abrazoElina murmurócon un tono impregnado de interésde dulzura y de molicie:

-¡En finloado sea Dios! El inopinado extremecimiento de usted me habíainspirado una inquietud vivísima: temí que en los rápidos sucesos del templohubiese usted recibido alguna herida.

La mujer modifica todo lo que toca. Era evidente que Lozano carecía en aquelmomento de libre albedrío; pero no fue con la impetuosidad del insensatosinocon la blanda docilidad del autómatacomo el joven tomó la mano de lacondesase la aplicó al lado izquierdo del pechoy se dijo así mismopensando en alta voz.

-En efectocreo que estoy herido en el corazón...

Elina se detuvopero no retiró la mano. ¿Sería que se complaciese ensentir las palpitaciones de aquel corazón de diamante? ¿Sería que otroacontecimiento la estuviera llamando la atención?

La verdad era que no faltaba motivo para la segunda versión. Los dosjóvenes sin saber cómo ni por dónde habían llegado al ángulo que forman tascalles de Hortaleza y de la Reinay en la parte baja de la últimasedistinguíana la rojiza luz de algunas teasgrupos informes agitándose aimpulsos caprichosos.

Por lo demásel toque de rebato de las campanas del colegio había cesadocompletamente; el enemigo debía haberse hecho dueño de la plaza.

Aquel espectáculo volvió a Lozano al mundo de la realidad.

La condesa oprimió con la punta de los dedos la mano del caballero unsegundo antes de abandonarlay pronunció con rapidez.

-Hasta mi casa no hay obstáculo alguno; volemos.

De una carrera llegó la dama a su morada.

Una feliz coincidencia evitó la pérdida de tiempo. La puerta estaba a lasazón entornadamerced a la curiosidad de un lacayo que atisbaba lasocurrencias del colegio de las Niñas de Leganés.

El doméstico se quedó estupefacto al reconocer a su ama en el joven que secoló de rondón en el portalle cruzó como un meteoro y trepópor laescalera conmoviendo la casa entera con la multiplicación de llamamientos.

Felicísimoque llegó al domicilio de Elina un instante después que éstapermaneció en el portal paseándole de arriba a abajono obstante lainvitación que se le hizo para pasar al recibimiento.

Felicísimo comprendía que para acabar de despertar de su breve sueñoleeran convenientes varias ráfagas de aire librey algunos minutos deaislamiento para darse cuenta así mismo de los fantásticos recuerdos que laperturbada imaginación le ofrecía.

El resultado de la meditación del digno caballero no fue muy satisfactoriopara su amor propio.

Convino en que era lo que puede llamarse un solemne majaderoun grotescoprototipo de sensiblería y el juguete de una coqueta.

El ruido de un carruajeprocedente del patioarrancó a Lozano de lairónica complacencia con que parecía sepultarse en el abismo de tan pesimistasconclusiones.

Aquel vehículo era un coche de reducidas dimensionestan ligero como unaberlina; le arrastraban dos soberbios caballos negros.

Al pasar al lado de Lozanoel auriga detuvo sus corceles; la portezuela delcarruaje se abrió a impulso de una mano invisible y la voz de Elina dijo acontinuación:

-¡Adelantecaballero!

Felicísimoobediente como un recluta de Erospero prevenido como unveteranomontó en el cochevolvió a cerrarle y se acomodó en el asiento delvidrio.

El cochero enarboló su látigo y los brutos partieron al gran trote.

La oscuridad impedía a la condesa distinguir el semblante de su compañero;pero para comprender que había tenido lugar en su ánimo cierta reacciónnonecesitaba otra luz que la privilegiada intuición de que estaba dotada.

Por aquella vezsin embargoElina no trató de reconquistar el terrenoperdido.

Las circunstancias habían llegado a hacerse más delicadas. Un dementepodrá no ser responsable de los extravíos a que se entregue durante uno de losparoxismos de la afección que padece; pero las accionesproducto de lainconsciente garrano por eso dejan de causar tan perfecto estadocomo si lashubiese ejecutado la mano del hombre más cuerdo del mundo.

La mutua reserva originó un silencio forzadoy como la distancia no eramuchay el carruaje devoraba el espacioel conductor detuvo sus trotones a lapuerta de la Fonda de Levante antes que ninguno de los dos jóveneshubiera aventurado la primera palabra de un nuevo diálogo.

Felicísimo saltó en tierra y ofreció la mano a la condesa para que pudieraimitarle. La dama le dio las gracias con acento dulce como un suspiro y corrióen la dirección de la escalera.

Lozano llamó a Cazurro dos vecesdándose palabra a sí propio dearrancarle una oreja si le obligaba a recurrir al tercer llamamiento.

Por fortunael lacayo se presentó un momento antes de que su nombrevolviera a salir de los labios de Lozano.

-Ensilla inmediatamente al Moro -dijo Felicísimoapenas vio a Perfecto.

-Acabo de hacerloseñor -contestó Cazurro:- juzgué que era unaprevención que no estorbaba en lo más mínimo.

-Has juzgado menos mal que acostumbras.

-Mi buen señor me hace justicia injustamente.

-No me vengas a mí con logogrifos. Elige por tu parte el mejor jamelgo de lacuadra.

-¡Por mi parte!

-Le tomo esta noche a mi servicio: ponlo en noticia del administrador.

-¿Pero es que voy a cabalgar al lado del carruaje?

-Claro es ¡mil rayos!

-Hum... no quiero ocultar a mi señor que monto de una manera deplorable.

-Y biensi te estrellas tanto mejor: lo tendrás merecido por haberdescuidado esa parte de la educación.

Mientras Cazurro iba a cumplir las órdenes de Felicísimoaparecieron en elportal las damas cargadas con sus efectos.

El acomodo del personal y material en el vehículose llevó a cabo conmenos abuso de tiempo y de melindres que el que se hubiera hecho encircunstancias normales; pero no faltó el suficiente para que Elina se hallaseen tierra todavía cuando Cazurro salió a la calle con la brida de un corcel encada brazo.

El lacayo miraba de reojo a su rocinante con la prevención que se mira a unenemigo.

Lozano cambió algunas palabras con la condesay dijo a media voz alcochero:

-A la Puerta de Recoletosy después a Palacio por la Ronda.

En aquel momento sintió Felicísimo el ruido que produce un objeto al caersobre el empedrado.

Los ojos del caballero buscaron y hallaron en el acto el objeto en cuestión.

Era un rapaz de siete a ocho años que acababa de desprenderse de la traseradel coche.

Movido Lozano por su instinto de desconfianzacerró el paso al muchacho enel instante en que iba a partir a la carrera.

-¡Chicuelo! -le dijo:- ¿cuándo te has subido al carruaje?

-¡Bah! Cuando he querido que me paseen como si fuera un señor -contestó elrapaz.

-¿Y por qué te bajas ahora?

-Porque no quiero que me lleven más lejos.

-Contestas como el enjendro de un renegadopero voy a darte tu merecido.Cazurro tira al pozo del patio a este granuja.

-Por favorcaballero -profirió Elina intercediendo-; ¿qué mal puedecausaros esa pobre criatura?

-¡Hem! ¡Quien sabe! -murmuró Lozano.

Y sacudió un puntapié al chicoque cruzó como una exhalación la calle deAlcaláy desapareció por la de Peligros.

La portezuela del coche se cerró detrás de la condesa; Felicísimo saltósobre la silla sin poner el pie en el estriboy la fusta del auriga hizo crujirsu tralla.

En cuanto a Cazurroencaramado en su aparejo jerezanoa la manera que Diosle dio a entenderse dejó conducir por el caballo en pos del carruaje con lospuños crispados en los borreneslos estribos sueltoslas posaderasconvertidas en los mazos de un batány los cinco sentidos consagrados a laconservación del equilibrio

 

Capítulo XXIII.

Un abrazo y una lágrima.

Durante el curso de los sucesos referidos en el capítulo anteriorla plantabaja del colegio de las Niñas de Leganéshabía sido invadida por la turbasitiadora.

Entre los lebreles que seguían la pista del murciano y de Gamonalno faltóalguno de tan finos vientos que diese con la puerta de comunicación con eltemplo. A los gritos del primer intrusoacudieron otros amotinadosy serecojió a los dos heridos que yacían sobre el pavimento.

A punto estaba Salazar de salir de las airadas manos de Lozano para caer enlas de Ronquillosi una providencial circunstancia no hubiese favorablementeintervenido.

El sacristánque acababa de conseguir ver restañada su hemorragia nasalse acercó a los individuos que sostenían al murcianoy examinó su estado.

El caballero sólo tenía una corta solución de continuidad en la piel delcráneo; pero la contusión era extensay la conmoción cerebral profunda.

Tomó el sacristán el pañuelo blanco que asomaba en el bolsillo de Salazarle empapó en la próxima pila de agua benditale plegó en cuatro doblecesylo aplicó sobre la parte contundida.

El resultado fue maravillosono sabemos si por la simple acción del fríode la compresapor la virtud del agua santa.

Salazar exhaló un prolongado suspiro como se hubiera visto libre de un pesoque le abrumara el pecho; después hizo una mueca extravagantey acabó poradministrar un puntapié maquinal al aplicador del pañuelo húmedo.

El sacristán copió el gesto del dolientey se retiró lo suficiente paraponerse a cubierto de una reincidenciamurmurando:

-Así paga el diablo a quien bien le sirve.

Los ojos del murcianoabiertos por finse fijaron en la puerta de lasacristía con una expresión indefinible de ansiedad y de encono.

-¡Por allíSendino! -dijo al barbirrojo que le sostenía la cabeza-; poraquella puerta han huido... persíganlos ustedes... deténganlos a vivafuerza... Los efectos de los fugitivos¡mil tempestades! A toda costa losbultos que conducen...

Sendinoseguido de algunos compañeros de cuadrillase lanzó hacía elsitio que Salazar indicaba.

En cuanto al secretario del consejo de los amotinadoscomo si el esfuerzoque acababa de hacer le hubiese aniquilado las fuerzasvolvió a desmayarse.

Entonces el albéitar Ronquillo le hizo trasladar a la portería del colegioy se dispuso a prodigarle los más enérgicos auxilios.

Estaba escrito.

Pero también es un hecho que hay naturalezas díscolasque no sólotriunfan de la enfermedadsino hasta del médico por extraordinaria que sea laciencia de éste; y como Salazar debía poseer una de esas organizacionestornó a la vida intelectual después de cierto período.

Entre las primeras personas que el murciano reconocióse encontrabaSendino.

-¿Y bien? -le preguntó incorporándose.

El interrogado sacudió la cabeza negativamente.

-Un largo pasadizo -contestó-nos condujo hasta la calle de San Miguel;pero ya no se divisaba en ella alma viviente.

-¡Un naufragio en la orilla! -rugió Salazar crispando los puños-;¡vencido por la fatal intervención de un hombre abortado del infierno!

-La verdad es que ese can hidrofóbico -articuló Ronquillo-ha convertidola calle de la Reina en un hospital de sangre.

-¿Y no dejaron un indicio de la dirección que tomaban... una esperanza depersecución?..

-Ni el más pequeño rastro. Sólo posteriormente ha llegado a miconocimiento un suceso que pudiera relaciónarse con la continuación de la fugade la italiana.

-¿Qué suceso es ese?

-Una hermana que tengo para expiación de mis pecadosdebe a no sé quéperdidoun muchacho de la piel del mismo Lucifer.

-Al grano.

-Ya de regreso al colegio he podido echar la vista encima al talsemi-sobrino; y al exigirle cuenta de sus últimas correríasle he arrancadoentre dos repelones una revelación curiosa. El pillete acababa de apearse de lazaga de un coche que le había conducido desde la casa de la condesa de Barihasta la Fonda de Levantesita en la calle de Alcalá.

-Adelante...

-En ese carruajese instalaron una damados niñas y un joven caballeroportadores de numerosos sacos de viaje.

-¡Ah... condenación!

-Y al partir el vehículoescoltado por dos hombres a caballose dio alcochero la instrucción que voy a repetir...

-¡Elije usted para interrumpirse este momento!

-Quería recordar las mismas frases que me dijo el mico. Hélas aquí: a laPuerta de Recoletosy después a Palacio por la Ronda.

-El murciano balbuceó como hablándose a sí mismo:

-Ellos son: no puede caber duda: el número de unas y otros concuerda. Lostres acompañantes y el sugeto que volvió a salir del colegioforman la sumade los hombres que arrollaron al imbécil de Botija.

Por espacio de dos minutos los pensamientos chispearon en el febril cerebrode Salazarcomo los destellos de un crisol enrojecido. Al cabo de ese tiempohabía adoptado una resolución y perfeccionado un plan.

-Sendino -dijo irguiendo la frente-yo no sé si la fatalidad nos dejatiempo todavía para luchar con alguna esperanza de buen éxito; pero pornuestra parteno podemos abandonar la partida que jugamosmientras no nosconste que está definitivamente perdida. Utilicemos los escasos medios que nosquedan: todos ellos consisten en la ventaja de conocer los proyectos deladversarioen la rapidez de movimientos con que cuenta el que del centro acudea la circunferenciay en las favorables contingencias que el acaso pudieraproporcionar. Escoja usted siete hombres decididosentre los cuales se cuenteGarinprovéalos de carabinas en la armería de Santibañezy vuele con ellosa la Puerta de San Vicente.

-¡De San Vicente! -exclamó Sendino admirado.

-Se trata de salir al encuentro de los fugitivosmás bien que deperseguirlos -prosiguió Salazar-. Una vez en la Puertadivide usted su escoltaen dos cuadrillas: Garin y tres de sus compañerosdeben seguir la Rondaendirección al Puente de Segoviahasta tropezar con el coche. Usted y loshombres restantes toman el camino de San Antonio de la Florida.

-Esto esmarchamos en sentido opuesto.

-Precisamente: abrigo la esperanza de que usted sea el afortunado en elencuentro: la salida de la italiana por la Puerta de Recoletospareceindicarlo; pero no por eso puedo dejar de atender a la hipótesis inversa.

-Vengan ahora instrucciones respecto al carruaje.

-¡El secuestro inmediatovoto a los once cielos!

-Supongamos que los que le escoltan se resisten...

-Los fusilan ustedes. Es necesario que no de un paso el coche hasta que yo mepresente sobre el terreno. Aseguro a usted que no se hará esperar mi llegadaporque voy a seguir con buenos caballos la pista de los fugitivos.

-¡En el estado en que usted se encuentra!

-Este empeño vale para mí más que la vida. Sendino: presteza y energía:la recompensa estará en relación con el servicio.

El caballero apoyó con fuerza las manos en el banco donde estaba reclinadoy se puso en pie pálido y rígido.

Creyendo que iba a vacilar se adelantó el barbirrojo a sostenerle; pero elmurciano era un hombre de broncesometido a una voluntad de acero.

La crispada mano del heridose estendió hacía la puerta con un ademánentre imperioso y suplicante.

Sendino salió a la calle de una carrera.

Salazar se apoyó después en el brazo del doctor Ronquilloy con pasotardopero con espíritu inquebrantableabandonó también el colegio.

El coche de la condesa de Barihabíaentretantodesaparecido en lasalamedas del Prado con tan vertiginosa rapidezque permitía presumir que elbien mal meditado plan del caballero murciano iba a ser una labor verdaderamenteperdida.

Lozano trotaba a la portezuelaescudriñando con mirada de lince los troncosde los árboles que se deslizaban por ambos lados del paseo como una hueste defantasmas.

Ya había dejado atrás el carruaje el convento de religiosos recoletos y laEscuela de Veterinariacuando creyó advertir Felicísimo una circunstancia taninesperada como poco satisfactoriaque le hizo aflojar la brida y oprimir loslomos de Moro.

El potro se impulsó de buena gana hacía adelantecomo siempre que setrataba de enseñar las ancas a algún compañero de raza.

El joven caballero no se había equivocado: la verja de la Puerta seencontraba cerrada.

De los labios de Lozano se desencadenó un juramento que hubiera hechoconmoverse cielos y tierrasi unos y otra no estuvieran curados de espanto enese punto.

Felicísimo se acercó a la ventana de la casilla del guardiány dio dosgolpes en el marco con toda la indiscreción posible.

Al guardiánsi existíadebía importársele un bledo que le esperasealguien tomando el sereno.

El estado del ánimo de Lozano no era precisamente idéntico: así fue queenarboló las riendas y azotó con tan gentil donaire la ventanaque no dejóvidrio sano en toda ella.

Al chillón estrépito que produce la fractura de esa trasparente fundiciónde arenapotasa y litargiriocontestaron en el fondo de la casilla dos vocesde contralto y bajo profundocon la misma acritud que si aquellos que lasposeían acabaran de verse sustraídos al más dulce de los éxtasis.

-¿Qué es lo que se desea? -preguntó el contralto al otro lado de laventanala cual ya no necesitaba ser abierta para servir de locutorio.

-¡Ira de Dios! Se desea salir por la Puerta -respondió Felicísimo.

-La pretensión no merecía tanto lujo de ruido; porque es irrealizable.

-¡Cómo que es irrealizable!

-Lo dicho: ya ha pasado la hora en que el señor corregidor ha dispuesto quese cierre todas las noches la Puerta.

-El señor corregidor ha dispuesto una tontería.

-¡Y a mí qué me cuenta usted!

-¡Mal rayo!

-Puede usted acudir a la Puerta de Alcalá: la encontrará abierta todavía.

-¡Dorotea! -gritó el bajo profundo:- no des consejos a ese belitre: queelija el camino que más le cuadrecon tal de que le conduzca línea recta alinfierno.

-¡Holaenano de la venta! -exclamó Lozano- ¿Te podré yo ver aunque nosea más que la punta de la nariz?

-¡Quién lo duda! Voy a salir para que usted me pague el valor de loscristales que me ha roto.

-Te estoy esperando; pero no para pagarte los vidrios de tu madriguerasinopara romperte encima las costillas.

La puerta de la casilla giró sobre los goznesy apareció en el paseo unindividuo que de todo tenía menos de enanoporque la estatura que debía a lanaturaleza pasaba de seis pies.

-Señor mío -dijo el guardián-yo no pertenezco al número de los hombresa quienes se rompe esa clase de huesos: he sido furriel del regimiento dedragones del reyy conservo la espada que esgrimí en Miranda y en Almeida.

-Por favorcaballero -pronunció la marquesabajando el vidrio de laportezuela:- de usted a ese hombre el dinero que quieray que nos abra la verjapara que podamos continuar nuestro camino.

-No quiero más dinero que el que vale el destrozo de la ventana -contestóel ex-dragón:- en cuanto a abrir la verja es inútil insistir en elloasíintervengan todas las preces de un convento de monjastodas las baladronadas deuna cuadrilla de matasietesy todos los tesoros de las minas del Potosí.

-¡Miserable! -profirió Felicísimodirigiendo su caballo hacía elguardián-; voy a hacerte un honor que no mereces: corre a buscar esa espada deque hablabas. La palabra belitre que directamente me has aplicadoy elindirecto equívoco de las baladronadasmerecen dos buenas estocadas.

-Enhorabuena: jamás me he negado a darlas ni a recibirlas.

El guardián hizo una evolución sobre los talonesy se internó de nuevo enla vivienda.

Lozano dijo entonces al cochero:

-Prosiga usted la ruta con dirección a la Puerta de Alcalá: antes de cincominutos habré vuelto a reunirme con el carruaje.

La condesa de Bari creyó indispensable su intervención.

-Señor de Lozano -exclamó:- semejante riña en las críticas circunstanciasen que nos encontramossería mucho más que una grave imprudencia; seríaunaverdadera puerilidad.

-No será otra cosa que dar una lección a un insolente.

-¿Y de qué podrá servir esa lección al objeto de nuestra expedición? Entodo caso sólo contribuirá a comprometerle. En la réplica de ustedcaballerohay un egoísmo que subleva.

-Mi detención no comprometerá nadaseñora condesa; porque empeño mipalabra de honor de estar de nuevo al lado de ustedes antes del tiempo que hefijado. Durante tan breve ausencia acompañará al coche mi lacayo.

-Nosotras no hemos confiado nuestra salvación con fe ciega a la vigilanciade un lacayosino a la lealtad de ustedseñor de Lozano.

-¡Diantre! -murmuró Felicísimomordiéndose los labios.

Había precisión de echar el resto.

Elina estendió la mano hacía el joveny con un acento en que vibraba elmás absoluto despotismodijo rotundamente:

-Síganos ustedcaballero. ¡Yo lo quiero!

La poderosa influencia que aquella mujer había llegado a ejercer sobréLozanopodría ser a los ojos de éste el más inexplicable de los fenómenos;pero era un hecho comprobado.

Hasta Moro pareció estar sujeto a la fascinación del mismo basilisco;porque apenas vio volverse el carruajese puso en su seguimiento sin contarpara nada con Felicísimo.

El joven caballeroarrastrado por la fatalidadpasó al lado de Cazurro quellegaba jadeante en aquel momento con la capa colgando de la grupa hasta barrerel sueloy con el sombrero en la mano para que por tercera vez no se leemancipara de la cabeza.

-Cazurro -le dijo-el guardián de la Puerta me ha inferido una ofensagrave: sustitúyeme dignamentey rómpele el testuzya que consideraciones deun orden elevadono me permiten rompérsele por mí mismo.

El lacayo refrenó su caballo en el colino del estupor.

-Después síguenos por la subida del Retiro -añadió el caballero-; peroguárdate bien de volver a ponerte en mi presencia sin llevarmepor lo menoslos bigotes del malandrín.

El que fue furriel de los dragones del reyse adelantaba por el paseomontante en manoexpectorando desaforadamente todo género de dicterios.

Lozano tuvo una inspiración sublime para no oír alguna palabra que lehiciera caer en la tentación de volver pies atrásdesobedeciendo a lacondesa. Cojió la brida con los dientesse tapó los oídos con ambos puños ycontinúo trotando heroicamente.

A encontrarse sola en el cocheElinaque no dejó de advertir la maniobrahabría alargado de buena gana la diestra al caballero para recompensarle dealgún modo por tan extraordinaria prueba de abnegación.

El contratiempo de la Puertaalteraba de una manera fundamentalelitinerario de Lozano.

Durante el regreso por el paseo de Recoletospensó el joven en seguir enlínea recta el Prado hasta la Puerta de Atochay en tomar desde allí la Rondaen dirección opuesta a la premeditada.

Las ventajas del cambio eran notorias en punto a economía de tiempoporcuanto se suprimía un trayecto de media legua; pero había en el seductor rumboen cuestiónun inconveniente capital. Se corría el riesgo de que la Puerta deAtochaen su cualidad de tránsito de segundo ordenestuviese cerrada como lade Recoletosy a cargo de un guardián de la misma intransigencia.

El resultadoen ese caso probablesería tan contraproducentequeFelicísimo no vaciló en volver a su primitivo propósito de salir del recintode la villa por la Puerta de Alcalá.

El cochero torció a la izquierda apenas dobló el ángulo del Pósitoy elcarruaje continuó su ruta por la enarenada subida del Retiro.

La Puerta de Alcalá estaba abierta y expedita.

Lozano no pudo menos de felicitarse de haber seguido por aquella vez elconsejo de Dorotea; por más que fuera el de una enemiga. A ser susceptible deremordimiento el díscolocuanto testarudo carácter del jovenhasta existíauna remota probabilidad de que se hubiera arrepentido de la destrucción de losvidrios que iba a hacer participar de todas las inclemencias atmosféricas a unamujer de tan poco doblez.

Cuando el vehículo hubo llegado a la explanada de la Plaza de Toroselcochero preguntó a Felicísimo cuál de los dos lados de la Ronda deberíaseguir.

El joven no conocía a Madrid a palmos para apreciar con exactitud ladistancia que por una y otra dirección mediaba entre la Puerta de Alcalá y elReal Palacio; pero en parto porque calculaba que la diferencia no podía serenormey en partepor rencorosa aversión a pasar por delante de la malhadadaverja de Recoletosoptó por el camino de Atocha.

El carruajesiguiópuesavanzando por la carretera de Aragón hasta queel ángulo recto que forman los dos lienzos del muro del Retiro indicó elcambio de vía.

Ruda prueba fue para la impaciente actividad de Lozanoaquel largo rodeo entorno del extenso parque del antiguo palacio de los Felipes.

Los viajeros desembocaron al fin en el camino de Vallecasy recorriéndolecon rapidezvieron aparecer sucesivamente la recortada silueta del convento deAtochael elegante templete del observatorio y la negra construcción delHospital general.

Hasta el Portillo de Valencia el camino se extendió ante los expedicionarioscon una normalidad llena de satisfactorias promesas; pero a partir desde esepunto se accidentó notablemente.

Todo el trayecto que separaba el Portillo en cuestión del de Embajadoressehallaba en vías de recomposición; y los guijarros acumulados en empinadosconos tendidos en movibles sábanasopusieron a la marcha del coche unobstáculo punto menos que insuperable.

Moroque poseía la agilidad de una cabrase puso en franquíatrepandoal lindero del arrecife; pero la elevada posición por donde Lozano caminabasólo contribuyó a desesperarle al permitirle contemplar la inconmensurableextensión del terreno que el carruaje tenía que recorrer a paso de tortuga.

Decididamente la noche era fataly había que resignarse a no ver nunca eltérmino de las contrariedades.

Felicísimosilbando por lo bajo un aire serranoconsultó con la vista elfirmamento en la dirección del Nortepor si la hora logial de las estrellas leofrecía alguna probabilidad de poder salir de aquel pantano antes de que rayaseel día.

Hasta el Sahara tiene límites. Los fatigados caballos volvieron a pisarterreno sólido delante de la antigua huerta del clérigo Bayodespués Casinode la Reinamerced a una galantería municipal.

Entonces se avivó la carrera sostenida con vigoroso empuje hasta la viejaPuerta de Toledo.

A medida que la distancia al Campo del Moro se acortabael rostro de lasdamas se animaba con el albor de la alegría. Una etapa másy podrían verdestacarse sobre el fondo de las nubes que comenzaban a adquirir ciertos maticesdiáfanosla mole colosal del elevado alcázar.

La meta de la apetecida etapadebía ser la cabeza del Puente Segovianohacía el cual rodó con nuevo brío el carruaje movido por el propulsor de laesperanza.

Cruzaban los viajeros por la falda del declive de las Vistillascuandocreyó advertir Lozano un fugaz reflejo entre los árboles de la parte derechadel paseo treinta pasos delante.

Absorto el joven en la observación del punto de donde partió el destellono echó de ver que a los pies del caballo surgía una sombra desde el fondo delfoso producido por el arranque de un olmo muerto.

El fantasma tomó a su cargo llamar la atención del gineteapoyando en supecho la negra boca de un retaco.

En el mismo instante una voz potente gritó desde la línea que separaba elarrecife de la calle de árboles:

-¡Alto!

Felicísimo hizo deslizarse a lo largo de su costado con una suavidadimperceptible el extremo del arma amenazadoray tiró de repente del cañóncon la energía que nadie como él sabía emplear en las grandes ocasiones.

El estruendo de una detonaciónque repitieron todos los ecos de la vegasiguió a la acción del joven.

La carabina había pasado a las manos de Lozanoy un segundo después caíala culata sobre la cabeza del precedente posesor como hubiera podido descenderun rayo.

El contundido dio algunos traspiésy fue a desplomarse en el mismo foso dedonde le abortó la más negra de las fortunas.

Con la intuición que presta la fiebre del combateFelicísimo dirigió unamirada a la parte opuesta de la carretera. Un hombre que acababa de saltar de lacunetale apuntaba a pie firme con otra carabina a la distancia de seis varas.

Lozano dio frente a su nuevo adversariose tendió sobre Moro hasta el puntode que su cuello le hiciera invisibley le sacudió un violento espolazo.

El potro saltó hacía adelanterelinchando de ira.

Durante el cortísimo trayecto que había que atravesarFelicísimo vio laschispas producidas por la piedra de la llave al chocar con el eslabón de lacazoleta. La tentativa de disparo no tuvo otras consecuencias.

Moro llegó sobre el enemigo de su amo con la violencia de un alud delPirineole encontró en pleno pechoy le envió rodando por el camino a unadistancia que no bajaba de diez pasos.

Desembarazado Felicísimopoco menos que instantáneamente de sus contrariosvisiblesgritódirigiéndose al cochero:

-¡Adelante!.. ¡A escape!

El carruaje partió como una flecha.

Súbitamente se encendió una llama rojiza enfrente del cochey el lado dela carretera cubierto por los árbolesse llenó de humo y de estrépito.

Acababan de estallarcasi simultáneamentedos tiros dirigidos a loscaballos que arrastraban el vehículo.

Los brutos deslumbrados y heridosal iniciar su arranquecondujeron lacarretela fuera del caminoy la acostaron sobre una empalizada que impidiópor fortunaque se derrumbase por las vertientes del río.

Uno de los caballos se agitaba bajo la lanza con las convulsiones de laagonía.

Lozano profirió una maldición; y aguijado por la sed de venganzarevolvióel potro hacía el sitio de donde partieron los disparos; pero los lamentos queoía en el fondo del carruajehelándole en las venas la sangrele hablaron alinstinto de un deber más imperioso.

El jovenpuescorrió al lugar de la catástrofesaltó en tierracolgóla brida en una de las puntas de la estacaday ayudó al cochero a favorecerálas damas. Elinaque ya estaba fuera del cochetranquilizó al caballeroacerca de la más apremiante de sus cuestiones. Las balas habían respetado laspersonas de las cuatro viajeras.

El primer cuidado de Felicísimoconsistió en extraer de la carretela a lamarquesa y a sus hijasy en hacerlas pasar por una brecha a la otra parte de lavalla. Éstaaunque débilunida a la barricada que formaban el coche y loscaballosofrecerían alguna protección a las damassi los agresores quepodían estar cargando sus armascontinuaban tan inaudita obra de barbarie.

Los dos subordinados de Garinatacaban en efecto las carabinaspero sinabandonar los árboles donde se emboscaban. La suerte que había cabido al jefey a su compañerocambiaba en recelosa defensiva la actitud de resueltainiciativa con que se exhibieron.

El galope de algunos caballos que avanzaban por la parte de la Puerta deSegoviaatrajo la mirada de Lozano a la rasante del camino real.

No tardaron en dibujarse las formas de cuatro gineteslos cualesdespuésde proferir ciertasfrases semejantes a señas convenidasse pusieron encomunicación con los dos hombres de las carabinas.

-Felicísimo adivinó instantáneamente todo cuanto iba a suceder. Su plan nofue menos rápido que el presentimiento.

-Señora marquesa -dijo a la trémula dama-dentro de pocos momentos losenemigos de usted van a darnos una carga decisiva.

-¡Ah! -sollozó la de Esquilache con voz desfallecida:- ¡harto comprendoque ha llegado la hora de resignarse al sacrificio!

-La resignación es una virtud cuando se trata de hechos consumados; peromientras se vislumbra un rayo de esperanza el deber impone la lucha con eldestino.

-¡Buen Dios!... ¿qué nos resta que hacer?

-Continuar la fuga a caballoya que no es posible en el coche.

-¡A caballo!

-Sin duda: uno de los del carruaje está herido en el brazuelo; pero nogravemente: puede resistir el peso de ustedy de una de sus hijas en el cortotrayecto que nos separa de Palacio.

La marquesa comenzaba a comprender.

-En cuanto a la señora condesa -prosiguió Lozano-montará en mi potro conla otra niña.

-Una palabra: -insinuó el cochero- ¿no podría engancharse el potro alcarruaje que no ha sufrido importantes desperfectos?

-No hay que pensar en eso -contestó Felicísimo:- conozco a Moro; noobedecería a la fusta: jamás se ha visto en varas de tiroy todo lo haríafracasar.

-Pero... ¿y usted? -exclamó Elina aterrada.

-¡Bah! -respondió sencillamente Lozano-yo soy hombrey sabré vendercara mi vida.

La de Bari fijó en el caballero una mirada indefinible.

-Buen ánimoseñoras -añadió Felicísimo ayudando precipitadamente alcochero a preparar los caballos sujetando en sus grupas las bolsas y elmaletín.

-¡No llegaremos a Palacio! -murmuró la marquesa con el pesimismo deldesaliento.

-Llegarán ustedes si observan puntualmente una recomendación importante.

-¿Cuál es? -preguntó Elina.

-No emprender la carrera sino en el momento en que vean seriamente empeñadosconmigo a esos canallas en su totalidad. Si algunos de los ginetes advirtieran atiempo la evasión de ustedes y se adelantasen a salir en su persecución todose habría perdido. Confiemos en que he de darles que hacer lo suficiente paraque acudan tarde a lo que más les interesa. Conviene que no vuelvan ustedes asubir al camino sino después de haber atravesado la alameda de la Virgen delPuerto. El cochero seguirá a ustedes para prestarlas cualquier auxilio quepuedan necesitar. ¡Entereza!.. no nos dejan disponer de un segundo más... Acaballoy ojo avizor...

El movimiento de las sombras del arrecife demostrabaen efectola urgenciade la separación.

Elinasin embargocon los ojos fijos en Lozano no parecía comprender laapremiante necesidad de la partida.

El joven no titubeó: corrió a la damala tomó en los brazosy la colocósobre la silla del caballo.

Pero al verse en íntimo contacto con aquel cuerpoobjeto de tantosinvoluntarios ensueñosFelicísimo experimentó un vértigo de delirioyestrechó contra el corazóncon el frenesí de la pasión más vivaelincomparable seno de la condesa.

Las circunstancias podían absolver la falta. ¡Tal vez aquel abrazo era deeterna despedida!

Durante el rápido período de tiempo en que estuvo sujeto a la influencia dela grata presióncreyó sentir Lozanono obstante su embriaguezque algo sele había posado sobre los labiossuave como el ala aterciopelada de lamariposaperfumado como la brisa de los próximos jardines de Altamira. Pero delo que conservó perfecto conocimiento el joven fue de que cayó sobre sumejilla una candente lágrima mensajera de los sollozos de una alma que sedebate en las torturas de la desesperación.

Felicísimo acomodó después en la silla de Moro delante de la condesa a lamayor de las hijas de su amigay se precipitó al otro lado de la valla.

El cochero entretanto había ayudado a montar a caballo a la marquesa y a laniña pequeña.

Las damas se ocultaron en uno de los pliegues del terrenoatentas a lasinstrucciones del bravo caballero que iba a sacrificarse por ellas.

Cuando Lozano volvió al terreno donde yacía el abandonado carruajeloshombres de la carretera se adelantaban en forma de media lunadando un grandesarrollo al orden abierto que elegían para el ataque.

La cuadrilla se componía de seis individuos: dos peatones colocados en elcentroy cuatro ginetes distribuidos por mitad en ambas alas.

El avance se llevaba a efecto con cierta precaución. O los que promovían elataque contaban con que la guarnición del coche era más numerosao sabíanque la calidad suplía ventajosamente la cantidad.

Lozano desenvainó la espaday se situó detrás de la carretela.

Una voz que le era conocidala voz de Salazar a quien suponía yacente poruna eternidad o al menos por algunos mesesgritó desde el extremo derecho dela línea:

-Es inútil toda resistencia: íntimo la rendición más absoluta.

-Impónnos la rendición con la punta de tu espada; no con las baladronadasde tu lengua: contestó Felicísimo en su habitual sistema de tutear a todoaquel a quien estaba próximo a romper el bautismoasí tuviese cuantostratamientos se registran en la cancillería de Gracia y Justicia y algunosmás.

-¡Mil rayos! -replicó Salazar; más bravatas contienen las palabras de losque al denostar a un adversario se acojen a un carruaje donde hay mujeres paraesquivar el encuentro de una bala.

-Hasta ahorahorda de bandidosno os ha detenido ese miramiento paradisparar sobre el coche.

-Está bien: vosotros lo habéis querido -rugió el murciano.

Y dirigiéndose a sus compañeros añadió:

-Adelantebuenos mozos: respetad a las hembras; pero duro en cualquiera queempañe un arma.

Las distancias se habían estrechado lo suficiente para que los partidariosde Salazar pudieran entreverno obstante la oscuridad de la nochetodo elcontorno de la carretela.

El murciano experimentó algo parecido a un siniestro presentimiento. Segúnlos cálculos que traía en la mentelos defensores del carruaje debían sercuatroincluyendo el cochero; y sin embargosolamente se columbraba una sombrahacia la parte de la zaga.

El acento de uno de los peones pronunció entonces.

-¡Diablo! Si todas las mujeres que yo tope se asemejan a las que contiene elcoche se acabó la descendencia de los Espantagatos.

-¡Qué dice ese bufón! -exclamó Salazarlanzando su caballo sobre lacarretela.

-¡Ay!... que la espada de ese malsín punza como el aguijón de un alacrán-rugió Espantagatos retirando el brazo atravesado.

El murciano no necesitó más que un segundo para convencerse de que elvehículo estaba vacío. Con la ira en el corazón y la blasfemia en los labiosSalazar levantó la cabeza interrogando a la exuberante vejetación delcontornoal aire húmedo de la riberaa los ruidos de la noche.

El galope de más de un caballoque sonaba en la dirección del Nortefueuna revelación para el secretario del Consejo de los amotinados.

Rápido como el viento volvió a la carreteray gritó desde allí conimperiosa entonación:

-Sígueme Moltó: la italiana intenta ponerse en salvo a uña de caballo...Antuñano: acabad vosotros entretanto con ese miserable espadachín.

Moltó torció la brida y ganó el arrecife en seguimiento de Salazarqueacababa de partir haciendo brotar rojizas chispas de los pedernales.

Antuñanoque manejaba su rocín en el extremo izquierdo de la líneay eraen aquel instante el más próximo adversario de Felicísimodio la cargaordenada por el jefe con la confianza que infunde la conciencia de lasuperioridad.

Pero el brío de Lozano que se hallaba sobrescitado por el dardo de parthoarrojado por Salazar al abandonar el terrenose desencadenó sobre el primerobjeto que le ofrecieron con el ímpetu del león que acaba de recibir unlatigazo.

En tres segundos paró Antuñano con el cuerpo un tajoun revésy unaestocaday sacó el caballo encabritado de la zona sometida a la acción deaquel acero incontrastable.

-¡Mil maldiciones! -profirióoprimiéndose con la mano el lugar donderecibió el puntazo:- vosotros los del trabucoatrasad las entrañas a ese hijode mala perra.

Los dos carabinerosque se habían hecho atrásalgunos pasosprocurabanenfilar los cañones hacia el punto del coche donde suponían oculto a Lozano.

Para ciertas organizaciones nerviosas la amenaza es más insoportable que elgolpe. Felicísimo se quitó el sombrerole colocó en la punta de la espadayle pasé por delante del vidrio de la portezuela.

No fue perdido el trabajo. Apenas la movible sombra del chambergo ofreció ala puntería un dato siquiera fuese equívocobrilló un relámpagoy elestampido de dos tiros se confundió con el crujido de los cristales rotos y delas astillas levantadas en el carruaje por los proyectiles.

Lozano volvió a encasquetarse el sombrero honrosamente atravesado por unabalay examinó la posición del enemigo con el fin de hacer una vigorosasalida.

El más inesperado de los sucesos determinó en el joven la elección de supunto de ataque.

Tres bultos informes se desprendían a la carrera de las alturas del Portillode Gilimonatraídos por el eco de las explosiones; y una voz que se parecía ala de Ayala como un trueno a otrogritaba en la plenitud de la sonoridad:

-¡Voto al diablo!.. me parece que hemos dado con ellos...

Felicísimo se presentó delante de sus adversarios en dirección opuesta ala que traía el que votaba por Lucifer.

Con la velocidad del pensamiento Lozano se lanzó sobre Antuñano parando enprimera con la espada el corte que este le dirigíamientras que con la manoizquierda se apoderaba del freno del caballo.

La lucha no fue larga. Antuñano herido con rudeza en el pecho por laempuñadura del acero de Felicísimo cayó por la grupa palpitante y sinaliento.

Entonces invadió el terreno del combate el individuo que formaba lavanguardia de los tres recién llegadosdescribiendo un molinete de buenaescuela con una espada más que de marca.

-¡Tristán! -exclamó Lozanoprocurando desengargantar del estribo elinerte pie de Antuñano.

-¡Presente! -contestó Ayala:- ¡ahbuen Felicísimo!.. Bien sabía yo quehabía de encontrarte vivo.

-No te ocupes más que del ginete -prosiguió Lozano-necesitamos sucaballo.

El hombrecuyos despojos se repartían con tan poca reservaquiso ponerlosa buen recaudo; y aplicando un violento espolazo al rocín que montaba partióde frente como un rayo.

Pero Lozano había previsto el casoy empujando el corcel de Antuñano conun vigor irresistiblesupo atravesarle tan a tiempo en la línea que seguía eldel ginete fujitivoque los dos brutos se dieron el más soberano encontrónque pueden registrar las crónicas ecuestres.

Hubo un instante en que ambos caballos permanecieron inmóvilessobrecojidosde espantoaniquilados por el dolor; y aquel instante bastó a Ayala para caercomo un halcón sobre el gineteempuñarle por el pescuezo y arrancarle de lasilla punto menos que extrangulado.

En cuanto a los carabineros de Garin desaparecieron entre los matorrales delas vertientes del Manzanares apenas los dos secuaces de Ayala pusieron el pieen la carretera.

Felicísimo saltó sobre el lomo del bridón conquistadoy Tristán imitóel ejemplo de su amigo.

El caballo de lozano dobló los corvejones poco menos que hasta el punto desentarse en el suelo comoun perro.

-¡Pardiez! -dijo Felicísimopugnando por levantar al derrengado animal.

El corcel de Ayala hizo todo lo contrario que el de Lozano: dobló lasrodillas delanterasy hocicó en el arrecife.

-¡Cáspita! -profirió Tristánempinando a pulso a su babieca.

Ambos cuadrúpedos oscilaron en distintos sentidos; pero acabaron porconservar el equilibrio.

Ayalaque sentía estremecerse bajo sus robustas piernas al alazán quedigámoslo asíle sosteníapreguntó al vencedor de Antuñano:

-¿Quieres participarmeFelicísimolo que vamos a hacer con este par dealeluyas?

-Vamos a perseguirTristána los que a su vez persiguen a la marquesa.

-Hum... mucho me temo que montados corramos menos que a pie.

-Probemossin embargo.

Lozano colocó a su trotón dando frente a la cordillera de Guadarrama; lepreparó con toda la suavidad posibley le hizo sentir gradualmente la presiónde los muslos.

El bruto se puso en marcha sin formular otra protesta que un lastimeroresoplido.

Rara vez es perdido el buen ejemplo. El rocín de Ayala partió detrás delde Antuñano.

A medida que el calor del movimiento ponía en juego las axilas de los doscaballossus remos parecían recobrar la elasticidad y el vigor.

La consecuencia inmediata de esta modificación favorable fue una velocidadprogresiva.

Al cruzar el terraplén del Puente de Segovia los dos ginetesllegó a susoídos un eco de galope de caballos.

-Ahí están -dijo Lozanoexhalando un suspiro de satisfacción.

-Sípero galopany nosotros trotamos -murmuró Ayala.

-También galoparemos si la necesidad es apremiante.

-Mucho esperas de tu bucéfalo.

-Reconozco que es menos malo de lo que había temido.

-Adelantepues.

-Adelante.

-Cosas tan extraordinarias he presenciado hoyque no desconfío de alcanzaral trote a quien me precede quinientos pasos al galope. Por ejemplo: ¿en quéglobo has salido del colegio?

-Es toda una historia que te referiré minuciosamente cuando me encuentremenos atribulado.

-Queel demonio me lleve si lo estás ahora mucho.

-La verdad es que tu caída del cielo...

-Del Portillo de Gilimon querrás decir.

-Pues bientu llegadasea de donde quieracasi me ha puesto de buen humor.Y a propósito: ¿por quién has tenido noticia de mi itinerario?

-Por Cazurrocon el cual tropecé en la confluencia de las calles de Alcaláy de las Torresdespués de haber sabido que te fue dado prescindir del auxiliode mis gentes para evacuar la plaza sitiada.

-¿Y dónde iba por allí el bergante?

-A versegún me dijosi su caballo se había vuelto a la cuadra.

-¡Ah!.. le había perdido.

-Por lo visto. Mi legión acababa de ser disuelta; pero aún me quedaban dosbravos muchachos; los reforcéy ganamos en línea recta y a buen paso lasalturas del Oeste de la villa con la esperanza de salirte al encuentro.

-El refuerzo ha debido rezagarse; no he visto que te siguieran más que doshombres.

-A fe míaque desde que en las Vistillas oímos los mosquetazosyo tampocorecuerdo haber vuelto a divisar a Perfecto.

El ruido producido por los cascos de los caballos perseguidoscesórepentinamente.

En la parte alta del caminoa medio tiro de bala de la Puerta de SanVicentese distinguían dos ginetes inmóvilesque parecían vacilar acercadel rumbo que debían seguir.

-He aquí una excelente ocasión para ganar terreno -pronunció Ayala.

Lozano no contestópero aguijó a su rocín.

La atención del joven estaba absorta en los ecos que subían de la espesaarboleda de falsos plátanosque a la izquierda de la carretera se estendíahasta la orilla del río.

El rumor que podía percibirse se asemejaba al apagado crujido que producenalgunos pies de hombres o caballos al pisar arena húmeda.

Dos formas vagas que se movían perezosamenteaparecieron por fin en una delas sendas que ascendían al camino de Castilla.

La presentación de los nuevos actores en el teatro de los sucesosdeterminó una evolución instantánea en los ginetes del arrecife.

Estos despejaron la ruta acaso para no inspirar desconfianzay tomaron lavuelta del boquete del Campo del Moro. No era otra la dirección que seguíanlos individuos procedentes del bosque de la Virgen del Puerto.

-Me pareceTristán -dijo Lozano-que es llegado el caso de deplorar que note haya ocurrido proveerte de las espuelas que calzaba tu adversario derribado.

-¡Bah! -contestó Ayala:- mis botas son nuevasy cuando ciertos piesempujan los taconesbien pueden éstos sustituir al mejor acicate.

-Picapues.

Los caballos dieron una prueba de obediencia y de energía digna de todoencomio; partieron a media rienda.

Felicísimo calculó con exactitud matemática la velocidad del corcel.

En el instante que éste pisó la explanada que conducía al Campo del Morolos hombres de la carretera cerraban el paso a los ginetes que acechaban.

Moltó tiró del acero y se dirigió hacia el más adelantado de los reciénvenidosque era un gentil caballero que estrechaba entre sus brazos a unaniña.

Lozano puso por cuarta vez mano a la espada en aquel día fecundo enlinternazos y se lanzó sobre Moltó gritando:

-¡A míseñor mío!... ¡Ira de Dios!... ¡A mí!... No soy un adversarioque consiente que su reto sea aplazado por nadie.

-¡No era Antuñano! -exclamó con sorpresa el requerido.

-Así me parezco yo a Antuñano como tú a un bienaventurado.

Elinaque al ver atajada su carrera había refrenado a Moroexhaló ungrito de alegría cuando oyó la voz de Lozano y corrió a guarecerse detrás dela grupa de su caballo.

-Adelanteseñora condesaadelante sin perder un momento -la dijorápidamente Felicísimo:- esta gente corre de mi cuenta.

Y apenas vio a Elina ejecutar la prescripcióncruzó la espada con Moltó.

Era este un mocetón de sólidos puños que esgrimía el montante con el airey vigor de un carda-lanas; pero apenas aventuró un golpe decisivorecibió enla cabezaantes de reponersetan contundente respuestaque a pesar de lasnubes que cubrían la atmósferale hizo ver todas las estrellas del firmamentoen el primer instanteyle ocasionó en el segundo un desvanecimiento que lederribó de la silla.

Entretanto Salazar que había maniobrado con destreza para cerrar el paso ala marquesaacababa de conseguir cojerla al vuelo la brida del caballo.

Aún no había Moltó concluido de acostarse en la madre tierray ya estabaFelicísimo al lado del murciano.

Un instante después la punta de la espada de Lozano caía sobre los nudillosde Salazarla mano de éste soltaba su presa y la dama pasaba en seguimiento deElina.

-¡Aborto de todos los infiernos! -articuló bramando el murciano:- en malahora has vuelto a interponerte en mi camino.

Salazar extrajo del arzón con la mano izquierda una larga pistolala montócon trémulo pulso y apuntó a Felicísimo.

Este hizo inmediatamente que se encabritara su caballo para recibir eldisparo.

La detonación no tardó en sonar; pero el frenesí de la cólera es undeplorable compañero en el manejo de las armasespecialmente las de fuego; labala ni hirió al hombre ni al bruto.

Lozano se precipitó sobre Salazar empinándose en los estribosy blandiendola terrible hoja toledana. Un noble instinto le detuvo el brazo sin embargo; sehallaba en presencia de un hombre herido que no empuñaba otro hierro que el deuna pistola descargada.

Salazar exasperado arrojó su arma humeante a la cabeza de Felicísimo.

El jovenmerced a un rápido movimientopudo salvar el rostro; pero no poreso se libró de una buena contusión en el hombro izquierdo.

-¡Gaznápiro! -gritó iracundo:- ¿tienes empeño en que yo te mate estanoche?

Lozano no hirió a su enemigo con la espada; pero embistió de flanco con unacarga de pretal al caballo que montabay le derribó en el foso que separabalos terrenos del municipio y de la real casa.

Inútiles fueron todos los esfuerzos que para levantarse intentó el corceldel murciano; el pobre bruto se había roto un brazuelo en la caída.

La corta brega del animal puso de manifiesto a los ojos de Felicísimo unhecho inverosímil. Salazar estaba sólidamente atado a los borrenes de lasilla; aquel hombre de voluntad de acero forjado en la fragua del odionoencontrósin duda otro mediopara sostener a caballo el cuerpo más débilque el espíritu.

Tan breve había sido la doble luchaque Ayalaa pesar de su solicitudúnicamente llegó a tiempo al campo de batalla para envainar la innecesariatizona y exclamar en el colmo del estupor:

-¡Felicísimoeres el mismísimo demonio!

Lozano volvió vivamente la cabeza hacia la parte de la carretera: habíavisto acercarse una sombra de enorme volumeny en las circunstancias en que seencontrabatodo era sospechoso.

El bulto que estaba detrás del joven era un hombre que conducía por labrida el caballo tordo de Moltóy que sujetaba debajo del brazo un verdaderohaz de espadas.

Felicísimo reconoció con extrañeza al aparecido.

-¡Cazurro! -pronunció:- ¿de dónde diablos vienes?

-De recojer los despojos de las victorias de mi bravo señor -contestóPerfectoinclinándose con la más respetuosa de las consideraciones.

-No te suponía con tan buenos pies.

-El deseo de ser útil a mi noble amo me ha prestado esta noche la intuiciónde los atajos.

-Me parece que hay otra intuición que posees todavía en grado máseminente: la de las marrullerías.

Lozano tendió una mirada en torno. Moltó no daba muestras de volver en síy en cuanto a Salazarse debatía con débiles sacudimientos encadenado alinerte corcel. No existíapuesmotivo alguno de recelo.

-Escoltemos a esas damasTristán -añadió Felicísimo:- la galantería teimpone esta última etapa.

Los dos jóvenes se pusieron en la pista de las fugitivas. No tardaron enalcanzarlas en la subida del paseo de las Lilasporque Moroaunque tascando elfreno y esparciendo en torno espumosa salivasubordinaba obediente la marcha ala del herido caballo de la marquesa.

La llegada de Lozano fue acogida con una explosión de entusiasmo. El triunfopositivamente habría sido completoa sentir el joven caballero menos doloridala clavícula izquierda.

Apenas faltarían mil pasos para ganar el pie de las ramblas que por aquellaparte sirven de zócalo al elevado alcázar.

En el trayecto no tropezaron los viajeros con ningún ser viviente; noescucharon otro ruido que el de las propias pisadas.

Hasta los centinelas de los puestos avanzados de las ramblas permanecieronmudos en las garitas angulares; hubiérase dicho que estaban advertidos.

Por finElinala mejor montada de todosse detuvo en la oscura puerta delOeste.

Buscaba algún objeto que no fuera la delicada mano para significar unllamamientocuando Moro la dio resuelta la cuestión.

El inteligente animal comprendió que para alguna cosa le ponían delante deuna puerta cerraday levantando el pie derecho delanteroasentó con laherradura en uno de los cuarterones dos tan sonoros golpesque debieron seroídos en todos los subterráneos de Palacio.

La palabra del rey obtuvo inmediato cumplimiento. La puerta se abrióinstantáneamentey los expedicionarios penetraron en la bóveda a la luz dedos linternas movidas por manos invisibles; pero que no podían pertenecer aotros seressegún la agradecida imaginación de las damasque a dos ángelesguardianes del Paraíso.

Capítulo XXIV.

Donde se refiere el espanto que una nota de trompa produjo enuna tórtola inadvertida.

Jamás en noche alguna ofrecieron los tránsitos de la regia mansión aspectomás tranquilo.

Todo hablaba de inercia; Carlos III parecía haber abdicado el cetro de sucasa en otro monarca más absoluto que él; en el déspota Morfeo.

La condesa de Bari conocía la reserva impuesta al corto número de iniciadosen la evasión; pero ¿no podía también haberse cambiado de propósito? Cosasmás extraordinarias se habían visto en Palacio.

Después de haber provisto al descanso de los dos caballerosElina seapresuró a realizar la unión del marqués de Esquilache con su familia en unade las habitaciones del rey.

Escasamente habrían trascurrido veinte minutoscuando Felicísimoquedespués de prodigarselas más expléndidas ablucionesse ocupaba en cepillarel trajeoyó dos leves golpes en la puerta del aposento que le fue destinado.

El joven abrió en el acto y se encontró delante de un hombre de aspectoclericalque debía estar muy contento en vista de la tenacidad con que leretozaba en los labios la sonrisay que no podía menos de ser cortésporcuanto se deshacía en cortesías.

Era el abate Gándara.

-¿Es al señor de Lozano a quien tengo la honra de ofrecer las sincerasmanifestaciones de mi más distinguida consideración? -preguntó el abate.

-Lozano esen efectoel que en este momento se complace en hacerconocimiento con persona de tan seductoras atenciones -contestó Felicísimo conaire de equívoca formalidaden que hasta despuntaba cierta modulaciónimitativa.

-Su majestadinvitapuesa pasar a su cámara al señor de Lozano. Mecabrá la satisfacción de indicarle el camino.

Felicísimo se acomodó el sombrero debajo del brazo izquierdo y siguió alabate.

Condujo Gándara al caballero por una larga serie de estanciasy abriendouna puerta de artísticas moldurasle cedió solemnemente el pasódando porterminada la excursión.

La nueva habitación era espaciosay como sólo se hallaba iluminada Por unalámpara a media luz con el objeto acaso de no denunciar la velada de quienallí residíaLozano no pudo reconocer a las personas que se movían en ungrupo situado en la parte de sombra proyectada por la pantalla.

De aquí provino cierta vacilación en los primeros pasos del joven.

-Acercaoscaballero -pronunció la voz del rey:- venid a recibir nuestrascordiales felicitaciones por el valor con que habéis dado cima a vuestraempresa.

Felicísimo se adelantó hasta penetrar en la zona sombreaday divisó almonarca con el traje gris perla que había vestido todo el díaal marqués deEsquilache entre sus dos hijas y a la marquesa apoyada en el brazo de la condesaElina.

-La abnegaciónla serenidad y el esfuerzo de que el señor de Lozano nos haofrecido pruebas en esta noche -añadió la marquesa-dignos sonen efectodel tributo de nuestra admiración.

-Mi perversa estrellacaballero -articuló Esquilache-no ha querido quepudiera galardonarle por mí mismo con la magnificencia que el servicio merece;pero confío en que mi augusto amo acojerá con su habitual bondad larecomendación vivísima que en favor de usted le dirijo.

-Procuraremos complacer al marqués -repuso el rey:- dotes como las quereúne el señor de Lozanono son tan comunes que puedan ser miradas conindiferencia.

-Señor -dijo Felicísimo con el sello de la sinceridad mejor sentida:- si enlas horas que acaban de pasar me ha sido dado sobreponerme a algunasdificultadesno fue por efecto de mis merecimientossino de mi buena fortuna.

-Esa divinidad pagana nunca ha favorecido a los imbéciles pusilánimes.Buscaré digno empleo a vuestra inteligente actividady auxiliado por lacondesa de Bari no desespero de encontrar al fin algo que os cuadre.

El monarca levantó la cabeza con aire absorto como si dieran ya principiolas investigaciones de que hablaba y añadió un segundo después:

-Seguidmecaballero.

El punto a donde el rey se dirigió era uno de los ángulos de la bibliotecaocupado por un armario de colosales dimensiones.

Mientras abría el muebleprosiguió diciendo el soberano:

-Conozco todos los detalles de vuestra expedicióny las maravillas quesabéis hacer con la espada. Presumopuesque podrá seros particularmentegrata esta dádiva de vuestro príncipe en recuerdo de los acontecimientos de lanoche del 24 de Marzo.

Y tomando de la panoplia del fondo del armario una espada magnífica hizoademán de colgarla del cinto de Felicísimo.

Este se apresuró a despojarse de su acero para recibir la honra que elmonarca le dispensaba.

-¡Ah! Señor -profirió el joven:- vuestra majestad hace de mí el másentusiasta de sus súbditos.

El soberano exhaló un suspira añadiendo:

-Son tantos los descontentos que hoy he vistoque bien merezco estacompensación... Ahora retiráos a descansarcaballero: es cosa de que debéistener harta necesidad.

Felicísimo saludó al monarca con respetuosa efusiónse inclinóprofundamente al volver a pasar por delante del marqués y las damasy salióde la biblioteca.

El abate Gándara había desaparecido; pero Lozano coordinó sus recuerdosydespués de varios paseos por las estancias contiguasrectificando ladireccióncuando un objeto antes no vistole demostraba que hacía falsarutaacabó por dar de nuevo con el aposento que le fue destinado.

Una vez a cubierto de testigosel joven corrió hacia la mesadepositó enella las dos espadasy se entregó al examen de la nueva con la peritaatención de un armero inteligentey la prolija minuciosidad de un artíficeplatero.

El arma en cuestión era un donativo verdaderamente regio.

La empuñadura de plata cinceladaconforme a las buenas tradiciones de laescuela florentinaafectaba la forma clásica del cetroy ostentaba en el pomouna gruesa corona real de oro macizocubriendo los emblemáticos dos mundos.Ambas esferas consistían en dos soberbios diamantesblanco el uno y negro elotrogruesos como garbanzos.

La hoja toledanaflexible como una serpienteocultaba el inmaculado brilloen una vaina de fina piel de Astrakan perfumada con el aroma permanente de launona odorantísima.

Felicísimo contemplaba su inestimable espada con la misma pueril fruicióncon que la mujer admira una de esas ricas alhajas que notoriamente realzan lahermosura.

El demonio que inspiró a la heroína de Goethe podría observar la escenacon la sonrisa de la ironía en los labios; pero no por eso Lozano dejaba de serdigno de envidia. La cándida absorción del caballero demostraba que era joveny que ni tenía gastado el corazónni era filósofo.

Un ligero rumor que sonó en la puerta como si la arañase alguna manoprodujo en Lozano un extremecimiento indefinible.

En el segundo siguiente Felicísimo recogía palpitante el tapizy seencontraba delante de la azafata de la reina madre.

El joven abrió paso a la dama pronunciando:

-La presencia de la señora condesa me colma instintivamente de alegríaysin embargo la razón me predice que debe haber para mí en esta visita un fondode amargura.

-¿Por qué ese pensamiento? -preguntó Elina.

-¿Por ventura no viene usted a despedirse?

-La frase es en efecto tristecaballero.

-Ahno tanto como la separación a que precede.

-Bien sabe Dios que no ha de ser mi iniciativa la que promueva esaseparación: el objeto que aquí me trae puede ofrecer a usted una pruebainequívoca.

-¿Cuál espuesese objeto?

-El de rogar a usted que siga a la familia real en su partida.

Lozano envolvió a la dama en una mirada de inefable expresión.

-Creo adivinar -articuló-el móvil del deseo que la señora condesaexpone.

-¿Se trata de una esperanza?

-No: se trata de un temor. La señora condesa desconfía de que una vez librede la fascinación de sus divinos ojosno vuelvan a arrebatarme las olas delmotín...

-¿A qué negar que ese pudiera ser uno de los motivos que me guían?

-¡Oh! Tranquilícese usted en semejante punto: el rey ha sabido fijar parasiempre mis veleidades políticas.

-Mi súplicano obstanteobedece a motivos más poderosos.

-Por ejemplo...

-En la corte todo se olvida pronto: los servicios tal vez antes que losagravios... No quisiera que las buenas disposiciones del rey dejaran de darfruto por falta de cultivo.

-¿Y no podrá tomarse mi presencia por el importuno memorial de unpretendiente?

-Ahrespondo al señor de Lozano que no se cuenta en el número de susimperfecciones la importunidad.

-En verdad que no sé cómo pagar a la señora condesa el interés que pormí demuestra.

-Buen Diosmis pobres créditos nunca compensarán mi enorme deuda... Porotra parte...

-¿Qué?...

-¿A quién podría yo tender mi mano en busca de apoyo si de él necesitasetodavía en la tremenda perturbación que el orden público experimenta?

-Esa consideración sí que es para mí decisiva.

-¿Nos seguirá usted a Aranjuez?

-Seguiré a usted al fin del mundo.

-¿Sin violencia alguna?

-Con la espontaneidad más absoluta.

-¿Tan cortéstan complaciente y tan rendido como en este momento?

-Mil veces más si usted lo quisiese.

-¿Constante?...

-Como la eternidad.

-¿Dichoso?...

-Como un amante...

Cómo pudo realizarse el hechosería un fenómeno fisiológico de la másdifícil explicación; pero fue el caso que al llegar el diálogo a ese puntolas cuatro manos de los jóvenessin intervención de su voluntadse habíanentrelazado tan intrincadamente como los tirsos de la yedra.

De repenteun eco insólito que tenía algo del rugido del león o del puntomás bajo del figlepobló los ámbitos de la estancia.

Para cualquier oído familiarizado con las miserias de la vida realel ruidoen cuestión hubiera sido el prosaico ronquido de una criatura humana; pero¿quién se atreve a pedir serenidad de criterio a las almas que se ciernenarrobadas en las delicias del quinto cielo?

Elina más sobresaltada que Lozanose apresuró a desatar los nudos que laestrechabany salió a la galería de una carrera.

El joven siguió a la condesa con la misma precipitación.

El cambio de atmósferala facilidad de observación que ofrecía uno de lostránsitos más frecuentados de Palacioy la natural reacción experimentadapor Felicísimo y Elinahicieron que la despedida de éstos no revistiera elpeligroso carácter de ternura que inconscientemente estuvo a punto de adquirir.

Cuando Lozano se vid solo y ordenó algún tanto sus ideasse echó a buscara Cazurro.

Las primeras investigaciones fueron infructuosas; pero al fin dio con unlacayo que creyó haber visto en las cocinasun mancebo a quien cuadraban lasseñas que se le referíany que bajó a buscarle con la solicitud máscomplaciente.

Felicísimo se volvió a su cuarto con menos impaciencia de la que era detemer. Las ideas que le asaltaban la mentey los sentimientos que le conmovíanel corazónle preocupaban demasiado por entonces para que prestase muchaatención a las faltas o a los excesos de Cazurro.

Apenas el joven penetró en su aposentola abstracción fue mayor todavía.Ya no eran únicamente las manos las que le hablaban de Elina; sus gratosefluvios perfumaban todo el ambiente.

¡Ah! ¡Con cuánta delicia hubiera Felicísimo respirado la noche entera enaquel rincón del Paraíso!

La llegada de Cazurro arrancó del mundo de los sueños a Lozano.

El buen Perfecto estaba revelando en los brillantes ojosen los húmedoslabios y en el aflojado cintoque acababa de regalarse con una satisfactoriarefección.

-Parece que por fin el seor Cazurro se aviene a dispensarme algunasatenciones -dijo Lozanono sin cierta severidad.

-No porque la ausencia encubra mis acciones -contestó rendidamente ellacayo-dejan de consagrarse todas ellas al mejor servicio de mi noble amo.

-Eso es lo que no estaría demás ver demostrado.

-Mi conciencia me dicta que nunca han de ser pruebas lo que me falte.

-Por ejemplo¿dónde están los bigotes del dragón de la Puerta deRecoletos?

-Ohseñor; aunque iliterato harto sé que las figuras retóricas no setoman al pie de la letra.

-Pero suponiendo que unos bigotes sean una figura retórica¿llegastes abatirte?

-Con más empujeque un leóny más saña que una hiena.

-No necesitas abuela.

-Ese es también mi parecer; lo que necesito es la dehesa de Extremadura queheredaré el día en que la respetable señora en cuestión sea llamada adisfrutar de la presencia de Dios.

-¿Cuál fue el resultado de la riña?

-Una doble catástrofe.

-Conozcamos la tuya.

-Sin saber cómoni por dóndeme encontré desarzonado y extendido en laarena del pasco cuan largo he sido hecho.

-Muy bien... quiero decir muy mal; veamos ahora la infausta suerte de tuenemigo.

-¡Oh! En cuanto a ese... -murmuró Cazurro revolviendo los ojos en susórbitas con siniestra expresión.

-¿Qué?

-El infeliz había previamente tenido la insensatez de tratar de cortarme laretirada; y ya porque le arrollase mi furioso caballoya porque le alcanzase elfilo de mi larga espadafue el caso que el guardián rodó maltrechoy quepasé por encima de su cuerpo no sé si muerto o vivo.

-Perfectamente; ¿y qué dijo al caer?

-Pronunció una palabra extranjera.

-Repítelapues.

-Exclamó: ¡Puff!...

Felicísimo no pudo conservar su formalidad.

-EscuchaPerfecto -replicó:- tengo toda la buena voluntad necesaria paracreer en la doble caída que me cuentas; pero no creo que hayas luchadoencarnizadamente con más adversario que con tu rocín. Te perdonosin embargoen gracia del aplomo con que te mientes a ti mismo.

-Ahseñor...

-¿Dónde has dejado a Moro?

-En las reales caballerizasinstalado como un príncipe entre el tordo y elalazán.

-¿Bien provisto el pesebre?

-Con la mayor esplendidez; la abundancia que impera en los graneros y pajaresde su majestad invita al despilfarro.

-Por lo que se refiere a tu personaentiendo que puedo estar tranquilo.

-Aseguro a mi señor que no me he ocupado de ella hasta después de habersubvenido a todas las necesidades de los nobles brutos.

-¿Y te han parecido tan tentadores de la gula los pesebres de los bípedoscomo los de los cuadrúpedos?

-Más todavía; los hornillos están siempre encendidoslos accesiblesaparadores colmados de viandaslas mesas cubiertas. Por todas partes laprofusión y la magnificenciase ven erigidas en sistema. Las botellas vanmediadas de costoso y delicado néctar al serón de los cacharros rotos. En unapalabrano hay desorden alguno; en ésta augusta mansióna cualquier hora deldía o de la nocheLúculo come en casa de Lúculo.

-Extraordinaria circunstancia de que sin duda has abusado.

-Me he limitado a usar con cierta amplitud. Observar otra conducta no hubierasido corresponder dignamente a la suntuosa hospitalidad de nuestro soberano.

-¿De manera que te encuentras aquí perfectamente?

-¡Ah señor! Si yo me atreviese a darle a usted un consejoporque usted mele hubiera pedidole diría con el fuego de la más ciega convicción que nosirviese nunca a otro amo que al rey. Las migajas que se caen de su mesasonmayores que los pasteles que saborean los prelados en la Cuaresma; y los huesosque aquí se arrojan a los perrosllevan adherida más carne de capón y depavo que la que comen los grandes en todo el año.

-A fe míaCazurroque siento sustraerte a la Jauja que tales ditirambos teinspira.

-¿Por ventura?...

-No emplees esa palabra; por desdicha vas a bajar en el acto a la caballerizapara ensillar de nuevo a Moro y al tordo que te has apropiadono sé si bajo elpretexto de que era bien mostrenco o vacante.

Al buen Perfecto se le cayó el alma a los pies.

-¡Pobres animales! -murmuró suspirando:- ¡Ir a cortarles la digestión delmejor pienso que jamás ingirieron en el estómago!

-Los goces de la tierra son fugaces.

-¿Dónde habré de conducir a esos malaventurados brutos privados de unsueño reparador?

-A la Puerta de San Vicente: allí me reuniré contigo.

Cazurro se encaminó a la salida con la forzada resignación del reoylevantó pausadamente la cortina. Tal vez contaba con alguna rectificación enlas órdenes de Lozano. Este no añadió una palabra.

Preciso fue partir.

Entonces abrió Felicísimo una puertecilla entornadaoculta por lospliegues de la tapiceríay pasó a una estancia idéntica a la que élocupaba.

Sobre el lecho que se contaba entre los muebles de la nueva habitaciónestaba extendidoboca arribaTristán de Ayala como una magnífica estatuayacente.

Del órgano nasal del caballero se escapabacon cadencioso ritmounarespiración enérgica queno por ser tranquiladejaba de adquirir a las vecesgran potencia de resonancia.

Aquella nariz era la trompa de donde había partido la extridente nota quecausó tanto espanto en la tórtola inadvertida que por un momento se posó enla estancia contigua.

Lozano se adelantó hasta los pies de la cama de Ayalay pronunció con unavoz todo lo acentuada que las conveniencias permitían:

-¡Tristán!

El apostrofado no se dio por entendido en lo más mínimo.

Felicísimo cogió a Ayala de una orejale levantó la cabeza de laalmohaday le repitió el nombre de pila a tres dedos del tímpano.

Ayala prosiguió roncando con la regularidad de un péndulo.

Lozano abandonó al contumaz durmientey fue a examinar el rótulo de unabotella vacía que erguía su esbelto cuello sobre la mesa.

La vasija había contenido rom.

Desde entonces renunció absolutamente Felicísimo al propósito de despertara su amigo. Sabía que cuando Ayala había absorbido una respetable cantidad deaquel licorno volvía del letárgico sueño que le producía aunque estallaseen torno del lechoque a la sazón ocuparael estruendo simultáneo de todaslas baterías de la plaza de Gibraltar.

El joven rasgó de su cartera una de las pocas hojas que había en blancoescribió en ella algunas palabras y la colocó después dobladaen laguarnición de la espada de Tristán.

Acto continuo salió de la mansión del sopor báquico.

Entretanto una procesión de fantasmas se deslizaba silenciosa a la trémulaluz de las linternas sordas por la intrincada serie de tránsitosabierta enlos profundos cimientos del alcázar.

A la cabeza de la misteriosa hueste ondulaba una silla de manos conducida porlos dos astures más robustos que fue posible hallar entre todos los lacayos dela real casa.

En el fondo de aquel vehículo brillaban los penetrantes ojos de Isabel deFarnesiono amortiguados por el curso ya largo de los añosy por lostormentos de la enfermedad.

Seguían a la litera el reylos príncipesla familia de Esquilache y lacondesa de Bari.

Cerraban la marcha los duques de Arcos y de Medicenali.

Largo era el trayecto recorrido por el laberinto de achatadas bóvedas queparecían comunicar el frío de sus húmedas paredes a todos los corazonescuando la silla de manos se detuvo cerrando el paso a los que precedía.

-¿Qué ha ocurrido? -preguntó el rey con voz apenas perceptible disimulandomal el sobresalto.

-¡Hem! -murmuró forcejeando uno de los lacayos portadores.

-¡Hum! -articuló el otro procurando secundar los esfuerzos de sucompañero.

-Pero ¿qué estáis haciendo desdichados? -exclamó la reina madre que sesentía zarandear con menos miramientos que aquellos a que estaba habituada.

-La silla no puede volver el ángulo del pasadizo -dijo por fin el primerlacayo declarándose vencido.

-¡Qué contrariedad! -repuso el rey.

-¡Qué inadvertencia! -añadió Isabel.

-Pero ¿no podemos tomar otro camino?

-No existeseñor -contestó el guía de la expedición.

-¡Ahbondad divina! -balbuceó el monarca consternado.

Y volviéndose hacia el capitán de guardias que acababa de adelantarse parareconocer el recodo del angosto corredorprosiguió con acento apremiante.

-Duqueduque: ¿qué hacemos en este conflicto?

-La cosa más indicada y más sencilla -respondió el de Arcos.

La espectación fue general.

-¿Qué cosa es esa? -dijo el rey.

-Cortemos los brazos a la silla -contestó naturalmente el duque.

-Tiene razón -pronunció la reina Isabel.

Todos los circunstantesel rey inclusiveexpresaron de una manera u otra superfecta confianza en el procedimiento.

La idea del capitán había sido el huevo de Cristóbal Colón.

-Habrá que ir en busca de sierra... -insinuó uno de los lacayos.

-Torpes¿no tenéis cuchillos? -profirió el duque de Arcos.

Los lacayos desnudaron inmediatamente sus largos machetes de montey dieronprincipio a la amputación.

Menos duró la faena de lo que la impaciencia de la real familia temía.

A los cuatro minutos el pasadizo estaba convertido en astillerola literavolvía a levantarse del sueloy el cortejo proseguía su camino.

No hubo ya entorpecimiento alguno hasta llegar al mismo vestíbulo quesirvió de ingreso a las damas acompañadas por Lozano.

La puerta se abrió con la amplitud debida al soberanoy la comitivarespiró en el campo del Moro el aire picante de las primeras horas de lamadrugada.

Las linternas se cerraron instantáneamentey desaparecieron debajo de lascapas.

La familia real se dirigió entonces a buen paso hacia la carretera deCastilla por las ocultas sendas abiertas en los desmontes que se estienden alpie del Paseo de las Lilas.

En la esplanada que precedía al arrecife se divisaban dos vastas masasnegras separadas por la distancia de cien pasos.

Eran la primera tres coches de caminoverdaderas arcas de Noétirados cadauno por cuatro vigorosos caballos: constituía la segunda la compañía deguardias de corps que mandaba el duque de Arcos.

Los miembros de la augusta estirpe se instalaron apresuradamente en uno delos carruajes: las demás personas de la comitiva se repartieron en los dosrestantes.

Un latigazo fue la señal de la partida: coches y guardias se pusieron enmovimientoy desaparecieron poco tiempo después por el camino de Aranjuez conla vertijinosa carrera de quien huye de un lugar apestado.

Capítulo XXV.

De cómo el gobernador del Consejo de Castilla se dejógobernar por los alborotados matritenses.

El eco de un formidable trueno que estallase sobre la linterna de la torre dela Iglesia parroquial de Santa Cruzno se hubiera propagado con tanta rapidezpor la villa entera como circuló en la mañana del martes 25 de Marzo lanoticia de la fuga del rey seguido de la guardia walona y de la familia deEsquilache.

Aquella clandestina evasión a juzgar por la unánime voz de los corrillos nosignificaba para el vecindario de Madrid otra cosa que la total ruptura delsolemne pacto celebrado en la Plaza de Armas de Palacio.

La indignación popular rugió sin freno.

Mientras el Consejo que dirijía el alboroto deliberaba en sus antrosdesconocidosse adoptaban por todas partes las precauciones consiguientes a larenovación de las hostilidades.

La primera medida consistió en incomunicar la capital de la monarquía conel sitio de Aranjuez. Y tan a tiempo se estableció el cordón sanitarioquelos lacayos de la real casa que conducían las camas de la augusta familia a sunueva residenciahubieron de volverse a Palacio.

No encontraron el camino más expedito algunossecretarios del despacho quecon sus clásicas carteras se apresuraban a dejar las márgenes del Manzanarespor las del Tajo.

Los cocheros de sus excelencias fueron invitados por las turbas a volver piesatrássecundando la invitación con manifestaciones más o menos corteses enque los tronchos de las berzas desempeñaron un papel importante.

Un acontecimiento inesperado proporcionó al motín cierto carácter militarde que hasta entonces había carecido.

Los conductores de algunos carros de fusilesprocedentes de Vizcayadestinados a la renovación del armamento de la guarniciónlos cuales sehabían detenido el día anterior en las inmediaciones de la villaenconsideración al peligro que las circunstancias ofrecíanrecibieron orden nose sabe de quiénpara proseguir el caminoy penetraron tranquilamente hastala calle de la Montera.

El convoy se vio asaltado allí por un enjambre de curiososal parecerqueapenas se hizo cargo de la clase de objetos aportadosabrió las cajas y serepartió el contenido con tanta precipitación como si de pan bendito setratase.

Con tan precioso hallazgocoincidió otra invención complementaria. Unespíritu previsor hizo observar quelos cañones de los fusiles sin municionesequivalen a cañas huecas; pero que por fortuna había facilidad para dotarlosde todo el terrible poder de destrucción que están llamados a ejercerporqueen el inmediato pueblo de Carabanchel de Abajo existía un polvorínabundantemente surtido.

Una nutrida diputación de los amotinados se incautó del polvorín acontinuación; y los fusileros en número de cinco mil se proveyeron decartuchos con una largueza más que expléndida.

Del caos en que envolvían a la villa el tumultola incertidumbre y eldesconciertopareció al fin producirse algún acuerdo.

Una muchedumbreacumulada en la espaciosa Plaza de Oriente se puso enmovimiento con dirección a la morada del Gobernador del Consejo.

El trayecto no era largo. Don Diego de Rojas y Contrerasobispo deCartagenavivía en el centro de la Cuesta de Santo Domingo frente al conventode las religiosas que daban nombre a la localidad.

Prevenido el prelado por el ardiente clamoreo que se elevaba de la callerecibió con la calma de la dignidad y la sonrisa de la benevolencia a loscomisiónados del motín.

La pretensión coreada por veinte voces que su ilustrísima escuchópertenecía al número de las que podían parecerle extrañas.

Se trataba de que el Gobernador partiese para Aranjuez con el fin de conjuraral rey a que volviese inmediatamente a Madridsi es que no había roto con suvecindario de un modo definitivoretractando todas las palabras que empeñó enel día anterior.

El preladosin embargosólo aventuró algunas débiles objeciones acercade los inconvenientes que acaso pudieran ofrecer su posición oficial y sucarácter sagrado para el desempeño de la espinosa misión que se le queríaconferir.

Los alborotados insistieron con energíay persuadido el mitrado por larazón que no podían menos de tener tantos acentos unánimes y tan sonoramenteacentuadosno tardó en avenirse todo cuanto de él se exigíay en pedir ensu consecuencia el coche.

La multitud acompañó al digno obispo prodigándole las más inequívocasdemostraciones de entusiasta reconocimiento.

El carruaje avanzó majestuosamente hasta el Puente de Toledo; pero lasólida construcción churrigueresca debía estar predestinada para dar unsolemne testimonio de consecuencia popular.

Un compactogrupo que se unió vociferando a la escolta del reverendosincontar para nada con la aquiescencia de éstetorció la brida a sus caballos ycondujo de nuevo el coche a la Cuesta de Santo Domingo.

¿Qué significaba semejante cambio de opinión que así zarandeaba a unprelado en su coche de Gobernador del Consejocomo a un polichinela en su cajade títeres?

¿Se desconfiaba de que el mitrado ahogase con bastante fuego en pro de lacausa del pueblo? ¿Se temía que se quedase en Aranjuez por propia o por ajenavoluntad? ¿Se deseaba conocer el discurso que se proponía pronunciar?

Misterios son estos que todavía no ha puesto en claro la historiay quemucho tememos cause por largos siglos la desesperación de las generacionesvenideras.

El mismo demonio de la crónica no es a veces capaz de levantar la punta delvelo que cubre ciertos embrollos colectivos.

Reinstalado el obispo en su domiciliopudo al fin enterarse del motivo.

Se pretendía que en lugar de hablar al rey en personale expusiera en unescrito el ilustrísimotodos los agravios del vecindario de Madridlosfundados temores que al verse abandonado abrigabay el ardiente deseo que porla vuelta de la corte sentía.

El cambio de procedimiento no encontró la menor oposición en el ánimo delalto dignatario.

Ésteque por lo visto se hallaba en un cuarto de luna acomodaticioseencerró en el despacho gubernamentaly redactó a la carrerasegún unosoextrajo del recóndito fondo de un bolsillo de la morada túnicasegún otrosla representación que se le encomendaba.

Fuera o no improvisadoel memorial del obispo de Cartagena era unadisertación en verso y prosa de lo más peregrino que puede darse.

Pero como el documentoatendida su considerable extensiónautorizaría losbostezos de nuestros lectoresnos guardaremos bien de estamparle íntegro.

Desde luego se revelaba en el escrito la mansedumbre evangélica másperfecta; mal monstruo llamaba a Esquilachey había calificativos menossuaves.

Enumeraba la flamante instancia con un garbo que podría llamarse frescuratodos los maleficios que la nación debía al marqués. Se le imputaban losperjuicios que ocasionó la guerra de 1762porque si bien era cierto que seopuso abiertamente a ellano estaba probado que semejan le oposición no fueseuna redomada hipocresía. Se le acriminaba por la supresión de diferentesoficinasteniendo en cuenta que aunque resultaban notoriamente innecesariasencambio daban de comer a una multitud de menesterosos empleados a los cuales noconvenía buscar otros medios de subsistencia. Se le dirigían los másgravísimos cargos por los impuestos que creó con destino a la construcción decarreterassiendo así que lo que sobraba en España ran caminos de perdición.Y por finse le atribuían todos los daños inherentes al establecimiento delalumbrado públicoentre los cuales no era seguramente el menorla facilidadque la luz prestaba a los malhechores para expiar a los honrados transeúntesperseguirlos en su fuga con frutoy despojarlos de las mejores prendas quellevaban.

Despuésel redactor del documento empuñaba la cítara de Jeremíasadoptaba el tono plañidero de la más patética sensibleríay se condolía deque hubieran llegado tiempos tan fatales para el prestigio del monarca en que serepitiese sin correctivo por la villa la conocida décima que decía:


Yo el gran Leopoldo el primero

marqués de Esquilache augusto

rijo la España a mi gusto

y mando a Carlos tercero;

hago en los dos lo que quiero

nada consulto ni informo

al que es bueno lo reformo

y a los pueblos aniquilo;

y el buen Carlos mi pupilo

dice a todo: «Me conformo».


No se prescindía en la solicitud del gran efecto retórico de lastransiciones.

De repente el autor saltaba sobre el sagrado trípodey declamaba inspiradoesta tirada ditirámbica:

«¿Pues qué vemos sobre vuestra majestad? ¡Ahseñor! Vemos lastesorerías sin dinero: oímos que se rebelan pueblos indianos: vemos irse eldinero de España por millones: observamos que la decadencia del continente ibaa los extremos de su aniquilación... ¿Y contra quiénseñorha recaídoesto? Contra vuestra majestad lo miramosno contra nosotrossino contravuestra majestadseñor: porque un rey sin caudaleses peor que un labradorsin ganado; porque un rey a quien se rebelan sus dominioses peor que la máscruenta guerra que destruye sus reinospues amigos y enemigos son pedazos de lamonarquía: porque un rey que sus tesoros los trasportan a otros dominiosespeor que dejar un cuerpo sin sangre; porque un rey a quien sus provincias lasdeterioran con órdenes de tropelías que las arruinanes peor que una langostaque asola los campos».

Como se echa de verno sólo carecía de exactitudde tacto y de buen gustoel papel en cuestiónsino que ni siquiera estaba escrito en idioma castellanocircunstancia la más imperdonable de todassi se tiene en cuenta que eradebido a la pluma de una persona que reunía el doble carácter de obispo y dedoctor.

Terminada la exposición con la súplica de rúbricael gobernador delConsejo estampó su firma y tornó al salón.

Acto continuo se procedió a dar lectura pública del documento.

La aprobación fue unánime. Rasgos hubo en la obrael de monstruoinclusiveque debieron ser sublimesporque arrancaron los más frenéticosaplausos.

Poseedora la turba del manuscritoera llegado el caso de pensar en elmensajero; pero antes de que pudiera llegar a suscitarse discusión alguna sobreel particularlos iniciados aclamaron a un hombre que se brindóexpontáneamente a desempeñar la comisión.

El osado sugeto era Diego Abendañouno de nuestros más antiguos conocidos.

Tomó el manchego la representación del obispoformuló cuatro protestas deincorruptibilidad catoniana que fueron acogidas con entusiasmomontó a caballoy partió para Aranjuez.

La expectación que el mensaje de Abendaño imponía al vecindariono fue unperíodo de ociosidad.

Los directores del movimientoávidos de alimentar su fuego sacroproporcionaron a los alborotados diferentes patrióticas distracciones.

Una de las más bulliciosasconsistió en echar a la calle a todas lasmujeres reclusas.

Estas amazonas se organizaron en escuadrasse armaron de fusilesdepistolasde palos y de piedrasse hicieron preceder de pífanos y de panderosy recorrieron con banderas las calles de la población cantando las alabanzas dela marquesa de Esquilache en variedad de tonos y de metros.

Entre los himnos predominaba una letanía de la cual nos guardaremos muy biende escribir ni la primera ni la última palabra.

En las huertas de la villa se improvisaron reductosse abrieron fososseaspilleraron casasse obró en fincomo si se tratase de sostener un sitio enregla.

Con estoy con el desarme de algunos puestos poco numerosos de inválidosse entretuvo el lento curso del díay se pudo esperar a que la aparición delas primeras estrellas diese la señal del descansoesto esde la orgía.

El vino y los licores circularonen efectoaquella noche con la mismagenerosidad de oculto origen y mayor profusión que en las cuarenta y ocho horasprecedentes.

Decididamente cada etapa del motín era un expléndido regalo de laabundancia.

La noche se deslizó tranquila sin que dieran muestras los ánimos deimpaciencias ni de desconfianzas; pero desde las primeras horas de la mañanasiguientese comenzó a observar cierta preocupación en la parte másinteligente del cuerpo de los alborotados.

Los pensamientos se fijaron en Aranjuezy menudearon las preguntas acerca dela suerte que pudo haber cabido al portador del escrito en que se condensabanlos clamores del pueblo.

Ya había recorrido el sol la tercera parte de su carreray los inquietosmiembros del consejo directivo discutían si sería conveniente trasladar elmotín a la nueva residencia del monarcacuando Diego Abendaño se presentó ala avanzadilla situada en les afueras de la Puerta de Toledo.

El que ejercía las funciones de jefe de la fuerzaera un estudiante deteología de la universidad complutense que distraía en Madrid las vacacionesde la Semana Santay como conocía al manchego desde el día anteriorseapresuró a salirle al encuentro disparándole a quema-ropa no el trabuco quellevaba en la manosino la convenida seña Dies irce.

Abendaño arqueó las cejas como uno de los dioses de Homeroy contestó conuna dignidad en armonía con el olímpico gesto:

-Perro y tiña.

El teólogo era muy capaz de comprender aquella traducción romanceada de ferroet igne; pero no por eso dejó de reírse en las barbas del romancista.

Esto no obstantemovido por la general curiosidadescoltó a Abendañohasta la casa del obispo Rojas.

Tan considerable fue el concurso provocado por la noticia del regreso delmensajero popularque a duras penas pudo el caballo de éste abrirse paso porlas calles de la población.

El ilustre mitrado se enteró de que Abendaño había conseguido ver al reymerced a una tenacidad inauditay de que era portador de la augusta respuestaen un pliego lacrado.

En el acto convocó el gobernador al Consejo en la casa Panaderíay setrasladó a este punto por la calle de las Fuentes seguido del manchego y detoda la inmensa muchedumbre que llenaba la cuesta de Santo Domingo y la Plaza delos Caños del Peral.

Apenas penetró su ilustrísima en la sala donde esperaban los consejeroshizo franquear el gran balcóny dispuso que desde él se leyese el realdespacho para que pudiera ser mayor el número de los oyentes.

Considerable iba a ser éste; porque la vasta plaza vista desde el balcónaparecía empedrada de cabezas humanas.

Abendaño entregó en presencia del público al Gobernador del Consejo elpliego que había conducido; y abierto solemnemente con la intervención de unescribano de cámarase dio lectura a las siguientes líneas:

«Ilustrísimo Señor: El rey ha oído la representación de usíailustrísima con su acostumbrada clemenciay asegura bajo su real palabra quecumplirá y hará ejecutar todo cuanto ofreció ayer por su piedad y amor alpueblo de Madridy lo mismo hubiera acordado desde este Sitio y cualquiera otraparle donde le hubieran llegado sus clamores; pero en correspondencia a lafidelidad y gratitud que a su soberana dignación debe el mismo pueblopor losbeneficios y gracias con que le ha distinguidoy el grande que acaba dedispensarleespera su majestad la debida tranquilidadquietud y sosiegosinque por título ni pretexto alguno de quejasgracias ni aclamacionesse juntenen turbas ni fomenten uniones; y mientras tanto no den pruebas terminantes dedicha tranquilidadno cabe el recurso que hacen ahora de que su majestad se lespresente. De Real orden lo digo a usía ilustrísimapara su inteligencia yefectos correspondientes. Dios guarde a usía ilustrísima muchos años.Aranjuez 25 de Marzo de 1766.-Roda.- Señor Gobernador del Consejo deCastilla».

A la última palabra de la soberana disposición expedida por la Secretaríade Estadoy del despacho de Gracia y Justiciasiguieron las más nutridassalvas de aplausosa las palmadas los vítores al reyy a las aclamaciones losabrazos fraternaleslos sombrerazos al aire y todo género de manifestacionesde júbilo.

A juzgar por el vértigo de satisfacción que se apoderó de la muchedumbrehubiérase dicho que desde el día siguiente no iba a faltar a cada ciudadanouna gallina que echar en el pucherosegún la frase del primer Borbón.

A la formal ratificación del monarcase unieron notorios testimonios de lasinceridad con que había sido otorgada.

En los Consejosen la Casa de Ayuntamientoy en la misma de la Panaderíase fijaron bandos haciendo saber al vecindario que su majestad había aprobadoel trage antiguosuprimido la Junta de Abastosacordado la salida de laguardia walonadispuesto el extrañamiento del marqués de Esquilacheynombrado en reemplazo de éste a Don Miguel de Múzquiz para la cartera deHacienda y al general Don Gregorio Muniain para la de la Guerra.

El motín triunfabapuesen toda la línea.

Es verdad que por lo pronto no obtenían los alborotados el regreso de suidolatrada real familia; pero después de todola presencia de un monarca no esexactamente tan indispensable para los pueblos como la de la mujer amada paralos amantes.

Como según las leyes de la lógicala victoria debía traer aparejado elrenacimiento de la tranquilidad públicalos pensadores se echaron a temblarmás que nunca; pero aunque el fenómeno no pudiera ser menos ordinariolacalma renació en efecto.

Los reductos exteriores desaparecieronlas cortaduras de las calles seterraplenarony los amotinados conducidos por sus capatacesfueronexpontáneamente a los cuarteles a depositar en ellos las armas y municiones.

Providencial pareció a algunos que todos los disturbios terminasen en lavíspera de la solemnidad del Jueves santopara que las ceremonias religiosaspudieran celebrarse con la paz y recogimiento convenientes; y a fe que noestamos muy lejos de creer en la intervención del orden sobrenatural en elasuntosi tenemos en cuenta que muchos de los prójimos que en el miércolesempuñaron el fusil y el zapapico profiriendo blasfemiastocados en el corazónpor la graciarecorrieron en los dos días siguientes las calles de la villa encofradías de disciplinantes y de nazarenos.

Capítulo XXVI.

Donde Salazar aplaza para mejor ocasión el acto de someterseal Tribunal de la Penitencia.

El Sábado santo a las diez de la mañanacuando el cañon tronaba enMonteleónlas innumerables campanas de la villa agitaban las alborotadoraslenguaslos órganos hacían resonar su trompetería en los templosy laspalomas adornadas con cintas de rabiosos colores revoloteaban entre asustadaspor el ruidoy gozosas por haber recobrado la libertadtodo en conmemoracióngratulatoria de la resurrección del Redentorun hombre envuelto en una capanegra se hacía anunciar con el simple nombre del abate en una de lashabitaciones del piso bajo de la casa de los canónigos.

El silencio y la siniestra oscuridad que reinaban en la sala donde elvisitante penetróofrecían un singular contraste con la bulliciosa animaciónque se observaba en el atrio del monasterio próximoy en las callescircunvecinas.

Había además en aquella estancia otra cosa que contristaba el ánimo: eseedor de la traspiración morbosade las tisanasdel ácido carbónico quesatura la atmósfera donde penosamente respiran los enfermos.

Trascurridos algunos minutosse entreabrió una de las dos hojas de lapuerta vidriera de la alcobay un joven novicio se adelantó en puntillas haciael de la capa murmurando a su oído con voz apenas perceptible:

-El dolientetan luego como ha podido dominar el estupor de la fiebrese haapresurado a consentir en la entrada de vuestra reverencia; pero el estado enque se encuentra no puede ser más gravey siguiendo las instrucciones dellicenciado Albarránrecomiendo al señor abate que abrevie su entrevista encuanto dable sea.

-Cuente el buen novicio con que respetaré el precepto de la ciencia-contestó el abate.

Y entró en la alcoba del paciente.

En un lecho descompuesto por la inquietud del dolor físico y de ladesesperación moralyacía Salazar con el rostro pálido a consecuencia de lapérdida de la sangrey los ojos encendidos con el brillo de la calentura.

-Abate -articuló el murciano-hace cuarenta y ocho horas que la sombra deusted se une a todas mis preocupacionesfigura en todas mis pesadillas.

-En finhéme aquí -respondió el abate-mi doble compromiso estácumplido.

-¿Ha tenido lugar el cambio de papelesde joyasde recuerdos?... -añadióSalazar con acento entrecortado.

-No han sido devueltos documento ni objeto algunos.

-¿Pero pudieran serlo todavía?

-No es presumible: las despedidas pública y privada se han realizado ya.

-Es bien extraño...

-¿Porqué señor de Salazar?

-Porque lo exige la inflexibilidad de la lógica.

-¿Y no pudiera usted partir de un principio erróneo?

-¿Qué principio es ese?

-Mi amo es prudentela marquesa advertida: si los documentos que ustedpersigue sólo existieran en su imaginación...

-El hecho carecería de verosimilitud a no ser absolutamente incierto.Conozco por lo menos una cartacuya posesión a falta de mejores autógrafossatisfaría mis esperanzas.

-¿Una carta?

-De dos líneasabatepero de un valor inestimable. El escrito cuentaalgunos años de fecha: aún reinaba en España el buen Fernando.

-¡Ah!...

-Se refiere a la época de los sentimientos platónicosde los méritosdelas esperanzas. Se trataba de impetrar de la Santa Sede la creación de unobispado en la provincia de Girgenti para el cual en su día debía serpresentado un sobrino de Tanucci. Coincidía con esta circunstancia laexistencia en el territorio de la mitra en proyectode una pingüe fundaciónpiadosa sobre cuya propiedad se litigaba entre el Sumo Pontífice y la corona delas dos Sicilias. En la corte de Nápoles se acariciaba el pensamiento de llegara conseguir de etapa en etapa que Su Santidad se aviniese a aplicar por vía detransacción a la nueva silla episcopal las cuantiosas rentas disputadas. Todoestribaba en acertar a conducir el asunto con destreza. Entre los diplomáticossicilianosel marqués de Esquilachepor la iniciativa del rey Carlosfue elencargado de pasar a Roma para dirigir cerca del Papa gestión tan delicada. Enningún tiempo se ha visto libre del mismo capital defecto Leopoldo de Gregorio:el elevado concepto en que tiene su. propia suficiencia. Ofuscado el marquéspor la benevolente aquiescencia con que acogieron las primeras mociones elPontífice y la curia romanacreyó poder dar una notoria prueba en Nápoles dehabilidad y diligenciay precipitó las diversas fases de la negociación. Enbreve se tocaron las consecuencias de la falta. Clemente XIII vio sin dificultadel lazo que se le había tendidoy se apresuró a cortarle por donde fuera másdifícil la compostura; desestimó rotundamente con todas las formalidades de laCancilleríala erección del obispado en cuestión. La infausta nueva produjoen la corte de Nápoles el efecto de una inesperada erupción del Vesubio.Tanucci quiso cojer el cielo con las manosy el monarca pareció fruncir elceño de veras. Para tratar de enderezar el entuertose desautorizópúblicamente al malaventurado Esquilache; se le retiraron sus poderes deenviado extraordinarioy se hicieron las más ardientes protestas al Pontíficede la sinceridad y del desinterés con que se procedía. Era ya tarde. SuSantidad se mantuvo inflexibley el sobrino de Tanucci hubo de resignarse a nopasar en aquella ocasión de presbítero. Las iras de los derrotados sevolvieron entonces contra el torpe Esquilache; y entre las humillaciones que sele impusieronse contó la prohibición de pasar la frontera de los dominios desu majestad siciliana. En vano el ex-plenipotenciario dirigió tres cartas alsoberano recomendándose a su clemenciay poniendo en relieve que el exceso decelo era la única falta que podía imputársele; no recibió respuesta algunadirecta ni indirecta. Había necesidad de acudir a los grandes recursos; lamarquesa tomó a su vez la plumay escribió al rey la más conmovedora de lasepístolas. Ocho días después llegaba a manos de la de Esquilache en Romaelsiguiente autógrafo del monarca: «Marquesa: acabo de escribir a Gregorioautorizando su regreso a Nápoles. Por vosbella Pastorano hay error delmarqués que yo no esté dispuesto a perdonar».

-La cartapuedeen efectoofrecer para alguien un interés relativo-pronunció el abate:- pero suponiendo que ese sea el tenor literal...

-¡Oh! Consta el texto en los registros del padre general.

-¿No está también en lo posible que ya no exista?

-El papel en cuestión es de los que se conservan a todo trance.

-La verdad es que en rigor no tengo motivo alguno para poner en duda que lascreencias de usted cuenten con sólido fundamento. La existencia de esosdocumentos y el hecho negativo de mi manifestaciónson perfectamentecompatibles. Pasemospuesal segundo incidente.

Las ígneas pupilas de Salazar devoraban los labios de su interlocutor;habríase podido asegurar que las palabras que éste iba a pronunciaracababande adquirir nueva importancia.

-La partida de la familia de Esquilache no es ya un problema -repuso elabate.

-¿Para cuándo está prefijada?

-Para el miércoles próximo.

-¿A dónde se dirigen?

-A Cartagena: la fragata Atrevida espera en ese puerto a los marquesespara conducirlos a Italia.

-¿Conoce usted detalles por insignificantes que parezcan?

-Algunos guardas de campo acompañarán a los extrañadoscon el objeto deque los pueblos del tránsito puedansi quierenconsiderarlos prisioneros...

-Comprendido: esa escolta...

-Sólo tiende a poner a los marqueses a cubierto de cualquier insulto.

-Adelante.

-Esquilache pasará por su quinta de los Moralesy dormirá en ella la nocheprecedente al día de la entrada en Cartagena. Parece que le impone esa ligeradetención la necesidad de atender al arreglo definitivo de la fortuna que dejaen la Península antes de abandonar su territorio.

Los ojos del murciano brillaban más que nunca. ¿Era que su fiebre seexacerbaba con el diálogo? Era que en el cráter del volcán de los odios quele dominaban hervía algún pensamiento seductor?

-Los marqueses harán su viaje en un carruaje de la real casaal cual sehabrán quitado los blasones -prosiguió el abate:- y el conductoraunqueprivado de libreapertenece asimismo a las caballerizas de su majestad. Encuanto a los tirosserán los de la posta ordinaria.

Había en el mate rostro del murciano tal aire de estática atoníaque elorador dudó en verdad si era escuchado.

De repente el enfermo sacudió su letargose incorporó penosamente sobre uncado y dijo en tono breve:

-¿Se propone usted ver al padre Cebrián?

-Tan luego como salga de este aposento -contestó el abate.

-Ruego a usted entonces que le diga que aplazo someterme por ahora altribunal de la penitencia. Mi fin está menos próximo que creíamosporque mequeda por jugar la última carta.

-Cumpliré el encargo de usted.

-Creoabateque la Compañía no olvidará nunca los servicios que a usteddebe; pero si en ella algún día se debilitase la memoriano faltará quien larefresque mientras exista Salazar.

-Ningún interés mundano mueve mis acciones: pero es demasiado preciosa laamistad de ustedpara que sus palabras no suenen gratamente en mis oídos.Adióspuesseñor de Salazary que el Omnipotente mejore sus horas parausted.

-Adiósabate Gándara.

El doliente extendió su trémula manoy tiró del cordón de la campanillaen el instante en que el abate cruzaba el dintel de la puerta.

El joven novicio no tardó en asomar su interrogadora cabeza.

-Hermano Ignacio -dijo Salazar:- descorre la cortina de la ventana.

-El licenciado Albarran ha recomendado la media claridad -objetótímidamente el joven.

-Con permiso del licenciado necesito más luz para escribir.

-¡Para escribir! -exclamó el novicio extupefacto.

-Eso he dichotraeme la cartera y el tintero.

-Peroseñor de Salazar...

-¡Hermano Ignacio!

-Si lo que usted se propone va a ser imposible... Desde el lecho se hacenilusiones todos los enfermos acerca de la actividad de sus facultades físicas.

-¡Mil infiernos! -gritó Salazar crispando los puños.

Ignacio se santiguócondujo del bufete a la alcoba los utensilios pedidosy descorrió la cortina.

Salazar extrajo un pliego de la carterasepultó una pluma en el tinteroyla colocó sobre el papel. La primera letra fue un rasgo que ningún paleógrafohabría podido descifrar; la segundaun borrón.

El doliente estuvo a punto de arrojar al suelo la pluma; dominó ladesesperaciónsin embargo y se limitó a murmurar con expresión sarcástica.

-Me parece que el hermano Ignacio está en lo cierto: con la imaginación sehacen más heroicidades que con los puños.

Empujó el murciano la cartera hasta los pies del lechofijó los ojos en laesfera de la péndola colocada en la pared y se pulsó por espacio de quincesegundos.

En ese período de tiempo contó treinta y cinco pulsaciones.

-¡ Fiebre altísima! -articuló-con ciento cuarenta pulsaciones por minutono escribiré seguramente; y no obstante es preciso que escriba.

Entre los frascos que yacían sobre la mesa de noche había uno que conteníauna solución incolora. En la etiqueta se leía bromuro de alcanfor.

Salazar destapó aquel frascose le aplicó a la bocay le apuróresueltamente absorviendo una dosis inverosímil por lo extraordinaria.

Después volvió a deslizarse sobre las almohadascerró los párpados y seabismó en la sima de los pensamientos que le poseían.

No se hicieron esperar los efectos de la sal de bromo. Diez minutos mástardeel corazón dejaba de enviar a los pulmones el torrente de sangre en quelos ahogabay los músculos del pecho pudieron dilatarse sin esfuerzo.

Salazar fue bastante dueño de sí mismo para permanecer en reposo durantemedia hora; pero al sonar la primera campanada de las oncetérmino del plazoque se había prefijadorecogió la cartera e intentó la segunda prueba.

Por aquella vez tuvo la satisfacción el doliente de ver salir de su plumaverdaderas letras. Es verdad que las primeras que trazó no tuvieron un puntomenos de contorno que las ciruelas claudias; pero a medida que la laboradelantóllegaron a verse reducidas al modesto tamaño de uvas jaenes.

El escrito no pasó de la octava línea. El murciano estampó su firmaplegó el papelle cerró con una oblea y puso cuatro palabras en el sobre.

A continuación llamó a Ignacio.

-Lleva inmediatamente esta carta a la Fábrica de Tapices -dijo al novicio.

-¡Abandonando la cámara de usted! -articuló el joven admirado.

-A menos que sin abandonarla puedas ir a la Puerta de Santa Bárbara. Tuausenciapor lo demásserá breveporque como vessólo se trata de untrayecto de algunos centenares de pasos.

El novicio dirigió modestamente los ojos al sobrescrito y leyó a media voz:

-Señor don Eulogio Carrillo.

-En propia mano.

-¿Y qué debo hacer si por acaso no estuviere en la fábrica ese sugeto?

-Oheso es distinto: entonces te informas acerca de su paraderoy le siguesla pista hasta en las entrañas de la tierra.

-Pero ¡buen Dios! mi comisión pudiera eternizarse en ese caso. ¿Quiénentretanto cuidará de usted?

-¡Pues cuidarán el ángel de mi guarda o mi demonio tentador! -contestóSalazar en el colmo de la impaciencia.

Ignacio volvió a hacer la señal de la cruzy salió precipitadamente de laalcoba.

El murciano tomó en el acto otro pliegoy se engolfó en la redacción deun segundo documento. Con la inspiración que presta la fiebreSalazar llegóal final de la cuarta plana sin levantar la pluma del papel para otra cosa quepara renovar la tinta.

Cierto ruido de mueble que sonó en el gabinetedetuvo la mano del enfermo.

Salazar dirigió maquinalmente la vista a la péndolay se admiró de quehubiese trascurrido media hora.

-El señor de Carrillo espera las órdenes de usted para pasar a verle-pronunció el novicio entreabriendo la puerta vidriera.

-Que no se detenga un instante -contestó el murciano.

Y volviendo a bajar la cabeza terminó el escrito en cuatro rasgos.

El hombre de la capa de grana había penetrado en la alcoba.

-Carrillo -le dijo Salazar con rapidez-necesito un corazón lealunacabeza inteligentey un brazo decidido. ¿No es verdad que al pensar en ustedhe dado con mi hombre?

-¡Cómo! -profirió el interrogado sonriendo-¿por ventura imagina ustedque yo rechace tan lisonjeras cualidades?

-Pues bienCarrillohay que calzarse las espuelas.

-¿Cuando?

-Esta tarde mejor que mañana.

-¿Dónde es necesario ir?

-Al extremo de mi provincia.

-¿A Murcia?

-Jurisdicción de Cartagena.

-El paseo no es precisamente el que exige la digestión de la comida.

-¿Tiene usted aversión a los viajes?

-Todo lo contrariome distraen. Por otra partela atmósfera de Madridempieza a afectar mi saludespecialmente desde que manifiesta tendencia aencalmarse.

-Tanto mejorel aquilón va ahora a desencadenarse en las provincias.

-¿Sí?

-En la de Murcia más que en otras.

-¡A Murciapuescuerpo de tal!

-Ese es el entusiasmo conveniente.

-Nunca me falta cuando la convicción anima mis actos. Y a propósitoseñorde Salazar¿qué es lo que yo tengo que hacer en Murcia?

-Ayudarme si mi maldita fiebre permite que me ponga en camino; sustituirme sidebo apurar todos los tormentos de la desesperación en el insoportable cepo deeste lecho.

-Supongamos que nos ocurre la desgracia de que se dé el caso de lasustitución.

-¿Conoce usted la topografía de la zona a donde se dirige?

-Ni poco ni mucho.

-Proporcionaré a usted los pocos datos necesarios. A media legua escasa delpueblo de Alcázaresa la vista del mar Menorexiste una quinta de recreollamada los Morales; retenga usted ese nombre.

-Los Morales -repitió pausadamente Carrillo esculpiendo las letras en lamemoria.

-La quinta pertenece a la familia del marqués de Esquilachey es suresidencia favorita en cuantas ocasiones puede ausentarse de Madrid.

-La posesión debe ofrecer atractivos; porque los Esquilaches son sibaritas.

-Con tantos les brinda a no dudarque quieren pasar en ese albergue laúltima noche de la estancia en España.

-¿Espuespor esta vez cosa segura la partida?

-Infalible.

-Adelante.

-Los marqueses conducirán importantísimos documentos que denunciancrímenes de lesa Nación...

-¡Ahbelitres!..

-Y como el Consejo Supremo de la Buena Obra ha decidido hacerse dueño de taninteresantes piezas...

-¡Cáspita! ¡Soberbia resolución!

-Es indispensable que en la noche que los de Esquilache pasen en su quinta seapodere usted a todo trance de cuantos papeles lleven.

-¿Precisamente en esa noche?

-¿Considera usted arbitraria la designación del tiempo y del lugar?

-En modo alguno; pero me parece que no deja de asistirme cierto derecho paraconocer los motivos que la determinan.

-Las facilidades que va usted a encontrar en los Moralesaseguran el buenéxito de la empresa.

-Ahmagnifico; pero ¿qué facilidades son esas?

-La noticia de la llegada del marqués va a producir la mayor indignación enla aldea de los Alcázares.

-Maravilloso don de profecía.

-Haga usted cuenta que está oyendo a Isaías.

-Mi fe no puede ser más ciega.

-La explosión del sentimiento popular dará por resultado el súbitoallanamiento de la quinta; y torpe sería usted seguramente si en el desorden dela nocturna sorpresa no encontrase medio para desempeñar con perfectaconciencia la misión que le confío.

Carrillo se acarició la barba durante algunos segundosy repuso:

-La ocasión esen efectopropicia hasta lo sumo; pero en cambio hace porsu índole especialque un hombre solo no pueda dar cima a la empresa.

-Tendrá usted todos los auxiliares que necesite.

-¿Reclutados en Madrid?

-De ninguna manera. Esosobre imprudentesería más dispendioso. Ladesignación de los iniciados que han de ponerse a las órdenes de ustedcorrede cuenta del alcalde de Alcázares.

-¡Del mismísimo alcalde!

-Con una frase voy a explicar a usted lo que le intriga. El funcionariomunicipal es mi amigomi primomi alter ego.

-¡Ohcoincidencia afortunada!

-La carta que acabo de escribirley en que le doy las más precisasinstruccionesservirá a usted de credencial.

Y trazando el nombre del sobrescritoúnico requisito que faltabaSalazarentregó a su interlocutor la epístola.

-Reconozco que hasta ahora no dejan de satisfacerme los datos -dijo Carrillo.

-A resolverpuesel problema -contestó el murciano-. Los marquesespartirán de Aranjuez el miércoles próximoy harán el viaje en posta. Ya veusted que no le sobra tiempo si ha de esperarlos debidamente prevenido en elterreno donde va a jugarse la partida.

-Sólo necesito proveerme de tres cosas para poner el pie en el estribo.

-¿Cuáles son?

-Caballoescudero y condumio.

-Felizmente las tres pueden reducirse a una.

Salazar sacó del cajón de la mesa de noche una pequeña llavey la alargóa Carrillo añadiendo:

-Sírvase usted abrir el armario de cedro.

Carrillo franqueó la doble puerta del mueble indicado.

-Tire usted de la gaveta inferior de la derecha -prosiguió el murciano.

La ejecución siguió al precepto.

-Tome usted una de las dos bolsas que ahí se encuentran -dijo todavíaSalazar.

-¿La negra o la verde? -preguntó Carrillo contemplando el fondo de lagaveta con verdadera consideración.

-Es indiferente: ambas contienen la misma suma.

El de la capa de grana optó instintivamente por el color de la esperanzaylevantó la bolsa con el pulso de un epiléptico para estudiar en el sonido laclase de metal que en ella se encerraba.

Las vibraciones atmosféricas hablaban del oro con la más conmovedora de laselocuencias.

-CreoCarrilloque ha de tener usted los fondos suficientes.

-Me basta con la opinión de usted para dar por cosa cierta el hecho.

Y Eulogio deslizó en su casaca con la indolencia del desinterés la bolsaque empuñaba.

-Mi pensamientomi vidami honra misma van a pertenecer a usted desde esteinstante -articuló Salazar dando a su acento naturalmente rudo la inflexión dela súplica.

-¡Confianzapardiez! Tendrá usted todos los papeles del marqués.

-Y sobre todoCarrillolos que por prudencia pudiera ocultar la marquesa...aunque parezcan serla exclusivamente personales...

-Hasta esosguárdelos donde quiera. ¡Vive Dios!

Salazar despidió a Carrillo con la mano.

. Entonces comenzó a echar de ver que le afectaba un verdadero acceso deatoníaque las extremidades se le quedaban yertasy que le dominaba el másinvencible marasmo.

-¿Habrá sido demasiado elevada la dosis de bromuro? -pensó con ciertainquietud.

-Bah -se contestó en el acto-aunque así fuerael principal objeto estáconseguido.

Capítulo XXVII.

De cómo los marqueses de Esquilache supieron exasperados queel itinerario de su viaje había sufrido una ligera modificación.

La Pascua había trascurrido en Aranjuez con la tranquila beatitud que CarlosIII apetecía.

Desde la impertinencia de Diego Abendañono se había vuelto a escuchar eleco del motín en los higiénicos salones del palacio que trazó el lapicero deJuan Bautista Toledoel delineante favorito del gran artista italiano del sigloXVIel sin par Buonaroti.

El buen monarca no quiso que los tres días en que la inmensa colectividadcristiana solemniza gozosa la resurrección del Redentorfuesen de dobleamargura para la desterrada familia de Esquilachey había dispuesto que supartida no tuviera lugar hasta después de terminadas las festividades quepreceptúa la iglesia.

Los extrañados acogieron con cordial gratitud la última gracia que elsoberano les otorgaba; pero no pudieron disfrutarla sin acerba pena. ¡Aytristes! Nunca como en aquellas setenta y dos horas les parecieron tanperfumadas las brisas del Tajotan seductora la lozana vejetación del Jardínde la Islatan magníficos sus olmos seculares sin rival en Europa.

¡Qué mucho! Iban a abandonar acaso para siempre el oasis favorito deFernando VItan rico en recuerdos como en esperanzas. y un filósofo lo hadichoel único día en que encontró bella la vida fue el día de la muerte.

Los marqueses habitaban en el edificio conocido con el nombre de Cocheras dela reina.

Los abrigos empaquetadoslos estucheslas maletastodo en la vasta saladonde estaban a la sazón los de Esquilachehablaba de la proximidad del viajehecha excepción del animado aspecto con que las despedidas entonan esta clasede cuadros.

La más espantosa soledad pesabaen efectosobre aquella mansión del rigorde la fortuna.

Hacía un cuarto de hora que el italiano se paseaba a lo largo del aposentocon las manos cruzadas en el dorsoy que la marquesa permanecía sentadadelante del velador que sostenía un desayuno casi intactocuando sonóestrepitosamente en el patio el ruido de un carruaje que acababa de penetrar porla puerta de la plaza de Abastos.

Esquilache se acercó a una ventanay miró a través de los vidrios.

Un coche de caminoarrastrado por brioso tirose había detenido en elfondo del patioy seis guardas de campo con la carabina en bandolera echabanpie a tierra y ataban en las rejas las bridas de los caballos.

El marqués fijó sus ojos con extrañeza en el espacioy sacó el reloj.

-¡Qué significa esto! -pronunció-faltan tres horas para el momentoseñalado a la partida.

Un doméstico de la ballesteríaEsquilache ya no tenía sirvientesentróen la estancia al mismo tiempo.

-El correo -dijo el lacayo-ha dejado esta carta para el señor marqués.

El italiano abrió la misiva distraído mientras el criado se alejaba; peroapenas se enteró del contenido palideció visiblemente.

La marquesaque observó el cambio de colorpreguntó a Esquilache coninquietud:

-¿Quién te escribe?

-Robles -contestó el marqués.

-¿Ocurre algo en los Morales?

-Todo lo más funesto que es posible.

-¡Dios mío!

-Escucha.

Esquilache leyó a media voz:

«Respetado amo y señor mío: Acaban de reducirme a prisión bajo el peso deno sé que denuncias de conjuraciones políticasque serían ridículas si nofueran terribles. Los principales dependientes de la quinta participan de misuertey los hortelanos están dispersos. Considere vuecencia el peligrosoestado de abandono en que se encuentra esta magnífica posesióny provea alconveniente remedio con la urgencia que el caso exige. Por lo que a mí serefiereconfío en que vuecencia no dejará de favorecerme si le es dablepersuadido como estarlo debede que mi único delito consiste en lainquebrantable fidelidad con que siempre me he consagrado al fomento de losintereses de la familia cuyo pan como. -De vuecencia respetuoso criado -BernardoRobles».

Con la lectura de la firma coincidió la aparición de dos individuos en eldintel de la puerta.

Los nuevos personajes eran dos oficialesque después de inclinarseprofundamente y de impetrar permisose adelantaron hacia Esquilache con el airede la más perfecta cortesanía.

-¿A quién tengo el honor de recibir? -preguntó el italiano con ciertaaltanería que la desgracia no había podido hacerle perder.

Uno de los oficiales contestó:

-En unión de don Lope Díazal cual me permito presentará vuecenciaestoyencargado de acompañarle y servirle en su viaje a Cartagena.

-¡Ah! Perfectamente: ¿el nombre de usted?

-Pedro Barrientos.

-Pues bienseñores de Barrientos y Díaz: ¿qué es lo que tienen ustedesque participarme?

-Que todo está dispuesto -respondió el primero-para cuando vuecencia sesirva dar la señal de la partida.

-En no corto espacio de tiempo se han anticipado ustedes a la hora prefijada;pero copio la carta que acabo de recibir aguija mi actividadtanto al menoscomo la excitación de ustedesvoy a apresurar la marcha en lo posible.

-El señor de Díaz y el que tiene la honra de dirigirse a vuecencia nosfelicitamos de coincidencia tan peregrina.

-Es de suma importancia para mí llegar cuanto antes a mi quinta de losMorales.

-¿Los Morales? -articuló Barrientos no sin cierta sorpresa-; ¿dónde seencuentra eso?

-En el camino de Murcia a Cartagena. ¿Por ventura no habrían prevenido austedes acerca de que está resuelto que pasemos en esa posesión la nocheprecedente a nuestra llegada al puerto?

-Venimos perfectamente edificados con respecto al itinerario del viaje; y enla ruta de Murcia a Cartagena sólo estamos autorizados para tocar en los puntossiguientes:

El oficial sacó un papel del bolsilloy recitó como un alumno degeografía:

-AljucenLos BañosTorre de Albujón y Lobosillos.

-¡Cómo! -exclamó el italiano-; ¿se proponen ustedes impedir que medetenga algunas horas en mi casa de los Morales?

-Preciso será por cuanto esas son nuestras instrucciones.

Esquilache pareció quedar anonadado: la marquesa se extremeció de pies acabeza.

No se hizo esperar la reacción. El marqués con las cejas fruncidas y lanariz dilatadadio dos pasos hacia el oficial.

-Señor mío -profirió con acento entrecortado por la ira-; el corto rodeo yla breve visita a que ustedes se oponen son cosas aprobadas por el rey.

-Nada tengo que objetar a la afirmación de vuecencia -contestó Barrientossaludando.

-Y bien...

-Señor marqués...

-¿Qué significa esa reticencia?

-No puede significar otra cosa -insinuó Pastora-sino que el señor deBarrientos modifica su incomprensible determinación.

-La señora marquesa está en un error -añadió el oficial reincidiendo enel uso de la flexibilidad de la espina dorsal de que era poseedor.

-¿No pasaremos por mi quinta? -bramó Esquilache.

-No -respondió Barrientos con tan rotunda frase como melifluo tono.

-Muy bien -repuso el marqués-; en ese caso no partiremos de Aranjuez hastaque yo haya ido a conferenciar con su majestad.

-Siento que vuecencia se proponga ejecutar una acción impracticable.

-¡Cómo impracticable!

-El señor marqués no debe salir de este edificio sino para emprender enlínea recta el viaje al reino de Murcia con exclusión de todo género deepisódicas detenciones.

-Entonces seré yo quien vaya a ver al rey -dijo Pastoraroja deindignación.

-Me contrista que la señora marquesa no esté en circunstancias mássatisfactorias que su esposo.

-¡Ahnos hallamos secuestrados!

-¡Qué palabra tan apasionadaseñora marquesa!

-¡Aherrojados! -gritó Esquilache.

-¡Qué frase tan impropiaseñor marqués!

-Y sin embargocomo es absolutamente necesario que oiga mis quejas elmonarcavoy a escribirle en este instante.

-¡Escribir!

-No he dicho otra cosa.

-Vuestra excelencia se tomaría un trabajo de todo punto inútil.

-¿Por qué? ¡Vive Dios!

-Porque los escritos del señor marquéspor interesantes y múltiples queseanno han de tener mensajero.

-¡Hasta se me priva del derecho que disfruta el último de los criminalesdesde lo profundo de su calabozo! -declamó el italiano elevando sus convulsasmanos al cielo.

-La privaciones harto transitoria para que pueda entrañar mucha importancia.Desde el momento en que vuecencia se encuentre a bordo del buque que ha deconducirle a Italiano sólo recobra todas las facultades caligráficassinoque puede disponer de nosotrossi honra tal merecemospara que las epístolaslleguen a su destino.

-¡Caballero! -exclamó el marqués exasperado:- la conducta que se observacon nosotrosy de que ustedes son serviles instrumentosno puede ser másindignani más cobarde.

-Me parece que vuecencia no habrá -pronunciado sus últimas palabras condecidida intención de ofendernos personalmente.

-Quien aquí es objeto de los insultos más groseros soy yo ¡poder delcielo!... pero cuidadoseñor mío... Es verdad que he dejado de ser ministrode la Guerra; pero soy todavía teniente general.

-No ignoro que vuecencia ejerce tan dignamente como antes ese distinguidoempleo en los reales ejércitos.

Aunque Esquilache no había mandado nunca una brigada en campañanoconsideró epigramática la frase de Barrientos.

El italiano clavó en su esposa los extraviados ojosy murmuró comointerrogándose a sí mismo:

-¡Qué mal genio nos asesta este último golpe!..

-¿Y lo dudas por un instante? -replicó vivamente la marquesa.

-¿Puede haber un ser tan miserable?

-¡Grimaldi!

Pastora había pronunciado este nombre desgarrándolo al mismo tiempo sinpiedad con los blancos y diminutos dientes.

Esquilache se encaminó maquinalmente al extremo de la sala. La marquesaasaltada de repente por una idea irresistible voló en pos del italianoy ledirigió algunas palabras en voz baja.

A la moción de la dama siguió una brevepero animada discusión conyugalque los dos oficiales presenciaron discretamente distraídos.

El resultado fue acercarse el marqués a sus forzados compañeros de viajecon un aire que al primer golpe de vista revelaba transigencia.

-Si ustedes me conceden su permiso -profirió-voy a hacerles una preguntaaustera.

-Dispuestos estamos a escuchar a vuecencia y a contestarle con toda laconsideración a que tiene derecho -dijo Barrientos.

-¿Son ustedes dos hidalgos de corazóno son únicamente una consigna?

-Somos dos caballeros que tienen una consigna.

-Perfectamente: entonces no desconfío de que mi situación llegue a sermenos intolerable.

Esquilache alargó al oficial la carta de Bernardo Roblesque todavíaconservaba en la manoy repuso:

-Señor de Barrientos: ruego a usted que se entere de las pocas líneas queme escribe mi administrador de la quinta de los Morales.

Barrientos tomó el papely leyó su contenido con voz bastante acentuadapara que pudiera llegar al tímpano de Díaz.

Terminada la recitación devolvió al marqués el escritoañadiendo elobligado cumplimiento:

-Puede vuecencia creer que sinceramente lamentamos tan desgraciado accidente.

-Esa quinta es el único bien inmueble que en España poseo: mi proyectadadetención no tenía otro objeto que poner en orden los asuntos que a laexplotación de la propiedad se refieren: su abandono equivale a la ruina de mifamilia...

-Deplorable fatalidad.

-No quiero insistir en acerbas recriminaciones por la prohibición que se meimpone de hacer a mi fincaal ir a dejar el suelo patriola visita queimperiosamente reclama: prescindo de las protestas que podría formular por elhumillante veto de dar un paso fuera de este sitio: olvido que hasta de escribirse me priva...

-El señor marqués obra en todo ello con la cordura que era de esperar.

-Enhorabuena: pero en cambio ¿es de temer que pueda caber algunaresponsabilidad a ustedes si permiten que en su misma presenciaen esta salaysin invitación escrita de mi parteconferencie yo con la persona a quien deseoencomendar la administración de los Morales con el fin de salvar miscomprometidos intereses? ¿Presumen ustedes que sus instrucciones se oponganabiertamente a que venga aquí un escribano y redacte el poder conveniente paraque la persona antes citada no encuentre en el ejercicio de sus funcionesobstáculos legales?

Barrientos buscó con los ojos la mirada de Díaz. Era evidente que eloficial quería compartir con su compañero la responsabilidad de lacontestación.

Pero como Díaz no parecía dispuesto a abandonar el papel de figuradecorativa que hasta entonces había representadoBarrientos tuvo que decidirsea apoyar con la voz la consulta mímica.

-Ha oído mi honorable compañero -pronunció-la doble pregunta del señormarqués?

-Sin perder una sílaba -respondió el interpelado.

-Y bien...

-La resolución del señor de Barrientos no puede menos de ser la másacertaday a ella suscribo desde luego.

-Gracias en nombre del acierto del señor de Barrientos; pero si usted no letuviese por adjunto ¿qué pensaría de la pretensión de su excelencia?

-Pensaría que en rigor no era de las que taxativamente me estaba prohibidootorgar.

-Señor marqués -repuso Barrientos-; mi opinión coincide con la de su dignocompañero; y en prueba del interés que la especial posición de vuecencia nosinspiratenemos en acceder a sus deseos una verdadera satisfacción.

-Con mucho gusto veo efectivamente en esa deferencia que no hay en ustedeshostilidad personal hacia mí.

-El señor marqués nos hace justicia. ¿Quién es la persona que debeconferenciar con vuecencia?

-La señora condesa de Bari. En la actualidad ha de encontrarse en lashabitaciones de su ama su majestad la reina madre.

-En cuanto al escribano -repuso Díaz-¿siente vuecencia por algunopreferencia particular?

-Absolutamente ninguna.

-Muy bien.

El oficial cambió algunas palabras con Barrientoshizo un saludoy salióde la habitación.

No es larga la distancia que media entre el Palacio y las Cocheras de laReina; y como Díaz se desembarazó de su encargo con una presteza prodigiosano habían trascurrido diez minutoscuando los marqueses vieron aparecer aElina en la puerta del fondo de la sala.

La condesa menos sorprendida por la llamada de que era objeto que por laanticipación de la hora de la partidacorrió hacia Pastora preguntando:

-¿Qué ha ocurrido?

La marquesa tomó a Elina por la mano y la condujo al hueco de la últimaventana del salón. Barrientos emprendió una serie de tranquilos paseos endirección opuesta.

-Nos aflije una infamia de Grinialdo -dijo en voz baja la marquesa convolubilidad extraordinaria. -Toda nuestras esperanzastodos nuestros proyectoshan sido conculcados con una habilidad satánica.

-¡Dios mío! Me asustas...

-El paso por nuestra posesión de los Moralesnos está vedado expresamente.

-¿Y esa es la causa de tu desesperación? -profirió Elina admirada.

-¡Ohlo sería si tu no existieses en el mundo!

-¿Qué quieres decir?...

-Que en esa quinta está nuestra fortuna...

-Nuestros modestos ahorros -rectificó Esquilache.

-El pan de nuestros hijos -añadió Pastora.

-Pero ¿en qué se relaciona conmigo?...

-Ohtú puedes hacer lo que a nosotros se nos niega.

-Habla.

-En la capilla de la quinta donde tantas veces has oradohay debajo delaltar una trampa cuya puerta se mueve oprimiendo un resorte escondido en el ladoderecho del pie del ara.

-Exactamente en el centro del lado derecho -precisó el italiano.

-Por la escalera que la trampa descubre -prosiguió la marquesa-sedesciende a una pequeña cripta. Empotrado de lado en la pared del fondoyaceun sepulcro de mármol donde fueron los restos del fundador de la capilla. Sobreel enterramiento existe una cruz de ébano sujeta en el muro por tres clavos.Dando un golpe en el del brazo izquierdo...

-Golpe en que es preciso emplear cierta energía -insinuó Esquilache.

-La losa del sepulcro se entreabre -repuso Pastora-. En lo más profundo delsarcófago hay dos cajas que encierran una cantidad considerable...

-Relativamente considerable -articuló el ex-ministro.

-Cada caja contiene cinco mil onzas de oro -dijo la marquesaque no creíaque las circunstancias eran para misterios.

-Sumaseñora condesaque no pasará de una verdadera miseria cuando estérepartida entre todos los pedazos de nuestras entrañas.

-Ahora bienElina míaacudimos una vez más en ocasión suprema a tugenerosa amistada la nobleza de tu almaa tu abnegación con tantossacrificios probada... Es necesario que nos lleves esas cajas a Cartagena antesde que zarpe del puerto la Atrevida.

La condesa reflexionó un instantey replicó:

-¿Tienes en los Morales gentes de confianza a quienes pueda dirigirme parala extracción y trasporte de suma tan cuantiosa?

-¡Ay! Todos nuestros buenos servidores han sido envueltos en la desgraciaque nos hiere... Robles nos lo hace saber desde un calabozo...

-Pero entonces...

-Por lo mismo que estamos persuadidos de la grande iniciativa a que tendráque recurrir la señora condesa -dijo Esquilache-se va a expedir a su favor unpoder ampliolibérrimo que la autorice para todo en los Moraleshasta paraenagenar la posesión si llega el caso.

-Señor marqués... Pastora mía...

-¿Por ventura te faltaría el valor en este trance?

-Mil veces le tendría para dar por ti la existencia; pero confieso que meaterra la idea de la tremenda responsabilidad en que incurriría sidesapareciese entre mis manos la fortuna de tu familia. La salvación de esetesoro no es empresa de las que se confían a una mujer.

-¿Y a quién podríamos volver los ojos? Nuestros amigos ya no existen si esque los hemos tenido alguna vez: y por otra parte ¿dónde está el hombre capazde competir en lealtad con mi Elina?

-La desdicha todo lo borra en tu memoria; y sin embargoexisten serviciostan importantestan recientes...

-¡El de Lozano por ejemplo! -exclamó la marquesa ahogando un grito.

-Me complace que recuerdes ese nombre; es el del más noble y bravo de loshombres.

-¡Cómo ponerlo en duda! ¿Pero está Lozano en Aranjuez? ¿Nos asistederecho para exigirlo tan extraordinario favor? ¿Nos es dado siquiera promoversin riesgo de repulsa cerca de nuestros guardianes esa nueva evolucióndilatoria?

-Por lo que al joven Lozano se refiere todo puede correr de cuenta mía-pronunció resueltamente Elina.

-¿Qué dicesLeopoldo?

Esquilache parecía trabajado por el choque de opuestos sentimientos. Lascircunstanciassin embargoacabaron por imponerse.

-Don Felicísimo Lozano -contestó-posee cualidades harto evidentes paraque yo aventure una objeción; pero estimopor mil razonesconveniente que noporque la dirección del asunto quede en las aptas manos de ese jovennos privela señora condesa de su intervención personal revestida con el prestigio queda la fuerza de la ley.

-Es seguro que no ha de faltarnos el concurso de Elina -repuso la marquesaacariciando las manos de su amiga.

-Noa fe mía -respondió la condesa-; volveré a abrazarte en Cartagenacueste lo que cueste.

Díazseguido de un sugeto provisto de abundante papel sellado bajo elbrazoacababa de reunirse con Barrientos en el extremo de la sala.

El marqués esperó a que Elina pronunciase la última palabray se acercóa los oficiales.

El representante de la fe pública estuvo impuesto al poco tiempo en elasunto de que se trataba; y sentándose al lado de una mesa punto menos que debillarcomenzó a rasguear con la pluma de ganso con tan gentil aireque comopor ensalmo se llenaron de tinta cuatro planas en folio.

Estampados los selloslos signos y las firmas que la legislación vigenteprescribíael poder pasó de las gruesas y rojizas manos del curial porconducto del marqués al turjente seno de la condesa.

Barrientos entonces satisfecho sin duda de los paseos que llevaba dadospreguntó a Esquilache con el tono de la mayor deferencia:

-¿Puedo disponer que se conduzcan al carruaje los equipajes de vuecencia?

-Todo lo que usted gustecaballero -contestó el marqués-no abusaremosmás de su condescendencia.

El oficial no perdió un momento para expedir las órdenes que anunciaba: doslacayos bajaron al patio los paquetes.

Elina siguió a la marquesa al contiguo cuarto de sus hijas; y como allí elorgullo no imponía reservasla despedida fue fecunda en sollozos y lágrimas.

Esquilache más dueño de sí mismo contó al lado del coche los bultos quecontenían las reliquias del oriental emporio de la casa de las siete chimeneas.

Una observación de mal agüero acumuló un nuevo pliegue en el entrecejo delitaliano.

Trece eran los paquetesy trece eran también los viajeros...

Cuando la campana de la Hospedería de San Antonio de Padua anunciaba la horade la refacciónel carruaje de los marqueses de Esquilache avanzaba al trotepor el camino de la Manchaprecedido de dos batidoresescoltado a los vidriospor Barrientos y Díazy seguido de los cuatro restantes guardas forestales.

Capítulo XXVIII.

Donde se narra cómo fue desdeñada en Lozano una acciónsemejante a la que del caritativo San Martín nos conserva la historia.

Escasamente habrían trascurrido tres horas desde la partida del marqués deEsquilachecuando en la misma dirección que éste llevaba salió de Aranjuezuna berlina acompañada por dos ginetes.

Por la ventanilla derecha del vehículolibre del cristalasomaba a cadamomento la bella cabeza de la condesa de Bari. Los ojos de la dama se fijabansiempre en el mismo punto del espacioy ese lugar era precisamente el queeclipsaba la varonil persona de Felicísimo Lozanoel cual recibía la luz deaquellas dos estrellas más hermosas que Sirio y Aldebaráncon el almahenchida de agradecimientoel corazón palpitante de gozoy la bendiciónsuspendida en los sonrientes labios.

¡Es increíble lo que una mirada impresiona a ciertas gentes!

No hay como viajar sometido a la fascinadora influencia del sujeto quedetermina un vivo sentimiento eróticopara que el tiempo vuelela distanciase suprimay el camino más árido se embellezca.

Seguramente Elina y Felicísimo hasta hubieran encontrado encantadoras lasllanuras de la Manchaen el caso de saber que existían.

El objeto de la expediciónagradable o enojososencillamente practicable oerizado de dificultadesse había borrado de la memoria de ambos jóvenes. Side alguna cosa sirvióal parecerfue de pretexto para una ascensión a lasregiones paradisíacas.

En las frecuentes llamadas de la condesay en las no poco repetidasaproximaciones espontáneas del caballerose hablaba de las maravillas de lacreacióndel idilio bucólicodel sentimentalismode la simpatíade lafelicidadde todo en finmenos de los asuntos de los marqueses de Esquilache.

Preciso fue en más de una ocasiónque Perfecto Cazurro y Martín Ordóñezel cochero de la condesahablasen de la urgente necesidad que de yantar teníanlos caballoscon el fin de comer ellos mismos; porque para sus amos tantaimportancia entrañaban esas miserias del organismo humanocomo las disputasbizantinas acerca de si la luz que iluminó el Thabor fue creada o increada.

Las poblaciones de OcañaQuintanar y la Rodapasaron desapercibidas paralos viajeros: Albacete no tuvo mucha mejor fortuna: apenas Hellín y Ciezamerecieron una ojeada distraída. Hubiérase dicho que lo único que tanto elcaballero como la dama encontraban verdaderamente interesante era la persona delotro.

Elina y Felicísimollegaron a la magnifica huerta de Murcia sorprendidospor el acontecimiento. En el Segura creían ver el Tajo todavía.

No sucedía otro tanto a Cazurroen el cual la distancia recorrida se hacíasentir en todos y cada uno de los doloridos huesos del asendereado cuerpo.

Rebasada que fue la populosa capital del antiguo reino árabeel carruajetomó la ruta de Cartagena; pero apenas aparecieron las primeras casas deAljucenOrdóñez torció las riendas a la izquierda y siguió el caminovecinal que conduce a Aljezares.

El viaje entraba en su último períodoy pese a todos los embriagadoresfiltros que se apuran en los ensueños de un acariciado idealla condesacomenzó a experimentar algunos intervalos lúcido sin que el objeto que a losMorales la llevabaproducía en su espíritu el mismo efecto que hubieraocasionado un párrafo de prosa catalana en el pasaje más bello delincomparable romance de GóngoraAngélica y Medoro.

No dejó de advertir Lozano las fugaces distracciones de la dama; pero lashabría seguramente respetado a no adquirir cierto carácter de inquietuddesdeque la berlina rodó por las alamedas de Pacheco.

El joven se acercó solícito a la azafata.

-Es evidente -dijo-que mortifica a la señora condesa una preocupación deque hasta ahora se ha visto libre.

-No es tanta mi presunción de entereza que trate de negarlo -contestó Elinasonriendo-; pero procuro combatir mis temores en cuanto puedan tener deexajerado. Sé que las mujeres nos preocupamos por tan poco...

-Sin embargo¿sería demasiado indiscreto si pretendiese participar de esostemores?

-¿Es irónica la frase?

-Noa fe mía: lo que con más sinceridad temo en el mundo es que ustedabrigue algún temor.

-Lisonjero sentido...

-Un poco de confianza...

-Pues bienseñor de Lozano: es el caso que desde que hemos salido deAljezares he creído observar que sigue nuestros pasos un ginete.

-¿Qué hay en ello de extraordinario? El camino de Pacheco es muyconcurrido.

-El objetivo del viajero en cuestión no es Pacheco.

-¿En qué se funda esa afirmación?

-Me he permitido una experiencia que ha comprobado el hecho de un modoirrebatible.

-Veamos.

-Al llegar a la encrucijada de las trojes hice a Ordóñez torcer por lasenda de travesía que se dirige a Fuensanta del Monte.

-Y bien.

-Nuestro hombre siguió la misma vía. Esto no obstanteno ha persistido enella desde el momento en que nos ha visto retornar a la ruta de Pachecopormás que fuese largo el rodeo.

-Confieso que la prueba seduce; pero no me parece de una infalibilidad tanabsoluta como la señora condesa manifestó.

-¿Cómo así?

-¿Quién nos asegura que el tal viandante no desconoce la topografía localy nos ha tomado a nosotros por guía?

-¿Para dirigirse a Pacheco?

-Sin duda.

-La explicación es inadmisible: hemos dejado atrás la poblacióny sinembargonuestro perseguidor no abandona su pista.

-¿Dónde está ese pertinaz sabueso? -dijo Lozanobuscando por todaspartes.

-No tardará usted en divisarle si tiene fin esta espesura.

El fin del bosque estaba próximo. Los viajeros volvieron a abarcar vastohorizonte algunos minutos después.

Entonces pudo observar Felicísimo que un gineteen efectotrotaba adistancia considerable con dirección a la extensa arboleda que la berlinaacababa de atravesar.

-¡Bah! -profirió escudriñando con la vista el terreno que aquel caballerodejaba tras de sí:- ¿En qué puede afectarnos la persecución de un hombresolo?

-No hay enemigo pequeño.

-¡Enemigo! Ohsi ese sugeto lo fuesepertenecería al género de losenemigos cándidosy por lo tantoinofensivosatendida su franca exhibición.

Y Lozano añadió entre dientes:

-A menos que no me conociese¡vive Dios!

Hacía un cuarto de hora que una de las ruedas del vehículo dejaba entreoírsus modestos gemidos; pero a la sazón comenzó a meter verdadero ruidopruebaevidente de que era la peor del carrosi hemos de dar crédito a laaseveración del poeta latino. Y como Ordóñez llegó a temer una catástrofesi no se suavizaba el rozamientoindicó la necesidad de acudir a una casillasituada a quinientos pasos del caminoen la cual era de esperar que no faltasealguna grasa conveniente.

Felicísimo se apresuró a apoyar la moción desde el primer momento.

Obtenida la consiguiente aquiescencia de la condesala berlina enderezó porla senda que conducía a la rural vivienda.

El cochero obtuvo a la llegada una vela de seboy con la ayuda de Cazurroprocedió a desmontar la rueda.

-He aquí una ocasión soberbia -dijo Lozano a la condesa-para que síusted me otorga su permiso pueda enterarme del objeto con que nos sigue nuestrocaminante.

-Proceda usted como crea oportuno -contestó Elina-; pero por favorintrépido Esplandiannada de querellas innecesarias.

-Ohseñora condesano recuerdo haber tenido una de ellas en todo el cursode mi vida.

El joven torció la bridavolvió al caminoy picó de nuevo en ladirección de Pacheco.

No había llegado a los primeros matorrales con que se anunciaba la antesrecorrida espesura; cuando el ginete apareció de improviso en el terrenodespejado.

Lozano se restregó los ojoscreyéndose presa de una aberración lumínica.

El viajeroque tanto preocupó a la condesaera Tristán de Ayala a menosque en tomar su figura se hubiera complacido el demonio.

-¡Tristán! -gritó Felicísimo sin acabar de volver de su asombro:- ¿erestú en realidad?

-¡Agüero detestablesi hay alguno en el mundo! -respondió Ayala:- en vezde recíbirme con los brazos abiertos empiezas por desconocerme.

-Pero ¿qué es lo que vienes a buscar en Murcia?

-A ti pese a mi estampa!

Los dos caballeros una vez reunídos detuvieron simultáneamente suscorceles.

-TristánTristán... ¿qué es lo que en Madrid ha ocurrido?

-El suceso más nefasto de que se puede conservar memoria.

-¿Se ha muerto Narcisa de celos?

-Hubiera hecho una tontería.

-¿Se ha renovado el motín?

-Ya no se encuentra en la villa un amotinado por un ojo de la cara.

-¿Se ha hundido la Plaza de Toros cuando se lidiaban las reses de la Pascua?

-¡Valiente acontecimiento para mí!

-¿A qué terrible calamidad te refieres entonces?

-A la calamidad terrible de que el sacanete me ha dejado sin un cuarto.

-Tristán ¿así cumples tus palabras?

-Felicísimodeploro amargamente que no refresques tu memoria antes deformular ciertos cargos.

-¿No prometistes renunciar a las cartas?

-Es cierto; pero únicamente en el período de tiempo que durase el negocioen que nos empeñábamos; y ¡ay de mí! el tal período fue demasiado corto.Tú mismo te apresurastes a darle por terminadoconvirtiéndote a la queconsiderabas mejor causa por la intercesión poderosa del santo de tu mayordevociónla condesa de Bari.

-Desespero de verte nunca sustraído a ese vicio de maldición.

-¿Y qué ha faltado esta vez para ello? Una sota de Belcebú; porque es deadvertir que me propongo firmemente no volver a estudiar la confección de lacomida de mañana en el libro de las cuarenta hojasen cuanto mis recursos mepermitan tomar cocinero. ¿Quieres oíroh Felicísimola historia de miinfortunio?

-Preciso será puesto que has andado sesenta leguas para referirmela.

-Escucha y conmuevete. El contrato estaba perfeccionado con Bermejo: su salade armas iba a ser míay en el curso de los malos tiempos había llegado lavíspera del pago. Las circunstancias estaban reclamando un arqueo; y en elgabinete reservado del establecimiento que conoces sito en los portales deGuadalajaravacié sobre una mesa todos mis bolsillos. Pero entonces seofrecieron a mis ojos las consecuencias de un denecto que imparcialmentereconozco. Cuando el dinero abunda en mis manos no puedo negarme lasatisfacciónde cien pequeñas necesidadesde mil ligeros caprichosde unmillón de cortas larguezas especialmente para con el bello sexo a que elgeneroso corazón me inclina. La cantidad que tenía que satisfacer ascendía aseis mil reales: y advertíno sin asombroque todo mi capital había quedadoreducido a cinco mil cuatrocientos. sin saber cómo ni por dónde. Meencontrabapuescon un déficit de treinta duros que a cualquier costa erapreciso enjugar. ¿Qué hacer en conflicto tan inesperado? Entre todos losamigos con que cuento en Madridno hay uno que valga seiscientos realesquierodecirque los posea: y es inútil que piense en prestamistas: el menos judíode ellos al verme aparecer en su domicilio hace siete nudos a los cordones de labolsay me niega con el mayor descaro la más insignificante sumasea cualfuere el interés que yo graciosamente le ofrezca. El único recurso racionallógico hasta lo sumoperfectamente sencilloera el del juego. Todo seríacuestión de un cuarto de horade un par de partidas... Recojí mi dineroy meencaminé al garito. Te hago gracia de las peripecias del azar: no eresinteligentey carecerían para ti de atractivo. Me limitaré a exponerte que elmismo Satanás tomó cartas en el embiteque decididamente perdí la cabezaque vi desaparecer hasta mi último doblóny que acabé por arrojar por laventana la barajala mesay no sé si dos o tres de los puntos. Difícil mesería decir hasta el extremo que me habría dejado arrebatara no encontrarmeprecisado a evacuar presuroso el local atropellando fugitivos con motivo de lallegada de los inválidos atraídos por tan estrepitoso escándalo.

-Puedes prescindir de la enumeración de tus actos -pronunció Lozano-nohay absurdo de que no te considere capaz en semejantes circunstancias.

-A la agitación de la cólera y de la carrera -repuso Ayala-siguió laatonía de la reflexión y de la estancia en lugar seguro; pero ¡qué tristequé espantosa me pareció entonces la realidad! Todo el edificio de misesperanzasde mis sueñosacababa de desplomárseme encima precisamente en elinstante en que iba a ver terminado el coronamiento. Mi resignación eraimposible: ocasión como la que se me escapaba no volvería a presentarse otravez en mi vida. Mi dignidad estaba además interesada. ¿Qué conceptomerecería mi formalidad a Martín Bermejo? Habíapor consiguientenecesidadabsoluta de intentar la reposición de los malhadados trescientos pesossiquiera fuese a costa del más supremo de los esfuerzos. Desde luego me asaltóel pensamiento de que sólo podía dirigirme a dos personas con algunaprobabilidad de buen éxito: mi amigo Felicísimoy mi primo Menachoelcanónigo de Almería: hace dos años que no le pongo a contribución losahorros de la congruamisas y pláticasy no tendría derecho para decir queabusaba del parentesco. Es de advertirno obstanteque Menacho no se ofrecióa mí mente sino de un modo subsidiariola preferencia te correspondió porcompleto; te lo digo para tu mayor satisfacción.

-Honra estimable -contestó Lozano gravemente.

-Aceptado sin contradicción el propósito.. .-prosiguió Ayala.

-¿Sin contradicción de quién?

-De mí conciencia¡cáspita!... partí en el acto para Aranjuez. Lanoticia de que habías salido para Murcia acompañando a la condesa de Bari noquebrantó mi ánimo en lo más mínimo. Afortunadamente no os ocurriódirigiros al Norteporque entonces acaso me hubiera sido indispensable optarentre la amistad y la familia.

-Es ciertonuestro rumbo al Sudeste todo lo conciliabay ¡vive Dios! queme felicito por ello.

-¡Te felicitas tú!

-Sin duda; porque de esa manera no habrás venido en balde a Pachecoteserá fácil continuar tu ruta hasta Cartagenay podrás embarcarte allí paraAlmería.

-¡Cómo Felicísimo! ¡Así me abandonas! -exclamó con tan tronante acentoAyalaque hizo que su caballo iniciase una huiday que Moro bajase las orejas.

-No soy yo sino la Providencia quien te castiga.

-¡Para moral estoy yo ahora!

-Me parece que no lo has estado nunca.

-¡Qué decepción tan horrible! ¡Es mi amigo Felicísimo quién me vesepultado en la profunda sima de la desesperacióny no me tiende una manosalvadora!

-Pero desventurado¿imaginas que a mí me sobran todos los días seis milreales?

-¡Quita allá! ¿Qué es esa miserable suma para el salvador de la marquesade Esquilache?

-Tristán...

-Para el favorito de la condesa de Bari...

-Tristán... Tristán...

-Para el hombre que tal vez va a casarse con ella...

-¡Condenado! -gritó Lozano próximo a la exasperación:- yo no me casaréni con la misma emperatriz de todas las Rusias. Por lo demáste aconsejo queno te ocupes de mis asuntos.

-Así es como se compra el derecho a ser egoísta.

-Así es como se consigue escuchar menos vaciedades.

-¡Si la cantidad en que consiste mi rehabilitación fuera verdaderamenteexorbitante!

-¡Si esa suma por exigua que sea se hallase a mi disposición!

-Y sin embargohas dejado depositada en Palacio una espada que así valetres mil ducados como tres maravedises.

-Ah tahúr ¿te atreverías a aconsejarme que vendiera esa dádiva regia paraque tú pudieses satisfacer en la timba tus insaciables apetitos?

-Yo no te aconsejo nada: me ciño a consignar un hecho.

OyeTristán: mi caudal ha quedado reducido a mil cuatrocientos realesy sehalla afecto a los imprevistos estipendios que puede ocasionar elacompañamiento de una dama de alto rango. Voya pesar de todoa imitar laconducta de San Martínpartiendo contigo ya que no la capala bolsaque valemás todavía... Toma treinta y cinco pesos...

Y Lozano unió la acción a las palabras.

Ayala volvió la cabezacubriéndose los ojos con una manorechazó con laotra el donativo que se le hacíay declamó con una entonación digna de unprotagonista de Eurípides:

-No es una limosna lo que yo te había demandado; era mi porvenirmi honormi salvación lo que esperaba de tu amistad...

-¡Pues anda al diablo! -repuso Lozano volviendo a su bolsillo las monedas-;así como así tenía la evidencia de que esas pobres doblillas iban asepultarse en la misma vorágine que se tragó tus peluconas.

-Voy a seguir tu consejo contestó Ayala sin recoger la alusión.

¿Visitando a Lucifer?

-Noembarcándome en Cartagenasi hay patrón de buque que me fíe elpasaje.

-Siempre te quedaráel recurso de vender el caballo.

-¡Ah! muy bien; ahora me aconsejas que robe.

-¡Yo!

-Claro está: este potro es del alquilador Triqui-traque.

-Y luego te quejas de tu crédito.

-Que no te ofusquen las apariencias: para poder sacar el caballo de la cuadrahe tenido que dejar hipotecada a Narcisaa la cual siempre ha mirado con buenoso los el bribón del chalán.

Lozano tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para conservar la formalidad.

-Imaginé -dijo-que tu rocín era el mismo que perteneció al compañero deAntuñano.

-¡De valiente jamelgo estás hablando! Antes de otorgarme su posesión yatuvistes buen cuidado de derrengarle. Como no valía la cebada que se comíameapresuré a enajenarle.

-Obrastes con tu habitual prudencia. Merced a ella tienes que pagar ahora elalquiler de tu cabalgadura. En fineso es cuenta tuya... AdiósTristán encaso de que te encamines a Cartagena.

-Por lo prontome es imposible. Este animal va echando los pulmonesynecesita un pienso y un descanso: trataré de proporcionarle ambas cosas en elpróximo pueblecillo de San Pedro del Pinatar Me aterra el pensamiento delpeligro que pudiera correr la virtud. de Narcisasi mi potro lanzase el últimorelincho. Triqui-traque es tan usurero como sátiro.

-Entonces buen viaje al Pinatar.

-¡Te falta tiempo para desembarazarte de mí!

-Harto sabes que no he venido solo.

-Es cierto: te espera tu Dulcinea.

-Una dama respetableTristán.

-Que ha extinguido en tu corazón la fraternidadlos generosos instintoslos gratos recuerdos de la adolescencia. ¡Me causa horror tu sirena!

-Me inspira desesperación tu porvenir.

-¡Bastante has hecho para mejorarte!

-En cambio tú no has hecho nada que no haya sido negativo.

-Te honra ese respeto a la desgraciaFelicísimo: ¡vive Diosque no mefaltan dos dedos para odiarte!

-¡Voto al diabloque estoy a punto de detestarte!

-Si creyese en la eficacia de las maldicionesme parece que te maldecería.

-Si no estuviese persuadido de que ni en el infierno han de querer de ticreo que te propondría que te ahorcases de un pino.

-Para oír esas flores prefiero que no vuelvas a dirigirme la palabra en tuvida.

-Para ver un tipo de tu cuñoestimo ventajoso que no te pongas nunca en mipresencia.

-¡Monstruo!

-¡Belitre!

-¡Hasta el valle de Josafat!

-¡Ni aun allí quiero encontrarte!

Los dos ex-amigos pusieron a la vez las piernas a los caballos.

Ayala abandonó el camino por la izquierda; Lozano torció por la derecha.

Una prolongada nota en trémolo semejante al bramido de un torohizo queFelicísimo volviese la cabeza.

Tristán se alejaba con las manos elevadas al cielo exhalando este gritodesgarrador:

-¡Amistadamistad... no eres otra cosa que un nombre vano!

Felicísimo tornó a reunirse con sus compañeros de viaje.

Elinaque no había perdido un instante de vista al joven durante laconferencia que tuvo en el caminodijo inmediatamente:

-¿Quién era nuestro perseguidor?

-Ohel hombre que menos malas intenciones podía abrigar con respeto alobjeto de nuestra expedición -contestó Lozano-la señora condesa le conoceperfectamente: era Tristán de Ayala.

-¡El señor de Ayala! -exclamó Elina atónita.

-En cuerpo y alma.

-¿Pero cómo no ha venido aquí con usted?

-Traen por esta tierra al mancebo asuntos para él de interés capital. Porotra parteyo no sé si porque le he recibido con cierta frialdad o por motivodiferentees lo cierto que nuestra entrevista no ha sido cordial de todo punto.

-¡Cómo! ¡Una reyerta con un amigo tan sincerotan bravo!...

-¡Bah! -respondió Lozano riendo-; pasan de veinte las veces que hemosreñido con la mayor formalidad.

La condesa fijó intensamente sus ojos de lince en los de Felicísimoperono añadió una palabra.

La rueda de la berlina estaba ya montaday giraba vertiginosamente sobre eleje sin la menor protestabajo la acción de la mano de Ordóñez.

No existíapor lo tantoinconveniente para continuar la marcha.

Elina se instaló en su vehículoy los viajeros volvieron al camino.

Capítulo XXIX.

En el cual se ofrece un ejemplo de que el templo de Themispuede no estar reñido con el de Baco.

La berlina pasó a la vista de Calaveray poco tiempo después por lascercas del caserío de Palmaaumentando progresivamente la velocidad a medidaque se aproximaba al término de la expedición.

Algunas ráfagas frescasy salinas que llegaban del Estecomenzaban adenunciar la vecindad del Mediterráneo.

Por fin se dibujó en el horizonte una vasta mancha oscuradestacándose enel fondo de una inmensa sábana de plata.

La mancha era la exuberante vejetación de la granja de los Morales; ellímpido fondo recortado por la silueta del cotoera la tranquila superficiedel Mar Menor.

La quinta justificaba la predilección que merecía a la familia deEsquilache. Cada paso que los viajeros daban hacia la posesiónponía una desus bellezas en relieve.

La elevación del terreno que el camino surcabapermitía la sucesivaaparición de las diferentes dependencias de la construcción principalque sinexageración sobrada habría podido llamarse palacio.

Pero ni en los colmenaresni en los establosni en las estufas de losgusanos de sedani en la huertani en los jardinesse divisaba persona algunade las que el entretenimiento de tan floreciente propiedad suponía.

La condesa llegaba prevenida acerca del abandono en que iba a encontrar lagranjay sin embargo no pudo sustraerse a un sentimiento penoso. Todo en aquellugar de desolaciónhablaba de la inmensa desgracia que hacía sangrar elcorazón de los propietarios.

El carruaje desembocó en la explanada donde se abría la puerta de la cerca.

Como la verja se hallaba entornadaCazurro no tuvo que hacer más queempujarla para que la berlina penetrase en la calle de árboles centralformadapor soberbios tilos de Europa.

Recorrido el paseo en toda su extensiónlos caballos se detuvieron enfrentede la fachada principal del edificio.

Los viajeros echaron pie a tierra.

El ruido de la llegada del carruaje no había provocado la menormanifestación de curiosidad por parte de los habitantes de la quintasi es quealgunos tenía. Jamás castillo encantado se hubiera ofrecido con mayorpropiedad a la imaginación monomaniática del héroe de la Argamasilla; puestoque nosotros más afortunados que Cervantesno tenemos ningún motivo para noquerernos acordar del nombre de ese lugar de la Mancha.

La condesa de Baricon la facilidad de evolución que poseen los espíritusfemenilescomenzó a creer que la ejecución del proyecto que la llevaba a losMoralespodía llegar a ser la cosa más sencilla del mundo.

El portal de la casa se hallaba franco. Elina y Felicísimo se dirigieron aél y cruzando el umbral ingresaron en un espacioso recibimiento.

Los viajeros obtuvieron allí una prueba palpable de que la granja nocarecía de moradores.

En el centro de la estancia había una gran mesa entapetadaen torno de lacual aparecían sentados ocho hombres absortos en la contemplación de unainteresante partida de monte.

El oro brillaba por su ausenciay las mismas monedas de plata se hallaban enuna insignificante minoría con respecto a las de cobre; pero sabido es que loque presta empeño a las contiendas del juegono consiste precisamente en elvalor absoluto de las sumas que se atraviesan.

En un ángulo de la habitación yacían algunas escopetasespadaschuzos yun cornetín.

El individuo que tallabael cual lucía la placa de latóninsignia delalguacilazgo de la alcaldía de Alcázaresdecía a la sazón repartiendovarios maravedises.

-¡Voto a bríosseñor trompeteroque parece que las cartas sontrasparentes para ustedy que me voy cansando de esta baraja! ¿No hay algunode ustedes que tenga otra?

Y al dirigir en torno una mirada interrogadorael alguacil se encontrósorprendido con la presencia de Elina y Felicísimo.

La condesa creyó conveniente anticiparle a Lozanoy preguntócon una vozmelodiosa capaz de dulcificar el humor más avinagrado:

-¿Pertenecen ustedesbuenos paisanosal número de los servidores delmarqués de Esquilache en esta quinta?

Pero la bilis de un jugador que pierde debe ser la peor del género. Elalguacil escondió la mitad del iris de los órganos de la visión en susángulos internosy contestó como hubiera podido hacerlo un dogo al cual setratase de quitar un hueso:

-¡Valiente ojo tiene la viajera si cree que el italiano puede reclutar suslacayos entre gentes de nuestra estofa!

-¡Gran tunante! -gritó Lozano con las cejas erizadas-no es así como serecibe a una damaque es la dueña en esta casani ese es el lenguaje en quese la contesta.

Y el indignado Felicísimoantes de que nadie hubiera podido presumir loextravagante de la accióncogió por una punta el enorme tapete que cubría lamesale levantó con violenciay esparció por todos los ámbitos de lahabitación una espesa nube de naipes y de monedas.

Hubo más todavía. Al flotar en la atmósfera el tapete envolvió entre suspliegues al trompetero; y cuando este infeliz se encontró ciego y aprisionadoni más ni menos que un conejo en el capillocomenzó a repartir coces ypuñadas a los más próximos compañeros para ponerse en franquíacontribuyendo a colmar el desorden de aquella situación inesperada.

Una acción de varonil entereza jamás deja de imponer en el primer momento alos espectadores sean los que fueren su númeroy la predisposición de ánimoen que se encuentren. Los jugadores permanecieron presa de un vértigo deestupefacción.

Con este efecto coincidió otra circunstancia. Cazurro acababa de aparecer enel dintel de la puerta ostentando en el cinto las relucientes culatas de laspistolas de dos cañones de Felicísimoque eran unas armas de tan colosalesdimensionesque bien habrían podido pasar por modestos trabucos.

Tras de aquel pertrechado acólitono sería seguramente inverosímil quehubiese otros muchos.

El alguacilen quien empezaba a hacerse sentir la reacciónse mordió elinstrumento articulador de las malas palabras un instante antes de exclamar-¡A las armas!

La condesaque no había sido menos sorprendida por el súbito arranque deLozanocontuvo a éste con una miraday se adelantó hacia el alguacildiciendo:

-Es cierto que el señor de la finca ha delegado en mi todas las facultadesque el derecho de propiedad le concede; pero no es mi intención incomodar anadie. La hospitalidad de los Morales es proverbial en la comarca.

-¡Ah! -contestó el alguacil con sarcástica sonrisa-¿la señorarepresenta a Esquilache en esta posesióny generosamente nos ofrece hospedaje?

-Punto por punto.

-Pues bienla viajera puede llevarlo a mal si lo tiene por conveniente; perocuanto acaba de decirmey las coplas de Calaínosson para mí una misma cosa.

-¡Cuidado con la lenguabellaco! -exclamó Felicísimo.

-Yo no pido a nadie lecciones para hablar como se me antoja -añadió elalguacil mirando de reojo al caballero.

-Pero yo sé dar esas lecciones con mano vigorosaaunque no se me pidancuando hay bribones que las necesitan -replicó el jovenanimándose pormomentos.

Elina veía a Lozano acariciar la empuñadura de la espada con la fruiciónque se acaricia un pensamiento de venganzay se apresuró a intervenir de nuevoresuelta a que por aquella vez fuera definitivo el corte de la disputa.

-Basta de altercado -pronunció-supongo que el señor de la chapa no sehabrá establecido con los compañeros en los Morales por un impulsoabsolutamente espontáneo...

-La viajera supone bien -repuso el corchete.

-Entre las órdenes que para montar esta guardia ha comunicado a usted susuperior gerárquico¿se cuenta la de impedirme que tome posesión de lagranjapor más que para ello venga autorizada en forma legal?

-A usted y al sursum corda.

-¿Tiene usted a bien indicarme a quién debo dirigirme para solicitar que semodifiquen esas disposiciones?

-Al alcalde de Alcázares.

'-Perfectamente.

La condesa se volvió hacia su joven acompañantey repuso:

-Señor de Lozanovamospuesen busca del alcalde de Alcázares.

Los labios de Felicísimo no abrieron paso a una palabra que indicaseoposición; pero la miradael entrecejola dilatación de la nariz y lapresión de los dientesestaban formulando las más enérgicas protestas.

Elinaque se encontraba ya en la puertadirigió al caballero un imperiosollamamiento. Felicísimo cedió al ascendiente de aquella irresistible domadoray abandonó el terreno.

Entonces Perfecto Cazurroque seguía las huellas de Lozanopudo observarun hecho extraordinarioabsurdoinexplicable.

El alguacilel trompeteroy los otros seis ganapanescomo movidos por unresortedoblaron el dorso hasta ponerse en cuatro piesy comenzaron a recorrerla estancia en todas direcciones en esa postura inverosímil a guisa de sabuesosque siguen una pistagruñendo entre dientes la más infernal de las salmodias.

Cuando la condesa aceptó la mano de Felicísimo para subir de nuevo alcarruajedijo entre obligada y severa:

-Por favorseñor de Lozanomenos susceptibilidad en cuanto personalmenteme afecte... ha estado usted a punto de comprometerlo todo.

-Mi opinión es diametralmente opuesta -contestó Felicísimo con unanaturalidad primitiva-; la señora condesa es quien se crea dificultades.

-¡Cómo así!

-Si usted me hubiera dejado hacer un picadillo con todos aquellos malsinesestaríamos ahora en el oratorio llevando a cabocon la mayor tranquilidadelpropósito que nos ha conducido a la quinta.

Elina sonrió a aquel niño formidable con la indulgencia de una madreamorosa.

La distancia que mediaba entre los Morales y Alcázaresno excedería demedia legua; y como la berlina la recorrió a buen pasolos viajeros llegaron alos primeros suburbios antes de un cuarto de hora.

Cazurroenviado en descubierta para adquirir informesvolvió manifestandoque el alcalde del lugar era un don Roque Sonicheel cual tenía establecido supretorio en la taberna de que era propietariosituada enfrente de la iglesia.

Tomando por guía el campanarioOrdóñez dio a su tiro la convenientedireccióny le detuvo a la puerta del doble templo de Themis y de Baco.

La dama echó pie a tierray seguida de Lozanoatravesó un corralentoldado de videsy entró en la sala de honor del edificio.

La parte pública del establecimiento se componía de dos habitaciones. Laprimera de amplias dimensionesestaba exclusivamente destinada a la colocaciónde mesas y asientos en los cuales no escaseaba a la sazón la concurrencia; lasegundamás reducidarepartía su espacio entre media docena de veladoreselimprescindible mostradory una serie de pipas y toneles.

Lozano preguntó al primer individuo con quien topóel sitio donde seencontraba el alcalde.

La respuesta fue que se hallaba en el cuarto de los toneles.

Hubo un momento en que el caballero miró vacilante a la condesa; pero estaintrépida criatura resolvió la muda consulta dirigiéndose con gentilcontinente al punto indicado a través de la turba de bebedores sorprendidos portan celestial aparición.

La autoridad municipal de Alcázares se personificaba en un hombrecillo decuarenta añosenjuto de carnes y solitario de barbasque sentado detrás delmostrador en un alto triclinio practicaba concienzudamente el jus suum cuiquetribuendipresidiendo la distribución incesante de vasos y de jarros enque se ocupaban dos muchachos con mandil y montera murciana.

Elina se acercó al tabernero modulando esta interrogación:

-¿El señor alcalde de Alcázares?

-En su presencia está usted -contestó el requerido reprimiendo elmovimiento que había iniciado para ponerse en piedesde el instante en quecomprendió que la recién llegada no era una consumidora sino una litigante.

-Recibo honor en ello -replicó la dama con aire equívoco acentuado por unainclinación y una sonrisa.

-No tanto como yo mismo. ¿Pero a qué motivo debo?...

-El estado en que se encuentra la quinta de los Morales por causas de todosconocidasha movido al señor marqués de Esquilache a encomendarme ladirección de esa finca.

Soniche entornó los ojos para escuchar con más recogimiento.

-Pero es el caso -prosiguió la dama-que al llegar a la granja hace veinteminutosla he hallado ocupada por algunos hombres armadoscuyo jefedependiente al parecer de ustedse ha opuesto toscamente al ejercicio de misatribuciones.

-¡Toscamente! -articuló el alcalde dando a su rostro una expresión desolemne extrañeza.

-Esta señora dulcifica la frase -pronunció Lozano-con más propiedadhabría podido decirbrutalmente..

-¡Brutalmente! -repitió Soniche llevando su sorpresa hasta el punto de darun ligero respingo en el triclinio-. ¡Ohoh!.. el asunto reviste ciertagravedad. La señora... ¿cómo debo llamar a la señora?..

-La condesa de Bari.

-Pues bienla señora condesa puede estar segura de que el tosco proceder ola brutalidad de que con justicia se quejano quedará sin el merecidocorrectivo.

-No es imposición de castigo alguno lo que yo vengo a reclamar del señoralcalde -repuso Elina.

-Sin embargola rectitud de la vara que empuñosiquiera sea indignamenteexije una severa admonicióny la obtendrá cumplida. No debo consentir que elalguacil Milcoces haga honor a su apellido.

-¿Puedo por consiguiente esperar que el señor alcalde expedirá en el actola orden conveniente para que se desaloje la quintay me sea dado instalarme enella?

Soniche estiró el pescuezoadelantó los labios recogidos hasta darlos laforma de un verdadero hocicoy contestódespués de una prolongada pausa:

-Aunque con el profundo respeto a que la señora condesa tiene derechovoy apermitirme hacerla observar que la consecuencia que deduce no es a mi juicio detodo punto inmediata.

-¿Qué quiere decir eso?

-Que condeno la forma en que Milcoces haya podido enunciar su consigna; peroque de tal desaprobación al otorgamiento del permiso para que la señoracondesa tome posesión de los Moraleshay todavía larga distancia.

-¡Ah! el señor alcalde duda de la realidad de mis derechosacaso de mipersonalidad misma... es muy justo. Cuentono obstantecon que desaparecerátoda incertidumbre merced a la exhibición de este documento.

La dama extrajo de su escarcela el papel a que se referíay le puso enmanos de Soniche.

El alcalde paseó la mirada por todo el instrumento acompañando su lecturacon una multitud de signos afirmativosque parecieron del mejorpresagio a losviajeros.

Después devolvió el escrito a Elina replicando:

-El poder es bastantey se halla otorgado en toda regla.

-Entonces...

-Las dificultades que existen para que yo complazca a la señora condesa comosería mi deseopertenecen a otro orden de consideraciones.

-¿Y qué mal ordenadas consideraciones pueden ser esas?

-Para disponer de un objeto mueble o inmueblees necesario hallarse en elpleno ejercicio del derecho de dominio.

-Y bien...

-Este es el más elemental de los axiomas en la ciencia de Papiniano.

-Yo no conozco a ese señor... Y permítame el digno alcalde que meimpaciente un poco.

-El apoderamiento en que la señora condesa funda su interdictoes írritoen el fondo; porque los bienes del marqués de Esquilache se hallansecuestrados.

-¡Secuestrados!

-Todo lo que es posible.

-Mil perdones; pero el señor alcalde está en una lamentableequivocación.Yo vengo de la residencia de la cortey allí se desconoce absolutamente laexistencia de semejante disposición.

-No me opongo a que sea cierto.

-¿El error de usted?

-No; el desconocimiento de la corte.

-¿Y puede eso tener lugar?

-Le ha tenido en esta ocasión.

-¿De qué secretaría del despacho emanaría la soberana resolución?

-De la gran cancillería de la voluntad nacional.

Como todavía faltaban veinte y tres años para que se proclamasesolemnemente al otro lado de los Pirineos ese género de subversivas teoríasypor lo tanto no estaban familiarizados con su sonora fraseología los oídos delas clases privilegiadasla condesa de Bari dio un paso atrás tan atónitacomo escandalizada.

Lozanomenos impresionadopronunció con la mayor formalidad:

-Me parece¡ohilustre Minos!que la justicia que administra en lasantidad de este forose le ha subido a usted a la cabeza.

-Someto a la discreción del señor caballero -contestó Soniche-lainconveniencia de las palabras que se ha permitido proferir.

-¡Pardiez! Mi bravo interlocutorse ha permitido algo más grave todavía:ha enarbolado en su ínsula de Alcázares la bandera de la rebelión.

El alcalde levantó la voz declamando:

-Me reveloen efectocontra el tirano de esta enfeudada comarcacontra elvampiro de la sangre españolacontra el perturbadoravarientoinsolenteatrabiliarioimpío y abominable Esquilache.

En la sala inmediata resonó una estrepitosa salva de aplausos.

La condesa sintió en el corazón el frío de la muerte.

Lozano arqueó las cejas.

-¡No hay tal cosaseñor mío! -exclamó-el ídolo del favoritismo estáya en tierra; acaudillar un motín ahora es sublevarse contra el rey.

-Me importan poco las suposiciones gratuitas; la única satisfacción queRoque Soniche necesitaes el testimonio de su recta conciencia.

-¿Me pondrá el señor alcalde en el caso de protestar solemnemente? -repusola dama.

-La señora condesa puede si gusta formular su protesta con la mayorsolemnidad ante notario públicoporque mi decisión es irrevocable.

-¡Ante notario público! -gritó Felicísimo- ¡Poder de Dios! conozcoinstrumentos mucho más eficaces.

-Quiero ignorar la clase de instrumentos a que el caballero se refiere; perodebe tener entendido que sé hacer respetar el santuario de la justiciaaunquesea un modesto alcalde de monterilla.

Lozano replicó montando en cólera:

-¡Valiente respeto me ha inspirado a mí siempre el santuario de unatabernay valiente garantía tiene contra mi espada el testuz de un taberneroen los cuernos de su montera!

-¡Amenazas! -exclamó Sonicheponiéndose en pie majestuosamente.

En la estancia contigua se desató en aquel momento una carcajada sonoraconvulsivaextridentecomo hubiera podido salir de las fauces del demonio delsarcasmo.

Felicísimoque no había digerido todavía el precedente aplausovolvióla cabeza pálido de cólera.

Pero la estupefacción del joven caballero llegó a nivelarse con su iracuando en el productor de la risa satánica reconoció al detestado hombre de lacapa de grana.

Eulogio Carrilloque con su inseparable compañero Arias acababa de tomarasiento en una de las primeras mesasenlazó las últimas notas de la risiotadacon las siguientes frasespronunciadas con la procacidad que le era habitual:

-Parece que el viaje a Alcázares no ha sido coronado con el éxitosatisfactorio que se prometía nuestro esgrimidor del convento de Valverde.

-Error crasísimo -contestó Lozano-el resultado de mi expedición a estelugar ha sido mil veces más satisfactorio de lo que yo esperabapor cuantoalcanzo la fortuna de poder echarle a usted la vista encimacosa que heperseguido inútilmente por espacio de mucho tiempo.

-En la corte no haysin embargopaseante más perenne que yo. En finsi noes demasiada la hipérbole de las palabras de ustedhéme aquí de buen grado asu disposición.

-Sería lo mismo que usted procurase sustraerse a la corrección que mepropongo administrarle. Estoy decidido a que por esta vez no se me escabullausted por entre los dedos.

-Esto es¡oh hidalgo más o menos manchego!de la manera que usted seescabulló a los galeotes del tejar de la Jara -repuso Carrillo riendo amandíbula batiente.

-Hace usted mal en evocar ese recuerdo -contestó Felicísimo atarazándoselos labios-es el de una cobardía para cuyo castigo va a parecerme poco unaestocada.

-Por lo visto tiene usted a la mano cosas peores.

-¡Quién lo duda!

-No deja de interesarme conocer alguna de ellas.

-Dos estocadas ¡cáspita!

-¡Siempre baladrón!

Lozano empuñó una de las botellas que había en la mesa más próxima.

Carrillo sabía por experiencia que en las manos de Felicísimo las botellasperdían su nombre para tomar el de proyectiles; así fue que procurando dar almovimiento que emprendía la menor afectación posiblese volvió de modo quela cabeza de Arias le eclipsara momentáneamente al contrincante.

Ariassin embargono pareció encargarse con mucho beneplácito derepresentar el papel de Alejandro entre Diógenes y el sol; y cogiendo unbanquillole levantó a la altura de la frente.

-¡Ahel bravucón de la escarlata -dijo Felicísimo-afronta de ese modoal que con la lengua precoz denuesta!

-¡Pardiez! -contestó Carrillo-¿a qué combatiente puede vituperárseleporque trata de aprovecharse de las ventajas que le ofrece el terreno?

-¡Y usted elije un figón concurrido para campo de duelos!

-Yo no ¡vive Dios! me limito a aceptarle.

-¡Pancho Rubiomi vara! -gritó el alcalde a uno de sus dependientes.

-¡Magnífico! -añadió Carrillo-no estará demás que el autoritarioinstrumento ponga un poco de orden en las costillas de ese insoportableespadachín.

Como es sabidola última de las palabras pronunciadas por Eulogioera delas que Lozano nunca había podido soportar.

La vibración de la postrera sílaba se confundió con el estallido en elbanquillo de Arias de la botella que empuñaba Felicísimo.

En cuanto a Lozanosiguió la trayectoria que había trazado el recipientede vidriocon poca menor velocidad que éste.

La concurrencia entera estaba en pie alarmada.

Arias se chupaba la sangre que brotaba de algunos arañazos en los dedos.

El movimiento de Lozano fue rápido; pero no aventajó al de la condesa.

En el momento en que el jovena la mitad de su caminollevaba la diestra ala guarnición de la espadase sintió asir la muñeca por la delicada mano deElina.

Nada más fácil para Felicísimo que sustraerse a aquel lazoy caer sobreCarrillo; pero para eso tenía que rechazar bruscamente a la condesa. A tantacosta no satisfacía el joven pasión algunaaunque fuese la de la cólera quea la sazón le poseía.

-Por favorLozano... -articuló Elina al oído del caballero-; sáquemeusted de este sitio si en algo aprecia mi vida... Me siento sofocar...

El ardid de la condesa no carecía de habilidad para obtener lo que deseabade Felicísimo; pero en realidad ella era quien arrastraba a éste hacia lapuerta.

Próximos al umbral estaban ambos jóvenescuando Carrilloprocurandodesembarazarse de la interposición de Arias y de otros circunstantesavanzóalgunos pasos.

-¡Cómoseor matasiete! -gritó con expresión burlona-; ¿será posibleque todas las bravatas de usted terminen en una vergonzosa fuga?

Felicísimo se detuvo como el hombre que siente en la espalda el cuchillo deun asesino.

La condesa comprendió que había llegado el momento de emplear uno de losgrandes recursos.

Elina exhaló un gemidocerró los ojosdobló las piernasy cargó elcuerpo entre rígido y palpitante con todo el peso de que podía disponer sobreel brazo de Lozano.

La vacilación del joven desapareció instantáneamente.

Felicísimo cogió con ambas manos a la condesa por su talle de sílfidelalevantó en alto con la misma facilidad que si se tratara de una plumaselanzó en el corralle atravesó de una carreray depositó en el fondo de laberlina la preciosa carga que conducía en los brazosno sin haberla antesestrechado amorosamente contra el corazón.

Abrazos hay que galvanizarían un cadáver: con más motivo harán volver deun síncope.

Elina extendió sus crispados dedosy se apoderó de la mano del caballero.

-Ante todoseñor de Lozano -murmuró-hágame usted conducir a aquellacasa aislada que se divisa sobre la más verde de las dos eminencias que hay ala izquierda del camino. Conozco a los moradoresy sé qué no han de negarmela hospitalidad.

Felicísimo siguió con los ojos la dirección que trazaban el índice y lamirada de la condesa; y encontrando a la distancia de mil quinientas varaspróximamente el edificio en cuestióndio a Ordóñez las instruccionesoportunas.

La dama repuso a continuación:

-Ahoraa caballoamigo míoy acérquese usted a la portezuela: es delmayor interés lo que tengo que decirle.

-El joven dirigió suspirando a la alcaldía la ojeada del cocodriloque veescapársele su presa; pero no por eso dejó de obedecer puntualmente a lacondesa.

Los caballos de tiro y los de silla se pusieron simultáneamente enmovimiento.

Lozano hizo trotar a Moro al estribo del carruaje.

-He concebido un plan -dijo rápidamente Elina..

-No es poca fortuna -contestó Felicísimo.

-Un plan que nos ofrece todavía una esperanza de buen éxitomerced a miconocimiento de la localidady a la fabulosa decisión de usted en la cual másbien hay que poner coto que incentivo.

-La señora condesa no desperdicia ni aun las ocasiones en que pareceelogiarmepara zaherirme por la lamentable frecuencia con que mi perversaestrella interpone insolentes en mi camino.

-Hasta ahora nunca he visto justificado el epíteto que aplica usted a suestrellay no es esa circunstancia la que menos contribuye a prestarmeconfianza. Sin embargopor más que usted sea Felicísimoy por más que lanobleza y justicia de nuestra causa nos permitan contar con el favor del cielopara que mi proyecto pueda tener ejecuciónnecesito que me empeñe usted unapalabra.

-Se empeñará si es empeñable.

-¡Ah!.. reservas...

-La señora condesa comprenderá que...

Elina apoyó sus dos manos en el marco de la portezuelamiró dulcemente alcaballero y articuló con una sonrisa seductora:

-Es cierto: podría exigir a usted que se arrojase de cabeza en el MarMenor...

-¡Oh!.. -contestó el joven extasiado-sino es más que esosólo tieneusted que pronunciar la primera palabra. Afortunadamente nado como un mero.

-Podría pedir a usted que escalase el cielo...

-Le escalaría sin dificultad; el cielo es para mí la atmósfera que ustedembalsama con su aliento...

-Lisonjero...

-Encantadora....

Como se echa de verElina y Felicísimo comenzaban a correr el riesgo deolvidarse un poco de la situación para reincidir en las divagaciones de lasprimeras jornadas.

Existíano obstanteotro ser que estaba expuesto a un peligro más gravetodavía; y ese ser era Moroel cual se sentía impulsado por su amo condemasiada insistencia hacia las ruedas de la berlina.

Felizmente la condesa volvió en sí antes de que tuviera efecto laconjugación funesta para el potroy repuso con la voz que cuando así loquería era el non plus ultra de la femenil melopea:

-Deseo que no se bata usted con el hombre de la capa roja.

-¡Qué fantástica singularidad! -profirió arrobado Lozano.

-No me opongo a que exprese usted con más exactitud su pensamiento llamandocapricho a esa singularidad; pero es un capricho indispensable.

-¿Todo eso?

-Ni más ni menos.

Felicísimo meditó un instantey replicó sin cambiar la ligereza del tonoque empleaba:

-Pues biensi hasta tal punto es necesario...

-¿Qué?...

-No me hato.

-¿A fe de caballero?

-Como usted dice.

-Si así lo hiciere ustedDios se lo premiey sino se lo demande.

-Amen.

Para sellar el contrato Elina alargó su diestra a Lozano. Este recibió conla estimación debida aquella mano adorable; la estrechóla acariciólaretuvoy acabó por posar en ella los ardientes labios.

Cuando la dama creyó que el compromiso estaba suficientemente perfeccionadosustrajo los torneados dedos a los ósculos del nunca más que entoncesFelicísimoy añadió un tanto encendida:

-Enhorabuena: he aquí mi proyecto.

-¡Ah! sí... -suspiró el joven con cierta indolencia.

-Los guardianes de los Morales no parecen ejercer sus funciones con unavigilancia exajerada.

-En efecto.

-Todo hace esperar que al mediar la noche estén sumidos en profundo sueño.El cuero de vino que yacía en un ángulo de la estancia que ocupabannodesvirtúa en lo más mínimo mi presunción.

-Reconozco que hace precisamente lo contrario. Haysin embargoque tener encuenta una circunstancia de algún valor; para los jugadores suele pasardesapercibido el curso del tiempo.

-Aun en ese caso no tendríamos quizá motivo para quejarnos. El juego estambién una embriaguez soporífera.

-La metáfora de la señora condesa entraña un gran fondo de filosofía.

-La considerable distancia que media entre el recibimiento y la capilla de laquintaimpide que puedan oírse en uno de esos puntos los ruidos que seproduzcan en el otro a poco cuidado que se ponga.

-La circunstancia pudiera llegar a ser inapreciable.

-Tiene la capilla tres ventanas sin reja que se abren sobre la calle de losgranados. La altura de esas ventanastanto por la parte exterior como por lainterior no excederá de siete pies.

-No es mucha por cierto.

-Pues bienen vista de estas fundadas hipótesis y de estos datos precisos¿cree usted practicable el procedimiento siguiente?

-Veamos.

-Después de las doce de la noche abandonamos la casa donde ahora nos vamos ahospedar. La berlina penetra en la posesión de los Morales por la arroyada delRobledalque es lugar que conozco perfectamentey en el cual no existe otracerca que un vallado de espinos. Para evitar el ruidoavanzamos únicamentehasta la plazoleta donde da principio el paseo de los granados. Echando allípie a tierra se dirige usted con su lacayo a la parte de edificio que ocupa lacapilla: penetra usted en ella por una de sus tres ventanas: desciende a labóveda: extrae las dos cajas de los marqueses: las conduce a la berlinaypartimos de la granja a uña de caballo.

Lozanoque había escuchado a la condesa con una atención crecientecontestó después de un instante:

-Entiendo que el proyecto no es sólo practicablesino de sencillaejecución.

-¡Ohcuánto me complace esa confianza!

-Procuraré que se traduzca en hecho pese a todos los alguaciles que existeny sea el que fuere el número de las caricias que lleven por apellido.

El carruaje comenzó a ascender por la suave pendiente que conducía a laverde meseta donde se levantaba la casa que Elina había indicado.

Pocos minutos después los habitantes de la viviendaque eran dos cónyugesantiguos servidores de la familia de Esquilacherecibieron sorprendidos a lacondesapero con la buena voluntad que ésta se prometía.

A la sazón eran las seis y media de la tardey el rojizo disco solarempezaba a desaparecer en el horizonte.

Capítulo XXX.

Donde se expone la divergente opinión de Lozano y de sulacayoacerca del autor de un siniestro de desastrosas consecuencias.

Había cerrado completamente la nochecuando Lozanoque se paseaba por elportal de su alojamientodijo vivamente a Cazurroel cual salía del salón dehonoresto esde la cocina:

-Y bien¿descansa la señora condesa?

-Por lo menos se ha recogido -contestó el lacayo-y en el aposento queocupasegún afirma la señora Andreano se siente ruido alguno.

Felicísimo repusobajando la voz:

-Es todo lo que necesitamos: cuelga en tu cinto las pistolasy disponte aseguirme.

La fisonomía de Cazurro se compungió.

-¡Cómo! -murmuró:- ¿mi noble señor va a hacer una expedición a pie enuna noche oscura y en un terreno que desconoce?... '

-No has podido decir más tonterías en menos palabras. La circunstancia deviajar a caballo no alumbra los caminos ni da lecciones de topografía: nunca esoscura la noche cuando como en estabrilla la luna siquiera sea en menguante: yno desconozco el trayecto que voy a seguirpor cuanto es el mismo que hemosrecorrido hace dos horas. Presteza y en marcha.

Perfecto se dirigió suspirando hacia la maleta sobre la cual yacían laspesadas armas de fuego; atravesó sus ganchos en el cinturóny siguió aFelicísimoque ya había salido a la campiña.

Por espacio de algunos minutos el digno doméstico caminó guardando undiscreto silencio; pero animado por una ojeada de Lozanose adelantó un paso yaventuró estas frases:

-Me pareceseñorque resueltamente volvemos a Alcázares.

-¡Pardiez! -articuló Felicísimo.

-Y presumo que hay un millón de probabilidades contra unaa que vamosderechos no sé si a la alcaldía o a la taberna de donde en tan lamentableestado extrajo usted a la señora condesa.

-Cualquiera diría que hay en ello algo que te admira.

-En rigorno me admira en lo más mínimoaunque acaso no dejen de existirmotivos que pudieran justificar en mí la mayor de las sorpresas.

-¿Qué logogrifo es ese?

-Para explicarle necesitaría un expecial permiso de mi joven señor.

-¡Hablacuerpo de Dios! la conversación de un Cazurro tan Perfectoentretiene a ratos perdidos.

-Ante todoprotesto que si ha habido indiscreción de mi parteha sidoinvoluntaria: el verdadero responsable es mi caballodemasiado inclinado enocasiones a examinar de cerca el baticola de Morono obstante las correccionesque éste le ha administrado alguna vez con las herraduras. Hecha esta salvedadreconozco haber escuchado que la señora condesa la cual parecía hallarseagraviada por un mal llamado prójimo de capa rojaexigíasin embargoa miamoque no le provocase a singular combate: y confieso asimismo que llegaron amis oídos clara y distintamente estas palabras pronunciadas por los labios demi señor: -no me bato.

-Tienes tan buen oído como curiosidad punible tu rocín: ¿pero qué deducesen plata?

-Que o yo no soy Perfectoo apenas lleguemos a Alcázares ha dado miintrépido amo con el individuo de lo rojole ha llamado gaznápiro y le haasentado un cintarazo.

-¿Tienes en ello inconveniente?

-¡Yo! ¡A ver como no le queda al tal sugeto hueso en caja! ¿Pero porventura no hay razón para que el asombro me domine si mi noble señor cumple deesa manera la formal palabra que ha empeñado a una dama tan respetable yhermosa como la señora condesa de Bari?

-Cazurro: me has dicho en alguna ocasión que estudiaste gramática en elSeminario de Lugoy que fuiste pasante de un maestro de escuela.

-Es cierto.

-Aun sin esas noticias habría yo observado que eres un consumado gramático.

-Mi buen amo se burla de mis escasas letras...

-Pero ven aquí por esta vezofuscado conjugador. ¿En qué arte latino ocastellano has podido ver que el tiempo presente equivalga al futuro imperfecto?He dicho no me bato: no hubiera proferido por cuantos tesoros entraña elsubsuelo de las dos Californiasno me batiré.

Cazurroalgo confusobalbuceó a media voz:

-La verdad es que el casuismo no ha sido nunca mi fuerte... Pero hum... enfin...

-Si no estuviésemos tocando al término de nuestra expediciónteesplicaría hasta el punto que es lícito tener acomodaticia la conciencialomismo con sujeción a las teorías de los Santos Padresque de conformidad conlas reglas capitulares de los caballeros de la tabla redonda; pero en otraocasión te iniciaré en esos misterios.

Lozano estaba de un humor excelente. El fenómeno no podía ser de másperverso augurio para Eulogio Carrillo.

Los dos jóvenes habían penetrado en los callejones del caserío. Guiadospor los recuerdos de la tarde y por el campanario del templose adelantaron alo largo de las cercas hasta la mansión de Roque Soniche.

La entrada del establecimiento se hallaba alumbrada por un farol que hubierapodido pasar por lamparilla; pero que en todo casoprobaba que en aqueldomicilio se velabay que el tránsito estaba expedito.

-He aquí nuestro terreno -dijo Lozano con templando con cierta complacencialas inmediaciones de la tabernatan solitarias como si fueran a la sazón lastres de la madrugada.

Despuésacercándose a Cazurro:

-En primer lugarcorre hacia el dorso tus pistolasy cúbrelas con losembozos de la capa. ¡Qué diablos!esas armas formidables te dan un aspecto debandido de la Sierra de Seguracapaz de aterrar a todas las personas a quieneste dirijas.

El incauto mancebo asustado de si mismo al oír las palabras se su amoseapresuró a atenerse puntualmente a la recomendación.

-Ahora -prosiguió el caballero-escucha tu consigna. Penetras en el salónde la taberna y buscas con el mayor aplomo al hombre de la capa de grana a quienya conoces de reputación. El distintivo es tan llamativoy probablemente tanúnico en Alcázaresque todo será cuestión de una ojeada.

-Debo esperarlo así -contestó Perfecto.

-Si por acaso no estuviera en la sala nuestro cangrejote encaminas a laancha puerta practicada en el muro de la izquierday te introduces en eldepartamento donde se halla situado el mostrador. El crustáceo pudiera haberserefugiado en ese receptáculo.

-¿Qué hago entonces con el crustáceo?

-Le ruegas con todos los miramientos que la cortesía te sugieraque tenga abien acudir a este sitioen el cual le aguarda un caballero.

-Está bien; ¿pero no sería posible que el hombre rojo no se encontrase enninguna de las dos estancias?

-No es sólo posible sino hasta probable. En ese casote procuras informesprecisos acerca de la casa que habita el perillány no pierdes tiempo envolver a reunirte conmigo.

-¿Tiene mi señor que hacerme alguna otra advertencia?

-Ninguna.

Cazurro saludócruzó el dintel de la puerta y desapareció en la oscuridaddel patio.

Lozano entonces se embozó en la capa y dio principio a un reposado paseo deida y vuelta a lo largo de la paredevocando para templar convenientemente elánimo las reminiscencias de las afrentas que debía a Carrillo en el conventode Valverdeen la Hostería del Valencianoen el tejar de la Jara y en eltribunal de Soniche.

Jamás hombre alguno pudo lisonjearse de haber tenido con Felicísimo unacuenta pendiente que arrojase tan exorbitante suma en el cargo.

Afortunadamenteno se aplazaría por una hora más la ocasión del saldodefinitivo.

Lozano esperó con perfecta calma los primeros cinco minutosvio trascurrirotros cinco dando visibles muestras de una impaciencia progresivay comenzó atocar en los límites de la exasperación y a salmodiar juramentos apenas llegóa los seiscientos y un segundos de paseo.

Por finel farolillo de la puerta volvió a iluminar la figura de Cazurro.

Venía solo.

-¡Ya era tiempocondenación! -exclamó Felicísimo saliendo al encuentrodel lacayo.

-Las buenas formas que mi noble señor se sirvió prescribirme -contestóCazurro-han exigido el empleo de ciertos circunloquios...

-¡Ah!...¿estaba nuestro hombre en la taberna?...

-Ni en la salani en el despacho.

-¡Voto a tal! Yo no te impuse maneras corteses sino para con ese sugeto. Alos mandilones del tunante de Soniche has podido hablarles con la punta de labota.

-Creo que semejante órgano de la palabray dicho sea con el debido respetono me hubiese dado el satisfactorio resultado que he obtenido.

-¿Dónde se anidapuesel pajarraco?

-El forasteroen cuestiónque parece llamarse don Eulogio Carrillodisfruta el especial honor de hospedarse en la casa del señor alcalde.

-¡Ohvive aquí mismo!

-En el piso principal.

-¿Tiene ese piso alguna brecha para cuyo asalto no sea preciso atravesar lataberna?

-Las dos habitaciones destinadas al establecimiento público estáncompletamente aisladas. El resto de la planta baja y la escalera que conduce alcuarto principaltienen la entrada por la segunda puerta del corral situada atreinta pies de la que abre paso a la taberna.

-Que me place: en marchapueshacia la segunda puerta.

Felicísimo corroboró sus palabras entrando en el corraly buscando bajo elemparrado el hueco que se le designaba.

No tuvosin embargoque pasar adelante. A pocos pasos de la puerta vioaparecer en el umbral a Carrillo y a su conjunto figurónel bigotudo Arias.

-¡Qué coincidencia tan afortunada! -dijo Lozano con una sonrisa que aCazurro le pareció siniestraa Carrillo antipáticay a Arias infernalmenteendemoniada.

-Pardiez: no sé yo si debo decir otro tanto -contestó Carrillo bosquejandouna mueca burlona.

-Porque jamás me ha prodigado usted sus cortesías.

-En cambiousted nunca me ha escaseado sus botellazos.

-Amores que usted merece.

-Pero que hasta ahora habrá usted de convenir en que felizmente han sidoplatónicos.

Arias se miró los dedos que aun conservaban el olor del árnicalamentándose de que el platonismo no rezase con él.

-Procuraré que sean más efectivas las caricias que le prepara a usted miespada.

-¡Ah! Por algo dudaba yo que este encuentro fuese para mí una bendicióndel cielo.

-¿Imaginaba usted por acaso que no había de volver a buscarle siquierasólo fuese para ofrecerle una prueba contundente de que mi retirada con el finde prestar a una dama los auxilios que su estado exigíano era una fuga comousted gratuitamente suponíay mucho menos vergonzosa como usted estólidamentepropalaba?

-La verdad es qué no encuentro en esta ocasión más motivo que en otras.

-Cuando el demonio me inspira una tentación de índole traumáticacaigoirremisiblemente en ella así me prediquen misioneros franciscos. Y como latentación de ese género que hoy he experimentado ha sido la más irresistiblede que conservo memoriainvito a usted a que me siga a la salida del pueblo.

-La hora no puede parecerme menos a propósito.

-¿Por qué razón?

Porque se ha encapotado el cielo y no veríamos el acero. En cuanto a mídeclaro que no soy nictálope.

-¡Bah!no hace falta ver la hoja de la espada cuando se emplea un buensistema de ligados.

-Por otro ladotengo sed...

-Por otra partetengo empeño en ello...

-La sed de la digestión... una sed capaz de asfixiarme...

-El empeño de la venganza... un empeño capaz de todo...

-¿Sí? ¡Cáspita!

Carrillo dio principio a una serie de maniobras tácticas alrededor delvoluminoso cuerpo de su compañeroañadiendo:

-¿Qué opinas de la situaciónoh caro Polux? Mi sed es sofocantey paramí no existe la nictalopía; pero en cambioya lo has oídoeste pertinazcaballero es capaz de todo para obtener el pronto despacho del asunto en que seinteresa.

-Mi pareceres que todo puede conciliarse -contestó Arias sin perder devista a Lozano.

-Explícanos tu pensamiento.

-Entra por lo pronto en la tienda de maese Roque: abreva hasta la saciedadtus fauces excitadas por el abuso de la mojama: y si Diana vuelve a mostrarnossu radiante rostroadministra a tu provocador el chirlo que busca.

-No en vano te he tenido siempre por varón de buen consejo.

Carrillo miró después a Lozano por encima del hombro del individuo de losbigotes y repuso:

-Aceptoseñor míola solución propuesta por mi compañero: y si paramatar el tiempo quiere usted desocupar una botellaa mi turno le invito aseguirmecon tal que me prometa no tirármela luego a la cabeza.

A continuación giró rápidamente sobre los talonesy se internó en lagran sala de la taberna.

Ariasmás o menos satisfechohubo de encargarse de cubrir el movimiento deCarrillo.

Lozano con la prudencia que así propio se reconocíahabía querido evitartodo altercado en público; pero cuando la necesidad imperiosamente loreclamabasabía resignarse a hacer el sacrificiono sólo de la primera delas virtudes cardinalessino el de sus tres compañerasy hasta el de lasmismas teologales.

Presa de un acceso de cóleraFelicísimo se impulsó en pos de su enemigocon la capa recogida en el brazo izquierdoy el chambergo en la coronilla.

El pobre Cazurrovíctima del deberenderezó pausadamente por la peligrosavía en que le precedía el amo que debía a la fatalidadencomendándose confervor a todo el apostolado; porque abrigaba la convicción profunda de queantes de cinco minutos no iba a quedar en la taberna títere con cabeza:

Cuando Felicísimo ingresó en el salónse hallaba éste ocupado por unadocena de bebedores.

A la luz de dos quinqués de reverbero fijos en las paredespronto echó dever el caballero que Carrillo no se había detenido en aquella estancia.

La persecución continuó inmediatamente en el departamento del despacho.

Al presentarse Lozano en la puertael hombre de la capa de grana comenzaba apronunciar un íntimo y animado discurso a don Roque Sonicheel cual le oíacon los codos apoyados sobre el mostrador.

El alcalde levantó la cabeza; y al ver a Felicísimoen cuyo aspecto podíaencontrarse todo menos benevolencia y composturapronunció con aire severo:

-Ahel joven acompañante de la señora condesa de Bari. Supongocaballeroque no vendrá usted con el propósito de volver a introducir la perturbacióndel escándalo y de la riña en este honrado establecimiento.

-Supone usted bientío Soniche -contestó Lozano con los ojoscentellantes:- por el contrarioa lo que tengo es a impedir que perturbe lataberna este gaznápiro sacándole de aquí por una oreja.

-¡Tío Soniche!... ¡taberna!... ¿qué cultura de lenguaje es esa?-exclamó el alcalde indignado.

-¡Gaznápiro!... ¡por una oreja!... ¿Qué género de insolencias es ese?-gritó Carrillo enardecido.

Lozano se despejó el camino asentando vigorosamente un puntapié a uncamarero y una puñada a Ariasy se adelantó con la diestra de tal modoinclinada hacia el aparato auditivo izquierdo de Carrilloque éste comprendióque las palabras de su enemigo no habían sido una simple figura retórica.

Apenas hubo adquirido esta evidenciaEulogio dio un salto de costado ydesapareció detrás de una barrica de triple aníssegún cantaba elrótulo.

Para el hombre que debía a la naturaleza y al arte puños tan sólidos comolos de Felicísimouna barrica no pertenecía al número de los obstáculosinsuperables.

El tonel fue removido; y después de ofrecer a todas las miradas unextraordinario movimiento de vaivénse desplomó en el suelo con extruendo.

Rota por el golpe la espitael aguardiente comenzó a extravasarse conplácido murmulloy a distribuirse en la estancia con extricta sujeción a lasleyes de la gravedad.

Increíble parecería que hubiera cosa alguna que pudiera aumentar laconfusión que reinaba en aquel antro de carrerasde gritos y de golpes; ysinembargoocurrió todavía un suceso imprevistocapital nefasto.

En uno de los movimientos que hizo Lozano para tratar de asir a su ágiladversarioderribó la palmatoria que yacía sobre el mostrador; ycomo elgenio del mal no desperdicia ocasión alguna para que todo acontezca en el mundode la peor manera posiblela bujía en vez de apagarse en su caída como eranatural que sucedieseno sólo se quedó ardiendo en el suelosino que fueprecisamente a hacerlo en uno de los cursos que seguía el libre triple anis.

Pocos segundos despuésla habitación era un volcán de llamasy cuantosen ella respiraban salían bramando atropelladamente a la estancia contigua comobotan los conejos de la boca donde acaba de penetrar un hurón.

El desventurado Soniche no se daba punto a gritar:

-¡Agua!... ¡agua en abundancia!

Pero ni la corta porción que en estado de pureza había disponible de eselíquidoni la cantidad exhorbitante que del mismo contenía el vinofueronsuficientes a sofocar el incendio.

Por el contrarioel salón principal empezaba a ser invadido por arroyos defuegoque serpenteando en distintas direccionesse apoderaban de los bancos ysillasse encaramaban por las mesasy propagaban la destrucción por todaspartes.

Cuando los circunstantes adquirieron la certidumbre de su impotencia paraatajar los extragos del voraz elementolos unos proyectaron reclamar auxiliosexterioreslos otros pensaron en salvarse a si mismos.

Todos los ojos se volvieronpueshacia la única salida practicable.

Pero la dispersión general que estaba a punto de determinarsey la reunióndel vecindario que traería como consecuencia indeclinablehubieran dado altraste con los propósitos de Lozano.

Antes que consentir en que el incidente de la barrica fuese a ocasionar unresultado tan perversoel rencoroso joven habría visto impasible la inmensahoguera de Troya.

De un vuelo se estableció en la puerta antes que nadie tuviera tiempo deganarla; desenvainó la espaday exclamó con acento bastante potente paradominar los gritos de los concurrentes y los ruidos del incendio:

-¡A micobarde Carrillo! ya que has tenido el mal gusto de elegir estapalestrani la abandono yo ni permito que salga de ella ser viviente hasta queme hayas dado satisfacción cumplidaasí se nos desplome encima la calcinadacasa.

-¿Pero qué es lo que dice ese insensato? -profirió el alcalde en cuyacabeza no cabía el pensamiento emitido por Lozano.

-¡Condenación! -rugió Arias apagando apresuradamente la cola de su capa:-dice un absurdo que no seremos nosotros los que le consintamos realizar.

-¡Nobravas gentesno se lo consintáis! -chilló Soniche animando a todoel mundoy representando dignamente en aquel mar ígneo el papel del capitánAraña.

En la habitación había diez y ocho hombres dominados por el espantoazotados por las llamassofocadospor el humo; no se necesitaba un granesfuerzo para impulsarlos contra el extravagante que tenía la pretensión deimpedirlos que pudieran respirar el aire libre.

Algunas espadas y muchos puñales brillaron al rojizo resplandor del fuego.

-¡Al diablo el pisaverde!

-¡A degüello el espadachín!

-¡A la hoguera con élya que la le gusta el humo!

Tales eran los alaridos que salían de aquel cráter en erupción.

Felicísimosin embargono tenía la menor predisposición a impresionarsepor las amenazassobre todo cuando estaba en guardia. La espada que manejabasilbaba como una serpientey estaba en todas partes en una zona de tres varas.

Los primeros adversarios que se aventuraron a invadir ese terreno peligrosose retiraron ensangrentadosexhalando ayes los unosjuramentos los otros.

-¡A míCarrillo!... ¡A mímiserable! -proseguía gritando Lozano.

Soniche empezó a temer que la puerta fuese menos forzable de lo que habíacreído; y entretanto veía que se le quemaba la casaque los licores mejorelaborados alimentaban la combustión y que se consumaba la más espantosa delas ruinas.

En trance tan amargoel cuitado alcalde volvió los ojos hacia el hombrerequerido por el incontrastable esgrimidor.

-Easeñor de Carrillo -pronunció:- un poco de buena voluntadylibértenos usted de este bandido. Lo está exigiendo la salvación de todos.

Para Carrillo la petición de Soniche significaba en buen romance que seaviniera a sacrificarse por docezafios ganapanes y cuatro trastos mugrientos.A la verdadni el personal ni el material tenían bastante importancia a losojos del hombre de la capa de grana para que él acogiera la moción con muchoentusiasmo.

Habíano obstantequien anhelaba el sacrificio en cuestión tanto al menoscomo el alcalde mismo. Nos referimos a Felicísimoel cual en el límite ya dela expectación y de la pacienciacreyó podía serle lícito arriesgar unalbur algún tanto atrevidodespués de la cordura de que estaba dando ejemplo.

-¡Cazurro! -gritó a través de los dientes apretadosy sin volver un puntola cabeza.

-Heme aquíseñor -contestó a espaldas del caballero una voz atribuladaque parecía salir de la pared; tan incrustado estaba en ella el individuo quehablaba.

-Monta tus pistolas -repuso el joven:- colócate en el hueco de la puertaydispara sin compasión a quema-ropa sobre todo el que pretenda salir de lataberna.

Cazurro amartilló las armasy presentó sus cuatro formidables cañones enbatería.

Sonichea pesar de que no era de los más próximosdio dos pasos atrásexpeluznado.

Lozano entonces dirigió su mirada de halcón al lugar que ocupaba Carrilloy haciéndose preceder de cuatro centellantes cuchilladascayó de improvisosobre aquel enemigo nunca al alcance de la mano.

Sabía Felicísimo por una no interrumpida serie de experiencias queacercarse a Carrilloera encontrarse con Arias. No le sorprendiópor lotantoque a la sazón ocurriera el mismo imprescindible acontecimiento.

Pero las interposiciones más o menos expontáneas del bigotudo figurónhabían llegado a saturar en grado suficiente la bilis de Lozano; y decididoéste a que aquella importunidad fuese la últimase desembarazó delimportunofulminándole a la cabeza un corte y un revésen el espacio de unsegundo.

El tajo cortó a Arias la oreja izquierda; el revésuna respetable porciónde la megilla derecha.

El malaventurado égida de Carrillo soltó la espada y cayó aturdido sobreel pavimento.

Los más próximos circunstantes comprendieron que la intención delacuchillador no era entenderse con ellosy huyendo el bulto en lo posible atodo contacto con Carrillose avinieron tácitamente a ser testigos del duelo.

Felicísimo no se encontrópuesen presencia del hombre de la capa degrana sin que mediase entre ambos otra cosa que sus sendos aceros.

-¡Al fin!... -articuló maquinalmente Lozano con el suspiro del asiduojugador de lotería que llega a obtener el premio gordo.

Eulogio convino en que su situación no carecía de gravedad; el insoportablecalor que sentía en la espaldale hablaba de la proximidad del fuegoy porconsiguiente de la absoluta falta de línea de retirada; el terror que observabaa uno y otro lado en todos los rostrosno le permitía contar con apoyo algunoy el adversario que tenía enfrente era un tirador de primera fuerza.

Había necesidad de acudir a todos los recursos.

Carrillo fijó los encendidos ojos en un ser que debía existir dos pasosdetrás de Lozanoy exclamó con la faz radiante de esperanza:

-¡Hip!... ¡hiérelevive Dios!...

Felicísimo volvió rápidamente a medias la cabeza.

Carrillo partió a fondo en el instante mismo...

Pero Lozano no era esgrimidor que incurriese en falta tan seria sin haberpreventivamente ocurrido a las consecuencias que pudiese arrastrar. Al volver elrostrohabía trazado a todo evento con la espada un semicírculo de sétima; yal mismo tiempo que adquiría la evidencia de que no fueron otra cosa que unaestratajema las palabras de Carrilloparaba el golpe que éste le asestó a latetilla.

Si en alguna parte de la esgrima dejaba de tener rival Felicísimoeraseguramente en las respuestas.

Carrillo pudo levantarse sobre la pierna izquierday recojer el brazoapoyando la vuelta a la guardia con una contra de cuarta; pero fue impotentepara evitar que el acero enemigoligero y sutil como una vívorale siguierala contra hasta doblarlay le alcanzase el pecho por debajo de la clavícula.

La estocada era grave. El hombre de la capa de grana se cubrió por instintola herida con la manoy se desplomó de espaldas inerte.

Todavía pudo obtener algún buen oficio de Arias en situación tan triste.

El robusto pecho del bigotudo sirvió de almohada a la pálida cabeza deCarrillo.

Estaba terminada la misión de Lozano en la que fue tabernay ya no era otracosa que una sucursal del infierno.

El joven volvió a levantar la invicta manodescribió un formidablemolinete que le abrió camino hasta la puertaarrastró detrás de sí aCazurro y emprendió a través del corral una retirada digna de ser cantada porotro Xenofonte.

Roque Sonichesus dependientes y los parroquianosse lanzaron fuera de laestancia apenas vieron expedita la salida; pero no se ocuparon en perseguir alhombre funesto causa de tanto extragosino en reclamar auxilio en todos lostonosproveerse de azadones y poner en movimiento los cubos del pozo.

-¡Señor... señor... he ahí nuestra obra! -exclamó Cazurro cinco minutosdespués sobre una eminencia de la campiña.

La obra en que el aterrado mancebo se atribuía parteera un inmensoresplandor que como una aurora borealteñía de rojizo color la atmósferapoblada por los ecos de siniestros crugidosde gritos insensatos y de incesantecampaneo.

-¡Pardiez! -contestó Lozano:- di más bien que es la obra del diablo.

Capítulo XXXI.

De cómo mirando las estrellas hay posibilidad de ver tambiénlas ventanas.

El tiempo que da de sí para todo cuando se le administra bien el cursocorrespondió a los cálculos de Lozano.

A las once de la noche estaba de vuelta el joven en la casa donde sehospedaba la condesa dispuesto a consagrarse a su proyecto con el alma y lavida.

La dura ejecución que Felicísimo acababa de permitirse había desembarazadosatisfactoriamente su ánimo de todo género de preocupaciones personales.

La expedición a los Morales se aplazóno obstantepor dos horas apropuesta de Elina. El buen éxito del plan de la dama descansaba sobre la basede la falta de vigilancia en los guardianesy convenía dar lugar a su sueñoen cuanto la prudencia aconsejase.

Entretanto se meditó acerca de los detalles de la empresase prepararon losobjetos que habría necesidad de utilizary se procuró dejar al acaso el menornúmero posible de contingencias.

La condesa reiteró a Lozano las noticias que debía a los marquesesrelativas a los secretos de la capillay le trazó sobre un papel el plano dela planta baja de la quinta por si su conocimiento llegaba a serle necesario.

La partida se emprendió pocos minutos antes de las dos de la madrugada.

El sitio por donde Elina se proponía penetrar en el coto de los Moralesestaba perfectamente elegido.

El terreno del robledal era el más bajo de la comarcael menos frecuentadoy el cubierto por vejetación más frondosa.

El carruaje y los dos ginetes que le escoltaban se deslizaban invisiblesdesde el edificio de la granja a lo largo de la senda que atravesaba laespesura; y el mismo césped que alfombraba la cañadaamortiguando el ruido delas ruedas y de los cascos de los caballoscontribuía a ocultar el tránsitode los viajeros.

La berlina comenzó a bordear una extensa faja negra. Era el vallado deespino que por la parte oriental cerraba la posesión de Esquilache.

La condesaque asomada a la portezuela no separaba los ojos de los zarzalesdio la voz de alto al llegar a cierto punto determinado por la posición dealgunos árboles.

El lugar de la parada era el lecho enjuto a la sazón de un arroyo procedentede la granjaque iba a perderse en las vertientes del valle del robledal. Elreferido caucerespetado en gran parte por los espinosa poca costa podíaservir de paso a la berlina.

Ordóñez y Cazurro se encargaron de desembarazar el boquete de las zarzasmás incómodas empuñando sendos podones afilados en aquella misma noche.

La operación quedó terminada antes de cinco minutos.

El carruaje se introdujo acto continuo con la mayor facilidad en el recintode la posesióny se adelantó pausadamente por las rutas de más bosque haciael terreno donde se levantaba el edificio.

Los expedicionarios echaron pie a tierra en una explanada circulary fuerona ocultar el vehículo y los caballos en el espeso fondo de uno de los próximosramilletes de palmeras.

De aquella meseta arrancaba el largo paseo de los granados que seguía ladirección de los muros de la quinta por la parte de la capilla.

Elina se disponía a acompañar a Felicísimo hasta mostrarle al menos lasventanas que debía escalar. El jovensin embargopudo obtener de la condesaque no abandonase el carruajeasegurándola con el mayor aplomo que era capazde encontrar con los ojos cerrados las anormales puertas que iban a darleentrada en el edificio.

Tanto se habían debatido los pormenores del procedimiento que no se añadióobservación alguna en el instante de la separación.

Lozano se alejó por debajo de los granados seguido de Cazurro.

Quinientos pasos habría próximamente dado el joven cuando vio surjir a suderecha la oscura mole de la quinta.

Felicísimo atravesó la calle de árbolesse acercó a la pared de lavivienday dio principio al examen de las ventanas del piso bajo.

Las tres correspondientes a la capilla no podían confundirse con otras.Lozano vio inmediatamente en las vidrieras los signos de la pasión dibujadoscon cristales de colores.

Cediendo al instinto el joven se detuvo al pie de la ventana del centroyllamó a Cazurro con ese ademán de la diestra que es el mismo en la mímica detodos los pueblos.

El lacayo se reunió con su señor.

-Desarrolla tu escala -dijo Lozano con voz apenas perceptible.

Cazurro desdobló su utensilio construido con retorcida cuerda.

-Héla aquí -murmuró.

-Está bien: ahora vuelve la espalda al paseo y abre considerablemente elcompás de tus piernas.

Lo que Cazurro abrió todo lo considerablemente posible fue la boca. ¡Tanextravagante le pareció la orden que recibía!

-¡Vive Dios! -repuso Felicísimo:- ¿qué aspecto de papanatas es ese? Teexijo la posición del coloso de Rodas: ¿no la conoces?.. Apoya al mismo tiempolas dos manos en la pared... Voy a necesitar el zócalo de tus robustos hombros.

El doméstico que comenzaba a comprender el pensamiento de Felicísimosiguió puntualmente sus instrucciones.

-Buen ánimoy firmeza en los músculos -añadió Lozano:- si te flaqueanlas piernas y das conmigo en tierraten por cierto que a mi vez doy contigo enel infierno.

-Confiemos en que los votos que voy a hacer a San Cristóbal -articulóPerfecto suspirando- me prestarán la resistencia necesaria.

Con la hábil energía que Felicísimo poseía en todo género de ejerciciospersonalesse encaramó por el talle de Cazurro hasta ponerse en pie sobre sushombros.

En aquella posición el joven dominaba con el busto entero la parte inferiorde la ventana.

Entonces se dedicó Lozano a reconocer el marcoy tropezó con dos objetosque no le dejaron descontento. Nos referimos a dos pequeños pernos destinados asujetar las persianas que se colocaban en los meses de estío.

Comprobada la solidez de ambos instrumentos Felicísimo fijó en ellos laescalay pasó los pies a sus peldaños ascendiendo dos palmos con el mayorbeneplácito de Cazurro.

A continuación determinó el joven el sitio que por la parte interiorocupaba la falleba que cerraba las hojas de la vidrieray rayó profundamenteen el cristal inmediato un cuadrado de diez pulgadas de lado con el solitario deuno de los anillos de la condesa.

Un golpe seco desembarazó al cristal del cuarterón falseado. El ruido delestropicio fue moderado.

Felicísimo introdujo suavemente el brazo por el hueco libreabrió lafalleba y empujó las hojas de la ventana.

Montado sobre el marco dijo a Cazurro entonces:

-Sube.

El joven suspendió de las manos el cuerpo en toda su longitudy saltósobre el pavimento de la capilla.

La oscuridad del recinto era absoluta.

Había necesidad de esperar antes de emprender movimiento alguno.

Lozano levantó la cabeza y vio aparecerá Cazurro en la ventana.

-Recoge la escala -profirió.

Perfecto obedecióy descolgando por la parte interior la escala utilizósus peldañospara poner el pie en el suelo.

-¡Luz! -pronunció lacónicamente Felicísimo.

El doméstico acudió a la bolsa de cuero que llevaba pendiente de lacinturase armó de pedernal y eslabóny tuvo la fortuna de que prendiese layesca al primer golpe; después aplicó a la lumbre una pajuela azufrada; y porfin encendió en su azulada llama la bujía de un pequeño farol.

Cuando al resplandor de la vela pudo Lozano darse cuenta de la localidadseacercó a la única puerta visible de la capillay aplicó el oído a lacerradura durante algún tiempo.

En la parte exterior reinaba el más satisfactorio de los silencios.

Tranquilo de todo punto el joven se dirigió entonces al espacio comprendidoentre el altar y el retablo.

-Baja el farol -dijo a Perfecto hincando en tierra una rodilla.

Los ojos de Lozano buscaron y encontraron en el centro del lado derecho de labase del ara un botón de imperceptible relieve.

Felicísimo cubrió el botón con la yema del dedo pulgary acentuóprogresivamente la presión.

De repente Cazurro exhaló un grito de espantoy desapareció porescotillón.

La trampa eligió precisamente para abrirse el lugar que ocupaba eldesdichado mozo.

Las tinieblas más densas habían vuelto a recobrar su dominio.

-¡Condenación! -murmuró Lozano asomándose a la negra boca de la sima.

Y dirigiendo la voz hacia el sitio donde oía los gemidos con que Cazurro secompadecía de sí mismoañadió:

-¿Estás en la escalera o en piso llano?

-Me encuentro extendido al pie del segundo y último tramo -balbuceó elpobre lacayo-. La fatalidad no ha querido ahorrarme ni siquiera un escalón.

-¿Se ha roto el farol?

-Echo de menos algún vidrio; pero me parece que la totalidad del instrumentono ha quedado inservible; no sé si puedo decir otro tanto de una de mispiernas.

-En estas circunstancias tus piernas valen mucho menos que el farol.Enciéndele de nuevo¡voto al firmamento!

El precipitado mancebo debió ocuparse en cumplir el precepto de Lozanoporque éste volvió a oír los golpes del eslabóny al poco tiempo vio latenue llama azufrada.

Apenas pudo vislumbrar Felicísimo los empinados peldaños de la escaleraseapresuró a descender a la bóveda.

Al terminar la bajada estaba otra vez la bujía del farol en el plenoejercicio de sus funciones.

Lozano tendió en torno una mirada excrutadora. La pequeña criptacorrespondía de tal modo a la idea que de ella había formadoque no creyóque fuese aquella la primera ocasión en que la contemplaba. El sepulcroempotrado de lado en la pared y la cruz superpuestano se habían movido de susitio.

-Coloca el farol en una de las hornacinas -dijo Felicísimo a su lacayo:- novolvamos a comprometerlesi por acaso experimentaras una nueva sorpresa.

-¡Cómo señor! -exclamó Cazurro aterrado:- ¿corro ese peligro todavía?

-Estamos en una campana misteriosa y quizá vamos a cometer una profanación.

-Por mi partelíbreme Dios una y mil veces.

-Habré de aceptar la responsabilidad de tus crímenes. Dirígete alsepulcro.

-Señor: confieso que preferiría dirigirme a cualquier otro punto.

-Aquí no se trata de tus preferencias. El sepulcro es el inevitableperopor fortuna cómodo lecho del descanso eterno. Ademásal hacer que teaproximes a ese término de todas las desdichaste encamino también hacia elsigno consolador de la redención. Levanta tu mano derecha.

Perfecto obedeció maquinalmente.

-Oprime el clavo que sujeta el brazo izquierdo de la cruz de ébano quecorona el enterramiento.

Cazurro así lo ejecutó.

-¡Aprietavive Dios! -añadió Felicísimo harto de esperar en vanoalgúnresultado.

-Señorhe apretado todo lo que mis dedos permiten -contestó el lacayo.

-Pues elige motor menos delicado que tus dedos.

El doméstico volvió a acudir a su eslabóny le apoyó con fuerza en elclavo.

Un prolongado ruido metálico correspondió a la nueva presión.

La lápida de mármol que cerraba el sepulcro había girado sobre un ejecentral.

-Perfecta mente -prosiguió Lozano:- introduce ahora tus brazos en elsarcófago.

Perfecto no pudo ocultar un movimiento de vacilación.

-Te respondo de que no has de encontrar restos humanos -repuso Felicísimo.

La afirmación del amo prestó aliento al criado. Las manos de éstedesaparecieron en el fondo del sepulcro.

-¿Qué encuentras? -preguntó Lozano.

-Una al parecer caja -contestó Cazurro.

-Sea su parecido el que quieraprocede a la extracción.

-¡Cáspitaseñor!...

-¿Qué te ocurre?

-La caja no contiene esponjas.

-Me inclino a creer que estás en lo cierto. Pero acaba.

Perfecto apeló seriamente a sus puñosy colocó la caja sobre el pavimentode la cripta.

-Reincide en tu investigación exhumadora -dijo Felicísimo.

Los dedos de Cazurro escarbaron de nuevo en el sarcófago.

-¿Topas con algo? -exclamó el caballero.

-Con otra caja gemela de la primera -contestó el lacayo.

-Respeta los lazos de la familia: saca también esa caja y reúnela con suhermana.

El precepto fue ejecutado.

Lozano volvió a empujar la lápiday el enterramiento se cerró con ungolpe extridente.

Acto continuo el joven extrajo el farol de la hornacinay repuso:

-Ha llegado el momento en que veamos si eres más perfecto para subir lasescaleras de las bóvedas que para bajarlas. Toma las cajasy sigue la luminosaestela que va a trazarte mi mano.

-Preciso seráseñorque realice el transporte en dos expediciones-insinuó Cazurro:- las cajas pesan abrumadoramente; la escalera es tan empinadacomo los cuernos del diabloy la pierna derecha cada vez me exige másatenciones.

-Reniego de tu pierna derecha... No estamos para perder el tiempo idas yvenidas.

Felicísimo levantó del suelo uno de los cajones con una facilidad queavergonzó a Cazurroy se internó en la escalera.

El lacayo hubo de apresurarse a seguir el ejemplo que le daban para noquedarse a oscuras.

Cuando ambos jóvenes estuvieron en la capillaLozano cerró la trampa y fuea escuchar de nuevo en la puerta.

Ni cerca ni lejos se dejaba sentir rumor alguno.

-Ata las dos cajas -dijo el caballero volviendo de su exploración:- eso tefacilitará las operaciones posteriores.

-¿Con qué cuerdaseñor? -murmuró Perfecto.

-Con cualquiera que sirva al mismo tiempo para ahorcarteoh nulidad de losnulos. Busca y encuentra¡mil rayos! Bien cerca tienes el cordón de unacortina.

Herido el mancebo en su amor propiovolvió rápidamente la cabeza hacia elsitio que se le indicaba; vio colgaren efectolas recamadas cortinas delretablo; desenvainó la tizona con tanta gallardía como hubiera empleado elmismo Tristán de Ayala; empuñó uno de los cordones descendentesy le cortóde un soberbio tajo por la parte más alta.

Las dos cajas estuvieron sólidamente ligadas en poco tiempo.

Mientras Cazurro terminaba su obraFelicísimo colocó bajo la ventana unamesilla que encontró en un rincón y saltó sobre ella.

Tan pronto como se hubo asomado al paseo de los granadosretiró la cabeza yapagó la bujía del farol.

Dos hombres que avanzaban en dirección opuestaacababan de detenerse debajode la ventana.

-¡Quién va! -pronunció el uno.

-Va Justo Moronseñor trompetero Reinoso -contestó el otro.

-Ah¿eres tú?

-En cuerpo y alma.

-¿Y a donde te diriges?

-¡A buscartepardiez!

-¿Con qué motivo?

-Tu tardanza exasperaba al alguacil.

-Bah ¿supone que me he estado en Alcázares con las manos en los bolsillos?

-No podré decirte lo que supone; pero sé que se consume de impaciencia porconocer lo que ha ocurrido en el pueblo.

-A bien que el suceso es de poca monta.

-¿Hablas con formalidad?

-A estas horas la casa de Roque Soniche es un montón de escombros.

-¿Qué estás diciendo?

-Todos los esfuerzos del vecindario han sido inútiles: el incendioúnicamente se ha extinguido cuando nada ha tenido que devorar.

-¡Qué desolaciónsobre todo si ese acontecimiento pudiera influir en quemañana no se nos atendiese con el relevo correspondiente! -murmuró Moronpensativo.

-¡Ahsí! -replicó Reinoso:- lo mismo piensa ahora maese Soniche en turelevo que en mi trompeta.

-¿Lo crees así?

-Tenlo por cierto.

-¡Maldición! ¡Y yo que contaba con tener libre el día!..

-En efecto: ocurre a mi memoria la cuchipanda campestre en que te proponesretozar con la gorda Mari Tobías.

-La muchacha merece que se la obsequie: y por otra partede algún modo hade celebrar un tío el nacimiento de un sobrino que apadrina.

-Pues por esta vez habrás de aplazar tu fiesta.

-Hum... el caso es que no está uno para tirar el dinero... Si al menospudiera prevenir a mi hermana Nemesia... EscuchaReinoso: tú has sido pastory por consiguiente eres un sabio: ¿quieres decirme por la posición de lasestrellassi tendré tiempo para ir al valle del juncaly para estar de vueltaantes de que despunte el día?

-Creo que más bien deberías dirigir a tus piernas la pregunta.

-Los remos no son malos; pero si se les pidiera lo imposible... vamosechael cartabón.

El trompetero levantó lo cabezay permaneció en contemplaciónastronómica por espacio de algunos segundos.

-Y bien¿qué hora es? -insistió el apremiante Moron.

-Pues es la hora en que veo que está abierta una de las ventanas de lacapilla -respondió Reinoso arqueando las cejas;

-Imposible.

-¡Cómo que es imposible! ¡Alza la vistavoto a tal!

Durante el corto tiempo que Moron invirtió en echar atrás la cabeza laentreabierta hoja de la vidrierahabía girado suavemente sobre los gozneshasta unirse con su compañera.

-Que el diablo me lleve si atisbo semejante apertura -pronunció Justo:-ademásla requisa de esta noche ha corrido precisamente de mi cuentay puedoasegurarte que las tres ventanas de la capilla quedaron cerradas.

-¿Sí?... la vidrierano obstanteestaba abiertay se ha entornado movidaal parecer por el aire. Hem... esto es turbio. ¡Mil infiernos! Quisiera yosaber a qué género de viento pertenece el que empuja las hojas de lasventanasy no me acaricia a mí los mofletes.

-Debe pertenecer al género de los vientos de buen gusto.

-OyeMoron: ¿no suele estar por estas inmediaciones el ciempiés de lapoda?

-¡Cómo! ¿Piensas valerte de tan infernal artificio para entrar en lacapilla a riesgo de romperte el bautismo cuando tienes franca la puerta por laparte interior de la quinta?

-Por esta vez has hablado como si tuvieras entendimiento... Sígueme.

-Reinoso: ¿y mi aviso a Nemesia?

-Te queda todavía más de media hora de noche.

El trompetero y Moron se pusieron en marcha.

Lozanoque había vuelto a entreabrir las vidrieras y a sacar la cabezasiguió con la vista a los dos individuos hasta que doblaron el ángulo deledificio.

Entonces descolgó la escala por el muro del paseoy dijo rápidamente aCazurroal mismo tiempo que pasaba una pierna al otro lado de la ventana.

-Alárgame las cajas en el momento en que pise la huertay no te descuidesen descender tú mismo aunque sea de cabeza. Te advierto que se interesa en ellola integridad de tus lomos. Hay malsines que van a abrir esa puerta hierro enmano.

La sanción penal de la demora era demasiado grave para que fuese mirada porCazurro con indiferencia.

Apenas se encontró en el suelo Felicísimovio a su lacayo maniobrando conlas pesadas cajas en el marco de la ventana.

El precioso bulto pasó de las manos de Cazurro a las de Lozanoy fuedepositado en tierra. El doméstico saltó a continuación.

-Carga con el fardoy paso redoblado -dijo en el acto el caballero.

-Ahseñor -gimió Perfecto:- yo no sé si una vez cargado conservarán mispies las facultades de esa acelerada locomoción; pero desde luegoreconozcoque no podré echarme al hombro las cajas sin auxilio.

-Ayúdate y te ayudarédice el sagrado texto.

Nunca como entonces tuvo la inspirada palabra tan puntual cumplimiento.

Acababa Cazurro de iniciar un esfuerzocuando se encontró el bulto encimaen la posición menos incómoda.

Sólo faltaba emprender la marchay el mancebo lo hizo con la mejorvoluntad.

Felicísimo y su impedimenta siguieron la calle de los granadosque porfortuna evitaba toda posibilidad de extravío.

Pero el paseo era largo; y durante su tránsito tuvo tiempo Lozano paraentregarse a insoportables reflexiones acerca de la degeneración de la razahumana desde el siglo cantado por Homeroal oír los suspirosel pasoinciertoy el jadeante aliento del pobre Cazurro.

De temer era que aquella acémila perfeccionada necesitase reemplazo a pocoque el camino se prolongara.

La Providencia no tuvo a bien permitirlo. El lacayo pudo llegarsiquierafuese con el alma en los dientesa la plazoleta que sirvió de punto departida.

Dos sombras de forma humana que se lanzaron fuera del bosquecillo depalmerasofrecieron a los jóvenes la más grata de las acogidas.

Elina radiante de alegría tendió las manos a Felicísimoque las estrechócon delirio.

Ordóñezposeedor de una robusta musculaturaalargó los brazos a Cazurroque depositó la mitad de su peso en ellos con la mayor generosidad.

Durante el breve espacio de tiempo que los criados invirtieron en colocar lascajas en lo interior de la berlinael caballero satisfizo a la carrera lasapremiantes preguntas de la condesa acerca del curso de la empresa tanfelizmente terminada.

Sin perder un segundoElina se apoyó en la diestra de Lozano para subir alcarruajey el auriga ocupó su pescante.

En cuanto a Felicísimo y Cazurrose encaminaron al punto donde estabanatados los caballos de sillaque era un ramillete de palmitos situado a treintapasos.

Acababa Ordóñez de torcer las riendas para tomar la vuelta del robledalcuando un hombre que se arrastraba entre el follajese irguió de repente ysujetó por el freno los caballos.

-¡Ehcamarada! -exclamó el aparecido:- equivocas el camino.

-¡Cómo que equivoco el camino! -pronunció Ordóñez sorprendido.

-Evidentemente: la dirección que eliges no es la de la quinta.

-No es a la quinta a donde yo me dirijo -replicó la condesa asomándose a laportezuela.

-Pero es donde la viajera debe dirigirse -replicó el recién llegadoencuyo cinto brillaba una trompeta dorada.

-Oh... ¿qué quiere decir eso?

-Que en la granja existe calabozo donde poner a buen recaudo a los que robancon escalamiento y fractura.

-¡Miserable! -exclamó la condesa pálida de ira.

Y volviendo la cabeza hacia la parte posterior del carruajeañadiólevantando la voz:

-¡A míseñor de Lozano!

El joven que acababa de saltar sobre su Moroacudió presuroso alllamamiento de la dama.

Elina le dijo apenas se acercó:

-Permito a ustedseñor de Lozanoque haga soltar a ese hombre miscaballos.

Felicísimo se hizo cargo de la situación a la primera ojeaday pronuncióabordando al trompetero:

-¡Ahel astrónomo Reinoso pretende detener el carruaje de la señoracondesa!

-Hay motivo -rugió el aludido.

-Apreciación errónea. Eavaya soltando esos frenos el trompeteroaunquesólo sea en gracia de la suavidad con que se lo suplico.

A estar Reinoso en el pleno uso de la palabrahabría podido preguntar dequé clase de suavidad se le hablaba; porque era lo cierto que se le habíaposado en el pescuezo la mano de Lozanoy así la encontraba de suave como lacuerda de la horca.

La progresiva asfixia que experimentaba inspiró al trompetero un arranquedesesperado. Soltó el frenodesenvainó la facay asestó un golpe de puntaal pecho del caballero.

Felicísimosin embargoexpiaba todos los movimientos del trompeteroy leseparó oportunamente el brazo con la mano izquierda.

-¡Ohgran gaznápiro! -profirió:- ¡De ese modo me pagas la atención deno haber empleado contigo ni el hierro ni el fuego!

Moro dio un bote. Al mismo tiempo la espada de Lozano trazó un relámpago enla atmósferay cayó con siniestro silbido sobre la cabeza del trompetero.

Después de ensayar la conservación del equilibrio mediante algunostraspiésReinoso se resignó a acostarse al pie de una palmera.

Desde el punto en que Ordóñez vio libres sus caballos hizo crujir la fustay sacó el coche a la explanada.

Elina en tanto elevaba los ojos y el corazón al cielo impetrando laclemencia divina por la bárbara ejecución que en un acceso de soberbia habíatenido la insensatez de ordenar.

Los caballos de la berlina cruzaron al trote largo la huertael colmenarlos tallaresy descendieron las vertientes del valle.

El curso del arroyo condujo en breve a los fujitivos al boquete de losespinos.

Comenzaba Ordóñez a disminuir la velocidad de sus potros para franquearaquel difícil pasocuando resonó en la campiña un eco penetrante.

Una trompeta monstruo estaba entonando con furor el toque tradicional decala-cuerda conservado en los institutos militares no obstante la introducciónde la piedra de chispa en la arcabucería.

Lozano aprovechó la circunstancia de que no pudiera oírle la condesa acausa de la distancia que le separaba de la berlinapara expectorar el másredondo de los votos.

Tal vez era la primera ocasión en que el joven Felicísimo quedabadescontento del vigor de su puño derecho y del temple de la espada de Rosillo.

Capítulo XXXII.

Donde Cazurro hace un blanco sorprendente.

La berlina había salido del coto de los Morales y avanzaba a buen paso porla cañada del Robledal.

Prescindiendo del alarmante alhalí con que atronó la arroyada la trompetade Reinoso ni más ni menos que la del juicio final conmoverá en su día elvalle de Josaphatlos viajeros tenían un motivo poderoso para no perder eltiempo. La forzada salida por el boquete de los zarzales llevaba aparejada lanecesidad de un rodeo de más de media legua para llegar a la carretera deCartagena.

Los accidentes de la zonaque se recorría ponían a prueba la habilidad deOrdóñezimpacientaban a la condesa y exasperaban a Lozano.

Numerosas fueron las veces que los fujitivos volvieron la vista atrás; peronunca observaron signo alguno de la persecución con que contaban.

El hecho podría ser providencial para la condesainexplicable y sospechosopara Lozano: constituíasin embargopara ambos una circunstancia favorableque convinieron en no desaprovechar.

Felicísimo recomendó al auriga toda la rapidez compatible con la corduraElina le autorizó hasta para ser imprudentey el carruaje cruzó a la carreramatorrales y baches comprometiendo seriamente más de una vez el equilibrio.

A los veinte minutos de desatentada locomoción los primeros destellos de laalborada ofrecieron a los ojos de los viajeros la blanca faja del camino realque conduce al tercer puerto del Mediterráneo.

Sabido es que para los marinos la costa española del Mediterráneo sólotiene tres puertos seguros: JulioAgosto y Cartagena.

La vereda que seguía la berlina comenzó a verse estrechada entre unaprofunda zanja y un espeso chaparral.

Dos cruces toscas de conmemoración siniestra enclavadas a veinte pasos unade otra atestiguaban que aquel lugar abrupto no carecía de necesidad deredención.

El punto por donde la senda desembocaba en la calzada era conocido en lacomarca con el nombre de Paso de los lobos.

Repentinamente resonó un agudo silbido; Moro se encabritóy los caballosdel carruaje se arremolinaron.

Los troncos de los árboles parecieron abortar por todas partes una cuadrillade hombres que gritaban como energúmenos y blandían diferentes armas.

No obstante la confusión del primer momento Lozano con su habitual sangrefría pudo contar hasta siete adversarios entre los cuales tres empuñabanescopetas.

Pero mientras el caballero consagraba su atención a la rápida inspeccióndel terrenoMoro presa de un vértigo inconcebiblegiró sobre sí mismovacilante en la dirección del barranco.

Una mirada bastó a Felicísimo para explicarle la impotencia en que estabacon respecto al dominio del potro. El animal tenía uno de los pies enlazadoyla cuerda lo arrastraba hacia el precipicio.

El joven se apresuró a desnudar la espada y trató de cortar el lazo; peroya no era tiempo.

El caballo dio un resbalón y desapareció en la profundidad de la zanja.Lozano apenas tuvo lugar para sacar los pies de los estribosy para aferrarsecon la mano izquierda a un tomillo que halló en el borde del foso.

Dos hombres radiantes con la alegría del triunfo se precipitaron a la vezsobre el caballero. En aquella crítica situación Felicísimo no pensó uninstante en que el barrancosi llegaba salvo a su fondopodía ofrecerle unaretirada segura: por el contrario cogió con los dientes la empuñadura de laespadase suspendió con ambas manos del tomillopor fortuna de sólidasraícesy trepó con la agilidad de una cabra hasta el terreno horizontal.

La catástrofe de Moro era doblemente sensiblepor cuanto en su silla ibanlas pistolas de arzón; pero mientras Lozano conservase su espada no estaba todoperdido.

Tenía todavía una rodilla en tierra el joven cuando se encontró entre susdos enemigos. El uno enristraba un chuzo; el otro enarbolaba la culata de suescopeta a manera de maza.

Felicísimo se fijó en el segundo; y sin dejarle tiempo para que descargaseel inminente golpele asestó al estómago una estocada de abajo a arriba.

En tanto que el herido caía de espaldas maltrechoLozano se sustraía a lapunta del chuzo tendiéndose en la arena e imprimiendo al cuerpo un rápidomovimiento de rotación.

Una vez fuera del alcance de la amenazadora partesanael joven se puso enpie de un saltoempolvado y descompuestopero vencedor y terrible.

La ojeada que tendió en torno le enteró de la situación.

El carruaje había sido detenido por dos hombresy Cazurro estaba haciendouna verdadera campaña defensiva de hábiles evoluciones tácticas para impedirque otros dos encarnizados adversarios lograran asirle la brida del trotón.

Aun quedaba un quinto enemigoel alguacil de Alcázaresque se adelantabaespada en mano a reforzar al hombre del chuzo un tanto vacilante en presencia dela triste suerte del que le había acompañado.

Felicísimo esquivó el encuentro con Milcoces merced a una carrera deflancono como se huye de un contrariosino como se evita un importunoycayó sobre los asaltadores de la berlina a la manera que se desata el rayo.

Los dos hombres sintieron la espada del joven antes de darse cuenta de sullegaday se apresuraron a soltar los caballos y a retroceder algunos pasospara acudir ante todo a la propia defensa.

-¡Adelanteseñora!.. ¡A escape Ordóñez! -gritó Lozano:- el caminoestá libre: yo me entenderé con estos tunos.

La condesapálida como un cadávercontestó más que un cadáver fría.

-Por esta vez estoy resuelta a no separarme de usted.

Y detuvo con un ademán el instintivo movimiento que para partir hizo elcochero.

En aquel momento los dos escopeteros apuntaron simultáneamente aFelicísimo. La posición que este ocupaba junto al carruaje comprometía aElina.

El joven se impulsó de un brinco hacia un grupo de encinasy se ocultóentre sus troncos a tiempo en que estallaba la doble detonación.

Algunas verdes cortezas volaron en pedazos en torno del caballero.

Si instantáneo había sido el eclipse de Lozano velocísima fue también sureaparición.

Los escopeteros le vieron llegar a través del humo que aun los envolvía.

Uno de ellos apeló al prudente recurso de la fuga: el otro esperó a piefirme armando el cañón con el cuchillo de monte.

Felicísimo cayó como un huracán sobre el atrevidoparó el golpe que estele asestabay le sepultó la espada en el pecho.

La ira del joven tocaba en los límites del frenesí: lo demostraba el enconocon que hería de puntaprocedimiento de riña que no le era habitual.

Todavía no estaba en tierra el hombre atravesadoy ya Lozano le habíaarrancado de las manos la escopetay la inutilizaba de un golpe contra eltronco de un árbol haciendo saltar en pedazos cajagatillo y cazoleta.

La pérdida del segundo combatiente hizo reflexionar al alguacil. No habíaeste oído hablar en su vida de los Horacios ni de los Curiacios; perocomprendía que a poco que continuase la serie de luchas parciales podía llegara darse el caso de que no le quedase un hombre.

Milcoces atronó con su voz de mando el paso de los lobos.

-Aquí RoquetMoronSalelles...! ¡Aquívoto a los once cielos!..¡Acabemos con este endriago!

El movimiento de concentración ordenado por el alguacil se llevó a efecto.

Felicísimo que no quería alejarse mucho de la berlina gritó a Cazurro elcual continuaba corriendo bordadas delante del más tenaz de los que leperseguían:

-Perfecto: apodérate de la escopeta que yace en el arcén de la zanjaydescárgala sobre esos bandidos.

El lacayoatento a la orden que recibíaaprovechó la ventaja que en cadahuida sacaba el caballo al peatónse acercó al barrancoinclinó el cuerpotodo lo posible asiéndose al borren de la silla con una manoy levantó con laotra la escopeta felizmente empinada por el abdomen del que la poseía; el cualjadeante y semi-extinto no se opuso en lo más mínimo al despojo.

El mancebo montó el arma conquistada a riesgo de un revolcónla encaró alenemigo que le acosabay tiró del gatillo volviendo la cabeza como hacen losmatadores de toros de corazón no empedernido en el momento de herir la res.

El estruendo del escopetazo siguió al movimiento de Cazurro; pero ¡cosaextraña! la bala se llevó el sombrero chambergo del cochero Ordóñez situadoa treinta pasos y no por cierto en línea recta del individuo que parecía habersido objeto de la puntería.

El asustado auriga se llevó presuroso ambas manos a la cabeza para examinarsi con el sombrero había emigrado alguna parte del cráneo.

-¡Cuerpo de Dios! -murmuró-; ¿tira ese mozo a la contraria o al mingo?

Entretanto avanzaban contra Lozano MilcocesRoquet y Moron no separadosentre sí por más distancia que la absolutamente necesaria para tener libertadde movimientos. Salelles marchaba a retaguardia de la línea atacando a todaprisa la escopeta.

Dos espadas y un chuzo no eran para Felicísimo un armamento temible.

En vez de esperar la embestida el joven abandonó los árboles y atacó elflanco de la línea enemiga donde figuraba el alguacil.

Milcoces envuelto en un ciclón de cintarazos sintió dos veces el hierroglacial de aquel terrible adversarioy acabó por perder la espada lanzada adiez varas de distancia a impulso de un batido incontrastable.

Después de estender los brazos en demanda de apoyoel alguacil con los ojosnublados por la sangre que le cubría el rostrose plegó sobre sí mismoydio en la yerba con la frente.

Pero ni Milcoces estaba privado de sentido ni las fuerzas le habíanabandonado; y arrastrándose hasta Lozano se aferró a sus pies con las garras.Si le faltaba un arma con que ofender al vencedoral menos privándole delibertad de acción podía contribuir a que le hirieran otros.

Desde el primer momento pugnó Felicísimo por sustraerse a los peligros desemejante posición aplicando a los dedos del alguacil la punta de la espadasiempre que le daban lugar los golpes que sin interrupción le asestaban Roquety Moron; pero el herido más cegado por el instinto de la venganza que por lasangre y el dolorde tal modo se había abrazado a las piernas del enemigoqueno era seguro que las soltase ni aun después de adquirir la rigidez de lamuerte.

La situación se agravó todavía.

Salelles que acababa de echar la cazoleta de la escopeta se adelantóexclamando con voz de trueno.

-¡A un lado Roquet!... ¡déjame fusilar a ese perro rabioso!

Cuando Lozano se vio apuntado poco menos que a quema-ropa dio tres botesfuriosos en distintas direcciones. En ninguno de ellos a pesar de todo pudodesprenderse de los grillos formados por los tenaces brazos de Milcoces.

Los desesperados movimientos de Felicísimo no fueron infructuosos sinembargo.

El tiempo perdido por Salelles para seguir con el cañon del arma el movibleblanco que apuntaba fue ganado por el genio protector de Lozano determinando unacontecimiento tan feliz como extraordinario.

Un ginete que transitaba por la carretera se apercibió de la sangrientaescena que tenía lugar en el paso de los lobos; y poniendo el caballo al grangalope llegó como un torbellino a la explanada que se extendía a espaldas deSalelles.

-¡Eh bandido! -gritó el nuevo personaje-; vuelve la cabeza si no quieresmorir como un cobarde.

Salelles volvióen efectoel rostro; pero la acción no le sirvió paraotra cosa que para ver como le cayó sobre el cráneo la luciente hoja de unalarga espada.

-¡Tristán! -exclamó Lozano sorprendido al reconocer al ginete-. ¡Bienhaya tu viaje matinal! ¡Duro en esos gaznápiros!

-¡Vive Dios! Me parece que no sacudo blando -contestó Ayala pasando porencima del cuerpo de Salellesy dando a Roquet y Moron una carga de pretal.

Los dos guardianes de la quinta tropezandocayendo y volviendo a levantarsehuyeron como liebres por entre las encinas.

El perseguidor de Cazurro se escamoteó del mismo modo.

Desembarazado Felicísimo de los tres adversarios que le asaltaban comohombrespudo ocuparse del que le atacaba como reptil.

Desde que el joven envainó el acerodobló el dorso y se valió de lasmanos para luchar con el alguacilla cuestión estuvo resuelta. Los puños deMilcoces no eran capaces de competir con los de su rudo enemigo y hubieron deabandonar la presa.

Lozano no manifestó el menor indicio de venganzamenos todavíade enojoy hasta podría decirse que ni siquiera de impaciencia hacia el corchete a quienacababa de deber tan mal rato: se contentó con abandonarle a la triste suerteque le cupo.

Una preocupación justificada en todo caballero llevó inmediatamente aFelicísimo al borde de la zanja. El desdichado Moro estaba abismado en unespeso matorral de brezospero se conservaba sobre los cuatro piessacudía lacabeza y relinchaba.

Animado por tan satisfactorios signos el joven llamó a Cazurro y le indicóuna rampa por donde podría bajar al barranco en auxilio del potro.

Después se acercó al lugar que ocupaba Ayalalo cual equivalía a salir alencuentro de la berlina que se adelantaba lentamente.

La primera mirada de la condesa se dirigió a Felicísimo; pero la primerapalabra fue para Tristán.

Elina pronunció con el acento de la reina de las sirenas:

-Inapreciable es el privilegio que usted parece disfrutarseñor de Ayala;con usted llega la victoria.

-Ohcuando el enemigo se halla tan quebrantado como este campo de batalla denuestra -contestó Tristán-no hay cosa más fácil que representar el papelde la Iris pagana.

-No he perdido el menor incidente del combatey conozco toda la magnitud delservicio que tanto el señor de Lozano como yotenemos que agradecer a usted.

-Si mi presencia en este sitio ha podido ser grata a la señora condesaexperimento la satisfacción más viva. En cuanto a Felicísimono creo enverdad haberle prestado servicio alguno; pero si yo no estuviese en lo ciertoen vez de felicitarme por elloes seguro que compadecería al obligado.

-¡Que le compadecería usted! -profirió la dama atónita.

-Sin duda -repuso Ayala:- porque le roería las entrañas el más encarnizadogusano del remordimiento.

-Habré de renunciar a la comprensión: desconozco la clave de la cifra...

-Es sencillasin embargo: no hace todavía muchas horas que Felicísimo meha negado un favor...

-¡Señor de Lozano!... -murmuró Elina dirigiendo al aludido una mirada enque se revelaba cierta impresión penosa.

Felicísimovisiblemente contrariadose limitó a contestar:

-Es cosa bastante cómoda eso de formular inculpaciones sin otracomprobación que vagas reticencias.

-Yo no soy soberbio -añadió Tristán:- la señora condesa puede saberlotodo.

-Ohsífranquezaseñor de Ayala: la amistad que a los tres nos uneestá bien cimentada.

-Pues bieneste protervo ha sido capaz de desahuciarme cuando he impetradode él una dádiva metálicaconstándole a ciencia cierta que me encontraba enla situación más crítica de mi vida. ¡Y toda mi demanda consistía en seismil miserables reales de vellón!... ni siquiera se trataba de realesfuertes!...

-¡Señor de Lozano!... -repitió la condesa fijando otra vez los ojos en eljoven con aire de reconvención.

-Pero este caribe omite en su acusación fiscal un dato de la mayortrascendencia -respondió Felicísimo.

-¿Qué dato?

-¡Pardiez! Que yo no tenía los seis mil reales que con alma y vida persiguea pesar del denigrante epíteto que aplica a la suma.

-La exculpación no puede ser más atendibleseñor de Ayala; pero a bienque yo no me hallo en el mismo caso que don Felicísimoy proveeré a usted delos fondos que necesito apenas lleguemos a Cartagenaporque supongo que ya nonos abandonará usted hasta el término del viaje.

-La señora condesa sabe conquistar a las gentes de tal modoque cualquierala seguiría con placer hasta el corazón del Áfricaaunque supiera que allíle habían de hacer cuartos los caníbales. Me reservono obstanteindependencia para no cruzar la palabra con Felicísimo: es mássi él siguela derecha del caminoyo iré precisamente por la izquierda.

-¡Tanto rencor!...

-Señora... no podré jamás echar en olvido que me ha llamado belitre.

-¡Ahestás sublime! -pronunció Lozano:- ¿ y piensas tú que se borraráalguna vez de mi memoria que me has calificado de monstruo?

La condesa que hasta entonces había tenido los codos apoyados en el marco dela portezuelaalargó un brazo hacia Tristán diciendo:

-Señor de Ayala: ruego a usted que no me niegue su mano.

El mocetón entregó su robusto puño a la dama.

-Señor de Lozano -añadió Elina-suplico a usted que me ofrezca sudiestra.

Felicísimo obedeció sin vacilar un momento.

La dama unió estrechamente las manos de ambos jóvenes.

-Son ustedes los dos corazones más generosos que conozco -pronuncióexaltada:- su primera mengua sería la continuación por un instante más delaparente desamor de que alardean.

-Felicísimo -dijo Ayala:- protesto que únicamente me resigno a estareconciliaciónporque me la impone la señora condesa.

-Tristán -contestó Lozano:- te juro que eres el almogávar más testarudoque ha abortado el reino de Aragón.

-Monta a caballoFelicísimoporque a pesar de todoestoy temiendo acabarpor darte un abrazo... y eso sería una indignidad ¡cuerpo de Dios!

Cazurro se encontraba a seis pasos del carruaje conduciendo a Moro por labrida.

Lozano examinó al trotón con ojo cariñoso. El derrumbado animal tenía dossoberbias rozaduras; pero no manifestaba signos de más graves desperfectos.

Con todos los miramientos a que el potro había adquirido derechoFelicísimo se acomodó en la silla.

Berlina y cabalgata abandonaron el paso de los lobos.

Capítulo XXXIII.

Diferente impresión que produjo en los marqueses deEsquilache el precio en que sus cajas fueron salvadas por Lozano.

El término de la expedición se acercaba.

Los viajeros no tardaron en divisar los cerros coronados de fuertes quedefienden la magnífica rada de Cartagena.

La berlina penetró en el recinto de la plaza a tiempo en que daban las ochode la mañana en el reloj de lo catedralsede titular del muy ilustreGobernador del Consejo de Castilla.

La condesa se hizo conducir a la Fonda del Arsenal situada a cortadistancia del muelle. Era hospedería donde no se albergaba por vez primera.

El fondistaSantos Prefumoacudió al llamamiento de Elinaydeshaciéndose en cortesíasla invitó a ocupar el mejor departamento del pisoprincipaldando al paso instrucciones a los camareros para que se facilitasenhabitaciones a los dos caballeros en la planta baja.

Las cajas fueron colocadas en el aposento de la condesadirigiendo a unsigno de ésta la instalación el joven Lozano.

Elinaentretantodijo al propietario del establecimiento:

-No he echado en olvidoseñor Prefumoque usted ha sido siempre lapersonificación de la crónica de la ciudad.

-La señora condesa -contestó el fondista-hace demasiado honor en tanpintoresca frase a la irresistible curiosidad que debo a la naturalezay a labenevolencia con que se prestan a satisfacerla mis numerosos amigos.

-Mis recuerdos me dan derecho para asegurar que todavía creo haberme quedadocorta.

-Ohson tan pocos los acontecimientos que diariamente ocurren en el no vastoespacio cerrado por las murallas de la plazaque conocerlos todos no suponegran mérito.

-Tan absoluta confianza me inspira la proverbial especialidad de ustedqueno he tratado de adquirir en punto alguno las noticias que necesito.

-Con tal que mi sapiencia no defraude por esta vez las esperanzas de laseñora condesa...

-No lo temo: cantepuesel buen Prefumo.

-Únicamente espero el tono.

-¿Han llegado a Cartagena los señores marqueses de Esquilache?

-Anoche a las nueve y diez y siete minutos.

-¿Sin incidente desagradable?

-Ninguno: las precauciones adoptadas no hacían presumir otra cosa. Susexcelencias arribaron precedidos del sigilo menos violadoenvueltos en elincógnito más rigurosoy seguidos del misterio mejor calculado.

-Si no hubiera exajeración en ese triple secreto sería usted la perla delos inquisidores.

-De algún modo he de procurar hacerme digno de la reputación que la señoracondesa me concede.

-¿Dónde se hospedan los marqueses?

-¡Ah! Si se hospedaran en alguna parteno habría seguramente la señoramarquesa desairado mi establecimiento.

-¡Cómo!... a ver... ¿qué significa eso?... -profirió inquieta lacondesa.

-Los señores marqueses -repuso Prefumo-no abandonaron el carruaje en elmuelle sino para trasladarse a la fragata Atrevida.

-¡Han pasado a bordo la noche!

-Con harto sentimiento mío.

-Un dato postrero...

-Cincuentasi la señora lo desea.

-¿Cuándo zarpa del puerto la Atrevida?

-Mañana a medio día.

-Basta. Quedo a usted obligadaseñor Prefumo.

-Menos que honrado yo.

Elina dio distraída una vuelta por la habitacióny tornó al lado delfondista añadiendo:

-¿Se nos servirá pronto un desayuno?

-En el acto -respondió Prefumo.

-Poco ligerosi es posible.

-Figurarán entre los platos solomillo de ternera murciana y jamónmallorquín.

-Nada tengo que oponer.

-¿Ha de cubrirse la mesa en este sitio?

-Tampoco encuentro inconveniente.

-¿Cuántos cubiertos han de ponerse?

-Tres.

-La señora condesa espera por lo visto al caballero que no ha queridoconfiar a nadie el cuidado de los caballos de silla.

-Sin duda; pero bueno será que usted se sirva invitarle de parte mía.

-Voy a hacerlo así.

-Otra molestia tengo que proporcionar a usted.

-Satisfacción habría podido decir la señora condesa.

-Quisiera que cuando terminásemos nuestro refrigerio tuviésemos dispuestauna lancha en la más próxima rampa del muelle.

-No faltará la lancha.

Mientras el fondista se ocupaba en cumplir las instrucciones de Elinaéstapasó a su tocadory Lozano bajó a su cuarto para dedicar ambos a sus personasalgunos minutos de atención.

El estado de Felicísimo sobretodolo reclamaba imperiosamente. Faenas cornola del paso de los lobosdejan siempre profundas huellasla de lasangre inclusive.

Poco tiempo después la condesa y los dos caballeros se hallaban sentados auna mesa surtida con más abundancia que delicadeza; pero a la guerracomo en la guerra.

Si Elina masticó pocoy Lozano no comió muchoen cambioAyala devorópor sí y por sus dos compañeros. El gallardo mancebo que parecía existir enel mejor de los mundos posiblestuvo frases de benevolencia para las tortillasde alabanza para los pescadosde entusiasmo para las carnes y de delirio paralos vinos.

Cuando Tristán estaba en venay nunca fue ésta tan fluida como en aquellamañanalas personas que con él departían eran interlocutores honorarios.

Puede decirse que durante todo el almuerzoElina y Felicísimo se limitarona ofrecer a su amigoel uno platos al apetitoy la otra temas a lasgenialidades.

Probados los postresla condesa se puso en pie diciendo:

-Lo prometido es deudaseñor de Ayala: y como voy a aventurarme en unaexpedición marítima con el señor de Lozanoy la onda siempre ha sido llamadapérfidala previsión me aconseja no dejar en tierra cuentas pendientes deliquidación.

-Ohseñora condesa -profirió Tristán con una galantería elevada alcuadrado por el contento y al cubo por los vapores del vino:- Venus debe su sera la espuma de las olas... ¿qué hija puede desconfiar de su madre?

-Hum... yo no sé qué historias he oído contar de Saturno...

-Esa divinidad no tenía el honor de pertenecer al bello sexo.

Elinarepuso riendo al mismo tiempo que requería una de las bolsas deviaje:

-Si mal no recuerdola suma que el señor de Ayala necesita es detrescientos pesos.

-En esa cifra redonda consisteen efectomi ineludible compromiso-contestó Tristán.

-¿De manera que si yo le facilito veinticinco onzas puedo considerar quequeda en situación desahogada?

-Perfectamente desahogada: hasta con excedente bastante para deshipotecar aNarcisa... ¡perdón! para rescindir mi contrato con Triqui-traque.

La condesa había secundado sus palabras contando las veinticinco monedas aque se referíay poniéndolas en la mano de Ayala.

Los ojos del caballero no chispeaban menos que el acuñado metal.

-Reconocido... profundavivaeternamente reconocido... -murmuraba Tristáncon la sonrisa de un bienaventurado al contemplar aquella rica colección debustos borbónicosentre los que predominaba el del hermano del monarcareinante.

Al levantar el radiante rostroAyala encontró la mirada glacial de Lozano.

-¡Cáspita! -pronunció:- diríase Felicísimo que no participas de miventura.

-Tus satisfacciones me complacen hoy tanto como siempre -contestó Lozano concierta austeridad-; pero mi complacencia no es obstáculo para que crea que laseñora condesa comete una falta entregandote a ti esa cantidad.

-¡Soberbio! ¿a quién mejor podría haberla entregado?

-A Martín Bermejo.

-¡Quita allá! Hace mucho tiempo que no necesito curador.

-Los pródigos y los adoradores del numen sacanete le necesitan mientrasexisten.

-Te juro...

-Detente desventurado: no cometas la mitad del perjurio.

Elina intervino.

-Señor de Lozano -dijo:- está usted dispuesto para acompañarme a bordo de laAtrevida?

-De todo punto -contestó Felicísimo recogiendo el sombreroyacomodándosele debajo del brazo.

-Será usted tan bueno que ordene a su lacayo la conducción de una de lascajas? Ordóñez se encargará de la otra.

Lozano se adelantó hasta la meseta de la escaleray llamó a Cazurro y alcochero.

Impuestos los domésticos en el asunto de que se tratabase distribuyeron elbagaje y emprendieron la marcha Elina bajó al soportal de la fondaapoyada enel brazo de Felicísimo.

La travesía no era larga.

Cazurro guió hacia el lugar donde esperaba la lanchay gritó al patrónque atracase al muelle.

Colocadas las cajas por los criados en el fondo del boteLozano saltó abordo y ofreció la mano a la condesa.

La joven se instaló en el sitio menos incómodoindicando al patrón elnombre del buque que iban a visitar.

Un vigorosogolpe de remo en el murosiguió a la instrucción de lacondesa. El muelle pareció alejarse de la lancha como por encanto.

El esquife se engolfó en la bahía deslizándose a lo largo del costado delos numerosos navíos de dos y de tres puentes allí ancladosque habíaconstruido la inteligente actividad del marqués de la Ensenaday que supoconservar la sistemática neutralidad del buen Fernando VI.

El despejado fondeadero elegido por el comandante de la Atrevidarevelabala proximidad del momento de ponerse en franquía.

La esbelta y elevadísima arboladura de la fragatahermoso buque de treintacañonesprometía excelentes condiciones de marcha.

Apenas se acercó la lancha a la Atrevidarecibió un enérgico quiénvive. Lozano contestó que se conducían equipajes del marqués deEsquilachey el oficial de cuarto permitió el abordaje.

Elina y Felicísimo subieron al buque por la escala de baborprecedidos delos criadosy fueron dirigidos a la gran cámara de popa donde a la sazón sehallaban los marqueses.

Esquilache se puso vivamente en pie desahogando el pecho con el más intensode los suspiros al reconocer las cajas del sarcófago de los Morales. Pastoracon las lágrimas en los ojosenlazó el brazo izquierdo a rededor del cuellode Elinay tendió la diestra a Lozano.

-Al fin -articuló el marqués con la sonrisa del triunfo.

-Ah... mi lealmi inteligente Elina..Ohmi noblemi valiente Lozano...-exclamó la marquesa.

-En más de una ocasión con la desesperación en el alma lo he visto todoperdido -dijo la condesa-; pero merced a la protección del cieloy alincomparable brío de mi caballero el éxito ha coronado nuestra empresa.

-¡Cómo corresponder a adhesión tan suprema!.. -sollozó Pastora.

-¡A servicio tan señalado! -añadió Esquilache.

-¿Estás satisfecha de mi?

-¿No ves que lloro de ventura?

-Harto pagada quedo entoncesPastora mía. Con respecto al señor de Lozanoyo no puedo ser juez imparcial de lo que tu familia le debe. Cuando él no estépresente me será lícito referir todos sus rasgos de afectoserenidad yheroísmo... En estos momentos me limito a consignar que si nuestro amigo halogrado obtener la salvación de ese rico tesoro ha sido al terrible precio dela vida de cinco hombres.

La marquesa se extremeció visiblemente. Esquilache elevó los ojos al cielono sabemos si impulsado por la admiración de la hazaña que oíao para dargracias al Altísimo por el beneficio con que se veía favorecido.

De lo que estamos de todo punto seguros es de que la mirada del marquéshacia los espacios siderales de la eterna luz no tenía por objeto recomendar elalma de los fallecidos.

-El marqués -repuso Pastora-aquilatará en el fondo del generoso corazónque tiene la magnitud del favor que recibe.

-Ohsí... -exclamó Esquilache poco menos que con entusiasmo-; y miestimación es tan fervientetan infinitaque dará títulos imperecederos ami gratitud más viva al bravo señor de Lozanoy me inspirará por sufelicidad incesantes votos. ¡Qué otro galardón más digno podría tributarle!

Elina bajó sus largas pestañas. Pastora se mordió los labios.

-El señor marqués me favoreceen efectocon el don para mí de mayorvalía -contestó Felicísimo con una naturalidad perfecta:- por desgracia paramis afeccionespero por dicha para la evidencia de mi desinteresesel buenoficio que he tenido ocasión de prestar a su excelencia no puede hoy serconsiderado como un mérito para obtener el empleo que fui a solicitar a la casade las siete chimeneas en los primeros días del mes de Marzo.

-¡Excelencia! -interrumpió el italiano apoderándose de una de las manosdel joven y estrechándola con efusión entre las suyas-; el señor de Lozanoparece olvidar que se dirige al más apasionadoíntimo e invariable de susamigos.

Felicísimo se inclinó tres veces cortésmenteuna por cada epíteto que elmarqués se aplicaba.

Un incidente atajó los transportes de Esquilache.

El comandante del buque entró en la cámara seguido del segundo jefe.

Prescindiendo del notorio defecto de la curiosidad que al capitán movía conrespecto a las visitas que recibían los pasajerosel bizarro marino era unverdadero modelo de cordialidad y de cortesanía.

Después de ponerse con la mayor solicitud a las órdenes de los señoresmarquesesobjeto principal que allí le conducíasin aventurar preguntasdirectasque es el privilegio de las gentes hábilesse enteró de la elevadaposición social de la condesa de Bari; supo el nombre del joven caballero quela acompañaba; y obtuvo la confidencia de que las cajas aportadas conteníanalhajas recibidas en depósito miserable al estallar en Madrid el motín deldomingo de Ramospapeles de familia y otras baratijas insignificantes en rigorpero caras al corazón de aquellos a quienes pertenecían.

Sin embargopor ameno que fuese el trato del digno oficialsu llegadahabía suprimido en la entrevista todo género de espansiones y de gratasintimidades.

Y como por otra parte la calma del capitán sólo comparable a la de lasoberbia ensenada donde anclaba el barco que mandabay la completainsignificancia de los conceptos del afectuoso diálogo que entreteníaparecían indicar el partido de no abandonar la cámaraElina se puso en pieymanifestó la intención de volver a tierra.

La marquesa fue la primera en imitar el movimiento de la condesa.

-Ya me dejas... -pronunció.

-Necesario es -contestó la de Bari.

-Harto pronto me parece tratándose del día que precede a una separaciónque no quiero llamar eterna ¡ay! pero que pudiera serlo.

-Mañana volveré para darte el abrazo de despedidasi el señor capitántiene a bien permitirlo.

-¡Pues no! -respondió el marino:- la presencia de la señora condesa deBari embellece mi buque tanto como es particularmente grata al corazón dé laseñora marquesa.

Las dos damas cambiaron palpitantes un ósculo y un sollozo.

-Se desgarra mi pechoElina mía: ¿será un presentimiento? -dijo la deEsquilache.

-AhPastora... Pastora... ¡así es como me prestas el valor quenecesito!... -murmuró la condesa titubeando.

La marquesa echó atrás la cabezaapoyó las manos en los hombros de Elinay sepultando en sus pupilas una intensa mirada articuló rápidamente:

-Si vinieses a Italia...

Elina se extremeció.

-Tu idea es seductora -balbuceó tendiendo en torno los extraviados ojos.

Lozano contemplaba a la joven pálido como la espuma de las olas que azotabanel cabo del castillo de Santa Bárbara; pero sereno y firme como el peñóndonde se rompían.

-Ohcede al primer impulso: siempre es generoso -añadió la marquesa.

La azafata de la reina madre contestó después de una pausa:

-Mañana te daré mi respuesta definitiva.

-Quieres reflexionar: es muy justo.

-No; pero necesito resolver una cuestión previa.

-Disponga usted que se bote al agua la chalupaseñor de Vilches -dijo elcomandante al teniente.

-Gracias milseñor capitán; pero es innecesario -repuso la condesa- nosespera la lancha que nos ha conducido a bordo.

Cumplido el deber de atención el marino no insistió en su ofrecimientocosa que debieron agradecerle los gavieros; porque sabido es que no se pone enel mar ni se iza la chalupa con la misma facilidad que un bote.

Los marqueses y los dos oficiales acompañaron hasta la obra muerta a losjóvenes que partían.

Canjeados allí en debida forma el postrer cumplido por los caballerosy laúltima caricia por las damasla condesa y Lozano bajaron a su lancha.

Haría cinco minutos que esta vogaba con velocidad por la bahíay todavíaal ondulante pañuelo de Elina contestaba otro movible punto blanco en lafragata.

Capítulo XXXIV.

De cómo Tristán de Ayala supo que su amigonuestroprotagonistahabía perdido el apetito.

Desde que puso el pie en tierra Lozano presintió que se cernía sobre sucabeza una nube de tempestadpor más que ignorase toda la estensión de laborrascael origen de éstasus extragosy hasta el momento en que debíadesencadenarse.

Felicísimosin embargoesperó sereno. Pertenecía al número de esosseres inquebrantables que miran sin pestañear el rayoaunque el terriblefulgor del rey de los meteoros les paralice para siempre la retina.

La amenaza latente determinó una situación forzada en cierto modoque nila misma verbosidad del satisfecho Ayala fue bastante a modificar.

A pesar de todoel día trascurrió sin accidente. Acaso no era Elina quienmenos temía la provocación de la crisis.

En la comida hubo más reserva que en el almuerzo; en la sobremesa se llegóhasta la preocupación; y en la reunión en el cuarto de la condesa a la horadel crepúsculo vespertinose tocó en los límites del silencio.

Tristánque no comprendía ni la primera letra del enigmatemió incurriren una inconveniencia que le era habitual cuando se fastidiabaesto eseneslabonar de setenta a setenta y cinco enormes bostezosy se apresuró adespedirse para salir a respirar el aire del muelle.

Disponíase Felicísimo a seguir a su amigo cuando Elina le dijo a media voz:

-Ruego a ustedseñor de Lozanoque me conceda todavía algunos minutos deatención.

El joven se detuvo. La hora suprema había sonado.

Cuando estuvieron solosla dama añadió con agitación febril; peroresueltamente:

-Es usted un organismo de acero tan bien templado como la hoja de la espadaque ciñeun prodigio de energía moraly un monstruo de orgullo.

-La señora condesa no me lisonjea -contestó Lozano.

-Aunque vea usted abrirse bajo sus pies la tierra es cosa segura que nopronunciará usted una palabra.

-No me atrevería a contradecir a la señora condesa si mi silencioobedeciese a razones poderosas.

-Por fortuna hay ocasiones en que la discreción es una virtud perdida.

-¡Ay! si fuera esa sola...

-Hasta las ambigüedades son inútiles. Señor de Lozano: sé perfectamenteque usted me ama...

-Con el delirio que aman los insensatos; pero juro a usted señora condesaque nada he puesto de mi parte para ello.

-Lo cual quiere decir que la germinación de ese apasionado sentimiento sedebe exclusivamente a mi coquetería.

-Protexto...

-No se tome usted semejante trabajo: hemos llegado a circunstancias en queestoy decidida a merecer de usted otro concepto menos edificante todavía.

-Por piedad...

-El concepto de una mujer superior a las conveniencias sociales. He aquí laprueba...

La condesa dirigió al joven una límpida miraday repuso acentuando cadasílaba:

-Señor de Lozano ¿acepta usted por esposa a Elina de Velamazan?

-Aspiro con alma y vida a tanta dicha -respondió Felicísimo ligeramentepálido-; pero en la actualidad no me es lícito obtenerla.

-Ah ¿puedo conocer los motivos?...

-No hay más que uno.

-Tanto mejor ¿cuál es?

-Mi dignidad personal. Hoy no tengo fortuna ni carrera.

-¿Qué significan esas dos últimas cosas?

-Para Elina de Velamazan nada acaso; pero Felicísimo Lozano no es hombre quepodría avenirse a pasar en la corte por un hambriento advenedizo toleradomerced a una caprichosa afición de la condesa de Bari.

-Si el incorrejible defecto con que tan francamente he apostrofado a usted nole cegasecomprendería todo lo falso de su razonamiento. ¿No cuenta usted conla amistad del monarca?

-Todavía no he adquirido derecho para contestar negativamente.

-¿No es usted dueño de una palabra regia?

-Sin duda.

-Pues bienseñor de Lozano: ¿qué espíritu suspicaz se atrevería asostener que ese doble talismán no equivale a la riqueza y la posición queusted parece echar de menos?

-Todo aquel para quien la esperanza no sea precisamente lo mismo que larealidad.

-¿Expone usted así el temor de que la realidad en cuestión se aplace pormucho tiempo?

-Todo lo contrario: abrigo la convicción profunda de que por ese o por otrocamino no ha de tardar en sonreírme la fortuna.

-Hum... no tiente usted a la felicidadLozano... Ayer me oyó usted decir ala marquesa que no era imposible que me decidiera a seguirla a Italia...

-Si conservo la fe de ustedsu partida no habrá de reducirme a ladesesperación. El día infalible en que vea cumplidos mis deseosseguiré austed cualquiera que sea el país donde respire.

-Pero desgraciado ¿olvida usted cuánto malo se ha dicho de las mujeres porlos filósofoslos poetas y los amantes? ¿No podría suceder que cuando ustedllegase colmado de los favores de la fortunaradiante de dichaebrio de amorhubiesen radicalmente cambiado los sentimientos de mi corazón?

-Entonces no habría perdido nada -contestó fríamente Lozano.

-¡ Ohasí es como usted ama! -exclamó Elina hiriendo el suelo con el pie.

-Así es al menos como las pérfidas merecen que se las ame.

-¿Es esa la última palabra de usted?

-La última.

-Está biencaballero.

La condesaque sentía afluir los sollozos a la gargantay las lágrimas alos ojosno quiso dar ese espectáculo a Lozano; y en un momento deirresistible impaciencia le mostró la puerta con la mano.

El joven saludó y se dirigió a la salida.

En el acto de desaparecer Felicísimotemiendo Elina haberle heridodemasiado vivamente estuvo a punto de detenerle con un gritoy de tenderle losbrazos.

Un instinto fatal ahogó la voz de la damay paralizó su movimiento.

¡En qué nimios azares se decide la felicidad humana!

Lozano bajó a su cuarto renegando de la creación con mucho menosconocimiento de ellapero con harta más destemplanza que lo hizo Alonso X.

En el semblante del joven debía haber algo que careciese de atractivo.

Nuestro aserto no es gratuito por más que pudiera serlo; porque nadie ignoraque los historiadores tienen derecho para decir todo lo que saben o todo lo quecreen saber; pero por esta vez prescindimos de la inmunidad del sacerdocio queejercemosy vamos a exponer al lector el dato en que nos hemos fundado.

Tristán de Ayala penetró en el gabinete de Felicísimo dos minutos despuésque este; pero al ver la expresión que ofrecía el rostro reflejado porcasualidad en un espejogiró militarmente sobre los tacones y volvió a salira la galería sin llegar a proferir la primera frase.

La noche no podía anunciarse para Lozano de un modo más perverso; pero lasucesión de las horas excedió los rigores de la amenaza. El sol surgió de laazul llanura del Mediterráneo sin que el joven hubiera hecho otra cosa quebramar como un toro cuando no rugía como un tigre.

Con las heridas morales sucede lo mismo que con las físicas: si la gangrenallega a invadirlas el trascurso del tiempo no las cicatrizalas agrava.

Ya hacía dos horas que resonaban en la fonda los ruidos del trajíncuotidianocuando Cazurro se acercó a decir a su amo que deseaba verle unadama.

Como Lozano sólo pensaba en la condesa se apresuró a preguntar movido poruna vaga esperanza:

-¿Conoces a tu anunciada?

-Lo ignoroseñor.

-¡Zángano mil veces! ¿Me supones de humor para escuchar badajadas?

-Mi contestaciónsin embargoy dicho sea con el debido respetoes laúnica posible. Esa señora viene tan tapada como una dama del Socorro de losmantos.

-Que pase adelante como gustesola o con dueña y rodrigón.

La dama penetró sola en el aposento.

Acto continuo se desembarazó del tupido velo de encaje.

-¡La señora marquesa de Esquilache! -exclamó atónito Lozano.

-¿Por qué tanta sorpresa? -dijo Pastora con labio riente.

-¡Oh! La honra que la señora marquesa me dispensa en las especialescircunstancias en que se encuentra...

-Ni mi esposo ni yo podíamos resignarnos a partir sin ofrecer a usted unademostración de afecto.

-¿Una más todavía?

-¡Eran tan estériles todas las que hasta aquí le habíamos prodigado!...

-Permítame que disienta de esa opiniónmi señora la marquesa.Prescindiendo de la alta estimación en que tengo la cordialidad que tantoustedcomo su ilustre consorteme concedenjamás podré calificar deinfructuosa la eficaz recomendación que en mi favor se sirvieron hacer a sumajestad.

-También me complazco en esperar que el rey no olvide nuestro ruego: pero yosoy de abolengo catalánseñor de Lozano: mis justicias y mis favores sólo mesatisfacen cuando proceden de mi propia mano... Por eso vengo en persona aimpetrar de usted que acepte este pliego.

Y la de Esquilacheseparando su amplio chalsacó un paquete lacradoquealargó hacia el joven.

Felicísimo miró el pliego con cierta indecisiónmurmurando:

-En verdadseñoraque no se si debo...

La marquesa replicó con un gracioso mohín de afectada queja:

-¿No sabe usted si debe agradecerme que haya sido conducida al Arsenal enuna cáscara de nuez con la fresca brisa que riza la rada?

Lozano tomó inmediatamente el paquete.

Iba a quitar el sobrescritocuando los torneados dedos de la dama se posaronen el dorso de la diestra del joven.

-Señor de Lozano -repuso la marquesa-suplico a usted que no abra el pliegohasta que yo me haya ausentado.

-Será obedecida la señora marquesa.

-Por lo demásel aplazamiento sólo es de un instante. El tiempo de quepuedo disponer es breve y vuela. Un apretón de manos y habrá terminado nuestraentrevista... pero lo que jamás tendrá término en mi memoria es el gratorecuerdo de la adhesión de usted en la noche de anteayer y en la del 24 deMarzo.

La marquesaque en efecto había estrechado con efusión las manos deljovencruzó el dintel de la puerta y desapareció en la dirección delaposento de Elina.

Felicísimo se acercó entonces a la ventana y rompió el sobre del paquete.

La primera cuartilla contenía las siguientes líneas.

«Corta dádiva que los marqueses de Esquilacheen prueba de gratitudtributan al señor don Felicísimo Lozano para que pueda restaurar la casasolariega de su familiacuyos antiguos timbres tanto ilustra con nobilísimasacciones».

«La marquesa de Esquilache».

Dentro de aquel autógrafo había una serie de vales reales que Lozano fuecon toda conciencia sumando mentalmente a medida que se dejaban ver losguarismos.

El inesperado donativo ascendía a la cantidad de treinta mil pesos.

Felicísimo terminó su adición con las pupilas dilatadas y la sonrisa enlos labiospero con el pulso más tranquilo del mundo...

-¡Pardiez! -murmuró-la marquesa ha hecho bien en firmar sola la carpeta.Si la asociación del nombre del marqués fuese algo más que una fórmulaimpuesta por las convenienciases cosa segura que el económico ex-poseedor dela llave de la real gaveta no hubiera jamás autorizado una gratificación tanruinosa.

Sonó el lijero gemido de una puerta que gira sobre sus goznes.

Lozano guardó su paquete en el bolsillo del pecho de la casaca.

En el gabinete del joven acababan de entrar la cabezauna pierna y un brazode Ayala.

-¿Muerdes todavía? -pronunció Tristán sin completar su exhibición.

-¿Qué diablos significa eso? -contestó Felicísimo.

-¡Cáspita! Significa que necesito saber si se puede almorzar contigo sintener una trifulca.

-NoTristán.

-Ahperfectamente: continúa el berrinche de anoche.

-Mi negativa no se refiere a la trifulca posible o imposiblesino alalmuerzo mismo. Por hoy prescindo de ese yantar.

-Haces muy bien si en la disposición en que se encuentra tu ánimo había deocasionarte una indigestión.

-Admito el epigramaporque no tengo el menor inconveniente en conceder quelas afecciones moralesde cualquier género que fuereninfluyen en mi apetitoy en la secreción de mi bilis. Yo no soy un tragaldabas como tú.

-¡Eaadió! No quiero reñir con el favorito de la más generosa de lascondesas.

-¡Tristán!

-Volveré cuando estés abordable.

Ayala cerró de nuevo la movible tabla que le eclipsaba a mediasy se alejóprecipitadamente.

Lozano se fue de pecho al aguamanilse encaró con el espejoy en cuatrominutos puso en estado presentable la personalidad que debía a la naturaleza.

A continuación subió al cuarto principal.

Felicísimo rascó ligeramente en la puerta del cuarto de Elina diciendo:

-¿Da la señora condesa su permiso para que entre Lozano a saludarla?

-Adelante -contestó la vibrante voz de Elina.

El joven levantó el picaporte y penetró en la estancia.

Elina le dirigió esa mirada sostenidaque únicamente dirigen las mujeres alos hombres que aman o a los que desprecian.

-Ayer tarde -pronunció Felicísimo-me dio la señora condesa una pruebaevidente de que es la persona que más se interesa en el mundo por mi porvenir;ella debería serpor lo tantola primera a quien estaría obligado a confiarla satisfacción que experimentoaunque para hacerlo así no me moviese otrarazón más poderosa todavía.

La condesa no movió los labiosno pestañeóno cambió de color.

Lozano repuso:

-Había oído decir que la fortuna siempre nos sorprende durante el sueño;pero hasta este momento no me ha sido dado comprobar por mí mismo la exactituddel aforismo:

-¡Ah... el señor de Lozano ha dormido esta noche!... -murmuró la dama.

La lijera extrañeza que despuntaba en la observación de Elina tenía suexplicación. La abierta puerta de la alcoba dejaba ver intacto el lecho de lajoven.

-Soñar no es lo mismo que dormirseñora condesa -replicó Felicísimo.

Elina no negó al caballero un breve signo de aquiescencia.

-Cuando hace pocas horas hablaba a usted de mi ciega fe en la adquisición dealgún caudal -prosiguió Lozano-no sospechabapor ciertoque tan pronto seviera realizada mi instintiva aspiración.

-¡Es posible! -profirió la condesa con un aire en que podía haberlo todoexcepto admiración.

-Durante el curso de la noche ha cambiado radicalmente mi suerte. No soy unopulento cortesanoni mucho menos que eso: pero puedo considerarme unacaudalado hidalguillo de Torrelagunapor cuanto restauraré mi casa solariegay recuperaré las tierras que fueron patrimonio de mi familia en los tiempos enque a mi abuelo se le llamaba en la comarca entera el rico Lozanoa pesar deque su capital no excedía de seiscientos mil reales.

-En verdadseñor de Lozanoque no podría usted darme noticia más grata.

-Aunque no hay el mayor calor en el tono que la señora condesa empleaacepto sus palabras en el sentido literal con vivo reconocimiento.

-¿Por acaso tendría usted motivos para dudar de mi sinceridad?

-Reconozco que únicamente los tengo para la hipótesis inversa.

-¡Hipótesis!

-¿Prefiere usted que diga creencia?

-Sin duda: ¡se realizan las creencias de usted tan puntualmente!

-Sea como usted quiera. Y ahora bien¿podrá sorprender a la señoracondesa que hoy acuda a sus plantas para solicitar rendido la misma idolatradamano que ayer no me atreví a aceptar?

-Mi sorpresa no es de las más acentuadas; pero...

-¡Ah... qué conjunción tan terriblemente adversativa!...

-El señor de Lozano hizo anoche mucho más que desgarrar sin piedad micorazón: hirió profundamente mi vanidad...

-¡Oh!... señora condesa...

-Y como este delito es de los que no perdonan nunca las mujeresmerece usteduna lección rudísima.

-¡Sin indulgencia alguna!

-Pese usted mis palabras. A mi vez niego a usted rotundamente mi mano.

Y Elinacon efectoalargó al mismo tiempo a Lozano la cosa negada.

-¡De este modo cruel! -exclamó Felicísimo extasiadocayendo a los pies dela condesa.

-¿De qué otra manera podría hacerlo?... -articuló la joven.

¡Quién ha dicho que no existe la felicidad sobre la tierra!

Elina acarició la cabeza de Lozano con la única mano que éste la dejabalibrey murmuró a su vez:

-¡Niñoque se ha atrevido a profanar el clásico idioma de Citeresintroduciendo en él frases exóticas de la jerga con que se habla en el mundode los bienes que la loca fortuna distribuye! ¡Novel alumno de Erosque ignoratodavía que entre los verdaderos amantes nada hay que no sea común... que noda ninguno... que ninguno recibe!...

-¡Perdón mil veces! -balbucearon los labios de Felicísimo en uno de losintervalos en que no estaban unidos al delicioso cutis de la diestra de lahermosa condesa.

Hay en la primera caricia del amor algo que embriaga.

Los dos jóvenescon los ojos del uno fijos en los del otrolas manosentrelazadas y el espíritu absortoagotaron el vocabulario de las ternezaselmundo de los proyectos y hasta el báratro de las extravagancias sin noción dela vida real ni del tiempo.

¿Cuánto duró efectivamente el estado cataléptico de ambos amantes? ¿Unminuto? ¿Una hora? ¿Un día? ¿Un siglo?

El problema no hubiera tenido solución a no ofrecerse instantáneamente undato de cierta precisión.

Una detonación sonoraroncarepetida por los ecos de la radaconmoviólos vidrios de la ventana.

Lozanoarrancado de su letargo por el lejano estampidose levantó y abrióla vidriera.

Desde aquel punto de la Fonda del Arsenal se divisaba una gran partede la bahía.

La Atrevida se había cubierto de lona y maniobraba avanzandolentamente hacia la salida del puerto.

La lijera nubecilla de humo que todavía velaba la batería de la fragataera la huella de su cañonazo de leva.

-Condesacondesa... -dijo el joven-no me consolaré jamás de haber sidola causa de que no haya usted ido a despedirse de su amiga...

-¡Oh!.. -contestó Elina con una sonrisa apasionada:- para mí no existe yaen el mundo más que un cuidado verdaderamente capital: el de hacer dichoso a miFelicísimo...

Epílogo.

Donde se expone la suerte de los principales personajes deesta historia y se impetra la colaboración del lector para calcular lo que pudohacerse de los secundarios.

La condesa de Bari y sus dos caballeros partieron al día siguiente paraAranjuezresidencia todavía de la corte.

La familia real estaba justamente resentida del pueblo de Madridy se tomabala venganza de las damas: privaba de su presencia.

Elinaque conducía una sentida epístola en que la marquesa de Esquilachetributaba su postrer saludo al Césarno demoró un instante el cumplimientodel capital deber de todo mensajero.

Acasopor efecto de una postdata en la misiva; tal vez con ocasión de unaoportuna confidencia de la portadora; quizá por una feliz combinación de ambascosasfue lo cierto que en la memoria del rey se refrescaron todos losconmovedores recuerdos de la dramática noche del lunes al martes Santos.

La consecuencia no pudo ser más satisfactoria para Lozano.

A las cuarenta y ocho horas de la llegada al Real Sitio recibió de mano deElina un nombramiento de gentilhombre de casa y boca de su majestad con eltratamiento de tres mil ducados anuales.

Este tratamientoque según dijo Ayalabien podía exceder al deexcelenciaera el gaje de bodas de la condesa.

El marqués de Esquilache se resignó a parecer aniquilado por su inmensadesgracia durante algún tiempo; pero cuando creyó que había trascurrido elsuficiente para que el velo del olvido comenzase a cubrir las asperezas de lahistoria del período en que rigió los destinos de la naciónemprendió unaverdadera campaña de gestionesprimero desde Nápolesy después desde Mesinay Palermo para obtener una rehabilitación solemne.

El centón de lacrimosas cartas que escribió al reya Rodaa Carrasco y acuantos personajes influyentes consideraba amigosevidencia el inagotabletesoro de amargas quejasque es capaz de contener el corazón de un ex-ministrocuyo honor ha sido vulnerado.

El desventurado erudito que en busca de datos históricos se propongaexaminar con conciencia toda la correspondencia de Esquilacheacabará porexplicarseya que no por encontrar justificada la bárbara costumbre de algunosmonarcas de tiempos más rudosen los cuales la separación de cada ministrosolía llevar aparejada la decapitación.

El marqués protestaba que no era su ambición volver a ser ministroni enmodo alguno codiciaba un expléndido sueldo; pero que tenía para él másimportancia que la misma vidauna llamada a la Corte que le permitieradisfrutar de la presencia del querido amoo un puesto oficial en elextranjeroque a ninguno en Europa pudiera dejar duda del justo reconocimientode la honra inmaculada del nombre que llevaba.

No eran tantos como se permitía suponer el italiano los amigos que dejaba enMadrid.

Por espacio de largo tiempo los escritos en que apurando todos los giros delas lamentaciones de Jeremías distraía los ocios del ostracismosetraspapelaron en muchos bufetesy se ennegrecieron y rozaron hasta inutilizarseen los bolsillos de muchas casacassin ofrecer resultado alguno favorable; peroun respetable aforismo latinoasegura que la gota incesante cava la piedra.

A los seis años de insistente clamorel marqués logró obtener lacredencial de representante de su majestad católica en Venecia.

A juzgar por las declaraciones anterioresEsquilache debía haber quedadosatisfecho; pero hay espíritus insaciables para los que un éxito apetecidosólo es el escabel de otro más codiciado todavía.

Pocos meses despuésel general Gregorio puso en juego toda la artilleríade la ciudad de San Marcos para batir las puertas de Madrid.

Por esta vezsin embargoel marqués halló a la corte inexpugnabley hubode avenirse a continuar en la legación de Venecia hasta el 15 de Setiembre de1785fecha en quesegún la frase obligadapasó a mejor vida.

Entre las voces que por Madrid circularon en los días del motínmereciópoco menos que unánime crédito la que propalaba que setenta y cinco mil durosde los invertidos en los gastos del movimientosalieron de las arcas delmarqués de la Ensenada.

La suma era en verdad un poco fuerte; pero todos sabían que Somodevillaposeía cuantiosos ahorrosque la adversa fortuna no había cambiado en él loshábitos de grandeza y explendidezy que en aquella ocasión sembraba pararecojer.

No ha podido la historia poner en claro todavía si el insigne ex-ministro delas cuatro carteras contribuyó efectivamente con el óvolo indicado a laruidosa caída del marqués de Esquilache; pero son hechos comprobados lassimpatías que le inspiraban los amotinadosla cooperación que concedía a lospropósitos de los jesuitasla ambición sin medida que le devorabay lasesperanzas que fundaba en las tumultuosas escenas que cubrieron de luto lacorte.

Tan cierta llegó a considerar la posesión de una de las dos carteras queestaban a cargo de Esquilacheque el martes Santo cuando la rebelión serehacía al propagarse por la villa la clandestina fuga del reyse presentó aloficial del Parte don Agustín Samanoy le previno que si le dirigían algúnpliego de la corteno perdiera un instante en enviárselo.

El pliego vinoen efectosi bien menos pronto que Ensenada anhelaba; perosu decepción no pudo ser más espantosa; en vez de un nombramiento de ministrorecibió la orden de trasladarse inmediatamente a Medina del Campopunto que sele señalaba como destierro.

En aquel recintoharto estrecho para aliento tan grandeterminóSomodevilla sus días a 2 de Setiembre de 1781.

La nueva y última desgracia del marqués de la Ensenadacon ser de suyoimportanteno produjosin embargotanto efecto en los círculos palaciegoscomo otro acontecimiento verdaderamente inconcebible.

El servidor más querido del reyel más asiduo y familiar de sus amigoselconfidente de las más obligadoras intimidadesel abate Gándara en finfuemisteriosamente preso en las altas horas de la nochey conducido a la ciudadelade Pamplona.

El rigor se extremó sin piedad en otro caso al cual se quiso dar todo elalcance de un ejemplar solemne.

Las locas intemperancias de lenguaje del murciano don Juan Antonio Salazarhabían tenido numerosos testigos. Una madrugadael caballero enfermo todavíase vio arrancado del lechoy sepultado en un profundo calabozo de la cárcel decorte.

La instrucción del proceso no fue larga. La justicia en Castillao se pasade lista o se eterniza.

Plenamente probado el hecho capitalhízose gracia al reo de lasustanciación de mil quinientas pertinentes incidenciasque hubieran podidoser motivo para que se escribieran seis millones de foliosy se dictó yconsultó sentencia firme.

Salazar subió al patíbulo y sufrió la amputación de la lengua en la PlazaMayor en expiación de la amistad personal con que distinguía a CarlosIII.

Se habló de otros tremendos castigosaunque no se dieron en espectáculo alpueblo.

El rumor pudo no carecer de fundamentoporque es lo ciertoque losindividuos que más se habían distinguido en los días del motínfueronsucesivamente desaparecido y nadie volvió a tener noticia de ellos.

Si los procedimientos absolutistas no suministran muchos datos para lahistoriaen cambioson los menos escandalosos.

No queremos omitir una excepción en las venganzas gubernamentalessiquierasea para probaraunque no es necesarioque hay regiones en nuestro planeta enque al lado del boom-upas cuya sombra ocasiona la muertecrece el árboldel pan.

Diego Abendañoel más osado de los capataces promotores de lainsurreciónel parlamentario popular que llevó a Aranjuez y puso con la mayordesfachatez en manos del rey la representación del Gobernador del Consejoescrita al dictado de los amotinadosel manchego procazgariteroborracho ydesertor de presidiono fue ahorcado.

Por el contrarioobtuvo tres gracias; el indulto por la evasión delestablecimiento penal y por el resto de la condenauna plaza de guarda de acaballo del tabaco en Santiago de Galiciay cincuenta doblones para laadquisición del rocín y las armas.

¿A qué talismán debió Abendaño su fortuna? Sencillamente al de ladesvergüenza.

Habló al monarca en el lenguaje pintoresco de la manolería como hubierapodido hablar al hostelero valenciano de Puerta Cerrada; le ofreció toda lainfluencia con que contaba entre los alborotadosy le juró por los SantosEvangelios con el mismo fervor que habría jurado por la laguna Estigiaquepara ser en adelanteel más honrado de los hombressólo necesitaba que sumajestad le tendiese una mano paternal.

¿Podía faltarle el movimiento que impetraba siendo Carlos III el másbondadoso de los príncipes?

De la merced dispensada al mensajerono se hizo partícipe al redactor delmensaje.

El obispo don Diego de Rojas y Contreras Roñas y Conterassegún leapodaba el puebloa pesar de la generosidad con que repartió entre lossediciosos la paga que devengó en Marzofue relevado en el gobierno delConsejo de Castilla.

La destitución no llegó a la Cuesta de Santo Domingo en la formacancilleresca lisa y llana que hubiera convenido al preladomás apegado a lasvanidades de la corte que a los cuidados del báculo pastoral que empuñabaomejor dichoque debía empuñar. La Real orden contenía el precepto ole que suilustrísima fuese a regir personalmente su diócesis de Cartagenay lacláusula conminatoria de que no se detuviese en Madrid más de tres horas.

Para reemplazar al mitrado en la presidencia del Consejose nombró alcapitán general conde de Arandapersonaje que disfrutaba de gran prestigio enla Nacióny de unánimes simpatías entre los hombres que profesaban ideasliberales.

Llegaba el conde precedido de una extraordinaria reputación de habilidadyprocuró no desmentirla en la laboriosa empresa en que se empeñó parareconciliar al rey con su pueblo.

No daba Aranda a las reformas indumentarias de Esquilache mucha másimportancia de la que en rigor merecían; pero le bastó persuadirse de lainclinación irresistible que por ellas sentía el monarcapara que no seatreviese a contrariarlas.

Desde entoncesdio principio el conde de Aranda a una serie de diplomáticasseducciones cerca de los representantes de los cincuenta y tres gremios menorespara que no negasen su valioso concurso a los propósitos de la corteaplazadospor la benignidad del soberanopero no de abandonados.

Entre los medios que el nuevo presidente del Consejo puso en juegoenumérase uno calificado por alguien de ingeniosoque sea el que fuere elgrado de ingenio que revelemerece especial mención.

Utilizando la particular afición con que el vecindario de Madrid ha miradoal verdugo en todo tiempoAranda dispuso que ese simpático funcionariopúblicose exhibiera diariamente en los sitios de mayor concurrencia de lavilla con la capa más larga y el sombrero mas redondo que jamás se habíanvisto desde la puerta de Toledo a la de Santa Bárbaray desde el cuartel deGuardias a la basílica de Atocha.

Tantos afanes no fueron de todo punto perdidos. Ocho meses más tardedespués del fallecimiento de Isabel de Farnesiocuando el rey venciendo al finsu aversiónregresó a Madrid el día 1º de Diciembretuvo la satisfacciónde ver que entre los sombreros que se arrojaban al aire en signo de alborozohabía algunos de tres picos.

Ayala se instaló en la sala de armas de Martín Bermejo; y después de unasolemne inauguración en que se repartieron con profusión copas de Jerezmogiconespuros de la Vuelta de Abajo y botonazosse consagró al ejercicio dela nueva profesióncon el ardor inicial que inspira la realización de unaesperanza por largo tiempo acariciada.

No indicó decadencia el establecimiento en las manos del nuevo propietario;el crédito que disfrutaba aumentó por el contrario de día en díay losdoblones de los jóvenes pertenecientes a las familias más distinguidas de lavillacaían en la bolsa de Tristán con una frecuencia que verdaderamentealegraba el corazón.

Como el maestro presumíano fue lo que menos contribuyó al buen éxito dela sala la amistad de Felicísimo Lozano.

El gentil-hombre tomó parteen efectoen los empeñados asaltos que todoslos sábados se ofrecían al mundo inteligente de la esgrima académicadio quehablar desde el primer momento de la especial escuela que cultivabaatrajo unaextraordinaria concurrenciay batió sin dificultad ni controversia a lostiradores de más reputación.

Pocos meses tuvieron que trascurrir para que quedase sólidamente establecidoque el joven Lozano era la mejor espada de Madrid; pero a pesar de loresbaladizo de la frase y de la facilidad con que ciertas gentes en todoencuentran sinonimia no hubo lengua por maldiciente que fueraque no seguardara bien de calificarle de ESPADACHÍN.

FIN.




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