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Crónica de la Nueva España

Francisco Cervantes de Salazar

Libro primero

Argumento y sumario del primero libro desta crónica

Lo que, en suma, después de las cartas nuncupatorias y catálogo de los conquistadores que este primero libro contiene, es la razón por qué las Indias del mar Océano se llaman Nuevo Mundo, y la noticia confusa que Platón tuvo deste Nuevo Mundo y lo que cerca dello otros dixeron; la descripción y asiento de la Nueva España, la calidad y temple della, la propriedad y naturaleza de algunos árboles que en ella hay, las semillas y hortalizas que produce, la propiedad maravillosa de algunas aves y pescados que tiene, las lagunas y fuentes que la illustran, las serpientes y culebras, con los animales bravos y mansos que en ella se crían, la caza y manera de cazar que los indios tenían y tienen, la variedad de metales y valor de piedras, el modo que los indios tenían en poblar, las inclinaciones y condisciones dellos, las muchas y diversas lenguas en que hablan, los sacrificios y agüeros que tenían, con las fiestas de cada año y otras extravagantes que celebraban, los bailes y areitos que hacían en sus regocijos, los médicos y hechiceros y manera de curar suya, las guerras y modo de pelear que los indios tenían, con la manera y modo que celebraban sus casamientos, así los de México como los de Mechuacán; por qué jueces se hacía la justicia y las penas que se daban a los delicuentes, la forma y manera con que alzaban a uno por señor o daban cargo preeminente en la república, la cuenta de los años que tenían y sus fiestas, los signos y planetas por donde se regían, las obsequias y cerimonias con que enterraban los muertos, los pronósticos y agüeros que los indios tenían de la venida de los españoles a esta tierra.



 

 

Capítulo I

Que es la razón por qué las Indias del Mar Océano se llaman Nuevo Mundo.

No parescerá cosa superflua, pues tengo de escrebir de tierra tan larga y tan incógnita a los sabios antiguos, traer la razón por qué los presentes, así latinos como castellanos, le llaman Nuevo Mundo, pues es cierto no haber más de un mundo y ser vanas las opiniones de algunos filósofos que creyeron haber muchos; y así, Aristóteles, en lumbre natural, probó ser uno y no muchos cuando escribió De Coclo et Mundo, llamando mundo a todo lo que el cielo cubre, lo cual es causa de que no con verdad estas tierras descubiertas, por muy largas y anchas que sean, se llamen Nuevo Mundo, ca entre otros grandes argumentos y razones que en lumbre natural convencen al hombre a que crea que hay un solo Dios y no muchos, un universal principio de todas las cosas y no dos, uno de los males y otro de los bienes, como algunos falsamente afirmaron, es la unidad que todas las cosas criadas tienen, perdiendo la cual, luego se deshacen todos los materiales en el edificio proporcionadamente unidos; una cosa obran y hacen, que es la morada, y estonces se deshacen cuando son divisos y no tienen en sí unidad; de adonde es que una sea la naturaleza angélica, una la naturaleza humana, y así uno el mundo; porque, a haber muchos, hubiera muchos soles y muchas lunas; pero no hay más de un sol y una luna, lumbreras, como escribió Moisés, de la noche y del día, el cual, dando a entender ser uno el mundo, dixo: «En el principio crió Dios el cielo y la tierra»; no dixo los cielos y las tierras, y cuando dixo «crió», dio también a entender, lo que no cupo en el entendimiento de algunos grandes filósofos, de nada haber criado Dios todo lo que es, porque, guiándose por la vía natural, decían que de nada no se podía hacer nada, no levantando el entendimiento a que, si había Dios, había de ser (so pena de no serlo) sumamente poderoso, y que su decir fuese hacer; porque, como dice la Divina Escriptura, llama las cosas que no son como las que son. Ahora, respondiendo a la dubda, digo que no solamente en nuestro común hablar, pero en la manera de decir en la Divina Escriptura hay metáforas, semejanzas y comparaciones, o para hermosear y hacer más fecunda la lengua en que se habla, o para dar a entender la frescura del campo y lo que alegra, decimos que se ríe; al hombre que habla con aviso y dice cosas escogidas, decimos que echa perlas por la boca; e al murmurador e infamador, que echa víboras y que es carta de descomunión. Por esta manera, la Sacra Escriptura usa de grandes y maravillosas metáforas, llamando a Jesucristo sol de justicia, y a la Virgen, su madre, la mañana o luna; por lo cual, pues en todas las lenguas son tan necesarias las metáforas y maneras de encarescimientos por la semejanza que tienen unas con otras, las cuales muchas veces dexan sus propios nombres, y por alguna similitud que hay en otras vestidas de sus nombres se entienden mejor, como si al liberal dixésemos ser un Alexandre, y al valiente y esforzado, un Héctor; no es de maravillar, pues todos los antiguos nunca alcanzaron a ver estas tierras que ahora habitamos ni tuvieron clara noticia dellas, como paresce por Ptolomeo, Pomponio Mela y Estrabón, que en la descripción del mundo jamás las pusieron.

Ovidio, en el principio del Metamorphosis, dividiendo el mundo en cinco zonas, afirmó en parte todo lo que ahora la experiencia niega, pues dixo que, unas por frío y otras por calor, especialmente la media, eran inhabitables. Hércoles, después de su larga peregrinación, llegando a Cádiz y a Sevilla, fixando aquellas dos grandes columnas, entendiendo no haber más mundo, poniéndolas por término del, dixo: «No hay más adelante», lo cual fue causa de que, siendo el primer descubridor Colón de tanto mar y de tanta tierra, que verdaderamente es mayor que toda África, Asia y Europa, no sin alguna aparente razón y metafórica manera de hablar, dio lugar a los escriptores a que aquestas tierras llamasen Nuevo Mundo, no pudiendo explicar su grandeza sino con llamarlas así, pues mundo es lo que en sí encierra longura, anchura y profundidad, y que después del no hay más, por lo cual en el siguiente capítulo diremos si destas partes hubo alguna noticia.



 

 

Capítulo II

De la noticia confusa que el divino Platón tuvo deste Nuevo Mundo.

Cosa es maravillosa y no digna de pasar en silencio que como Dios, por su inefable y oculto juicio, tenía determinado, no antes ni después, ni en vida de otros reyes, sino de los católicos César y Filipo, en tan dichosos y bienaventurados tiempos alumbrar a tan innumerables gentes como en este Nuevo Mundo había, fue servido como por figura dar a entender al divino Platón y a Séneca, auctor de las Tragedias, que después del mar Océano de España había otras tierras y gentes con otro mar que, por su grandeza, el mismo Platón le llama el Mar Grande, verificándose por la dilatación y augmento de la fee cristiana aquella profecía: «Por toda la tierra salió el sonido dellos», que es la predicación de los Apóstoles y de los que, subcediendo en este cargo en este Nuevo Mundo, predicaron y predican el beneficio y merced que el Hijo de Dios hizo al mundo con su venida a él. No sólo quiso que sanctos profetas lo profetizasen tantos años antes, pero quiso que las sibillas, mujeres gentiles, los poetas, como Virgilio y Ovidio, sin entender lo que decían, lo profetizasen, tomando diversos instrumentos malos y buenos para la manifestación de la merced que había de hacer al mundo, porque aquello en las cosas humanas suele tener más verdad que el bueno y el malo confiesan, y no siendo el don de profecía de los dones del Espíritu Sancto, que hacen al hombre grato y amigo de Dios, no es de maravillar que gentiles, infieles y males, como fue Balán, profeticen, pues profecía es gracia de gracia dada, y que no hace al hombre grato y amigo de Dios, y porque a los que cerca desto primero descubrieron algo, es justo darles su honor debido, es de saber que Agustín de Zárate, varón por cierto docto, en la breve historia que escribió del descubrimiento y conquista del Perú, tractando en breve lo tocante a este capítulo, dice así:

«Cuenta el divino Platón algo sumariamente en el libro que intitula Thimeo o De Natura, y después, muy a la larga y copiosamente, en otro libro o diálogo que se sigue inmediatamente después del Thimeo, llamado Atlántico, donde tracta una historia que los egipcios se contaban en loor de los atenienses, los cuales dice que fueron parte para vencer y desbaratar a ciertos Reyes y gran número de gente de guerra que vino por la mar desde una grande isla llamada Atlántica, que comenzaba después de las columnas de Hércoles, la cual isla dice que era mayor que toda Asia y África, e que contenía diez reinos, los cuales dividió Neptuno entre diez hijos suyos, y al mayor, que se llamaba Atlas, dio el mayor y mejor. Cuenta otras muchas y memorables cosas de las muchas riquezas y costumbres desta isla, especialmente de un templo que estaba en la ciudad principal, que tenía las paredes y techumbres cubiertas con planchas de oro, plata y latón, e otras muchas particularidades que serían largas para referir, y se pueden ver en el original donde se tractan copiosamente, muchas de las cuales costumbres y cerimonias vemos que se guardan el día de hoy en la provincia del Pirú. Desde esta isla se navegaba a otras islas grandes que estaban de la otra parte della, vecinas a la tierra continente, aliente la cual se seguía el verdadero mar. Las palabras formales de Platón en el Thimeo, con éstas: «Hablando Sócrates con los atenienses, les dixo: Tiénese por cierto que vuestra ciudad resistió en los tiempos pasados a innumerable número de enemigos que, saliendo del mar Atlántico, habían tomado y ocupado casi toda Europa y Asia, porque estonces aquel estrecho era navegable, tiniendo a la boca del, y casi a su puerta, una ínsula que comenzaba desde cerca de las columnas de Hércoles, que dicen haber sido mayor que Asia y África juntamente, desde la cual había contractación y comercio a otras islas, y de aquellas islas se comunicaban con la tierra firme y continente que estaba frontero dellas, vecina del verdadero mar, y aquel mar se puede con razón llamar verdadero mar, y aquella tierra se puede juntamente llamar tierra firme y continente.» Hasta aquí habla Platón, aunque poco más abaxo dice «que nueve mill años antes que aquello se escribiese, subcedió tan gran pujanza de aguas en aquel paraje que en un día y una noche anegó toda esta isla, hundiendo las tierras y gente, y que después aquel mar quedó con tantas ciénagas y baxíos, que nunca más por ella habían podido navegar ni pasar a las otras islas ni a la tierra firme de que arriba se hace minción». Esta historia dicen todos los que escriben sobre Platón que fue cierta y verdadera, en tal manera, que los más dellos, especialmente Marsilio Ficino y Platina, no quieren admitir que tenga sentido alegórico, aunque algunos se lo dan, como lo refiere el mismo Marsilio en las Annotaciones sobre el Thimeo, y no es argumento para ser fabuloso lo que allí dice de los nueve mill años; porque, según Pudoxio, aquellos años se entendían, según la cuenta de los egipcios, lunaes y no solares, por manera que eran nueve mill meses, que son siete cientos y cincuenta años. También es casi demonstración para creer lo desta isla, saber que todos los historiadores y los cosmógrafos antiguos y modernos llaman al mar que anegó esta isla Atlántico, reteniendo el nombre de cuando era tierra. Pues supuestos ser esta historia verdadera, ¿quién podrá negar que esta isla Atlántica comenzaba desde el estrecho de Gibraltar, o poco después de pasado Cádiz, y llegaba y se extendía por este gran golfo, donde así norte, sur, como leste, ueste, tiene espacio para poder ser mayor que Asia y África? Las islas que dice el texto se contrataban desde allí paresce claro serían la Española, Cuba y Sant Joan y Jamaica y las demás que están en aquella comarca. La Tierra Firme, que se dice estar frontero destas islas, consta, por razón, que era la misma tierra firme que ahora se llama así, y todas las otras provincias con quien es continente, que comenzando desde el estrecho de Magallanes contienen, corriendo hacia el Norte, la tierra del Pirú y la provincia de Popayán y Castilla del Oro y Veragua, Nicaragua, Guatemala, Nueva España, las Siete Ciudades, la Florida, los Bacallaos, y corre desde allí para el septentrión, hasta juntarse con las Nuruegas, en lo cual, sin ninguna dubda, hay mucha más tierra que en todo lo poblado del mundo que conoscíamos antes que aquello se descubriese, y no causaba mucha dificultad en este negocio el no haberse descubierto antes de ahora por los romanos ni por las otras nasciones que en diversos tiempos ocuparon a España, porque es de creer que duraba la maleza del mar para impedir la navegación, e yo lo he oído, y lo creo, que comprehendió el descubrimiento de aquellas partes debaxo desta autoridad de Platón, y así, aquella tierra se puede claramente llamar la tierra contienente que llama Platón, pues cuadran en ésta todas las señales que él da de la otra, mayormente de aquella que él dice que es vecina al verdadero mar, que es el que ahora llamamos del Sur, pues, por lo que de él se ha navegado hasta nuestros tiempos, consta claro que en respecto de su anchura y grandeza todo el mar Mediterráneo y lo sabido del Océano, que llaman vulgarmente del Norte, son ríos. Pues si todo esto es verdad y concuerdan también las señas dello con las palabras de Platón, no sé por qué se tenga dificultad en entender que por esta vía hayan podido pasar al Pirú muchas gentes, así desde esta gran isla Atlántica como desde las otras islas, para donde desde aquella isla se navega y aun desde la misma Tierra Firme podían pasar por tierra al Pirú, y si en aquello había dificultad, por la misma mar del Sur, pues es de creer que tenían noticia y uso de la navegación, aprendida del comercio que tenían con esta grande isla, donde dice el texto que tenían grande abundancia de navíis y aun puertos hechos a mano, para la conservación dellos, donde faltaban naturales.»

Lo que dixo Séneca, cerca de lo que al principio deste capítulo tracté, aunque ha sido larga la digresión, aunque necesaria para el conoscimiento de lo que pretendemos, dice así:

 

«Venient annis saecula seris.

 

Quibus Oceanus vincula rerum

 

Laxet, novosque Tiphis delegat orbes,

 

Atque ingens pateat telus.

 

Neque sit terris ultima Thile».

Que vuelto en verso castellano, quiere decir:

 

«En años venideros, vendrá siglo

 

En quien lugar dará el mar Océano

 

A que otro Nuevo Mundo se descubra,

 

Distando del esfera nuestra tanto

 

Que Thile, que es en ella la postrera.

 

Se venga a demarcar por muy cercano.»



 

 

Capítulo III

De la descripción y asiento de la Nueva España.

Juanote Durán, en el libro que hizo, que aún no ha salido a luz, de la Geografía y descripción de todas estas provincias y reinos por veinte e una tablas, llama Grande España a todo lo que los españoles, desde la Isla Española hasta Veragua, conquistaron y pusieron debaxo de la Corona Real de Castilla. Movióle llamar Grande España a toda esta gran tierra, por haberla subjectado subcesivamente los españoles, de la cual en la parte primera desta Crónica tractaré (dándome Dios vida) copiosamente, y porque al presente es mi propósito de escrebir el descubrimiento y conquista de la Nueva España, que es mi principal empresa, en breve relataré qué es lo que ahora los nuestros llaman Nueva España, diciendo primero cómo la ocasión de haberle puesto este nombre fue por la gran semejanza que con la antigua España tiene, no diferenciando, della más de en la variedad y mudanza de los tiempos; porque en todo lo demás, temple, asiento, fertilidad, ríos, pescados, aves y otros animales, le paresce mucho, aunque en grandeza le exceda notablemente.

Llámase, pues, Nueva España, comúnmente, todo lo que los Capitanes ganaron y conquistaron en nombre de D. Carlos, Rey de España, desde la ciudad de México hasta Guatemala, y más adelante, hacia el oriente y hacia el poniente hasta Culhuacán; porque por las Audiencias que Su Majestad ha puesto en Guatemala y en Jalisco, por distar por muchas leguas de la ciudad de México, hay algunos que dicen llamarse propiamente Nueva España todo el destricto y tierra que la Audiencia Real de México tiene por su jurisdición; pero, según la más cierta opinión, se debe llamar Nueva España todo lo que en esta tierra firme han subjectado e poblado Capitanes y banderas de México, que, comenzando del cabo de Honduras y ciudad de Trujillo en la ribera del Mar del Norte, hay de costa las leguas siguientes: del cabo de Honduras al Triunfo de la Cruz, treinta leguas; del Triunfo a Puerto de Caballos, otras treinta leguas; de Puerto de Caballos a Puerto de Higueras, treinta leguas; de Higueras al Río Grande, treinta; del Río Grande al cabo de Catoche, treinta;*** del diez; de Cotoche a Cabo Redondo, noventa; de Cabo Redondo al Río de Grijalva, ochenta; del Río de Grijalva a Guazacualco, cuarenta; de Guazacualco al Río de Alvarado, treinta; del Río de Alvarado a la Veracruz, treinta; de la Veracruz a Pánuco, sesenta. Pasaron algunos compañeros de los que fueron con D. Hernando Cortés a Honduras de la Mar del Norte a la del Sur, e hay de una mar a otra noventa leguas, desde Puerto de Caballos hasta Cholotamalalaca, que vulgarmente se llama Chorotega, de la Gobernación de Nicaragua; hay por la costa del Sur treinta leguas al Río Grande o de Lempa, y al río de Guatemala, cuarenta y cinco, y de Guatemala a Citula, cincuenta, y de ahí a Teguantepeque, ciento y cincuenta; de Teguantepeque a Colima, ciento, y de Colima al Cabo de Corrientes, otras ciento; de Corrientes a Chiametla, sesenta; de Chiametla hasta donde fue D. Hernando Cortés, y lo último que descubrieron los navíos de D. Antonio de Mendoza, (en blanco) leguas. Hay de México al cabo de Honduras, hacia el oriente algo al sudeste, más de cuatrocientas y cincuenta leguas, y a Culhuacán, que está al poniente, algo al norueste, (en blanco) leguas. Inclúyense en estos límites los obispados de Truxillo, Honduras, Guatemala, Chiapa, Guaxaca, Tlaxcala y el arzobispado de México, y los obispados de Méchuacán y Jalísco, toda la cual tierra se extiende y dilata por muchas leguas, y conquistándose lo circunvecino a ella.

También se puede llamar Nueva España por ser tierra continuada y que por toda ella se habla la lengua mexicana, y que de México han de salir los Capitanes y banderas a conquistarlo, como ahora al presente salen por mandado del Rey D. Felipe, e industria de su Visorrey D. Luis de Velasco, a conquistar la Florida. Esto es lo que con toda brevedad se puede decir de la descripción de la Nueva España, porque querer particularizar sus provincias y reinos con las calidades y temples suyos será cosa prolixa y larga, y, por tanto, siguiendo la misma brevedad, pues tengo de tractar de la conquista della, diré algo por todo este primer libro de sus rictos y costumbres.



 

 

Capítulo IV

De la calidad y temple de la Nueva España.

Porque adelante, en el discurso desta historia pienso tractar copiosamente las cosas memorables, así las que tocan al suelo como las que pertenescen al cielo y temple de las provincias de la Nueva España, brevemente, por los capítulos siguientes, antes que tracte de la conquista, escrebiré, en general, así el temple y calidad destas tierras como los rictos, leyes y costumbres de los naturales della, y así es de saber que la Nueva España, como la antigua, que por esta similitud tomó su nombre y dominación, en unas partes es muy fría, como en los Mixes, en la Misteca, en el Volcán y en toda su halda, en los ranchos de Cuernavaca, donde, siendo el trecho de media legua, y de la una parte tierra caliente y de la otra templada, es tan grande el frío que todo el tiempo del año, los moradores deste poco espacio de tierra viven debaxo della, y debaxo della crían las aves y algún ganado, que es cosa de maravillar. Algunas veces ha acaecido que de los pasajeros que por aquella parte van y vienen, por no haber hecho noche en las casas de los indios, han muerto de frío muchos.

Es la Nueva España, como la vieja, asimismo muy llana por algunas partes, como en el valle de Guaxaca y en el valle de Toluca, el cual corre más de docientas leguas; los llanos de Ozumba, tan fértiles de ganado avejuno que hay en ellos sobre ochocientas mill cabezas; los llanos de Soconusco, los cuales son inhabitables. Es, por el contrario, tan montuosa, así en otras partes como en toda la costa de la Mar del Sur, la cual es toda serranía y montaña han poblado de naturales que parescen colmenas. Hay algunos pueblos tan fuertes por la aspereza del sitio, que son tan inexpunables que, aunque paresce increíble, un hombre los puede defender de muy muchos; porque hay pueblo que no se puede subir a él sino por una parte, y tan áspera, que es menester ayudarse con las manos, como es Pilcalya y Oztuma y Chapultepeque. Y como tiene extremos en calor y fríos, llanos y serranías, ansí los tiene en vientos y calmas, pluvias y sequías, porque, especialmente en las costas, al principio de Mayo y por Navidad se levantan tan bravos y temerosos vientos, que los mareantes y los que viven en las Indias llaman huracanes, que muchas veces han derribado edificios y arrancado de raíz muy grandes y gruesos árboles, y es su furia tanta, que corriendo muchas leguas la tierra adentro, levantan las lagunas que son hondables y se navegan con canoas y barcos pequeños y bergantes, de tal manera, que paresce tormenta de la mar, y así se han anegado muchos, no tiniendo cuenta con el tiempo, porque algunas veces, aunque con señales precedentes, se levantan vientos con tan gran furia que no hay quien pueda tomar la orilla. Las calmas, como en Tabasco, Teguantepeque y Zacatula, son tan grandes y duran por tantos días que los moradores destas tierras no pueden sufrir ropa, tanto que los indios ni los españoles no duermen en sus casas, sino a las puertas dellas o en mitad de la calle, de cuya causa viven enfermos y tan lisiados en los ojos, que los españoles llaman a aquella parte la tierra de los tuertos, porque algunas veces, cuando sopla algún viento, es con tan gran calor, que paresce que sale de algún horno muy encendido.

En lo que toca a las pluvias y aguas del cielo, aunque diferentemente se siguen según el temple de las provincias, por la mayor parte en toda la Nueva España, son muy grandes. Comienzan, al contrario de España, desde Junio, y acábanse por Septiembre. Suele llover, cuando es la furia, treinta y cuarenta días arreo, sin cesar, y dicen los. indios viejos que después que vinieron los españoles no llueve tanto, porque antes solía durar la pluvia sesenta y ochenta días sin escampar, porque siempre, por la mayor parte, en el invierno de las Indias, los días que llueve es de las dos o tres horas de la tarde adelante; nieva muy pocas veces, y en muy pocas partes, salvo en ciertas sierras, que por esto las llaman nevadas. Hay también tierras, las cuales son tan secas que, aunque fértiles, llueve tan veces en ellas (como en Coyuca), que es necesario para cultivallas que un río caudaloso que entra en la mar, cegándosele la entrada, con las muchas olas empape toda la tierra, basta que los naturales la tornan a abrir cuando veen que la tierra está bien harta. Los hielos, esecialmente cuando han cesado las aguas, son tan grandes v tan generales en toda la tierra, que lo que es de maravillar, en partes donde se da el cacao, que siempre es tierra caliente, hacen mucho daño; porque, no solamente abrasan y queman el fructo, pero también el árbol; quémanse también los panes y maizales, como en España, aunque en el valle de Atrisco (como diré cuando tractare de Tlaxcala) hay gran templanza del cielo, tanto que jamás se ha visto helar. Los serenos en muchas partes son dañosos, especialmente en México, el de prima noche y el de la mañana. La causa es el engrosarse los vapores de la laguna en este tiempo con el ausencia del sol, y reina tanto que hacen enfermar la ciudad, y que ciegan algunos, y a no ser la tierra salitral, que conserva la vista de los ojos con los serenos y los muchos polvos que los aires levantan, cegarían muchos. Los truenos y relámpagos y temblores de tierra en el tiempo de las aguas, en algunas partes, son tan continuos y furiosos, como en Tlaxcala y México, y especialmente en los Zacatecas y en un pueblo dellas que se dice Asuchualan y en tierras calientes, que han muerto muchos de rayos y han sido forzados los vecinos de aquella tierra, así indios como españoles, para que las casas no se les cayan encima y que los vientos grandes no las lleven y los rayos no los maten, salirse dellas y meterse en cuevas, debaxo de las peñas. Han caído en esta tierra muchas casas y templos fuertes por los grandes temblores, las cuales los indios, en su gentilidad, cuando en ellas caían unas bolsas de fuego, tenían por cierto agüero que habían de haber hambre o guerra. Estas tempestades subceden las más veces cuando el año es seco.

Las lagunas, como también diré en su lugar, son muchas y muy grandes y de mucho pescado, aunque todo pequeño. Son muy provechosas a las comarcas do están, especialmente la de México, que hace muy fuerte la ciudad y muy bastecida por las acequias que en ella entran, y por ellas muchos mantenimientos abundantemente de pescado blanco y prieto, que los indios llaman joiles; y porque, como al principio deste capítulo dixe, las demás particularidades que restan, que son muchas y maravillosas, del temple y calidad de la Nueva España, tractaré en el descubrimiento y conquista cuando hablare de los pueblos, las dexaré al presente, por venir a tractar también en general de algunos árboles desta tierra.



 

 

Capítulo V

De la propiedad y naturaleza de algunos árboles de la Nueva España.

Es tan grande la multitud de los árboles de la Nueva España, aunque todos o los más, al contrario de la vieja España, echan las raíces sobre la haz de la tierra, y así ellos y los traídos de España duran poco, y es nescesario renovarlos de cuatro a cuatro años o de cinco en cinco. Entre los árboles desta tierra, aunque no sé si se podrá llamar así, por no echar flor hoja ni fructo, pero porque para hierba es muy grande, contándole entre los árboles, el magüey, que en mexicano se dice mefle, es el más notable y maravilloso árbol y de más provechos que los antiguos ni los presentes han hallado, y tanto que a los que no han hecho la experiencia con razón les parecerá increíble. Hay, pues, en los magüeyes, machos y hembras, y donde no hay machos no hay hembras, ni se dan, y la tierra que los produce es tenida por fértil, y los indios están proveídos abundantemente de lo que han menester para el comer, beber y vestir donde hay copia dellos, como luego diré. Echa el magüey al principio de su nascimiento grandes hojas que son como pencas muy anchas y gruesas y verdes; vanse ahusando, y en el remate echan una púa muy aguda y recia; los machos, que son los menos, a cierto tiempo, que es cuando van ya a la vejez, echan un mástil grueso, alto, que nasce de en medio de las pencas, en cuyo remate hay unas flores amarillas. Los provechos, así de las hembras como de los machos, son tantos, que los indios vinieron a tener al magüey por dios, y así, entre sus ídolos, le adoraban por tal, como paresce por sus pinturas, que eran las letras con que conservaban sus antigüedades. Sus hojas, pues, como sean tan anchas, resciben el rocío de la mañana en tanta cantidad que basta para beber el caminante aunque vaya con mucha sed; las hojas o pencas verdes sirven de tejas para el cubrir de las casas y de canales; hácese dellas conserva y de la raíz; por consiguiente, secas, son muy buena leña para el fuego, cuya ceniza es muy buena para enrubiar los cabellos. Secas también las pencas, las espadan como el cáñamo, y dellas se hace hilo para coser y para texer; la púa sirve de aguja, de alfilel y de clavo, y como se hacen telas, así también se hacen cuerdas y maromas muy fuertes, de que, en lugar de cáñamo, se sirven todos los indios y españoles para lo que suelen aprovechar las sogas y maromas, las cuales, mojadas, son más recias y se quiebran menos. El mástil sirve de madera para el edificio de los indios, y el magüey sirve, como en Castilla las zarzas, para seto y defensa de las heredades. Hácese del magüey miel, azúcar, vinagre, vino, arrope y otros brevajes que sería largo contallos. Finalmente, como dixe, sólo este árbol puede ser mantenimiento, bebida, vestido, calzado y casa donde el indio se abrigue; tiene virtudes muchas que los indios médicos y herbolarios cuentan, no sin admiración, especialmente para hacer venir leche a la mujer, bebido su zumo, con el cual se sanan todas las heridas.

Hay otros árboles que, aunque no son de tanto provecho como el magüey, son dignos, aunque con brevedad, de ser aquí contados, como son el plátano, el cual es cosa maravillosa, que sola una vez en la vida da fructo. El guayabo, provechoso para las cámaras. El peruétano, cuya fructa es más dulce que dátiles; llámanse chicozapotes; deste fructo se saca cierta cera que, mascada, emblanquesce los dientes y quita la sed a los trabajadores. El aguacate, cuya fructa se llama así, gruesa y negra, mayor que brevas, la cual tiene cuesco; es caliente, ayuda a la digestión y al calor natural; del cuesco se hace cierto aceite y manteca; en la hoja echa la flor, de la cual en la lexía para la barba, por ser muy olorosa, usan los barberos. La tuna, que el árbol y la fructa se llama así, la cual huele como camuesas y es muy sabrosa: quita en gran manera la sed; es dañosa para los fríos de estómago; hay dellas blancas, coloradas, amarillas y encarnadas; los que comen las coloradas o encarnadas echan la orina que paresce sangre. Hay otras tunas que se dicen agrias, en las cuales se cría la cochinilla, que es grana preciosísima, la cual, desde estas partes, se reparte por todo el mundo; las hojas deste árbol son muy gruesas y anchas; guisadas en cierta manera es manjar muy delicado y de gran gusto y mantenimiento. El annona lleva fructo de su nombre, redondo y mayor y menor que una bola; lo de dentro, que es lo que se come, en color y sabor es como manjar blanco; cómese con cuchara o con pan; tiene cuescos negros, a manera de pepitas; refresca mucho; es sana y cierto, fructa real. El mamey es el más alto árbol desta tierra, limpio todo, como árbol de navío, hasta el cabo, do hace una copa de ramas y hoja muy hermosa; de las ramas pende la fructa, que también se llama mamey; es a manera de melón, la corteza áspera y por de dentro colorada, y ansimismo de fuera; la carne paresce jalea en olor, sabor y color; dentro tiene un cuesco grande; para alcanzar la fructa suben los indios trepando con sogas. La piña, muy diferente de la de Castilla, porque es toda zumosa, sin pepita ni cáscara, como la de Castilla, pero, por la semejanza de su tamaño y manera, la llamaron los nuestros así; es fresca, algo más agria que dulce; no muy sana, porque aumenta la cólera; el árbol do nasce es pequeño y delgado. El cacao es un árbol muy fresco y acopado; es tan delicado que no se da sino en tierra caliente y lugar muy vicioso de agua y sombra; está siempre cercado de muchos árboles crecidos y sombríos, por que esté guardado del sol y del frío; lleva el fructo de su nombre, a manera de mazorcas verdes y coloradas, el cual no pende de las ramas, como los demás fructos, antes está pegado al tronco y ramas; de dentro es ellogioso, y tiene los granos a manera de almendras; bébese en cierta manera en lugar de vino o agua; es substancioso; no se ha de comer otra cosa después de bebido; cómese en pepita y sabe muy bien el agua que se bebe tras del; es moneda entre los indios y españoles, porque cient almendras más o menos, según la cosecha, valen un real. Hay árboles destos en tres maneras: unos muy altos, y otros muy pequeños, a manera de cepas, y otros medianos, y todos, en general, no fructifican sin el amparo de otros árboles mayores que les hagan sombra, porque sin ella el sol y el hielo los quema. Es este árbol tan preseciado, que su fructa es el principal tracto de las Indias.

Hay otra infinidad de árboles, unos de fructa y otros sin ella, tan varios y diversos en propriedad y naturaleza, que, queriendo particularizarlos, sería ir tan fuera de mi propósito, que sería nescesario hacer otro libro de por sí. Los árboles de Castilla se dan muy bien, aunque por echar las raíces, como dixe, tan someras, se envejecen presto. Los que menos aprueban son olivas, cepas, castaños y camuesos, que no se dan, aunque en Mechuacán se dice haber camuesas, pero no con aquella perfección que en Castilla; parras y uvas hay muy buenas y sabrosas, pero no se hace vino dellas, o porque no se pone diligencia o porque no acuden los tiempos, como en Castilla; pero las higueras, manzanos, ciruelos, naranjos, limones, cidros, morales, en los cuales se cría gran cantidad de seda, se dan en gran abundancia y con muy buen gusto, y así se darían otros muchos árboles de Castilla si hobiese menos cobdicia de dineros y más afición a la labor de los campos.



 

 

Capítulo VI

De las semillas y hortalitas que se dan en la Nueva España, así de Castilla como de la tierra.

Son muy diversas las semillas e hierbas de la Nueva España y de diverso gusto y sabor, aunque las de Castilla se dan no menos abundantemente que allá. La semilla del maíz, que en su lengua se dice tlauli, es la principal semilla, porque en esta tierra es como en Castilla el trigo. Cómenla los hombres, las bestias y las aves; la hoja della, cuando está verde, es el verde con que purgan los caballos; y seca, regándola con un poco de agua, es buen mantenimiento para ellos, aunque todo el año, en la ciudad de México,por el alaguna, y en otras partes por las ciénagas, tiene verde, que los indios llaman zacate. Con el buen tiempo acude tanto el maíz, que de una hanega se cogen más de ciento; siémbrase por camellones y a dedo, y a esta causa, una hanega ocupa más tierra que cuatro de trigo. Quiere tierra húmida, o, si fuese seca, mucha agua del cielo o de riego; echa unas cañas tan gruesas como las de Castilla, y el fructo en unas mazorcas grandes y pequeñas; echa cada caña dos, tres y cuatro mazorcas a lo más; cuando están verdes y tiernas las llaman clotes; son sabrosas de comer; después de secas se guarda el maíz, o desgranado o en mazorcas, el cual, cuando se come tostado, se llama cacalote. Para hacer el pan, que es en tortillas, se cuece con cal y, molido y hecho masa, se pone a cocer en unos comales de barro, como se tuestan las castañas en Castilla, y de su harina se hacen muchas cosas, como atole, que es como poleadas de Castilla, y en lugar de arroz se hace del manjar blanco, buñuelos y otras cosas muchas, no menos que de trigo. Hácese del maíz vino y vinagre, y antes que hobiese trigo se hacía biscocho. Y porque mi intento es escrebir, en suma, para la entrade desta historia, las cosas naturales que produce esta tierra, dexaré de decir del maíz muchas particularidades, por tractar en breve de otras semillas, de las cuales la chía, que es del tamaño de agongolí, una prieta y otra blanca, se bebe, hecha harina, con maíz, y es de mucho mantenimiento y fresca; dase en grano a los pájaros de jaula, como en Castilla el alpiste; echada en agua, aprovecha para dar lustre a las pinturas, y puesta sobre las quemaduras, hace gran provecho. El chianzozoli, que es como lenteja, se come de la manera que la chía; es buena contra las cámaras de sangre; bebida, refresca mucho. El michivautle, que es como adormideras, es bueno para beberse el cacao, que pusimos entre los árboles.

También se cuenta entre las semillas, porque se siembra en pepita, aunque no cada año, sino para trasponello, el ichicatle, que es semilla de algodón; tiene la pepita sabrosa como piñones. Hácese della aceite y manteca; échase en las comidas de cazuelas en lugar de pepitas; dase en tierra caliente y no en fría. El ayoetli, que es pepita de calabaza, de las cuales se hacen muchos guisados y sirven de almendras para hacer confites. El calicavote es también pepita de otro género, de la corteza de las cuales se hace el calabazate, y de lo de dentro conserva de miel; las pepitas no aprovechan sino para sembrarlas. El etle, que es frisoles, es semilla de gran mantenimiento; cómese en lugar de garbanzos; con de diversos colores. En Castilla los llaman habas de las Indias. El piciete es semilla pequeña y prietezuela; la hoja es verde, seca, y revuelta con cal, puesta entre los labios y las encías, adormece de tal manera los miembros, que los trabajadores no sienten el cansancio del trabajo, ni los puestos a tormento sienten con mucho el dolor, y el que durmiere en el campo y lo tuviere en las manos o en la boca, estará seguro de animales ponzoñosos, y el que lo apretare en los puños y subiese a alguna sierra, sentirá en sí aliento y esfuerzo; los que tienen dolores de bubas lo toman para adormecer el dolor y poder dormir.

De las hierbas y raíces, las principales son: Las batatas, o camotes, que asadas, tienen el sabor de castañas, y en muchas partes se hace pan dellos. Las xicamas son como nabos, muy zumosas y muy frías; la conserva dellas es muy buena para los éticos y los que tienen gran calentura. Los chayotes son como cabezas de erizos; cómense cocidos. Los xonacates son cebolletas de la tierra; cómense crudas, como las de Castilla. El agí sirve de especia en estas partes; es caliente, ayuda a la digestión y a la cámara; es apetitoso, y de manera que los más guisados y salsas se hacen con él; usan dél no menos los españoles que los indios. Hay unos agíes colorados y otros amarillos; éstos son los maduros, porque los que no lo son, están verdes, hay unos que queman más que otros. Los tomates son mayores que agraces; tienen su sabor, aunque no tan agrio; hay unos del tamaño que dixe, y otros grandes, mayores que limas, amarillos y colorados; échanse en las salsas y potajes para templar el calor del agí. Los quilites, unos se comen cocidos, como riponces, y otros verdes, como berros. Debaxo de este nombre de quilites se entienden y comprehenden muchas maneras de hierbas, que tractar dellas sería cosa muy larga, y más si hobiese de decir de las hierbas medicinales que los indios médicos conoscen y cada día experimentan ser de gran virtud en diversas y peligrosas enfermedades que han curado y curan; por lo cual, en el siguiente capítulo tractaré de la diversidad y géneros de aves que en estas partes hay y de algunas maravillosas propriedades suyas.



 

 

Capítulo VII

De algunas aves de maravillosa propriedad y naturaleza que hay en la Nueva España.

Muchas aves hay en la Nueva España muy semejantes a las de Castilla; pero hay otras en todo tan diferentes, que me paresció ser justo, de la multitud dellas, escoger algunas, para que, entendiendo el lector su maravillosa diversidad, conozca el poder del Criadar maravilloso en todas sus obras. El ave que en la lengua mexicana se llama tlauquechul es, por su pluma y por hallarse con gran dificultad, tan presciada entre los indios, que por una (en tiempo de su infidelidad) daban cuarenta esclavos, y por gran maravilla se tuvo que el gran señor Montezuma tuviese tres en la casa de las aves, y fue costumbre, por la grande estima en que se tuvo esta ave, que a ningún indio llamasen de su nombre, si no fuese tan valeroso que hubiese vencido muchas batallas. Tiene la pluma encarnada y morada; el pico, según la proporción de su cuerpo, muy grande, y en la punta una como trompa; críase en los montes. El ave que se dice aguicil es muy más pequeña que gorrión, preciosísima también por la pluma, con la cual los indios labrán lo más perfecto de las imágenes que hacen; es de diversas colores, y dándole el sol, paresce tornasol; es tan delicada que no come sino rocío de flores, y cuando vuela, hace zumbido como abejón; hay alguna cantidad de ellas. El quezaltotol es ave toda verde; críase en tierras extrañas; la cola es lo principal della, porque tiene plumas muy ricas, de las cuales los indios señores usaban como de joyas muy ricas para hacer sus armas y devisas y salir a sus bailes y rescibimientos de Príncipes; tiene esta ave tal propiedad que, de cierto a cierto tiempo, cuando está cargada de plumas, se viene a do hay gente para que le quite la superflua. El pico es tan fuerte, que pasa una encina con el pico; tiene cresta como gallo, y silba como sierpe.

Hay otro pájaro que, naturalmente, cuando canta habla en indio una razón y no más, que dice tachitouan, que en nuestra lengua suena: «padre, vámonos»; tiene la pluma parda; anda siempre solo, y dice esta razón dolorosamente. Otro que se llama cenzontlatlol, que en nuestra lengua quiere decir «cuatrocientas palabras» llámanle así los indios porque remeda en el canto a todo género de aves y animales cuando los oye, y aun imita al hombre cuando lo oye reír, llorar o dar voces; nunca pronuncia más de una voz, de manera que nunca dice razón entera. El cuzcacahtl es pájaro blanco y prieto y no de otro color; tiene la cabeza colorada; náscele en la frente cierta carne que le afea mucho; aprovecha para conservar la pluma y que no se corrompa; muestra en sí cierta presunción y lozanía, como el pavón cuando hace la rueda; es de mucha estima entre los indios.

De los papagayos hay cinco maneras: unos colorados y amarillos, y destos hay pocos; otros amarillos del todo; otros verdes o colorados, sin tener pluma de otro color; otros verdes y morados; otros muy chiquitos, poco menores que codornices; éstos son tantos que es menester guardar las simenteras dellos. Aprovecha la pluma de todos, y todos hablan cualquier lengua que les enseñan, y muchos, dos y tres lenguas; quiero decir, algunas palabras dellas. El chachalaca, que, por ser tan vocinglero, los indios le llaman así; tiene tal propriedad que, pasando alguna persona por do está, da muy grandes gritos. Hay un pájaro del tamaño de un gorrión, pardo y azul, que dice en su canto tres veces arreo, más claro que un papagayo bien enseñado, «Jesucristo nasció»; jamás se posa cuando anda en poblado sino sobre los templos, y si hay cruz, encima della; cosa es cierto memorable y que paresce fabulosa, si muchos no lo hobiesen oído, de los cuales, sin discrepancia, tuve esta relación. Hay otra ave cuyo nombre no sé, que las más veces, aunque es rara, se cría en los huertos, o donde hay arboledas, de tan maraviflosa propriedad, que los seis meses del año está muerta en el nido, y los otros seis rivive y cría; es muy pequeña, y en cantar, muy suave. Han tenido desto que digo algunos religiosos cierta experiencia, que la han visto en sus huertos.

Hay otra ave que, por ser de mucha estima, la presentaron al Virrey D. Luis de Velasco, no menos extraña que las dichas, mayor que un ánsar; cómese medio carnero; tiene las plumas de muchas y diversas colores, y las de la garganta, porque van las unas contra las otras, hacen excelente labor; ladra como perro, y las plumas son provechosas para el afeite de las mujeres; llámanla los indios ave blanca, y cuentan della otras propriedades no menos maravillosas que las que hemos dicho de otras. Hay otra ave que tiene la cabeza tan grande como una ternera, muy fiera y espantosa, y el cuerpo conforme a ella; las uñas muy grandes y fuertes; despedaza cualquier animal por fuerte que sea; nunca se vee harta, y suele, de vuelo, llevar un hombre en las uñas.

Aves de agua hay muchas, como patos y otros que llaman patos reales; garzas, muchas y muy hermosas. En la tierra hay ánsares muy grandes, y grúas. De volatería, muy buenos halcanos, que por tales los llevan a España; hay azores no menos buenos.



 

 

Capítulo VIII

De los más señalados ríos de la Nueva España y de sus pescados.

Porque suelen los ríos caudalosos y abundantes de pescados ennoblescer las provincias por do corren, me paresció ser razón, pues la Nueva España, entre otras cosas,muchas memorables, es una de las más insignes regiones del mundo, tractar de algunos famosos ríos que por ella corren, entre los cuales se ofresce el río de Zacatula, que da nombre a la provincia por do corre, el cual nasce en términos de Tlaxcala y entra en la mar por la villa de la Concepción de Nuestra Señora, que es en la provincia de Zacatula. Es muy caudaloso de agua, porque entran en él más de treinta ríos principales, sin otros muchos, de los cuales no se hace caso; su corriente es muy veloz, más hondo y ancho que dos veces Guadalquivir. Tres leguas antes que entre en la mar, sale de entre unas sierras y da en unos llanos donde se hunde de cuatro partes, las tres de tal manera que, a tres leguas de la mar, haciendo algún pozo, hallan el agua tan corriente como cuando va todo junto, a cuya causa no entran navíos gruesos por él, sino pequeños, según la cantidad de agua que queda sobre la tierra. Corre más de docientas leguas; sus pescados son muchos y muy grandes, aunque también tiene chicos. Los principales son: lizas, meros, moxarras, bobos, truchas, pargos, bagres y, entre ellos, aquel espantoso y perjudicial pescado que los indios llaman caimán y nosotros lagarto, y algunos de los latinos engañados dicen ser cocodrilo.

Déste, repartiendo el capítulo en dos partes, tractaré de algunos más copiosamente que de los otros pescados, por ser tan señalado, diciendo primero en este río y en otros haber tantos, y tan encarnizados, que no hay quien ose entrar en el agua hasta el tobillo, porque, con increíble velocidad, son con él debaxo del agua. No puede hacer presa nadando, sin que primero estribe en alguna cosa, por lo cual, el tiburón, aunque es muy menor pescado y de menores fuerzas, le rinde y vence, quitándole la vida, metiéndose debaxo dél. Hay algunos que, puestos en el arenal, son tan grandes que parescen vigas muy gruesas, de luengo de más de veinte y cinco pies. Hanse visto juntos en la tierra más de sesenta, en la cual no pueden hacer mal, aunque, estribando a la orilla sobre los brazos, da un apretón, que sale buen rato fuera de la tierra tras la presa que pretende. Péscanse con varios y diversos artificios y anzuelos muy gruesso, aunque hay, que es de tener en mucho, indios tan diestros,que, metiéndose en el agua, los atan de pies y manos con cordeles, y así los sacan a tierra, la cual experiencia ha sido a hartos peligrosa y aun costosa. Hay otra manera de tomarlos, como es con villardas, poniendo el cebo de carne o tripas en un palo rollizo de dos palmos en largo, y por el medio dél una recia cuerda con una boya; traga el caimán el palo con el cebo y atraviésasele en la garganta, y como con esto él da vuelcos en el agua, la hoya, meneándose en diversas partes, lo da a entender, y así los sacan a jorro.

Hay diversas maneras de caimanes: unos gruesos y otros verdes; otros no tanto y más largas, de color de cieno; los verdes son más dañosos; tienen la boca tan grande como media braza, poblada de muchos y muy gruesos dientes; la lengua no se les parlesce, por ser muy pequeña, la cual les cae sobre la garganta y agallas, de manera que ningún agua les puede entrar; tiene desde el pescuezo hasta la cola, por la parte de arriba, unas conchas que con ningún asta se pueden pasar; llegan, como dixe, con tanta velocidad a la orilla, que, sin ser sentidos, hacen presa en muchos animales que van a beber, y así, se tiene muy gran cuenta con los niños en que se aparten de la orilla del río; cuando hace presa, si es cosa viva, vase a lo fondo con ella, hasta que la ahoga, y luego se sobreagua para ver si está, muerta, y saliendo del agua a la más segura parte que vee, la hace pedazos para comerla, y no, como algunos dicen, tragándoselo entero. Suelen los encarnizados trastornar las balsas con que navegan los indios, para hacer presa en ellos, aunque ha habido indio tan fuerte que, tomándose a brazos con el caimán, sin darle lugar que con la boca le hiciese daño, lo ha sacado en tierra, y ha habido otros que los han muerto en el agua. Los tigres viejos tienen grande enemistad con ellos, tanto que, yendo a velar a la orilla del río, antes que el caimán haga presa, le saltan encima, y así, con las uñas, le sacan fuera del agua y hacen pedazos, hasta abrilles la barriga y sacarle el hijo o hijos en cuya busca venían, y si le hallan, es cosa notable las bravezas que hacen deteniéndose en despedazarle; y si no le hallan, vanse a buscar otro. Salen los caimanes del río de noche y atraviésanse en los caminos para que, tropezando con ellos los indios, cayan y ellos los maten. Tienen una tripa sola; mandan la quixada de arriba, y no la de abaxo; en las agallas tienen unas como landrecillas que huelen como almizque, y así, los que tienen lengua desto, fácilmente saben el río que tiene caimanes, por el olor que hay a su orilla.

Hay otros caimanes que llaman bobos porque no hacen mal; la causa es no estar encarnizados. Todos ponen los huevos en el arena en gran cantidad, unos grandes y otros pequeños; salen con el calor del sol y abrigo del arena. Los grandes, antes que la madre venga, comen los chicos, y cuando ella sale en tierra, súbense todos sobrella, y así, se mete ella con ellos en el agua, donde, sacudiéndose, los dexa para no verlos más. Y porque es razón hablar de otros ríos y de sus pescados, por no hacer fastidioso este capítulo, dexando de decir otras cosas de los caimanes, en el siguiente capítulo proseguiré el título déste.



 

 

Capítulo IX

Donde se tracta de otros ríos y pescados.

No es menos memorable el río de Pánuco, el cual nasce sesenta leguas de la mar y hace tres nascimientos, todos muy grandes, los dos de los cuales se vienen a juntar cuarenta leguas de la mar, y el tercero, diez leguas; después de andadas, va por tierra llana más de las treinta, más ancho y más hondo que Guadalquivir; entran en él navíos de docientas toneladas; sube por él la cresciente de la mar más de quince leguas; está a par dél fundada la villa de Santisteban del Puerto, que es en la provincia de Pánuco, tierra sana y bien bastecida. Este río tiene muchos pescados, pero especialmente los que no hay en otros: hay en él un cierto pescado que se llama manatí, cuyo pescado paresce carne de vaca gorda, y hicoteas, que son a manera de tortugas.

Hay otro río que se dice del Espíritu Sancto: nasce en el valle de Toluca; corre, hasta entrar en la mar, más de ciento y cincuenta leguas; es río más caudaloso que ninguno de los de España, así por su nascimiento como por los ríos que se le van juntando; súmese por la tierra lo más dél, y ésta es la causa por qué no entran en él navíos gruesos, sino bergantines; tiene gran cantidad de pescados de muchos géneros, y por esto se hacen en él muy grandes pesquerías de camarones cerca de la mar, que, secos, los llevan los indios por toda la tierra a vender.

Catorce leguas déste, hacia el poniente, por la misma costa de la mar, corre otro gran río que se llama Iztatlán, con el cual se juntan tres o cuatro muy caudalosos, de manera que, al entrar en la mar, tiene más de media legua de ancho; no es hondable de manera que sufra navíos gruesos; tiene muy gran cantidad de pescados, y de ostías, tan innumerables, que, aunque vayan diez mil indios a cargar dellas, hacen tan poca mella, como si no fuese nadie. Deste río adelante, por la misma costa, al poniente, casi tresientas leguas hay otro río tan caudaloso, que lo más angosto dél tiene media legua de ancho, y cuando entra en la mar tiene cinco; es muy hondable, de manera que por todo él pueden navegar navíos muy gruesos; corre, a lo que paresce; es tan grande, según se conjectura, por las nieves que se derriten de las sierras, lo cual paresce claro, porque sus mayores crescientes son por Sant Joan, cuando hay más calor. La tierra es fría y poblada de pobre gente; el pescado que tiene es mucho, aunque la variedad dél no se ha visto.

Hacia la mar del Norte hay otros ríos muchos que, por no ser tan grandes, no hago mención dellos, y es cierto que los ríos que van a dar a la mar del Sur, en poblaciones y en fertilidad de tierra y en riquezas de oro y plata y perlas, hace gran ventaja a los del Norte, aunque, a lo que dicen y adelante tractaremos, los ríos de la Florida son muy grandes y muy ricos de perlas, y porque hemos hecho alguna mención de señalados pescados, no será fuera de propósito, aunque no sean de río, decir que en la mar de la California, a la cual fue Hernando Cortés, muchos de sus soldados, en tiempo de calmas, desde los navíos vieron por tres veces levantarse en el agua unos pescados que desde la cinta arriba, porque de ahí abaxo no se vían nada, que parescían hombres desnudos en carnes, que a los que los vieron, verdaderamente, pusieron cierto pavor, los cuales se zabulleron luego, y de ahí a poco tornaron a parescer dos veces, a los cuales, por la semejanza humana que tenían, llamaron los nuestros peces-hombres.



 

 

Capítulo X

De algunas lagunas y fuentes de la Nueva España.

No menos hace al propósito, habiendo de hablar de las cosas señaladas que hay en esta tierra, decir algo, aunque de paso, de algunas lagunas y fuentes que en ella hay. De las lagunas, la de México, por cercar la más insigne ciudad deste Nuevo Mundo, es muy señalada, y porque [es] la que está más cerca de la ciudad; es salada, y con ella, a la parte del norte, se junta otra dulce, y a la parte del sur otra también de agua dulce. Esta es mucho mayor que la otra, porque dentro della hay cuatro grandes pueblos de indios, los cuales son Suchimilco, Cuitlauac, Mesquique, Culuacán. Bojan estas tres lagunas, que hacen una, más de ochenta leguas; tienen mucho pescado que, por estar lexos la mar, no poco proveen la ciudad. Hay en ellas un pescado que se llama axolote, que es prieto: tiene pies y figura de lagarto. Ranas hay en tanta cantidad, que ayudan mucho a la falta del pescado fresco. Hay en esta alaguna tres peñoles de mucha caza de liebres, conejos y venados, que fueron echados a mano. Entran en esta laguna muchos ríos pequeños, con todas las aguas que caen de las vertientes de las sierras que la rodean. Hay otra laguna en la provincia, de Mechuacán, muy grande, de hechura de una herradura; es de agua dulce, y tan hondable que, a partes, tiene más de cien brazas. Hay en ella muchos peñoles poblados; es abundante de pescados, especialmente de galápagos, que no hay en otras lagunas; boja más de treinta leguas; tiene tormenta como la mar.

Hay otra laguna que se dice Cuyseo, la cual tiene muchos bagres; tiene otros pescados a manera de sardinas y de pexereyes; boja más de veinte leguas; tiene algunos cerros dentro. Hay otra laguna muy más grande: está toda junta, y no dividida como la de México;tiene más de ochenta leguas de box; hay muchos pueblos muy populosos alderredor della; tiene algunos peñoles pequeños; es muy hondable; es tan abundante de pescado como las demás. Alrededor della crían muchos patos; es de agua dulce; entra en ella un río caudal y torna a salir, no cresciendo ni menguando el alaguna, cerca de la cual, a la parte del norte, hay unos ojos de agua salada, de la cual, los indios que allí cerca viven, hacen mucha cantidad de sal muy blanca y muy buena. Alrededor destos ojos toda el agua es salobre, y los indios, tomando del agua y de la tierra, la cuelan de tal manera que, llevando el agua toda la fuerza de la tierra, poniéndola un poco al fuego, queda hecha sal de muy buen gusto y muy blanca. Y el río de Alvarado hace una laguna entre unos manglares, que tiene catorce leguas de largo y diez de ancho; hácese en ella mucha y muy buena sal; es abundante de camarones y ostiones y anguillas que, aunque parescen culebras, son muy buenas y muy sanas.

Las fuentes de la Nueva España, aunque no tienen tan maravillosas propiedades como las de los escriptores antiguos de Asia y África, son, empero, muchas dellas de grandes y abundantes nascimientos, y algunas de agua tan delgada, que corrompen a los que la beben; hay otras muy calientes que, metiendo en ellas un perro, le sacan cocido y deshecho: otras tan frías que, cualquier cosa viva que en ellas caiga, muere al instante, de la frialdad. Cerca de Jalisco, en muy poco espacio, nascen dos fuentes, la una por extremo fría y la otra por extremo caliente. Júntanse cerca de los nascimientos y hacen un agua extremada para blanquescer la ropa.

A la ciudad de México, como otras cosas, ennoblescen muchas fuentes de mucha y muy buen agua, como son las de Tanayuca, Cuyoacán, Estapalapa, Sancta Fee y, aunque la de Chapultepeque es muy hermosa y de mucha agua, y que por más cercana, porque nasce media legua della y entra por grueso caño en ella, no es tan buena como las demás, las cuales con facilidad pueden traerse a México, como al presente se procura traer una dellas. En el alaguna, media legua de la ciudad, hay un peñol, a la halda del cual nasce una fuente de mucha y muy caliente agua, de la cual se han hecho unos baños no menos nobles que los de Alhama; es nescesario, para poder sufrir el calor, echar primero el agua en unas pilas que están junto al nascimiento. Hay en la provincia de Mechuacán una fuente que sale junto a una peña que, de noche y de día, tiene un calor muy grande; es tan saludable que, a los que se lavan en ella, si van tullidos, se destullen, y los llagados, sanan. En ésta sanó dentro de ocho días un hombre tan leproso que no había hombre que se osase llegar a él. Hay otra cerca désta que nasce en llano y es más ancha que una grande alberca; tiene la misma propriedad. Lo demás remito a otros que desto han escripto más particularmente, por venir al capítulo siguiente.



 

 

Capítulo XI

De las serpientes y culebras y otras sabandijas ponzoñosas que hay en la Nueva España.

Sierpes muy fieras, como en otras partes del mundo, no se hallan en esta tierra a menudo, aunque los días pasados, en una muy honda quebrada, vieron dos hombres una sierpe mayor que un gran becerro, tan fiera y espantosa que no sabían encarescerla. Decían que tenía cuatro pies y que la cola era tan larga como el cuerpo, cubierta toda de unas conchas que parescían launas de armar. Hizo gran ruido al subir, mientras ellos huían. Decían que el rostro tenía tan feroz que parescía cosa del infierno. Sierpes como ésta hanse visto muy raras veces, aunque hay muy gran cantidad de culebras tan gruesas como el cuerpo de un hombre y más largas que una braza. Llámanse mazacoatl; son bobas, porque no pican ni hacen mal a nadie; son pintadas como venados de los nuevos; mantiénense de conejos, liebres, venados, perros y aves, y esto cazan, metiéndose en lo más espeso de los arcabucos, esperando de secreto la caza, la cual matan con la cola. Críanse entre las peñas y riscos altos. Hay otras culebras tan delgadas como el dedo de la mano y más largas que braza y media, las cuales, para acometer y herir al hombre, juntan la cabeza con la cola. Donde hay pajonal, corren tanto como un hombre, por bien que corra.

Hay víboras en dos maneras: unas gordas como una pantorrilla de la pierna, y largas, aunque deste género hay también muy más delgadas. Tienen hacia la cola unas a manera de escamas que, cuando se mueven, van sonando como cigarras, porque algunos, por las oír, se guardan e huyen dellas. Llámanse de cascabel por este ruido que traen, y tienen tantos años cuantas escamas. Mueren los mordidos dellas si no saben curarse, y la cura es sajar luego la herida y espremir luego la ponzoña antes que más se extienda. Hay otro género dellas delgadas como el dedo, y de palmo y medio de largo, tan ponzoñosas que, al que muerden, si no cortan el miembro herido, no vive. De las otras hay muchas, y déstas muy pocas. La pestilencia de las unas y de las otras es el puerco, que se las come. Hay otra culebra o serpecilla que paresce codornís, porque, cuando hace mal, se abalanza y hace el sonido como una codornís. Los indios ponen nombre a algunas cosas por la semejanza que tienen con otras.

De las sabandijas, unas hay ponzoñosas y otras no. De las unas y de las otras hay casi infinitas. Las ponzoñosas son alacranes, que matan a los que pican si con tiempo no los socorren, y si pican a algún niño, no escapa. Arañas, grandes, vellosas y negras, son peores y más ponzoñosas que las víboras.

En las tierras calientes hay muchos mosquitos y de muchas maneras, que, para poder vivir, han de andar de día con un amoscador en las manos, y de noche cubrirse bien en la cama, aunque en algunas partes las indias salen a hilar y a texer a la luna, porque estonces no los hay. Hay algunos que pican de tal manera, que levantan grandes ronchas. La langosta, así en tierras calientes como en frías, algunos años suele hacer en las mieses gran daño, y para que no aoven en la tierra después de hechas las simenteras, los indios, puestos en ala, que toman una legua y dos, pegan fuego cada uno por su parte a las hierbas y rastrojos y como están en torno y comienzan circularmente a prender el fuego es cosa maravillosa cómo las sabandijas, venados, liebres y otros animales salen huyendo del fuego y se amontonan en el medio, y cómo los indios, llevando sus arcos y flechas y otras armas, matan la caza que quieren, aunque en esta manera de caza hay muchas veces peligro, porque, como del aire se suele hacer un torbellino, así estonces se hace de fuego, que al que halla, abrasa con la furia grande que trae atrás. Desta manera, los indios limpian sus campos de las sabandijas, y cuando vienen las aguas, la hierba para los ganados nasce en mayor abundancia y más limpia y de mayor mantenimiento.



 

 

Capítulo XII

De los animales bravos y mansos que hay en la Nueva España.

Hay en esta tierra, como en España, algunos animales, aunque difieren en algo de los de España, como leones, lobos, osos, venados, corzos, gamos, liebres, conejos, tigres, onzas. Déstos, los tigres han sido muy dañosos, porque andaban muy encarnizados, y tanto, que esperaban los indios por los caminos para matarlos, y de noche, como muchas de las casas eran de caña, por entre ellas hubo tigres que, metiendo la mano, sacaban la mitad de la cabeza del que estaba durmiendo, porque tienen tan gran fuerza en las uñas, que todo cuanto con ellas alcanzan hacen pedazos. También ha habido muchos leones, aunque no coronados, tan encarniszados, que así en los españoles como en los indios, han hecho gran daño.

Hay otro animal del tamaño y figura de zorra que los indios y los nuestros llaman adibe, no menos dañoso al ganado ovejuno que los lobos muy encarniszados de España, y porque destos animales hay tantos que no basta armarles lazos, el remedio es echarles pedazos de carne con cierta hierba que nasce en esta tierra, que, comiendo della, luego mueren. Entre otros animales que difieren en el todo, hay unos corno conejos, armados de ciertas conchas; andan por peñas y riscos muy fragosos, y cuando quieren baxar de alguna sierra muy alta a lo más baxo della, no corren ni andan, sino arrojándose desde lo alto, porque, cubriéndose con las conchas todo, sin echar pie ni mano fuera, aunque cuando hace el golpe suena mucho, no se hace mal ninguno.

Hay otros animales que son poco mayores que hurones, que traen consigo los hijos cuando pasen en la hierba; y cuando sienten gente los hijos, vienen corriendo a la madre, a los cuales ella, metiéndoselos en ciertos senos que tiene en la barriga, huye sin caérsele ninguno, y cuando está desviada, los torna a soltar. Hay otro animal que se paresce en alguna manera a éste, la cola del cual es de tan gran virtud que, si se seca, y molida, la bebe cualquiera que tenga saeta, piedra o otra cosa metida en el cuerpo, la echa luego fuera, y a esta causa, los indios que iban a las guerras, los que podían, llevaban estos polvos consigo para cuando los hobieran menester. En la tierra de Cibola había unos como carneros monteses que saltaban por las peñas más ligeros que cabras, con tener los cuernos más laros que bueyes de diez años y los cuerpos no mayores que carneros de España.

Las vacas de aquella tierra son pequeñas y corcovadas, y el pelo tan pequeño y liso como de ratón. Los toros son de la misma figura, más bravos que los de Castilla, con ciertas vedijas de lana en la cabeza muy largas que parecen clines. Hay perros chicos y grandes corcovados. Sírvense los moradores de aquella tierra de los grandes para la carga, como en el Pirú de las ovejas que allá nascen, y porque en la Nueva España no tenían animal que llevase carga, los indios, desde niños, se enseñaban a traerla, y esles tan natural, que aunque ahora se les prohíbe, quieren más muchas veces llevar ellos la carga que echarla en las bestias, las cuales hay en abundancia de asnos, mulas y caballos, y los caballos y mulas tan buenos, que en España no los hay mejores. Los pellejos de los caballos son los más lindos del mundo, y las colores, que en España no aprueban bien, en esta tierra son señal de muy recios; y así, los caballos overos y blancos son muy recios y para mucho trabajo, y así, hay caballos de camino mejores que en todo lo descubierto del mundo, y de los de rúa, tantos y tan buenos, que en ninguna parte dél hay más ni tales, lo cual no poco ennoblesce esta tierra y la fortifica, porque a pie, en los llanos y en las sierras, cuando hay guerra, por su ligereza, especialmente en las sierras, son más poderosos los indios que los españoles, mayormente cuando no hay arcabucos.

Animales del agua y de la tierra son lobos marinos, caimanes, de quien ya deximos que son como lagartos pequeños; galápagos, tortugas, todos los cuales desovan en la tierra y, después de nascidos, se meten en el agua. Otros animales hay muchos, de los cuales en su lugar hablaremos largo.



 

 

Capítulo XIII

De la caza y manera de cazar de la Nueva España .

Cazan los indios diversas aves y animales de diversas maneras: Los patos de las lagunas toman hincando unos palos altos en el alaguna, y puestos de trecho a trecho, cuelgan unas muy grandes redes muy delgadas, e ya que el sol se va a poner, levantan la caza con voces y con palos, con que dan en el agua, y como el vuelo no es alto y la red es menuda, no viéndola, dan en ella, donde los más se enmarañan.

Cazan los venados metiéndose en el cuero de otro venado; van a gatas, llevando sobre su cabeza la cabeza del venado de cuya piel van vestidos, y así, asegurando la caza, la flechan de muy cerca. Cuando quieren hacer alguna caza real, como se ha hecho a D. Antonio de Mendoza y a D. Luis de Velasco, Visorreyes, júntanse quince o veinte mill indios armados de sus flechas y arcos y otros con macanas y varas tostadas, y cercan algún monte donde hay venados, osos, leones, puercos monteses. Por su orden se van metiendo, dando voces, yendo la gente de a caballo delante, con sus lanzas y arcabuces, y levantan la caza de tal manera, que, como vuelve espantada de cualquier parte donde la ojean, vienen poco a poco a acorralar tanta, que se han muerto de una vez más de trecientos venados. De otras muchas maneras cazan los indios, y son tan diestros en ellas, que ninguna cosa se les escapa, especialmente las codornices, las cuales, en mucha cantidad, toman de noche vivas; tractar de lo cual sería, como ya tengo dicho hacer libro muy grande.

Las cazas que principalmente siguen los españoles son matar patos y otras aves que se crían en el alaguna, con arcabuces, metiéndose en ella con canoas. También con las aves de rapiña, como halcones y sacres, vuelan garzas y otras aves;

también con perros levantan las codornices y las matan con azor; son éstas más sabrosas. Cazan asimismo con muy buenos galgos, que se hacen en esta tierra, muchas liebres, las cuales son mayores e más ligeras que las de España aunque no son tanto los cazadores, así por no ser la gente tanta, como porque en estas partes los hombres no tienen tanta quietud y trabajan más que en España, o por volver a ella ricos o por vivir acá honrados, que no lo son sino los que tienen. Y esto basta tocante a la caza.



 

 

Capítulo XIV

De los metales y piedras de valor y de virtud que hay en la Nueva España.

El más noble Y precioso metal, como todos saben, es el oro, el cual, aunque de todas las nasciones ha sido siempre tenido en mucho por la nescesidad que hay dél para las contrataciones y otros negocios importantísimos, esta gente no lo tenía en tanto, aunque todavía le tenían en más que a los otros metales, y del hacían joyas presciosas, porque las plumas ricas y las de virtud eran las más estimadas y más principales joyas que los indios tenían. Las minas del oro se hallan por la mayor parte en tierra caliente, en los ríos y arroyos. Su nascimiento es cerca dellos, porque a la orilla toman el seguimiento hasta dar en el oro. Cógese en polvo, entre la arena, y, lavándolo en unas bateas que son ciertos vasos acomodados para ello, despidiendo el arena con el agua, queda el oro, el cual también se halla en las sierras y en tierra llana. Hanse descubierto granos muy finos y de muy gran peso. También se saca plata, y en ella, incorporado el oro. Apártase el un metal del oro con agua fuerte. Síguense muy poco las minas del oro, porque es menester hacer mucho gasto, y son pocos los que puedan sufrillo.

Las minas de la plata son más generales y hállanse en muchas partes. Florescieron en un tiempo las de Tasco, y ahora las de los Zacatecas. También éstas son costosas, por la falta que hay de esclavos e indios, y por lo mucho que cuestan los negros y la poca maña que para ello se dan. Las minas de plata, cuando andan buenas, sustentan y engruesan la tierra, y cuando van de caída, paresce que todo está muerto. Nescesidad tienen los mineros de que Su Majestad les dé favor, pues aliende del aprovechamiento destos reinos, con ninguna cosa se adelantan tanto sus rentas reales como con el buen aviamiento de las minas.

Hay minas de plomo, con el cual, no menos que con azogue, se beneficia el metal de la plata. Hay minas de cobre, las cuales no siguen porque no son de tanto provecho. Hay ansimismo minas de metal que tienen plata y cobre juntamente. Finalmente, no se labran sino las de plata, porque son más y acuden mejor que las demás.

Piedras preciosas, al presente, no hay tantas como en España, ni de tantos géneros; pero las esmeraldas son las mejores y las estimadas, muy aprobadas para la embriagues, como dellas se escribe. Hay otras piedras que, aunque no son de tan buena vista, son de gran virtud, porque hay algunas tan buenas para quitar el dolor de ijada y riñones, que, por obrar en tan breve, son maravillosas e dignas de gran estima. Son de color de esmeraldas turbias, muy mayores que ellas; atraviesan por ellas unas vetas blancas. Hay otras de color cárdena; déstas hay muchas en anillos, que, tocando por debajo del engaste a la carne, hacen mucho provecho. Hay otras piedras que, aunque no son presciosas ni de virtud, son muy buenas para hacer aras; son tan limpias y resplandecientes que sirven de espejos; son negras; sácanse dellas navajas, que son tan agudas como las de acero. Hay para el efecto de las aras otras piedras bermejas y vetadas de negro que no se tienen en menos que las negras. Piedras para colores hay muchas, aunque se dan pocos a buscarlas, porque el que puede ir, y aun el que no, todos andan,a buscar plata, la cual, como decía Diógenes, había de estar amarilla de miedo, como el oro, de los muchos que la andan a buscar hasta sacarla de las entrañas de la tierra. Cierto; si hubiese el asiento que se desea, habría menos cobdicia. y más virtud.

Parésceme que para en general, basta haber dicho, con la brevedad que he podido, lo que toca al temple desta tierra y propiedades della. Ahora, con no menor brevedad tractaré de los indios y de sus rictos y costumbres, para que cuando comience la conquista, el lector vaya advertido de muchas cosas que se tocarán de paso.



 

 

Capítulo XV

De la manera que los indios tienen en el poblar.

Pueblan los indios de la Nueva España muy diferentemente de las otras nasciones, porque, por las idolatrías que tenían y por hablar con el demonio más secretamente, ni buscaban riberas ni costa de mar, ni lugares llanos donde hiciesen sus poblaciones, y las que hacían era en lugares altos, ásperos y montuosos, sin orden ni continuar casa con casa, por manera, que un pueblo de mill vecinos venía a ocupar cuatro leguas de tierra. Decían que el hacer su asiento en tales partes era por fortalecerse contra los enemigos comarcanos, y el estar tan apartados los unos de los otros, por tener cada uno la simentera o milpa a par de su casa, y porque, si hubiese pestilencia, no se inficionasen estando juntos, y ciertamente era consejo del demonio, porque, ya que poblaban en lugares altos, por la fortaleza para acometer y para defenderse, más fuertes estuvieran juntos que derramados. Ahora, por industria de los religiosos, aunque con muy gran trabajo, los hacen vivir juntos y por orden y concierto, y si esto estuviese hecho así para la policía humana como para la cristiandad, haría mucho el caso, porque podrían ser visitados con más facilidad y evitarse hían las idolatrías, sodomías, borracheras, estrupos, adulterios y homiscidios que cada día se cometen por estar tan partados. Sienten mucho el congregarse porque, como dice el moro, desean mucho vivir y morir en la ley, casa y tierra de sus padres y abuelos, y, naturalmente, son enemigos de los españoles, o porque les reprehenden sus vicios o porque tienen poca semejanza con ellos; ca, como dicen los filósofos, la semejanza es causa de amor.

Las casas de sus moradas son de adobes y madera, y tan pequeñas, que un día se puede hacer una; las puertas y ventanas dellas muy pequeñas; ningún adereszo tienen, sino sola una estera, que llaman petate, por cama. Tienen poca conversación los unos con los otros; visítanse poco, aunque estén enfermos; son amigos de hacer sus moradas en alto, do vean las quebradas de los arroyos y ríos.

Hay otros indios que llaman chichimecas, que siguen la costumbre de los alárabes, no tiniendo casa ni morada cierta, ni labrando los campos de que se sustenten, manteniéndose según los tiempos, unas veces de fructa de la tierra y otras de la caza que matan, porque son muy grandes flecheros. Finalmente, desto que he dicho, parescerá la nescesidad que tenían de policía y la merced grande de Dios les hizo en inviarles los españoles, y entre ellos a los religiosos y clérigos que les predicasen y los instruyesen y alumbrasen de los errores en que estaban tan contra toda razón; y porque esto se vea más claro, en el capítulo siguiente tractaré de sus condisciones e inclinaciones.



 

 

Capítulo XVI

De las condisciones e inclinaciones de los indios en general.

No hay nasción tan bárbara ni tan viciosa donde no haya algunos de buen entendimiento y virtuosos, y, por el contrario, tan política y bien enseñada, que en ella no haya hombres torpes y mal inclinados, y así, aunque en general, diré haber sido bárbaros los moradores desta, gran tierra, no excluyo haber algunos de buen entendimiento, como adelante se parescerá, por las leyes que tenían. Son, pues, los indios, en general, amigos de novedades, créense de ligero, son pusilánimos; no tienen cuenta con la honra, poco deseosos de adelantar su honra y nombre y opinión; tan dados a cerimonias, que a esta causa afirman muchos descender del linaje de los judíos; son medrosos, aunque entre ellos, en comparación de los otros, había unos que llamaban tiacanes, que quiere decir «valientes»: son vindicativos por extremo, y por livianas cosas traen entre sí pleitos, gastando mucho más que vale la cosa por que pleitean; guardan poco el secreto; no hacen cosa bien sino por miedo, y así, tienen en poco a sus señores si los acarician y no se les muestran graves; son tan ingratos a los beneficios rescibidos, que aunque se hayan criado con los españoles muchos años, fácilmente los dexan; son mudables, y con cualquier razón se persuaden a mudar parescer; los más dellos son simples y discurren poco, y así, aunque algunos han aprendido gramática, en las otras esciencias, como requieren buen entendimiento, no aprovechan nada; son tan cobdiciosos que por el interés llevaran a sus padres presos y de los cabezones, hallándolos borrachos o en otro delicto, y esto si se lo manda la justicia; son amigos de estarse ociosos si la necesidad del mantenerse no los fuerza tanto, que se estarán un día entero sentados en cuclillas, sin hablar ni tener conversación los unos con los otros; la causa es ser muy flemáticos, lo cual, aunque en esto dañe, aprovecha para acertar en los oficios mecánicos que han aprendido, porque lo que se hace de priesa, aunque haya mucho exercicio, pocas veces se acierta. Conocíalos muy bien Montezuma, y así, los gobernó mejor que ningún otro Príncipe de los infieles, y dixo muchas veces al Marqués que con el temor de la pena y exercicio del cuerpo los, gobernaba y mantenía en justicia. Van de buena gana a los bailes y danzas, que acaece danzar todo un día sin descansar. No había ninguno, por principal que fuese, que no se emborrachase y lo tuviese por honra, haciendo después de borrachos graves delictos. Son torpes si no es en el tirar de los arcos; en todos los otros exercicios de armas no tienen vergüenza de proveerse en las ocultas nescesidades donde los vean. Conservan muy poco el amistad; siguen fácilmente lo malo y con dificultad lo bueno; tanto que, en las contractaciones, hácense ya más engaños que los nuestros; cuando comen a costa ajena, son tragones, y apenas se hartan por mucho que les den, y cuando de su hacienda, muy templados y abstinentes. Lo que ganan de su trabajo, que, para lo que merescen, es mucho, no lo gastan en hacer casa, ni comprar heredad ni en dar docte a las hijas con que se casen, sino en vino de Castilla, y, lo que es peor, en pulcre, que es un vino que ellos hacen, de mal olor y gusto, y que con más furia y presteza los emborracha y saca de sentido, que cuanto más se lo viedan, tanto más lo procuran.

Hay muchos mercaderes muy ricos de dinero, pero no se han visto en su muerte que haya parescido ni que lo manden gastar en obras pías. Los indios ladinos, que son los que se han criado con los españoles, son más malisciosos que virtuosos. La razón es porque temen poco y son más inclinados a lo malo que a lo bueno; cuando están borrachos hablan en romance y descubren el odio que tienen a nuestra nasción; cuando van a negociar, o van camino, aunque sea uno el que va a negociar, le acompañan muchos, si no son los tarascos, que las más veces van solos, porque son más hombres y de mejor entendimiento. Acriminan los indios los negocios, y con palabras y lágrimas engrandescen la injuria rescibida, por liviana que sea, para haber mayor venganza del que se la hizo, y aun suelen revolcarse en la tierra, sacarse sangre y decir que han rescibido gran golpe en el cuerpo, todo a fin de que el injuriador sea molestado y les dé algo en el pagar de sus tribuctos, o, no dándolos tales, como conviene, o quexándose que no pueden dar tanto, escondiéndose para cuando los cuentan algunos dellos, o, los más, juran falso, sin temor ninguno contra los españoles, y no faltan muchos testigos para esto. Cierto, es lástima rescibir juramento dellos, porque, aun en la confesión. pocos dicen verdad.

Tiniendo mucha tierra sobrada, adrede siembran junto a las estancias de los españoles, para que el ganado dellas haga daño en lo sembrado e haya ocasión de quitar las estancias por estar en perjuicio, y como conoscen el favor que las justicias, por mandado del Rey, les hacen, molestan por cualquier cosa a los españoles, y verdaderamente, en este negocio, como en los demás, se conosce todos los extremos ser malos, porque al principio fueron con mucho rigor tractados de algunos que no se acordaban si eran cristianos, aunque en alguna manera, en los Capitanes, aquel rigor era nescesario, porque no se atreviesen a proseguir en las traiciones que habían intentado. Ahora tienen tanta suelta que, aun para ellos es dañosa, para el remedio de lo cual era nescesario que el Visorrey y Audiencia tuviesen mucha mayor comisión de la que tienen. No hay cosa a mal recaudo que no la hurtan, y jamás la restituyen si no los toman con ella. Son amigos de vil gente, y así se hallan mejor con los negros, mulatos y mestizos que con los españoles; no quieren dar de comer a los caminantes, o, si lo dan, de mala arte, aunque se lo paguen; pero si les va algún interese, salen a rescebir con música, y sólo a los que son justicia o flaires tienen respecto, aunque ya no tanto.

Los templos que hacen no es por devoción, sino por fuerza o por presunción de tener mejor iglesia que sus vecinos. Entre todos los indios, los mexicanos son los más maliciosos y de menos virtud, y así lo fueron desde su principio, que por tiranía vinieron y tiránicamente poseyeron y ganaron lo que tenían, porque fueron advenedizos y despojaron a los otomíes, que eran señores naturales.

De sus vicios e inclinaciones malas no quiero decir más, aunque la experiencia lo enseña, porque también entre ellos hubo varones de mucho consejo y de grande esfuerzo, ca de otra manera, tan gran república no se pudiera gobernar y conservar en tan pujante estado. Con rigurosas leyes se castigaban los delictos, todos vivían en quietud; tractábase toda verdad; respectaban mucho a su Príncipe, y, finalmente, entre ellos como en las demás nasciones, como dice Aristóteles, había hombres para gobierno, que llama, naturalmente, libres, y otros, que eran los más, para sólo obedescer, que él mismo llama, naturalmente, siervos, aunque los unos y los otros se pueden llamar bárbaros, pues hacían tantas cosas contra toda ley natural, que aun hasta las bestias, con su natural instinto, guardan, pues adoraban las piedras y animales que eran menos que ellos; sacrificaban a los que menos podían, procurando en otros lo que no querían para sí; frecuentaban el pecado de sodomía que entre los otros pecados, por su fealdad, se llama contra natura, y así, como dice Sant Pablo, Dios los traía en sentido reprobado, cegándoles el corazón, como a Faraón, para que por sus pecados viniesen a pecar aun contra lo que la razón natural vedaba, hasta que Dios fuese servido, por su oculto e inscructable juicio, de inviar los españoles a que, haciendo primero las diligencias debidas, como se verá en la conquista, les hiciesen justa guerra hasta traerlos a que por su voluntad oyesen y rescibiesen el Evangelio.



 

 

Capítulo XVII

De la variedad de lenguas que hay entrelos indios.

Bien paresce, como la experiencia nos enseña y la Divina Escriptura manifiesta, por el pecado de la soberbia, hasta estas partes haberse derramado la confusión de lenguas, porque las que hay en la Nueva España con mucho trabajo se podrían contar, tan diferentes las unas de las otras, que cada una paresce ser de reino extraño y muy apartado, y esto es tan cierto que en un pueblo que se llama Tacuba, una legua de México, hay seis lenguas diferentes, las cuales son: la mexicana, aunque corrupta, por ser serranía donde se habla; la otomí, la guata, la mazaua, la chuchumé y la chichimeca, aunque es de saber que en toda la Nueva España y fuera della es la mexicana tan universal, que en todas partes hay indios que la hablan como la latina en los reinos de Europa y África, y es de tanta estima la mexicana como en Flandes y en Alemania la francesa, pues los Príncipes y caballeros destas dos nasciones se prescian de hablar en ella más que en la suya propia. Así, en la Nueva España y fuera della, los señores y principales la deprenden de propósito para preguntar y responder a los indios de diversas tierras. Después de la lengua mexicana, la tarasca es la mejor, y algunos quieren decir que hace ventaja a la mexicana, aunque no se habla sino en la provincia de Mechuacán.

De las demás lenguas no tengo que escrebir, pues como dixe, son tantas, que quererlas contar sería dar gran fastidio. Baste decir, en conclusión desto, que, como en la latina y castellana, unos hablan con más primor que otros; así es en todas las lenguas de los indios, aunque en la mexicana y tarasca, así por la pronunciación como por la variedad de vocablos, hay más lugar de hablar unos mejor que otros. La mexicana paresce mejor a las mujeres que otra lengua ninguna, y así la hablan españolas con tanta gracia que hacen ventaja a los indios, e ya esto muchos años ha, ha mostrado la experiencia que el castellano habla las lenguas de todas las nasciones no menos bien que ellas cuando las deprenden, y todas las otras nasciones jamás con entera propiedad y limpieza hablan la castellana. Era grandeza y argumento de gran majestad que cuando se había de dar alguna embaxada a Montezuma o a otro Príncipe no tan grande como él, el que la traía la decía en su lengua propria, y el intérprete que la entendía la decía a otro, y otro que en tendía aquélla, en otra lengua, hasta que, desta manera, por seis o siete intérpretes, venía Montezuma a oír la embaxada en lengua mexicana, y respondiendo en la misma lengua, la repuesta venía al que traía la embaxada por los mismos intérpretes. Usábase también, por la reverencia que se tenía al Príncipe, que el que le había de hablar, había de decir lo que quería a uno de los que con él estaban, y así, de mano en mano, por una misma lengua, venía al Príncipe lo que quería el que primero hablaba, y por la misma manera rescebía, la repuesta.



 

 

Capítulo XVIII

De los sacrificios y agüeros de los indios.

Como Lucifer, príncipe de los ángeles condenados con sus secuaces, pretendió igualarse con Dios, y sea de tal naturaleza y condisción que jamás conoscerá su error, porque el ángel, a lo que una vez se determina, para siempre se determina, echado del cielo, viendo que, aunque engañó al primer hombre, le levantó Dios hasta ponerle en el asiento que él perdió, ha procurado y procura, desde que perdió tan alto asiento, estorbar que el hombre no suba a él, y para esto el principal medio que procuró, fue hacer que muchos de los hombres no diesen la honra y gloria al verdadero Dios, auctor de todo lo criado, haciéndoles entender ser muchos los dioses, que aun en buena razón natural repugna, porque no puede haber más de una summa causa causadora de tan maravillosos efectos como vemos, y así, atribuyéndose a sí la honra y gloria que a sólo Dios se debe, se hizo adorar en diversas partes del mundo, con diversos rictos y cerimonias, debaxo de diversas figuras y diversos nombres de animales: unas veces, dándoles a entender que el sol era dios; otras, que la luna, hasta traerlos a tan gran error, que, a los bructos animales que mataban y comían y hasta las piedras, tuviesen por dioses, porque, errando en lo que principalmente se ha de creer y amar, que es un Dios verdadero, se perdiesen, y como hombres que iban sin luz y sin camino, diesen para siempre consigo en lo profundo del infierno; y así, si en alguna parte, con cruelísima tiranía, sembró tan abominable error, fue en este Nuevo Mundo, adonde, como luego parescerá, a costa de los cuerpos y almas de sus ciegos moradores, ha hecho por muchos años miserable estrago, hasta que, con la venida de los españoles y religiosos que luego vinieron, fue Dios servido alumbrarlos y librarlos de tan insufrible tiranía.

Había ciertas maneras de templos donde el demonio era adorado, que se llamaban Teupa, unos baxos y otros muy altos, a los cuales se subía por muchas gradas: en lo alto de arriba estaba puesto el altar. En la provincia de México el principal demonio que adoraban e a quien tenían dedicado el más sumptuoso templo se llamaba Ochipustl Uchilobus, de quien el templo tomaba nombre. Los templos pequeños eran como humilladeros, cubiertos por lo alto con algunas gradas, en lo alto de las cuales estaba el ídolo que adoraban, y en algunas partes, en su compañía, ponían las figuras y estatuas de algunos señores muertos.

Los templos grandes siempres estaban por lo alto descubiertos, y al derredor, un gran pretil, con sus entradas al altar. Hacíanse los sacrificios hacia do el sol salía, porque le tenían por dios. En estos templos había dos maneras de servientes: unos que llamaban teupisques, que quiere decir «guardas», que tenían cuenta con la lumbre y limpieza de los templos; otros que se decían tlamazcacaueue, que tenían cargo de abrir el costado y sacar el corazón del que había de ser sacrificado y mostrarlo al sol, untando con él la cara del demonio a quien se hacía el sacrificio.

Estos, para convocar el pueblo a la fiesta, desde lo alto, como nosotros las campanas, tocaban bocinas, las cuales eran caracoles de la mar, horadados; otros eran de palo. En el entretanto, por debaxo de los templos, tocaban otros ciertos instrumentos, y al son dellos bailaban y cantaban canciones en alabanza de su demonio, delante del cual, en papel ensangrentado, ponían su encienso, que ellos llaman copal, y la sangre que ellos ponían en el papel, la sacaban de las orejas, de la lengua, de los brazos y piernas, y esto era en lugar de oración. Otras veces, en lugar de oración, arrancando hierbas y poniéndolas encima, daban a entender que estaban afligidos y que pedían consuelo a su ídolo. Esto han hecho muchas veces, y los que bien lo miran, verán en los caminos esta manera de oración y sacrificio, sin hallar quién lo hizo. Eran con esto tan agoreros, que miraban en los cantos de las aves, en el sonido del aire y del fuego, en el soñar y en el caerse alguna pared y desgajarse algún ramo de sus árboles. Por estos agüeros decían que adevinaban los malos y buenos subcesos de los negocios que emprendían y las muertes y desgracias que habían de subceder. Tenían y adoraban por dioses, lo que aborresce todo entendimiento, algunos árboles, como cipreses, cedros, encinas, ante los cuales hacían sus sacrificios; y porque el cristiano entienda, si lo viese, cuando eran adorados por dioses los tales árboles, sabrá que los plantaban por mucha orden al derredor de las fuentes, y así, para manifestación desto, ha querido Dios que, poniendo una cruz entre estos árboles, se sequen luego, como acontesció en Santa Fee, legua y media de México.

Delante de estos árboles ponían los indios fuego y sahumerio de copal, que es, como dixe, su encienso. También entre las peñas y lugares fragosos hacían sus secretas adoraciones, y así hallaban cabezas de lobos, de leones y culebras hechas de piedra, a quien adoraban. Solían las más veces sacrificar y ofrescer sus ofrendas cuando era menester agua para las mieses o cuando habían de entrar en batalla, o dar gracias por la victoria alcanzada. En estos sacrificios y celebraciones de fiestas había tan grandes borracheras que con sus madres y hijas, que también la ley natural aborresce, pues muchos de los animales bravos no lo hacen, tenían ayuntamiento carnal. Y por que este capítulo no dé fastidio por ser largo, dividiéndole con el siguiente, diré en particular las fiestas y maneras de sacrificios que los indios tenían.



 

 

Capítulo XIX

De las fiestas y diversidad de sacrificios que los indios tenían.

Comenzaban los indios su año desde el primero día de marzo. Tenían veinte fiestas principales, cada una de veinte en veinte días, y la postrera caía a veinte y cinco. Cada año señalaban con cierta figura, hasta número de cincuenta y dos, y el indio que los había vivido, decía que ya había atado los años, y que ya era viejo. Las fiestas, sin las estravagantes y los sacrificios que en ellas se hacían, eran las siguientes:

La primera, que caía en el primero día de marzo, se llamaba Xilomastli. En este día dexaban los pescadores de pescar, como que dixesen que dexaban el agua, porque en aquel tiempo las mazorcas de maíz no estaban acabadas de cuajar, las cuales se llaman jilotes, y así pintaban su dios con un jilote en la mano. En esta fiesta sacrificaban niños, ahogándolos primero en canoas. Llamábase el demonio a quien lo sacrificaban Tlaloc.

La segunda fiesta caía a veinte e uno de marzo, día de Sant Benicto. A esta fiesta llamaban los indios Tlacaxipegualistle, que quiere decir «desolladme y comerme heis», porque ataban por la cinta a una gran piedra, con recias cuerdas, a un indio, y dándole un escudo y una espada que ellos usaban de palo, y por los lados enxertas ciertas navajas de piedra, le decían que se defendiese contra otro vestido todo de una piel de tigre, con armas iguales, pero sueltos. Trabábase entre los dos la batalla, y las más veces, o casi todas, mataba el suelto al atado, y desollándolo luego, desnudándose la piel de tigre, se vestía la del muerto, la carnaza afuera, y bailaba delante del demonio, que llamaban Tlacateutezcatepotl, y el que había de pelear contra el atado, ayunaba cuatro días, y ambos se ensayaban muchos días antes, cada uno por sí, ofresciendo sacrificios al demonio para que alcanzase victoria el uno del otro.

La tercera fiesta caía a diez de abril. Llamábase Tecostli, y el demonio a quien se celebraba Chalcuitli, porque le ponían al cuello un collar de esmeraldas que ellos llaman chalcuitl. Sacrificaban en esta fiesta niños y ofrescían mucho copal, papel y cañas de maíz; sacrificaban luego una india, atados los cabellos al derredor de la cabeza, porque el demonio a quien la sacrificaban los tenía así. En esta fiesta daban de comer los parientes más ricos a los otros, y lo que una vez ofrescían, no lo ofrescían otra. En esta fiesta ponían nombres a los niños recién nascidos.

La cuarta fiesta caía a treinta de abril. Llamábase Queltocoztli, porque ponían al demonio cañas de maíz con hojas, ofresciendo tamales amasados con frisoles al demonio. Los padres, en esta fiesta, ofrescían los niños de teta al demonio, como en sacrificio, y convidaban a comer a los parientes. Llamábase este sacrificio Teycoa.

La quinta fiesta, que los indios llamaban Toxcatl, caía a veinte de mayo. Era muy gran fiesta, porque el demonio a quien entonces hacían sacrificio, se decía Tezcatepocatl, que quiere decir «espejo humeador», el cual era el mayor de sus dioses. Llamábanle por otro nombre Titlacaua, que quiere decir «de quien somos esclavos». A éste atribuían los bailes y cantares, rosas, bezotes y plumajes, que son las más ricas joyas que ellos tienen. En esta fiesta se cortaban las lenguas y daban la carne al demonio y hacían tamales de la semilla de bledos y de maíz, que llaman cuerpo de su dios, y éstos comían con gran reverencia y acatamiento.

La sexta fiesta caía a nueve de junio. Llamábase Elcalcoalistli, que quiere decir «comida de ecel», que es en cierta manera de maíz cocido. El demonio a quien se hacía la fiesta se llamaba Quezalcoatl, que quiere decir «culebra de pluma rica». Era dios del aire. Pintaban a éste sobre un mano manojo de juncos; sacrificábanle de sus naturas, y hacían esto porque tuviese por bien de darles generación, y los labradores le ofrescían los niños recién nacidos, convidando a sus parientes, como lo hacen los cristianos en los bautismos de sus hijos.

La séptima fiesta caía a veinte y nueve de junio. Llamábase Teulilistli. En esta fiesta los mancebos llevaban en andas, sobre los hombros, al demonio, vestido como papagayo; iban delante dél muchos tañendo flautas, y otros, al son dellas, bailando; poníanle en la mano un ceptro de pluma, con un corazón de pluma ensangrentado. Llamábase este demonio Tlaxpilc, que quiere decir «presciado señor». Este día la Iglesia romana celebra la fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo.

La octava fiesta caía a diez y nueve de julio. Llamábase entre los indios Guestequilutl, y el demonio a quien se hacía, Uzticiual. Sacrificábase en esta fiesta una mujer con insignias de mazorcas de maíz.

La novena fiesta caía a ocho de agosto: Micailhuitl, que quiere decir «fiesta de muertos», porque en ella se celebraba la fiesta de los niños muertos. Bailaban con tristeza, cantando canciones doloriosas, como endechas; sacrificaban niños al demonio, el cual se llamaba Titletlacau, que quiere decir «de quien somos esclavos». Es el mismo que Tezcatepocatl, que es «espejo humeador», salvo que aquí le pintaban con diversas colores, según los diversos nombres que le ponían.

La déscima fiesta caía a veinte y ocho de agosto. Llamábase Gueimicalguitl, porque en ella levantaban un árbol muy grande, en lo alto del cual sentaban un indio y otros muchos, y por cordeles que estaban pendientes del árbol, trepando, subían a derribarle, tomándole primero de las manos unos tamales que ellos llamaban teusaxales, que quiere decir «pan de dios», y por tomar unos más que otros, le derribaban abaxo. Había más hervor en esto que entre los cristianos en el tomar del pan bendito. Hecho esto, al indio que había caído, embarrándole muy bien la cabeza, le echaban en el fuego, porque, aunque se quemase, no hiciese daño a los cabellos y cabeza, para que después la comiesen asada y el cuero della se pusiese otro para bailar delante del demonio a quien la fiesta era dedicada.

Destas diez fiestas, porque seguir las demás sería muy largo, entenderá el cristiano lector cuán a costa de sus vidas servían los indios a los demonios, pues hubo sacrificio en el templo de Uchilobus donde se sacrificaban ocho mil hombres, no entendiendo que si fueran dioses, como falsamente creían, no los dexaran vivir tan viciosa y bestialmente, permitiéndoles hacer tan sanguinolentos y espantosos sacrificios, pues ninguno hacían sino era matando hombres o sacándose sangre. Sacrificios se ofrescieron en la ley de naturaleza y en la Escriptura; pero era de lo que la tierra producía y en testimonio y reconoscimiento de que Dios lo había criado todo, y aunque como señor de las vidas de los hombres y de todo lo demás, mandó a Abraham que sacrificase a su hijo Isaac, lo cual era figura de la muerte del Redemptor y exemplo singular de la fee que debemos tener, e ya que alzaba el cuchillo, quiso que un ángel le tuviese el brazo y sacrificase en lugar del hijo un carnero que luego allí paresció, dándonos, por esto, a entender ser Dios de vida y de gracia y misericordia, y que, por esto, como la Escriptura Divina dice, no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.



 

 

Capítulo XX

De los bailes o areitos de los indios.

Por la manera que el demonio procuraba con sacrificios de sangre ser adorado, ansí también procuró en los bailes y canciones que los indios hacían en sus fiestas no cantasen otra cosa sino en su alabanza, atribuyendo a sí la bestia infernal lo que a sólo Dios se debe.

Entraban en estos bailes o ximitotes muchos indios de diversas edades; emborrachábanse primero para, como ellos decían, cantar con más devoción; andar en rueda, de cuatro en cuatro, o de seis en seis, y así se multiplican, según hay la cantidad de bailadores; tienen para entonarse, así en el cantar como en el bailar, dos instrumentos en medio de la rueda: uno, como atabal alto que llega casi a los pechos, y otro, como tamboril de palo, todo hueco, y en el medio sacadas dos astillas, una par de otra, del mismo gordor del palo; en aquéllas toca un indio diestro con dos palos que tienen el golpe guarnescido con nervios; suenan más de una legua; júntanse a esta danza más de diez mill indios muchas veces; la manera de su cantar es triste; acorvan la cabeza, inclinan el cuerpo, llevan el brazo derecho levantado, con alguna insignia en la mano; parescen en la manera de bailar hombres que, de borrachos, se van cayendo. Cantaban en estos bailes, después de las alabanzas del demonio, los hechos fuertes de sus antepasados, llorando sus muertes, iban vestidos, como dixe en el Comentario de la jura hecha al invictísimo Rey don Filipe, de diversas pieles de animales, que tenían por cosa de majestad y fortaleza, adornados de ricas piedras y vistosas plumas. En estos bailes, cuando esta tierra se comenzó a conquistar, tractaban los indios la muerte y destruición de los españoles a que el demonio los persuadía. Son los indios tan aficionados a estos bailes, que, como otras veces he dicho, aunque estén todo el día en ellos, no se cansan, y aunque después acá se les han quitado algunos bailes y juegos, como el del batey y patol de frisoles, se les ha permitido, por darles contento, este baile, con que, como cantaban alabanzas del demonio, canten alabanzas de Dios, que sólo meresce ser alabado; pero ellos son tan inclinados a su antigua idolatría que si no hay quien entienda muy bien la lengua, entre las sacras oraciones que cantan mesclan cantares de su gentilidad, y para cubrir mejor su dañada obra, comienzan y acaban con palabras de Dios, interponiendo las demás gentílicas, abaxando la voz para no ser entendidos y levantándola en los principios y fines, cuando dicen «Dios». Cierto sería mejor desnudarlos del todo de las reliquias y rastros de su gentilidad, porque ha contescido, según dicen religiosos de mucho crédicto, estar haciendo el baile alrededor de una cruz y tener debaxo della soterrados los ídolos y parescer que sus cantares los endereszaban a la cruz, dirigiéndolos con el corazón a los ídolos.

Hacen otro baile que llaman del palo, en el cual son muy pocos los diestros. Es uno el que lo hace, echado de espaldas en el suelo; levanta los pies, y con las plantas y dedos trae un palo rollizo del grueso de una pierna, y, sin caérsele, lo arroja en el aire y lo torna a rescebir, dando tantas vueltas con él en tantas maneras, unas veces con el un pie y otras con ambos, que es cosa bien de ver, aunque no es menos, sino más, ver en una maroma puesta en muy alto hacer vueltas a los trepadores en Castilla, que las más veces les cuesta la vida, y creo que no en estado seguro.



 

 

Capítulo XXI

De los médicos y hechiceros.

De los médicos y cirujanos que entre los indios había, los más eran hechiceros y supersticiosos, y todos no tenían cuenta con la complexión de los cuerpos ni calidad de los manjares, tanto que, si a los que hoy hay les preguntan la virtud de las hierbas y polvos con que curan, y en qué tiempo se han de aplicar, no lo saben, y sólo responden que sus padres curaban así, y en responder esto no piensan que han hecho poco, de manera que el que se cura con ellos corre gran riesgo, y si sanan es por mucha ventura; y eran y son muchos dellos tan embaidores en algunas de sus curas, que así para ganar como para ser tenidos, por médicos, hacen entender al que tiene dolor de muelas que le sacarán un gusano que le causa el dolor, y para esto, entre algodón, llevan metido un gusanillo, y limpiando las muelas del paciente con el algodón, descubren el gusano, y así, con los miserables nescios, ganan crédicto y hacienda, dexándolos con su dolor, como antes. Hay otros que afirman que sacan espinas del corazón, haciendo otros embustes como el dicho, aunque la experiencia ha enseñado haber indios que el mal del bazo curan metiendo una aguja más larga que de ensalmar, pero muy delgada, por el lado del bazo, desaguando por allí la enfermedad.

Lo principal con que curan los que saben hacer algo es con brevajes, que ellos llaman patles, los cuales son tan peligrosos las más veces que quitan presto la vida. Con estos bebedizos hacen a las mujeres echar las criapturas, y a las que están de parto dicen que las ayudan. Conoscen unas mariposas tan venenosas que, dándolas a beber hechas polvos, matan luego, y si los polvos son de las mismas mariposas, más pequeñas, matan en diez días, y si son de las muy chicas y muy nuevas, consumen y acaban la vida al que las toma, poco a poco.

Tienen por costumbre estos médicos, en las caídas, desnudar al paciente y flotarle las carnes y estirarle los miembros, y vuelto de bruces, pisarle las espaldas, y esto vi yo e oí decir al enfermo que se sentía mejor. Hay entre estos médicos tan grandes hechiceros, que dicen que darán hierbas con que concilien a los que se aborrescen y olviden todo rencor. Déstos, por arte del demonio, que de otra arte no puede ser, se vuelven muchos en figuras de diversos animales, como de tigre o león, y es así que, dando una cuchillada a un león que entró entre unos indios a llevar un muchacho, otro día, el español que le hirió, halló un indio que era el hechicero, herido en la misma parte donde había herido al león. Esto afirman muchos españoles haberlo visto: cada uno crea lo que le paresciere, que el demonio muchos engaños puede hacer.

Hay entre estos hechiceros médicos algunos que hacen parescer lo perdido y decir quién lo hurtó, y dan aviso del que está muy lexos, si le va bien de salud o no. Solían también estos médicos hechiceros, ahora fuesen hombres, ahora fuesen mujeres, para ver si el enfermo había de sanar o morir, ponían delante dél un ídolo, que llamaban Quezalcoatl, que quiere decir «culebra emplumada», y ellos, sentados en un petate, sobre una manta, echaban, como quien juega a los dados, veinte granos de maíz, y si se apartaban y hacían campo, pronosticaban que el enfermo había de morir, y si caían unos sobre otros, que viviría y que aquella enfermedad le había venido por somético. Todo esto pueden hacer, porque el diablo, cuyos ellos son, se lo enseña, para engañar a otros: La lástima es que no faltan españolas ni españoles que los crean y se ayuden dellos en sus nescesidades y maldades, no entendiendo que van contra la fee que rescibieron en el baptismo, y que las enfermedades, como son naturales en los hombres, no se pueden ni deben curar sino con medicinas naturales, si no fuese que en virtud de Dios, auctor de la naturaleza, como hacían los discípulos y apóstoles, curasen milagrosamente de presto las enfermedades, que es con medio sobrenatural, lo cual no quiere Dios que se haga sino cuando hobiere nescesidad o causa para ello, como quería que se hiciese en la primitiva Iglesia, para que la fee cresciese y los hombres se confirmasen en ella. Finalmente, como el demonio entendía en todas las obras destos indios, no se descuidaba en hacer daño, enseñándoles medicinas falsas y vanas y perniciosas supersticiones, las cuales dejaremos por venir el capítulo siguiente.



 

 

Capítulo XXII

De las guerras y manera de pelear de los indios.

Por tener siempre ganancia el insaciable demonio, nunca se ocupaba en otra cosa, salvo en dar orden cómo ninguno de los miserables indios se escapase de sus manos, y así, a la contina, engendraba entre los unos y los otros tan grandes rancores y discordias, que casi no había pueblo que con el vecino no tuviese guerra, y eran las leyes dellos tan crueles, principalmente entre los mexicanos y tlaxcaltecas, que ninguno perdonaba la vida a otro. No se usaba, como las leyes humanas permiten, que el vencedor, pudiendo matar al vencido, usando de misericordia, le hiciese su esclavo o lo diese por rescate, sino que, no, solamente vencedores mataban a los vencidos y los sacrificaban cuando los traían vivos, pero después de muertos los desollaban y se vestían de sus cueros y comían, cocidas, sus carnes; los señores, las manos y muslos, y los demás, lo restante del cuerpo. Acontescía, y esto pocas veces, que si a alguno de los captivos dexaban con la vida, había de ser señor o muy principal, al cual daban licencia para que libremente fuese a su tierra y llevase las nuevas del castigo riguroso que en los prisioneros se había hecho, y que dixese a los indios que escarmentasen de trabar con ellos otra vez batalla, si no, que se diesen por sus masceguales y esclavos si querían vivir en quietud, porque sus dioses les favorescían, y si quisiesen hacer lo contrario, que supiesen que harían con ellos lo que habían hecho con los que habían captivado.

Preguntará alguno, y con razón, qué es la causa, pues entre las otras nasciones no se pretende más que la victoria y despojo, en ésta sea lo principal el matar al contrario, y, después de muerto, tractarle tan cruelmente. La experiencia ha enseñado tres causas: la primera, el dar contento en esto al demonio, que así lo mandaba; la otra, ser más vengativos los indios y de menos piedad que las otras gentes; la tercera, ser más pusilánimos y más cobardes que todos los hombres del mundo, porque los valientes y animosos nunca piensan que a los que una vez han vencido ternán ánimo para volverlos a acometer, y el ánimo generoso conténtase con vencer, y no con matar, lo cual se ha de hacer cuando para vencer o defenderse no hobiere otro remedio.

Las armas con que los indios peleaban eran arcos, flechas y macanas, en lugar de espadas, con rodelas no muy fuertes. Llevaban a la guerra los más ricos vestidos y joyas que tenían. El capitán general, vestido ricamente, con una devisa de plumas sobre la cabeza, estaba en mitad del exército, sentado en unas andas, sobre los hombros de caballeros principales; la guarnición que alrededor tenía era de los más fuertes y más señalados; tenían tanta cuenta con la bandera y estandarte, que, mientras la veían levantada, peleaban, y si estaba caída, como hombres vencidos, cada uno iba por su parte. Esto experimentó el muy valeroso y esforzado capitán don Fernando Cortés en aquella gran batalla de Otumba, donde, como diremos en su lugar, con ánimo invencible, rompió el exército de los indios, y derrocando al capitán, venció la batalla, porque luego el exército se derramó y deshizo. Y por que conste, como en otra parte diré, cuando tractare de la justificación de la guerra que a estos indios se hizo, cómo los indios mexicanos fueron tiranos y no verdaderos señores del principado y señorío de Culhua, es de saber que con su señor vinieron de más de ciento y sesenta leguas gran copia de indios de una gran ciudad que ahora se llama México la Vieja, y llegando poco a poco a esta tierra, porque venían despacio, reparando en algunas partes cinco o seis años, donde dexaban sus armas e insignias, por fuerza de armas quitaron el imperio y señorío a los naturales de esta provincia e hicieron su principal asiento en el alaguna, para que, estando fuertes, pudiesen conquistar y señorear toda, la demás tierra. Llamaron a esta ciudad, en memoria de la antigua suya, Vieja México Tenuchititlán.

El señor dellos, a cabo de cierto tiempo que habían hecho asiento, les dixo que se volviesen a su tierra antigua, y como todos respondieron que no querían, porque estaban a su contento, él se fue con algunos de los suyos, y a la despedida les dixo que del occidente vendrían hombres barbudos muy valientes, que los subjectarían y señorearían, lo cual fue así después de muchos años; y porque se sepa la causa de la venida déstos, decían los indios muy viejos de la antigua México, que estando en aquella gran ciudad haciendo un solemne sacrificio al demonio, apareció un venado, muy crescido, nunca en aquella tierra visto, y tomándole, hecho muy pequeños pedazos, le cocieron, y todos los que comieron dél, que serían más de seis mill personas principales, murieron, por lo cual, los demás, amedrentados, tiniendo por cierto que el demonio estaba enojado, y que los había de destruir, divididos en dos partes, cada uno con su Capitán, salieron de su antigua patria. Los unos fueron hacia el norte; los otros, camino desta ciudad, donde, como dicho es, por fuerza de armas usurparon esta provincia, en la cual introducieron todos los rictos y costumbres que tenían en su tierra; y así, porque hace al propósito deste capítulo, era costumbre que los que habían de ser caballeros, en un templo velasen primero sus armas, las cuales eran un arco y flecha, una macana y una rodela a su modo, con muchos plumajes ricos para la cabeza, y luego, el que en batalla había muerto a otro, se podía poner un almaizal colorado con unos cabos largos labrados de pluma, los cuales le ceñían el cuerpo. El que había muerto a dos indios en batalla, se ponía una manta de pinturas, con un águila en ella, plateada, y habiendo muerto cuatro, se encordonaba el cabello en lo alto de la cabeza; a éste llamaban tequiga, nombre de honor y gloria. En habiendo muerto cinco, mudaba el traje de cortar del cabello hacia las orejas, hechas dos rasuras: a éste llaman quachic, que es título más honroso. Habiendo muerto seis, se podía cortar el cabello de la media cabeza hasta la frente; lo otro, que iba hacia las espaldas, largo, que caía abaxo de los hombros: a éste llamaban zozocolec, que quiere decir «muy valiente». Habiendo muerto siete, se podía poner un collar de caracoles por la garganta, en señal que había tenido las otras honras y títulos de valiente: llamaban a éste quaunochitl; tenía libertad para hablar y comunicar con los Capitanes y comer con los señores. Finalmente, el que había muerto diez se diferenciaba de los demás porque traía el cabello cortado igualmente por todas partes, el cual le llegaba hasta los hombros: a éste llamaban tacatlec, que quiere decir «don fulano»; hacíanle señor de algún pueblo, donde descansaba lo restante de su vida. De manera que el que era pobre, para subir a ser señor, era nescesario que cresciese en virtud y esfuerzo por los grados que tengo dicho, si primero no le tomaba la muerte.



 

 

Capítulo XXIII

De la manera y modo que los indios tenían en sus casamientos.

Cosa cierta es y averiguada que la firmeza del matrimonio consiste en el libre consentimiento de la mujer y el varón, y éste en todas las nasciones ha sido y es, porque es cierto que también entre los infieles hay verdadero matrimonio; y porque el consentimiento de las voluntades, en el cual tiene su fuerza, por diversos modos y maneras le declararon las nasciones, según sus rictos y costumbres, no poco hará al propósito de nuestra historia, aunque me alargue algo, tractar los rictos y cerimonias con que los moradores desta tierra hacían sus casamientos, para lo cual es de saber que entre los mexicanos, el que era principal y quería casar su hijo o hija, lo comunicaba primero con sus parientes y amigos, y tomado el parescer dellos, los casamenteros preguntaban qué docte tendría la novia y qué hacienda el novio, lo cual sabido, se tractaba con cuántas gallinas y cántaros de miel se habían de celebrar las bodas. Concertado, y venidos los novios, se asentaban en una estera, asidos de las manos, añudando la manta del novio con la ropa de la novia, en la cual cerimonia principalmente consistía el matrimonio. Hecho esto, el padre del novio, y si no el pariente más cercano, daba de comer con sus propias manos a la novia, sin que ella tocase con las suyas a la comida, la cual había de ser guisada en casa del mismo padre del novio; luego, por consiguiente, la madre de la novia, o la parienta más cercana, daba de comer al novio. Acabada desta suerte la comida y de estar todos bien borrachos, que era lo que más solemnizaba la fiesta, los convidados se iban a sus casas, y los novios, en los cuatro días siguientes, no entendían en otra cosa que en bañarse una vez por la mañana y otra a media noche, y el quinto día se juntaban, y si la novia no estaba doncella, quexábase el novio a sus padres como a personas que debieran guardarla, los cuales tornaban a llamar los convidados al sexto día, y de los cestillos en que ponen el pan, horadaban uno por el suelo y poníanle entre los otros para servir el pan en la comida, la cual acabada, el que se hallaba con el cestillo en la mano y el pan en las faldas, entendía luego el negocio, y, haciendo que se espantaba lo echaba de sí juntamente con el pan. Luego, todos a una, levantándose, reprehendían a la novia por la mala cuenta que de sí había dado, y así, enojados, se despedían. Por esto muchas veces los novios repudiaban y desechaban sus mujeres. Al contrario, si en la tornaboda todos los cestillos estaban sanos, los convidados, acabada la comida, se levantaban, daban la norabuena a los novios y especialmente el más anciano hacía una larga plática a la novia, alabándola de buena y de la buena cuenta que había dado de sí, y entre otras cosas le decía que en buen signo y estrella había nascido, y que el sol la había guardado, y que con muy gran razón la había de querer su marido; que los dioses la guardasen y hiciesen bien casada. Acabado este razonamiento, que duraba gran rato, muy contentos se volvían los convidados a su casa.

La edad de los que se habían de casar era de veinte y cinco años arriba, porque hallaban que si de menos años los casaban, ellos y sus hijos eran para poco trabajo, y para cargarse, como siempre tuvieron de costumbre, era nescesario tener fuerza, y así dicen los viejos que a esta causa vivían entonces más y tenían menos enfermedades que ahora, y esta cirimonia de casarse no tenía la gente baxa, porque los masceguales o plebeyos, llamados sus parientes y juntos, para la fiesta, se casaban, dándose aquel ñudo en la ropa que arriba diximos, y acabada la comida y borrachera, era toda la fiesta concluida.

Otros, en esta misma provincia, cuando sin convites se querían casar, así por ser pobres como por ser gente baxa, usaban que el que se quería casar llevase a cuestas una carga de leña y la pusiese a la puerta de la que pedía por mujer, y si ella tomaba la carga y la meteía en casa, era hecho el matrimonio, y si no, él buscaba otra por la misma vía con quien se casase.



 

 

Capítulo XXIV

Do se trata la cerimonia con que los indios de Mechuacán se casaban.

El Maestro fray Alonso de Veracruz, maestro mío en la sancta Teología, en el libro doctísimo que escribió del matrimonio de los fieles e infieles, resume las cerimonias con que los indios nobles de Mechuacán contraían su matrimonio, y por ser cosa notable y digna que nuestra nación la sepa, determiné escrebirla aquí. Tractando, pues, primero entre sí los padres del novio con quién casarían su hijo, y resumidos, inviaban un mensajero al padre de la que pretendían casar con su hijo, y juntamente inviaban dones y joyas, y el mensajero decía que fulano, caballero e príncipe, quería a su hija para mujer de su hijo. Los padres della respondían: «Así se hará.» Con esto se volvía el mensajero, y en el entretanto ellos, con los parientes de la moza, tractaban del casamiento, y determinados de efectuarle, adereszaban la novia y las criadas que habían de ir con ella, la cual, ante todas cosas, llevaba una ropa rica para el esposo y otras joyas y dones; llevaba asimismo el axuar y preseas de casa nescesarias y una hacha de cobre para partir la leña que se había de quemar en los templos de los dioses y una estera hecha de juncos donde se sentase. En compañía destas mujeres iba un sacerdote de los ídolos a la casa del esposo, adonde todo también estaba muy bien adereszado. El pan que se había de comer en la boda era diferente de lo que se solía comer, y llegados a casa del esposo, el sacerdote tomaba las donas della y las dél, y por su mano, dando al esposo las donas de la esposa y a la esposa las donas del esposo, les decía así: «Plega a los dioses os hagan buenos casados y que el uno al otro os guardéis siempre lealtad.» Contraído desta manera el matrimonio, los padres de los desposados les decían: «Mira quede aquí adelante os améis mucho, y el uno al otro de hoy resciba dones; no haya entre vosotros liviandad, ninguno haga adulterio», y especialmente decían a la esposa: «Mira que no te hallen en la calle hablando con otro varón, porque nos deshonrarás.» El sacerdote, volviéndose al esposo, decía: «Si hallaras a tu mujer en adulterio, déxala, y sin hacerle mal, invíala a casa de su padre, donde llore su pecado.» Acabados estos razonamientos, los parientes y amigos comían con los novios, y después de la comida, el padre del novio les señalaba una heredad en que trabajasen, y al sacerdote y a las mujeres que habían venido acompañando a la nuera les daba ciertas ropas, inviando con ellos algunos dones al padre de la novia. Desta manera, quedando en uno los novios, el matrimonio quedaba firme y consumado.

Entre la gente baxa no había tanta solemnidad ni cerimonia, porque se contentaban, para hacer el casamiento, de que lo tractasen entre sí, sin inviar dones ni que viniese el sacerdote, salvo que el esposo daba alguna cosa a la esposa y della rescibía él algo, y así, sin otras palabras, por mandarlo sus padres, se juntaban, y el padre de la esposa decía: «Hija, en ninguna manera dexes a tu marido en la cama de noche y te vayas a otra parte; guarte no hagas maleficio, que serás para mí mal aguero y no vivirás muchos días sobre la tierra; antes, si mal hicieres, matarán a mí y a ti.» Cuando se casaban de secreto, ahora fuesen nobles, ahora plebeyos, decían: «Tú me labrarás la heredad para mí e yo texeré ropa para tu vestido y te coceré el pan que comas y serviré en lo nescesario.» Tenían asimismo otra manera de casarse, sin palabras ni cerimonias, porque, mirándose amorosamente el uno al otro, se juntaban, y después de muchos años que estaban juntos sin hablar en casamiento, decía el varón a la mujer: «Hiparandes catumguini tenibuine», que quiere decir «yo te tomé por mujer» o «huélgome de haberte tomado por mujer» Ella respondía algunas veces enquam, que quiere decir «así sea», aunque algunas veces callaba. Esta manera de casarse tenían cuando el varón, o había tenido a otra que estaba viva, o cuando ella había tenido otro marido y estaba ya muerto, o cuando venía a noticia de los parientes haber estado tanto tiempo juntos. La mujer que por todas las maneras dichas tomaban, era la mujer legítima y la principal, y de quien los hijos que nascían eran herederos Y subcesores en la casa de su padre. Tenían otras muchas mujeres, y a esta causa era muy grande la multitud de los indios que estonces había, y el no haber ahora tanto número, copia y cantidad, proscede de la prohibición del uso de tantas mujeres como antiguamente tenían, que defiende nuestra religión, y no los malos tractamientos, como algunos mala y temerariamente dicen.

Casábanse estos indios principalmente por el servicio que sus mujeres les habían de hacer y ropas que les habían de texer; faltando esto, faltaba el amor, y así, fácilmente las dexaban y tomaban otras. Por esta causa, lo que ninguna nasción hace, no tenían cuenta con que fuesen feas ni hermosas, ni de baxo ni alto linaje, antes, que es cosa miserable, muchos caciques casaban sus hijas con hombres baxos para servirse dellos y de sus haciendas, de lo cual se entenderá en todas gentes y en todos estados ser la cobdicia, y especialmente en esta nasción, raíz y causa, como dixo Sant Pablo, de todos los males.



 

 

Capítulo XXV

Qué jueces tenían los indios y cómo los delincuentes eran castigados.

En su idolatría no se halla por sus pinturas (que servían de memoriales) los indios haber tenido jueces que los gobernasen y mantuviesen en justicia, que es lo que de ninguna nasción he leído, y lo que más arguye y prueba ser bárbaros y poco políticos, es ver que obedescían en todo al señor a quien eran subjectos, y tenía en ello tanto poder que, sin contradicción, mandaba lo que quería, de manera que por injusto que fuese se cumplía, sin apellación ni otro remedio alguno, que no era pequeña tiranía. Tenían estos señores y caciques a esta causa tan avasallados a sus súbditos, que dellos y de sus mujeres, hijos y haciendas disponían a su parescer. Tenían para el castigo de los delincuentes, ciertos tiacanes, que quiere decir «hombres valientes», con los cuales executaban la justicia en los culpados, en los cuales principalmente se castigaban el adulterio y el ladronicio con todo rigor, porque el homicidio, si no era con traición, o cometido contra mujer, no se punía como entre nosotros.

Al adúltero, si no era persona noble, porque no se supiese el pecado que había cometido, ahorcaban de una viga en su misma casa, y lo mismo hacían con la adúltera, echando luego fama que por engaño del demonio o por alguna otra causa se habían ahorcado. Enterrábanlos en el mismo lugar donde parescía haberse ahorcado. A los adúlteros, siendo hombres plebeyos y de poca suerte, llevaban al campo, y, entre dos piedras, les machucaban la cabeza. Esta ley se cumplía, y su pena se executaba con tanta severidad, que aunque no hubiese más de un testigo, ni bastaba hacienda, favor ni parentesco con el cacique para que el adúltero dexase de ser castigado, aunque dicen algunos que en ciertas fiestas se perdonaba por las borracheras que en ellas había, durante las cuales parescía no tener tanta culpa el que hubiese cometido adulterio.

Con los ladrones también se habían diferentemente los caciques como con los adúlteros, porque si el ladrón era noble, no moría muerte natural, sino cevil, condemnado a perpectua servidumbre o a perpectuo destierro; si era mascegual, que quiere decir hombre baxo, llegando a cinco mazorcas de maíz el hurto, moría por ello ahorcado, y si el noble o de poca calidad hurtaban del templo alguna cosa, por liviana que fuese, le abrían luego el costado con navajas de piedra en el mismo templo donde había hecho el hurto, y sacándole el corazón, lo mostraban al sol como a dios que había sido ofendido, en cuya venganza los sacrificadores comían el cuerpo del sacrificado. Ahora, después que Dios los visitó y alumbró de la ceguedad en que estaban, se gobiernan de otra manera, y los que poco podían, están libres de la tiranía y vexación de los más poderosos.

Hay entre ellos, a nuestro modo, gobernadores y alguaciles, aunque los alguaciles son, como antes he dicho, tan executivos, de su natural condisción, que por pequeño, interese no tienen cuenta con padre, hermano ni hijo; si lo hallan borracho o en otro algún delicto, lo llevan a la cárcel de los cabellos. Acusan muchas veces, que es argumento de gente bárbara, el padre al hijo y el hijo al padre, en juicio y fácilmente, sin fuerza alguna, el uno testifica contra el otro, no guardándose la cara, como la ley natural los obliga; y así no sé si tenga por acertado darles cargo de justicia y pedirles juramento como a nosotros, porque como no están tan firmes en la fee, como es necesario, fácilmente se perjuran, como cada día se vee.



 

 

Capítulo XXVI

Del modo y manera con que los señores y otros cargos preeminentes se elegían y daban entre los indios.

Ninguna cosa hacían los indios que fuese de algún tomo, que en ella no hubiese alguna cerimonia diferente de las que las otras nasciones usaban en semejante caso; y así, cuando éstos alzaban a alguno por señor o le elegían para algún cargo honroso, queriendo hacer primero prueba del valor de su persona, le hacían estar desnudo en carnes delante de los principales que le habían de elegir, al cual, sentado en cuclillas, cruzados los brazos, hacían un largo razonamiento, dándole a entender cómo había nascido desnudo; y que habiendo de subir a tanta dignidad, como era mandar y gobernar a otros, era nescesario que primero se corriegese a sí y considerase cuán gran cargo era gobernar a muchos y mantenerlos en justicia, sin que ninguno se quexase, y que esto era más de los dioses que de los hombres; y que si lo hiciese bien, ganaría muy grande honra, tendría muchos amigos y subiría a mayores cargos; e si lo hiciese al contrario, que sería infame y deshonraría a sus parientes y amigos, porque cuanto en más alto lo ponían, confiados que haría el deber, tanto más afrentosa sería su caída si no hiciese bien su oficio; porque aquellos que al presente tenía por amigos y favorescedores, le serían enemigos y perseguirían cuanto pudiesen.

Hecho este razonamiento, con pocas palabras él les daba las gracias, y respondía que con el favor de los dioses él haría su oficio lo mejor que pudiese, para que los dioses fuesen dél bien servidos y ellos quedasen contentos. Dada esta respuesta, ofrescían luego encienso (que es entre ellos copal) al dios del fuego, delante el cual se hacía esta cerimonia, y al elegido ponían nuevo nombre, mandándole que una noche durmiese así desnudo al sereno, sin otra ropa alguna; hecho lo cual, otro día le vestían una rica ropa que denotaba el cargo que le daban. Ofrescíanle luego una manta rica, un barril, dos calabazas con unas cintas coloradas por asas; todo esto le echaban al cuello, y así, cargado, le llevaban con mucha pompa al templo, donde el dios del fuego estaba, al cual prometía de ser fiel y de servirle en su oficio y de barrerle el patio él o sus subjectos, para cuyo reconoscimiento y veneración ayunaba los cuatro días siguientes a pan y agua, comiendo una sola vez a la noche. Acabada esta cerimonia, con la misma pompa se volvía a su casa, usando de ahí adelante el cargo o oficio que le habían dado.



 

 

Capítulo XXVII

De la cuenta de los años que los indios tenían y de algunas señaladas fiestas.

Como eran estos indios tan bárbaros y que carescían de la principal policía, que es el escrebir y conoscimiento de las artes liberales, que son las que encaminan e guían al hombre para entender la verdad de las cosas, andaban a tiento en todo, y aunque la nescesidad les enseñó (ya que no tenían letras) a hacer memoria de las cosas por las pinturas de que usaban, eran confusas y entendíanlas muy pocos, y así, en el regirse de los años y meses, aliende que no había mucha certidumbre, solamente los que residían en los templos, que eran los sacerdotes, entendían algo, y la cuenta por donde se regían (según alunos de los que la sabían me han contado) era que su año comenzaba el primero día de marzo, que era fiesta muy solemne para ellos (como entre nosotros el primero día de enero, que llamamos Año Nuevo); de veinte a veinte días hacían mes, que es una luna, y al principio del mes celebraban una fiesta, aunque había otras extravagantes, que eran muy más principales, aliende de esta particular cuenta, de las cuales diré algo en el iguiente capítulo, porque de las veinte que tenían, con que señalaban sus meses, ya dixe algunas, las cuales más servían para la cuenta de los meses y tiempos que para tenerlas por fiestas muy principales.

Aliende desta principal cuenta de su año, tenían otra que llamaban [de] años, y era que contaban de cincuenta en cincuenta los años; de manera que el año grande que ellos decían tenía cincuenta años, y el año común, veinte meses, y acabado el año grande, era grande el miedo que todos tenían de perescer, porque los teupixques o sacerdotes de los templos decían y afirmaban que al fin de aquel año habían de venir los dioses a matarlos y comerlos a todos, y así, en el día postrero deste año, echaban los ídolos por las sierras abaxo en los ríos, y lo mismo hacían con las vigas y piedras que para edificar sus casas tenían. Apagaban todo el fuego, y a las mujeres preñadas metían en unas caxas, y los hombres, armados y adereszados con sus arcos y flechas, esperaban el subceso, y pasado aquel riguroso y temeroso día, se juntaban todos, como libres de tan gran infortunio, a dar gracias al sol y a los dioses, porque no los habían querido destruir, y para mayor reconoscimiento del beneficio rescibido y manifestación de su alegría, sacrificaban luego a los dioses los esclavos que les parescia, sacando fuego nuevo, que, ludiendo un palo con otro, hacían. Este sacrificio se hacía principalmente al dios del fuego, porque los había socorrido con lumbre para calentarse y guisar sus comidas. Al indio (que es cosa bien de reir.) que había vivido dos años grandes, que eran ciento, tenían gran miedo y se apartaban del, diciendo que ya no era hombre, sino fiero animal.



 

 

Capítulo XXVIII

De algunas fiestas extravagantes que los indios tenían.

Las fiestas con que los indios contaban sus meses y años no eran tan principales y solemnes que no hubiese otras extravagantes, en las cuales hacían muy mayor fiesta y solemnidad al demonio, de las cuales diré algunas, por cumplir con mi propósito, dexando las demás para su tiempo y lugar, con otras cosas peregrinas y dignas de saber, de las cuales se hará libro por sí.

De las fiestas extravagantes, la primea y muy principal se llamaba Suchiylluitl, que quiere decir «fiesta de flores». En ellas los mancebos, por sus barrios, cuanto podían galanamente adereszados, hacían solemnes bailes en honra y alabanza de su dios. Caía esta fiesta dos veces en el año, de docientos en docientos días, de manera que en un año caía una vez y en el siguiente dos. Para esta fiesta guardaban los indios, entre año, los cascarones de los huevos de los pollos que las gallinas habían sacado, y en este día, en amanesciendo, los derramaban por los caminos y calles, en memoria de la merced que dios les había hecho en darles pollos. Llamábase este día Chicomexutli, que quiere decir «siete rosas».

Había otra fiesta, y era que cuando algún indio moría borracho, los otros hacían gran fiesta con hachas de cobre de cortar leña en las manos, danzando y bailando, pidiendo al dios de la borrachera que les diese tal muerte. Esta fiesta, principalmente, se hacía en un pueblo que se dice Puztlan.

Había otra fiesta más general que, aunque principalmente se hacía a un dios llamado Paxpataque, también se hacía a cuatrocientos dioses, sus compañeros, dioses y abogados de la borrachera. Tenían diversos nombres, aunque todos en común se llamaban Tochitl, que quiere decir «conejo», a los cuales, después de haber cogido los panes, hacían su fiesta, danzando y bailando, pidiendo su favor y tocando con la mano, con gran reverencia, al demonio principal o a alguno de los otros; bebían y daban tantas vueltas, bebiendo cuantas eran menester, hasta que cada uno cayese borracho. Duraba la fiesta hasta que todos habían caído.

Había otra fiesta en la cual los indios hacían un juego que llamaban patole, que es como juego de los dados. Jugábanle sobre una estera, pintada una como cruz, con diversas rayas por los brazos. Los maestros deste juego, cuando jugaban, invocaban el favor de un demonio que llamaban Macuisuchil, que quiere decir «cinco rosas», para que les diese dicha y ventura en el ganar.

Había otra fiesta que se hacía a un demonio llamado Oceloocoatl, que quiere decir «pluma de culebra». Era dios del aire; pintábanle la media cara de la nariz abaxo, con una trompa por donde sonaba el aire, según ellos decían; sobre la cabeza le ponían una corona de cuero de tigre, y della salía por penacho un hueso, del cual colgaba mucha pluma de palo, y della un pájaro. Cuando celebraban esta fiesta los indios, ofrescían muchos melones de la tierra, haciendo solemnes bailes y areitos, los cuales, no sin emborracharse, duraban todo el día.

De otras fiestas extravagantes que hacían en conmemoración de los muertos diré en el último capítulo deste primer libro, cuando hablare de las obsequias que a los muertos se hacían.



 

 

Capítulo XXIX

De los signos y planetas que los indios tenían.

Como estos miserables hombres vivían en tanta ceguedad, siguiendo por maestro al demonio, padre de mentiras, en ninguna cosa acertaban, así en la ley natural como en el conoscimiento de otras cosas naturales que, sin lumbre de fee, alcanzaron los sabios antiguos, como era el número y movimiento de los cielos, el curso y propriedades de los planetas y signos, y así, éstos, a tiento y sin verdad alguna, como el demonio los enseñaba, tenían los planetas y signos de la manera siguiente:

Al primero planeta llamaban tlatoc; reinaba siete días, los nombres de los cuales eran cipaltli, ecatl, cali, vexpali, coatl, miquiztli, mazatl. El que nascía en el signo de cipaltli había de ser honrado y llegar a mucha edad, porque tenían noticia que Cipaltli fue un principal que había vivido mucho tiempo, y por esta causa les paresció tomar este nombre para su cuenta. El segundo día se llamaba ecatl, que quiere decir «aire». El que nascía en este signo había de ser hombre parlero y vano. El que nascía en el signo de cali, que quiere decir «casa», había de ser desdichado en sus negocios y no había de tener hijos. El signo de vezpali, que quiere decir «lagarto o lagartija» denotaba que el que nascía en él había de tener grandes enfermedades y dolores. Miquiztli, que quiere decir «muerte», significaba que viviría poco y tristemente y con necesidad el que en él nasciese. Mazalt significa «venado», y el que nasciese en este signo había de ser medroso y hombre pusilánimo.

El segundo planeta se llamaba tezcatepuca, nombre de demonio, entre ellos muy venerado. Reinaba seis días, los cuales se llamaba tochitl, altliz, inquiltli, uxumatl, tetle, acatl. Tuchitl se interpreta «conejo». El que nascía en este signo había de ser hombre medroso y cobarde, como el que nascía en el signo del venado. Atl, que quiere decir «agua», daba a entender que el que nasciese en su día había de ser gran desperdiciador y destruidor de haciendas. Izcuintli significa «perro». El que nascía en este signo había de ser hombre de malas inclinaciones y ruines costumbres. Ocultli, que quiere decir «ximio», denotaba que el que nasciese en su día había de ser hombre gracioso y decidor. Tletli se interpretaba «fuego». El que nasciese en este signo había de vivir mucho tiempo. Acatl significa «caña de carrizo». El que nascía en este signo había de ser hombre vano y de poco ser y manera. Miquitlantecutli se interpreta principal entre los muertos, nombre proprio de demonio. Reinaba en los mismos días o signos que tlatloc, planeta primero. Seguíase luego tlapolteutl, que era otro planeta que reinaba en los mismos días que los ya dichos; tomó nombre de un demonio que los indios adoraban por dios, Tonatiu, que quiere decir «sol», que era el más venerado planeta de todos, porque los días que reinaba eran prósperos. Los nombres dellos eran ocelotl, quautl, oli, tecpatli, citlali.

Luego, subcesive, venían los días de otro nombre de demonio que llamaban, tlaltecultli y otro que llamaban macuiltonal. Su operación era como la de los ya dichos planetas. Duraba la cuenta destos planetas docientos y tres días, y, acabados, comenzaban a contar desde cipactli. Este era el orden que tenían en su diabólica y falsa astrología, la cual quise escrebir para que más claramente constase el engaño en que estos miserables han vivido hasta estos nuestros tiempos, los cuales, para ellos, han sido más que adorados, así para la lumbre de sus almas como para la libertad de sus personas, la cual, aunque no fuese tanta, por lo mal que usan della, no les haría daño.



 

 

Capítulo XXX

De las obsequias y mortuorios de los indios.

Mucho hace al propósito desta nuestra historia, en este último capítulo, tractar de las obsequias y mortuorios de los indios: lo uno, porque se vea cómo en la muerte y después della el demonio no tenía menos cuidado de engañarlos y hacerse adorar dellos que en la vida; lo otro, porque los sacerdotes y religiosos que de nuevo vinieren a predicarles la ley evangélica, estén advertidos para quitarles muchas destas cirimonias de que aún hasta ahora usan, especialmente en partes donde no son muy visitados.

La manera, pues, de enterrarse no era una, sino diferente, como entre nosotros, según el estado y calidad de las personas, y, entre otras cosas, tenían sus demonios, que llamaban dioses de los muertos, a los cuales, en los entierros, hacían sus sacrificios. A los señores, después de muertos, amortajaban sentados en cuclillas, de la manera que los indios se sientan, y alderredor, sus parientes le ponían mucha leña, quemándole y haciéndole polvos, como antiguamente solían los romanos. Sacrificaban luego delante dél dos esclavos suyos, para que, como ellos falsamente decían, tuviese servicio para el camino. Los polvos del señor ponían en un vaso rico o sepoltura cavada de piedra. En otras partes no quemaban a los señores, sino, como se ha visto en nuestros días en algunos entierros que se han descubierto, los componían y adornaban con penaches y plumajes y piedras preciosas, las mejores que tenían; poníanles bezotes de oro, anillos y orejeras, que son de hechura de cañón de candelero; poníanles también brazaletes de oro y plata; enterraban con ellos a sus esclavos, aunque algunos dellos pedían primero la muerte para seguir a sus señores, presciándose de fieles, y entendiendo que por esta fidelidad habían de ser en la otra vida muy honrados. A éstos daban a beber los casquillos de las flechas, con que luego se ahogaban; a otros, dándoles a entender que iban a descansar con sus señores, de su voluntad y con mucho contento se ahorcaban. Para estas obsequias se juntaban los parientes y amigos del muerto y otros sus conoscidos que venían de otros pueblos, y poniéndose en torno delante del muerto, ponían las ropas que en vida vestía y puesto cacao y brevaje y otros sahumerios, comenzaban, con tono muy triste, a cantar diabólicos cantares ordenados por el demonio, su maestro, en los cuales, entre otras cosas, que del muerto contaban, decían cómo había sido valiente en las guerras y diestro en las armas, gran compañero, amigo de convites y que a sus mujeres había tractado con mucho regalo y auctoridad, y que había dado joyas y hecho mercedes a los servidores y amigos que tenía, y que de las preseas que había traído de la guerra había hecho servicio a los dioses. Acabado este canto, al cual las mujeres del muerto ayudaban con sollozos y otras señales de tristeza, echaban rosas sobre la sepoltura y unas mantas ricas, a las cuales hacían todos el mismo acatamiento que hicieran al muerto cuando vivo, las sillas y asientos del cual guardaban con tanto acatamiento, que no permitían sentarse en ellas sino al subcesor y heredero legítimo, de adonde es que todos los principales no comen con sus mujeres (que es una muy ruin costumbre), sino con los caciques y señores, lo cual hoy hacen, siguiendo su gentilidad.

Cuando enterraban algún Capitán señalado en la guerra, le ponían en la sepoltura armado de las más ricas armas que tenía, como cuando iba a la guerra, con mucha parte de los despojos. Puestos a los lados todos los caballeros y hombres de guerra, con lloroso canto celebraban sus proezas y valentías, diciendo: «Ya es muerto y va a descansar nuestro buen amigo y compañero y valeroso Capitán» y si el tal, como atrás dixe, había subido a ser señor por sus hazañosos hechos, por extenso contaban sus valentías y cómo de grado en grado había subido y tenido tanta fortuna, que meresciese en su muerte ser tan honrado; y uno de los más viejos, animando a los demás, estando el cuerpo delante, decía: «Mancebos y Capitanes: animaos y señalaos mientras viviéredes en la guerra, para que cuando muriéredes os enterremos con tanta honra como a este Capitán valeroso» cuyo entierro acababan con tanto ruido de música de caracoles y atabales y otros instrumentos de guerra.



 

 

Capítulo XXXI

Donde se prosiguen los entierros y obsequias de los indios.

A los mercaderes y tractantes enterraban con las alhajas y joyas en que tractaban, y porque el principal tracto dellos era en pieles de tigres y venados, echaban con ellos muchas de aquellas pieles, envueltas en ellas muchas piedras finas y vasos de oro en polvo, con gran copia de plumajes ricos, de manera que los que en vida no habían gozado de aquellas riquezas, paresce que morían con contento de saber que las llevaban consigo al lugar de los muertos, que creían ser de descanso, y como ninguno volvía a dar la nueva de la tierra de tormento donde iban, jamás se desengañaron hasta que Dios los alumbró.

A los mancebos, después de muertos, adereszaban de lo mejor que ellos poseían, y porque morían en su juventud y parescía a los que quedaban que tendrían nescesidad de comida, echábanles en la sepoltura muchos tamales, frisoles, xícaras de cacao y otras comidas. Poníanles en las espaldas, como carga, mucho papel y otro como rocadero, que servía de penacho hecho de papel, para que con todo este aparato fuese a rescebir al señor de la muerte.

El entierro de las mujeres se hacía casi por el mismo modo. A las señoras enterraban con grande majestad, vestidas ricamente, y algunas criadas, que se mataban por acompañar a sus señoras y hacerles algún servicio en la jornada, paresciéndoles que morirse era como pasar de una tierra a otra, y que lo que era nescesario en la vida había de ser nescesario en la muerte, y por esto, enterraban a las criadas cargadas de comida. Acabado el entierro, el marido y parientes, y todas las señoras, hacían un solemne llanto; el marido diciendo que le había sido buena mujer y texido buenas mantas y camisas; las señoras y mujeres principales decían que había sido muy honrada, que había bien criado sus hijos y hecho mercedes a sus criadas. De allí, después deste llanto, se iban al templo del dios de la muerte, donde hacían sus sacrificios y se la encomendaban.

A las otras mujeres de menos suerte enterraban con menos pompa y ruido, salvo que en los estados había diferencia, porque a las viudas enterraban diversamente que a las casadas, y esta diferencia también guardaban con las doncellas, que, con las casadas, echaban en la sepoltura los adereszos de la cocina y el exercicio principal en que solía entender, rueca o telar. En la sepoltura de la viuda echaban alguna comida y llevaba el tocado y traje diferente de la casada. La doncella iba vestida toda de blanco, con ciertos sartales de piedras a la garganta; echaban en la sepoltura rosas y flores; los padres hacían gran llanto, y de ahí a un poco se alegraban, diciendo que el sol la quería para sí, y encomendábanla luego a una diosa que se llamaba Atlacoaya, en cuya fiesta sacrificaban indias, las cuales daban a comer a los dioses, que, por número, eran cuarenta.

Estas y otras muchas cerimonias ordenadas por el demonio tenían los indios desta tierra, las cuales, por ser muy varias, e mi intento tractar del descubrimiento y conquista de la Nueva España, no las escribo, por extenso, contento con haber dado en este primero libro desta mi crónica alguna noticia de los rictos y costumbres que en esta tierra había; porque no era razón que habiendo de escrebir el descubrimiento y conquista della, no dixese primero algo de lo que a su inteligencia pertenescía, remitiéndome en lo demás a un libro que sobre esto está hecho, el cual, a lo que pienso, saldrá presto a luz, y porque, para tractar del descubrimiento y conquista desta tierra (que será en el segundo libro), abren el camino los muchos pronósticos que los indios tenían de la venida de los españoles decirlos he en el capítulo siguiente.



 

 

Capítulo XXXII

De los pronósticos que los indios tenían de la venida de los españoles a esta tierra.

Muchos años antes que los españoles conquistasen esta tierra debaxo del nom *** y bandera del gran César don Carlos, Emperador quinto deste nombre, los indios tenían dello grandes agüeros y tan ciertos pronósticos, que, como si lo vieran lo afirmaban por muy cierto, y así los demás se recelaban, y de mano en mano venía el antiguo pronóstico a noticia de los presentes, aunque en cada edad tenían nuevas adevinanzas por sacerdotes y hombres sabios antiguos, a quien todos los demás daban mucho crédito. La primera profecía y adevinación desto fue de aquel Capitán y caudillo que de la antigua México traxeron cuando comenzaron a conquistar y poblar esta tierra, el cual, como dixe en el capítulo (en blanco), viendo que los suyos no querían volverse a su antigua tierra, les dixo: «Aunque pasen muchos años en medio, del occidente vendrán hombres barbudos y muy valientes, los cuales, por fuerza de armas, aunque no sean tantos como vosotros, os vencerán y subjectarán, poniéndoos debaxo del imperio y señorío de otro mejor y más provechoso señor que yo; tomaréis nueva ley, conosceréis un solo Dios y no muchos; cesarán los sacrificios de los hombres; en vuestro vivir siguiréis su manera y modo; quebrantarán y desharán los ídolos de piedra y madera que tenéis y no se derramará más sangre humana; porque el Dios que conosceréis es muy grande y piadoso. Esta gente vendrá después, poco a poco, a nosotros, y de ahí adelante se irá dilatando por muchas gentes y lugares de toda esta tierra; estad advertidos, aunque no faltará después quien os lo diga, y sed ciertos que será así.» Acabada esta breve plática, no sin lágrimas de los que bien le querían, se despidió y volvió a su tierra con algunos que le acompañaron.

Después deste pronóstico y adevinanza, luego que comenzaron los Reyes y Emperadores a gobernar y señorear esta tierra, por boca del demonio, que muchas veces se lo dixo por palabras no muy claras y por señales que vieron en el cielo y grandes agüeros en la tierra, barruntaron y entendieron que del occidente habían de venir hombres en traje, lengua, costumbre y ley diferentes, más poderosos que ellos, y así, algunos años después desto, un indio muy viejo, sacerdote de un demonio que se decía Ocilophclitli, muy poco antes que muriese, con palabras muy claras, dixo: «Vendrán del occidente hombres con largas barbas, que uno valdrá más que ciento de vosotros; vendrán por la mar en unos acales muy grandes, y, después que estén en tierra, pelearán en unos grandes animales, muy mayores que venados, y serán sus armas más fuertes que las nuestras; daros han nueva ley y desharán nuestros templos y edificarán otros de otra manera; no habrá en ellos más de un Dios, el cual adoraréis todos; no derramaréis vuestra sangre ni os sacarán los corazones; no tendréis muchas mujeres; viviréis libres del poder de los caciques que tanto os oprimen, y aunque al principio se os hará de mal, después entenderéis el gran bien que se os siguirá.» Acabado este razonamiento, ya que quería expirar, le oyeron hablando con el demonio, que decía: «Ya no más: vete, que también yo me voy.» Rindió el ánima con estas palabras. Dixeron los indios que de ahí adelante, mientras vivieron, nunca vieron en aquel pueblo señal de fuego ni oyeron voces en el aire como casi continuamente oían y vían. Sabido esto por toda la tierra, se comenzaron llantos generales que duraron muchos días.

Después destos pronósticos, adevinanzas y agüeros, en tiempo de Motezuma, el último Rey e Príncipe de los mexicanos, hubo muchos sacerdotes y hombres viejos que, hablando diversas veces con el demonio, supieron cómo unas tierras cercadas de agua (eran éstas las islas de Sancto Domingo, Puerto Rico y Cuba), lexos de estas tierras estaban conquistadas y pobladas de otra gente que había venido de una muy gran tierra, muy lexos de aquellas tierras cercadas de agua, y que esta gente vendría muy presto a esta tierra, y que aunque no fuese mucha, sería tan fuerte, que cada uno podría más que muchos dellos; llamarlos y, han, hijos del sol y teotles, que quiere decir «dioses», y que las señales que antes desto verían serían grandes humos por el aire y cometas por el cielo, andando de una parte a otra, y que del levante al poniente verían ir una llama de fuego a manera de hoz, yendo discurriendo como garza en el vuelo, y que oirían grande ruido y voces, aullidos y gritos por los aires de espíritus malos que lamentarían la venida de los nuevos hombres.

Estos pronósticos, agüeros y adevinanzas y otros muchos más que, por no tenerlos por tan ciertos como éstos no hago dellos aquí mención, publicaban los indios después que los nuestros entraron en esta tierra, variando y multiplicando más cosas de las que la verdad de la historia suele admitir, las cuales, aunque por su variedad fueran sabrosas de oír, remitiéndolas a su propio lugar, donde se tractará más o por extenso, pasaré al segundo libro, del cual comenzará el descubrimiento desta tierra.

 

Libro Segundo

Del descubrimiento de la Nueva España



 

 

Capítulo I

De la primera noticia que tuvieron los españoles de la Costa de la Nueva España.

Gobernando Diego Velázquez la isla de Cuba, Francisco Hernández de Córdoba, Cristóbal Morante y Lope Ochoa de Caicedo, vecinos de Cuba, armaron tres navíos en el año de mill e quinientos y diez e seis: unos dicen que con favor de Diego Velázquez, el cual era muy inclinado a descubrir; otros dicen que a su costa. El fin que llevaron estos armadores dicen algunos que fue para descubrir y rescatar (aunque se tiene por más cierto que para traer esclavos de las islas de Guanajos, cerca de Honduras). Fue Capitán destos tres navíos Francisco Hernández de Córdoba; llevó en ellos ciento y diez hombres, y por piloto a Antón de Alaminos, natural de Palos, y por veedor a Bernardino Íñiguez de la Calzada. También dicen que llevó una barca de Diego Velázquez, cargada de matalotaje, herramientas y otras cosas para las minas, para que si algo traxesen, le cupiese parte. Desta manera salió Francisco Hernández del puerto de Santiago de Cuba, el cual, estando ya en alta mar, declarando su pensamiento, que era otro del que parescía, dixo al piloto: «No voy yo a buscar lucayos (lucayos son indios de rescate), sino en demanda de alguna buena isla, para poblarla y ser Gobernador della; porque si la descubrimos, soy cierto que ansí por mis servicios como por el favor que tengo en Corte con mis deudos, que el Rey me hará merced de la gobernación della; por eso, buscadla con cuidado, que yo os lo gratificaré muy bien y os haré en todo ventajas entre todos los demás de nuestra compañía.»

Aceptando el piloto las promesas y ofrescimientos, anduvo más de cuarenta días arando la mar y no hallando cosa que le paresciese bien. Una noche, al medio della, estando la carabela con bonanza, la mar sosegada, la luna clara, la gente durmiendo y el piloto envuelto en una bernia, oyó chapear unas marecitas en los costados de la carabela, en lo cual conosció estar cerca de tierra, y llamando luego al contramaestre, dixo que tomase la sonda y mirase si había fondo, el cual, como lo halló, dixo a voces: «Fondo, fondo»; tornando a preguntarle el piloto «en qué brazas», respondió «en veinte»; mandóle el piloto que tornase a sondar, entendiendo por la repuesta que estaban cerca de tierra. Muy alegre se fue el piloto al capitán Francisco Hernández, diciéndole: «Señor, albricias, porque estamos en la más rica tierra de las Indias»; preguntándole el Capitán: «¿Cómo lo sabéis?», respondió: «Porque, siendo yo pajecillo de la nao en que el almirante Colón andaba en busca desta tierra, yo hube un librito que traía, en que decía que, hallando por este rumbo fondo, en la manera que lo hemos hallado ahora, hallaríamos grandes tierras muy pobladas y muy ricas, con sumptuosos edificios de piedra en ellas, y este librito tengo yo en mi caxa.» Oyendo esto el Capitán, tiniendo por cierta la ventura que buscaba, dixo a voces: «Navega la vuelta de tierra, que, vista, saltaremos en ella, y si ansí fuere lo que decís, no habréis perdido nada y creeremos lo demás que estuviere escripto.» Navegando otro día, a las diez de la mañana, con grande alegría vieron tierra, y de barlovento una isla pequeña que se llamó Cozumel, por la mucha cantidad de miel que en ella había. El piloto, no pudiendo tomar aquella isla, surgió muy bajo, más de treinta leguas, y saltaron en tierra el Domingo de Lázaro, a cuya causa llamaron a aquella tierra Lázaro; a los que saltaron, que serían hasta doce hombres, acudieron luego indios, los cuales, haciendo una raya muy larga en el suelo, les dixeron por señas que si de aquella raya pasaban, los matarían a todos. El Capitán, no espantándose de nada desto, les mandó que pasasen adelante, para ver si había algún edificio de los que el piloto decía. De ahí a poco acudió mucha gente de guerra, que de tal manera maltrataron a los españoles, que, matando dos dellos, a los demás, heridos de muchos flechazos, hicieron retraer a los navíos. El piloto salió con diez e seis flechazos y el Capitán con más de veinte, por lo cual les fue forzado arribar a Cuba para curarse, y así, viniendo a la Habana, escribieron a Diego Velázquez el subceso de lo pasado y cómo querían ir a Santiago de Cuba a acabar de curarse.

Sabida esta nueva por Diego Velázquez (aunque con pesar de las heridas de sus amigos), contento con el nuevo descubrimiento, comenzó luego a hacer gente para vengar el daño que sus amigos habían rescebido de los indios de Lázaro. Hecha ya la gente, llegó Francisco Hernández de Córdoba con los demás compañeros, de los cuales, Diego Velázquez, informándose más por extenso, cobró nuevo ánimo para emprender esta jornada, la cual dilató hasta que el piloto Alaminos sanase de las heridas que había rescebido. Esto es lo que algunos dicen, aunque hay otros que, aunque no en el todo, varían en algo, y es que, en saliendo Francisco Hernández del puerto, encaminanda su derrota a las islas de Guanajos a rescatar lucavos (que son indios de servicio para las minas y haciendas de los españoles), engolfándose con tiempo que no le dexó ir a otro cabo fue a dar en tierra no sabida ni hollada de españoles, do halló unas salinas en una punta que llamó de las Mujeres, por haber allí torres de piedra con gradas y capillas cubiertas de madera y paja, en que estaban puestos muchos ídolos que parescian mujeres. De allí se fue otra parte que llamó cabo de Cotoch, donde andaban unos pescadores que, de miedo se retiraron en tierra, y llamándolos, respondían cotohc que quiere decir «casa», pensando les preguntaban por el lugar, para ir a él; de aquí se quedó este nombre al cabo desta tierra.

Poco más adelante, hallaron ciertos hombres que, preguntados cómo se llamaba un gran pueblo que estaba allí cerca, dixeron Tectetlán que quiere decir «no te entiendo»; pensando los españoles llamarse así, y corrompiendo el vocablo, le llamaron Yucatán hasta hoy. De allí fue Francisco Hernández a Campeche, lugar grande, el cual (como dixe), llamó Lázaro, por llegar a él el Domingo de Lázaro. Salió en tierra, tomó amistad con el señor y rescató allí (aunque esto no lo tengo por muy cierto). De Campeche fue a Champotón, pueblo grueso, cuyo señor se llamaba Mochocoboc, hombre de guerra, el cual no les consintió entrar ni rescatar, ni dio provisión alguna como los de Campeche habían hecho. Francisco Hernández, o por no mostrar cobardía, o por probar para lo que eran aquellos indios, sacó su gente, no bien armada, y los marineros a que tomasen agua, y ordenó su escuadrón para pelear, si menester fuese. Mochocoboc, por desviarlos de la mar y que no tuviesen cerca la guarida, hizo señas que fuesen tras de un collado donde la fuente estaba; temieron los nuestros de ir allá, por ver ser los indios muchos, y, a su modo, muy bien armados, con semblante y determinación de combatir; por lo cual, Francisco Hernández mandó soltar el artillería de los navíos para espantarlos. Los indios se espantaron del gran ruido de los tiros y del fuego y humo que dellos salía; atordeciéronse algún tanto del ruido, aunque no huyeron, antes arremetieron con buen denuedo y concierto, con gran grita, que es con la que ellos mucho se animan, tirando piedras, varas y saetas. Los españoles se movieron a buen paso, y siendo cerca dellos, dispararon las ballestas, y con las espadas mataron muchos, por hallarlos sin armas defensivas. Los indios, con la presencia de su señor, aunque nunca tan fieras heridas habían rescebido, duraron en la pelea hasta que vencieron, y así, en la batalla y en el alcance y al embarcar, mataron más de veinte españoles y hirieron más de cincuenta. Quedó Francisco Hernández con treinta y tres heridos; embarcándose, llegó a Santiago de Cuba, destruido, aunque con buenas nuevas de la tierra, y el año siguiente, como diremos luego, Diego Velázquez invió a Joan de Grijalva a seguir el descubrimiento, y a España a pedir la gobernación, por la parte de su barca (como Gómara escribe).

Entre estos dos paresceres hay otro, y es que, llegado Francisco Hernández con tiempo a la costa de Yucatán, a una parte que se dice Campeche, los indios, después de haber él saltado en tierra, por las nuevas que habían tenido de sus vecinos, le hicieron tornar a embarcar, sin dexarle reposar ni tomar agua ni otros bastimentos. Embarcado, y queriendo volver a lo que iba (que era a los Guanajos), dióle un tiempo que le echó nueve o diez leguas abaxo hacia la Nueva España, adonde cerca de la costa había un puerto que se dice Champotón, junto al cual entra un pedazo de mar que paresce río, y allí, por suplir la nescesidad que llevaban, tornó a saltar en tierra, y, queriendo entrar en el pueblo, salió a él mucha gente de guerra, por el aviso que tenían de sus comarcanos; donde, trabándose una recia batalla, murieron muchos indios y algunos españoles, y los demás, no pudiendo sufrir la multitud de los indios, se retraxeron y metieron en los navíos, y, alzando velas, fueron a dar a la costa de la Florida, para tomar agua, de la cual tenían gran nescesidad, donde, como iban heridos y fatigados, acometidos por los indios, les fue forzado tornarse a embarcar e irse a la isla de Cuba, donde, como dixe, se supo la nueva de lo que les había subcedido; por lo cual, ahora digamos qué es lo que sobre ello, proveyó Diego Velázquez



 

 

Capítulo II

De lo que Diego Velázquez hizo sabido el subceso de Francisco Hernández.

Después que Diego Velázquez se informó del Capitán Francisco Hernández y del piloto Alaminos, de la tierra descubierta y de la prosperidad que prometía, con alegre ánimo, como solía las demás cosas, comenzó a hacer una armada con determinación de inviar por General della al Francisco Hernández, de quien, por su virtud y esfuerzo, tenía mucho concepto, el cual a la sazón murió y dexó por heredero de sus bienes y de la aución y derecho que tenía y le podía pertenescer de lo descubierto a Diego Velázquez, el cual, viendo que el negocio era de mucha importancia y de confianza, determinó de cometerle a Joan Grijalva, su sobrino, el cual se detuvo hasta que el piloto Alaminos sanó, porque no había otro tan diestro como él.

La armada fue de cuatro navíos, muy proveída, así de buena gente como de armas y mantenimientos. Dio el mejor navío a Joan de Grijalva, porque era General, y de los otros hizo Capitanes a Pedro de Alvarado y Alonso de Ávila y a Francisco de Montejo; hizo Alférez general a Bernardino Vázquez de Tapia, de los cuales hablaré adelante en el discurso desta historia. La demás gente era muy buena y muy lucida, porque eran hombres hacendados y que tenían indios en la isla, y como leal servidor del Rey, invió Oficiales para la Real hacienda, entre los cuales iba por Tesorero un Fulano de Villafaña, al cual dio muchas cosas de rescate de ropa y mercaduría para dar a los indios por comida o oro y plata, y para hacer con buen título este viaje, lo hicieron saber a los flaires jerónimos, pidiéndoles licencia para ello, los cuales, en aquel tiempo, gobernaban las Indias por el Cardenal don Francisco Ximénez, Gobernador de Castilla por el Rey D. Carlos, desde la isla Fernandina; dieron licencia, y de su mano inviaron por Veedor a una persona de mucha confianza. Puesto todo a punto en Sanctiago de Cuba, do residía Diego Velázquez, hizo alarde de docientos hombres, todos vecinos de la misma isla, con los marineros, que eran los que bastaban para el viaje, y por que Dios (sin el cual no hay cosa acertada) guiase en su servicio tan buena empresa, después de haber bendecido las banderas y hecho otras cerimonias en semejantes casos acostumbradas, oyendo todos, después de haber confesado y reconciliado unos con otros, una misa al Espíritu Sancto, en orden, con música de atambores y pífaros, se embarcaron, acompañándolos hasta el puerto Diego Velázquez, el cual, abrazando al General y a los demás Capitanes, les hizo un breve razonamiento en la manera siguiente:

«Señores y amigos míos, criados y allegados: Antes de ahora tendréis entendido que mi principal fin y motivo en gastar mi hacienda en semejantes empresas que ésta, ha sido el servir a Dios y a mi Rey natural, los cuales serán muy servidos de que con nuestra industria se descubran nuevas tierras y gente, para que con nuestro buen exemplo y doctrina, reducidas a muestra sancta fee, sean del rebaño y manada de los escogidos. Los medios para este tan principal fin son: hacer cada uno lo que debe, sin tener cuenta con ningún interés presente, porque Dios, por quien acometemos tan arduo y tan importante negocio, os favorescerá de tal manera, que lo menos que os dará serán bienes temporales.»

Acabada esta plática, el General y los demás Capitanes y personas principales, con menos palabras, respondieron que harían todo su deber cuanto en sí fuese, como su merced vería por la obra, y así, no sin lágrimas de los que quedaban y de los que se despedían, con gran ruido de música y tiros que dispararon de los navíos, se hicieron a la vela, y, sin subcederles cosa que de contar sea, llegaron a la Habana, puerto de la misma isla, ciento y cincuenta leguas de donde salieron.



 

 

Capítulo III

De lo que en la Habana se hizo y de lo que, después que della salieron, subcedió.

Llegados con buen tiempo a la Habana, se reformaron de bastimentos, y otras cosas nescesarias para el viaje; estuvieron allí algunos días, deseosos todos de ver la nueva tierra, por las cosas que della decía el piloto Alaminos; salieron de allí al cabo de la isla que se dice Guaniguanico, o Punta de Sant Antón, y en el puerto, después de haberse todos confesado, se tresquilaron las cabezas, que fue la primera vez que los españoles lo hicieron en las Indias, porque antes se presciaban de traer coletas. Hicieron esto porque entendieron que el cabello largo les había de ser estorbo para la pelea. Navegaron ciertos días con próspero tiempo, sin subceder cosa memorible; llegaron a una tierra que les paresció fresca y de buen arte, e yendo cerca de la costa della, veían a trechos muchos como oratorios o ermitas blanqueando; prosiguiendo desta manera su viaje por la costa adelante, e ya que se quería poner el sol, llegaron a un ancón y puerto que hacía la mar, donde estaba un pueblo, el cual, cerca de la mar, tenía un templo con una torre grande de piedra y cal, muy sumptuosos; tenía en cuadro por la una pared ochenta pies; subíase a lo alto dél por treinta gradas: había arriba una torre cuadrada, dentro de la cual salía otra torre que se andaba alderredor, donde los indios parescía haber tenido sus ídolos, los cuales, como después se supo, con la venida de los nuestros, habían alzado. La torre principal tenía arriba un poco de plaza, con un andén o pretil a la redonda, entre el cual y la torre había espacio de más de doce pies. Víase della gran parte de la costa y tierra de Yucatán; parescíase un pueblo muy torreado. Cerca deste templo o mezquita, que los indios llamaban cu, había otros edificios de piedra, a manera de enterramientos; había asimismo unos mármoles enhiestos, de una hechura extraña, que parescían cruces. El templo estaba un tiro de ballesta de la mar, y el pueblo un poco más adentro, en la tierra; tenía casas de piedra con portales sobre postes; era muy fresco de aguas y arboledas. El templo era muy celebrado por toda aquella tierra, a causa de la mucha devoción con que a él concurrían de diversas partes en canoas, especialmente en tiempo de verano. Pasando un estrecho de mar, venían y hacían allí sus oraciones, ofrescían muchas cosas, a los ídolos, haciéndoles muy grandes y solemnes sacrificios, no solamente de brutos animales, pero de hombres y mujeres, niños, viejos, niñas y viejas, conforme a las fiestas que los sacerdotes del templo publicaban. Finalmente, no de otra manera era estimado este templo entre ellos que la casa de Meca entre los moros.

Allegando aquí los nuestros, salió mucha gente de guerra a ellos, con arcos y flechas y otras armas. Entonces, el Capitán mandó armar a sus soldados y sacar los bateles para saltar en tierra, disparando desde ellos algunos tiros, lo cual viendo los indios, se volvieron al pueblo, para sacar las mujeres, niños y viejos y sus haciendas y ponerlas en el monte y en otros pueblos cercanos. En el entretanto, el Capitán saltó en tierra con toda su gente, y luego subieron al templo, y desde lo alto dél vieron otros muchos pueblos con muchos edificios que blanqueaban desde lexos, y holgaron mucho los nuestros de ver tierra nunca vista de españoles y tan sumptuoso edificio. Paseáronse por él, y dicen que aquí mandó el Capitán que el sacerdote que traían dixese misa, al cual, por no haber sacado tan presto el ornamento, trató algo descomedidamente, por lo cual, en la batalla que después hubo, le castigó Dios. Hecho esto, el Capitán entró con alguna gente en el pueblo y procuró tomar algunos indios para informarse, a los cuales, haciendo muy buen tratamiento, los invió a los suyos, dándoles a entender lo mejor que pudo que ellos no venían a hacerles mal ni a quitarles sus haciendas, sino a tenerlos por amigos y contratar con ellos, como vían por la obra. Estos indios aseguraron a otros muchos de los demás, los cuales volvieron a sus casas y comenzaron a tratar con menos recelo a los nuestros, y preguntando qué tierra fuese aquélla y cómo se llamaba, dixeron que era isla y que se llamaba Cozumel. Preguntados también qué tierra era otra que se parescía desde el templo, que tenía un pueblo torreado, cuatro o cinco leguas de allí, dixeron que Yucatán. Por esta orden se informó el Capitán de otras muchas cosas, y cómo en aquella isla había muchos gallipavos y muchas redes con que pescaban.



 

 

Capítulo IV

Cómo Grijalva salió de Cozumel y de lo demás que le subcedió.

Viendo el Capitán que en la isla de Cozumel no había resistencia y que podría volver a ella cuando quisiese y le paresciese, proveyéndose de algunas cosas, se tornó a embarcar para costear la isla y descubrir más tierra, e yendo así, vieron desde lejos una persona que desde la costa les hacía señas con un paño. Acercándose, vieron ser una india, la cual venía dando voces y haciendo señas tras los navíos para que la rescibiesen. El Capitán mandó echar un batel y que en él fuese Bernardino Vázquez de Tapia, el cual la tomó y metió en el batel, y traída al Capitán, dixo que ella y otros indios, con una brava tormenta, habían dado en aquella costa y que su tierra estaba de allí más de trescientas y cincuenta leguas.

Pasando adelante, vio que la tierra se acababa y cómo los indios le habían dicho verdad de que era isla, por lo cual dyeterminó de atravesar a la otra tierra que se parescía y le habían dicho que era Yucatán, y llegado a ella, la fue costeando, y vio cómo cerca de la mar parescían algunos pueblos torreados y que sus edificios ran de piedra y cal, lo cual no menos les paresció que la isla de Cozumel. Yendo todavía costeando, acontesció que, habiendo un día navegado al ueste y norueste, otro día, cuando amanesció, se hallaron todos los navíos adonde habían estado el día antes por la mañana, y fue la causa que las aguas corrientes que por aquella parte había, venían de hacia el puerto de Honduras y Caballos, las cuales corrían hacia aquella parte con gran velocidad, por lo cual, tornando a navegar, llegaron a una bahía que la mar hacía, a manera de laguna en la tierra, y tiniendo el piloto sospecha que era algún estrecho que apartaba y dividía la una tierra de la otra, porfió a entrar cuanto pudo con los navíos hasta que dieron en poca hondura, de manera que no pudieron pasar adelante, por lo cual, el Capitán mandó sacar algunos bateles y que en ellos fuese alguna gente a descubrir lo que de ahí adelante había. Fueron, y después de haber andado mucho, no descubrieron cosa notable, y, de cansados, se volvieron.

Este ancón o bahía tan grande que apartaba aquellas dos tierras, dio ocasión a que después, tornando los nuestros a bojar aquella tierra, dixesen los pilotos que aquel ancón salía al Puerto Deseado, y así, dixeron que la tierra de Yucatán era isla y que aquella agua dividía las dos tierras, haciéndolas islas. A esta bahía llamaron los nuestros bahía de la Ascensión, porque en tal día llegaron a ella, y como se tuvo por entendido que aquel agua corría por mucha distancia, y que la tierra de Yuestán se acababa allí, acordaron todos de volver por donde habían venido e ir costeando toda la tierra de Yucatán; salieron con muy gran trabajo, porque casi estaban encallados los navíos. De allí, costeando la costa de Yucatán, volvieron a la isla de Cozumel, a la cual habían llamado la isla de Sancta Cruz, porque el día de Sancta Cruz de Mayo habían llegado a ella. Desde allí, tornando a navegar, atravesando la costa de Yucatán para verla y cercarla toda y saber lo que en ella había, llegaron a una punta que salía a la mar, sobre la cual estaba un edificio de cal y canto, que, saltando los nuestros en tierra, supieron ser un templo de grande devoción, donde venían a hacer oración y sacrificios mujeres de religión, por lo cual, el Capitán llamó aquella punta la Punta de las Mujeres. No faltó quien dixo que en aquella tierra había amazonas aunque los nuestros nunca las vieron, porque decían algunos indios que con la venida de los españoles se habían retirado la tierra adentro.

Desde allí fueron navegando por la costa muchos días hasta que se vieron en gran nescesidad de agua, y queriéndola tomar, determinaron de acercarse a tierra, y porque hallaban siempre menos fondo, acordóse que fuesen delante los navíos más pequeños. Yendo así ya legua y media de la tierra, los navíos que iban delante comenzaron a rastrear por el arena y lama, tanto, que salía la señal arriba, por lo cual acordaron de dar la vuelta a la mar, pero no lo pudieron hacer con tanta presteza que primero no se vieron en muy gran peligro. Finalmente, saliendo con muy gran trabajo, tornando a seguir su camino costa a costa, llegaron donde el mar hacía una vuelta hacia la tierra, que parescía puerto, y allí, el piloto Alaminos, que fue el que había llegado allí con Francisco Hernández de Córdoba, reconosció ser la tierra de Campeche, de donde los indios habían echado a Francisco Hernández. Surgieron en aquella punta que hacía puerto, y aquel día todo y la noche siguiente el Capitán hizo sacar los bateles y que los Capitanes y personas principales de los otros navíos viniesen al suyo para tractar y comunicar lo que sería bien que se hiciese, y estando todos juntos, el Capitán les dixo así:

«Señores y amigos míos: Ya veis la nescesidad grande que de tomar agua tenemos, y que estamos en tierra donde los moradores della son muchos y enemigos nuestros, como paresce por el mal tratamiento que hicieron al Capitán Alonso Hernández de Córdoba, como por sus ojos vio el piloto Alaminos, que está presente. Riesgo veo y peligro, de una parte y de otra, pero parésceme, salvo vuesto mejor consejo, que debemos antes rescebir la muerte de nuestros enemigos, procurando la conservación de nuestra vida, que de pusilánimos y flacos dexarnos morir de sed, pues no hay género de mayor cobardía que dexarse el hombre matar no haciendo la resistencia (aunque faltase esperanza de vencer) que es obligado en ley natural, y así, si, señores, os paresce, pues somos muchos más que los de Francisco Hernández, y no menos que ellos obligados a hacer el deber, yo determino que mañana, antes que amanezca, salgamos los que cupiéremos en los bateles, y puestos en tierra, inviaremos por la demás gente, y así, antes que los indios nos puedan ofender al desembarcar, sin ser sentidos, estaremos en tierra, puestos a punto para resistirles si nos acometieren.»

Acabando de hablar el General, como los Capitanes y la demás gente principal tenían el mismo propósito que su caudillo, con alegre semblante vinieron todos en su parescer, y así, otro día, muy de mañana, se puso por obra lo que el General había ordenado.



 

 

Capítulo V

Cómo Grijalva saltó en tierra y de lo que con los indios le avino.

Otro día, bien de mañana, los nuestros, conforme a lo que el día antes se les había dicho, sacaron los bateles y pusieron los tiros en ellos. Entrado el General con los demás Capitanes y gente que supo a punto de guerra, saltaron en tierra, y, antes que fuese bien de día, los que quedaban en los navíos se juntaron con los que primero habían saltado, y así, todos juntos, se llegaron a un edificio, como teatro, que estaba cerca de la costa donde Grijalva quisiera que luego se dixera misa, porque el día antes había avisado a Joan Díaz, clérigo, que sacase el ornamento para cuando fuese menester, y como en aquel lugar, más que en otro, había aparejo para que todos oyesen misa, y entendió que el sacerdote se había olvidado de sacar el ornamento, riñóle con más cólera de la que fuera razón, diciéndole algunas palabras ásperas que a todos los de la compañía pesó y paresció mal, por lo cual paresce que permitió Dios que otro día, peleando con los indios, le dieron un flechazo en la boca que le derribaron tres dientes, y a no llevar cerrada la boca, como él confesó, le pasara la flecha; lo cual, entendiendo él que había sido por su pecado, como públicamente había afrentado al sacerdote, ansí públicamente, dando exemplo de hombre arrepentido, le pidió perdón, tratándolo de ahí adelante como lo deben ser los puestos en tal dignidad. Esto es lo más cierto que acontesció a Grijalva con el sacerdote en este lugar, y no en el que antes dixe, como algunos piensan. El sacerdote, pues, antes que otra cosa respondiese ni se hiciese, invió por el ornamento, y revestiéndose, comenzó la misa, al medio de la cual asomaron en gran concierto muchos escuadrones de indios, y marchando en son de guerra, llegaron a un tiro de ballesta del edificio donde la misa se decía. Los nuestros no se alteraron.

Acabádose la misa, el Capitán hizo poner en orden su gente, con los tiros de campo delante, y deseando hablar con los enemigos de paz, fuese poco a poco hacia ellos, haciendo señales de paz. Como los indios vieron que los nuestros se iban acercando, ellos se fueron, poco a poco, retrayendo, hasta que los nuestros llegaron donde estaba un poco de agua muy buena, y como el intento de Grijalva y de los suyos era hartarse de agua y proveer los navíos della, mandó hacer alto, y así, bebieron todos hasta que se hartaron, porque la sed, con la falta de agua, había ido en aumento. Luego, como el Capitán vio que los indios no acometían, no quiso él acometerlos, para convidarlos a paz y amistad; antes, en el entretanto, mandó que se traxesen vasijas para llevar agua a los navíos, en lo cual se ocuparon aquel día y otros dos.

Los indios, visto que los nuestros habían asentado junto a los pozos, pusieron su real cerca de una arboleda grande, un tiro de ballesta de los nuestros, y, según después paresció, tenían determinado de pelear con los nuestros, lo cual suspendieron hasta que llegaron tres o cuatro escuadrones de mucha gente que esperaban, por dar más a su salvo la batalla; pero no osando aún con esto determinarse, por ver que los nuestros se estaban en el lugar que habían tomado, pensando que debían de ser más de los que parescían, inviaron algunos indios, como espías, para que reconosciesen el lugar de los españoles y viesen cómo estaban fortalescidos y las armas y gente que había, a los cuales el Capitán y los demás, por su mandado, rescibieron y trataron muy bien, y dándoles algunas cosas de las de Castilla, les dixeron por señas que dixesen a su señor que ellos no venían a hacerles mal ni a quitarles sus haciendas, ni dar otra pesadumbre, sino tener su amistad y contratar con ellos, y a tomar de aquella agua que había en aquellos pozos.

Los indios respondieron en pocas palabras, con muestra de enojo, que no había para qué. Al segundo día, perseverando en su propósito, inviaron tres o cuatro mensajeros, por los cuales dixeron al Capitán que qué hacían allí, que se fuesen; si no, que los echarían por fuerza. El Capitán respondió que en acabando de tomar el agua se iría, y que no rescibiesen pesadumbre si se detuviesen algún día en hacer el aguada, porque ya les habían dicho que no venían a hacerles enojo.

Desta manera, fueron y vinieron tres o cuatro veces, llevando la misma respuesta al Capitán, hasta que, no pudiéndose ya sufrir los indios, no habiendo acabado de tomar el agua los nuestros, inviaron más mensajeros, diciendo que luego a la hora se fuesen, si no, que los matarían a todos. El Capitán respondió que ya acababan de hacer el aguada y que luego se irían, y volviéndose al escribano con quien solían hacer semejantes auctos, le pidió delante los Capitanes y otras personas, estando presentes los indios, le diese por testimonio que él y los suyos no venían a hacerles mal, y que si, defendiéndose, los ofendiesen, fuese a su culpa, porque él y los suyos no habían venido sino por agua y a contratar con ellos, si lo tuviesen por bien. Esto dio a entender el Capitán, lo mejor que pudo, a los mensajeros, y así, se fueron luego; incontinente vinieron otros con uno como brasero de barro, con lumbre y ceniza, do delante de los nuestros echaron cierto sahumerio que hacía mucho humo y olía bien, y, poniéndole cerca del Capitán, le dixeron: «Ios en el entretanto que este sahumerio se acaba, porque, donde no, moriréis luego.» El Capitán, viendo que ya se le iban desvergonzando, con rostro airado, les requirió delante el mismo escribano que estuviesen quedos y le dexasen acabar de tomar agua, pues estaban donde no les ofendían en cosa, y que él no se iría hasta que hubiese acabado de tomar el agua, pues era cosa que ninguna nasción la podía negar a otra no habiendo prescedido enemistad.



 

 

Capítulo VI

De la batalla que Grijalva hubo con los indios y de lo que en ella pasó.

Grijalva, viendo que los indios que habían traído el brasero, sin responder cosa con enojo se habían apartado y vuelto a los suyos, mandó que todos estuviesen a punto para cuando moviesen arma los contrarios, los cuales, estando muy atentos al acabar del humo, comenzaron a moverse en gentil orden, con denuedo grande de pelear, viniéndose poco a poco hacia los nuestros, tirando muchas piedras con hondas y arrojando varas y dardos. El Capitán mandó, so pena de muerte, que ninguno de los suyos se moviese hasta que él hiciese señal; y viendo que ya las saetas daban en el real y que no se debía sufrir sin que hiciese la resistencia debida, diciendo pocas palabras en alta voz, con que animaba a los suyos, dio a entender que peleaban para defenderse; y haciendo señal, mandó a Bernardino Vázquez de Tapia, su Alférez general, los acometiese. Dentro de poco espacio se trabó una brava batalla, que duró en aquel lugar do se juntaron más de dos horas.

Los indios, como traían pensado, poco a poco peleando, se fueron retrayendo, a una arboleda, donde, como a celada, traxeron los nuestros, a los cuales, en breve espacio, cercó gran multitud de indios, los cuales hicieron notable daño en los nuestros. Aquí murió Juan de Guetaria, hombre de suerte, sabio y esforzado, cuya falta se sintió después mucho.

El General, viéndose cercado y que de refresco acudían enemigos y que los suyos iban desfallesciendo, así por las heridas como por el cansancio, mandó cargar los tiros y recogió toda la más gente que pudo, con el Alférez general, al lugar donde él estaba, que era más conveniente para hacer daño en los enemigos, de adonde, animando a los suyos y diciéndoles que se acordasen que eran españoles, y que ya no peleaban por la honra, sino por la vida, acometió a los enemigos como si comenzara de nuevo, mandando soltar los tiros y tirar las ballestas.

En este lugar dieron a Grijalva el flechazo que diximos en el capítulo pasado, sin otros que le hicieron mucho desangrar, porque los indios eran muchos, y en la parte donde estaban, más poderosos, a causa que detrás de los árboles se guardaban y flechaban a su salvo a los nuestros. Viendo esto el General y que si de allí no salía no podía escapar hombre de los suyos, tirando del Alférez, a grandes voces mandó a los suyos salir de aquella espesura lo mejor que pudiesen a lo llano; en lo cual los nuestros, como les era forzado volver las espaldas, iban con paso largo, no tiniendo lugar de ofender; recibieron muchas pedradas y flechazos hasta que salieron a lo llano, donde juntándose, hicieron alto, donde desde el arboleda no podían alcanzar los arcos. Estuvieron allí hasta cerca de la noche, defendiéndose, según algunos dicen, lo mejor que pudieron; aunque es opinión de otros, que estando puestos en aquel lugar los nuestros no fueron más acometidos de los indios, de los cuales hubo muchos muertos; de los nuestros algunos, y los demás en muchas partes del cuerpo heridos.

Otro día, viendo el Capitán cómo los indios no salían a hacerle guerra, recogió su gente a par de los pozos, adonde se curó él y los demás heridos. Los Capitanes y otras personas principales, viendo que su General estaba tan mal herido, le rogaron muchas veces se metiese en un navío con algunos de los que tenían heridas peligrosas, y que en el entretanto que él y los demás heridos convalescían, ellos entrarían en el pueblo y harían todo el daño que pudiesen, para que de ahí adelante los indios no tuviesen atrevimiento de acometer a los españoles. El General, agradesciéndoles con buenas palabras su voluntad y celo, respondió que él no venía a vengar injurias ni a pelear con los indios, sino a descubrir aquella tierra, para que dando della noticia a Su Majestad proveyese cómo en ella se desarraigase la idolatría y otros pecados nefandos con que Dios era gravemente ofendido, y se plantase la fee católica; y así, luego en nombre de Su Majestad y para Su Majestad, delante del escribano, que se lo dio por testimonio, y de los demás que estaban presentes, por Diego Velázquez, que le había enviado, tomó posesión de aquella tierra; hecho lo cual, mandó que primero se embarcasen todos los heridos y después los demás, para que si los indios quisiesen acometerles, hubiese quien los pudiese resistir.

El día antes que esto se hiciese, estando algunos de los nuestros en los navíos, acontesció que como estonces, siendo las aguas vivas, echaron las amarras cerca de la tierra en tres o cuatro brazas, y de ahí a poco comenzó la mar a menguar, quedaron los navíos casi en seco, acostados en la lama y arena, de manera que las gavias tocaban en el agua, lo cual fue gran confusión para los nuestros, porque a venir un poco de viento que levantara la mar, los navíos se hicieran pedazos y los nuestros quedaran aislados, puestos a gran riesgo, por estar tan heridos y tantos enemigos tan cerca, sin haber reparo alguno, adonde se acoger; pero como el otro día siguiente volvió pleamar, se tornaron a endereszar los navíos, poniéndose como estaban cuando surgieron; y así, porque otra vez no subcediese lo mesmo, mandó el Capitán que con los bateles y con las anclas los sacasen a la mar, lo cual se hizo con mucho trabajo.



 

 

Capítulo VII

Cómo el Capitán y su gente se embarcó y de lo que después subcedió.

Nadando ya los navíos en el agua que habían menester, el Capitán se embarcó con su gente, guiando su navegación por la costa, y nueve o diez leguas hacia Champotón, antes que llegasen a él, hallaron una gran bahía, donde se hacía una isleta, en la cual vieron un grande y sumptuoso templo, y por él algunos indios que debían ser sacerdotes. Hiciéronles señas que viniesen, pero, o porque no las entendieron, o porque no osaron, no vinieron. Veían los nuestros desde los navíos las casas del pueblo, algunas de las cuales eran sumptuosas, y un río que corría cerca dél. Quisieran los que venían sanos saltar en tierra, pero por estar herido el Capitán y otros muchos que aún no habían convalescido, temerosos no les subcediese alguna desgracia lo dexaron de hacer, y así siguieron su viaje sin entrar en Champotón, tomando la derrota que era menester para costear y descubrir la tierra. Siguiendo desta suerte su viaje, uno de los navíos comenzó a hacer mucha agua, de tal manera que a no hallar un puerto quince o veinte leguas de Champotón, peligraran los que iban en él; habíase maltractado cuando se trastornó con los demás en Campeche. En este puerto adereszaron el navío, porque tuvieron lugar de saltar en tierra sin contradicción de enemigos, a causa de unas arboledas que cerca estaban, las cuales tomaron por reparo.

Adereszado el navío, el Capitán siguió su viaje, y porque había quedado concertado que Diego Velázquez, que los inviaba, despacharía otro navío con gente y bastimentos, para que hobiese oportunidad de poblar, y porque los que viniesen estuviesen avisados de que Grijalva y los suyos habían pasado por allí, hicieron unas letras en un árbol grande, y en un calabazo que colgaron del árbol pusieron una carta que decía el Capitán Grijalva había llegado allí y que iba adelante descubriendo tierra, con propósito de no volver allí hasta pasados dos meses; y fue así que el Gobernador Diego Velázquez despachó el navío y por Capitán dél a Cristóbal de Olid, el cual partió con mucha y buena gente, adereszado de armas, artillería y bastimentos, y no hallando rastro de Grijalva se volvió, lo cual fue causa que Grijalva no poblase en muchas partes que pudiera, porque el navío que esperaba había de traer la facultad para ello.

A este puerto, donde Grijalva dejó estas señales llamaron los pilotos el Puerto Deseado, los cuales, tomando el altura del sol y del norte, se tornaron a rectificar que la mar de la bahía de la Apsención venía a aquel Puerto Deseado, afirmando que Yucatán era isla. Saliendo de allí, navegando y costeando la tierra, pasaron por unas bocas que la mar hacía en la tierra y dentro hacía grandes lagunas. A estas bocas llamaron los nuestros los Puertos de los Términos. Yendo así navegando, llegaron a la boca de un río grande que traía mucha corriente, tanto que por muy largo trecho metía el agua dulce en la mar. Entraron con los navíos en él con trabajo, y habiendo subido obra de media legua, descubrieron un pueblo, al parescer grande y de mucha frescura; surgieron allí, y poco después de estar surtos vinieron muchas canoas grandes llenas de indios bien adereszados con ricas mantas y armas muy lucidas, con vistosos plumajes en las cabezas, los arcos embrazados a manera de guerra.

Como los nuestros desde los navíos se vieron rodear por todas partes de tanta gente que traía denuedo de pelear, sobresaltáronse algún tanto, y así se adereszaron todos para defenderse si fuesen acometidos; e ya que los indios se iban acercando, el General mandó que les hiciesen señal de paz y como que los llamaban para hablar con ellos. Los indios, entendida la seña, sin ningún recelo se juntaron con los navíos, del uno de los cuales el Capitán por señas dio a entender a una canoa donde venía con otros principales uno como señor, que fuese a la nao capitana, donde estaba el General, la cual salió luego de entre las otras, y por las señas que los otros navíos le hicieron llegó a la nao capitana, desde la cual el General y otros caballeros le mostraron mucho amor y dieron señas de tanta amistad, que aquel señor y los principales que con él iban subieron al navío, donde el General los abrazó y mostró cuanto él pudo el contento que tenía de verlos en el navío. Hízoles dar de comer y beber; regalólos mucho, y antes que se despidiesen, les dixo que él no venía a hacerles mal, sino a tener su amistad, y que en confirmación desto le rogaba rescibiesen aquellas camisas, ropas y otras joyas que les daba, para que tratando con los suyos les diese a entender que los hombres de España no eran tequanes, que quiere decir «crueles», porque tequán quiere decir «cosa brava», sino piadosos y amigos de hacer placer.

Rescebidos los dones, los indios, a vista de todos los demás, muy alegres, volvieron a su canoa, a la cual siguieron todas las demás y rodeándola estuvieron todas paradas un gran rato para saber de aquel señor y sus compañeros lo que habían pasado con el General; acabada su plática, que no tardó mucho, todos juntos se fueron al pueblo. Lo que della resultó paresció luego por la obra, porque otro día vinieron algunos indios muy bien adereszados, los cuales, con mucho comedimiento y amor, dieron al General algunos plumajes ricos y otras cosas de estima que había en su tierra, a los cuales Grijalva rescibió con muy alegre rostro, mandándoles dar de comer y beber y algunas ropas de seda, que los indios tuvieron en grande estima; e ya que se querían despedir, les dixo que ellos traían alguna nescesidad de comida, que si no les daban enojo, saltarían en tierra, para que por rescate se la diesen. Los indios respondieron que su señor no rescibiría pena dello, pero que esperasen, que otro día volverían con la repuesta.



 

 

Capítulo VIII

Cómo vino el señor de aquellos indios a la nao capitana y de lo que luego pasó.

Vueltos los indios con gran contento y alegría, así por los preciosos dones que llevaban como por el amor con que el General y los suyos los habían tratado, entraron acompañados de muchos indios que los estaban esperando a la lengua del agua, adonde estaba su señor, al cual, muy alegres, dando la embaxada del Capitán con la reverencia y cerimonias que suelen, pusieron los dones y presentes delante de su señor, el cual, como después se supo y paresció por la obra, los tuvo en mucho, por ser cosas jamás vistas en su tierra; y aunque bárbaro, no queriendo que en liberalidad y magnificencia los extranjeros le hiciesen ventaja, adereszándose lo más ricamente que él pudo, acompañado de los principales de su tierra y casa, también conforme a su calidad vistosamente adereszados, con gran ruido y armonía de música de caracoles y otros instrumentos, entró en las canoas, llevando consigo presentes de oro, plata, piedras y plumas y mucha cantidad de comida. Grijalva, como vio que se acercaban y que venían magnifestando mayor amistad, mandó se tocasen en todos los navíos los atambores y pífaros, de lo cual el señor del dicho pueblo no rescibió poco contento. Grijal va antes desto tenía proveído cuando vio salir al señor para los navíos, que todos se adereszasen lo más lucidamente que pudiesen, y los Capitanes de los otros navíos con algunos de su Capitanía se viniesen a la capitana para que con mayor auctoridad rescibiesen a aquel señor que con tanta majestad venía.

Subió el señor, que los indios llaman cacique, a la capitana con gran estruendo de música de los nuestros y de los suyos, abrazáronse los dos con grande amor, y tomando el General por la mano al cacique le truxo por el navío, mostrándole cosas que él no había visto, al cual todos los demás Capitanes y personas principales, como estaba ordenado, hablaron con grande amor y él a ellos. Las otras personas principales que con el cacique entraron, del General y Capitanes fueron tractados como su calidad pedía. El cacique, acabando de ver lo que en el navío había, con grande comedimiento echó a la garganta del General una cadena de rosas y flores, muy olorosas, y púsole en la mano una flor compuesta de muchas flores, que ellos llaman suchil; púsole en los molledos de los brazos, a su costumbre, dos grandes axorcas de oro; dióle piedras y plumajes ricos, mandando poner luego delante dél muchas aves, tamales, frisoles, maíz y otras provisiones de comer, con que no poco se alegró el General y su gente. Esto así hecho, tornando el General a abrazar al cacique, le hizo sentar en una silla de espaldas y poner luego dos mesas, la una para donde él y el cacique solos comiesen, y la otra para sus Capitanes e indios principales que el cacique traía. Comieron todos con mucha alegría. Acabada la comida, el cacique, agradesciendo la honra que se había hecho, dixo al General que el día pasado ciertos criados suyos le habían dicho que su merced quería saltar en tierra, y que para ello le habían pedido su licencia; que él y todos los suyos estaban a su servicio, que viniese norabuena, porque él y los suyos sabían que en hospedar a personas de tan buen corazón hacían servicio a sus dioses, y que no podían creer sino que gente tan buena fuese hija del sol.

Dichas estas y otras muchas sabrosas palabras, que por señas entendían los nuestros, el General le dio algunas cosas que aunque no eran de mucha estima, por ser extrañas, él las tuvo en mucho, y con esto le dixo que le agradescía mucho tan buena voluntad, la cual pagaría más largamente cuando por allí volviese, porque le parescía que era merescedor, por su mucha bondad, de que se le hiciese todo servicio.

Acabados estos y otros comedimientos, porque ya era hora, mandó el General echar los bateles al agua, donde entraron todos los que cupieron. El General se metió en un batel con los Capitanes y el señor con sus principales en su canoa, y así juntos, acompañados de todos los demás, con mucha música, saltaron en tierra, donde luego, dándolo por testimonio un escribano, tomó posesión en nombre de Su Majestad, por Diego Velázquez, de aquella tierra.

Llamábase el pueblo Potonchan, y la provincia Tabasco, cuyo río se llamó de ahí adelante de Grijalva por haber entrado en él el General Joan de Grijalva. Hecho este aucto, el General con los suyos fue a la casa del cacique, que era muy sumptuosa, en la cual fue muy festejado, donde en el entretanto dio a entender al señor cómo hacia el occidente, muy lejos de allí, había una gran tierra que llamaban España, cuyo Rey era muy poderoso, así por la mucha gente que tenía, como por los grandes heberes y provincias que poseía, y que ellos eran sus vasallos inviados por él a descubrir aquellas tierras y tractar con los moradores dellas y enseñarles cómo no se había de creer en las piedras ni animales, ni en el sol, ni en la luna, que ellos falsamente tenían por dioses, sino en un solo Dios hacedor y criador del cielo y de la tierra, al cual los españoles y cristianos adoraban, y que esto lo entendería adelante con la comunicación y amistad que tendría con los españoles.

El cacique, que debía de ser de buen entendimiento, respondió que el Rey de los nuestros debía de ser, como el General decía, muy poderoso, pues tenía vasallos tan fuertes que osasen, siendo tan pocos, venir a tierras extrañas, llenas de tantas gentes, que para uno dellos había más de tres mill; e que pues decía que había de volver por allí, que él holgaba mucho dello para entender dél como de su amigo aquella nueva religión y adoración de un solo Dios que le decía, y que paresciéndole tal, dexaría la suya, porque verdaderamente entendía que aquellos sus dioses eran muy feos y crueles, pues les pedían sacrificios de hombres y mujeres.

No poco contento el General con la respuesta del cacique, con lágrimas y otras muestras de mucho amor se despidió dél y se tornó a embarcar, acompañándole el cacique y principales hasta que se metió en el batel, desde el cual se tornó a despedir tan amorosamente como de antes.



 

 

Capítulo IX

Cómo Grijalva se tornó a embarcar y costeó la tierra y de lo demás que le acontesció.

Embarcados que fueron los nuestros, comenzaron a navegar costeando la tierra, cerca de la cual, andadas quince leguas, llegaron a la boca de un río que parescía grande, el cual, porque tenía muchas palmas, llamaron de ahí adelante el Río de Palmas, y pasando adelante, de trecho a trecho, vieron muy cerca del agua unos bultos grandes y blancos que parescían humilladeros o oratorios. Deseando saber el General qué cosa fuesen, mandó a Bernardino Vázquez de Tapia, su Alférez general, y a otro hombre de cuenta que saltasen en un batel y entrando en tierra viesen qué eran aquellos bultos que tanto campeaban; y haciéndolo, vieron que eran unos edificios hechos de maderos y ramas muy texidas a manera de tolvas de molinos, a los cuales edificios se subía por unas escalerillas muy angostas; estaban casi llenos de arena, hecho en medio un hoyo, el cual los moradores de aquella tierra henchían de agua de la mar, la cual con el gran sol que por allí hace, cuajándose se volvía en sal muy buena y de muy buen gusto; gastábase mucho la tierra adentro. Prosiguiendo la navegación, vieron los nuestros muchos ríos, y algunos dellos muy caudales, que entraban en la mar, y todos los días, en poniéndose el sol, si la costa era limpia, surgían en ella, y si no había buen surgidero, metíanse en la mar, poniéndose al reparo.

Fue cosa maravillosa, como después acá ha parescido, que siendo, como es, aquella costa tan brava y tan peligrosa, que ningún navío osa en este tiempo llegarse a la costa que no perezca, estonces, navegando y surgiendo tan cerca della por tantos días, ninguno peresció, habiéndose perdido después acá muchos, lo cual es gran argumento de que Dios allanaba las esperezas y quitaba los peligros para que su sancto Evangelio fuese predicado en tierras tan extrañas, donde el demonio por tantos años había tiranizado aquellas miserables gentes.

Prosiguiendo su viaje, pasaron cerca de unas sierras, cuyas grandes peñas daban en la mar; parescíanse entre sierra y sierra unas tierras de gran frescura y de hermosas arboledas y bocas de ríos que, con gran copia de agua, entraban en la mar. Veíanse asimismo, desde las gavias de los navíos, la tierra adentro, otras muy grandes sierras, y lo que era llano muy fresco. De ahí a pocas leguas, yendo navegando un día, vieron por delante islas y arrecifes que se hacían en la mar a una parte y a otra por donde navegaban, por lo cual les era forzado ir sondando con cuidado de no dar en algún baxo. Yendo así, no lexos de las naos, vieron dos o tres canoas con indios que andaban pescando; el General, como los vio, mandó saltar en un batel al Alférez con otros de la compañía, para que, dando caza a las canoas, tomase alguna dellas; salió luego otro batel para atajarlas que no se fuesen, y así, se dieron tanta priesa, que aunque las canoas huían mucho, en breve tiempo, se fueron acercando a ellas. Los indios, viendo que no se podían escabullir, dexando de remar, tomando unas navajas de pedernal que traían en las canoas, comenzáronse a sacrificar, sacándose sangre de las orejas, narices y lengua y de los muslos y otras partes del cuerpo, ofresciendo la sangre que salía al sol, creo que ofreciéndose a él como a su dios y defensor, puestos en aquel peligro. Este fue el primero sacrificio de sangre que los nuestros vieron en esta tierra. Tomaron los de los bateles una o dos canoas y piedras verdes y azules de poco valor. Estas señales y derramamiento de tanta sangre dio ocasión a que los nuestros llamasen a aquella isla Isla de Sacrificios. Está de la tierra firme un cuarto de legua. No hallando en ella persona viva de quien pudiese informarse, otro día determinó el General de saltar en tierra con los bateles; los indios, con las buenas nuevas que los indios de las canoas les habían dado, sin ningún recelo vinieron a ver al Capitán, trayéndole alguna comida y fructas, lo cual fue gran refresco para los nuestros, porque tenían ya gran nescesidad de mantenimientos. Estuviéronse todo aquel día cerca de una boca de un río pequeño, de agua muy buena, que entra en la mar, donde algunos se lavaron y otros nadaron, no hartándose de aquella agua por la nescesidad grande que della otras veces habían pasado. A puesta del sol se volvieron a dormir a los navíos.

Otro día, el General, saltando en tierra, mandó llevar muchas ropas, joyas, piedras, cuentas y otras cosas de mercería para rescatar y descubrir si los indios tenían oro o plata y piedras presciosas, puestas estas cosas de rescate sobre unas mesas, para que los indios las pudiesen ver y rescatar las que quisiesen. Llegaron muchos dellos que, así por la buena conversación que hallaron, como por lo que aquellas cosas tan nuevas a sus ojos les contentaban, comenzaron a rescatar algunas dellas, dando en pago unas hachas de Chinantla, que son de cobre que reluce como oro, de las cuales, creyendo Grijalva que era oro baxo, tomó muchas, aunque dicen algunos que ciertas dellas tenían calzados los filos con oro; rescató asimismo otras cosas de pluma y algodón y algunas piedras que los indios llaman chalcuites. Llegó Grijalva a aquella isleta día de Sant Joan, y como, preguntados los indios cómo se llamaba aquella tierra, respondieron que Ulua, llamaron al puerto Sant Joan de Ulua.

Habiendo Grijalva rescatado las cosas que dixe, creyendo ser las hachas de oro baxo, y que conforme a la muchedumbre que dellas tenía, no podía dexar de volver muy rico, trató de volverse luego sin poblar, como aquel que no había conoscido su buena ventura, y así, otro día llamando los Capitanes y personas principales, les habló en esta manera:

«Señores y amigos míos: Entendido tengo que entre nosotros hay dos paresceres; el uno contrario del otro, porque algunos de vosotros sois de parescer que, por las buenas muestras que hay en esta tierra, poblemos en ella, inviando alguna persona a Diego Velázquez para que nos invíe más gente y bastimentos; otros, decís que no traigo poder para poblar, sino para descubrir, y que a eso venistes, y no a otra cosa, y que pues esto está hecho, que os queréis volver a Cuba, donde tenéis vuestros indios y haciendas, y que si, volviendo, os paresciere acertada la jornada, daréis la vuelta conmigo, como lo habéis hecho. Cierto, no puedo. dexar de estar dubdoso y perplexo entre dos paresceres tan diversos, pues cada uno dellos paresce tener razón. Mi parescer es, salvo el vuestro, que, pues Diego Velázquez no ha inviado a Cristóbal de Olid, como prometió, que debe de querer que nos volvamos y que no poblemos hasta que vea la relación que llevamos. Estos indios son muchos y están en su tierra proveídos de lo nescesario; nosotros estamos en el ajena, faltos de bastimentos y armas, y no tantos cuantos seríamos menester. Podría ser que, como gente tan diferente de la nuestra, el día que nos vean hacer asiento piensen que les queremos quitar la tierra, y así, se levantarán contra nosotros, y el negocio de la población no tendrá firmeza.»

Acabada esta plática, Alonso de Ávila y Pedro de Alvarado, que eran de parescer contrario del de Grijalva, rogándose el uno al otro para que respondiese, después de hecho su comedimento, Pedro de Alvarado dixo así: «Entendido tenemos todos, señor y valeroso Capitán nuestro, que con todo cuidado habrá vuestra merced mirado este negocio, y que en él hay tanta dificultad como paresce, por lo que vuestra merced nos ha dicho; pero como ninguna cosa haya tan dubdosa ni perplexa que por entrambas partes tenga igual contradicción, y ninguna tan cierta que no pueda, en alguna manera sen contradicha, debemos siempre, los que consultamos, tener cuenta con el provecho, si va acompañado con hacer el deber, y así, aunque haya algunos inconvenientes, si lo que se hace vale más, no se ha de tener cuenta con ellos. Esto digo, porque aunque expresamente Diego Velázquez no dio licencia para poblar, tampoco lo prohibió, sino que, a la partida, delante de los más de nosotros dixo: «Ya sabéis, Grijalva, cuánto importa este descubrimiento; hacerle heís con todo cuidado, y dél me daréis relación, y, sobre todo, os encomiendo que, visto lo que subcediere, hagáis en todo como yo haría si presente fuese». De las cuales palabras se vee claro que no ató a vuestra merced las manos para no poder hacer asiento en esta tierra, que tantas muestras ha dado de riqueza, cuanto más que, aunque expresamente lo vedara, ni Dios ni Su Alteza del Rey, nuestro señor, dello serán deservidos; porque muchas veces acontesce que cuando se hace la ley es nescesaria, y andando el tiempo, según lo que se ofresce, no hace mal el que la quebranta, porque el principal motivo della es el bien común, y cuando falta y se sigue daño, cesa su vigor, y cerca desto, si apretamos más el negocio, ¿qué pesar puede rescibir Diego Velázquez poblando por él, en nombre de Su Alteza, pues el descubrimiento se encamina para esto? A lo que vuestra merced dice que somos pocos y que los indios son muchos, y que los más de nosotros desean volver a Cuba, no hay que parar en esto, pues estando conformes, pocos valemos por muchos, y no somos tan pocos que, inviando luego mensajero a Diego Velázquez, no nos podamos entretener, aunque durase la guerra un año, la cual tengo entendido que no habrá, porque si los indios, con el buen tractamiento que en tan pocos días les hemos hecho, nos tienen tanta voluntad, ¿qué harán cuando por muchos les hiciéremos buenas obras?, pues el amistad no se conserva sino con buenas obras y largo tiempo en el deseo de los de contrario parescer. Lo que se puede responder es que, asentado vuestra merced y nosotros, mudarán parescer, o por vergüenza o por no poder ser de los primeros en esta conquista, Y si algunos hobiere que todavía porfíen en irse, vayan con Dios y sirvan de mensajeros, que no serán tantos que nos puedan hacer falta.»

Acabada esta plática, Alonso Dávila y los demás Capitanes dixeron que eran de aquel parescer si su merced venía en él; pero como Grijalva pensaba que estaba rico con las hachas de rescate, y tenía algunos al oído, que le decían que con el haber que llevaba podría descansar en Cuba, o volver a la misma empresa con más pujanza, replicó desimuladamente que miraría el negocio y haría lo que conviniese.



 

 

Capítulo XI

Cómo Grijalva se embarcó y partió para la isla de Cuba.

Grijalva, aunque los más y más principales de su exército eran de parescer que se poblase, por haber hallado tanta comodidad, se entró aquel día en los navíos con otra ocasión de la que parescia, y a la media noche dixo al piloto mayor, Alaminos, que alzasen anclas y se hiciesen a la vela. Lo que cerca desto algunos dicen es que, aunque topó con su buena ventura, no la conosció, dexándola ir de entre las manos para Hernando Cortés, de cuyos valerosos hechos será lo principal desta historia. En esta jornada no subcedió cosa que de contar sea, porque no veía Grijalva la hora de llegar a Cuba, pensando que iba muy rico y que había hecho mucho en llevar tan buenas y tan ricas muestras de la tierra, para dar nuevas de las cuales se adelantó Pedro de Alvarado, y llegó por tierra primero un Joan de Cervantes, que había visto venir la flota, el cual dio nueva a Diego Velázquez de la venida de la flota de Grijalva. Pesó mucho desto, como era razón, a Diego Velázquez, y más cuando supo que los más del exército habían sido de parescer que se poblase y que hubiese sido tan para poco su sobrino que no lo hubiese hecho, pues había llevado tantos y tan buenos caballeros, y la tierra que había descubierto era tan aparejada para ello, y así, antes que Pedro de Alvarado llegase, publicó luego que tenía determinación, como lo hizo, de tornar con más pujanza a armar otra flota y gastar en ella toda su hacienda y la de sus amigos, para lo cual comenzó a tractar con Andrés de Duero, que era muy su amigo y hombre de mucha cordura, a quién sería bien encargar la jornada, para que con honra saliese con la empresa, porque, como por el subceso había parescido, Francisco Hernández de Córdoba, aunque valiente y animoso, había sido desgraciado, y aunque quisiera, por la poca gente que llevaba, no podía poblar, y Grijalva, aunque pudo, no se atrevió.

En el entretanto que él con Andrés de Duero tractaba este negocio llegó Pedro de Alvarado y luego Grijalva, los cuales luego inviaron las muestras de la tierra descubierta, que eran las hachas que deximos, cotaras, plumajes, ropas de pluma y algodón y algunas joyas de oro y plata, las cuales muestras, como pusieron nuevo ánimo a Diego Velázquez para hacer nuevo gasto, así le acrescentaron el enojo contra Grijalva; y como el que entendía que en el esfuerzo y prudencia del General consistía el buen subceso de lo que emprendía, puso al principio los ojos sobre dos o tres caballeros, que el uno se llamaba Vasco Porcallo y el otro Diego Bermúdez y el otro Garci Holguín, de lo cual no poco se agravió Pedro de Alvarado, porque dixo que si no le hacían General no volvería a la jornada, aunque después, por medio de Andrés de Duero, tornó a ella, por ser, como había visto, digna de emplearse en ella cualquier hombre de valor.

La elección de uno destos caballero se estorbó por las envidias Y emulaciones que entre ellos había y porque Diego Velázquez se recataba de lo que le subcedió con Hernando Cortés, no se le alzasen con la gobernación de la tierra, de la cual los Reyes Católicos, por sus cédulas y provisiones le habían hecho Adelantado, dando licencia los flaires jerónimos para que armase y descubriese y de lo así poblado tuviese cierta parte, comenzó a comprar navíos y a hacer otros muchos gastos, en los cuales, como después paresció en las cartas de pago, dicen que gastó con la ayuda de sus amigos, más de cien mill ducados. Ya que en el puerto había doce muy buenos navíos y la munición y lo demás nescesario para la navegación, tornó a pensar a quién encomendaría tan importante negocio, que con fidelidad, esfuerzo y seso le acometiese y saliese con él; y como en los negocios de dubda aprovecha mucho un buen tercero, Andrés de Duero, que era grande amigo de Hernando Cortés, y le favorescía y ayudaba cuanto podía, porque había conoscido dél que tenía aquellas partes que eran nescesarias para emplearle en tan buen negocio, dicen que de secreto dixo a Diego Velázquez que ninguno otro convenía que fuese por General sino Hernando Cortés, porque los demás caballeros parescían bulliciosos y entre ellos había grandes competencias sobre quién iría; e que yendo alguno dellos, se habían de quedar los demás, que no habían de dexar de hacer falta; y que yendo, había de haber disensión y desgracias, y que ninguno dellos estaba tan obligado a servirle como Hernando Cortés, por haberle siempre honrado y puesto en cargos y haberle casado y hecho Alcalde, y que en todo lo que se había ofrescido, había mostrado ser bien bastante para aquella jornada, y que por estas y otras razones que él sabía, no debía a otro que a Cortés confiar la jornada.



 

 

Capítulo XII

Cómo Diego Velázquez, persuadido por Andrés de Duero, eligió por General de su armada a Fernando Cortés y lo que dellos se dixo.

Diego Velázquez, visto que las razones de Andrés de Duero, de quien él tanto crédicto tenía, eran bastantes, a su parescer, según en aquel tiempo estaban las cosas, determinó de elegir a Fernando Cortés por Capitán General de la Armada; y así luego, antes que con él hiciese las capitulaciones, le mandó pregonar por General con trompetas y atabales. Oído por todos los vecinos de Sanctiago de Cuba el pregón, no faltó quien, pronosticando, dixo a otros en la plaza: «Diego Velázquez ha elegido por General del Armada a Hernando Cortés; él le echará el agraz en el ojo», y así luego, acabadas de firmar las capitulaciones, dio a entender no haberse engañado el que dixo aquello. Comenzó Cortés a hablar a muchos, convocó a otros, así en secreto como en público, haciendo a cada uno grandes promesas y no pudo recatarse tanto, aunque era muy avisado, que no descubriese algo de lo que tenía en su pecho, que venido a noticia de Diego Velázquez, no le hizo buen estómago, principalmente que Andrés de Cuéllar, hombre ya anciano y deudo de Diego Velázquez, le había dicho, luego como supo la elección: «Hijo, mal habéis hecho, porque con quien habéis tenido enojo, no debíades tractar negocio en que después se pueda vengar, porque los hombres, por hacer su provecho, no tienen cuenta con muchas obras buenas, si hay alguno que haya dado desgusto.

En el entretanto que estas cosas se decían, Hernando Cortés adquería amigos, gastaba lo que tenía, y aun se empeñaba, porque sabía que en la guerra cuando gasta el Capitán es amado y tenido y hace las cosas a su gusto. Pasaron en esto veinte y cinco días, e ya que la gente estaba hecha y todo a punto, quiso Diego Velázquez revocar lo hecho y señalar a Alonso de Mendoza, compañero en el cargo de Alcalde de Hernando Cortés. Entendiendo esto Cortés, hizo que no lo entendía, y dióse toda la priesa que pudo, haciendo Alférez general de la gente a Villarroel, que después se llamó Antón Serrano de Cardona; hizo que se hiciese alarde de los que al presente estaban en Sanctiago de Cuba, sacando de repente, sin comunicarlo con Diego Velázquez, una bandera muy hermosa, la cual con atambor y pífaro llevó arbolada Villarroel.

Juntáronse cincuenta hombre de pie y de caballo; difirió Cortés el dar de los demás cargos hasta que estuviesen en la Habana; fuese con esta gente, galanamente adereszado en calzas y en jubón, con la espada en la cinta y una ascona en la mano, al son del atambor, marchando hacia la iglesia, donde diciendo la misa un flaire llamado Fray Bartolomé de Olmedo, de la Orden de la Merced, bendixo la bandera, lo cual hecho, se volvieron en ordenanza a casa de Cortés, donde estaba adereszado para todos muy bien de comer; gastaron todos los soldados aquel día en jugar y en otros pasatiempos hasta la noche, que Cortés les dio una cena tan espléndida como había sido la comida; al cabo de la cual, trabándose entre ciertos soldados una pendencia, mataron a un hombre que se decía Joan de la Pila, carpintero de ribera, el cual había de ir en el Armada: estuvo tendido en el suelo sin que nadie le alzase ni hiciese alboroto, hasta que a las dos de la noche, Cortés, con toda la gente que había en su casa se fue a la iglesia, y acabando de oír misa del mismo flaire, a las tres de la mañana, tomando consigo veinte soldados se fue a la casa de Alonso de Mendoza, y llamando a la puerta dixo a los que le respondieron: «Llamad acá al señor Alonso de Mendoza, que le quiero hablar.» Dende a poco salió Alonso de Mendoza armado con una hacha encendida delante; mandó abrir la puerta, saludáronse amigablemente, apartáronse a solas y hablaron más de una hora en secreto. Créese que lo que con él tractó fue decir que Diego Velázquez estaba arrepentido y que no sabía por qué; que él no dexaría la jornada, porque su corazón le daba que había de ser muy próspera y que había de tener muy buen fin; y que si en algo se pusiese Diego Velázquez, que le suplicaba, pues era Alcalde y compañero, le favoresciese, porque adelante se lo pagaría. Estas y otras palabras se cree que Cortés dixo a Alonso de Mendoza, por otras que él después dixo a algunos de sus amigos.



 

 

Capítulo XIII

Cómo Hernando Cortés se hizo a la vela, y de la plática que hizo a sus soldados.

Vuelto Cortés a su posada, no con poco contento de lo que había tractado con Alonso de Mendoza, estando juntos todos los soldados, que serían hasta ochenta, rogándoles que con cuidado le oyesen, les habló desta manera: «Señores y amigos míos: Sí tuviésedes como yo entendido la buena dicha y ventura que en esta jornada que emprendemos se nos promete, ninguna habría de vosotros que ya no le pesase de estar más aquí, porque aliende de lo que vosotros sabéis de la riqueza y prosperidad de aquella tierra que Francisco Hernández y Joan de Grijalva dexaron para nosotros, hay otras muchas razones que os deben mover para embarcarnos muy contentos: primeramente, ser los primeros que, poblando, plantaréis la fee católica y pondréis en policía aquella gente bárbara, que es tanta en número que no se puede numerar; Su Majestad del Rey, nuestro señor, tendrá cuenta con vuestras personas como con primeros conquistadores; daros ha renta, haceros ha señores, de vasallos y honraros ha, como confío que hará, cuando sepa vuestros señalados servicios. Esta isla está ya tan llena de gente, que para vuestras personas no hay lo que mereséis; razón será que, como valerosos, busquéis vuestra fortuna y os enseñoréis della, que yo hallo que muchas veces acude y responde a los buenos pensamientos cuando por los medios que convienen se ponen por obra; navíos tenemos y todo, lo nescesario para la jornada; no falta sino que con alegre ánimo acometamos este negocio; conoscido me tenéis en paz y en guerra, que con mi poca posibilidad no os he faltado; menos os faltaré ahora, pues tengo más poder para haceros mejores obras e yo más nescesidad del ayuda de vuestras personas, que yo no puedo pelear más de por un hombre; y si con alguna razón vosotros tenéis contento de llevarme por vuestro caudillo, mucho mayor le tengo yo de llevaros por compañeros, pues sé que ni en fidelidad ni esfuerzo, que son dos cosas principales en el buen soldado y con las cuales la guerra se hace dichosamente no debéis dar ventaja a otros muchos. Diego Velázquez, por ruines terceros desconfía de mí, y no tiene razón, porque mi intento es de servir a Dios y al Rey, como leal vasallo; y que en esto yo me quiera adelantar, no debe pesar a alguno. Si a la partida, que será luego, hobiere algún estorbo, estad advertidos que no habéis de consentir que de las manos se os vaya la buena ventura.»

Acabada esta plática, el Alférez y otros principales, en nombre de los demás, le dieron las gracias, y lo que le respondieron en pocas palabras, decía así: «Señor y Capitán nuestro: Ni queremos ser soldados de otro, ni que otro sea nuestro Capitán; y pues decís, como lo entendemos, que emprendemos negocio en que tendremos buena dicha y ventura, comenzadle vos primero, como caudillo nuestro, y salgamos ya de aquí para donde nuestra buena ventura nos llama.»

Dichas estas palabras, Hernando Cortés salió de casa, en la delantera, con su gente en orden, que le seguía; baxó por una cuesta abaxo que daba en la lengua del agua, en la cual estaban ya esperando los bateles; mandó que se embarcasen poco a poco, e ya que los más estaban embarcados, que no quedaban con él sino cinco o seis soldados, llegó Diego Velázquez, caballero en una mula, con cuatro mozos de espuelas españoles y la color algo mudada; aunque él se reportó cuanto pudo, dixo a Cortés: «Hijo, ¿qué es esto que hacéis?; ¿qué mudanza es ésta?; ¿para qué os embarcáis sin tener pan y otras cosas nescesarias para la jornada? Deteneos, por vida vuestra, hasta mañana, que de mis estancias se traerá pan y carne y lo demás que menester fuere, porque no querría que vos y los que con vos van padesciesen nescesidad.» Cortés le respondió, con determinación de no volver atrás, atendiendo al fin con que Diego Velázquez le rogaba que se detuviese: «Señor, beso a vuestra merced las manos, que no hay al presente tanta nescesidad, porque los navíos están bien proveídos, y donde yo voy no padecerán mis soldados nescesidad, que bien sabe vuestra merced que para mí y para ellos lo sabré buscar.» Calló Diego Velázquez, no sabiendo qué se hacer, y porque no se le desmandase Cortés, no le replicó.

En esto llegó el batel de la capitana, y entrando en él con los soldados, quitando el sombrero a Diego Velázquez, le dixo: «Señor, Dios quede con vuestra merced, que yo voy a servir a Dios y a mi Rey, y a buscar con estos mis compañeros mi ventura.» Así se metió en la capitana, y Diego Velázquez, muy enojado, aunque lo disimuló cuanto pudo, se volvió a su casa. Cortés luego se metió a la mar, mandando soltar un tiro, que era señal para que todas las demás velas, que eran doce entre chicas y grandes, hiciesen lo mismo y, siguiéndole, se juntasen con él. Y porque Gómara, que siguiendo, a Motolinea, dice, por no haber sido bien informado ni vio, como yo, las capitulaciones que entre Diego Velázquez y Cortés se hicieron, que Hernando Cortés iba por compañero y no por Teniente de Diego Velázquez, y que había gastado con Diego Velázquez mucha cantidad de pesos de oro, para hacer lo que debo a la verdad de la historia, y para que conste el gran valor de Hernando Cortés, pondré al pie de la letra las capitulaciones que con él hizo Diego Velázquez, y pues en el discurso de todo lo de adelante tengo de tener principal cuenta con tan excelente Capitán, antes que prosiga su navegación y jornada, diré quién fue y las cosas que le acontescieron en Cuba, para que, como yo le oí muchas veces decir, los hombres entiendan que después de Dios, de su buen seso, diligencia y valor, han de hacer caudal para venir a ser estimados, como ello fue, no estribando, como algunos hacen, en la virtud ajena; pensando por ella merescer la gloria que por ella alcanzó el que primero la tuvo.



 

 

Capítulo XIV

Del treslado de las capitulaciones que entre Diego Velázquez y Hernando Cortés pasaron.

Y porque el que leyere esta historia, llegando a este capítulo, no juzgue atrevidamente, paresciéndole que me contradigo, es de saber que aunque en lo que antes tengo escripto dixe que las capitulaciones e instruición que Diego Velázquez hizo con Hernando Cortés fue después que tuvo nueva de un Joan de Cervantes y de Pedro de Alvarado de la venida de Grijalva, pasa así que creyendo Diego Velázquez, como paresce por la cabeza desta instruición, que la armada de Grijalva debía estar en algún riesgo, determinó de proveerla con la que luego armó con Hernando Cortés, y al mismo tiempo que se hizo esta instruición Pedro de Alvarado estaba ya en la costa de Cuba; de manera que cuando esta instrucción se publicó, como dixe, ya había nueva de la venida de Grijalva, aunque cuando se ordenó estuvo secreta; que de lo uno a lo otro hubo muy pocos días. Dice, pues, la instruición así:

«Por cuanto yo, Diego Velázquez, Alcaide y Capitán general e Repartidor de los caciques e indios desta Isla Fernandina, por Sus Altezas, etc., invié los días pasados, en nombre y servicio de Sus Altezas, a ver y bojar la isla de Yucatán, Sancta María de los Remedios, que nuevamente había descubierto, y a descubrir lo demás que Dios Nuestro Señor fuese servido, y en nombre de Sus Altezas, tomar la posesión de todo, una Armada con la gente nescesaria, en que fue y nombré por Capitán della a un Joan de Grijalva, vecino de la villa de la Trinidad desta isla, el cual me invió una carabela de las que llevaba, porque hacía mucha agua, y en ella cierta gente que los indios en la dicha Sancta María de los Remedios le habían herido, y otros adolescidos, y con la razón de todo lo que le había ocurrido hasta otras islas e tierras que de nuevo descubrió; e la una es una isla que se dice Cozumel, y le puso por nombre Sancta Cruz, y la otra es una tierra grande que parte della se llama Ulúa, que puso por nombre Sancta María de las Nieves, de donde me invió la carabela y gente y me escribió cómo iba siguiendo su demanda, principalmente a saber si aquella tierra era isla o tierra firme, e ha muchos días que de razón había de haber sabido nuevas dél, hasta hoy no se sabe, que debe de tener o estar en alguna extrema nescesidad de socorro; e asimismo, porque una carabela que yo invié al dicho Joan de Grijalva desde el puerto desta ciudad de Sanctiago, para que con él y la Armada que llevaba se juntase en el puerto de Sant Cristóbal de la Habana, porque estuviese muy más proveído de todo, y como al servicio de Dios y de Sus Altezas convenía fuese, cuando llegó adonde pensó hallar al dicho Joan de Grijalva, no le halló porque se había hecho a la vela y era ido con toda el Armada, puesto que dexó aviso del viaje que la dicha carabela había de llevar; y como la dicha carabela en que iban ochenta o noventa hombres, no halló la dicha Armada, tomó el dicho aviso y fue en seguimiento del dicho Joan de Grijalva; y según paresce y se ha sabido por relación de las personas heridas y dolientes que el dicho Joan de Grijalva me invió, no se había juntado con él ni della había sabido ninguna nueva, ni los dichos dolientes y heridos la supieron a la vuelta, puesto que vinieron mucha parte del viaje costa a costa de la isla de Sancta María de los Remedios, por donde había ido, de que se presume que con tiempo forzoso podrían decaer hacia tierra firme o llegar a alguna parte donde los dichos ochenta hombres podrían corer detrimento por el navío, o por ser pocos, o, por andar perdidos en busca del dicho Joan de Grijalva, puesto que iban muy bien pertrechados de todo lo nescesario; y demás desto, porque después que con el dicho Joan de Grijalva invié la dicha Armada, he sido informado de muy cierto por un indio de los de la dicha isla de Yucatán, Sancta María de los Remedios, cómo en poder de ciertos caciques principales della están seis cristianos captivos y los tienen por esclavos y se sirven dellos en sus haciendas, que los tomaron muchos días ha de una carabela que con tiempo forzoso por allí aportó perdida, que se cree que alguno dellos debe ser Nicuesa, Capitán que el muy católico Rey don Fernando, de gloriosa memoria, mandó ir a Tierra Firme; y redimirlos será grandísimo servicio de Dios Nuestro Señor y de Sus Altezas. Por todo lo cual, paresciéndome que al servicio de Dios Nuestro Señor y de Su Alteza convenía enviar así en seguimiento y socorro de la dicha Armada que el dicho Joan de Grijalva llevó, y busca de la dicha carabela, que tras él en su seguimiento fue, como a redemir, si posible fuese, los dichos cristianos, que en poder de los dichos indios están captivos, acordé, habiéndolo muchas veces mirado y pensado, pesado y platicado con personas cuerdas, de inviar, como invío, otra Armada tal y tan bien bastecida y aparejada, así de navíos e mantenimientos como de gente y todo lo demás para semejante negocio nescesario; que si por caso, a la gente de la otra primera Armada y de la carabela que fue en su seguimiento, hallase en alguna parte cercada de infieles, sea bastante para la socorrer e decercar; e si ansí no los hallare, por sí sola pueda seguramente andar y calar seguramente en su busca todas aquellas Indias e islas y tierras y saber el secreto dellas y hacer todo lo demás que al servicio de Dios Nuestro Señor cumpla a al de Sus Altezas convenga; y para ello he acordado de la encomendar a vos, Hernando Cortés, e os inviar por Capitán della, porque por experiencia que de vos tengo del tiempo que en esta isla en mi compañía habéis servido a Sus Altezas, confiando que sois persona cuerda y que con toda prudencia y celo de su real servicio daréis buena cuenta y razón de todo lo que por mí, en nombre de Sus Altezas, os fuere mandado acerca de la dicha negociación, y la guiaréis y encaminaréis como más al servicio de Dios Nuestro Señor y de Sus Altezas convenga; y porque mejor guiada la negociación de todo vaya, lo que habéis de hacer es mirar e con mucha vigilancia y cuidado inquerir e saber, es lo siguiente:

«Primeramente, el principal motivo que vos y todos los de vuestra compañía habéis de llevar es y ha de ser, para que en este viaje sea Dios Nuestro Señor servido y alabado, y nuestra sancta fee católica ampliada, que no consentiréis que ninguna persona de cualquier calidad y condisción que sea diga mal a Dios Nuestro Señor ni a su sanctísima Madre ni a sus sanctos, ni diga otras blasfemias contra su sanctísimo nombre por ninguna ni alguna manera, lo cual, ante todas cosas les amonestaréis a todos; y a los que semejantes delictos cometieren, castigarlos heis conforme a derecho con toda la más riguridad que ser pueda.

«Item, porque más cumplidamente en este viaje podáis servir a Dios Nuestro Señor, no, consentiréis ningún pecado público, así como amancebados públicamente, ni que ninguno de los cristianos de vuestra compañía haya acceso ni coito carnal con ninguna mujer fuera de nuestra ley, porque es pecado a Dios muy odioso, y las leyes divinas y humanas lo prohiben; y proscederéis con todo rigor contra el que tal pecado o delicto cometiere, y castigarlo heis conforme a derecho por las leyes que en tal caso disponen.

«Item, porque en semejantes negocios, toda concordia es muy útil y provechosa, y por el contrario, las disensiones y discordias son dañosas, y de los juegos de naipes y dados suelen resultar muchos escándalos y blasfemias de Dios y de sus sanctos, trabajaréis de no llevar ni llevéis en vuestra compañía personas algunas que se crea que no son muy celosas del servicio de Dios Nuestro Señor y de Sus Altezas, y tengáis noticia que es bullicioso y amigo de novedades e alborotador, y defenderéis que en ninguno de los navíos que lleváis haya dados ni naipes, y avisaréis dello así a la gente de la mar como de la tierra, imponiéndoles sobre ello ciertas penas, las cuales executaréis en las personas que lo contrario hicieren.

«Item, después de salida el Armada del puerto desta ciudad de Sanctiago, tendréis mucho aviso y cuidado de que en los puertos que en esta Isla Fernandina saltáredes, no haga la gente que con vos fuere enojo alguno ni tome cosa contra su voluntad a los vecinos, moradores e indios della; y todas las veces que en los dichos puertos saltáredes, los avisaréis dello con apercebimiento que serán muy bien castigados los que lo contrario hicieren; e si lo hicieren, castigarlos heis conforme a justicia.

«Item, después que con el ayuda de Dios Nuestro Señor hayáis rescebido los bastimentos e otras cosas que en los dichos puertos habéis de tomar, y hecho el alarde de la gente e armas que lleváis de cada navío por sí, mirando mucho en el registrar de las armas, no haya los fraudes que en semejantes casos se suelen hacer, prestándoselas los unos a los otros para el dicho alarde; e dada toda buena orden en los dichos navíos e gente, con la mayor brevedad que ser pueda, os partiréis en el nombre de Dios a seguir vuestro viaje.

«Item, antes que os hagáis a la vela, con mucha diligencia miraréis todos los navíos de vuestra conserva, e inquiriréis y haréis buscar por todas las vías que pudierdes, si llevan en ellos algunos indios e indias de los naturales desta isla; e si alguno hallardes, lo entregad a las justicias, para que sabidas las personas en quien en nombre de Su Alteza están depositados, se los vuelvan, y en ninguna manera consentiréis que en los dichos navíos vaya ningún indio ni india.

«Item después de haber salido a la mar los navíos y metidas las barcas, iréis con la barca del navío donde vos fuéredes a cada uno dellos por sí, llevando con vos un escribano, e por las copias tornaréis a llamar la gente de cada navío según la tenéis, repartida, para que sepáis si falta alguno de los contenidos en las dichas copias que de cada navío hobiéredes hecho, porque más cierto sepáis la gente que lleváis; y de cada copia daréis un treslado al Capitán que pusierdes en cada navío, y de las personas que halláredes que se asentaron con vos y les habéis dado dineros y se quedaren, me inviaréis una memoria para que acá se sepa.

«Item, al tiempo que esta postrera vez visitáredes los dichos navíos, mandaréis y apercibiréis a los Capitanes que en cada uno dellos pusierdes, y a los Maestres y piloto que en ellos van y fueren e cada uno por sí e a todos juntos, tengan especial cuidado de seguir e acompañar el navío en que vos fuéredes, e que por ninguna vía y forma se aparten de vos, en manera que cada día todos os hablen, o a lo menos lleguen a vista y compás de vuestro navío, para que con ayuda de Dios Nuestro Señor lleguéis todos juntos a la isla de Cozumel, donde será vuestra derecha derrota y viaje, tomándoles sobre ello ante vuestro escribano juramento y poniéndoles graves y grandes penas; e si por caso, lo que Dios no permita, acaesciese que por tiempo forzoso o tormenta de la mar que sobreviniese, fuese forzado que los navíos se apartasen y no pudiesen ir en la conserva arriba dicha y allegasen primero que vos a la dicha isla, apercebirles heis e mandaréis so la dicha pena que ningún Capitán ni Maestre, so la dicha pena, ni otra persona alguna de los que en los dichos navíos fuere, sea osada de salir dellos ni saltar en tierra por ninguna vía ni manera, sino que antes siempre se velen y estén a buen recaudo hasta que vos lleguéis; y porque podría ser que vos o los que de vos se apartasen con tiempo, llegasen a la dicha isla, mandarles heis y avisaréis a todos, que a las noches, faltando algún navío, hagan sus faroles por que se vean y sepan los unos de los otros; y asimismo, vos lo haréis si primero llegardes, y por donde por la mar fuéredes, porque todos os sigan y vean y sepan por dónde vais; y al tiempo que desta isla os desabrazáredes, mandaréis que todos tomen aviso de la derrota que han de llevar, y para ello se les de su instruición y aviso, porque en todo haya buena orden.

«Item, avisaréise y mandaréis a los dichos Capitanes y Maestres y a todas las otras personas que en los dichos navíos fueren, que si primero que vos llegaren a algunos de los puertos de la dicha isla algunos indios fueren a los dichos navíos, que sean dellos muy bien tractados y rescebidos, y que por ninguna vía ninguna persona, de ninguna manera e condisción que sea, sea osado de les hacer agravio, ni les decir cosa de que puedan rescebir sinsabor ni a lo que vais, salvo como están esperando, y que vos les diréis a ellos la causa de vuestra venida; ni les demanden ni enterroguen si saben de los cristianos que en la dicha isla Sancta María de los Remedios están captivos en poder de los indios, porque no los avisen y los maten, y sobre ello pondréis muy recias y graves penas.

«Item, después que en buen hora llegardes a la dicha isla Sancta Cruz, siendo informado que es ella, así por información de los pilotos como por Melchior, indio natural de Sancta María de los Remedios, que con vos lleváis, trabajaréis de ver y sondar todos los más puertos y entradas y aguadas que pudiéredes por donde fuéredes, así en la dicha isla como en la de Sancta María de los Remedios e Punta Llana, Sancta María de las Nieves, y todo lo que halléredes en los dichos puertos haréis asentar en las cartas de los pilotos, y a vuestro escribano en la relación que de las dichas islas y tierras habéis de hacer, señalando el nombre de cada uno de los dichos puertos e aguadas e de las provincias donde cada uno cayere, por manera que de todo hagáis muy cumplida y entera relación.

«Item, llegado que con ayuda de Dios Nuestro Señor seáis a la dicha isla de Sancta Cruz, Cozumel, hablaréis a los caciques e indios que pudierdes della y de todas las otras islas y tierras por donde fuéredes, diciéndoles cómo vos is por mandado del Rey, nuestro señor, a los ver y visitar, y darles heis a entender cómo es un Rey muy poderoso, cuyos vasallos y súbdictos nosotros y ellos somos, e a quien obedescían muchas de las generaciones deste mundo, e que ha sojuzgado y sojuzga muchas partidas dél, una de las cuales son en estas partes del mar Océano donde ellos e otros muchos están, y relatarles heis los nombres de las tierras e islas; conviene a saber, toda la costa de Tierra Firme hasta donde ellos están, e la Isla Española, e Sant Joan e Jamaica y esta Fernandina y las que más supierdes; e que a todos los naturales ha hecho y hace muchas mercedes, y para esto, en cada una dellas, tiene sus Capitanes e gente, e yo, por su mandado, estoy en esta Isla; y habida información de aquella adonde ellos están, y en su nombre, os invío, para que les habléis y requiráis se sometan debaxo de su yugo, servidumbre e amparo real, e que sean ciertos que haciéndolo así e serviéndole bien y lealmente, serán de Su Alteza y de mí en su nombre muy favorescidos y amparados contra sus enemigos, e decirles heis cómo todos los naturales destas islas ansí lo hacen, y en señal de servicio le dan y envían mucha cantidad de oro, piedras, plata y otras cosas que ellos tienen; y asimismo Su Alteza les hace muchas mercedes, e decirles heis que ellos asimismo lo hagan, y le den algunas cosas de las susodichas e de otras que ellos tengan, para que Su Alteza conozca la voluntad que ellos tienen de servirle y por ello los gratifique. También les diréis cómo sabida la batalla que el Capitán Francisco Hernández, que allá fue, con ellos hubo, a mí me pesó mucho; y porque Su Alteza no quiere que por él ni sus vasallos ellos sean maltratados, yo en su nombre os invío para que les habléis y apacigüéis y les hagáis ciertos del gran poder del Rey Nuestro señor, e que si de aquí adelante ellos pacíficamente quisieren darse a su servicio, que los españoles no tendrán con ellos batallas ni guerras, antes mucha conformidad e paz, e serán en ayudarles contra sus enemigos, e todas las otras cosas que a vos os paresciere que se les debe decir para los atraer a vuestro propósito.

«Item, porque en la dicha isla de Sancta Cruz se ha hallado en muchas partes della, y encima de ciertas sepolturas y enterramientos cruces, las cuales diz que tienen entre sí en mucha veneración, trabajaréis de saber a inquerir por todas las vías que ser pudiere e con mucha diligencia y cuidado la significación e por qué la tienen; y si la tienen, por que hayan tenido o tengan noticia de Dios Nuestro Señor, e que en ella padesció hombre algunos, y sobre esto pondréis mucha vigilancia, y de todo por ante vuestro escribano tomaréis muy entera relación, así en la dicha isla como en cualesquier otras que la dicha cruz halláredes por donde fuéredes.

«Item, tendréis mucho cuidado de inquerir y saber por todas las vías y formas que pudiéredes, si los naturales de las dichas islas o de algunas dellas tengan alguna secta o creencia o ricto o cerimonia en que ellos creen o adoren, o si tienen mesquitas o algunas casas de oración, o ídolos o otras semejantes cosas, y si tienen personas que administren sus cerimonias, así como alfaquís o otros ministros, y de todo muy por extenso traeréis ante vuestro escribano entera relación, por manera que se le pueda dar fee.

«Item, pues sabéis que la principal cosa que Sus Altezas permiten que se descubran tierras nuevas, es para que tanto número de ánimas como de innumerable tiempo acá han estado y están en estas partes perdidas fuera de nuestra sancta fee, por falta de quien della les dé conoscimiento verdadero, trabajaréis por todas las maneras del mundo, si por caso tanta, conversación con los naturales de las islas e tierras donde vais tuvierdes, para les poder informar della, cómo conozcan, a lo menos, haciéndoselo entender por la mejor vía e orden que pudierdes, cómo hay un solo Dios verdadero, criador del cielo y de la tierra y de todas las otras cosas que en el cielo y en el mundo son, y decirles heis todo lo demás que en este caso pudierdes y el tiempo para ello diere lugar, y todo lo demás que mejor os paresciere que al servicio de Dios Nuestro Señor y de Sus Altezas conviene.

«Item, llegados que a la dicha isla de Sancta Cruz seáis e por todas las otras tierras por donde fuéredes, trabajaréis por todas las vías que pudiéredes de inquerir y saber alguna nueva del Armada que Joan de Grijalva llevó, porque podría ser que el dicho Joan de Grijalva se hobiese vuelto a esta isla e tuviesen ellos dello nueva y lo supiesen de cierto, e que estuviesen en alguna parte o puerto de la dicha isla; e asimismo, por la misma orden, trabajaréis de saber nueva de la carabela que llevó a su cargo Cristóbal de Olid, que fue en seguimiento del dicho Joan de Grijalva. Sabréis si llegó a la dicha isla, e si saben qué derrota llevó, e si tienen noticia o alguna nueva della e adónde están y cómo.

«Item, si dieren nueva o supiéredes nuevas de la dicha Armada que está por allí, trabajaréis de juntaros con ella, y después de juntos, si hubiéredes sabido nueva alguna de la dicha carabela, daréis orden y concierto para que quedando todo a buen recaudo o avisados los unos de los otros de adónde os podréis esperar y juntar, porque no os tornéis a derramar, e concertaréis con mucha prudencia cómo se vaya a buscar la dicha carabela e se traiga adonde concertáredes.

«Item, si en la dicha isla de Sancta Cruz no supiéredes nueva de que el Armada haya vuelto por ahí o esté cerca, y supiéredes nuevas de la dicha carabela, iréis en su busca, y hallado que la hayáis, trabajaréis de buscar y saber nuevas de la dicha Armada que Joan de Grijalva llevó.

«Item, hecho que hayáis todo lo arriba dicho, según y como la oportunidad del tiempo para ello os diere lugar, si no supiéredes nuevas de la dicha Armada ni carabela que en su seguimiento fue, iréis por la costa de la isla de Yucatán, Sancta María de los Remedios, en la cual, en poder de ciertos caciques están seis cristianos, según y como Melchior, indio natural de la dicha isla, que con vos lleváis, dice que os dirá, y trabajaréis por todas las vías y maneras que ser pudiere por haber los dichos cristianos por rescate o por amor, o por otra vía donde no intervenga detrimento dellos ni de los españoles que lleváis ni de los indios, y porque el dicho Melchior, indio natural de la dicha isla, que con vos lleváis, conoscerá los caciques que los tienen captivos, haréis que el dicho Melchior sea de todos muy bien tractado y no consentiréis que por ninguna vía se le haga mal ni enojo, ni que nadie hable con él, sino vos solo y mostrarle heis mucho amor y hacerle heis todas las buenas obras que pudiéredes, porque él os le tenga y os diga La verdad de todo lo que le preguntáredes y mandáredes, y os enseñe y muestre los dichos caciques; porque como los dichos indios en caso de guerra son mañosos, podría ser que nombrasen por caciques a otros indios de poca manera, para que por ellos hablasen y en ellos tomasen experiencia de lo que debían de hacer; y por lo que ellos dixesen e tiniendo al dicho Melchior buen amor, no consentirá que se nos haga engaño, sino que antes avisará de lo que viere, y, por el contrario, si de otra manera con él se hiciere.

«Item, tendréis mucho aviso y cuidado de que a todos los indios de aquellas partes que a vos vinieren, así en la mar como en la tierra, adonde estuviéredes, a veros y hablaros o a rescatar o a otra cualquier cosa, sean de vos y de todos muy bien tratados y rescebidos, mostrándoles mucha amistad e amor e animándolos según os paresciere que el caso o a las personas que a vos vinieren lo demanda, y no consentiréis, so graves penas, que para ello pondréis, que les sea hecho agravio ni desaguisado alguno, sino antes trabajaréis por todas las vías y maneras que pudiéredes, cómo cuando de vos se partieren vayan muy alegres, contentos y satisfechos de vuestra conversación y de todos los de vuestra compañía, porque de hacerse otra cosa Dios Nuestro Señor y Sus Altezas podrían ser muy deservidos, porque no podría haber efecto vuestra demanda.

«Item, si antes que con el dicho Joan de Grijalva os juntárades, algunos indios quisieren rescatar con vos algunas cosas de las que vos lleváis, porque mejor recaudo haya en todas las cosas de rescate y de lo que dello se hobiese, llevaréis una arca de dos o tres cerraduras y señalaréis entre los hombres de bien de vuestra compañía los que os paresciere que más celosos del servicio de Sus Altezas sean, que sean personas de confianza, uno para Veedor y otra para Tesorero del rescate que se hobiese y rescatáredes, así de oro como de perlas, piedras presciosas, metales e otras cualesquier cosas que hobiere; y si fuere el arca de tres cerraduras, la una llave daréis que tenga el dicho Veedor y la otra el Tesorero, y la otra tendréis vos o vuestro Mayordomo, y todo se meterá dentro de la dicha arca y se rescatará por ante un escribano que dello de fee.

«Item, porque se ofrescerá nescesidad de saltar en tierra algunas veces, así a tomar agua y leña como a otras cosas que podrían ser menester, cuando la tal nescesidad se ofresciere, para que sin peligro de los españoles se pueda hacer, inviaréis, con la gente que a tomar la dicha agua y leña fuere, una persona que sea de quien tengáis mucha confianza y buen concepto, que sea persona cuerda, al cual mandaréis que todos obedezcan, y miraréis que la gente que así con él enviardes sea la más pacífica y quieta y de más confianza y cordura que vos pudiéredes y la mejor armada, y mandarles heis que en su salida o estada no haya escándalo ni alboroto con los naturales de la dicha isla, y miraréis que salgan e vayan muy sin peligro, y que en ninguna manera duerman en tierra ninguna noche ni se alexen tanto de la costa que en breve no puedan volver a ella, porque si algo les acaeciere con los indios, puedan de la gente de los navíos ser socorridos.

«Item, si por caso algún pueblo estuviere cerca de la costa de la mar, y en la gente del viéredes tal voluntad que os parezca que seguramente, por su voluntad e sin escándalo dellos e peligro de los nuestros, podáis ir a verle e os determináredes a ello, llevaréis con vos la gente más pacífica e cuerda y bien armada que pudiéredes, y mandarles heis ante vuestro escribano que ninguno sea osado de tomar cosa ninguna a los dichos indios, de mucho ni poco valor, ni por ninguna vía ni manera, so graves penas que cerca dello les pondréis, ni sean osados de entrar en ninguna casa dellos ni de burlar con sus mujeres, ni de tocar ni llegar a ellas, ni les hablar, ni decir, ni hacer otra cosa de que se presuma que se pueden resabiar, ni se desmanden ni aparten de vos por ninguna vía ni manera, ni por cosa que se les ofrezca, aunque los indios salgan a vos, hasta que vos les mandéis lo que deben hacer, según el tiempo y nescesidad en que os hallardes e viéredes.

«Item, porque podrá ser que los indios, por os engañar y matar, os mostraran buena voluntad e incitaran a que vais a sus pueblos, tendréis mucho estudio y vigilancia de la manera que en ellos veáis; y si fuéredes, iréis siempre muy sobre aviso, llevando con vos la gente arriba dicha y las armas muy a recaudo, y no consentiréis que los indios se entremetan entre los españoles, a lo menos muchos, sino que antes vayan y estén por su parte, haciéndoles entender que lo hacéis porque no queréis que ningún español les haga ni diga cosa de que resciban enojo; porque viéndose entre vosotros muchos indios, pueden tener cabida para que abrazándose los unos con vosotros, salgan los otros, que como son muchos podríades correr peligro y perescer, y dexaréis muy apercibidos los navíos, así para que estén a buen recaudo, como para que si nescesidad se os ofresciere, podáis ser socorrido de la gente que en ellos dexáis, y dexarles heis cierta seña, así para que ellos hagan, si en nescesidad se vieren, como para que vos la hagáis si la tuviéredes.

«Item, habido que, placiendo a Nuestro Señor, hayáis los cristianos que en la dicha isla de Sancta María de los Remedios están captivos, y buscado que por ella hayáis la dicha armada y la dicha carabela, seguiréis vuestro viaje a la Punta Llana, que es el principio de la tierra grande que ahora nuevamente el dicho Joan de Grijalva descubrió, y correréis en su busca por la costa della adelante, buscando todos los ríos y puertos della hasta llegar a la bahía de Sant Joan y Sancta María de las Nieves, que es desde donde el dicho...



 

 

Capítulo XV

De quién fue Hernando Cortés y de sus costumbres y linaje.

Fue Hernando Cortés, a quien Dios con los de su compañía tomó por instrumento para tan gran negocio, natural de la villa de Medellín, que es en Extremadura, una de las mejores provincias de España. Fue hijo de Martín Cortés de Monroy, no rico, aunque de noble casta, y de D.ª Catalina Pizarro, del alcunia de los Pizarros y Altamiranos, también noble. Nasció en el año de mill e cuatrocientos y ochenta y cinco. Diéronle sus padres a criar a un ama, con menos aparato del que después el valor de su persona le dio. Crióse siempre enfermo, y tanto que muchas veces llegó a punto de morir.

Dicen que su ama, siendo muy devota del apóstol Sant Pedro, se lo ofresció con gran devoción con ciertos sacrificios dignos de mujer cristiana que hizo, y así piadosamente se cree que por tomarle la piadosa mujer por intercesor y abogado, de ahí adelante convaslesció; por lo cual, después que vino a los años de discreción, tuvo siempre especial devoción al apóstol Sant Pedro, tomándole por su intercesor y abogado, de tal manera que desde que tuvo alguna posibilidad, cada año lo mejor que él podía celebraba su fiesta. Siendo de edad de catorce años le inviaron sus padres a Salamanca, donde en breve tiempo estudió Gramática, porque era muy hábil; quisieran sus padres que siguiera el estudio de las leyes, mas como su ventura le llamaba para empresa tan importante, dexando el estudio por ciertas cuartanas que le dieron, de las cuales sanó dentro de ciertos meses, que volvió a su tierra, en este comedio el Comendador de Lares se aprestaba para pasar a las Indias. Cortés era ya de diez a nueve años; pidió licencia a sus padres, la cual le dieron de buena gana, porque entendían del que era inclinado a la guerra y había mostrado en algunas cosas que se le ofrescieron que, prosiguiéndola, sería valeroso en ella.

Fletóse en un navío de Alonso Quintero, que iba en conserva de otros cuatro navíos; llegaron todos juntos a las Canarias, y en la Gomera, hecha oración a Sancta María del Paso, tomaron refresco. Alonso Quintero, codicioso de vender bien sus mercadurías en la isla de Sancto Domingo, sin dar dello noticia a sus compañeros, se hizo a la vela una noche. Poco después le hizo tan recio tiempo que le volvió al puerto de do había salido, quebrado el mástil. Rogó a los compañexos que mientras le adereszaba, le esperasen; hiciéronlo, aunque no se lo debían; partieron todos juntos, y después de haber navegado así muchos días, viendo Quintero el viento próspero, engañado con la cobdicia, que engaña a muchos, tornó a adelantarse, y como aquella navegación era nueva y los pilotos eran poco diestros en ella, vino Quintero a dar adonde no sabía si estaba bien o mal. No pudo disimular la turbación y tristeza. Visto esto, los pasajeros se entristecieron mucho, y los marineros, no menos turbados, se descargaban de la culpa echándola los unos a los otros. Los bastimentos les comenzaron a faltar, y el agua que traían vino a ser tan poca que no bebían sino de la llovediza cogida en las velas, que por esto era de peor gusto. Cresciendo los trabajos, crescía en todos la confusión y turbación; animábalos el mozo Cortés, como el que se había de ver en otros mayores aprietos.

Estando así confusos e ya más congoxosos de la salud del ánima que del cuerpo, temerosos de dar en tierra de caribes do fuesen comidos, el Viernes sancto, cuyo día y lugar los hacía más devotos, vino una paloma al navío, asentóse sabre la gavia, que parescía a la que vino a Noé con el ramo de la oliva; lloraban todos de placer y daban gracias a Dios, creyendo que estaban cerca de tierra; voló luego la paloma y ellos endereszaron el navío hacia do la paloma ¡ba volando, siguiendo este norte y estrella. El primero día de Pascua de Resurrección, el que velaba descubrió tierra, diciendo a grandes voces «¡tierra!, ¡tierra!», nueva, por, cierto, a los que andan perdidos por la mar, de grandísima alegría y contento, con la cual Cortés, aunque mostró placer, no fue tan grande que diese muestra de haber temido como los demás.

El piloto reconosció la Punta de Semana, y desde a tres o cuatro días entraron en el puerto de Sancto Domingo, para ellos muy deseado, do hallaron las otras cuatro naos que había muchos días que estaban en el puerto. Otros dicen, y tiénese por cierto, que antes que Cortés se determinase de hacer esta jornada, pidió licencia a sus padres para seguir la guerra en el reino de Nápoles; y que, o por ir tan pobre de posibilidad cuanto rico de pensamientos, o porque la edad entonces hacía su oficio, llegando a Valencia mudó propósito, de adonde se volvió a sus padres e hizo la jornada que hemos dicho.



 

 

Capítulo XVI

Do se prosigue lo que el pasado promete.

Pasados estos y otros trabajos, sin los cuales pocas veces los hombres vienen a tener estima, saltó Cortés en Sancto Domingo, y derecho se fue a casa de Don Nicolás de Ovando, Comendador de Lares, Gobernador que estonces era de la isla; y después de haberle besado las manos y dicho que era de Extremadura, le dio ciertas cartas de recomendación. El Comendador le rescibió graciosamente, y después de haberle preguntado algunas particularidades de la tierra, le dixo que se fuese con Dios a su posada y que si algo se le ofresciese en que pudiese ser aprovechado, se lo dixesen, porque lo haría de buena voluntad. Con esto se despidió Cortés, besándole las manos por el ofrescimiento, y de ahí adelante, aunque estaba muy pobre, y tanto que, de una capa se servían tres amigos para salir a negociar a la plaza, se dio luego al trabajo de las minas y otras granjerías de la tierra, tomando algún principio para el fin tan dichoso que sus grandes pensamientos prometían.

Dicen otros que saltando en tierra, no halló en la ciudad de Sancto Domingo al Comendador a quien llevaba las cartas, y que su Secretario, luego que le conosció, le aconsejó pidiese al Cabildo de la ciudad vecindad, para que como a vecino le diesen solar para edificar casa y tierras donde labrase, en el entretanto que otra cosa se ofrescía en que más fuese aprovechado. Aceptó el consejo y dióle gracias por él, y venido el Gobernador a la ciudad, le besó las manos y pasó sobre ello lo que hemos referido. Luego de ahí a pocos días, a causa de una gran señora viuda que se llamaba Anacaona, se rebelaron las provincias de Aniguavagua y Guacayarima, a cuya reducción y pacificación iba Diego Velázquez, persona, como al principio deste libro dixe, de calidad y de todo buen crédito. Fue con él Cortés todo lo mejor adereszado que él pudo, lo cual fue causa que el Gobernador le diese ciertos indios en tierra del Dayguao y la Escribanía del Ayuntamiento de la villa de Achúa, que el Comendador había fundado, donde Cortés vivió seis años dándose a granjerías y sirviendo su oficio a contento de todo el pueblo.

En este tiempo quiso pasar a Veragua, tierra afamada de muy rica; dexó de hacerlo por un dolor grande que le dio en una pierna. Decían sus amigos que eran las bubas, porque siempre fue amigo de mujeres, y las indias mucho más que las españolas inficionan a los que las tratan. Con esta enfermedad, sea como fuere, que ella le dio la vida después de Dios, excusó la ¡da con Nicuesa y se libró de los trabajos y peligros en que se vio Diego de Nicuesa y sus compañeros; porque andando descubriendo y no poblando, buscando mejor tierra, traía la gente descontenta, de manera que hizo algunas crueldades con ella, y así ninguna cosa le subcedió bien.

Fue Cortés hombre afable y gracioso; presciábase de ganar amigos y conservarlos, aunque fuese a costa de su hacienda; hacía con mucho calor lo que podía con ellos; procuró siempre el amistad de los mejores y que más podían; tenía muy claro juicio y aprovechábase muy bien de lo que había estudiado; nunca se determinaba a negocio, sin pensarlo muy bien y consultarlo con los amigos de quien se confiaba; era amigo de leer cuando tenía espacio, aunque era más inclinado a las armas; veneraba y acataba mucho a los sacerdotes; procuró siempre cuanto en sí fue la pompa y auctoridad del culto divino; honraba a los viejos y tenía en mucho a los valientes y animosos, y, por el contrario, era poco amigo de los pusilánimos y cobardes.

Cuando vino a mandar y tener cargo de General, supo darse maña cómo de los más fuese amado y temido; gastaba su hacienda con liberalidad, especialmente cuando pretendía más señorío, como hizo cuando lo de Narváez, porque entendía que ganadas las voluntades, era fácil el ganar las haciendas; perdonaba las ofensas de buena voluntad cuando los que las cometían se arrepentían dellas; en el castigar era misericordioso; regocijábase mucho con las damas, y era muy comedido y liberal con ellas; jugaba todos juegos sin parescer tahur, mostrando tan buen rostro al perder como al ganar; en las fiestas y banquetes que hizo fue muy largo. Edificó en México dos casas muy sumptuosas; cúlpanle todos no haber hecho iglesia, conforme a la grandeza de las casas; los que le defienden, dicen que era su pensamiento hacer el templo más sumptuoso que el de Sevilla, y que por no haber estonces oficiales españoles lo dexó. Como quiera que sea, él se descuidó más de lo que convenía. Cúlpanle también muchos de no haber pedido o dado perpectuidad de indios a los conquistadores, como pudiera, a causa de tenerlos siempre debaxo de la mano; pues él, aunque tan valeroso, no pudiera sin ellos conquistar tan grandes reinos y señoríos; no falta quien le defiende desto, aunque como hombre no podía acertar en todo. Cúlpanle asimismo muchos de los conquistadores que en el repartir de las ganancias de la guerra tomaba lo más y mejor para sí; podía ser que como a cada uno paresciese que merescía más que el otro, le cresciese en el ojo lo que Cortés meresciendo tanto tomaba para sí.

Fue Cortés hombre de mediana disposición, de buenas fuerzas, diestro en las armas y de invencible ánimo; de buen rostro, de pecho y espalda grande, sufridor de grandes trabajos a pie y a caballo; parescía que no se sabía cansar; velaba mucho y sufría la sed y hambre mucho más que otros; finalmente: cuán dichoso y valeroso Capitán fuese, cuán avisado en el razonar, cuán recatado con los enemigos, cuán deseoso de que el Evangelio se promulgase, cuán piadoso y amigo de los suyos y cuán leal a su Rey, parescerá claro por el discurso desta historia, en la cual no tractaré de su muerte hasta que hable cómo y por qué partió desta tierra para España, donde quedó; y porque he dicho cómo pasó a las Indias, e Diego Velázquez le encomendó el descubrimiento y conquista desta tierra, diré por los capítulos siguientes cómo casó en Cuba y las pasiones que tuvo con Diego Velázquez, tocando primero el pronóstico que de su prosperidad tuvo.



 

 

Capítulo XVII

Del pronóstico que Hernando Cortés tuvo de su buena andanza.

No es de pasar en silencio, antes que trate las pasiones que Cortés tuvo con Diego Velázquez, el pronóstico que él muchas veces contó de la prosperidad en que vino; porque con haber estado en Puerto de Plata con otros dos compañeros, tan pobre que se huyeron por no tener con qué pagar el flete, estando en Azúa sirviendo el oficio de escribano, adurmiéndose una tarde soñó que súbitamente, desnudo de la antigua pobreza, se vía cubrir de ricos paños y servir de muchas gentes extrañas, llamándole con títulos de grande honra y alabanza; y fue así que grandes señores destas Indias y los demás moradores dellas, le tuvieron en tan gran veneración que le llamaban Teult, que quiere decir «dios y hijo del sol y gran señor», dándole desta manera otros títulos muy honrosos; y aunque él como sabio y buen cristiano sabía que a los sueños no se había de dar crédito, todavía se alegró, porque el sueño había tido conforme a sus pensamientos, los cuales con gran cordura encubría por no parescer loco, por el baxo estado en que se vía, aunque no pudo vivir tan recatado que en las cosas que hacía no mostrase algunas veces la gran presunción que tenía en su pecho encerrada. Dicen que luego, después del sueño, tomando papel y tinta dibuxó una rueda de arcaduces; a los llenos puso una letra, y a los que se vaciaban otra, y a los vacíos otra, y a los que subían otra, fixando un clavo en los altos. Afirman los que vieron el dibuxo, por lo que después le acaesció, que con maravilloso aviso y subtil ingenio, pintó toda su fortuna y subcesos de vida.

Hecho esto, dixo a ciertos amigos suyos, con un contento nuevo y no visto, que había de comer con trompetas o morir ahorcado, e que ya iba conosciendo su ventura y lo que las estrellas le prometían; y así de ahí adelante comenzó más claro a descubrir sus altos pensamientos, aunque, como luego diremos, la fortuna le contrastaba cuanto podía para que entendamos que, como dixo Aristóteles, la virtud y la ciencia se alcanzan con dificultad.



 

 

Capítulo XVIII

De las pasiones que hubo entre Diego Velázquez y Hernando Cortés.

Después que Hernando Cortés tuvo entendida la tierra y conosció los motivos e intentos de Diego Velázquez, que eran pretender la gobernación de Cuba, porque estonces era Teniente de D. Diego Colón, hijo del Almirante, primero descubridor, del cual se ha de hablar en la primera parte desta historia, comenzó, como hombre bullicioso, a tractar con ciertos amigos suyos, que sería bien dar aviso al Almirante, que estaba en Sancto Domingo, cómo Diego Velázquez trataba de alzarse con la gobernación de Cuba, para la conquista de la cual había sido inviado Diego Velázquez en nombre de Colón y de los Reyes Católicos en el año de mill e quinientos y once.

Hecha cierta liga para este efecto entra Cortés y sus compañeros, escribieron ciertos capítulos contra Diego Velázquez, determinando de irse secretamente a la Yaguana, que estaba de allí más de ciento y cincuenta leguas, y de allí con canoas pasar un golfo de más de treinta leguas para entrar en Sancto Domingo. No pudo ser el negocio tan secreto que Diego Velázquez no lo viniese a entender, y así mandó luego prenderlos, con determinación de inviarlos luego al Almirante con los capítulos que habían hecho, para justificar su causa.

Había al presente en el puerto de la villa de Barucoa un buen navío, en el cual mandó meter a Cortés bien aprisionado y debaxo de sosota; pero él tuvo manera, aunque con mucho trabajo, cómo quitarse las prisiones y salirse por un escotillón a tal hora de la noche que los que en el navío estaban dormían muy profundamente. Dubdoso qué haría, porque no sabía nadar, abrazándose con un madero, con grande ánimo se echó al agua; a la sazón era la mar menguante, y a esta causa la corriente le metió la mar adentro más de una legua de la otra parte del navío. Quiso su ventura que, aunque ya estaba cansado, volviendo la cresciente, le tornase a tierra. En el camino vio gran copia de tiburones y de lagartos, de que no poco temió que le tragasen; y así, por este miedo como porque el trecho era grande, vino a desfallecer tanto que muchas veces estuvo determinado de soltar el madero y dexarse ahogar, porque ya no podía sufrir el trabajo; pero esforzándose lo más que pudo, encomendándose a Dios y a su abogado el apóstol Sant Pedro, se halló en seco en la costa, que una grande ola le había echado, y no como dice Gómara, que trocando sus vestidos con el mozo que le servía y saliendo por la bomba, se metió en un esquife.

Estando, pues, en la playa tornó en sí, tanteó la tierra, y abriendo los ojos, no se puede decir el contento que rescibió reconociendo dónde estaba; pero entendiendo que ya se acercaba el día y que echándole menos las guardas del navío le habían de buscar par todas partes, fuera de camino se escondió entre unos matorrales, y cuando fue tiempo se metió en la iglesia de la villa, desde la cual, como vivía cerca Joan Xuárez y su hermana Catalina Xuárez, comenzó a tratar amores con ella. En este comedio, Juan Escudero, alguacil mayor que, por dar contento a Diego Velázquez, le espió tanto para prenderle que un día, por ver Cortés mejor a la hermana de Joan Xuárez, que era de buen parescer y entendimiento, saliendo al cimenterio de la iglesia, el Alguacil mayor, entrando por la otra puerta, se abrazó con él y lo llevó a la cárcel. Los Alcaldes proscedieron contra él y le sentenciaron rigurosamente, de cuya sentencia apeló para Diego Velázquez, que verdaderamente era bueno y piadoso, el cual, revocando la sentencia y comutándola en una pena muy liviana, de ahí adelante le favoresció por medio de Andrés de Agüero, el cual privaba mucho con Diego Velázquez, por ser muy cuerdo y valeroso, y no como otros dicen, mercader. Otros afirman, y es creíble de la bondad de Diego Velázquez, que un Joan Juste, que a la sazón era Alcalde ordinario, por ciertas pasiones que había tenido con Cortés, le perseguía, y que Diego Velázquez, como Gobernador, le amparaba y defendía. Dicen también otros, lo que es contrario desto, que dos veces le mandó prender.

Como quiera que fue, Cortés, así por el valor de su persona, como por medio de Andrés de Duero, vino en tanta gracia con Diego Velázquez, que por su comisión, como paresce por la instruición dello arriba inserta, acometió y salió con el mayor negocio que romano ni griego jamás emprendió ni consiguió.





 

 

Capítulo XIX

Cómo se casó Cortés, y de un gran peligro de que se libró.

Acabadas las pasiones, Diego Velázquez procuró que Cortés se casase con Catalina Xuárez, y efectuado el casamiento como él lo deseaba, lo festejó lo más que pudo, porque era muy inclinado a honrar y favorece a sus amigos, especialmente en tales casos, y porque hasta estonces se habían hecho pocos casamientos.

Era Joan Xuárez hijo de Diego Xuárez y de María de Marcaida, vecinos de Sevilla. Pasó a la isla Española con el Comendador de Lares, D. Fray Nicolás de Ovando. Pasó Catalina Xuárez por doncella de la hija del contador Cuéllar, suegro que fue de Diego Velázquez, y después del descubrimiento de México vinieron otras dos hermanas suyas a Cuba y de allí a México, las cuales murieron sin casarse, aunque estaba tractado con personas honradas. Murió después Catalina Xuárez en Cuyoacán por octubre del año de veinte y dos, después de ganado México. No tuvo Cortés della hijo alguno.

Antes de todos estos subcesos, porque convenía que pasase por grandes trances el que había de verse en tan gran pujanza, viniendo Cortés un día de las bocas de Bain para Barucoa, donde a la sazón vivía, ya anochecido, se levantó una gran tempestad que trastornó la canoa en que venía, y él, como no sabía nadar, por gran ventura se abrazó con la canoa media legua de tierra, y atinando a una lumbre de pastores que estaban cenando a la orilla del mar, ayudándole la marca y viento que corría hacia tierra, se halló bien fatigado en la orilla, donde conoscido por los pastores, desnudándole de la ropa que traía mojada, le cubrieron con la mejor que se hallaron, encendiendo en el entretanto mayor fuego do se calentase y se enxugase su ropa; diéronle aquella noche a cenar de lo que tenían, y a la mañana, vestido de su ropa, que estaba ya enxuta, se fue a su casa, que no estaba lexos de allí, agradesciendo con muy buenas palabras, porque las tenía tales, el beneficio rescebido.



 

 

Capítulo XX

Do se prosigue la navegación y jornada de Hernando Cortés y provisión del Armada.

Partiéndose Hernando Cortés del puerto de Sanctiago de Cuba a diez e ocho de noviembre, tan a pesar, como todos dicen, de Diego Velázquez, invió luego una carabela a Jamaica para cargarla de bastimentos, mandando al capitán della que con lo que comprase se viniese a la Punta de Sant Antón, que está al fin de la isla de Cuba hacia poniente, y él en el entretanto, con los demás que llevaba, se fue a Macaca, do compró trecientas cargas de pan y mucha cantidad de tocinos, y de allí, yéndose a la Trinidad, compró un navío de Alonso Guillén y tres caballos y trecientas cargas de maíz. Allí tuvo aviso que pasaba un navío cargado de vituallas que Joan Núñez Sedeño inviaba a vender a unas minas. Mandó luego que Diego de Ordás le saliese al camino, y pagando lo que era razón, por fuerza o por grado, le tomase las vituallas. Diego de Ordás lo hizo así, compró mill arrobas de pan y mill e quinientos tocinos y muchas gallinas, yéndose con todo esto, como le era mandado, a la Punta de Sant Antón.

En el entretanto, Cortés recogió en la Trinidad y en Matanzas y en otros lugares cerca de docientos hombres de los que habían ido con Grijalva, e inviando los navíos delante con los marineros y algunas personas de quien él se confió, con toda la demás gente se fue por tierra a la Habana, que estonces estaba poblada, a la parte del sur, a la boca del río Onicaxonal. Los vecinos de allí, temiendo enojar a Diego Velázquez, no quisieron venderle bastimentos algunos, y él, como iba puesto en justificar su negocio lo mejor que pudiese, aunque era más poderoso que ellos, no quiso tomar nada por fuerza, y así comprando de uno que cobraba los diezmos y de un receptor de bulas dos mill tocinos y otras tantas cargas de maíz e yuca e ajos, contento de haber proveído medianamente su flota, prosiguió su viaje.

Llegaron luego en una carabela ciertos caballeros, de los cuales eran los principales, y que después fueron Capitanes en la conquista de la Nueva España, Francisco de Montejo, Alonso de Ávila, Pedro de Alvarado y Cristóbal de Olid. Recibiólos Cortés con muy alegre rostro, porque eran personas de mucha cuenta y de quien después se ayudó mucho. Así en conserva llegaron a Guaniguanico, donde ordenando su gente y concertando su matalotaje, vino un criado de Diego Velázquez que se decía Garnica, con cartas por las cuales le rogaba afectuosamente, con palabras de mucho amor, no se partiese hasta que se viesen. Este mismo mensajero traxo también cartas y mandado de Diego Velázquez para Francisco de Montejo, Alonso de Ávila, Pedro de Alvarado, Diego de Ordás, Cristóbal de Olid, Morales, Escobar y Joan Velázquez de León, que todos habían sido sus criados y capitanes, si no era Alonso de Ávila, a quien tenía por particular amigo, encargándoles y mandándoles que impidiesen el viaje a Cortés, y que como leales amigos se lo prendiesen y enviasen a buen recaudo. Los más dellos vinieron en que era bien, pues Cortés daba tan claras muestras de quererse alzar contra Diego Velázquez, de quien tan buenas obras había rescebido, que le prendiesen, aunque algunos eran de parescer contrario, diciendo que aquel era el hombre que ellos habían menester, y no a Grijalva, que de las manos dexó la buena ventura para sí y para otros; y como siempre vencen los que son más, determinóse muy en secreto que en el navío de Diego de Ordás hiciesen un banquete, para el cual convidando a Cortés, después de haber comido, le pudiese prender con alguna gente que para ello tenían puesta de secreto.

Cortés, no sabiendo de las cartas que a aquellos caballeros se habían dado, nada receloso del convite, le aceptó con alegre rostro, y metiéndose con pocos en una barca para entrar en el navío de Diego de Ordás, tuvo aviso, créese que de alguno de los que contradixeron, de lo que estaba tratado; fingió luego vómito de estómago, y metiendo la manó echó un poco de flema, y así diciendo que se sentía mal dispuesto y que no estaba para comer, agradesciéndoles mucho la comida, aunque en su pecho sentía otra cosa, se volvió a su navío, adonde llamó luego a los que entendía que eran sus amigos, y a unos rogó que estuviesen apercebidos y a punto para lo que se ofresciere, y a otros de quien más se confiaba, descubrió el secreto y la intención que contra él tenía Diego Velázquez de impedirle la jornada, dándoles en esto a entender cuánto a todos importaba que él y no otro la hiciese, porque si Diego Velázquez la cometía a otro, no sería tan amigo dellos como él. Los unos y los otros, con juramentos y palabras de mucho amor, le ofrescieron sus personas y vidas, prometiéndole de morir donde él muriese.

Confiado Cortés de la promesa déstos, que eran los más de la flota, se dio luego tan buena maña y tanta priesa que aquella noche hizo embarcar toda la gente, y antes del día salió del puerto, que fue la peor repuesta que se podía dar a Diego Velázquez. Todavía los Capitanes, aunque se hacían a la vela, estaban en propósito de prender a Hernando Cortés, cuando para ello hobiese tiempo; pero como Dios quería otra cosa, levantóse de súbito una tan gran tormenta, que de tal manera apartó los unos de los otros, que apenas iba navío con navío. Visto esto, los Capitanes mudaron el propósito, y algunos dellos lo manifestaron a Hernando Cortés, prometiéndole de serle leales amigos, pues veían que claramente Dios era servido que él y no otro prosiguiese tan importante negocio. Él, como sagaz, no descubriendo el vómito que había fingido, por no darles a entender que les había tenido miedo, de ahí adelante los tractó con más amor y hizo mayor confianza dellos, diciendo que como con Diego Velázquez habían sido tan leales, así lo serían de ahí adelante con él, y él quedaría obligado a morir por ellos cuando se ofresciese.



 

 

Capítulo XXI

De los navíos y gente de Cortés, y la bandera y letra que tomó.

Llegados todos los navíos y gente del armada de Cortés a Sant Antón, hizo luego allí alarde, y halló que llevaba quinientos e cincuenta españoles, de los cuales los cincuenta eran marineros. Repartió toda la gente en once compañías y diólas a los capitanes Alonso de Ávila, Alonso Hernández Puerto Carrero, Diego de Ordás, Francisco de Montejo, Francisco de Morla, Francisco de Saucedo, Joan de Escalante, Joan Velázquez de León, Cristóbal de Olid y a un Fulano de Escobar, y Cortés como General tomó otra; y así los once Capitanes, cada uno con su gente, se embarcaron en once navíos, para que cada Capitán tuviese cargo de su gente y navío. Nombró por piloto mayor de la flota a Antón de Alaminos, porque era el que mejor entendía el viaje, a causa que en el primero descubrimiento había ido con Francisco Hernández de Córdoba y después con Grijalva. Aliende de toda esta gente, para el servicio della llevaba Cortés docientos isleños nascidos en Cuba y ciertos negros y algunas indias para hacer pan, y diez y seis caballos e yeguas. De matalotaje se halló que había cinco mil tocinos, seis mill cargas de maíz, mucha yuca y gran copia de gallinas, vino, aceite y vinagre el que era menester, garbanzos y otras legumbres abasto, mucha buhonería o mercería, que era la moneda y rescate para contratar con los indios, porque, aunque tenían mucho oro y plata, no tenían moneda dello, ni de otro metal, sino era en ciertas partes, unas como pequeñas almendras que ellos llamaban cacauatl, y déstas hoy por más de quinientas leguas de tierra usan los indios en la Nueva España en lugar de moneda menuda, porque también usan de la nuestra; y de comida y bebida repartió Cortés matalotaje y rescate por todos los navíos, conforme a lo que cada uno había menester.

La nao capitana, donde Cortés iba, era de cien toneles; otras había de a ochenta y de a sesenta, pero las más eran pequeñas y sin cubierta, como bergantines. La bandera que Hernando Cortés tomó y puso en su navío era de tafetán negro, su devisa era una cruz colorada en medio de unos fuegos azules y blancos; el campo y orla negros; la letra que iba por la orla decía: «Amigos, la cruz de Cristo sigamos, que si en ella fee tuviéramos, en esta señal venceremos.» Era tan devoto de la Cruz, que doquiera que llegaba, habiendo para ello lugar decente, ponía una cruz en el sitio más alto que hallaba, para que de lexos pudiese ser vista y adorada de los que después por allí pasasen; queriendo también dar a entender a los moradores de aquellas tierras a quien iba a convertir a nuestra sancta fee, que en otra señal como aquella Jesucristo, Dios y Hombre, murió para que el hombre se salvase y heredase el cielo, para el cual Dios le había criado; y aunque dicen algunos que los primeros descubridores hallaron cruces, los indios más las tenían acaso que por saber lo que eran ni lo que significaban, como muchos de los antiguos las tenían, por tormento, afrenta y oprobio, salvo si no decimos que Dios por sus ocultos juicios quiso que las hobiese en todas las partes del mundo, y en estos para que los moradores dellas, que habían de ser alumbrados por los españoles, con devoción considerasen el misterio que en tal señal por tanto tiempo les había estado encubierta, y en otras para dar a entender que después que en tal señal, el que era y es vida, Jesucristo Nuestro Señor y Dios, por darnos vida murió fuese tan honrosa que todo cristiano se arrodillase a ella como al mismo Cristo que en ella nos redimió, por lo cual Cortés con gran razón, como el Emperador Constantino, poniéndose debaxo desta fuerte bandera y estandarte, dixo lo que él: «En esta señal venceremos», y fue así que le fue tan favorable, que Príncipe en el mundo no hizo tan señaladas cosas.



 

 

Capítulo XXII

De la plática y razonamiento que Cortés hizo a sus compañeros.

Ordenado todo como tenemos dicho, Hernando Cortés, en quien era nescesario para tan dichosa jornada concurriesen, como concurrían a la igual, saber y esfuerzo, paresciéndole que era razón, pues ya estaba todo a punto y no faltaba otra cosa sino el comenzar, animase a sus compañeros; y para que todos tuviesen entendido cuánto importaba la jornada que emprendían, haciendo señal de silencio, puesto en parte de donde de todos pudiese ser oído, les habló en la manera siguiente:

«Señores y hermanos míos: Entendido tengo que cada uno de vosotros en particular habrá hecho su consideración del viaje y conquista que al presente intentamos, y cómo en ella ponemos el cuerpo a tantos trabajos y la vida a tantos peligros, entrando por mar que hasta nuestros días no ha sido de cristianos navegado, y procurando tan pocos en número como somos (aunque muchos, como espero en Dios, en virtud y esfuerzo), entrar por tierras tan grandes que con razón las llaman Nuevo Mundo, moradas y habitadas, como tenemos entendido, de casi infinitos hombres, en lengua, costumbres y religión y leyes tan diferentes de nosotros, que siendo la similitud causa y vínculo de amor, no pueden dexar de extrañarnos mucho; y no habiendo de presente, aunque les hagamos muy buenas obras, cómo se confíen de nosotros, sernos enemigos, recatándose de que los engañemos, principios tan duros y ásperos verdaderamente no se pueden hacer fáciles y sabrosos, si no se considera la grandeza del fin en quien van a parar; y pues este es el mayor y más excelente que en la tierra puede haber, que es la conversión de tan gran multitud de infieles, justo es que, pues llevamos oficios de apóstoles y vamos a libertarlos de la servidumbre y captiverio de Satanás, que todo trabajo, heridas y muertes demos por bien empleadas; pues haciendo tanto bien a estas bárbaras nasciones y tanto servicio a Dios, lo mejor ha de redundar en nosotros, porque este es el mayor premio del que hace bien, que goza dél más que aquel a quien se hace, como del que hace mal, lloverle encima. Ofensas hemos hecho todos a Dios tan grandes, que por la menor dellas, según su justicia, merescemos muy bien el infierno; y pues, según su misericordia, nos ha hecho tanta merced de tomarnos por instrumento para alcanzar al demonio destas tierras, quitarle tantos sacrificios de carne humana, traer al rebaño de las escogidas tantas ovejas roñosas y perdidas, y, finalmente, hacer a Ia Divina Majestad tan señalado servicio entre tantos trabajos y peligros como se nos ofrescerán, grande alivio y verdadero consuelo es saber que el que muriere, muere en el servicio de su Dios y predicación de su fee, y el que quedare, si algo nos debe mover lo temporal, permanescerá en tierra próspera, illustrará sus descendientes, hallará descanso en la vejez de los trabajos pasados, y nuestro Rey e señor tendrá tanta cuenta con nuestros servicios, que gratificándoles como puede, anime a otros que, con no menos ánimo que nos, acometan semejantes empresas; y porque veáis claro que en esta jornada se interesan el servicio de Dios, la redención destos miserables, el rendir al demonio, el servir a nuestro Rey, el illustrar vuestras personas y el ennoblecerse y afamar vuestra nasción, el ganar gloria y nombre perpectuo, el esclarecer vuestros descendientes y otros muchos y maravillosos provechos, que no todos, sino cualquiera dellos basta a inflamar y encender cualquier ánimo, cuanto más el del español; será superfluo y aun sospechoso con más palabras tractar cuánto nos conviene, pues hemos puesto la mano en la esteva del arado, por ningún estorbo volver atrás, que grandes cosas jamás se alcanzaron sin trabajo y peligro. Lo que de mí os prometo es que con tanto amor procuraré el adelantamiento de vuestras personas como si fuésedes hermanos míos carnales, y porque todos miran al Capitán, no se ofrescerá trabajo ni peligro que en él no me halle yo primero. Esto era lo que pensaba deciros. Ea, caballeros valerosos; si a mis palabras habéis dado el crédicto que es razón, comenzadme a seguir; y si hay algo que responderme, lo haced luego, que tan buena fortuna no es razón dexarla de las manos.»

Acabado este razonamiento, fue grande el contento que todos mostraron y el esfuerzo que tomaron, y tomando la mano uno de los Capitanes, que algunos dicen que fue Pedro de Alvarado, otros que Francisco de Montejo, le respondió así:

«Valeroso y excelente Capitán nuestro, a quien Dios proveyó por tal para adelantamiento nuestro y pro de tantas nasciones como esperamos conquistar; no tenemos que responderte, más de que, pues has hablado conforme a lo que quieren ánimos españoles, que nos hallarás tan a tu voluntad, pues esta es la nuestra, que en ninguna cosa echarás menos nuestra, fidelidad, amor e esfuerzo, diligencia y cuidado; y pues a cada uno de nosotros y a todos juntos conviene seguirte, por lo que nos prometes, la última palabra nuestra es que mandes lo que se debe hacer, pues nosotros estamos esperándolo para obedescerte.»

Muy alegre Cortés con la repuesta de sus compañeros, dicha primero una misa al Espíritu Sancto, poniendo por intercesor a su abogado Sant Pedro, hizo señal de que todos se hiciesen a la vela.



 

 

Capítulo XXIII

Cómo Cortés partiendo para Cozumel, un navío se adelantó y de lo que subcedió.

Acabado el razonamiento de Cortés y la respuesta de los suyos, todos con alegre ánimo, oída primero una misa que se dixo al Espíritu Sancto, se comenzaron a embarcar cada Capitán en su navío, como de antes estaba concertado. Yendo todos en conserva, dicen que un navío, o con tiempo (y esto es lo más cierto) o porque era más velero, se adelantó y vino a surgir a un puerto que más tiene manera de playa que de puerto; estaba algo escondido y hacía un poco de abrigo. Puestos allí, no sabiendo dónde estaban, vieron, mirando a la costa, una lebrela que, como sintió ruido de gente y reconosció ser voces de españoles, coleando y ladrando dio muestras de querer pasar adonde el navío estaba. Los nuestros, padesciendo ya nescesidad de comida, considerando que donde aquella lebrela estaba, debía de haber gente española que los socorriese, metiéronse algunos en una barca, y pasando de la otra parte, no hallaron más de la lebrela, la cual hizo grandes extremos de alegría, coleando, saltando, ladrando y corriendo de una parte a otra.

Los nuestros la regalaron mucho y traxeron consigo, la cual, proveyéndolo Dios así, les fue tan provechosa que sola cazó muchos conejos, de que las nuestros se sustentaban, y acompañada de dos o tres cazó muchos venados, tanto, que no solamente proveyó bastantemente a la nescesidad de la hambre, pero hízose dellos tanta cecina en el navío que después, llegados los otros, la repartieron entre ellos. Lo que se pudo saber de hallar aquella lebrela fue que con tiempo un navío de españoles dio en aquella costa, y sin perderse estuvieron allí algunos días, y después como con nescesidad se hiciesen a la vela, dexaron allí la lebrela sin acordarse della, para que después, por oculto juicio de Dios, fuese ayuda de otros perdidos.



 

 

Capítulo XXIV

Cómo Cortés, prosiguiendo su viaje, llegó a la isla de Cozumel.

Yendo Hernando Cortés con su flota a vista de tierra en demanda de la Nueva España, habiendo salido con muy buen tiempo, que fue una mañana, a diez e ocho días del mes de hebrero del año, del Señor de mill e quinientos y diez e nueve, habiendo, como es uso, dado nombre a todos los Capitanes y pilotos, que fue de Sant Pedro su abogado, avisándoles asimismo, proveyendo para lo porvenir, que todos tuviesen ojo a la capitana, que llevaba un gran farol para de noche, y cómo el viaje que habían de hacer desde la Punta de Sant Antón, que es en Cuba, para el cabo de Cotoche, que es la primera punta de Yucatán, como era casi leste oeste, como quien dice de oriente a occidente: y como después habían de seguir la costa entre norte y poniente, la primera noche que comenzaron a navegar para atravesar aquel pequeño estrecho, que es de poco más de sesenta leguas, levantóse el viento nordeste con tan recio temporal que desbarató la flota, de manera que cada navío fue por su parte, aunque todos llegaron sin perderse ninguno, de uno en uno y de dos en dos, a la isla de Cozumel, do estaba el navío que halló la lebrela.

«Los indios de la isla, como vieron surtos tantos navíos, temieron, y alzando el hato, se metieron al monte, y otros se escondieron en cuevas. Viendo esto Cortés, mandó a ciertos soldados que, adereszados como convenía, saltasen en tierra y viesen qué había; los soldados fueron a un templo del demonio que no estaba lexos de la costa; era el templo sumptuoso y de hermoso edificio; allí luego hallaron un pueblo de buenas casas de cantería; entraron dentro, estaba despoblado, hallaron alguna ropa de algodón y ciertas joyas de oro, que llevaron a su Capitán. Holgóse Cortés de verlas, y traídos algunos indios, haciéndoles buen tratamiento, mostrándoles cuanto amor pudo y dándoles algunas cosillas que hay entre nosotros, con alegre semblante los invitó a los suyos, lo cual fue causa que los demás indios poco a poco comenzasen a salir y a venir, trayendo a los nuestros pan de maíz, fructas y mucho pescado, que de todo esto había abundancia en aquella isla. Rescibíanlos muy bien, los nuestros, porque así estaban avisados de su General, el cual para más asegurar aquellos indios, dio al señor, llamado Calatuni, que había venido con ellos, ciertas cosas de mejor parescer y de más prescio, las cuales dio a entender el señor o cacique que tenía en mucho; y así, después de despedido, le invió muchos presentes de comida, los cuales Cortés, dándoles otras cosas, rescibió alegremente; y para más asegurarlos y que entendiesen que él ni los suyos no venían a hacerles mal, hizo una cosa que les aprovechó mucho, y fue que mandó traer delante de los indios todas las preseas y oro que los soldados habían traído del pueblo, para que los indios, conosciéndolas, cada uno tomase lo que era suyo. Desto, como era razón, se maravillaron los indios mucho, y tomando cada uno lo que conosció ser suyo, muy contentos se volvieron a su señor, el cual de ahí adelante con más amor proveyó abundantemen a los nuestros.



 

 

Capítulo XXV

Cómo en Cozumel tuvo lengua de Jerónimo de Aguilar.

Estando desta manera Cortés, y cresciendo siempre entre los suyos y los indios de Cozumel la contractación y amistad, tuvo noticia que en la costa de Yucatán la tierra adentro había cinco o seis españoles, los cuales los indios de Cozumel dieron a entender por señas, diciendo que eran unos hombres como los nuestros, y tocándose sus barbas, daban a entender que las de aquellos eran largas y crescidas. Entendiendo Cortés ser españoles, le tomó gran voluntad de saber dellos; pero como era dificultoso, y él deseaba proseguir su jornada, no hizo tanto caso como debiera; pero como Dios encaminaba los negocios mejor que Cortés lo podía desear, saliendo Cortés dos o tres veces del puerto de Cozumel en demanda de la Nueva España, con tiempo que le hizo muy bravo, se volvió, y entendiendo por esto que Dios quería que aquellos cristianos saliesen de captiverio y volviesen al servicio de Dios, invió a Diego de Ordás y a Martín de Escalante por Capitanes de dos bergantines, y en el batel de la capitana invió una canoa a aquellos españoles, dándoles por ella a entender que él era venido allí con once navíos, y que lo mejor que pudiesen se entrasen en aquel batel, en guarda del cual inviaba dos bergantines, para que con más seguridad se viniese con ellos. Estos Capitanes, sospechando que Aguilar no sabría leer muy bien, escribieron otra carta de letra de redondo, que contenía lo mismo que la del General, añadiendo que les esperarían seis días. Dieron la una carta y la otra a dos indios que llevaban de la isla de Cozumel, los cuales, aunque con mucho miedo, porque tenían guerra con los de aquella costa, entraron la tierra adentro. Los nuestros esperaron la repuesta los seis días que prometieron y otros dos después. Entretanto, Cortés estaba con pena, creyendo, o que los españoles eran muertos, o que los indios no habían llevado las cartas; y así, haciendo muy buen tiempo, determinó de embarcarse y proseguir su viaje. Saliendo con tiempo próspero, súbitamente se levantó una tan gran tempestad que pensaron todos perescer, y así les fue forzado, que fue la tercera vez, tornar al puerto.

Los indios que llevaban las cartas, para darlas secretamente a Aguilar y a los otros españoles, las metieron entre el rollo de los cabellos, que los traían muy largos. Dieron las cartas a Aguilar, el cual estuvo muy dubdoso si las mostraría al cacique, su señor, o, si se iría con los mensajeros; y finalmente, así por cumplir con su fidelidad, como porque no se le sigua algún peligro, fue con ellas a su señor, y diciéndole lo que contenían, el señor le dixo sonriéndose: «Aguilar, Aguilar, mucho sabes, y bien has cumplido con lo que debes al amor y fidelidad que como buen criado debías tener y has hecho más de lo que pensabas, porque te hago saber que yo antes que tú tuve estas cartas en mis manos»; y fue así, porque los indios, no sólo guardan fidelidad a su señor, pero al extraño cuando le van a hablar; y así, éstos, de secreto, aunque los nuestros les habían mandado lo contrario, acudieron primero al señor.

Entendido, pues, por el cacique lo que las cartas contenían, admirándose de que el papel supiese hablar y que por tan menudas

señales los ausentes manifestasen sus conceptos, porque entre los indios, como antiguamente los egipcios (según escribe Artimidoro), no se entendían por letras, sino por pinturas, reportándose un poco el señor, que se había alterado con las nuevas (porque, como adelante diremos, le era muy provechoso Aguilar), le dixo: «Aguilar, pues, ¿qué es ahora lo que tú quieres?», al cual respondiendo Aguilar, dixo: «Señor, no más de lo que tú mandares.» Convencido el cacique con el comedimiento de Aguilar, le tornó a decir: «¿Quieres ir a los tuyos?» Replicó Aguilar: «Señor, si tú me das licencia, yo iré y volveré a servirte.» El cacique con rostro más sereno y alegre le dixo: «Pues vee enhorabuena, aunque sé que no has de volver más.» Con todo esto le detuvo dos días esperando si él se iba o arrepentía, y como vio que no hacía lo uno ni lo otro, le llamó y dixo: «Aguilar, grande ha sido tu bondad, tu humildad, fidelidad y esfuerzo con que en paz y en guerra me has siempre servido; digno eres de mayores mercedes que yo te puedo hacer; y aunque por una parte me convida el amor que te tengo y la nescesidad en que me tengo de ver, caresciendo de tu compañía, por otra, este mismo amor, merescido por tus buenos servicios, y lo que yo debo a señor, me fuerzan a que te dé libertad, que es la cosa que el captivo. más desea; y pues es esta la mayor merced que yo te puedo hacer, vete norabuena a los tuyos, y ruégote por esta buena, obra que te hago y por otras que te habré hecho, que me hagas amigo desos cristianos, pues como por ti he entendido, son tan valientes.»

Aguilar, rescebida la licencia, con grande humildad se le postró a los pies, y con muchas lágrimas en los ojos (creo que del demasiado contento) le dixo: «Señor, tus dioses queden contigo, que yo cumpliré lo que me mandas como soy obligado». De allí se fue a despedir de otros indios principales con quien tenía amistad. Dicen que el cacique le invió acompañado con algunos indios hasta la costa, donde le guiaron los indios que le traxeron las cartas. Andando por la costa, halló cómo los bergantines le habían esperado por allí ocho días, e muchas cruces levantadas de cañas gruesas, a las cuales, hincado de rodillas, con grandes lágrimas adoraba y abrazaba, paresciéndole que ya estaba en tierra de cristianos y que su largo deseo era cumplido; y como vio que los bergantines no parescían por la costa, entristecióse algún tanto; y pensando en el remedio que tendría para conseguir su deseo, yendo más adelante, vio los ranchos hechos de palmas do los nuestros habían estado; y creyendo que estaban dentro, con gran alegría apresuró el paso, y como llegado no halló a nadie, desmayó mucho; pero como Dios lo guiaba yendo pensativo por la costa abaxo, andada una legua, topó con una canoa llena de arena, la cual vació con ayuda de tres indios que con él iban. Tenía la canoa podrido un lado y por él hacía agua. Aguilar se metió con ellos en la canoa para ver si podría navegar, y como vio que hacía tanta agua, haciendo saltar los dos en tierra, se quedó con el uno, acostándose al lado que no hacía agua; y como vio que desta manera podía navegar, salió a tierra para buscar algún palo con que remase. Proveyó Dios que halló una duela de pipa con que muy a su placer pudo remar; y así, yendo la costa abaxo en busca de los navíos, atravesando por lo más angosto, que por lo menos serían cinco leguas, dio en la costa de Cozumel, y por las grandes corrientes vino a caer dos leguas de los navíos. Como los vio, saltó en tierra con el compañero, e yendo por la playa adelante otro día, que era primer domingo de Cuaresma, ya que el General y su gente habían oído misa y estaban a pique para tornarse a partir, un español llamado Ángel Tintorero, que salía de caza aquella mañana de los montes, estando sacando camotes, que es una fructa de la tierra, alzando la cabeza vio venir a Aguilar, y dándole el corazón lo que era, le dixo: «Hermano, ¿sois cristiano?, y respondiendo Aguilar que sí, sin más aguardar, Ángel Tintorero respondió: «Pues yo voy a pedir las albricias al General», el cual había mandado cient pesos al primero que le diese nuevas del cristiano que tanto deseaba ver.

Corrió tanto Ángel Tintorero, por que otro no ganase las albricias, diciendo a los que topaba que venían indios de guerra, haciéndoles desta manera volver al real, que llegó casi sin habla do el General estaba, al cual pidió las albricias, y otorgándoselas, fue tanta la alegría con que hablaba, que casi fuera de sí, unas veces le llamaba Señoría, y otras Merced. Finalmente, contando lo mejor que pudo lo que le había subcedido y cómo Aguilar venía, fue tan grande el alegría que rescibió toda la gente, que con habei mandado Cortés, debaxo de pena, que ninguno saliese a verle, los más del exército, unos en pos de otros, salieron por tierra, y casi todos los marineros por la mar se metieron en las barcas a buscarle: y cuando los delanteros que iban por tierra toparon con él, dieron muchas gracias a Dios, y abrazándole le preguntaron diversas cosas. Aguilar estaba tan alegre que apenas podía responder. Acompañado, pues, de mucha gente llegó a la tienda del General; venía desnudo en carnes, cubiertas sus vergüenzas con una venda, que los indios llaman mástil; tresquilada la cabeza desde la frente y lados hasta la mollera, lo demás con cabellos muy crescidos, negros y encordonados, con una cinta de cuero colorado que le llegaba más abaxo de la cinta; llevaba un arco en la mano y un carcax con flechas colgado del hombro, y del otro una como bolsa de red, en la cual traía la comida, que era cierta fructa que llaman camotes. Venía tan quemado del sol, que parescía indio, sino fuera por la barba que la traía crescida, y los indios de aquella tierra acostumbraban a pelársela con unas como tenazuelas, como hacen las mujeres las cejas; venía todo enbixado, que es untarse con un cierto betún que es colorado como almagra, aprovecha esto contra los mosquitos y contra el calor del sol; venía acompañado del indio de la canoa; otros dicen que con los dos indios que le llevaron las cartas.

Y porque pretendo no callar otras opiniones, escribe Motolinea, a quien siguió Gómara, que el primer domingo de Cuaresma que Cortés y su gente habían oído misa para partirse de Cozumel, vinieron a decirle cómo una canoa atravesaba y venía a la vela de Yucatán para la isla, e que venía derecha hacia do las naos estaban surtas, y que salió Cortés a mirar a do iba, y como vio que se desviaba algo de la flota, dixo a Andrés de Tapia que con algunos compañeros encubiertamente fuesen por la orilla del agua hasta ver si los que iban en la canoa saltaban en tierra; hiciéronlo así, la canoa tomó tierra tras de una punta y salieron della cuatro hombres desnudos, los cuales traían los cabellos trenzados y atados sobre la frente, como mujeres, con los arcos en las manos y a las espaldas carcáxes con flechas; acometiéronlos los nuestros con las espadas desenvainadas para tomarlos; los tres dellos, como eran indios, huyeron; el otro, que era Aguilar, se detuvo, y en la lengua de los indios dixo a los que huían que no temiesen, y volviendo el rostro a los nuestros, les dixo en castellano: «Señores, ¿sois españoles?» Otros dicen que dixo: «Señores, ¿sois cristianos?» Respondiéronle que sí, se alegró en tanta manera que lloraba de placer, e hincándose luego de rodillas, alzando las manos al cielo, dio muchas gracias a Dios por la. merced que le había hecho en sacarle de entre infieles, donde tantas ofensas se hacían a Dios, y ponerle entre cristianos. Andrés de Tapia, atajándole la plática, llegándose a él lo abrazó amorosamente y dio la mano para que se levantase; abrazáronle los demás, y así se vino con los indios compañeros, hablando con Andrés de Tapia, dándole cuenta cómo se había perdido, hasta que llegó do estaba el Capitán.



 

 

Capítulo XXVI

Cómo Aguilar llegó do estaba Cortés, y de cómo le saludó y fue rescebido.

Era tan grande el deseo que los nuestros tenían de ver a Aguilar e de oír las extrañezas que había de contar, que unos se subían en lugares altos, otros se adelantaban a tomar lugares do Cortés estaba, otros iban muy juntos con él, para entrar juntamente e oírle lo que diría. Llegado, pues, Aguilar do Cortés estaba, desde buen espacio atrás, inclinada la cabeza, hizo grande reverencia; lo mismo, hicieron los indios que con él venían, y, luego, llegándose más cerca, después de haberle dado a Cortés la norabuena de su venida, se puso con los indios en cuchillas, poniendo todos a los lados derechos sus arcos y flechas en el suelo; poniendo las manos derechas en las bocas, untadas de la saliva, las pusieron en tierra, y luego las traxeron al lado del corazón, fregando las manos. Era esta la manera de mayor reverencia y acatamiento con que aquellos indios [veneraban] a sus Príncipes, dando, como creo, a entender, que se allanaban e humillaban a ellos como la tierra que pisaban.

Cortés, entendiendo ser esta cerimonia y modo de salutación, tornó a decir a Aguilar que fuese muy bien venido, porque era dél muy deseado, y desnudándose una ropa larga, amarilla con una guarnición de carmesí, con sus propias manos, se la echó sobre los hombros, rogándole que se levantase del suelo y se sentase en una silla. Preguntóle cómo se llamaba e respondió que Jerónimo de Aguilar, y que era natural de Écija. A esto, diciéndole Cortés si era pariente de un caballero que se llamaba Marcos de Aguilar, respondió que sí. Sabido esto, le volvió a preguntar si sabía leer y escrebir, y como respondió que sí, le dixo si tenía cuenta con el año, mes y día en que estaba, el cual lo dixo todo como era, dando cuenta de la letra dominical. Preguntadas otras cosas desta manera, le mandó traer de comer; Aguilar comió y bebió poco. Preguntado que por qué comía y bebía tan templadamente, respondió como sabio, porque a cabo de tanto tiempo como había estado acostumbrado a la comida de los indios, su estómago extrañaría la de los cristianos; y siendo poca la cantidad, aunque fuese veneno, no le haría mal. Dicen que era ordenado de Evangelio, y que a esta causa, como adelante diremos, nunca se quiso casar. Hízole Cortés muchos relgalos y caricias, conosciendo la nescesidad que tenía de su persona, para entender a los indios que iba a conquistar, y porque era largo para de una vez informarse del subceso de su vida y cómo había venido a aquel estado, le dixo que se holgase y descansase hasta otro día, mandando al mayordomo que lo vistiese, el cual estonces no la tuvo por mucha merced, porque como estaba acostumbrado de tanto tiempo a andar en carnes, no podía sufrir la ropa que Cortés le había echado encima.



 

 

Capítulo XXII

De lo que otro día Aguilar contó.

Otro día, con no menos gente, preguntándole Cortés cómo había venido en poder de aquellos indios, dixo: «Señor, estando yo en la guerra del Darién y en las pasiones de Diego de Nicuesa y Blasco Núñez de Balboa, acompañé a Valdivia, que venía para Sancto Domingo a dar cuenta de lo que allí pasaba al Almiante y Gobernador y por gente y vituallas y a traer veinte mill ducados del Rey. Esto fue el año de mill e quinientos y once; e ya que llegábamos a Jamaica se perdió la carabela en los baxíos que llaman de Las Víboras o de los Alacranes o Caimanos. Con dificultad entramos en el batel veinte hombres sin velas e sin pan ni agua e con ruin aparejo de remos.» Esto dice Motolinea. Otros que oyeron a Aguilar dicen que los que entraron en el batel no fueron sino trece, de los en cuales murieron luego los siete, porque vinieron a tan gran nescesidad que bebían lo que orinaban; los seis vinieron a tierra, de los cuales los cuatro fueron sacrificados por los indios; quedaron los dos, que fueron Aguilar y un Fulano de Morales.

Prosiguiendo Aguilar su plática, dixo: «E desta manera anduvimos catorce días, al cabo de los cuales nos echó la corriente, que es allí muy grande y va siempre tras del sol, a esta tierra, a una provincia que se dice Maya. En el camino murieron de hambre siete de los nuestros, y viniendo los demás en poder de un cruel señor, sacrificó a Valdivia y a otros cuatro; y ofresciéndolos a sus ídolos, después se los comió, haciendo fiesta, según el uso de la tierra, e yo con otros seis quedamos en caponera, para que estando más gordos, para otra fiesta que venía, solemnizásemos con nuestras carnes su banquete. Entendiendo nosotros que ya se acercaba el fin de nuestros días, determinamos de aventurar la vida de otra manera; así que quebramos la jaula donde estábamos metidos e huyendo por unos montes, sin ser vistos de persona viva, quiso Dios que, aunque íbamos muy cansados, topásemos con otro cacique enemigo de aquel de quien huíamos. Era este hombre humano, afable e amigo de hacer bien; llamábase Aquincuz, gobernador de Jamancona; diónos la vida, aunque a trueco de gran servidumbre en que nos puso; murió de ahí a pocos días, e yo luego serví a Taxmar, que le subcedió en el estado.

«Los otros cinco mis compañeros murieron en breve, con la ruin vida que pasaban; quedó yo solo e un Gonzalo Guerrero, marinero, que estaba con el cacique de Chetemal. y casó con una señora principal de aquella tierra, en quien tiene hijos; es capitán de un cacique llamado Nachancam, e por haber habido muchas victorias contra los enemigos de sus señores, es muy querido y estimado; yo le invié la carta de vuestra merced y rogué por la lengua se viniese, pues había tan buen aparejo y detúveme esperándole más de lo que quisiera; no vino, y creo que de vergüenza, por tener horadadas las narices, labios y orejas y pintado el rostro y labradas las manos al uso de aquella tierra, en la cual los valientes solo pueden traer labradas las manos; bien creo que dexó de venir por el vicio que con la mujer tenía y por el amor de los hijos.

También hay otros que dicen (que no puso poco espanto en los oyentes) que Aguilar en esta plática dixo que saltando de la barca los que quedaron vivos, toparon luego con indios, uno de los cuales con una macana hendió la cabeza a uno de los nuestros, cuyo nombre calló; y que vendo aturdido, apretándose con las dos manos la cabeza, se metió en una espesura do topó con una mujer, la cual, apretándole la cabeza, le dexó sano, con una señal tan honda que cabía la mano en ella. Quedó como tonto; riunca quiso estar en poblado, y de noche venía por la comida a las casas de los indios, los cuales no le hacían mal, porque tenían entendido que sus dioses le habían curado, paresciéndoles que herida tan espantosa no podía curarse sino por mano de alguno de sus dioses. Holgábanse con él, porque era gracioso y sin perjuicio vivió en esta vida tres años hasta que murió.

Esta plática y relación puso gran admiración a los que la oyeron, y cada día, así Cortés como los suyos, le preguntaban otras muchas cosas que por ser dignas de memoria y del gusto de la historia pondré en el capítulo siguiente.



 

 

Capítulo XXVIII

De la vida que Aguilar pasó con el señor a quien últimamente sirvió y de las cosas que en su servicio hizo.

Dicen los que particularmente comunicaron a Aguilar, cuya relación sigo en lo que diré, que cuando vino a poder deste cacique, los primeros tres años le hizo servir con gran trabajo, porque le hacía traer a cuestas la leña, agua y pescado, y estos trabajos sufríalos Aguilar con alegre rostro por asegurar la vida, que tan amada es. Naturalmente estaba tan subjecto y obedescía con tanta humildad, que no sólo con presteza hacía lo que su señor le mandaba, pero lo que cualquier indio por pequeño que fuese, tanto, que aunque estuviese comiendo, si le mandaban algo, dexaba de comer por hacer el mandado. Con esta humildad ganó el corazón y voluntad de su señor y de todos los de su casa y tierra. Y porque es malo de conoscer el corazón del hombre y el cacique era sabio y deseaba ocupar a Aguilar, como después hizo, en cosas de mucho tomo viendo que vivía tan castamente que aun los ojos no alzaba a las mujeres, procuró tentarle muchas veces, en especial una vez que le invió de noche a pescar a la mar, dándole por compañera una india muy hermosa, de edad de catorce años, la cual había sido industriada del señor para que provocase y atraxese a su amor a Aguilar; dióle una hamaca en que ambos durmiesen. Llegados a la costa, esperando tiempo para entrar a pescar, que había de ser antes que amanesciese, colgando la hamaca de dos árboles, la india se echó en ella y llamó a Aguilar para que durmiesen juntos; él fue tan sufrido, modesto y templado, que haciendo cerca del agua lumbre, se acostó sobre el arena; la india unas veces lo llamaba, otras le decía que no era hombre, porque quería más estar al frío que abrazado y abrigado con ella; él, aunque estuvo vacilando, muchas veces, al cabo se determinó de vencer a su sensualidad y cumplir lo que a Dios había prometido, que era de no llegar a mujer infiel, por que le librase del captiverio en que estaba.

Vencida esta tentación y hecha la pesca por la mañana, se volvió a su señor, el cual en secreto, delante de otros principales, preguntó a la india si Aguilar había llegado a ella, la cual, como refirió lo que pasaba, el señor de ahí adelante tuvo en mucho a Aguilar, confiándole su mujer y casa, de donde fácilmente se entenderá cómo sola la virtud, aun cerca de las gentes bárbaras, ennoblesce a los hombres. Hízose Aguilar de ahí adelante amar y temer, porque las cosas que dél se confiaron tractó siempre con cordura, antes que viniese en tanta mudanza de fortuna. Decía que estando los indios embixados con sus arcos y flechas un día de fiesta, tirando a un perro que tenían colgado de muy alto, llegóse un indio principal a Aguilar que estaba mirándolo detrás de un seto de cañas, y asiéndole del brazo le dixo: «Aguilar, ¿qué te paresce destos flecheros cuán certeros son, que el que tira al ojo da en el ojo, y el que tira a la boca da en la boca?; ¿qué te paresce si poniéndote a ti allí, si te errarían?» Aguilar, con grande humildad, le respondió: «Señor, yo soy tu esclavo y podrás hacer de mí lo que quisieres; pero tú eres tan bueno que no querrás perder un esclavo como yo, que tan bien te servirá en lo que mandares.» El indio después dixo a Aguilar que aposta le había inviado el cacique para saber, como ellos dicen, si su corazón era humilde.



 

 

Capítulo XXIX

Cómo Aguilar en servicio de su señor venció ciertas batallas.

Estando Aguilar muy en gracia de su señor, ofrecióse una guerra con otro señor comarcano, la cual había sido, en años atrás muy reñida y ninguno había sido vencedor; y así, durando los odios entre ellos, que suelen ser hasta beberse la sangre, tornando a ponerse en guerra, Aguilar le dixo: «Señor, yo sé que en esta guerra tienes razón y sabes de mí que en todo lo que se ha ofrescido, te he servido con todo cuidado; suplícote me mandes dar las armas que para esta guerra son nescesarias, que yo quiero emplear mi vida en tu servicio, y espero en mi Dios de salir con la victoria.» El cacique se holeó mucho, y le mandó dar rodela y macana, arco y flechas, con las cuales entró en la batalla; y como peleaba con ánimo español, aunque no estaba exercitado en aquella manera de armas, delante de su señor hizo muchos campos y venciólos dichosamente. Señalóse y mostróse mucho en los recuentros, tanto que ya los enemigos le tenían gran miedo y perdieron mucho del ánimo en la batalla campal que después se dio, en la cual Aguilar fue la principal parte para que su señor venciese y subjectase a sus enemigos.

Vencida esta batalla, cresciendo entre los indios comarcanos la envidia de los hechos de Aguilar, un cacique muy poderoso invió a decir a su señor que sacrificase luego a Aguilar que estaban los dioses enojados dél porque había vencido con ayuda de hombre extraño de su religión. El cacique respondió que no era razón dar tan mal pago a quien tan bien le había servido, y que debía de ser bueno el Dios de Aguilar, pues tan bien le ayudaba en defender la razón. Esta respuesta indignó tanto aquel señor, que vino con mucha gente, determinando con traición de matar a Aguilar y después de hacer esclavo a su señor; y así, ayudado y favorescido de otros señores comarcanos, vino con gran pujanza de gente, cierto que la victoria no se le podía ir de las manos.

Sabido esto por el señor de Aguilar, estuvo muy perplexo y aun temeroso del subceso; entró en consejo con los más principales; llamó a Aguilar para que diese su parescer; no faltaron entre los del consejo algunos que desconfiando de Aguilar, dixesen que era mejor matarle que venir a manos de enemigo que venía tan pujante. El señor reprehendió ásperamente a los que esto aconsejaban, y Aguilar se levantó con grande ánimo y dixo; «Señores, no temáis, que yo espero en mi Dios, pues tenéis justicia, que yo saldré con la victoria, y será desta manera que al tiempo que las haces se junten, yo me tenderé en el suelo entre las hierbas con algunos de los más valientes de vosotros, y luego nuestro exército hará que huye, y nuestros enemigos con el alegría de la victoria y alcance, se derramarán e irán descuidados; e ya que los tengáis apartados de mí con gran ánimo, volveréis sobre ellos, que estonces yo los acometeré por las espaldas; e así, cuando se vean de la una parte y de la otra cercados, por muchos que sean desmayarán, porque los enemigos cuando están turbados, mientras más son, más se estorban.»

Agradó mucho este consejo al señor y a todos los demás, y salieron luego al enemigo; Aguilar llevaba una rodela y una espada de Castilla en la mano; e ya que estaban a vista de los enemigos. Aguilar en alta voz, que de todos pudo ser oído, habló desta manera: «Señores, los enemigos están cerca; acordaos de lo concertado, que hoy os va ser esclavos o ser señores de toda la tierra.» Acabado de decir esto, se juntaron las haces con grande alarido: Aguilar con otros se tendió entre unos matorrales, y el exército comenzó a huir y el de los enemigos a seguirle; Aguilar, cuando vio que era tiempo acometió con tanto esfuerzo que, matando e hiriendo en breve, hizo tanto estrago que luego de su parte se conosció la victoria porque los que iban delante, fingiendo que huían, cobraron tanto ánimo y revolvieron sobre sus enemigos con tanto esfuerzo, que matando muchos dellos, pusieron los demás en huída. Prendieron a muchos principales, que después sacrificaron. Con esta victoria aseguró su tierra y estando el adelante no había hombre que osase acometerle. Esta y otras cosas que Aguilar hizo le pusieron en tanta gracia con su señor, que un día, amohinándose con un su hijo, heredero de la casa y estado, por no sé qué le había dicho, le dio un bofetón. El muchacho, llorando, se quexó a su padre, el cual mansamente dixo a Aguilar que de ahí adelante mirase mejor lo que hacía, porque si no tuviera respecto a sus buenos servicios, le mandara sacrificar. Aguilar le respondió con humildad que el muchacho le había dado causa y que a él le pesaba dello, y que de ahí adelante no le enojaría. El señor, volviendo adonde el hijo estaba, le mandó azotar, porque de ahí adelante no se atreviese a burlar con los hombres de más edad que él. Quedó con esto muy confuso Aguilar, aunque más favorescido y de todos tenido en más.

Después desto pasaron por aquella costa los navíos de Francisco Hernández de Córdoba y los de Grijalva, y como los indios tuvieron algún trato con ellos, tuvieron en mucho a Aguilar, porque parescía a los otros, aunque siempre tuvieron en él muy grande recaudo porque no se fuese.

Dicen, como escribe Fray Toribio, que la madre de Aguilar, como supo que su hijo estaba en poder de indios y que comían carne humana, que tomó tanta pena, que tornándose loca, de ahí adelante nunca jamás quiso comer carne cocida ni asada, diciendo, que era la carne de su hijo; y estas y otras muchas cosas se dicen de Aguilar, que por no ser tan averiguadas dexo de escrebir; y volviendo al proceso de la historia, diré algo de la isla de Cozumel y tierra de Yucatán.



 

 

Capítulo XXX

Qué tierra es Yucatán y por qué se llamó así, y lo que los religiosos de Sant Francisco después hallaron en ella.

Justo es que, pues hemos de proseguir conforme a la verdad de la historia la dichosa jornada de Cortés, que primero que vaya adelante, diga algo de la isla de Cozumel y de lo que en ella hizo Cortés antes que se partiese, el cual, cuando vio que los indios tenían ya tanta amistad con los nuestros, que se sufría por lengua de Aguilar desengañarlos de la idolatría en que estaban; y así, juntando los más que pudo, y entre ellos a todos los principales y a los que eran sacerdotes de los demonios, asentado en alto, y a par dél Aguilar, en pie en el principal templo dellos, les habló en la manera siguiente:

«Hermanos e hijos míos: ya sabréis e habréis visto y entendido del tracto y comunicación que con vosotros hemos tenido, que aunque somos tan diferentes en lengua, costumbres y religión, nunca os hemos hecho enojo ni dado pesadumbre ni pretendido vuestra hacienda, lo cual si bien lo miráis, claramente os da a entender que tenemos los corazones piadosos y que no deseamos ni queremos más que teneros por amigos, para que si entre vosotros hobiere alguna cosa buena que imitar la sigamos, y así vosotros hagáis lo mismo, conosciendo haber algo entre nosotros que debáis seguir. Ya os dixe al principio, cuando entré en esta isla, que yo y estos mis compañeros veníamos por mandado de un gran señor que se dice D. Carlos, Emperador de los romanos, cuyo señorío es a la parte del occidente, para que le reconoscáis por señor, como nosotros hacemos y porque veáis cuánto le debéis amar, sabiendo que así en las costumbres y policía humana, como en la religión, estábades engañados, nos invió para que principalmente os enseñásemos que sepáis que hay un solo Dios, que crió el cielo y la tierra, y que las criapturas que adoráis no son dioses, pues veis que son menos que vosotros, y que el demonio os traiga engañados parece claro, pues contra toda razón natural manda y quiere que los innocentes y sin culpa sean sacrificados. Este mismo hace que contra toda ley natural y contra la generación humana, los hombres tengáis acceso con otros hombres, habiendo Dios criado las mujeres para semejante uso; coméis os unos a otros, habiéndoos Dios dado tanta variedad de animales sobre la tierra, de aves en el aire y peces en el agua. Nuestro Dios es clementísimo; crió todo lo que veis para servicio del hombre, y para que después que muriese, creyéndole y guardándole su ley en esta vida, para siempre después le gozase; y pues sois, como nosotros, nascidos y criados para adorar y gozar a este gran Dios que todo lo que veis crió, y que por llevarnos para sí murió en la cruz, resucitando para que después resucitásemos, quebrantad y deshaced esas feas estatuas de piedra y madera, que ellas no son dioses, ni lo pueden ser, pues las fabricaron vuestras manos; y para que mejor lo creáis, quiéroos descubrir una maldad con que hasta ahora os han engañado los ministros del demonio, perseguidor vuestro, y es que como esas figuras son huecas por de dentro, métese un indio por debaxo y por una cerbana habla y da respuesta, fingiendo que las figuras hablan; y porque no penséis que os engaño, delante de vosotros derribaré un ídolo y haré que los sacerdotes confiesen ser así lo que digo.» Diciendo esto, hizo pedazos un ídolo y luego los demás compañeros los otros; confundiéronse los sacerdotes y dixeron públicamente que aquel secreto no lo podía revelar ni magnifestar otro que aquel gran Dios de quien hablaba el General.

Fue cosa de ver cómo los indios ayudaron luego a los cristianos a quebrantar los ídolos. Alegre desto, como era razón, Hernando Cortés, hizo poner cruces, dándoles a entender que en una como aquélla Dios, hecho hombre, había padescido por librar al hombre de la servidumbre del demonio. Dióles luego una imagen de Nuestra Señora, diciéndoles que aquella era figura de la Madre de Dios, de quien Él había nascido; que la tomasen por abogada y a ella pidiesen el agua y buenos temporales, porque se los daría, porque nadie podía tanto con Dios como ella. Rescibieron esta imagen los indios con gran devoción y reverencia y adoráronla de ahí adelante, alcanzando todo lo que pedían, y aficionáronse tanto a los nuestros, que a todos los navíos que después por allí pasaron, rerscibieron de paz e hicieron muy buen tractamiento, proveyéndolos de todo lo nescesario, mostrándoles la imagen que Cortés les había dado, al cual llamaban señor y padre; y como vían que los nuestros, quitándose las gorras se hincaban de rodillas y la adoraban, crescía en ellos la fee y devoción.

Después que Cortés hubo acabado su plática y derrocado los ídolos, puesto las cruces y dado la imagen, diciéndoles otras cosas de nuestra sancta fee, abrazó a los señores y a los sacerdotes, encomendándoles mucho se acordasen de lo que les había dicho; dióles algunas joyas; despidióse dellos no sin muchas lágrimas y otras muestras de grande amor entre los nuestros y ellos.



 

 

Capítulo XXXI

Do se prosigue la materia del precedente.

Esta isla de Cozumel, donde tan bien fueron rescibidos los nuestros, llamóse por Joan de Grijalva, Sancta Cruz, porque el día de la Cruz de Mayo la descubrió; y aunque hemos dicho que después de derrocados los ídolos, Cortés hizo poner cruces, dicen algunos que en un cercado almenado de buen edificio, en medio dél hallaron una cruz de cal y canto, de más de estado y medio en alto, a la cual moradores de la isla adoraban por dios de la lluvia; de manera que cuando tenían falta de agua iban a ella los sacerdotes, y con ellos los hombres y mujeres, niños y niñas, y con gran devoción, ofresciéndole copal, que es entre los indios como encienso, sacrificándole codornices para le aplacar, le demandaban agua. Afirmaban los viejos que jamás la habían pedido, que luego o dentro de poco tiempo no lloviese, lo que no les acontescía con los otros dioses.

Tiene esta isla de box, según algunos dicen, diez leguas, y según otros, más, y según otros, menos. Está en el mismo altor que México, que son diez e nueve grados; dista de la Punta de las Mujeres o Amazonas, que llaman cabo de Cotoche, cinco leguas largas; hay en esta isla buenos edificios de cal y canto, especialmente los templos; la gente andaba desnuda; cubrían sus vergüenzas con una tirilla de lienzo; su principal mantenimiento era pescado, a cuya causa entre ellos había grandes pescadores. Hay venados pequeños y puercos monteses también pequeños; son negros, tienen una lista blanca por medio y el ombligo en el lomo; andan las más vez en manada, defiéndense bravamente, y cuando los acosan se encierran en cuevas, para sacarlos de las cuales les hacen un seto de rama alderredor, y echándoles humo, salen luego, y como están cercados, con facilidad los cazadores los flechan y alancean.

En esta isla montuosa; en lo llano habitan los moradores; es de buen temple y sana, y dase mucho maíz; hay gran copia de aves, que llaman gallinas de la tierra; mucha miel y cera. Tenía cinco mill moradores, aunque ahora may muy muchos menos; la causa es porque estonces cada uno tenía las mujeres que podía sustentar.

Había en ella cinco pueblos y muchas cuevas, donde vivían los moradores. Sembraban en las resquebrajaduras de las piedras. Está por un río grande abaxo quince leguas de Yucatán, y por la tierra treinta. Es subjecta a Yucatán y allí traen su tribucto. E porque he tocado en Yucatán, será bien saber, que en gran parte de aquella tierra, de los cuatro elementos paresce que faltan los tres, porque es toda como un peñasco, y así la llaman malpaís; apenas se vee tierra. Siembran los moradores en las grietas y resquebrajos que hacen las peñas, y acude bien por la humedad de los ríos y arroyos que corren por debaxo, aunque diez y doce estados de hondo llevan los ríos sus peces; tómase el agua debaxo de la tierra. Paresce también que falta el elemento del aire, por ser la tierra llana y llena de arcabucos muy espesos; con todo esto es tierra sana; abunda de cera y miel; hay mucha copia de algodón, que ahora la hace muy rica por la ropa que en ella se labra; danse mucho las legumbres y fructas de la tierra. Hay al presente monesterios de Sant Francisco y algunos pueblos de españoles, el principal y cabeza de los cuales se llama Mérida. Señalóse en la conquista desta tierra y población della D. Francisco de Montejo, de lo cual diré en la primera parte desta historia. Agora, viniendo al viaje de Cortés, diré cómo tomó a Champotón y lo que en él le subcedió.



 

 

Capítulo XXXII

Cómo Hernando Cortés tomó a Champotón y de lo que le subcedió.

Salió Cortés con su flota en demanda del navío que le faltaba, que con el tiempo se perdió al salir de la Punta de Sant Antón y Cabo de Corrientes, que por ser pequeño no pudo sufrir el tiempo. Llamábase El Guecho. Cresce la mar mucho cerca de Campeche, y es esto cosa de mirar en ello, porque en toda la mar del Norte no cresce ni decresce sino muy poco, desde la Mar del Labrador a Paria. Tráense dello diversas razones, aunque las menos satisfacen.

Prosiguiendo Cortés su derrota, llegó a una ensenada que hace unas isletas, cerca de una de las cuales, que Grijalva llamó Puerto de Términos, halló el navío sano y entero, y toda la gente buena, proveída de mucha cecina que con la lebrela habían cazado; y había tanta copia de conejos, que los mataban a palos. Llamó Cortés a aquel puerto el Puerto Escondido; alegróse grandemente en haber hallado el navío sin haber subcedido desgracia; regocijáronse mucho los unos con los otros, preguntándose cómo les había ido, porque los de la flota creyeron que el navío había dado al través, y estaban ya desconfiados de toparle, o que, a lo menos, morirían de hambre los que en él iban, por no ir muy bien proveídos. Los del navío también creyeron que, o la flota era desbaratada o que habían pasado muy adelante. El Capitán del navío se llamaba Escobar.

Juntos, pues, todos, aunque hasta allí habían padescido muchos trabajos, con buen tiempo navegando la vía de Sant Joan de Lúa, llegaron a un río muy grande que Grijalva descubrió, por lo cual le llamaron el Río de Grijalva, e por otro nombre el río de Tabasco o de Champotón, en la boca del cual surgió el General, no atreviéndose a entrar con los navíos gruesos, desde los cuales vieron luego gran población no lexos del río. Acudieron a la lengua del agua muchos indios a manera de guerra, con arcos y flechas, plumajes y devisas, pintados a la usanza de la guerra; venían determinados de no dexar desembarcar a ninguno de los nuestros, paresciéndoles que les subcedería como con los navíos que antes habían ojeado. Cortés, dexando guarda la que era menester, saltó con la demás gente en los bateles con ciertas piezas de artillería y los suyos bien armados; entró por el río arriba, aunque la corriente no les ayudaba nada; andada legua y media, vieron un gran pueblo con casas de adobes cubiertas de paja y cercado de madera con gruesa pared almenada y con sus troneras para flechar a los enemigos. Entonces, dicen unos que los indios entraron en muchas canoas y muy enojados reprehendiendo a los nuestros, porque se habían atrevido a entrar por su tierra. Otros dicen que desde la playa los amenazaban.

Acercóse Aguilar a ellos, y por Aguilar y por un indio que traía, lo mejor que pudo les dio a entender que no venía a hacerles mal, sino a ser su amigo y contratar con ellos. Los indios, o porque estaban lexos, o porque no querían entenderlo, respondieron que no entendían. Cortés entonces se acercó hasta zabordar en tierra, y el indio, como vido tiempo para su deseo, saltó en tierra y fuese a los otros indios, diciéndoles que aquellos hombres advenedizos tenían mal corazón y que tan crueles y robadores; que no los rescibiesen ni proveyesen de cosa. Hizo este indio con sus palabras tanta fuerza en los pechos de los demás indios que fue muy dificultoso, como diremos, el subjectarlos. Hízoles Cortés señal de paz y rogóles por Aguilar que le oyesen; pidióles alguna comida para pasar adelante; ellos en una canoa le inviaron un poco de maíz y tres o cuatro gallinas de la tierra, diciéndole que tomase aquello y que se fuese luego; si no, que le harían cruda guerra, y tractarían a él y a los suyos como habían tractado a los otros sus compañeros. Replicóles el General que toda templanza que no fuesen tan crueles e que ya veían que para tantos hombres era poca comida aquella; que le traxesen más, que él se la pagaría. Los indios, mientras más blandamente les hablaba, más se indignaban contra él, tornando a amenazarle que si no se iba, matarían a él y a los suyos. Esto era a hora de vísperas.

Cortés, vista la crueldad y mala intención de aquellos indios, recogióse a una isleta que el río allí hace, y en la noche cada uno pensó engañar al otro, porque los indios levantaron la ropa y sacaron las mujeres y niños, juntando toda la gente de guerra, para dar en los nuestros; y Cortés invió tres hombres el río arriba a buscar el vado, y aunque el río es muy grande, como era verano, le hallaron. Mandó a éstos que pasado el río diesen vuelta al pueblo para ver si por alguna parte podía entrar, los cuales, habiéndolo bien visto, volvieron y dixeron que por las espaldas un arroyo arriba se podía entrar. Entendido esto por Cortés, lo más secretamente que pudo invió a Alonso de Avila, Capitán que era de un navío, persona de quien Cortés tenía mucho concepto, con ciento y cincuenta hombres de pie, para que aquella noche, encubiertamente, se pusiese cerca del pueblo por la parte que los tres hombres habían dicho que se podía entrar, con aviso que cuando él desde los bateles mandase soltar un tiro, acometiese con grande esfuerzo al pueblo. En el entretanto que Alonso de Ávila iba con su gente, el General mandó que los Capitanes de los navíos saltasen con sus soldados en los bateles, y él se metió en otro con hasta treinta soldados, mandando a Alonso de Mesa, que era el artillero, que cargase dos tiros a la proa del batel, y así, puestos todos a punto, con pocas palabras los animó desta manera:

«Señores y amigos míos: Nosotros como cristianos hemos hecho el deber, convidando a estos indios con la paz y comprándoles la comida, de que tanta nescesidad tenemos, nos la niegan; y como si les hubiésemos hecho algún daño, nos tienen por sus enemigos. Resta que tornándolos a convidar con la paz y amistad, si no la admitieren, los acometamos, como está concertado, con toda furia, para que hagan por temor lo que no quieren por amor, y pues todos habéis de pelear, no por quitar la vida a otros, sino por sustentar la vuestra, razón es que cada uno haga lo que debe.»

Dichas estas palabras, se fue llegando a tierra poco antes que amanesciese, e ya los indios estaban en la playa despidiendo contra los nuestros muchas flechas. El General hizo señal de paz, y por Aguilar les rogó le oyesen; díxoles lo que otras veces, y finalmente, pasada uno hora en demandas y respuestas, diciendo Cortés que había de entrar en el pueblo y ellos que no, mandó soltar el tiro, y saltando luego en tierra con toda la gente los acometió con grande esfuerzo; luego Alonso de Ávila por la rezaga, como estaba concertado, dio en el pueblo. Los indios, como se vieron cercados y sintieron la celada, espantados de los tiros y del ardid de los nuestros, quedaron muchos dellos muertos, desampararon el pueblo, metiéronse en el monte. Cortés, con muy poco daño de los suyos, entró en el templo de los ídolos, que era fuerte y muy grande, donde puso su gente; halló poca presa, aunque mucha comida; y aquella noche, puestas sus guardas y centinelas, descansó hasta otro día, en el cual subcedió lo siguiente.



 

 

Capítulo XXXIII

De lo que a Cortés le acaesció el día siguiente con los indios del río de Grijalva.

Otro día después de curados los heridos, que serían hasta cuarenta, mandó Cortés que le traxesen allí los indios presos, y por la lengua de Aguilar les dixo: «Amigos y hermanos míos: Porque sepáis que nosotros no os venimos a hacer mal, aunque vosotros nos le habéis procurado, os podéis ir libremente a vuestro señor y decirle heis de mí parte que de los heridos y muertos y de todo el daño hecho a mi me pesa más que a ellos, aunque, como sabéis, vosotros tenéis la culpa, pues habiéndoos sido rogado tantas veces con la paz no la habéis querido. Diréis también a vuestro señor, de mi parte, que yo le deseo tener por amigo, y que si no lo rescibe por pesadumbre, me venga a ver, porque tengo muchas cosas que le decir de parte de Dios y del gran señor que me invía; y si no quisiere venir, decirle heis que yo le iré a buscar, y le rogaré por bien me provea de comida, porque no es razón en tierra poblada de hombres tan valientes como vosotros muramos de hambre. Traerle heis a la memoria como los indios de Cozumel nos rescibieron y proveyeron de lo nescesario, quedando, [cuando] nos partimos, por muy amigos nuestros.

Los indios se partieron muy alegres, como aquellos que habían cobrado su libertad, e aunque con muchas palabras encarescieron a su señor y a otros principales el buen tratamiento que Cortés les había hecho y relataron por extenso lo que les había encargado, no por eso el señor mudó propósito, antes más endurescido, juntó gente de cinco provincias, en que habría más de cuarenta mill hombres, entre los cuales venían los señores y caudillos que los regían, conjurados de morir todos o matar aquellos pocos españoles y comerlos con gran regocijo en la primera fiesta principal que viniese.

Otro día vinieron hasta veinte indios bien adereszados a su modo que parescían hombres principales, y dixeron a Cortés que su señor le rogaba que no quemasen el pueblo, que ellos le traerían vituallas. Cortés, respondiéndoles graciosamente, les dixo que él no se enojaba con las paredes, pues soltaba los hombres que tenía presos, e que ya les había otras veces dicho que de parte de Dios y de un gran rey, su señor, tenía que decirles cosas que si las oyesen les darían gran contento. Los indios, que más eran espías que embaxadores, se volvieron, y por asegurar a los nuestros, otro día vinieron con alguna comida, la cual Cortés les pagó algunas cosas de Castilla. Dixéronle después de haberle dado la comida y rescebido el rescate, que su señor decía que libremente podía entrar por la tierra adentro a rescatar comida. Holgó mucho desto Cortés, creyendo que, como habían sido vencidos y sentido las grandes fuerzas de los españoles, querían más la paz que la guerra. Cortés les respondió que se lo agradescía mucho y que así lo haría.

En el entretanto los indios se acaudillaron en partes donde de los nuestros no pudiesen ser vistos, para acometerlos cuando fuese tiempo. Cortés, no recelando la celada, otro día invió tres Capitanes, los cuales fueron Alonso de Ávila, Pedro de Alvarado y Gonzalo de Sandoval, cada uno con ochenta compañeros; el uno de los Capitanes dio en unos maizales cerca de un pueblo, y rogando a los indios le vendiesen maíz, los cuales no queriendo, de palabra en palabra, vinieron a las armas, y fue la furia con que los indios acometieron tan grande, que parescía llover flechas sobre los nuestros. Resistió la capitanía lo que pudo, hasta que se vinieron retrayendo a una parte donde los indios los pusieron en grande aprieto, y murieran todos sin quedar hombre si las otras dos compañías no acudieran a la grita. Trabáse de nuevo una brava batalla que duró hasta la noche, en la cual murieron algunos españoles y fueron heridos muchos, y de las armas; casi los más se encalmaron; hicieran grande estrago en los indios, aunque por ser tantos no los pudieron vencer.

Luego otro día, como Cortés entendió la malicia e odio en que los Champotón perseveraban, después de haber llevado aquella noche todos los heridos a las naos, hizo que muy de mañana, luego después de haber oído misa, saltasen en tierra los sanos, e juntó en campo quinientos hombres y doce de a caballo, que fueron los primeros que en aquella tierra entraron. Ordenólos y repartiólos por sus capitanías, poniéndolos por los caminos hacia el lugar do había de ir, que se llamaba Acintla, que quiere decir en nuestra lengua «lugar cerca de agua». Ordenó el artillería, de la cual llevaba cargo Alonso de Mesa, el cual en lo más de la conquista fue muy nescesario. Los indios, en el entretanto, no se descuidaban nada, porque no era amanescido cuando en número de más de cuarenta mill en cinco escuadrones salieron a buscar a los nuestros, y como gente práctica en la tierra, los esperaron entre unas acequias de agua y ciénagas hondas y malas de pasar.

Cuando los nuestros se vinieron a juntar con los indios, se hallaron muy embarazados y comenzaron a perder el orden que llevaban. El General, con los de a caballo, fue hacia do entendió que estaba la mayor fuerza de los enemigos, mandando a la gente de pie que caminase por una calzada que de una parte y de otra estaba llena de agua; él pasó con los de a caballo por la mano izquierda do iba la gente, y no pudo llegar a los contrarios tan presto como pensó, ni ayudar a los suyos. En el entretando, los indios acometieron con gran furia a los nuestros con varias flechas y piedras de honda; teníanlos cercados y metidos en una hoya a manera de herradura; pusiéronlos en tan gran peligro, aunque los nuestros hacían gran daño en ellos con las ballestas, escopetas y artillería, que se vieron muy fatigados, así porque los indios eran muchos y acometían siempre de refresco, mudándose unos y viniendo otros, como porque se reparaban con los árboles y valladares.

Los nuestros se dieron priesa a salir de aquel mal paso, metiéndose hacia un lado a otro lugar más espacioso y llano y con menos acequias, donde se aprovecharon más de las armas y especialmente de los tiros, los cuales hicieron mucho daño, porque como los enemigos eran muchos, daban siempre en lleno. Con todo esto, como los enemigos eran tantos y los españoles se iban cansando y había siempre más heridos, los arremolinaron en tan poco estrecho de tierra, que les fue forzado para defenderse pelear vueltas las espaldas uno a otros; y aun desta manera estuvieron en muy gran peligro, porque ni tenían lugar de jugar el artillería ni de hacer campo con las armas, porque los de a caballo aún no habían llegado. Estando en tan estrecho trance aparesció uno de a caballo, que pensaron los nuestros ser el General o Francisco de Morla; arremetió a los indios con muy gran furia; retirólos gran espacio; los nuestros cobraron esfuerzo y acometieron con gran ánimo, hiriendo y matando en los indios; el de a caballo desapareció, y como los indios eran tantos, revolvieron sobre los nuestros, tornándolos a poner en el estrecho que antes; el de a caballo volvió y socorrió a los nuestros con más furia e ímpetu que de antes; esto hizo tres veces, hasta que Cortés llegó con los de a caballo, harto de pasar arroyos e ciénagas y otros malos pasos, el cual, viendo su gente en tan gran peligro, les dixo en alta voz: «Adelante, compañeros; que Dios y Sancta María es con nosotros y el Apóstol Sant Pedro, que el favor del cielo no nos puede faltar si hacemos el deber.» Dichas estas palabras arremetió a más correr con los otros de a caballo por medio de los enemigos; lanzólos fuera de las acequias y retráxolos en parte do a su placer los pudo desbaratar. Los indios dexaron el campo, y confusos y sin orden se metieron huyendo por las espesuras, que no paró hombre con hombre. Acudieron luego los de a pie y siguieron el alcance, en el cual mataron más de trecientos indios, sin otros muchos que hirieron. Pasó esta batalla Lunes sancto.

El General, conseguida esta victoria, mandó tocar a recoger; fueron los heridos de flechas y piedras sesenta; dicen que no murió ninguno: mandólos el General curar todos; dieron muchas gracias a Dios por la merced que les había hecho en librarlos de tantos enemigos; comenzaron a tractar quién sería el de a caballo; los más decían ser el Apóstol Sanctiago, aunque Cortés, como era tan devoto de Sant Pedro, decía ser su abogado, al cual en aquel día con gran devoción se había encomendado; y aunque no está cierto cuál de los dos Apóstoles fuese aquel caballero, lo que se averiguó por muy cierto fue no haber sido hombre humano ni alguno de los de la compañía; de adonde consta claramente cómo Dios favorescía esta jornada, para que su sancta fee se plantase en tierra do por tantos millares de años el demonio tiranizaba.



 

 

Capítulo XXXIV

Cómo vencidos los champotones, convencidos por buenos comedimientos, se dieron por amigos.

Acabada esta batalla, que se concluyó, con la noche, los nuestros descansaron en el real dos días, porque estaban cansados y fatigados de la hambre. En el entretanto, Cortés invió algunos de los indios que tenía presos al señor y a otros comarcanos caciques que con él se habían juntado a hacer la guerra, a decirle que le pesaba del daño hecho entre ambas las partes, y que ellos lo habían mirado mal en no tener cuenta con los ofrescimientos que les había hecho y con no admitir el aviso que cerca de lo que les convenía, les quería dar de parte Dios y de aquel gran Emperador por cuyo mandado venía a comunicarlos, y que por lo subcedido entenderían cuán poca razón habían tenido, pues tan pocos españoles habían vencido a tantos indios, y que con todo esto, él les perdonaba la culpa que en esto habían tenido si luego venían a él a darle razón por qué habían estado tan endurescidos y habían porfiado tanto contra tan buenos comedimientos, y que les apercebía que si dentro de dos días no venían, que él los iría a buscar por toda la tierra, destruyendo y talando cuanto hallase y no dando vida a hombre que topase.

Como la repuesta se tardó algo, al tercero día Cortés salió al campo con determinación de buscarlos; en esto vinieron hasta cincuenta indios principales de parte de todos aquellos señores que habían sido en la liga, los cuales, humillándose al Capitán, hablaron desta manera: «Los que aquí venimos somos tus esclavos, y de parte de nuestros señores, que también se ofrescen por tus esclavos, te hacemos saber que están muy pesantes de haberte enojado, aunque han llevado la peor parte, y dicen que bien paresce que tenían poca razón y tú mucha, pues sus dioses, siendo nosotros tantos, no quisieron darles la victoria, y que pues ellos conoscen su culpa y tu mucha razón y el gran esfuerzo con que has peleado, te suplican los perdones y rescibas por tus amigos, que ellos te guardarán para siempre esta fee y palabra que te dan, en testimonio de lo cual te piden les hagas merced de darles licencia para enterrar los muertos y seguridad para venirte a besar las manos y oír todo lo que les quisieres decir.»

Cortés con alegre rostro respondió en pocas palabras que se holgaba hubiesen venido en conoscimiento de su error y que les daba licencia para lo que pedían, y que en la venida de los señores no le mintiesen, porque ya no los oiría por mensajeros. Despidiéronse con grandes comedimientos los indios, y después de dada la repuesta, sus señores les preguntaron extensamente del asiento y orden de los nuestros, la gravedad y severidad con que el General los había rescebido y respondido, las armas y bullicio de gente y otras particularidades que no en poca admiración los pusieron; y así juntos, antes que ninguno fuese a su casa, trataron si sería bien cumplir la palabra o volver sobre los nuestros.

Finalmente, después de grandes altercaciones, se resumieron en ir a ver al Capitán, por no poner en condisción sus personas y estados, entendiendo que sus fuerzas no eran iguales con las de los nuestros y que parescíamos invencibles e inmortales. Con esta determinación salieron a su modo ricamente vestidos, acompañados de muchos indios, con joyas de oro que valdrían hasta cuatrocientos pesos, para presentar al General. Fue la cantidad tan poca, porque en aquella tierra no labran oro, ni hay minas de plata; llevaron, que era lo que más hacía al caso, mucho bastimiento de pan, gallinas y fructas. El señor principal iba acompañado de los otros señores, entre dos de los más principales; la demás gente iba un poco atrás.

Llegaron do el General estaba, y poniendo delante del los criados el presente, ellos le hicieron un grande acatamiento. Levantóse Cortés de la silla y abrazó primero aquel señor, y luego a todos los demás por su orden. Hecho esto, un indio, haciendo gran comedimiento, se puso a un lado entre aquel señor y el General. Aguilar se puso del otro lado, para declarar lo que el indio quería decir, al cual señor, haciendo gran comedimiento y reverencia a Cortés, dixo todo lo que él por su propia boca pudiera decir, para que lo dixese a Aguilar. Es esta costumbre entre ellos, que cuando el señor con quien hablan no entiende la lengua, ponen a un criado a que hable, pues el criado del otro señor ha de declararlo, y así guardan entre ellos su auctoridad y reputación. Lo que este señor dixo por boca de su criado, e interpretado por Aguilar, fue que él y aquellos señores humildemente se ofrescían por sus criados, y que de lo pasado les pesaba mucho, porque habían sido engañados; que de ahí adelante le servirían en todo, e que en señal desto le traían aquel oro y joyas y ofrescían aquel bastimento para el real, y que ellos y la tierra toda estarían siempre a su servicio y le obedescían como a su señor, aquel gran Príncipe en cuyo nombre habían venido.

Holgóse Cortés en extremo con lo que el señor les dixo, tornóle a abrazar e hízole grandes caricias; dio a él y a los otros señores cosas de rescate, con que muchos se holgaron; díxoles que él y los suyos serían muy sus amigos.

Acabadas estas palabras y otras de mucha amistad que entre el General y ellos pasaron, aquel señor y otros, oyendo el relinchar de los caballos, que estaban atados en el patio, preguntaron que qué habían los tequanes, que quiere decir «cosas fieras». Respondióles Cortés que estaban enojados porque no había castigado gravemente su atrevimiento, pues se habían puesto a hacer guerra a los cristianos. Ellos amedrentados, creyendo ser esto así, traxeron muchas mantas do se echasen los caballos y muchas gallinas que comiesen para aplacarlos; decíanles que no estuviesen enojados y que los perdonasen, porque de ahí adelante serían muy amigos de cristianos. A esto Cortés y los que allí se hallaron desimularon mucho, porque por entonces convenía así.

Preguntóles qué había sido la causa por que con él se habían habido tan ásperamente, pues con otros que por allí habían pasado como ellos, se habían habido humanamente. Respondieron que los otros navíos y los que en ellos venían eran pocos y los primeros que por allí visto habían, y que contentándose con rescatar algunas cosillas y con pedir pocas cosas para comer, se habían pasado de largo; pero que ahora tantas naos y tantos hombres los habían puesto en gran sospecha que les venían a tomar el oro y su tierra y haciendas; y que tiniéndose ellos por hombres esforzados entre todos sus vecinos y que no reconoscían señorío a nadie ni que dellos ningún otro señor sacaba tribuctos ni gente para sacrificar, le había parescido gran cobardía siendo ellos tantos y los nuestros tan pocos no matarlos a todos; y que para esto, el indio que se había huido los había animado mucho, diciendo ser los nuestros robadores, de mal corazón, amigos de mandar y señorearlo todo, pero que se habían engañado, así en creer al indio, como en pensar que podían destruir a los nuestros. Dixeron tras esto que los tiros y las espadas desnudas y las grandes heridas que con ellas los nuestros hacían, los había en gran manera espantado, y que aquellos tequanes, que eran los caballos, eran tan bravos y tan ligeros que con la boca los querían comer y parescía no correr sino volar, pues los alcanzaban por mucho que ellos corrían, y que sobre todo aquel caballo que primero vieron, les quitaba la vista de los ojos y había puesto gran espanto, de adonde cuando los otros vinieron, se tuvieron por perdidos, y que siempre creyeron que el caballo y el hombre era todo uno.



 

 

Capítulo XXXV

Cómo Cortés dixo algunas cosas a aquellos señores tocantes al servicio de Dios y del Emperador.

Pasadas estas cosas, luego que Cortés entendió que la amistad no era fingida, haciéndolos asentar, por lengua de Aguilar les habló desta manera: «Señores y amigos míos: Todas las veces que os invié a hablar para que viniésedes en la amistad que ahora tenemos, os dixe que de parte de Dios y del Emperador, mi señor, tenía que deciros algunas cosas que os importaba mucho saber, las cuales, por estar sospechosos de nuestra amistad no quesistes oír; y pues ahora entendéis cómo jamás hemos pretendido vuestro daño, será bien que con todo cuidado oigáis lo que cerca de Dios y del Rey os quiero decir; y así, ante todas cosas, sabed que no hay más de un Dios, criador y hacedor de todo lo que veis, y que no puede haber sino uno, porque Éste lo ha de poder todo y saber todo, ca si hobiese otros, no podría sustentarse la unidad y concordia que hay en todas las cosas criadas. Este Dios es tan poderoso que de nada crió el cielo y la tierra, los ángeles y los hombres; es tan bueno que lo sustenta todo; es tan justo que ni el bueno queda sin galardón, ni el malo sin castigo; quiso tanto al hombre que, viendo cómo el demonio le había engañado, se hizo hombre, nasciendo de madre virgen; murió por él, porque el hombre, aunque le veis morir, el ánima, que es imagen de Dios, nunca muere, y después vendrá tiempo que el cuerpo se junte con el ánima para nunca más apartarse; de manera que el hombre que en esta vida, creyendo en un solo Dios, vivió bien, cuando este mundo se acabe, que será el día del Juicio, resucitará en cuerpo y en ánima, para gozar deste Dios para siempre jamás, que es verdadera gloria; y, por el contrario, el que no creyere en Él, o el que habiendo creído, viviere mal, en aquel tiempo tomará su cuerpo para ser atormentado para siempre en las penas del infierno; y para que sepáis de raíz vuestra perdición y engaño, sabréis que después que Dios crió los ángeles, uno dellos que se llama Lucifer, con muchos que le siguieron, se quiso igualar con su Criador, por la cual ofensa fue echado del cielo con sus compañeros. A éste y a ellos llamamos diablos, que quiere decir caviladores, porque con el pesar que tienen de que el hombre suba al asiento que ellos perdieron, procuran con gran cuidado, quitando la honra al verdadero Dios, tomarla para sí, haciéndose adorar de los hombres como si fuesen verdaderos dioses; y así, debaxo de diversas figuras procuran ser venerados, en lo cual hay dos grandes engaños: el primero, que hacéis dios de una piedra, que no siente, o de un animal, que matáis para comer; el otro, que os piden vuestra vida y sangre, la cual nunca os dieron ni pueden dar ni quitar: y así, para que se pierdan vuestras ánimas y después vuestros cuerpos, os permiten y mandan que os comáis unos a otros; que el más poderoso tiranice al más flaco; que uno pueda tener muchas mujeres y, lo que peor es, que unos con otros tengáis acceso carnal y que cometáis otros nefandos y abominables pecados que claramente son contra toda razón natural y muestran que el dios, si tal se puede llamar, que los consiente, es malo y nefando. El Dios que yo os predico no quiere sino vuestro bien, y quiéreos tanto, que no quiere que hagáis cosa mala por la cual muráis para siempre; y si la hicierdes, que os pese della, volviéndoos a Él, el qual, ha querido que el Rey de España y Emperador de los cristianos, mi señor, por comisión de un Sumo Sacerdote que en la tierra está en lugar de Dios, rigiendo y apacentando las ánimas, me inviaron con esta gente que veis a buscaros, como a hombres que estáis fuera del camino, y alumbraros como a ciegos que estáis con los engaños del demonio, y a que conoscáis los errores, pecados y maldades en que por engaño de los demonios habéis vivido; por esto debéis mucho a gran señor; reconocelde y servilde tan grand merced, admitiéndole de vuestra voluntad por Príncipe y señor vuestro, para que él por sus ministros os enseñe la ley cristiana y sustente y conserve en justicia; y porque yo vengo en su nombre a daros a entender lo que he dicho, ruégoos que en su nombre me rescibáis y deis vuestra palabra de conoscer y creer un solo Dios y servir y obedescer a este Emperador de los cristianos.»

Acabada esta plática, que aquellos señores y los vasallos que con ellos iban oyeron con gran atención, admirados y aun convencidos con la fuerza de la verdad que no habían oído, dieron muchas gracias al General, y aquel señor con consentimiento y ruego de los demás, por sí e por ellos respondió desta manera: «Señor, gran merced es la que nos has hecho en darnos a entender la ley que vosotros tenéis y guardáis, y cierto, debemos mucho a ese gran señor que te invía, y no menos a ti, porque veniste. Nosotros, aunque no tan claramente como querríamos. por ser tan la primera vez que nos hablas, conoscemos los vicios en que hemos vivido, y que no son dioses, sino diablos, como dices, los que hasta ahora habemos adorado, pues siempre nos han dexado vivir mal y querido que con nuestra sangre y vida les hagamos sacrificio. Nosotros, pues, desde ahora para siempre nos ponemos en tus manos con nuestros vasallos, tierras y haciendas, para que las ofrescas a ese Emperador de los cristianos que tanto nos ama, y seguiremos la ley que por ti nos predica»

Con estas palabras se despidieron muy graciosamente de Cortés, y en llegando a sus casas le inviaron nuevo refresco y con él doce o trece indias para que hiciesen tortillas, entre las cuales vino una que después, bautizándola, llamaron Marina, y los indios, Malinche. Esta sabía la lengua mexicana y la de aquella tierra, por lo cual, como adelante diré, fue muy provechosa en la conquista de la Nueva España.



 

 

Capítulo XXXVI

Cómo Marina vino a poder de los nuestros y de quién fue.

Ya que Dios, para la conversación y bien de tantos infieles, había proveído de Aguilar, quiso que entre las esclavas que estos señores inviaron fuese una Marina, cuya lengua fue en gran manera para tan importante negocio nescesario; y pues se debe della en esta historia hacer notable mención, diré quién fue, aunque en esto hay dos opiniones: la una, es que era de la tierra de México, hija de padres esclavos, y comprada por ciertos mercaderes, fue vendida en aquella tierra; la otra y más verdadera es que fue hija de un principal que era señor de un pueblo que se decía Totiquipaque y de una esclava suya, y que siendo niña, de casa de su padre la habían hurtado y llevado de mano en mano [a] aquella tierra donde Cortés la halló. Sabía la lengua de toda aquella provincia y la de México, por lo cual fue tan provechosa como tengo dicho, porque en toda la jornada sirvió de lengua, desta manera: que el General hablaba a Aguilar y el Aguilar a la india y la india a los indios.

Repartió Cortés estas esclavas entre sus Capitanes para el servicio dellos, y cupo Marina a Puerto Carrero. Esta india se aficionó en tanta manera a los nuestros, o por el buen tratamiento que le hacían, visto cuánto convenía regalarla, o porque ella de su natural inclinación los amaba, alumbrada por Dios para no hacerles traición, que aunque muchas veces fue persuadida, unas veces por amenazas y otras por promesas de muchos señores indios, para que dixese unas cosas por otras, o diese orden cómo los nuestros paresciesen, nunca lo quiso hacer, antes, de todo lo que en secreto le decían, daba parte al General y a otros Capitanes, y así los hacía siempre vivir recatados. Casóse después esta india, en la prosecución de la conquista con Joan Xaramillo, conquistador y hombre que en la guerra sirvió valientemente.



 

 

Capítulo XXXVII

Cómo Cortés partió de Champotón y vino al Puerto de Sant Joan de Lúa.

Después que Cortés hubo pacificado los champotones, deseoso de llegar al fin de su esperanza, adereszando su viaje y proveyendo sus navíos, determinó otro día, que era Domingo de Ramos, hacer una solemne procesión, para la cual convidó aquellos señores indios y a sus vasallos, los cuales, como son amigos de novedades, vinieron de muy buena gana, ricamente adereszados y tantos en número (porque también vinieron las mujeres y niños) que cubrían los campos. Hizo Cortés la procesión con ramos en las manos, con toda pompa, auctoridad, devoción y lágrimas que pudo, la cual solemnidad miraron los indios con gran atención y cuidado, y hubo entre ellos algunos que dixeron que el Dios de los cristianos era el verdadero y el Todopoderoso, pues gentes de tanto esfuerzo y valor, con tanta auctoridad y pompa, con tanta reverencia y veneración, con tantos instrumentos de música y voces, le servían y adoraban. Cortés, no dexando el ramo de la mano, llamó a Aguilar, y para despedirse de aquellos señores y de los demás indios le dixo que les dixese: «Señores y amigos míos: Yo confío en el Dios que adoro y os he predicado, que es solo verdadero Dios y señor nuestro, que adelante entenderéis la mucha verdad que con vosotros he tratado, y se que encomendándoos a Él y a su Sanctísima Madre, cuyas imágenes os dexo que adoréis, no le pediréis cosa, como acontesció a los de Cozumel, que no la alcancéis, y alumbrará vuestros entendimientos para que mejor conoscáis la ceguedad en que hasta ahora habéis estado; y pues el Emperador y Rey, mi señor, nos ha inviado para que siendo vosotros nuestros amigos vengáis en este conoscimiento, ruégoos mucho porque después yo os inviaré sacerdotes que os enseñen, que tengáis vuestro corazón puesto en sólo Dios, y con los cristianos que por aquí pasaren uséis de toda caridad, guardando la palabra que me tenéis dada de servir en lo que pudiéredes a este gran Príncipe que me invía.»

Acabada esta breve plática, los abrazó, y ellos, diciendo que harían todo lo que les mandaba, le acompañaron hasta que con toda la gente se metió en los navíos y se hizo a la vela. Saludólos Cortés desde los navíos con una hermosa salva de artillería; prosiguió su derrota sin subcederle cosa memorable; llegó al río de Alvarado, cuyo puerto es Sant Joan de Lúa; no entró por él, como dicen algunos, porque tiene baxíos a la boca, y así, si no son barcas pequeñas, no entran navíos de más carga, y si este río se pudiera navegar con navíos gruesos, fuera importante negocio para la seguridad y contratación de la Nueva España, porque se pudiera hacer en él puerto muy abrigado; y así por no haber otro, sirve el de Sant Joan de Lúa, tan descubierto para el norte, que muchas veces da con los navíos al través.

Hay otro puerto, que es el de Diauste y Papalote, pero no se cursa, porque es puerto muy abierto. Tiene un peñolcillo, detrás del cual surgen los navíos.

Deste río de Alvarado al puerto de Sant Joan de Lúa no hay más de ocho leguas, por lo cual, saliendo de Champotón, que es el río que se llamó de Grijalva, no tuvo Cortés nescesidad de desembarcar en el río de Alvarado, sino derecho tomar puerto en Sant Joan de Lúa, donde hasta hoy le toman todos los navíos que vienen de España. Llegó Cortés a este puerto con su armada sana y salva jueves sancto, año de MDXIX.

Libro Tercero

De la segunda parte de la crónica general de las Indias



 

 

Capítulo I

De lo que hizo Cortés desembarcando en San Juan de Lúa.

Antes que entrase en el puerto, los que iban en los navíos cantidad de indios andar por la costa, y capeando a los nuestros hacían señas para que se acercasen. El General, después que hubo tomado puerto, no quiso que nadie fuese aquel día a tierra sin su licencia y mandado, recatándose no hubiese alguna celada. Los indios, como vieron que ninguno de los nuestros saltaba en tierra, dos principales dellos se metieron en dos canoas con sus remeros, y buscando al señor del Armada, como de un navío les hicieron señas cuál era la capitana donde Cortés venía, llegáronse a bordo. Aguilar, que siempre iba con el General y Marina, preguntándoles qué era lo que querían, respondieron que hablar al General. Dixéronles que entrasen. Ellos, como vieron al General, haciendo su acatamiento, le dixeron que Teudile, gran mayordomo de Motezuma y gobernador de aquella tierra, inviaba a saber qué gente y de dónde era aquella que venía, qué buscaba y si quería parar allí o pasar adelante.

Tenía Motezuma, según era grande su poder, mucha noticia de los españoles desde Champotón, por vía de los mercaderes que lo corrían todo Invió estos mensajeros Teudile, para luego dar aviso a su señor Motezuma de la venida de los españoles y de lo que pretendían, para que estuviese advertido de lo que debía de hacer, porque, como adelante diré, no se holgaba nada Motezuma con la venida de los nuestros, por los pronósticos que tenía, Cortés, aunque no les respondió, luego rescibiólos con alegre cara, e hízolos sentar sobre una caxa junto a su silla, mandando a todos los del navío estuviesen quedos, sin hacer bullicio, porque aquellos principales no se alterasen y rescibiesen algún miedo. Luego ellos desenvolvieron una manta y sacando della una sonajera de oro fino a manera de limeta y cinco rodelas de plata, con gran comedimiento las presentaron a Cortés, diciéndole que de parte del gran señor Motezuma, cuyos esclavos eran ellos, rescibiese aquel pobre presente. Dicen que aquí estuvo Cortés muy confuso, porque Aguilar ya no entendía aquella lengua mexicana, que es de los Naguales, que corre por toda la Nueva España, aunque luego se entendió de Marina, que la entendía. Dicen otros que estonces no se supo que Marina supiese la lengua mexicana, porque venía con Puerto Carrero en su navío, hasta que después de haber saltado en tierra, oyendo que unos indios intérpretes, que eran de los que truxo de Cuba, interpretaban falsamente, en gran daño de los nuestros lo que Cortés respondía, habló a Aguilar en la lengua que él sabía, diciendo que aquellos perros respondían al revés de lo que el General decía. Aguilar, muy alegre, lo dixo a Cortés, el cual, llamando a la Marina por lengua del Aguilar, le dixo que fuese fiel intérprete, que él le haría grandes mercedes y la casaría y le daría libertad, y que si en alguna mentira la tomaba, la haría luego ahorcar. Ella fue tan cuerda y sirvió tan fielmente hasta que algunos de los nuestros entendieron la lengua que, aunque fuera española e hija del General, no lo pudiera hacer mejor.

Volviendo, pues, a la confusión que Cortés tuvo, acordándose de los indios de Cuba, por ellos respondiendo a aquellos principales, les dixo que él venía en demanda de aquella tierra de muy lexos, por mandato de un muy gran señor, para conoscer y tractar a su señor Motezuma, de quien tenía grandes nuevas, y para decirle algunas cosas de parte de Dios, que a él y a toda su gente convenía mucho, e que a esta causa se había de desembarcar y detenerse allí algunos días. Los principales respondieron que se holgaban mucho dello y que lo irían a decir a Teudile, su señor, el cual tenía gran deseo de los ver. Acabadas estas y otras razones que entre ellos pasaron, mandó Cortés darles colación de conservas y fructas de Castilla y de beber de nuestro vino, con el cual se holgaran demasiadamente, dando a entender el uno al otro cuán bien les sabía. Acabada Ia colación se despidieron de Cortés con mucha crianza, el cual, como era tan avisado y sabía a lo que obliga el que da y es liberal, mandó sacar unos bonetes de grana, cuchillos, tixeras y algunas sartas de cuentas, margaritas y diamantes falsos, lo cual repartió entre los dos con rostro tan alegre que claramente mostraba meterlos en las entrañas y desear darles mucho más. Dicen que los indios, visto el contento con que Cortés les daba aquellas cosas, se atrevieron a pedirle un poco de la conserva y del vino. Cortés se lo mandó dar, y ellos se despidieron dél muy contentos para Teudile, a quien dixeron que había de dar todo lo que llevaban.



 

 

Capítulo II

Cómo después de llegado Cortés al puerto de San Joan de Lúa, invió dos bergantines a buscar puerto y de lo que les avino.

La noche antes que Cortés saltase entierra determinó, para ver si podría hallar mejor puerto, inviar dos bergantines que corriesen la costa; en el uno invió a Montejo, y en el otro a Rodrigo Álvarez, por ser personas de crédicto y confianza. Encomendóles que llevasen la vía de Panuco, porque por aquella costa le habían dicho que había puerto; navegaron la costa abaxo, y descubrieron a do es ahora Villa Rica la Vieja y corrieron toda la costa de Almería y toda la demás costa casi hasta Isla de Lobos, adonde les dio tiempo tan bravo que nunca pensaron salir con vida del peligro en que se vieron; faltóles luego, aunque el tiempo abonanzó, el agua, y de tal manera que pensaron perescer de sed. Para socorrer a esta nescesidad el artillero mayor, con otros dos compañeros, queriendo salir a tierra se ahogó, y el otro, esforzándose lo más que pudo, no sin muy gran trabajo y grandes heridas de la mucha reventazón que el agua hace en aquellos arrecifes, salió a tierra; el otro se volvió con muy gran miedo y no sin notable peligro a los bergantines. Luego otro día, atando sogas con sogas hasta la reventazón, echaron el escutillón todo lo más largo que pudieron, para que asiéndose a él, el que había quedado en tierra pudiese volver al navío, el cual con gran dificultad tomó el cabo, y balando los marineros con muchos golpes de mar, le metieron en el navío.

En el entretanto, Montejo y Rodrigo Álvarez mandaron que todas las armas se atasen a la tablazón del un bergantín para que la misma tormenta las echase a tierra, determinados de zabordar en tierra con los bergantines, por no perescer de sed: e ya que querían hacer esto, se levantó un norte con un gran aguacero, y como todos estaban tan sedientos, aunque el viento los fatigaba, holgaron mucho con el aguacero, porque con sábanas y algunas vasijas tomaban el agua; y era tanta su sed, que algunos abrían la boca al agua que corría por las velas abaxo, que no debía ser tan buena como la del río Tajo. Mataron una tonina, porque si no era el pan, todo el demás bastimento habían echado a la mar para quitar la ocasión de la sed, y con el norte llegaron aquel día cerca de Sant Joan de Lúa. Fueron al real a dar mandado cómo habían hallado puerto; saltaron todos en tierra, y descalzos, las cabezas descubiertas, fueron en procesión desde donde desembarcaron hasta una iglesia que el General había mandado hacer, donde llegando, con muchas lágrimas y gran alegría. postrados por tierra, dieron muchas gracias a Dios por haberlos librado de tan grandes peligros.

Cortés se alegró mucho con ellos, porque por los vientos que habían corrido entendió el gran peligro en que se habían visto, y porque de Sant Joan de Lúa se hace tanta mención, será bien decir por qué se llamó así. Es, pues, de saber que si dicen Ulúa quiere decir «árbol», o una resina que dél sale, de la cual los indios hacían sus pelotas con que jugaban, que como los españoles con las manos arrojan la pelota, así ellos, desnudos en carnes, la rechazaban y daban con el encuentro del anca; y si dicen Sant Joan de Culhúa, quiere decir de aquella generación o gente que se enseñorearon de la tierra de México; y así, antes que los mexicanos se enseñoreasen de tan grandes provincias, los indios naturales de aquella tierra la llamaban Chalchicoeca, que quiere decir «en el agua clara».



 

 

Capítulo III

Del buen rescibimiento que el gobernador Teudile hizo a Cortés y el presente que el Señar de México le invió.

Después que Cortés asentó su real, y con sus amigos, como adelante diremos, dio orden y manera cómo se descargase de la obligación que a Diego Velázquez tenía, y, en nombre del Rey, por los de su exército fuese elegido, y, como parescerá, casi forzado a aceptar el cargo de General, el Domingo de Pascua por la mañana vino Teudile del pueblo de Cotasta, que era ocho leguas de allí, muy como señor, acompañado de más de cuatro mil indios bien ataviados y sin armas; los más dellos vinieron cargados con muchas cosas de comer, que mataron la hambre a todo el real. Teudile entró acompañado de los más principales a do el General estaba, el cual, como ya estaba avisado, se adereszó lo mejor que pudo y se asentó en una silla de espaldas, acompañado de todos los Capitanes, adereszados lo mejor que pudieron para mostrar el auctoridad de su Capitán a los indios, y puesto delante de Cortés, como vio el auctoridad con que estaba asentado, haciendo primero una grande inclinación, se sacó sangre de la lengua con una paja, porque la traía, al uso y costumbre de aquella gente, horadada. Fue esta la mayor reverencia y acatamiento que se le pudiera hacer entre los indios, porque sacar sangre de la lengua o del brazo o echar encienso, nunca lo acostumbraban sino cuando hacían gran sacrificio a los ídolos que por dioses tenían. Hecho este comedimiento, sacó ciertas joyas de oro y otras de pluma muy vistosas y mantas de algodón ricamente labradas, [y] mandando poner delante todo el refresco de comida, que era muy grande, por lengua de Marina y de Aguilar habló de esta manera:

«Señor y valiente Capitán: Bien te acordarás cómo los indios que te fueron a visitar al navío antes que desembarcases, te preguntaron qué era lo que querías y a qué eras venido, para dar dello relación al gran Emperador Motezuma, cuyo esclavo soy yo, los cuales como tú respondiste que de parte de un gran Rey e señor tuyo le venías a conoscer y visitar, fueron con esta repueta y ahora son venidos con mandato del gran señor Motezuma, para que yo te resciba y sirva lo mejor que pudiere, y en su nombre te ofresca estas joyas, las cuales te invía, agradesciéndote mucho la venida y teniendo en gran merced que tan gran señor como dices que es el Emperador le quiera conoscer.» Cortés, aunque luego sospechó, como después paresció, que aquellos eran cumplimientos de Motezuma, respondió levantándose primero de la silla y abrazándole muy amigablemente, haciéndole juntamente sentar en un banquillo: «Mucho te agradesco, señor, el trabajo que has tomado de venir desde tu casa hasta aquí, pero haces lo que debes al servicio de tan gran Príncipe como Motezuma, al cual dirás que le beso las manos, y que estas joyas, por ser suyas, las tengo en mucho, e inviaré al Emperador, mi señor, como prendas del amor y conoscimiento con que tu señor Motezuma le paga.» Y luego, haciendo sacar un sayo de seda, una medalla, un collar de cuentas de vidrio y otros sartales, los dio por la mano a Teudile, el cual lo rescibió con mucho comedimiento, rindiéndole muchas gracias, porque eran cosas que él ni los suyos jamás habían visto, y como tan peregrinas, túvolas en tanto que luego las invió a su señor Motezuma, no diciendo que Cortés se las inviaba, sino que él porque las viese, le servía con ellas, pues era su esclavo; invióle asimismo con estas cosas un lienzo que los indios labran de algodón, en el cual, porque letras ni modo de escrebir no tenían, iba pintado todo el real, los navíos y cómo habían los nuestros saltado en tierra, señalada la persona de Cortés y las de los Capitanes y de otras personas principales, tan al natural como si muchos años los hubieran tractado.

Como vio Hernando Cortés el contento que Teudile mostraba con las cosas que le había dado y que allí delante dél las había dado a ciertos indios principales para que luego las llevasen al pueblo de Cotasta, sintiendo que con ellas había de inviar la embaxada a Motezuma, mandó que delante dél saliesen todos los españoles con sus armas en ordenanza, al paso y son del pífaro y atambor, y que luego trabasen una muy reñida escaramuza, y que también los de caballo con sus cascabeles y adargas hiciesen otra escaramuza, de la cual Teudile y los suyos se maravillaron mucho, porque pensaban hombre y caballo ser una misma cosa; tuvo pavor, aunque Cortés se reía con él. Mandó, hecho esto, al artillero mayor que, puestas las piezas de artillería en el orden y asiento que es menester para dar batería a una ciudad, disparase, sin quedar ninguna, contra cierto baluarte, para que los indios viesen la gran furia de los tiros y considerasen el mucho daño que podrían hacer en las personas, pues en las paredes le hacían tan señalado.

Muy espantado quedó de todo esto Teudile, y como era hombre de buen juicio, fácilmente coligió que con aquellas armas y bestias, aunque no eran muchos los nuestros, podían salir con lo que intentasen; y que sintiese esto, y aun muchos de los principales, paresció claro por el nuevo respecto con que de ahí adelante tractó a Cortés, aunque antes, como dixe, le honró como a sus dioses. Preguntóle Cortés que le parescía de todo lo que había visto; respondió con gran reverencia: «Señor, todo lo que he visto nunca he visto, y así no puede dexar de ser nuevo y maravilloso para mí, porque, aunque sois hombres como nosotros, sois de otro color y talle; vuestro traje es en todo diferente del nuestro, y esos hombres que andan tan altos y corren tanto y tienen cuatro pies me admiran mucho, pero lo que me ha mucho atemorizado, son aquellas armas gordas que echan fuego y suenan tanto, que me paresció que relampagueaba y tronaba el cielo.» Y los navíos, asimismo, dixo que le habían admirado a causa que eran grandes casas de madera que andaban sobre el agua.

Cortés se holgó mucho con esta respuesta, porque della entendió que los nuestros y nuestras armas le habían puesto miedo y que todo lo haría saber a su señor Motezuma, como luego lo hizo, despachando indios por la posta, para que de palabra y por pintura diesen a entender a Motezuma todo lo que asaba.

Dicen que Cortés, para tener espacio de hablarle, convidó a Teudile a comer y que le asentó a su mesa. Hízose servir muy como señor, para que de todo diese relación a Motezuma. Acabada la comida, después de haber reposado un poco, ya que Teudile se quería despedir para volverse a su pueblo, Cortés le hizo la plática siguiente:



 

 

Capítulo IV

De la plática que Cortés hizo a Teudile y de lo que más subcedió.

«Teudile, fiel criado y gobernador en esta provincia de Motezuma: Porque sé que de todo lo que has visto, has dado y das larga cuenta a tu señor, será bien que de propósito entiendas quién soy, quién me invía y para qué; para que veas lo que debes avisarle, y tu señor lo que debe de hacer. Yo me llamo Hernando Cortés, soy Capitán principal de toda esta gente que ves, soy vasallo y criado del mayor señor y más poderoso que hay en el mundo, el cual, tiniendo noticia desta gran tierra y del mucho valor de tu señor Motezuma, me invió a que le visitase y hablase de su parte, y de parte de Dios le avisase conosciese los errores grandes en que él y todos los suyos viven, adorando muchos dioses en figura de animales, con sacrificios de hombres sin culpa e inocentes, viviendo en muchas cosas contra toda razón y ley natural, no habiendo ni pudiendo haber más de un solo Dios, criador de todo lo que vemos y no vemos, el cual, en sus sacrificios, como clementísimo, no pide las haciendas de los hombres ni la sangre, ni que pierdan la vida, sino dolor y lágrimas por haberle ofendido. Sin el conoscimiento deste Omnipotente y solo Dios, ninguno puede ser salvo, porque sólo Él es el que puede matar el alma y darle vida. Hízose hombre nasciendo de una virgen sin corrupción de su virginidad, para que muriendo por el hombre, que luego al principio que le crió la había ofendido, le librase de la muerte eterna y le diese la gloria, para la cual le había criado. Para conseguir tan gran bien como éste, conviene que yo vea a tu señor y le enseñe la gran ceguedad en que con honrar a sus vanos ídolos hasta ahora ha vivido, y yo sé que cuando entienda los muchos Reyes e señores que obedescen e sirven al Emperador, mi señor, y el gran deseo que con la obra magnifiesta que tiene de que tu señor y todos vosotros os salvéis, le sirvirá como los demás Príncipes y señores y le querrá muy de su voluntad reconoscer por señor. Sabido has quién soy, quién me invía y a lo que vengo; diráslo todo a tu señor Motezuma, y que yo estoy determinado de en ninguna manera dexar de verle y hablarle y enseñarle más despacio lo que te tengo dicho y otras cosas muchas que tú ni él, sí no es con el curso del tiempo, podréis entender.»

Después que Teudile, con muy gran atención hobo oído esta plática, le pesó de una cosa y se rió de otra; pesóle de la determinación de Cortés, porque también pesaba a Motezuma; rióse de que Cortés dixese que un tan gran Prínecípe y señor como era Motezuma sirviese al Emperador; y así, disimulando el pesar y descubriendo la risa, dixo así:

«Cortés, hijo del sol (que era el mayor título que le podía dar, porque al que principalmente adoraban de los dioses era el sol): Mucho creo que holgará mi señor Motezuma de verte y conoscerte, así por ver lo que nunca ha visto, como por salir de esos errores en que dices que vivimos; pero a lo que dices que Motezuma reconoscerá y servirá al Emperador, tu señor, no sé cómo puede ser esto, porque mi señor tiene tantos reinos y señoríos debaxo de su mano, manda tanta tierra y obedéscenle tantos vasallos, que no puede haber señor en el mundo que tanto pueda como él; pero con todo esto, yo le inviaré mensajeros que le digan lo que me has dicho, y antes de muchos días tendrás la repuesta.»

Con esto se despidió Teudile, haciendo luego postas para su señor, inviando pintado lo que había visto y diciendo de palabra a los mensajeros muy por extenso lo que había oído. Hecho esto, se partió para Cotasta, que fue un pueblo muy fresco, dexando, para que los nuestros conosciesen lo que los amaba y quería, a par del real dos indios principales que mandasen a dos mill indios que allí dexaba, que sirviesen con gran diligencia y cuidado a los españoles. Hicieron los indios de ramas cubiertas con paja sus moradas; en el día de carne proveían largamente el real de gallinas, galli-pavos, venados, conejos y de todas las maneras de fructa que se daban en la comarca; y en el de pescado, de mucha variedad de peces de diversos gustos y sabores, de los cuales en aquella costa hay gran copia; proveyó asimismo Teudile de muchas mujeres, para que cociesen en el pan y guisasen la comida a los nuestros a su modo y gusto; y como se desengañó que los caballos no comían carne, mandó que les traxesen toda la hierba y maíz que habiesen menester.



 

 

Capítulo V

El presente que Motezuma invió a Cortés y de la respuesta que le dio.

No eran pasados siete días, habiendo casi setenta leguas de la Veracruz a México, cuando los embaxadores vinieron, los cuales antes que dixesen la repuesta que su señor inviaba, sacaron una vestidura de oro y pluma a manera de coselete, con mucha pedrería, guarnescida por los cabos de cuero colorado, y del mismo pendían unas cintas con que la ropa se ataba a los brazos y a las piernas; por almete desta ropa que parescía coselete, traxeron una gran cabeza de águila hueca por de dentro, de oro y pluma, que resplandescía a maravilla, por el pico de la cual veía el que se la ponía; volaban por cima desta, cabeza muchos y muy grandes plumajes de ricas plumas de diversos colores, que son con los que en la guerra y en sus bailes mucho se adornan los Capitanes y otros varones fuertes, que en su lengua llaman tiacanes. Suplicaron a Cortés con muy grandes comedimientos que porque aquella ropa era con la que vestían al mayor de sus dioses en los días de fiesta y regocijo, y especialmente cuando de sus enemigos habían conseguido alguna victoria, se la vistiese, para rescebir el presente que su gran señor Motezuma le inviaba y para oír la repuesta que daba a su embaxada que por Teudile había inviado. Fue el motivo de Motezuma inviar esta ropa, estar avisado de Teudile que los nuestros eran inmortales; y así por muchos días los llamaron teules, que quiere decir «dioses», y que era razón que pues el mayor de sus dioses vestía aquella ropa, que Cortés, que era el mayor de los del real, se la pusiese, el cual, o por gozar de la más nueva honra que a Príncipe se ha hecho en el mundo, o por complacer a los mensajeros y que no dixesen que tenía en poco ropa tan presciosa, se la vistió sobre el jubón y calzas, y era por el oro y pedrería tan pesada, que fue nescesario que algunos caballeros de los que con él estaban la ayudasen a soliviar. Puesto desta manera, rescibió dos ruedas grandes, una de oro y otra de plata; la de oro se llamaba el sol, porque en el medio della, con gran artificio y muy al natural, estaba el sol esculpido, con otras muchas labores hechas alrededor, de vaciadizo, de lo cual hobo e hay muy diestros oficiales en esta tierra; pesaba cient marcos. La otra, que era de plata, se llamaba la luna, porque en medio estaba esculpida su figura; pesaba cincuenta y dos marcos. Cada una dellas tenía diez palmos de ancho y treinta de ruedo. Sacaron luego mucha cantidad de joyas y piedras de oro y plata, muchas plumas riquísimas y de gran estima entre ellos; muchas mantas y ropas de algodón, blancas y otras labradas de pelos de conejo y plumas muy hermosas de ver. Era el presente tan rico que valía más de treinta mill ducados.

Dado el presente, de los indios principales que con él venían, dos, haciendo grandes reverencias a Cortés, se rogaron al hablar. Finalmente, tomando la mano el más viejo, dixo: «El gran señor Motezuma, cuyos esclavos somos cuantos vivimos en esta tierra, dice que se huelga mucho con tu venida y con las nuevas que le traes de un solo Dios, en quien se ha de creer y poner todo el corazón y esperanza, y con lo que le dicen del gran Emperador de los cristianos, al cual desde ahora rescibe por amigo y hará por él y en su servicio todo cuanto pudiere; porque, pues es señor de hombres como vosotros a quien nosotros como a dioses tenemos y reverenciamos, debe ser tan poderoso y gran Príncipe como le has significado, y que a esta causa mandará que todo el tiempo que aquí estuvieres, te sirvan sus vasallos como a su persona misma; pero que a lo que dices de hablarle, lo tiene por muy dificultoso, así de su parte como de la tuya; de la suya, porque él está enfermo y flaco y no puede baxar tan acá; de la tuya, porque la jornada es muy larga y en ella hay muchas sierras asperísimas de pasar y grandes despoblados, donde tú y los tuyos padesceréis grandes trabajos, y que demás desto has de pasar por tierras de enemigos suyos, hombres de mal corazón y muy crueles y sin piedad, que procurarán hacerte todo el daño que pudieren y estorbarte el paso.» Todas estas escusas ponía Motezuma, porque veía que ya era llegado el tiempo en que él había de perder su señorío y sus vasallos habían de profesar otra ley, por los maravillosos pronósticos que de la venida de los españoles tenía, los cuales trata en su Tercera Parte el padre Motolinea.

Cortés, oída la repuesta de Motezuma delante de Teudile, que a todo se halló presente, reportándose un poco, mandó sacar las mejores ropas de seda que tenía, con algunas buenas joyas, las cuales dio a Teudile para que las inviase en su nombre a Motezuma, su amo, y es de saber que aunque en lo pasado he usado deste vocablo, señor, que los indios jamás a sus señores llaman sino amos, paresciéndoles que a solos los dioses se debía el nombre de señores, lo cual entre los romanos también sintió un Emperador, mandando por público pregón que ninguno, so pena de muerte, le llamase señor.

Cortés, cuantos más estorbos para su deseo le ponía Motezuma, tanto más deseaba verle y hablar con él, porque esto tiene todo lo que se prohíbe y vieda; y como estaba con este deseo, sin tener cuenta con examinar ni inquerir las escusas de Motezuma, si eran verdaderas o falsas, como aquel a quien su buena fortuna llamaba para negocio tan grande, replicó a los mensajeros con ánimo denodado desta manera: «Diréis a vuestro amo Motezuma que, pues con tantos trabajos, por más de dos mill leguas, metidos en casas de madera, he venido por mandado del Emperador, mi señor, no a otra cosa sino a verle y a hablarle, que no haría yo lo que debía si me volviese sin hacerlo, porque lo que le quiero decir es de parte de Dios y de mi Rey, y a él importa tanto oírme como a mí hablarle, y a mí me conviene tanto hacer esto, que si pensase morir mill veces no lo dexaría, que esta costumbre tenemos los cristianos criados de los reyes, que damos por bien empleada la muerte, pues resulta della gloria a los descendientes, cuando en cosa justa morimos obedesciendo a nuestro Rey y señor, y que, pues yo estoy determinado de no caer en la indignación de mi Dios y de mi Rey, que no quiera que a cabo de tanto tiempo y de tan larga jornada me vuelva sin ver y hablar a tan gran Príncipe como Motezuma, a quien el Emperador, mi señor, desea tractar y comunicar por cartas, pues por presente conversación no puede.»

Teudile, que no estaba muy contento desta respuesta, sin dexar responder al que vino de parte de Motezuma, dixo: «Tú haces cierto lo que debes al servicio de tu señor, aunque como Motezuma, mi amo, dice, ha de ser muy dificultoso y aun peligroso el poder verle, por las causas que te ha dicho; pero, pues tú estás tan determinado de verle, que no sé si después de puesto en ello te arrepintirás; yo despachar luego estos mensajeros que declaren a mi amo Motezama tu determinación, y en el entretanto que vuelven, te suplico descanses y tomes placer, que no te ha de faltar cosa de las que hobiere menester, y porque me paresce que aquí estás mal aposentado, sería bien que te vinieses a un pueblo que está de aquí cinco leguas, donde estarás a tu contento.» Cortés, agradesciéndole la buena voluntad y ofrescimiento, díxo que él no se mudaría de allí hasta que tuviese repuesta de Motezuma. Con esto se despidió Teudile para Cotasta a despachar con los mensajeros.



 

 

Capítulo VI

Cómo el señor de Cempoala invió ciertos indios a ver los españoles, y cómo supo Cortés las diferencias que había entre los señores de la costa y los señores de México.

Como era tan gran Príncipe Motezuma y los mercaderes y lengua de México se extendían por muchas provincias y reinos, entendió la venida de los nuestros, los navíos y número de gente, la manera del vestir y figura del rostro, y cómo en Champotón de toda la costa se habían juntado diversas haces a no otra cosa sino a matar y comer a Cortés y a sus compañeros, porque como ellos eran tantos y los nuestros tan pocos, creyeron que sin dificultad harían lo que intentaban, y quedaron tan burlados de su deseo, que fueron afrentosamente vencidos y muchos dellos muertos, sin que ninguno de los nuestros faltase, y que era tan grande el esfuerzo y valentía de cada uno de los nuestros, que tenía en poco a docientos y trecientos indios, y así pensaban que eran inmortales, y por esta causa dioses; y como con esto supo también Motezuma que el Dios de los nuestros podía mucho, pues estando los españoles por tres veces en tanto aprieto había inviado un hombre sobre una bestia blanca, que peleaba con tanta furia que les quitaba la vista de los ojos y entorpecía las manos, desaparesciendo y paresciendo cuando quería, extendióse la fama de tan nuevo y nunca visto negocio por toda la tierra de tal manera, que cuando Cortés saltó en tierra, luego después de pasadas las cosas que he dicho con Teudile, muchos señores de la costa secretamente inviaron criados suyos para que viesen a Cortés y a sus compañeros, en especial el señor de Cempuala, uno de los mayores señores de la costa, el cual, espantado de las cosas que de los españoles se decían, invió de los más bien entendidos de su casa hasta veinte criados, porque siendo tantos y tales le traxesen mejor relación, porque en lo que uno no advirtiese, miraría otro, los cuales, como llegaron, que no estaban de allí más de una jornada y con los otros indios no tenían comunicación, apartáronse a un lado del real de los cristianos, mirando con mucho cuidado a los nuestros que en él estaban.

Cortés, que no se dormía nada, porque al que bien vela todo se le revela, miró en aquellos indios, y como los vio juntos y apartados de los otros indios, diferentes en rostros y trajes, y mirar con tanto cuidado, preguntando quién eran o qué querían aquellos indios, diciéndole que eran masceguales, que quiere decir como labradores o hombres baxos y de poca suerte, no se satisfizo, porque ni parescían masceguales ni estaban con tanto descuido que no se debiese mirar en ellos y sospechar, como ello fue, que debía de haber otra cosa de lo que parescía; y así para salir desta sospecha, mandó que se los traxesen delante. Ellos vinieron de buena voluntad, Cortés los rescibió humanamente y metió en su tienda; preguntóles que de dónde eran y a qué venían; ellos respondieron que de un pueblo cerca de allí, que se decía Cempuala, y que el señor dél, que era en aquella costa el más principal, los inviaba a que viesen aquellos teules o dioses que habían venido de tan lexas tierras en tan grandes acales, cuya fama tenía espantados desde Cozumel y Champotón toda aquella tierra.

Cortés les mostró buen rostro y agradesció mucho a su amo haberlos inviado; dióles algunas cosas de rescate; mostróles los caballos y las armas y el asiento real; mandóles dar de merendar y a beber del vino, que no les supo mal; e ya que los quería despedir para que diesen relación a su amo de lo que habían visto, miró cómo los indios de Culhúa no se llegaban a ellos ni los hablaban, habiendo tantos por allí alrededor. Maravillado desto, preguntó a Marina qué era la causa de que aquellos indios no se comunicaban con los otros; Marina respondió que los indios que le habían venido a ver no eran naguales o mexicanos y que se llamaban totonaques, diferentes en lengua y costumbres de los mexicanos, y aunque en cierta manera, subjectos a Motezuma, reconoscían a otro señor que era el que al presente tenían, lo cual, especialmente entre indios, era bastante causa de discordias y poca amistad.

No pesó a Cortés con esto, porque de las palabras de Teudile había conoscido que Motezuma tenía enemigos, y que a esta causa, por tenerlos subjectos, tenía Capitanes y guarniciones de gente por toda la costa; y para certificarse más desto, apartó en secreto a tres o cuatro dellos, que le parescieron más ancianos y que le darían mejor razón, y preguntándoles por lengua de Marina, qué señores había por aquella costa y cómo vivían y si entre ellos había guerras, los indios le respondieron que de pocos años a aquella parte los señores de aquella costa obedescían al gran señor Motezuma y tribuctaban a él y al señor de Tezcuco y al de Tacuba, porque de otra manera no se podían librar de las tiranías de Motezuma y del poder de sus armas, que había venido siempre en crescimiento, porque antes con él y con los señores que estaban la tierra adentro, habían tenido continuas y crueles guerras, y lo que al presente los señores de aquella costa sentían mucho era, no el reconoscer a Motezuma por supremo señor, sino las vexaciones y malos tractamientos que las guarniciones de Motezuma les hacían.

Cortés holgó por extremo saber estas ocultas pasiones y las fuerzas que Motezuma había hecho y hacía, porque entendió, como ello fue, que a no haber pasiones, Motezuma era tan poderoso que en ninguna manera pudiera reducirle al servicio del Emperador, y así hizo nuevos regalos a estos indios, dióles cosas de rescate y algunas para su señor, y que le dixesen que él era venido para ser su gran amigo, por lo que dél había ido, y para favorescerle y ayudarle contra cualquiera que le tuviese enojado; y porque pensaba presto ir a verle y hablarle despacio, no quería decir más. A los indios rogó viniesen otra vez a verle, porque se holgaría mucho con ellos, pues los otros indios no eran parte para estorbárselo. Los indios respondieron que harían todo lo que su merced mandaba, y que si fuese a do su señor estaba sería muy bien rescebido, porque era dél muy deseado. Con esto se partieron muy alegres, aunque lo quedó más Cortés en haber entendido el medio con que se había de conseguir su fin tan deseado.



 

 

Capítulo VII

Cómo Cortés rescibió la respuesta de Motezuma y cómo buscó sitio para poblar.

Rescibió Motezuma los presentes de Cortés, y aunque por su extrañeza y novedad le dieron contento, mucho le pesó cuando los mensajeros le dixeron que Cortés estaba determinado de venir a verle, aunque más estorbos hobiese que su Alteza decía, contando, como ellos suelen, todo lo demás que Cortés respondía, con grandes encarescimientos. Oída esta respuesta aunque disimuló el pesar que sentía lo mejor que pudo, despachó luego otros mensajeros con un presente de mantas ricas, labradas de algodón y oro, con ciertas piezas, muy vistosas hechas de oro y pluma, y mandóles que yendo primero donde Teudile estaba, dixesen a Cortés que rescibiese aquel presente, y que en lo que tocaba a la venida no lo pensase, porque no era cosa que le convenía; y que si algo hobiese menester, que todo se le daría, así para volver a su tierra, como para pasar adelante, y dicen que encargó a los mensajeros que dixesen a Teudile que en todas maneras, dándole esta repuesta, procurase cómo Cortés se volviese y dexase la tierra. Teudile, venidos los mensajeros, se fue con ellos y con el presente donde Cortés estaba, y después de habérselo dado en nombre de Motezuma, le comenzó a persuadir se volviese a su tierra, o pasase adelante, porque pensar de ver a Motezuma era cosa imposible por el riesgo y peligro que en ello había, y porque claramente su señor decía que no le visitase, pues entre Príncipes bastaba el comunicarse por mensajeros, sin que fuese exército armado. Añadió Teudile que si tanto deseo tenía de ver a Motezuma, que fuese con tres o cuatro compañeros, que las guardas de su señor le acompañarían y defenderían por do fuese. Cortés se rió desta razón postrera, y aunque se enojó por las escusas de Motezuma lo más disimuladamente que pudo, en pocas palabras respondió a Teudile en esta manera: «Teudile, dirás a Motezuma que nosotros los españoles no solemos por miedo ni amenazas dexar de proseguir lo que una vez intentamos, especialmente si nuestro Rey nos lo manda. El Emperador y Rey, mi señor, me mandó, que aunque me costase la vida, no volviese hasta ver y hablar a Motezuma, con el cual, como otras veces he dicho, tiene gran deseo de comunicarse por cartas y embaxadores; y pues es este mi propósito, decirle has que yo iré presto a verle y a besarle las manos, y no es menester que sobre esto vengan ni vayan más mensajeros. A lo que dices que vaya con tres o cuatro compañeros solamente y no con tanta gente, que paresce que va en son de pelear, dirás que cualquiera destos mis compañeros es tan valiente que sabiendo el camino iría solo, sin que fuesen parte los enemigos de Motezuma para ofenderle; pero que porque yo sé que tiene muchos enemigos y muy valientes, quiero ir acompañado de algunos para que a mis ventajas haga castigo en ellos si me quisieren estorbar el camino.»

Dixo Cortés estas palabras, así para espantar a Teudile, como para que las supiese, como luego las supo, Motezuma. Despidióse con esto Teudile, no tan graciosamente como las otras veces, porque no menos le pesó que a Motezuma la determinación de Cortés.

Otro día cuando amanesció, toda la gente de los indios se había ido y quedaron las chozas tan vacías que ninguna persona paresció en ellas, y esto hicieron aquella noche que Teudile se despidió de Cortés tan secretamente que ninguno de los del real de los españoles lo sintió. Recelóse desto Cortés, paresciéndole que el negocio iba de mal arte, y así mandó estar a toda su gente a punto, inviando espías y corredores para ver si había alguna celada o los indios intentaban algo; y como ni de guerra ni de paz paresció indio, determinó de buscar por toda aquella costa si había algún puerto mejor del que tenía y asiento donde más cómodamente pudiesen poblar, porque a esto le habían convidado mucho las ricas muestras de la tierra y la manera de la gente, que era mucho más y más lucida y de mejor color que la de las islas, que era descolorida y poco bien tratada.

Invió al piloto mayor Antón de Alaminos con dos bergantines para que, costeando la tierra, buscase puerto y asiento conveniente. Navegó más de veinte días; padesció muchos trabajos, llegó con mucha dificultad hasta el río de Pánuco, por los muchos arrecifes y grandes corrientes que había. Corrida la costa, no halló, como tengo dicho antes, sino un peñol que estaba salido en la mar; aquí fue Villa Rica la Vieja. Tomó Cortés lo mejor, que fue al abrigo de aquel peñol, porque tenía cerca dos buenos ríos y pastos, como era menester. En el entretanto que se buscaba el puerto, Cortés levantó su real, y metiendo la ropa en los navíos, él con los de a caballo y con cuatrocientos compañeros tomó el camino que traían los que le proveían, y a tres leguas, a par de un hermoso río, de los cuales hay en aquella costa muchos, y cerca déste está lioy fundada la Veracruz, vadeando el río, llegó a un pequeño pueblo que estaba de la otra parte, del cual toda la gente se había salido por temor de los nuestros, desde el cual pueblo vino a dar a otros tres o cuatro tan pequeños que ninguno subía de docientas casas, en las cuales, aunque hallaron muchos bastimentos de maíz, frisoles, miel, calabazas y otras semillas de que los indios usan para sus brevajes, hallaron también mucho algodón y plumajes ricos. Cortés, como vio que los nuestros se aficionaban a la ropa, mandó por público pregón que ninguno tomase cosa alguna so pena de muerte, si no fuese de los bastimentos, porque sin éstos no podían vivir. El motivo de Cortés de mandar pregonar esto fue dar a entender a los indios, como después lo conoscieron, que no venía a robarlos ni a quitarles sus haciendas, sino a comunicarlos y tractar con ellos, para tener entrada para conseguir el principal fin que llevaba, que era la conversión dellos y el reconscimiento del Emperador, que tanto bien les hacía.

Aprovechó tanto el rigor con que Cortés executaba sus mandamientos y el no perdonar al desobediente, que ningún Príncipe ni Capitán fue tan acatado y obedescido de los suyos como él, lo cual fue causa que de ahí adelante todo le subcediese más prósperamente de lo que pensaba.

Tornóse de allí, y mandó descargar los navíos, para que si algún temporal viniese no los desbaratase y para despachar algunos dellos con cartas para el Emperador, pidiendo más gente y dando aviso de lo que hasta entonces había entendido de la tierra.



 

 

Capítulo VIII

Del razonamiento que Cortés hizo a los suyos y de la elección de Cabildo en la Veracruz.

Después que hubo Cortés asentado donde es ahora la Veracruz, los principales que le seguían le requirieron delante de un escribano que, pues la tierra daba tan buenas muestras, poblase luego en nombre de Su Majestad y no le acontesciese lo que a Grijalva. Cortés, que no deseaba otra cosa, porque lo tenía así maneado, respondió que lo oía e que para el cumplimiento dello les respondería otro día, porque era razón pensar negocio que tanto importaba; y así, rogándoles que para otro día se hallasen en su casa, les habló en la manera siguiente: «Señores y amigos míos: Ayer me requeristes delante de Pero Fernández, escribano de Su Majestad, que comenzase a poblar, porque no me acaesciese lo que a Grijalva, por lo cual, considerando yo por una parte cómo fue por Diego Velázquez tan justamente reprehendido, y por otra el habernos Dios traído a una tierra de tan buen temple, tan rica, tan poblada de gente, tan abundosa de comida, me ha parescido que, pues, de poblar se han de seguir muchos provechos y ningún inconveniente, que será bien tomar vuestro parescer y ponerlo luego por la obra, porque desde allí podríamos entrar poco a poco la tierra adentro y ver a Motezuma, que es lo que yo más deseo, y para este fin tenemos tan buenos principios como son el amistad del señor de Cempoala y de otros comarcanos suyos, contrarios, como tenemos entendido, de Motezuma; porque subjectados por fuerza, será cosa acertada hacernos fuertes, edificando ante todas cosas una fortaleza. También proveeremos con esto de inviar a las islas por bastimentos y alguna gente, e inviar un navío a España con persona de confianza, para dar noticia a Su Majestad de lo subcedido, inviándole el oro y plata y otras cosas ricas que Motezuma me presentó, para que Su Majestad, entendiendo nuestra buena ventura, que debaxo de su venturoso nombre nos ha subcedido, tenga por bien de hacernos toda merced y darnos todo favor, inviándonos la gente y los demás adereszos que para esta jornada son menester; y porque en toda población es nescesario que haya justicia y regimiento para que la república sea bien gobernada, yo, como Capitán general, en nombre de Su Majestad, paresciendo así a todos vosotros, determino nombrar Alcaldes y Regidores y los demás oficios que son nescesarios para nuestra buena gobernación; y porque yo he respondido a lo que me requeristes, y he dicho otras cosas que me han parescido convenir, vos ruego me respondáis a todo, porque en el consejo de muchos se suele acertar.»

Oída esta plática, que a todos contentó mucho, en nombre de todos los demás del real respondieron ciertos caballeros en esta manera: «Señor: Gran confianza tenemos que Dios ha de hacer prósperamente nuestros negocios, pues vuestra merced ha hablado de tal manera que paresce que entendía nuestros corazones y voluntades, porque todo lo que vuestra merced ha dicho y determina hacer deseábamos nosotros todos; por tanto, lo que tenemos que responder es que vuestra merced ponga luego por obra lo que ha dicho, pues es lo que al presente más nos conviene.»

Cortés, oída esta respuesta, pidió luego por testimonio delante del escribano que presente estaba, cómo en nombre de Su Majestad tomaba posesión de aquella tierra con las demás por descubrir. Hecho este aucto y diligencia, nombró luego por Alcaldes a Puerto Carrero y a Montejo; por Regidores a Alonso de Ávila, a Alonso de Grado, a Pedro de Alvarado y a Escalante, y por Procurador general a Francisco Álvarez Chico, que era hombre de negocios y por Alguacil mayor a Gonzalo de Sandoval, y por escribano de Cabildo a un Godoy. Hecho este nombramiento por su mano, delante del escribano que había nombrado, dio las varas a Alonso Fernández Puerto Carrero y a Francisco de Montejo, diciéndoles así: «Yo, Hernando Cortés, Capitán general por Su Majestad, inviado por Diego Velázquez, su Gobernador en la isla de Cuba, os doy y entrego estas varas, para que en nombre de Su Majestad exerzáis y uséis el oficio de Alcaldes en esta nueva población, y os encargo y requiero que aceptando el dicho cargo, hagáis justicia, sin tener respecto a persona alguna; y a vos el escribano que presente estáis, pido me deis por testimonio cómo los dichos Puerto Carrero y Montejo aceptan los dichos cargos de Alcaldes en nombre de Su Majestad y prometen de hacer justicia.» Los Alcaldes, hecha la solemnidad en tal caso acostumbrada, tomando las varas se asentaron y mandaron al escribano que diese por testimonio en manera que hiciese fee todo lo que Hernando Cortés pedía. Púsose por nombre a la nueva población la Villa Rica de la Veracruz, en memoria que el Viernes de la Cruz habían entrado en el puerto que se llama hoy Sant Joan de Lúa.



 

 

Capítulo IX

Cómo Cortés renunció su oficio en manos de los Alcaldes y cómo fue elegido de los del pueblo por Capitán general.

Hecha esta diligencia, Hernando Cortés, como lo había ya tractado con los que había hecho Alcaldes y Regidores, delante del mismo escribano, quitándose la gorra a todo el regimiento, dixo: «Señores, ya sabéis cómo por los flaires jerónimos que residen en la Isla Española y de allí en nombre de Su Majestad gobiernan las Indios, yo fui nombrado por Diego Velázquez, Teniente de gobernador en la isla de Cuba por el Almirante de las Indias, para descubrir y rescatar en esta tierra que Grijalva descubrió; y porque me paresce que los susodichos no tuvieron tan bastante poder como convenía, yo desde ahora para siempre renunció el cargo de Capitán general en manos de los señores Alcaldes y Regidores que presentes están y me desisto dél, para que en nombre de Su Majestad provean a quien más convenga, hasta que Su Majestad mande otra cosa; y a vos, escribano que presente estáis, pido y requiero que deis por testimonio cómo hago la dicha dexación de Capitán general para que, como tengo dicho, este regimiento nombre por Capitán general al que mejor visto le fuere, y así lo torno a pedir por testimonio.» Los Alcaldes respondieron que se saliese fuera, para determinar lo que más convenía al servicio de Su Majestad y bien de aquella república.

Hernando Cortés, hecho su comedimiento, se fue a su casa. Los Alcaldes y Regidores en el entretanto trataron muchas cosas convenientes al bien de aquella república, determinando, como lo tenían ya en sus pechos, de elegir por su caudillo y Capitán a Hernando Cortés; y para que la elección tuviese más fuerza, llamaron a todo el pueblo, el cual después de junto, uno de los Alcaldes dixo así: «Señores, ya tendréis entendido cómo Hernando Cortés, nuestro Capitán general, por razones que a ello le movieron, ha renunciado el cargo de Capitán general en nuestras manos, para que nosotros le proveamos en nombre de Su Majestad a quien mejor nos paresciere. En el entretanto que Su Majestad manda otra cosa, estamos todos los deste regimiento de parescer que Hernando Cortés nos gobierne y sea nuestro Capitán general y Justicia, pues se lo debemos por el buen tratamiento que nos ha hecho y porque en él caben, como habéis visto, todas las partes y calidades que deben concurrir en un buen Capitán y Gobernador; y pues todos tenemos entendido esto, gran error sería y aun cosa peligrosa dexar al que tenemos conoscido, por elegir otro que no sabemos cómo lo hará, que cierto, como la experiencia lo enseña, los cargos preeminentes truecan a los hombres de manera que el que ayer os parescía manso, afable y humilde, mañana, puesto en el cargo, no le conosceréis, hallándole tan otro como si nunca hobiera sido aquel que el día antes conoscistes; por lo cual, si os paresce, para que esta elección tenga más fuerza, os ruego deis vuestro consentimiento, que nosotros descargamos nuestras conciencias con dar el nuestro y avisaros de lo que habéis de hacer.» Tuvo tanta fuerza este razonamiento y era tan sabio y bienquisto Hernando Cortés, que sin dar la mano a uno que respondiese en nombre de todos, juntos respondieron a la par: «Cortés, Cortés es el que nos conviene, y así pedimos, y si nescesario es, requerimos a vuestras mercedes le elijan y nombren luego por nuestro Capitán general, que nosotros desde ahora le habemos por elegido y nombrado.»

El regimiento, visto esto, determinó otro día por la mañana, acompañado de los principales del pueblo, ir a casa de Hernando Cortés, el cual ya tenía nueva de lo que pasaba, y estaba esperando lo que él, con tanta sagacidad, había tractado. Entró el regimiento; Cortés los rescibió con mucha gracia, preguntándoles, como si de nada estuviera advertido, a qué era su venida. Estonces uno de los Alcaldes a quien ya el regimiento y la demás república había cometido que tratase el negocio, respondió así: «Señor, ayer renunció vuestra merced el oficio de Capitán general y se descargó con nosotros para que como nos paresciese, hasta que Su Majestad determinase otra cosa, le proveyésemos en persona tal que nos mantuviese en justicia y acabase esta jornada que tenemos comenzada; y visto por todos nosotros que ninguno puede mejor regir y gobernarnos, venimos a vuestra merced a suplicarle y requerirle, y si necesario es, mandarle, acepte el cargo de nuestro Capitán general y Justicia mayor, porque todo el pueblo está de parescer de no elegir a otro, ni admitirle, aunque nosotros le elijamos; por lo cual será bien que vuestra merced quiera a quien le quiere. Esto es lo que venimos a pedir a vuestra merced, porque, como tenemos entendido, vuestra merced nos mantendrá en justicia y nosotros seremos regidos y gobernados, por el que deseamos.»

Cortés, a estas palabras, disimulando lo más que pudo el contento que tenía, respondió: «Señores, aunque es grande la merced que me hacéis en elegirme por vuestro caudillo, en más tengo la voluntad y amor con que me elegís, porque sin haberos hecho tan buenas obras como yo quisiera, tenéis de mí confianza de que haré el deber, y pues me lo habéis de mandar, haré lo que me rogáis, y así, en nombre de Su Majestad, hasta que de otra cosa sea servido, acepto el cargo de vuestro Capitán general y Justicia mayor, y prometo cuanto en mí fuere de exercer y usar el dicho cargo bien y legalmente.»

No hubo Cortés acabado de aceptar, cuando luego los Alcaldes y Regidores y los demás principales del exército acometieron a besarle las manos, dándole muchas racias por haber aceptado. Despidió Cortés con alegre rostro a los demás del pueblo, y quedándose con el regimiento, comenzó a tractar de cosas que convenían para lo de adelante. El Cabildo, tomando ocasión desto para pedirle lo que tenía pensado, dixo:



 

 

Capítulo X

Cómo el regimiento pidió a Cortés le vendiese ciertos bastimentos y lo que él respondió.

«Señor: porque sabemos que, pudiendo, en ninguna cosa vuestra merced nos faltará, nosotros tenemos determinado que, atento a que de nuevo ha venido un navío con bastimentos, y no siendo conoscidos en esta tierra, sería dificultoso y peligroso por el presente sustentarnos en ella, suplicar a vuestra merced que tomando dél y de los demás, lo que hobiere menester para sí y para sus criados, lo demás, tasado en justo prescio, nos lo dé y reparta, que para la paga todos nos obligaremos a lo pagaremos de montón de lo que nos cupiere en la guerra, sacando primero el quinto que a Su Majestad se debiere. Juntamente con esto suplicamos a vuestra merced mande apresciar los navíos y artillería para que de montón los paguemos, para que de común sirvan de traer bastimentos de las islas para el proveimiento desta villa y exército, que desta manera seremos más bien proveídos y más barato que por vía de mercaderes, que venden por prescios excesivos.»

Cortés respondió que cuando en Cuba había hecho el matalotaje y bastecido la flota no lo había hecho para revendérselo, como habían hecho otros, sino para dárselo, aunque en ello había gastado su hacienda y la de sus amigos, y que le pesaba de que no fuese más, para que conosciesen lo que deseaba hacer por ellos; pero que él confiaba en Dios que gastado aquel proveimiento no les faltaría. Con esto mandó luego a los maestros y escribanos de los navíos acudiesen con todos los bastimentos que en las naos había, al cabildo, y que el regimiento los repartiese por cabezas igualmente, sin mejorar ni aun a su persona, porque en la guerra tanto comía el chico como el grande y el viejo como el mozo y en lo que tocaba al vender de los navíos, respondió que miraría lo que más conviniese a todos, y que eso haría cuando menester fuese.

Pretendió Cortés, como sabio, porque no le faltaban émulos, con liberalidad y largueza de ánimo, hacer de los enemigos amigos, lo cual intentó siempre con mucha prudencia; y porque hasta ahora ninguno ha dicho la manera que Cortés tuvo para ser elegido sin contradicción, decirla he en el capítulo siguiente.



 

 

Capítulo XI

De la manera que Cortés tuvo para ser elegido en la Veracruz por Capitán general.

Aunque desde Guaniguanico, como después se supo, Cortés tenía tratado lo que después hizo con sus amigos, conosciendo la buena ventura que Grijalva dexó, no quiso, por no hacerse sospechoso, darlo a entender hasta que fuese menester, aunque de secreto, como yo supe de Diego de Coria, que fue su paje de cámara, estuvo recogido ocho noches enteras escribiendo; créese, como después paresció, que se apercebía para lo que contra él había de hacer Diego Velázquez; porque después, antes que viniese Narváez, hubo una cédula del Rey, que decía que si prendiesen a Hernando Cortés, no hiciesen justicia dél, sino que lo remitiesen a España.

Cortés, aliende de lo que escrebía al Rey, escribió ciertas, caras a su padre y al licenciado Céspedes, para que en corte solicitasen sus negocios. Hecho esto, pocos días después que llegó a Sant Joan de Lúa, recatándose de los amigos y deudos, de Diego Velázquez que traía en su compañía, hablando de secreto y tratando su negocio con los de su tierra, que eran muy valerosos, y con otros amigos de quien él se confiaba, invió a Joan Velázquez de León, deudo de Diego Velázquez, con docientos y cincuenta soldados, entre los cuales, para desimular mejor el negocio, iban muchos de sus privados y conoscidos amigos, y para que también le avisasen de lo que pasaba. El motivo público, aunque otro era el secreto, fue para que Joan Velázquez por tierra entrase descubriendo los más cercanos pueblos y traxese comida; mandóle, para asegurarle más, que no se alexase mucho ni se detuviese sino muy pocos días. Partióse Joan Velázquez, y luego otro día, no dexando ir de la mano su buena ventura renunció, como dixe, el cargo de General para tenerle por el Rey y no por Diego Velázquez.

Detúvose Joan Velázquez tres días, y cuando vino halló lo que no quisiera, aunque lo desimuló cuanto pudo, porque ya no era parte para contradecirlo; aunque, como adelante diré, no faltaron amigos de Diego Velázquez que lo murmuraban de secreto, e ya que no lo podían estorbar, daban orden como Diego Velázquez lo supiese.

Estando así las cosas, para que se conosca la simplicidad que los indios tenían, dicen testigos de vista, que después que Joan Velázquez se volvió, toparon los indios con un perro que de cansado se había quedado atrás, al cual con grandes comedimientos y reverencias, poniéndole sobre una manta, le traxeron en hombros y venían detrás más de trecientos indios cargados de aves, conejos y venados guisados de diversas maneras, con ricas xícaras de cacao para que bebiese cuando tuviese sed; hacían esto creyendo que el perro era dios, por venir en compañía de los españoles, a los cuales ellos llamaban teules, que quiere decir «dioses»; y cuando el perro no quería comer ni beber porque iba harto, creyendo que estaba enojado, con palabras amorosas le suplicaban no se indignase contra ellos, y que mandase lo que quería, que ellos lo harían luego.

Desta manera, llegados do el capitán estaba, le suplicaron dixese al perro no estuviese más enojado; el perro saltó de la manta, y los indios temieron pensando que los quería comer; metióse debaxo de la silla del Capitán, el cual, disimulando la risa, les dixo que aquél no era dios, sino una fiera muy brava que cuando se enojaba despedazaba los hombres, y que él le diría que no estuviese enojado, porque él los tenía por amigos; y así, para que de ahí adelante los indios temiesen y dixesen cómo los españoles tenían aquel animal por amigo, acaeció que saliendo debaxo de la silla retozó un rato con Cortés, que los indios lo vieron.



 

 

Capítulo XII

Cómo Cortés fue a Cempuala y del recibimiento que el señor della le hizo.

Cortés y sus compañeros no estando muy contentos del primer sitio que habían tomado, acordaron de ponerse al abrigo del peñol, que tenía de la una parte y de la otra ocho o nueve leguas, las cuales anduvieron los navíos costa a costa. Cortés con cuatrocientos compañeros fue camino de Cempuala; llegó a un río que parte términos con tierra de Motezuma, y como iba grande no lo pudo vadear hasta la orilla de la mar, donde el río hace una reventazón; volviendo el río arriba en demanda de Cempuala halló chozas y casillas de pescadores, donde hicieron alto, porque no sabían dónde estaban ni qué camino habían de tomar, hasta que con la lengua Cortés se informó de ciertos indios y los tomó por guías, los cuales llevaron a los nuestros a un pueblo pequeño subjecto a la ciudad de Cempuala, no lexos della, y porque era ya tarde y no se podía entrar en Cempuala sino muy de noche, determinó Cortés quedarse allí; fortificóse lo mejor que pudo; fue regalado y bien tratado por los indios de aquel pueblo, porque le dieron abundantemente de comer, sirviéndole como si fuera su señor.

De allí invió Cortés mensajeros al señor de Cempuala, haciéndole saber cómo quedaba allí e que a la mañana iría con toda su gente a verle, pues él no había querido venir adónde él estaba. Rescebido este mensaje por el señor de Cempuala, mandó luego que muy de mañana partiesen cient indios cargados de gallinas y con ellos ciertos principales que, después de haber ofrescido aquel presente, dixesen a Cortés cómo su señor se había alegrado mucho con su venida y que le estaba esperando para hacerle en su pueblo todo servicio; y que no había dexado de ir a verle por falta de voluntad, sino porque estaba tan cargado en carnes que no se podía menear.

Cortés rescibió el presente dando las gracias a los mensajeros, a los cuales hizo almorzar con su gente y dio a beber del vino de Castilla para aficionarlos e inclinarlos a su amistad. Después que la gente hubo almorzado, Cortés mandó hacer señal de partida; puestos todos en ordenanza con su pífaro y atambor y con dos falconetes a punto, por si algo acontesciese, caminaron la vía de Cempuala, siguiendo a las guías que el señor de Cempuala había inviado. Estaba el camino muy bueno, porque el señor lo había mandado adereszar a mano; llegaron a un buen río, el cual pasaron a vado, y desde allí comenzaron a ver a Cempuala, que estaría como una milla. Ya que estuvieron juntos, holgaron, mucho los nuestros de ver un pueblo tan populoso y de tan buenos edificios, con tantas aguas, huertas y jardines, tanto que los nuestros, por su hermosura, llamaron a esta ciudad Sevilla, diciendo unos: «Aquélla paresce a la casa del Duque de Medina»; otros, «aquélla a la casa del Duque de Arcos». Salieron del pueblo muchos hombres y mujeres de todas edades, por mandado de su señor, a rescibir a los nuevos huéspedes; ofrescieron los indios a los nuestros muchas flores y rosas, de las cuales en aquel pueblo había en gran abundancia. Llegaron a Cortés ciertos principales, a su modo ricamente vestidos, los cuales, en nombre de su señor, le dieron la norabuena de la venida, echándole al cuello una hermosa cadena de rosas y flores; pusiéronle en la cabeza sobre la celada una guirnalda de flores muy olorosas, y para que llevase en la mano le dieron un manojo de flores, compuestas y ordenadas de tal manera que hacía una graciosa labor, a la cual llaman los indios suchil.

Cortés rescibió esto con muy alegre rostro; abrazólos y hízoles muchas caricias. Entraban los indios muy sin temor entre la ordenanza del escuadrón, con semblante de alegría, dando a cada uno de los nuestros la buena venida. Desta manera y con este regocijo, con mucha música de los nuestros y dellos, entró Cortés en Cempoala. A la entrada del pueblo salió la gente más noble y más ataviada, que era de señores y principales; por la una parte, y por la otra, de las calles, había gran multitud de gente abobada de ver caballos, tiros y hombres tan extraños; había entre esta gente muchas señoras acompañadas de sus criadas, que todas daban a entender el contento que rescebían con la venida de los nuestros, los cuales, llegados que fueron al medio del pueblo, vieron un cercado muy grande, con sus almenas, blanqueado de yeso y espejuelo tan bruñido que con el sol resplandecía tanto que a seis españoles de a caballo que iban delante por descubridores les había parescido plata chapada, o porque lo parescía, o porque llevaban el pensamiento en la plata y oro que buscaban. Pasaron luego los nuestros, desengañados de lo que los de a caballo se habían engañado, por el patio de los teucales, que son los templo del demonio. Ya que llegaban cerca de la casa del señor, salió él muy bien aderezado e acompañado de personas ancianas muy bien ataviadas; llevábanle de brazo dos señores principales, porque esta era la costumbre entre ellos cuando un señor rescibía a otro, a la manera de los Reyes de Siria. Acercándose Cortés y el señor, cada uno hizo al otro su cortesía al modo de su tierra, y saludándose con pocas palabras, por lengua de los intérpretes, el señor, dexando personas principales que aposentasen y diesen lo nescesario a Cortés y a su gente, haciendo gran comedimiento, se despidió de Cortés, volviéndose a entrar en su palacio. Cortés con toda su gente se aposentó en el patio grande de los templos y cupieron muy bien todos, porque las salas eran muy grandes, y aunque los indios habían dado muestras de mucho amor, Cortés se fortalesció, poniendo los tiros, frontero de la puerta, haciendo a los que les cabía su guarda velar toda la noche. Mandó Cortés que ninguno, so pena de la vida, saliese de los aposentos sin su licencia. En el entretanto, los indios proveyeron con gran cuidado la cena para los nuestros, que fue muy abundante; traxeron hierba e maíz para los caballos, que siempre la hay verde.



 

 

Capítulo XIII

De lo que otro día pasó entre el señor de Cempoala y Cortés.

Otro día por la mañana el señor de Cempoala, bien acompañado de principales, fue a visitar a Cortés; dióle algunas buenas joyas de oro, muchas mantas de algodón y algunas piezas ricas hechas de oro y pluma; podía valer todo el presente dos mill ducados. Díxole: «Señor, descansa y huélgate tú y toda tu gente como si estuvieses en tu casa, porque yo te amo y deseo servir.» Cortés le rindió las gracias con palabras amorosas y comedidas, porque lo sabía bien hacer, y con esto el señor se despidió, diciendo a la salida a ciertos caballeros de los nuestros que le iban acompañando, que avisasen de todo lo que hobiesen menester, que no les faltaría; y fue así, que de lo que sobraba proveían los navíos.

Estuvo Cortés desta manera, rescibiendo y dando presentes quince días, hasta que un día, inviando al señor ciertas ropas de seda, que él tuvo en mucho, le invió a decir que pues le había venido a ver tantas veces, que él quería, si no rescebía dello pesadumbre, irlo a visitar a su casa. Respondió el señor que holgaba mucho dello y que rescebía gran merced. Cortés luego otro día, dexando toda su gente en orden y concierto, tomó cincuenta compañeros, a los cuales mandó que se adereszasen de paz e guerra lo mejor que pudiesen, porque así lo hacía él; fuese con ellos a palacio; el señor salió a la puerta de la casa a rescebirlo, y después de haberse hecha el uno al otro grandes comedimientos, Cortés tomó por la mano al señor, y juntos entraron en su aposento y se asentaron en unos banquillos que los señores usan, todos hechos una pieza; y apartándose la gente del uno y del otro, quedando solos con sola la lengua, comenzaron a tractar de negocios, y como Cortés, para ver lo que había de hacer adelante, deseaba mucho informarse de las cosas de la tierra y había topado con aquel señor, que era cuerdo y de buen entendimiento, estuvieron muy gran rato en preguntas y respuestas. Cortés le dio cuenta de su venida y de quién era el Emperador que le inviaba; diole asimismo a entender que el principal motivo por que el Emperador de los cristianos le había inviado, era para desengañar a tantas gentes como el demonio con falsa religión había engañado y, finalmente, todas las otras cosas que dixo en Champotón y las que había dicho a Teudile.

El señor oyó estas cosas con gran atención y maravillado de la extrañeza dellas, porque jamás las había oído; y después de haber respondido a lo que tocaba a la adoración y creencia de un solo Dios y al engaño que hasta entonces tenían de tantos dioses, dixo «cómo sus antepasados habían vivido siempre en entera libertad, sin reconoscer a otro señor, y que de pocos años a aquella parte él y su pueblo estaban tiranizados con la fuerza y poder de los señores de México, los cuales a los principios se contentaban con que adorásemos sus dioses con los nuestros, y después, poco a poco, por armas, se han enseñoreado de nosotros y de toda esta tierra y serranía que se llama de Totonacapa, que casi llega hasta Pánuco; y porque algunos pueblos desta tierra procuraron de defenderse por armas desta tiranía y no pudieron, por la mucha pujanza de Motezuma, hales echado mayores tribuctos y puesto en mayor servidumbre; y en la guerra cuando procurámos resistir, hase tan cruelmente con nosotros que a los que llevan presos no los toman por esclavos, por no darles vida, sino sacrifícalos luego a los dioses de la victoria y cómenlos en sus danzas y bailes y en otras fiestas que hacen en menosprecio nuestro. Por este miedo estamos en esta tierra casi todos hechos esclavos, muy abatidos, padesciendo intolerable servidumbre. así por los grandes tribuctos que pagamos, como por las vexaciones que nos hacen los Oficiales y recogedores de Motezuma. De aquí, señor, verás si de buena gana desearé yo ser vasallo de un tan bueno y tan gran Príncipe como dices que es el Emperador, tu señor.»

Diciendo estas palabras y otras de gran lástima comenzó a llorar, suplicando a Cortés se condoliese de las tiranías que él y los suyos padescían, porque si esto no hacía, ya no tenían otro remedio sino matarse; pero diciendo esto, encaresciendo el gran poder de Motezuma, dixo: «Mas, ¿quién podrá vencer a un gran señor, que aliende de su mucho poder está aliado y abrazado con otros dos señores los mayores de la tierra, el uno el señor de Texcuco y el otro el señor de Tlacopa? Allégase a esto ser México inexpugnable, lo uno, por estar asentado y puesto sobre agua; lo otro, porque sus moradores son casi infinitos y muy exercitados en la guerra, y Motezuma, su señor, es el más rico Príncipe del mundo, aunque tiene continua guerra con los de Tlaxcala, Guaxocingo y Cholula, que caen en la serranía de los Totonaques.» En esto había dos opiniones: la una y más creíble, que Motezuma tenía guerra con esta gente sin apretarlos como pudiera, para que los suyos se exercitasen en la guerra y para que los enemigos traxesen esclavos y gente para sacrificar y comer; la otra opinión es que los tlaxcaltecas eran muchos y muy fuertes y puestos en lugares ásperos, donde no podían ser vencidos sino cuando baxaban a lo llano.

Conforme a esta opinión, prosiguiendo el señor su plática, dixo a Cortés «Si te confederas con los taxcaltecas, yo te ayudaré cuanto pudiere y así serás poderoso contra Motezuma.» Cortés le agradesció mucho habérsele descubierto y ofrescido su amistad y la de sus amigos, y cierto no se puede decir el contento que recibió en saber que tenía ya medio conveniente para conseguir el fin que pretendía. Consoló mucho al señor de Cempoala; díxole que él confiaba en su Dios, que era solo y verdadero, que antes de muchos días le pondría en su antigua libertad y le vengaría de los agravios rescebidos, pues por su parte tenía la razón, que hacía justa la guerra, y que él no había venida sino para deshacer agravios y para que de ahí adelante no se sacrificasen más hombres a los demonios, enemigos de nuestras almas y cuerpos, y a que unos no comían a otros, que era cosa contra toda razón y piedad. Díxole más, que el buen recogimiento y rescebimiento que en su casa había hallado no le perdería, y que lo mismo haría por aquellos sus amigos, a los cuales convenía que llamase y dixese a lo que había venido, para que todos le tuviesen por amigo y se hiciesen bien sus negocios, y con esto también les dixese que con el favor de su Dios cada uno de aquellos sus compañeros era más valiente que mill indios.

Dicho esto, se levantó y pidió licencia al señor para ir a ver la otra gente y navíos que estaban en QuiaustIan, donde pensaba tomar asiento, porque bastaba lo que allí había estado. El señor de Cempoala le replicó que si quería estar allí más días, que él se holgaría dello; y que si no, que cerca estaban los navíos para comunicarse cuando fuese menester. Rógole luego que en prendas de su amistad y amor rescibiese veinte doncellas totonaques, todas señoras y hijas de principales, entre las cuales le daba una sobrina suya, que era la más hermosa señora de vasallos. Cortés rescibió el presente con todo amor, por no enojar al que se lo daba, y así se partió llevando muchos indios principales que le acompañaron hasta la mar y otros de servicio; acompañaron muchas mujeres a las doncellas, por ser tan principales, y mientras Cortés estuvo en los navíos, fue muy bien proveído de todo lo nescesario, de donde entendió que el amistad con los de Cempoala sería firme y verdadera.



 

 

Capítulo XIV

De la llegada de Cortés a Quiaustlán y de lo que allí avino.

Aquel mismo día que Cortés partió de Cempoala llego a buena hora a Quiaustlán, y los navíos no habían llegado, de que se maravilló mucho y no le pesó menos, porque haber tardado tanto tiempo en camino tan breve no lo tenía por bueno. Estaba bien cerca de allí un pueblo puesto en un repecho poco apartado del peñol; llamábase el pueblo Quiaustlán, que quiere decir «lugar de pluvia». Cortés, como vio que estaba tan cerca, o, porque no tenía que hacer, o por ver desde lo alto si parescían los navíos, sabiendo de los de Cempoala que era de un señor totonaca, de los opresos de Motezuma, determinó subir allá en orden, como iban. Los de a caballo se quisieran apear, porque la subida era áspera, pero Cortés se lo estorbó, diciendo que no convenía que los indios entendiesen haber lugar tan áspero donde los caballos no pudiesen subir; subieron poco a poco, y antes que llegasen a las casas toparon con dos indios que, por ser de diferente lengua no los entendió Marina.

Entrado Cortés en el pueblo, como vio que no parescía indio ninguno, sospechó que los indios que había tomado eran espías y que había algún engaño, mas por no mostrar flaqueza entró por el pueblo hasta que topó con doce indios ancianos y de mucha auctoridad, que traían consigo un intérprete de la lengua mexicana. Salían a rescebir a Cortés en nombre de su señor, porque ya estaban avisados de los indios de Cempoala. Saludaron a Cortés, dixéronle que su señor holgaba mucho con su venida; Cortés se lo agradesció, y preguntados que por qué se habían escondido, respondieron que porque jamás habían visto hombres semejantes, pero que después que el señor de Cempoala los había asegurado con decir que era gente buena y pacífica, habían perdido el miedo y salido a rescebirle por mandado de su señor. Cortés los siguió hasta una plaza, donde el señor estaba esperando bien acompañado. Saludáronse los dos con muestras de mucha amistad; el señor tomó un braserillo de barro con ascuas, y echando en él cierta resina que paresce anime blanco y huele bien, incensó a Cortés, porque era cerimonia que a solos los dioses y a los grandes señores se hacía en señal de reverencia.

En el entretanto que aquellos indios principales aposentaban la gente de Cortés, el señor se metió con él debaxo de

unos portales de la plaza, donde Cortés con los intérpretes le dio a entender quién era, de dónde venía y para qué, como había hecho con los otros señores. El señor le dixo lo mismo que el de Cempoala, no con poco temor de que Motezuma se había de enojar por haber hospedado a Cortés sin su licencia y mandado. Estando con este miedo, asomaron obra de veinte indios por la otra parte de la plaza con unas varas cortas y algo gruesas, a manera de Alguaciles, que en la mano traía cada uno y en la otra un moscador grande de pluma con que se hacían aire, por el calor de la tierra, aunque no los usaban sino hombres principales. El señor, como los vio, comenzó a temblar de miedo y lo mismo hicieron los que con él estaban. Cortés, preguntó la causa; respondiéronle que aquellos eran los recaudadores de las rentas de Motezuma y que temían que le dirían cómo habían hallado allí aquellos españoles, por lo cual temían ser gravemente castigados. Cortés los esforzó diciéndoles que Motezuma era su amigo, y que no solamente no se enojaría ni les haría mal por ello, pero se lo agradescería; y si de otra manera lo hiciese, que él los defendería, pues traía consigo hombres tan valientes que cada uno bastaba a pelear con mill mexicanos, y que esto lo tenía ya entendido Motezuma por la guerra de Champotón.

No bastaron aquellas palabras para asegurar aquel señor y a los suyos, porque luego se quiso levantar para rescebirlos y aposentarlos. Cortés lo detuvo, y dixo: «Por que veas cuánto podemos yo y los nuestros, manda luego a los tuyos que los prendan, y si se defendieren, les den de palos, que yo estoy aquí con los míos para defenderte contra todo el poder de Motezuma, cuanto más, que yo sé que por mi respecto no te osará enojar.» Cobró tanto ánimo el señor con estas palabras y encendiósele tanto la cólera con la memoria de los malos tratamientos pasados, que los mandó prender; y porque se defendían, los apalearon; pusieron a cada uno por sí en prisión en un pie de amigo, que es un palo largo en que les atan los pies al un cabo y la garganta al otro y las manos en medio, de manera que por fuerza han de estar tendidos en el suelo. Puestos los indios de esta numera, preguntaron si los matarían; Cortés rogó que no lo hiciesen, porque más convenía tenerlos a buen recaudo con guardas que de noche y de día mirasen por ellos para que no se fuesen, y que él inviaría a decir a Motezuma cómo ellos habían tenido la culpa de su prisión, por los agravios que hacían. Paresció bien al señor este consejo, aunque él más se holgara de matarlos. Mandólos meter en una sala del aposento de los nuestros, y mandando hacer un gran fuego dixo que los pusiesen alderredor dél con muchas guardas para que ninguno se pudiese huir. Poso también Cortés algunos españoles para mejor guardia a la puerta de la sala. Fuese a cenar a su aposento, donde él y los demás fueron bien proveídos de lo que el señor les invió.



 

 

Capítulo XV

De la astucia y orden que Cortés tuvo para revolver los indios totonaques con Motezuma.

Ya que era bien de noche, paresciendo a Cortés que todos reposaban y que los guardas indios estarían durmiendo, invió a decir a los españoles que guardaban los presos, que quitasen las prisiones a dos dellos sin que los demás lo sintiesen. Los españoles lo hicieron tan bien que, cortándoles las cuerdas, que eran de mimbres, traxeron dos dellos adonde Cortés estaba, el cual hizo que no los conoscía, y preguntándoles con Aguilar y Marina quién eran y qué querían y por qué estaban presos, respondieron que eran vasallos de Motezuma y que por su mandado habían venido a aquella tierra a cobrar ciertos tribuctos que los de aquel pueblo y provincia pagaban a su señor, y que no podían saber qué fuese la causa porque los habían prendido y maltratado, porque hasta estonces los salían a rescebir al camino y con mucho comedimiento los traían a sus casas, donde les hacían todo servicio y placer, y que de tan súbita mudanza no podían entender qué fuese la causa, sino estar allí los nuestros, que decían ser inmortales y que temían no matasen a los que quedaban en la prisión, primero que Motezuma lo supiese, porque eran serranos bárbaros y vengativos, deseosos de rebelarse contra Motezuma por darle enojo y ponerle en costa, y que esto lo habían intentado otras veces; por tanto, que le suplicaban hiciese cómo ellos y los otros sus compañeros no muriesen ni quedasen en poder de sus capitales enemigos, de lo cual Motezuma, su señor, rescibiría gran pesar por aquellos que eran sus criados viejos, no merescedores de que por tan buen servicio les diesen tan mal galardón.

Cortés, mostrando en el rostro y palabras pesar de lo hecho, les dixo: «Pena tengo que Motezuma, vuestro señor, haya sido deservido donde yo estoy, que tanto procuro su amistad y contento, y así estad ciertos que por ser criados de tan valeroso Príncipe, yo miraré por vosotros, como lo haré por todas las cosas que al señor Motezuma tocaren; dad gracias a Dios porque estáis libres, para que yo pueda inviar luego cierto despacho a México; por eso comed y esforzáos para partir luego y mirad no os descuidéis, porque si éstos os cogen otra vez os comerán vivos, y a los que quedan presos, yo procuraré cómo no se les haga mal y que vivos y sanos vuelvan a México.»

Ellos se lo agradescieron mucho; comieron brevemente, porque no veían la hora de salir del pueblo. Cortés los despidió luego, haciéndolos sacar por do ellos guiaron, dándoles algo que comiesen por el camino; encargóles mucho por la buena obra que dél habían rescebido, que dixesen a Motezuma, su señor, cómo él deseaba hacerle todo servicio, por lo mucho que de su persona se decía, e que tenía gran contento de habérsele ofrescido tiempo en que por la obra mostrase lo que tenía en el corazón, soltándolos a ellos y trabajando que el aucturidad de tan gran Príncipe no viniese a menos, e que aunque su Alteza había desechado su amistad y la de los españoles, como lo mostró Teudile, yéndose sin despedirse dél y ausentándole la gente, no dexaría él de servirle y buscar para esto cualquier ocasión; y que tenía bien entendido que sus vasallos, pensando que le servían, habían dicho que su señor no le quería ver ni conoscer ni dexarle entrar la tierra adentro, porque tales palabras no eran dignas de tan gran Príncipe como él, especialmente que él no iba con aquellos sus compañeros sino a servirle y decirle de parte de un solo Dios y del Emperador, su señor, cosas que le convenían mucho y secretos que jamás hobiese oído; e que si por él quedaba, sería su culpa, aunque todavía confiaba de su buen seso que, mirándolo bien, holgaría de oírle y hablarle y ser amigo de un tan poderoso Príncipe como el Emperador.» Ellos quisieran mucho llevar consigo sus compañeros, pero Cortés les replicó que no llevasen pena, que él les prometía de hacerlos soltar y que luego lo hiciera sino [fuera] por no enojar a los del pueblo, que le habían hospedado y hecho buen tratamiento, y que no era razón irles a la mano en su casa hasta atraerlos con buenas palabras; que fuesen con tanto sin cuidado y le traxesen repuesta, que él cumpliría lo prometido.

Los mexicanos se partieron muy alegres, prometiendo en todo cumplir su mandado.



 

 

Capítulo XVI

Cómo los Totonaques se levantaron contra Motezuma y lo que sobre ello hicieron.

Otro día en amanesciendo, echaron menos los presos que se habían soltado; y el señor, teniendo, como ello fue, que iban camino de México a dar mandado a Motezuma, rescibió tanta pasión que quiso matar a los que quedaban y hacer cruel justicia en las guardas, sino fuera porque Cortés defendió a los unos y excusó a los otros, diciendo que no era razón matar los presos, que eran personas inviadas por su señor, y que, según derecho natural, ni tenían culpa ni merescían pena por hacer lo que su señor les mandaba. Excusó a los guardas, diciendo que de veinte se hubiesen huido dos, porque el preso vela cuando los otros duermen, para salir de prisión; y porque los demás no se huyesen, que se los entregase a él, porque los echaría en los navíos con buenas prisiones, de donde no pudiesen salir.

Con esto se aplacó el señor y mandó entregar los presos a Cortés, el cual, delante del señor, les riñó ásperamente y mandó a sus soldados que los echasen en cadenas. En el entretanto, el señor, sin que Cortés lo supiese, entró en consejo con los principales de su pueblo, proponiendo si sería mejor pedir perdón a Motezuma, inviándole su tribucto con otros presentes, o ya que habían preso a los cogedores y tenían a Cortés por amigo, levantarse contra Motezuma, desechando de sus cervices el yugo de servidumbre en que estaban opresos.

Hubo dos paresceres muy contrario entre sí, el uno de temerosos y pusilánimos; el otro de esforzados y amigos de su libertad. Decían los temerosos que lo mejor era aplacar a Motezuma, inviándole embaxadores con los tribuctos y otros ricos presentes, desculpándose de la locura y dislate que habían cometido contra la majestad mexicana, a la cual de nuevo pedían perdón de su culpa y humildemente se sometían; y que aunque confesaban haber errado, y por esto ser dignos de riguroso castigo, todavía, confiando en la clemencia de su gran señor Motezuma y de que aquellos españoles los habían forzado a hacer tan gran desatino, Motezuma los perdonaría y rescibiría en su gracia. Los de contrario parescer dixeron que era muy mejor morir defendiendo su libertad que vivir en tan áspera y perpectua servidumbre, y que no había para qué esperar misericordia de Motezuma, pues sabían que con ninguno que lo hobiese ofendido usaba della; y que pues esto había de ser así, y al presente tenían de su parte aquellos hombres inmortales y medio dioses, que no había que temer, sino suplicar a su Capitán los favoresciese, como antes se lo tenía prometido. Finalmente, como las razones destos tenían más fuerza y todos deseaban verse libres de la tiranía de Motezuma, determinaron de rebelarse contra él y suplicar a Cortés los favoresciese.

Con esta determinación, acompañado de todos los principales, fue el señor a hablar a Cortés, al cual en pocas palabras dixo: «Señor, yo sé que los prisioneros que se soltaron habrán dicho a Motezuma el mal tractamiento que les hecimos, y esto fue porque tú lo mandaste y nosotros holgamos dello, por vernos libres de la tiranía que padescemos. Hemos determinado, después de lo haber bien mirado, de levantarnos contra Motezuma, procurando nuestra libertad. Por tanto, tú cumple tu palabra y danos favor, que nosotros determinamos de morir primero que vivir más en servidumbre.» Cortés holgó en extremo con esto, porque vio que no había otro camino para conseguir lo que deseaba sino éste, y disimulando el contento, respondió al señor: «Mira bien lo que haces, porque ya sabes que Motezuma es muy poderoso y tiene muchos amigos», pero que si así lo querían, que él sería su Capitán y los defendería valerosamente, porque era razón querer y amar a los que le querían y amaban, y no a Motezuma, de quien era él desechado, habiéndole convidado tantas veces con su amistad; y porque para la defensa dellos convenía saber qué gente podrían juntar de guerra, les dixo que le dixesen la verdad para que él viese cómo había de repartir sus soldados cuando Motezuma los acometiese por diversas partes. Ellos respondieron que en la liga se podrían juntar hasta cient mill hombres.

Cortés, visto esto, dixo que avisasen de lo que estaba tractado a todos los señores comarcanos amigos suyos y enemigos de Motezuma, para que cuando fuese menester se juntasen y supiesen que su favor no les faltaría; y que decía esto, no porque tuviese nescesidad dellos ni de su exército, que él solo y sus compañeros con el favor de su gran Dios bastaban para los de Culhúa, aunque fuesen otros tantos más, pero para que estuviesen a recaudo y avisados, si por caso Motezuma inviase gente de guerra contra algunas tierras de los confederados, tomándolos de sobresalto; y también porque si tuviesen nescesidad de socorro, le avisasen con tiempo, para que él los favoresciese y ayudase con los suyos. Pusieron tanto ánimo y esfuerzo a aquellos indios las palabras de Cortés que, aunque de suyo eran pusilánimos y estaban acostumbrados, aunque de tan lexos, a reverenciar y tener a Motezuma como a dios, por otra parte como eran orgullosos y no bien considerados, determinaron con grande alegría de despachar luego sus mensajeros por todos aquellos pueblos, haciéndoles saber lo que tenían acordado y rogándoles que, pues tenían de su parte aquellos teules o dioses tan valientes y esforzados, que con gran presteza se juntasen y estuviesen a punto para dar aviso cuando Motezuma inviase contra ellos su exército, porque luego serían socorridos por aquel valeroso Capitán que determinaban seguir, para desechar de sus cervices el insufrible yugo de servidumbre que Motezuma les tenía echado.

Entendido este aviso, como los que no deseaban otra cosa por verse libres de la tiranía que padescían, respondieron que así lo harían, y porque el señor de Cempoala viese cómo le obedescían y daban las gracias por el aviso, le inviaban sus mensajeros para que con ellos más largamente fuesen avisados de lo que debían hacer.

Rebelóse toda aquella serranía, do había gran número de indios; publicaron luego guerra a fuego y a sangre contra Motezuma; no dexaron a cogedor ni a hombres que fuese de Culhúa a vida, deseosos de hartarse de la sangre de aquellos que tan opresos los tenían. Usó destas mañas y artes Cortés para ganar las voluntades a todos y hacer su hecho, como deseaba, porque de otra guisa era imposible; y porque Motezuma no pudiese sospechar que él había sido causa de la rebelión de los totonaques, dio orden, según luego diré, cómo con la buena gracia del señor de Quiaustlán, los cogedores que habían mandado prender fuesen sueltos; habló a dos dellos en secreto, avisándoles dixesen a Motezuma cómo ellos y sus compañeros volvían con las vidas a tu tierra, y que si su persona y gente fuese menester para castigarlos y reducirlos a su servicio, que no le faltarían, aunque estaba agraviado de no haberle querido admitir a su servicio y amistad, no habiendo venido ahora con más que a ésta.

Los indios, no viendo la hora que irse, en pocas palabras dixeron que harían todo lo que su Merced mandaba.



 

 

Capítulo XVII

De la fundación de la Villa Rica de la Veracruz y de lo que más subcedió.

En el entretanto que esto pasaba, ya los navíos estaban detrás del peñol; fuelos a ver Cortés; llevó consigo muchos indios de los pueblos rebelados que estaban por allí cerca, aunque los de Cempoala eran los principales, así por ser vasallos de mayor señor, e por ser los primeros que se determinaron a volver por su libertad. A éstos todos, dándoles a entender Cortés que convenía, para su defensa, que él y los suyos se hiciesen fuertes en algún pueblo edificado al modo y manera de los cristianos, les mandó cortar mucha madera y traer la piedra que era nescesaria para hacer casas en aquel lugar que trazó, a quien puso nombre la Villa Rica de la Veracruz, como había determinado cuando en Sant Joan de Ulúa nombró Alcaldes y Regidores. Repartió Cortés los solares conforme a los vecinos que había de haber; señaló los sitios y asientos donde se había de edificar la iglesia y hacer la plaza, las casas de cabildo, cárcel, atarazanas, descargadero, carnicería y otros edificios públicos que para el buen gobierno y ornato de la villa convenían; trazó asimismo, una fortaleza sobre el puerto, en sitio que a todos paresció muy conveniente. Comenzóse este edificio y los demás a labrar de tapiería, así porque la tierra era buena para ello como porque de presente no había otros materiales.

Estando los nuestros en el hervor destas obras, vinieron de México dos mancebos bien apuestos, sobrinos de Motezuma con cuatro viejos de mucha experiencia y aucturidad, bien tratados, como ayos y consejeros de los mancebos, con los cuales venían muchos indios para su servicio. No pudieron llegar tan de súbito que algunos indios de Cempoala no diesen luego aviso a Cortés, el cual se sentó luego en una silla de espaldas, mandando a todos los principales de su compañía que, quitadas las gorras, en pie, estuviesen alderredor de su silla, a las espaldas de la cual se pusieron dos pajes y su alférez Antonio de Villarroel. Puesto así Cortés para representar el aucturidad que convenía, mandó por los intérpretes decir [a] aquellos señores que venían de México que esperasen un poco; ellos se detuvieron hasta que por otros mensajeros Cortés mandó que entrasen, los cuales a la entrada do Cortés estaba, quitándose las cotaras, sacudiéndolas y poniéndolas en la cinta a las espaldas, encubiertas con la manta de que iban vestidos, baxas las cabezas, tocando con la mano derecha en tierra, la besaron como hacían con el gran señor Motezuma, y sin hablar palabra, llegando donde Cortés estaba, le presentaron plumajes muy ricos, maravillosamente labrados, muchas mantas extrañamente tejidas de algodón, plumas y pelos de conejo y ciertas piezas de oro y plata, labradas con piedras y otras vaciadas y un casquete lleno de oro, como se sacaba de las minas, que se llamaba entre los mineros oro en grano, a diferencia del oro en polvo. Pesaría todo, según escribe Gómara, dos mil y noventa castellanos; y a lo que dice Motolinea, de quien principalmente se aprovechó Gómara, tres mill ducados. Como quiera que sea, o porque así lo sentía Motezuma, o por dar a entender la sed que Cortés y los suyos traían del oro, le dixeron que si se hallaba bien con aquella medicina para la enfermedad del corazón, que le inviaría más; diéronle con esto muchas gracias por haber soltado aquellos dos criados de su casa y haber sido parte de que los demás no fuesen muertos, y que si del todo quería hacer placer a su señor Motezuma, diese orden cómo los que estaban presos se soltasen, que en las cosas que se ofresciesen se lo agradescería mucho su señor, y que así, a su contemplación y por su respecto, perdonaba a los que se le habían alzado y eran rebeldes, con tal que conosciendo su culpa se emendasen de ahí adelante, aunque tenía entendido ser tales que presto cometerían otro delicto, para pagarlo todo junto con mayor castigo de sus personas y exemplo de otros; porque a no haberle rescebido y hospedado tan amorosamente como lo habían hecho, de que él se holgaba mucho, no bastara cosa a que no los mandara gravemente castigar conforme a la gravedad de su desacato y a la gravedad de su delicto. En lo demás dixeron que por estar su señor Motezuma no bien dispuesto y muy ocupado en las guerras que al presente tenía y con otros muy importantes negocios de la gobernación de sus reinos y señoríos, a que no podía dexar de acudir, no respondía cuándo y adónde se podrían ver, pero que, habiendo lugar, se daría manera y traza en ello.

Cortés, a la embaxada, no respondió cosa, porque no le supo bien la excusa de Motezuma; pero rescebidos los embaxadores y presentes, con alegre rostro, los mandó aposentar todo lo bien que pudo en unas tiendas de campo que mandó armar par del río, hechas de manera que los embaxadores no pudiesen entender la urdimbre de su tela; invió a llamar al señor de QuiaustIan, que era uno de los rebelados contra Motezuma; díxole la verdad que con él siempre había tratado, cómo habían venídole embaxadores de Motezuma, de los cuales tenía entendido que Motezuma no se atrevería a hacerles guerra, sino que antes pretendía reducirlos a su amistad; pero que mirase lo que hacía, que lo que le convenía era proseguir lo comenzado y echar de sí el duro yugo de servidumbre que Motezuma había puesto sobre sus cuellos. Por tanto, que él y los confederados podrían de ahí adelante estar libres de la subjección mexicana y que para esto él no les faltaría, como era razón y era obligado.

Entendiendo Cortés de aquel señor que con estas palabras se iba alegrando, para acabar de concluir su delgada trama, le dixo antes que respondiese; «pero ruégote, porque Motezuma no diga que no le damos en algo contento, que si dello no rescibes pesadumbre, que le inviemos libres los criados que le tenemos presos, porque así me lo invía a rogar.»

El señor, con muy gran contento, que le había nascido de lo que primero Cortés le había dicho, le respondió que hiciese en todo a su voluntad, porque él en nada excedería della, pues él y los suyos y sus amigos pendían de su favor y estaba debaxo de sus alas. Con esto, despedido con muchos comedimientos, muy alegre se volvió a su casa; lo mismo fueron los embaxadores mexicanos, porque llevaban libres a sus amigos y de Cortés habían sido muy bien tratados; dióles, para aficionarlos más, como tenía de costumbre, muchas cosas de rescate, de lino, lana, cuero, hierro, vidrio. Iban por el camino tratando con los presos, como después se entendió, el valor y esfuerzo grande de los españoles y cómo en breve tiempo, si no se volvían a su tierra, aunque eran pocos, hinchirían toda la tierra y serían señores della hasta pasar de la otra parte de México. Trataban de la diferencia del traje, armas y costumbres de los nuestros, que todo era muy nuevo e inusitado para ellos. En el entretanto Cortés derramó la fama por toda aquella tierra del miedo que Motezuma le tenía y de cómo estando él allí, aunque todos se alzasen, no osaría tomar armas contra ellos, que les dio mayor osadía para proseguir la rebelión comenzada, y así, no quedó indio en toda la serranía de los totonaques que no se rebelase apellidando libertad y tomando armas contra las guarniciones mexicanas; vengáronse de los agravios que les habían hecho, lo cual fue causa que ciertas guarniciones de las mexicanas hiciesen guerra a los de Cempoala.



 

 

Capítulo XVIII

Cómo se tomó a Tipancinco por fuerza por Cortés y los suyos.

Pocos días después que esto subcedió, los vecinos de Cempoala inviaron a pedir socorro de españoles a Cortés, porque se veían muy afligidos con la gente de guarnición de Culhúa que Motezuma tenía allí; diéronle a entender cómo ello pasaba, para más moverle a que les inviase socorro, las muchas crueldades que aquella guarnición hacía, talándoles los árboles, quemándoles las sementeras, destruyéndoles las tierras y labranzas, prendiendo y matando los que las labraban.

Confina Ticapacinga con los totonaques y con tierras de Cempoala; era en aquel tiempo, a su modo, un lugar bien fuerte, porque estaba asentado cerca de un río y tenía una fortaleza puesta sobre un peñasco alto, de la cual casi por todas partes, bien de lexos, se podían ver los enemigos. En esta fortaleza, por ser tan fuerte y estar entre aquéllos, que cada día se rebelaban, procurando, como es natural, su antigua libertad, tenía Motezuma mucha gente de guarnición, la cual, viendo que los tesoreros y recaudadores de las rentas reales, afligidos y acosados por los rebeldes de aquella comarca, se acogían allí, salía haciendo todo el daño que podía por apaciguar la rebelión, y, en castigo de los delictos cometidos, destruía todo cuanto hallaba. Prendió y castigó gravemente muchas personas.

Cortés, vista la necesidad en que sus amigos estaban, luego fue a Cempoala y de allí, en dos jornadas, con algunos de a caballo y con un pujante exército de aquellos indios amigos, llegó a Ticapacinca, que estaba poco más de ocho leguas de la ciudad de la Veracruz. Dice aquí Motolinea que con los de caballo llevó Cortés algunos de pie, y así es creíble, por que se hiciese mejor la guerra. Los de Culhúa pensando que les había de subceder con los nuestros como con los cempoaleses, salieron al campo; pero antes que se trabase la batalla, como vieron la braveza y denuedo de los de caballo, calmaron y echaron a huir a la fortaleza, que estaba cerca de allí; pero no pudieron llegar tan presto que los de caballo no llegasen con ellos hasta el peñasco, y viendo que no le podían subir por su aspereza, se apearon cuatro dellos con Cortés, y a las vueltas, entrando con ellos en la fortaleza, se detuvieron en la puerta, hiriendo y matando a los que la querían cerrar, hasta que llegaron los demás españoles y muchos, de los amigos. Entrególes el General, con gran humildad, la fortaleza y pueblo, rogándoles que no les hiciesen ya más daño, así a los de Motezuma como a los vecinos; rogóles asimismo dexasen ir libres a los soldados, mas sin armas ni banderas. Hízose así, que fue cosa bien nueva para los indios. Los vencedores comieron aquí algunos de los enemigos muertos, y hubo quien con un niño gordo, bien asado, hizo fiesta y banquete a uno de los Capitanes indios. Aquí fue donde la primera vez vieron los nuestros comer carne humana a los indios.

Alzada esta victoria, que fue la primera que Cortés hubo contra la gente de Motezuma, se volvió a la mar por el camino que vino. Quedó aquella serranía de ahí adelante libre del miedo y tiranías de Motezuma, y la fama desto se extendió tanto por los que eran amigos y no amigos de Cortés, que de ahí adelante, cuando se les ofrescía alguna guerra, le suplicaban les diese alguno de aquellos teules, que con él, llevándole por Capitán, tendrían por segura la victoria.

Fue tan dichoso este principio para el fin y motivo de Cortés como fue el subcesor de Champotón. Vueltos los nuestros a la Veracruz contentos, como era razón, de la victoria habida, hallaron que había llegado Francisco de Salcedo con la carabela que Cortés había comprado a Alonso Caballero, vecino de Cuba, que había dexado allí dando carena. Traxo setenta españoles y nueve caballos e yeguas, con que los nuestros no poco se regocijaron y animaron, por ser ayuda para mejor proseguir su destino.



 

 

Capítulo XIX

Cómo Cortés y la Villa inviaron presentes al Emperador.

Deseoso Cortés de proseguir su intento que era la demanda de México, de quien tan señaladas cosas había oído, dio priesa en que se acabasen las casas y fortalezas de la Veracruz, para que los soldados y vecinos, cómodamente viviesen y se reparasen contra las lluvias, y para que también, cuando se ofresciese, tuviesen donde resistir a los enemigos, y así después de concertadas muchas cosas tocantes a la guerra, mandó sacar a tierra las armas y pertrechos de guerra, y cosas de rescate, las vituallas y otras provisiones que estaban en los navíos. Entrególas al cabildo, como se lo tenía prometido, y teniéndolos a todos juntos con otros principales que no tenían oficios públicos, les habló en esta manera: «Señores, ya me paresce que es tiempo que Su Majestad del Emperador, nuestro señor, sepa por relación de alguno de nosotros que la lleven, cómo ha sido servido en estas partes y la gran esperanza que de riquezas promete esta tierra, y así, si a vuestras mercedes paresce, será bien que ante todas cosas repartamos por cabezas lo que hemos habido en la guerra, sacando primero el quinto que a su Majestad pertenesce, y porque esto mejor se haga, nombro por Tesorero del Rey a Alonso de Ávila, y del exército a Gonzalo Mexía, para que, como es uso y costumbres, pasando por manos de Oficiales el negocio, se tracte con más fidelidad y confianza.» Paresció bien lo que el General dixo a todo el regimiento y a los demás caballeros que a él vinieron, y suplicáronle lo pusiese luego por obra, porque, no sólo holgaban que aquellos caballeros fuesen Tesoreros, mas que ellos los confirmaban y rogaban lo quisiesen ser. Aceptaron de buena gana los señalados sus cargos; comenzaron, acabada la junta, a entender en ello con toda fidelidad, y por que en el negocio no hobiese sospecha, mandó Cortés sacar y traer a la plaza que todos lo pudiesen ver, la ropa de algodón que había allegada, las cosas de pluma, que eran muy de ver, todo el oro y plata que había, que pesó veinte y siete mill ducados, y entregándolo todo, por peso y cuenta a los Tesoreros, dixa al cabildo que, conforme a razón y justicia, lo repartiesen. Ellos, no olvidados de la buena obra que del habían rescebido, respondieron que no tenían qué repartir, sacado el quinto que al Rey pertenescía, porque lo demás era menester para pagarle los bastimentos que les había dado y la artillería y navíos, de que todos en común se aprovechaban; por tanto, que le suplicaban lo tomase todo y inviase al Rey su quinto de lo que mejor le paresciese. Él, empero, que siempre procuró con buenos comedimientos y obras ganar amigos, les dixo que aún no era tiempo de tomar lo que le daban, porque veía que ellos lo habían más menester para ayudar a sus gastos y pagar sus deudas, y que de presente no quería más parte de la que le venía como a su Capitán general. Rogóles con esto que porque tenía pensado de inviar al Rey más de lo que le venía de su quinto, que no rescibiesen pesadumbre si excediese de lo acostumbrado, pues era lo primero que se inviaba y había cosas que no se sufría partir ni fundir.

Halló en todos, como suelen los más españoles, gran voluntad para con su Rey. Esto es lo que dice Motolinea, y después Gómara, que en lo más de su historia le siguió. Dicen otros de los que se hallaron presentes que ningún repartimiento se hizo, sino que, apartando el General lo más y mejor que le paresció, se quedó con lo otro, y dello invió parte a su padre Martín Cortés y parte dello dio a los procuradores que habían de ir para sus negocios a España; e incidentemente, por los de la república. Lo que apartó para inviar al Rey, fue lo siguiente: Las dos ruedas de oro y plata que dio Teudile de parte de Motezuma, un collar de oro de ocho piezas, en que había ciento y ochenta y tres esmeraldas pequeñas engastadas y docientas y treinta y dos pedrezuetas como rubíes, de no mucho valor; colgaban dél veinte y siete como campanillas de oro y unas cabezas de perlas o berruecos; otro collar de cuatro trozos torcidos, con ciento y dos rubiejos y ciento y setenta y dos esmeraldas, diez perlas buenas, no mal engastadas, y por orla veinte y seis campanillas de oro: entrambos collares eran de ver y tenían otras cosas primas sin las dichas; muchos granos de oro, ninguno mayor que garbanzo, así como se hallan en el suelo; un casquete de granos de oro sin fundir, sino así, grosero, llano y no cargado; un morrión de madera chapado de oro y por de fuera mucha pedrería, y por bebederos veinte y cinco campanillas de oro, y por cimera un ave verde, con los ojos, pico y pies de oro; un capacete de planchuelas de oro y campanillas alderredor, y por la cubierta piedras; un brazalete de oro muy delgado; una vara como ceptro real con dos anillos de oro por remate y guarnescidos de perlas; cuatro arrexaques de tres ganchos, cubiertos de pluma de muchos colores y las puntas de berrueco, atado con hilo de oro: muchos zapatos como esparteñas de venado, cosidos con hilo de oro, que tenían la suela de cierta piedra blanca y azul muy delgada y transparente; otros seis pares de zapatos de cuero de diverso color, guarnecidos de oro, plata y perlas; una rodela de palo y cuero y a la redonda campanillas de latón morisco y la copa de una plancha de oro, escupida en ella Uitcilopuchtli, dios de las batallas, y en aspa cuatro cabezas con su pluma o pelo al vivo y desollado, que eran de león, de tigre, de águila y de un buarro; muchos cueros de animales y aves adobados, con su pelo y pluma; veinte y cuatro rodelas de oro, pluma y aljófar, primas y muy vistosas; cinco rodelas de pluma y plata, cuatro peces de oro, dos ánades y otras aves huecas y vaciadas de oro, dos grandes caracoles de oro, que acá no los hay, e un espantoso cocodrilo con muchos hilos de oro gordo alderredor; una barra de latón y de lo mismo ciertas hachas y unas como azadas; un espejo grande guarnescido de oro, y otros chicos; muchas mitras y coronas de pluma y oro, labradas y con mill colores, perlas y piedras; muchas plumas gentiles y de todas colores, no teñidas, sino naturales; muchos plumajes y penachos grandes, lindos y ricos con argentería de oro y aljófar; muchos ventalles y amoscadores de oro y pluma y sola pluma, chicos y grandes y de toda suerte, pero todos muy hermosos; una manta como capa de algodón, texida de muchas colores y de pluma, con una rueda negra en medio, con sus rayos y por de dentro rasa; muchas sobrepellices y vestimentas de sacerdotes, palias, frontales y ornamentos de templos y altares; muchas otras destas mantas de algodón, blancas solamente o blancas y negras, escacadas o coloradas, verdes, amarillas, azules y otros colores, del envés sin pelo ni color y de fuera vellosas como felpa; muchas camisetas, jaquetas, tocadores de algodón, cosas de hombre, muchas mantas de cama, paramentos y alfombras de algodón y otras algunas cosas que todas tenían más prescio y valor por su extrañeza y novedad que por su riqueza, aunque las ruedas tenían de por sí harta estima; y lo que mucho maravilló a ciertos plateros de España, fue ver un pez fundido, las escamas del cual la mitad eran de oro y la otra mitad de plata, ambos metales en su género bien finos.

Inviáronse con estas cosas algunos libros, cuyas letras eran como las que dice Artimidoro, giroglíficas, de las cuales al principio usaron los egipcios. Eran figuras de hombres, de animales, árboles, hierbas, las cuales, pintadas declaraban, como nosotros por nuestras letras, los conceptos de los que escrebían, aunque confusamente; eran estos libros, no como los nuestros, sino como rollos de papel engrudado, que descogidos daban a entender lo que contenían. Era este papel hecho de ciertas hojas de árboles; paresce papel de estraza, aunque es más liso y blanco.

Al tiempo que se adereszaba este presente, los cempoaleses, para cierta fiesta que hacían, tenían muchos hombres para sacrificar; pidióselos Cortés con mucha instancia para inviarlos al Rey con el presente; pero ellos, hechos muchos comedimientos, no osaron dárselos, diciendo que sus dioses se enojarían grandemente y no les darían agua y les quitarían los mantenimientos y que matarían a sus hijos y a ellos. Porfió tanto Cortés que, aunque muy contra su voluntad, temerosos no les hiciese algún daño, le dieron cuatro mancebos bien dispuestos y dos mujeres de buena gracia y disposición. Era costumbre, aunque más largamente toqué esto en el libro primero, que los que habían de ser sacrificados, si eran habidos de guerra, adereszados lo mejor que podían con plumajes en la cabeza y espada y rodela en las manos, bailaban en lo alto del cu, cantando cantares tristes como endechas, llorando su muerte, ofresciendo su vida a los dioses. Lo mismo hacían los que no eran de guerra, salvo que no llevaban armas. Hecho esto, se tendían de espaldas y sacábanles los sacerdotes el corazón con tanta presteza que, porque lo vieron personas de crédito, diré una cosa maravillosa; y fue, que sacando una vez el corazón los tlaxcaltecas a un indio mexicano, echando el cuerpo por las gradas del cu, se levantó y anduvo tres o cuatro pasos por las gradas, que sería ocho, porque hasta entonces le duraron los espíritus vitales.

Estos cuatro mozos, con los demás que habían de ser sacrificados, andaban cantando por las calles y pidiendo limosna para su sacrificio y muerte. Era cosa de ver cómo todos los miraban y daban de lo que tenían, diciéndoles que hacían gran servicio a los dioses en ofrescerles su sangre y vida para el bien de los que quedaban vivos. Traían en las orejas arracadas de oro con turquesas y unos pedazos de oro en el labio baxo, que hacía descubrir los dientes.

Los señores con el oro traían metidas en el mismo labio piedras presciosas, que en España paresció bien feo, aunque entre ellos era mucha gala y ornato; y en esto había tanta diferencia, que cada uno traía las piedras y oro como había peleado y mostrado el valor de su persona, tanto que al que no era de casta o valiente por su persona, no le era lícito traer sino una paja por oro y un pedernal por piedra presciosa.



 

 

Capítulo XX

De lo que el Cabildo y Cortés escribieron al Rey.

Puesto ya a punto el presente para el Rey, entró Cortés en cabildo con los demás principales del pueblo y díxoles que, así para llevar el presente como para tratar de los negocios que a todos convenían con Su Majestad, era nescesario que, como era costumbre en todos los pueblos, el regimiento nombrase y eligiese procuradores, a los cuales dixo que también daría su poder y su nao capitana en que fuesen. El Regimiento señaló a Alonso Hernández Puerto Carrero y Francisco de Montejo, que estonces eran Alcaldes. Holgó dello Cortés y dióles por piloto a Antón de Alaminos, y como iban en nombre de todos, tomaron de montón lo que de oro habían menester para ir a negociar y volver. Lo mismo hicieron en lo del matalotaje para la navegación. Dióles, como había dicho, Cortés su poder y una instrucción de lo que habían de hacer en su nombre en Corte y en Sevilla y en su tierra, porque habían de dar a su padre Martín Cortés y a su madre doña Catalina Pizarro ciertos dineros y las buenas nuevas de su prosperidad y adelantamiento. Invió con ellos la relación y auctos que había hecho, así en Cuba como en la Nueva España, sobre lo cual escribió una larga carta al Emperador, dándole sumaria cuenta de lo que le había subcedido desde que salió de Cuba hasta el día de la fecha, y por que el Emperador estuviese advertido antes que otro le advertiese. Lo que especialmente escribió fue las pasiones y diferencias que hubo entre él y Diego Velázquez en Sanctiago de Cuba, las cosquillas que había en su real por haber en él muchos de la parcialidad de Diego Velázquez, los trabajos que todos habían pasado, la voluntad que tenían a su real servicio, la grandeza y riqueza de aquella tierra, la esperanza grande que tenía de ponella debaxo de su real nombre, la tiranía y dominio que el demonio tenía sobre toda ella. Ofresciósele de ganar la ciudad de México y haber a las manos vivo o muerto al gran rey Motezuma, el fin de todo. Recontando sus servicios señalados, le suplicaba le hiciese mercedes en los cargos y provisiones que había de proveer en aquella nueva tierra para remuneración de sus trabajos y gastos que hizo en descubrirla y ganarla.

El regimiento de la Veracruz escribió otra carta por sí, firmada solamente de los Regidores, que con brevedad decía lo que aquellos pobres hidalgos habían hecho en descubrir y ganar aquella tierra, y casi del mismo tenor otra en nombre de toda la república, firmada de los más principales que en ella había.

Escribió otra, prometiendo por ella que en su real nombre todos ellos tendrían y guardarían aquella villa con el mayor aumento que pudiesen, y que por esto morirían, hasta que Su Majestad otra cosa mandase. Suplicáronle con mucha humildad diese la gobernación de aquella tierra y de la demás que conquistasen a Hernando Cortés, su cabdillo y Capitán general y Justicia mayor, elegido por ellos mismos para quitar pasiones y hacer mejor lo que conviniese al adelantamiento del estado real, y que porque habían visto que para este fin convenía él más que otro, le habían elegido en nombre de Su Majestad. Suplicaban también con mucho calor que por evitar ruidos, escándalos y peligros y muertes que se siguirían si otro los gobernase y fuese su Capitán, si acaso, había hecho merced destos cargos a otro, los revocase, porque esto era lo que más convenía y que no sentían ni debían decir otra cosa. Al fin le suplicaron fuese servido de responderles con toda brevedad y hacerles merced de despachar los procuradores de aquella su villa con el buen despacho que deseaban y suplicaban.

Con estas cartas y poderes que Cortés y el cabildo dieron, se partieron de Quiaustlán los procuradores Alonso Hernández Puerto Carrero y Francisco de Montejo y Antón de Alaminos en una razonable nao, a veinte y seis días del mes de Julio del año de mill e quinientos y diez e nueve, con las dichas cartas, auctos Y testimonios y relación que dicho tengo; tocaron de camino en el Marién de Cuba; y diciendo que iban a la Habana, pasaron sin detenerse por la Canal de Bahama y navegaron con harto próspero tiempo hasta llegar a España.

Escribieron estas cartas los de aquel consejo y exército, recelándose de Diego Velázquez, que tenía muy mucho favor en Corte y Consejo de Indias, y porque andaba ya la nueva en el real con la venida de Francisco de Salcedo, que Diego Velázquez había habido la merced de la gobernación de aquella tierra del Emperador con la ida a España de Benito Martín, lo cual, aunque ellos no lo sabían de cierto, era muy gran verdad, según en otra parte se dice.



 

 

Capítulo XXI

Cómo se amotinaron algunos contra Cortés y del castigo que en ellos hizo.

Aunque casi de común parescer, por el seso y valor de Cortés, le habían elegido, por su caudillo y Justicia mayor, no faltaron, como acontesce en todas las cosas humanas, contradicciones, porque algunos, por ser criados de Diego Velázquez, y algunos por ser sus amigos, y otros, o por ir tras las voces destos, o porque estaban descontentos de no haberlos puesto Cortés en cosas que no merescían, comenzaron entre sí a murmurar de la elección porque les parescía, como ello fue, que ya Diego Velázquez estaba fuera de parte; e que habiendo sido el principal auctor, era excluido de aquella felice y próspera tierra, afirmando con esto ser más elegido, por astucia, ardid, halagos y sobornos que por razón e justicia; y que el haberse hecho de rogar para que aceptase el cargo de Capitán general había sido con maña y disimuladamente, y que a esta causa no era válida la elección en perjuicio de Diego Velázquez, que le había inviado, especialmente que para esto se requería el aucturidad y poder de los flaires jerónimos, que por los Reyes Católicos gobernaban las islas; que, según se decía, ya Diego Velázquez era Gobernador de la tierra de Yucatán, en cuyo destricto estaba Cortés, el cual, como entendió que poco a poco se iba encendiendo el fuego, aunque no humeaba mucho, primero que levantase tanta llama que no pudiese ser apagado, informado de los principales auctores, sin alterar el real, los prendió y metió en un navío vara inviarlos a España presos, pero como de su natural condisción era benigno y clemente, rogado por algunos a quien deseaba complacer, los soltó; y fue quitar los grillos al furioso y darle armas, porque olvidados del beneficio rescebido, perseverando en su mal propósito, usando mal de la facultad del perdón, procuraron alzarse con un bergantín y matar al Maestre, para irse a su salvo a la isla de Cuba a dar aviso a Diego Velázquez de lo que pasaba, y del gran presente que Cortés inviaba al Emperador para ganarle la voluntad y ser confirmado por Gobernador y Capitán general, como había sido elegido.

Querían dar estos amotinadores este aviso a Diego Velázquez para que, cuando los procuradores de Cortés pasasen por la Habana, Diego Velázquez los prendiese y quitase el presente, estorbando como el fin y motivo de Cortés no fuese adelante, y en el entretanto Diego Velázquez pudiese avisar al Emperador de lo que pasaba, para que no se tuviese por bien servido de Cortés y de los demás que le habían seguido.

Cortés, entendida la conjuración, viendo que convenía antes que más se afistolase la llaga cortar algunos miembros, mostrando, porque así convenía, más enojo del que tenía en su pecho, prendió muchos dellos y con grande aviso, tomándoles su confesión, hallando ser unos más culpados que otros, les dio diversas penas, porque ahorcó a Joan Escudero y a Diego Cermeño, piloto, grandes cortadores de espada; y era el Cemento tan ligero, que con una lanza en la mano saltaba por cima de otra atravesada sobre las manos levantadas de los dos más altos hombres que había en el exército. Tenía también tan vivo el olfato que, andando por la mar, olía la tierra quince leguas y más antes que llegase a ella.

Pidieron a éstos, como se acostumbra en España, dos mujeres públicas; unos dicen que ellos no las quisieron, y otros que Cortés no quiso, por lo que estonces convenía, el cual, la primera vez que los perdonó les dixo que de ahí adelante mirasen cómo vivían, porque les prometía por vida del Emperador que, si recaían, los mandaría ahorrar. Con todo esto, al firmar de una sentencia, subió en un caballo y lloró, condolesciéndose de lo que hacía; y por no ser importunado dio de espuelas al caballo, yéndose de allí con algunos que le acompañaron a un pueblo allí cercano.

Mandó cortar el pie a otro y azotar a otros dos, que fueron Gonzalo de Umbría y Alonso Peñate. Desimuló con algunos otros, porque vio convenir así. Desta manera puso gran miedo a muchos que se iban ya inclinando. Quieto y pacífico su exército, hízose temer; aseguró su negocio, porque a descuidarse, Diego Velázquez tuviera aviso y fuérale fácil estorbar, prendiendo los procuradores, la buena ventura a Cortés; porque después lo procuró, inviando una carabela de armada tras Puerto Carrero y Montejo, porque no pudieron pasar tan secretos por la isla de Cuba que Diego Velázquez no lo supiese.



 

 

Capítulo XXII

Del hazañoso hecho de Cortés cuando dio con los navíos al través.

Andaba pensando Cortés cómo conseguiría su fin tan deseado, que era verse en México con el señor Motezuma, y aunque se le ofrescían muchos inconvinientes, como eran ser la tierra tan larga, tan poblada de gente, los estorbos que Teudile había propuesto, los enemigos muchos que estaban en el camino, el deseo de muchos de los suyos que tenían de volver a Cuba y la dificultad que de salir con tan gran empresa a todos se ofrescía; con todo esto, echando como dicen el pecho al agua, entendiendo que jamás grandes cosas se consiguen sin gran trabajo y diligencia, acompañando a su singular esfuerzo maravillosa prudencia, determinó de dar con los navíos al través, cosa cierto espantosa y que pocos capitanes hasta hoy han hecho, aunque Gómara en este gar cuenta otro semejante hecho de Barbarroxa del brazo cortado, que por tomar a Bugía quebró siete galeones, que comparado por sus partes con el de Cortés, es muy inferior.

Para salir, pues, con tan memorable hazaña de manera que los suyos no se alborotasen, llamó de secreto a los maestres y pilotos, y haciéndoles grandes caricias y nuevas ofertas, dándoles en breve a entender la gran fortuna y buena ventura que entre las manos tenían, les rogó que con todo secreto, so pena de la vida, diesen barreno a los navíos, de manera que por ninguna vía se pudiese tomar el agua, y que hecho esto, cuando él estuviese con mucha gente, entrasen do él estaba algunos pilotos y dixesen que los navíos estaban cascados y comidos de broma para no poder navegar; que su Merced viese lo que sobre ello mandaba hacer, y esto como que venían a darle cuenta por que después no los culpase.

Poniendo por obra los maestros y pilotos con el secreto que se les había encargado el negocio, vinieron algunos dellos a Cortés delante de muchos que se hallaron presentes, y con alguna alteración que cubría lo secreto del pecho, le dixeron: «Señor, los navíos ha más de tres meses que están surtos, e ahora, yendolos a requerir e visitar, los hallamos tan abromados y tan abiertos que por veinte partes hacen agua y se van a fondo, y paréscenos que se van a fondo y no tienen remedio. Vuestra Merced vea lo que manda.» Cortés, oyendo esto, mostró pesarle mucho; los presentes creyeron ser así por haber tantos días que los navíos estaban surtos; y después de haber por gran rato tractado lo que se debía hacer, mandó Cortés, que pues ya no había otro remedio, sacasen dellos la xarcia y lo demás que se pudiese aprovechar y los dexasen hundir. Los Maestres, sacando primero los tiros, armas, vituallas, velas, sogas, áncoras y todo lo demás que podía aprovechar, dieron al través con cinco navíos que eran de los mejores. No mucho después quebraron otros cuatro con alguna dificultad, porque ya la gente entendía el propósito y ardid de su Capitán; y así comenzaron a murmurar y tratar mal dél, quexándose por corrillos que los llevaba al matadero y que les había quitado todo el refugio, así para ser proveídos de fuera, como para si se ofresciese algún peligro, tener con que librarse dél.

Cortés, visto que muchos de los principales, que eran las principales fuerzas de su exército, estaban bien en lo hecho, juntos todos, [les dixo]: «Señores y amigos míos: A lo hecho no hay remedio; Dios paresce que quiere seamos los primeros que señoreemos tan grande y próspera tierra; los que de vosotros no quisiéredes participar de tan buena andanza, queriendo más volveros a Cuba que ir conmigo en demanda de empresa tan señalada, lo podéis hacer, que para esto, queda ahí un buen navío, aunque yo no sé con qué cara podéis volver, quedando conmigo tantos y tan buenos caballeros.»

Aprovechó mucho esta plática, porque unos mudaron el propósito y otros, de vergüenza, se quedaron, aunque hubo muchos que no tuvieron empacho de pedirle licencia; créese eran marineros y hombres de baxa suerte que querían más navegar que pelear. Reprehendidos por Cortés y por otros caballeros, se quedaron, haciendo de las tripas corazón.

Visto esto, porque no hobiese logar de arrepentimiento en algunos otros, mandó dar Cortés a la costa con el navío que quedaba, quitando a todos la esperanza de la vuelta y dándoles a entender que en sólo Dios y en su esfuerzo y valentía habían de confiar de ahí adelante; e que pues les era nescesario, o pasar adelante, o no dexarse vilmente morir, hiciesen el deber, pues a los osados siempre ayudaba la fortuna, y que el cobarde moría más presto y con más afrenta suya e de los suyos.

Estas palabras, con la nescesidad que había de hacer lo que debían, dieron mucho ánimo y aliento a todos, y fue muy alabado Cortés y más querido de ahí adelante por el buen consejo y astucia que en tan dificultoso negocio había tenido.



 

 

Capítulo XXIII

De lo que a Cortés subcedió con ciertos navíos de Garay.

Cortés, que no ocupaba el pensamiento en otra cosa, salvo en cómo saldría con la empresa que entre manos tenía comenzada, ordenado primero lo que era menester para el buen gobierno y defensa de la villa, que estaba ya casi acabada, dexando en ella ciento y cincuenta españoles, y por Capitán dellos a Francisco Álvarez Chico (y no a Pedro Dircio, como dicen fray Toribio y Gómara, porque el año de veinte y cuatro fue Teniente de Gobernador en la Villa Rica Pedro Dircio), y a Joan de Escalante por alguacil mayor, dexando con esta guarnición dos caballos, dos tiros con muchos indios de servicio e cincuenta pueblos de amigos y aliados, de los cuales, cuando fuese menester, se podría sacar cincuenta mill hombres de guerra, encomendando que la fortaleza se acabase, publicó su partida. Salió con los demás españoles, con indios de servicio e muchos amigos.

Vino a Cempoala, que estaba cuatro leguas de la nueva villa, donde acabado de llegar le dixeron que andaban cuatro navíos de Francisco de Garay por la costa. No le supo bien; recelóse de algún estorbo que impidiese su jornada; volvióse luego a la villa, para que desde allí, estando fortalescido, pudiese defenderse y ofender si se ofresciese.

Supo, como llegó, que el alguacil mayor Escalante había ido a informarse de quiénes fuesen y qué querían y a convidarlos a que alojasen en su pueblo. Supo también que los navíos venían hacia el Norte e que habían corrido la costa de Pánueo y rescatado hasta tres mill pesos de ruin oro e algunos bastimentos e que no les había contentado la tierra por no ser tan rica como pensaban.

Cortés, como supo que los navíos estaban surtos y que no habían querido salir a tierra, aunque los habían convidado a ello, fue hacia allá con una escuadra de su compañía. Llevó consigo a Escalante, por ver si alguno de los de los navíos salía a tierra, para tomar lengua e informarse de lo que quería; e después de andada una legua, topó con tres españoles que habían salido de los navíos, el uno de los cuales dixo que era escribano y los otros dos testigos, que venían a notificarle ciertas escripturas que entonces no mostraron y a requerirle que partiese la tierra con el capitán Garay, echando mojones por parte conveniente, porque también él pretendía aquella conquista por primero descubridor y porque quería asentar y poblar en aquella costa veinte leguas de allí hacia poniente, cerca de Nautlán, que ahora se llama Almería. Cortés, con gracioso semblante, aunque sentía otra cosa, les dixo, que primero que nada le notificasen se volviesen a los navíos y dixesen al Capitán que se viniese a la Veracruz con su armada, porque allí hablarían mejor en lo que conviniese, y se sabría qué era lo que pretendía; e que si tuviese alguna nescesidad, le socorrería cuanto mejor pudiese; y que si venía, como ellos decían, en servicio del Rey, que él holgaba mucho dello, porque se presciaba de guiar y favorescer a los semejantes, pues estaba él allí también por el Rey y todos eran unos. Ellos dixeron a esto que en ninguna manera el capitán Garay ni hombre de los suyos saldría a tierra ni vendría do él estaba. Esto dice Gómara, aunque conquistadores que se hallaron en ello, afirman no venir allí Garay, sino cierta gente suya con un Teniente.

Cortés, como quiera que fuese, oída esta respuesta, entendió lo que sospechaba; prendiólos y púsose tras un médano de arena alto, frontero de las naos, donde cenó y durmió. Estuvo allí hasta bien tarde del día siguiente, esperando si Garay o algún piloto o otra cualquiera persona saldría a tierra para tomarlos e informarse de lo que habían navegado y el daño que dexaban hecho, con intento que por lo uno los inviaría presos a España, y [por] lo otro sabría si habían hablado con gente de Motezuma. No cociéndosele el pan, viendo que los de los navíos se rescelaban mucho e que no llegaban a tierra, entendió que debía de haber alguna mala trama urdida, y para certificarse desto usó de un ardid, y fue, que hizo que tres de los suyos trocasen los vestidos con aquellos que habían venido, y que llegando a la lengua del agua, como que eran de los navíos, capeando, llamasen. Los de los navíos, o porque por los vestidos creyeron ser de los suyos, o porque los llamaron, inviaron en un esquife doce hombres adereszados con ballestas y escopetas. Los de Cortés, vestidos de los hábitos ajenos, como estaban enseñados, se apartaron hacia unas matas que por allí había, como que buscaban sombra por el recio sol que hacía, que era a mediodía, para hablar más a placer, y también por no ser conoscidos.

Los del esquife echaron en tierra dos escoeteros e dos ballesteros e un indio, los cuales caminaron derechos hacia las matas, pensando que los que estaban debaxo dellas eran sus compañeros. Arremetió entonces Cortés con otros algunos y tomáronlos antes que tuviesen lugar de volver al barco, aunque se quisieren defender. El uno dellos, que era piloto, encaró la escopeta contra el capitán Escalante y no dio fuego, de cuya causa no le mató. Los de las naos, visto el engaño y burla no pararon allí más, y haciéndose a la vela, no esperaron a que llegase el esquife. De estos siete se informó Cortés cómo Garay había corrido mucha costa en demanda de la Florida, y tocando en un río y tierra cuyo rey se llamaba Pánuco, donde hallaron que había oro, aunque poco, e que sin salir de las naos habían rescatado hasta tres mill pesos de oro y habido mucha comida a trueco de cosas de rescate, pero que nada de lo andado y visto había dado contento a Francisco de Garay, por no hallar mucho oro y no ser bueno lo poco que había.



 

 

Capítulo XXIV

Cómo Cortés volvió a Cempoala, y hecho un parlamento a los señores della, les hizo derrocar los ídolos.

No pudiendo haber Cortés más claridad de los negocios de Garay, se volvió a Cempoala con los mismos españoles que había sacado de la Villa Rica. Salióle a rescebir el señor del pueblo con otros muchos principales que le acompañaban; comieron juntos aquel día; hízole grandes caricias Cortés; renovóse el amistad.

Otro día, estando el señor de Cempoala con todos los principales en sus aposentos, por la lengua les hizo Cortés esta plática: «Señor y amigo mío, y vosotros, nobles caballeros: Entendido habréis el amistad y amor verdadero que os tengo, pues le he bien mostrado por las obras, siendo parte para que alanzásedes de vuestras cervices el duro yugo de servidumbre del gran señor Motezuma, que de pocos años acá tenía puesto sobre vosotros, y de aquí entenderéis que lo que ahora os quiero decir va con el mismo amor y amistad, porque sé que, no solamente conviene al autoridad de vuestras personas y aumento de vuestro estado, pero (que es lo que más se ha de mirar) al descanso y gloria perpetua de vuestras almas, que son inmortales, y salidas de vuestros cuerpos han de tener, conforme al bien o el mal que en esta vida hobiéredes hecho, holganza o pena perpetua.

«Haos tenido el demonio, que vosotros llamáis Tlacatecolotl, por muchos años muy engañado, para después para siempre atormentar vuestras almas, haciéndoos entender que hay muchos dioses, no habiendo ni pudiendo haber más de uno. Haceos adorar animales, bestias, fieras que vosotros soléis matar; haceos que sacrifiquéis a las piedras que ponéis en los cimientos de vuestras casas, negocio, por cierto, de harto desatino, porque en la tierra todas las demás criapturas sirven al hombre y no el hombre a ellas; por lo cual es menester que sepáis que hay un solo Dios, tan grande que en todo lugar está, tan poderoso que hizo los cielos y la tierra y la mar con todo lo que hay en ella, tan sabio que todo lo rige, tan bueno que perdona los pecados, tan justo que a nadie dexa sin castigo. Este, por redemir al hombre, que por su culpa se había perdido, se hizo hombre y murió por nosotros en una cruz como ésta. En éste creed, a éste adorad, porque sólo éste es nuestro Dios, criador y auctor nuestro. Haréisle gran servicio si, dexando la falsa religión en que hasta ahora habéis vivido por engaño del demonio, derrocáredes y deshiciéredes vuestros ídolos, que no son sino palos y piedras, retratos de vuestro perseguidor, y levantad con gran reverencia la cruz en que fuistes redemidos y creed que el que en ella murió os dará bienes temporales sin derramamiento de vuestra sangre, victoria contra vuestros enemigos y después la gloria para que fuistes criados.»

Oída esta plática con gran atención por aquel señor y sus caballeros, obrando Dios en sus corazones, respondieron en pocas palabras que les había parescido muy bien lo que les había dicho y que delante dél quebrantarían los ídolos, y poniendo la cruz, la adorarían, como se lo había dicho, porque entendían que aquel Dios que en ella murió debía de ser muy bueno, pues puso su vida por los hombres; y que pues los cristianos, que creían en él, eran tan valientes y sabios, no había que buscar otro Dios y que a éste rescebían y querían.

Alegróse en extremo Cortés con esta respuesta; abrazó al señor y a otros principales; derrocáronse luego los ídolos; ayudaron los nuestros en ello; púsose una cruz grande en el templo mayor y otras en otros templos menores; hízose confederación con otros pueblos comarcanos contra Motezuma; ellos le dieron rehenes para que estuviese cierto y seguro que le serían verdaderos y leales amigos y no faltarían de la palabra que habían dado, prometiendo de proveer de lo nescesario a los españoles que quedaban de guarnición en la Veracruz; ofresciéronle toda la gente de guerra que hobiese menester; diéronle mill tamemes, que son hombres de carga para el servicio del exército, para hacer agua y leña y llevar los tiros; rescibió los rehenes, que fueron muchos, pero los señalados eran Mamexi, Teuch y Tamalli, hombres muy principales.

Cortés dexó al señor de Cempoala un paje suyo de edad de doce años, muchacho bien apuesto, para que aprendiese bien la lengua; y por que le tratasen bien, dixo que era su hijo; y así, después que los nuestros se partieron, tuvieron muy gran cuenta con él, haciéndole muchos regalos y buen tratamiento.

Concertadas las cosas desta manera, se despidió Cortés del señor de Cempoala con muchos abrazos y lágrimas. Salieron con él buen trecho del pueblo todos los principales y mucha gente del pueblo, deseándole toda buena andanza contra el gran señor Motezuma.



 

 

Capítulo XXV

De lo que a Cortés subcedió después que partió de Cempoala.

Partido Cortés de Cempoala, que por su grandeza y asiento llamó Sevilla la Nueva, y que fue a diez e seis días de agosto del mismo año que entró en la tierra, sacó consigo, dexada la guarnición (que dixe) en la nueva villa, cuatrocientos españoles (otros dicen que trecientos), con quince caballos (aunque otros dicen que trece), con seis tirillos y con mill y trecientos indios, así nobles y de guerra como tamemes, en que también entran los de Cuba. Los amigos eran de la serranía que llaman Totonicapán. Dicen algunos, y así lo escriben fray Toribio y Gómara, que la gente de Motezuma dexó a Cortés y que le hizo gran falta para acertar el camino; pero muchos conquistadores de quien yo me informé, que se hallaron en la jornada, dicen que dos Capitanes de Motezuma que gobernaban lo subjecto al imperio de Culhúa, le acompañaron desde Cempoala hasta Tlaxcala y más adelante, y que con malicia llevaron a Cortés por la rinconada, por tierras ásperas y fragosas, de diversos temples, unas muy calientes, para que con la aspereza de los caminos y destemplanza de las tierras enfermasen y muriesen los nuestros y así se excusase su ¡da a México.

Las tres primeras jornadas que nuestro exército caminó por tierras de aquellos sus amigos fue muy bien rescebido y hospedado, especialmente en Xalapa. Juntáronse aquí Cortés y Pedro de Alvarado, que traían partido el exército entre sí, por no ser molestos a los pueblos do llegaban, y allí, por descuido, se quedó un potrillo que venía con las yeguas y caballos, que después pasado año y medio hallaron hecho buen rocín entre una manada de venados, de los cuales nunca se había apartado, que, enfrenado, fue un buen caballo y sirvió bien en la guerra.

El cuarto día llegó el exército a Sicochimalpo, que es un lugar muy fuerte, puesto en áspero lugar, porque está en una ladera de una agria sierra. Tiene hechos a mano dos escalones que sirven de entrada, tan angostos que apenas pueden entrar hombres de a pie, cuanto más de a caballo. Si los vecinos quisieran, fuera imposible entrar los nuestros; pero, como después se supo, tenían mandado de Motezuma para hospedarlos y proveerlos y aún les dixeron que pues iban a ver a su señor Motezuma, que estuviesen ciertos que era su amigo y que por todas sus tierras serían muy bien rescebidos.

Tenía este pueblo en lo llano muchas aldeas y alcarías de a trecientos y a quinientos vecinos labradores, que por todos serían hasta seis mill vecinos. Sacaba de allí Motezuma, cuando quería, cuatro o cinco mill hombres de guerra. Llamábase la provincia del nombre del pueblo; era subjecto a Motezuma; gobernábala un señor que por extremo proveyó bien el exército y dio lo nescesario para la jornada de adelante. Agradescióselo Cortés, dándoles a entender que sería muy servido Motezuma, a quien él iba a ver por mandado de un grandísimo señor que se llamaba el Emperador de los cristianos; dióle de paso a entender otras cosas de nuestra religión y poder de los cristianos, de que aquel señor quedó muy espantado. Despedido dél desta manera, pasó una sierra muy alta por el puerto que llamó Nombre de Dios, por ser el primero que en estas partes había pasado, el cual era sin camino, tan áspero y alto que no hay en España otro tan dificultoso de subir, ca tiene tres leguas de subida. Pasóle seguramente, porque a haber contradicción se padesciera gran trabajo y peligro. Hay en esta sierra muchas parras con uvas y árboles con miel; a la baxada había otras alcarías de una villa y fortaleza que se llama Texuán; que asimismo era de Motezuma, donde asimismo con el pueblo de atrás fueron muy bien rescebidos y proveídos de lo nescesario, porque así lo tenía mandado Motezuma. Díxoles Cortés algunas cosas, dándoles cuenta de su venida; despidióse dellos con mucha gracia. Antes que llegase a este pueblo, no creyendo que fuera tan bien proveído, mandó soltar dos tiros; salieron los indios al ruido, dixeron que no los espantase, que ellos le proveerían de lo nescesario. Cortés les respondió lo hiciesen así, porque si no se enojarían los tiros y les echarían el cerro encima.

Desde aquí andubo tres jornadas por tierra despoblada, inhabitable y salitral donde fueron bien menester los regalos pasados y el buen tratamiento que el exército tuvo, porque pasó nescesidad de hambre y mucha más de sed, a causa de ser toda el agua que toparon salada, y muchos españoles que con la demasiada sed bebieron della adolescieron, aunque ninguno murió. Sobrevínoles luego un turbión de piedra y con él gran frío que los puso en mucho trabajo y aprieto, ca los españoles lo pasaron aquella noche muy mal, porque acudió sobre la indispusición que llevaban. Los indios corrieron tanto riesgo que aina perescieran; murieron algunos de los de Cuba, así por ir mal arropados, como por no estar hechos a las frialdades de aquellas montañas.



 

 

Capítulo XXVI

De lo que acaesció a ciertos españoles de la Nueva Villa entretanto que marchaba el exército, y de lo que más subcedió a Cortés en el camino en Zacatani.

En el entretanto que nuestro exército caminaba para México, doce españoles, con los cuales iba Escalante, que era Alguacil mayor, porque con el cargo de Capitán quedaba en la villa Francisco Álvarez Chico, persona de mucho gobierno, salieron della a ranchear, y no dándose [a] acato, dieron en un pueblo que los nuestros llamaron Almería, donde estaba una guarnición de Motezuma de quince mill hombres, los cuales, como estaban avisados por su señor que, como pudiesen, tomando algún español, se lo inviasen, porque, aunque desde que entraron los nuestros en el puerto, tenía por las pinturas que le inviaban noticia de nuestro exército y de las cosas dél deseaba ver alguno de los nuestros, porque los tenía por más hombres; y desta causa, por haber alguno a las manos, trabaron batalla con los nuestros, la cual duró hasta la noche. Murió en ella Escalante; tomaron a uno mal herido; los demás con la escuridad de la noche se escaparon por las sierras, dando mandado a la Villa Rica. El herido llevaron los indios en una hamaca a México, y por mal curado murió en el camino. No lo quiso ver Motezuma porque ya iba muy corrompido, pero mostráronle las cabezas del que murió en la batalla y del que fallesció en el camino. Mirólas por gran rato y dixo que ya se desengañaba de pensar ser aquellos hombres inmortales, aunque, como lo mostraban en los rostros, debían ser muy valientes. Dicen que se le mudó el color, porque por los pronósticos que tenía, entendió que habían de ser de aquellos los que le habían de quitar su señorío y traer nueva ley, ritos y costumbres a su tierra.

Volviendo al camino que hacía nuestro exército, a la cuarta jornada de mala tierra, prosiguiendo su viaje adelante, subió una sierra muy áspera, y porque hallaron en la cumbre della al parescer como mill carretadas de leña cortada, puesta en orden a manera de baluarte, cerca de una torrecilla donde había unos ídolos, llamaron a aquel puerto el Puerto de la Leña, pasado el cual, dos leguas adelante, dieron en tierra estéril y pobre, y de ahí vinieron a un lugar que se llamaba Zacatlani, y no Castilblanco, como dice Gómara, porque está más adelante. Estaba este pueblo en un valle muy hermoso que se dice Zacatami, en el cual había casas muy bien labradas, porque eran de cantería, especialmente las del señor, que eran muy grandes y de mucha majestad; tenía muy grandes salas y aposentos, y, finalmente, era tan real que hasta estonces los nuestros no habían visto cosa semejante. Aquí Cortés mandó azotar a un soldado porque había hecho cierto agravio a un indio, contra lo que él tenía mandado, con que mucho se hizo respetar de los suyos y amar y servir de los extraños.

El señor del pueblo se llamaba Olintetl, el cual rescibió a Cortés con mucho amor. Aposentóle, en su casa; proveyó a toda su gente, muy cumplidamente; hízolo así porque, como después él dixo, tenía mandamiento de Motezuma que honrase y sirviese en cuanto pudiese a Cortés; y así, por hacer todo lo a él posible por fiesta y alegría de la llegada de los nuestros, sacrificó cincuenta hombres, y esto poco antes que los nuestros llegasen, porque hallaron la sangre fresca y limpia. Hubo muchos del pueblo que traxeron en hombros y en hamacas las personas señaladas del exército hasta entrar en los aposentos, que es como si los llevaran en andas; honras fueron ambas las mayores que pudieron hacer, y sólo por mandárselo así Motezuma. Salió el señor, que era tan gordo que los nuestros le llamaron el Temblador, a la puerta de la casa a rescebir a Cortés; llevábanle de los brazos dos mozos fuertes, los más nobles de su casa; rescibiéronse con mucho amor y comedimiento. Dixo a Cortés que por estar tan pesado en carnes, como veía, no le había salido a rescebir; que fuese bien venido y descansasen él y los suyos en aquel su pueblo y casa, porque serían con toda voluntad hospedados.

Cortés, por los intérpretes, que eran Marina y Aguilar, le dio las gracias. Entráronse desta manera juntos al aposento, que estaba adereszado para Cortés, donde en el entretanto que se adereszaba la comida, sentados comenzaron a hablar, estando en pie muchos caballeros de los nuestros y de los de la casa y familia de aquel señor. Cortés por lengua de Marina y Aguilar le dixo la causa de su venida y otras muchas cosas tocantes al honor y gloria de Dios y de su Rey, casi por la misma manera que las había dicho a los caciques y señores con quienes antes había tratado. El señor mostró holgarse mucho con tan nueva relación de cosas. Respondióle prudentemente, porque era hombre de mucha experiencia y bien entendido en negocios, así de guerra como de paz. Al cabo de la plática le preguntó Cortés (porque vía la majestad y grandeza con que se servía) si era amigo, aliado o vasallo de Motezuma. A esto estuvo callado un gran rato, tanto que le dixo Cortés casi como enojado que cómo no le respondía. Estonces, como quien despierta de sueño, con un sospiro arrancado de las entrañas, rasándosele los ojos de agua, como maravillado de aquella pregunta, respondió: «¿Y quién no es esclavo y vasallo de Motezuma?», dando, a lo que se pudo colegir, a entender el grande y tiránico poder de Motezuma, del cual le parescía que no había señor en el mundo que se pudiese librar.

A esto Cortés le replicó que de la otra parte del agua había otro muy mayor señor, que era el Emperador y Rey de España, a quien servían muchos Príncipes y Reyes, y que él era uno de los menores vasallos suyos, que por su mandado venía a ver aquella tierra y conoscer a Motezuma y a los otros señores della. Rogóle fuese servidor de tan gran Príncipe y que en reconoscimiento desto, si tenía oro, le sirviese con él. A esto respondió que no haría otra cosa sino lo que su señor Motezuma le mandase, así en tener la amistad de aquel tan gran Príncipe que decía, como de inviarle oro, aunque tenía harto. A esto no replicó Cortés, porque le paresció que no era tiempo y vio en él y los suyos que eran hombres de corazón y gente belicosa; y por no parescer que le atajaba, le rogó le dixese el estado y grandeza de Motezuma, pues iba a besarle las manos, el cual le respondió como holgándose de haberse ofrescido aquella ocasión, y dar a entender que no podía haber otro señor tan grande como el suyo: «Motezuma es señor de muchos Reyes y tan grande que en el mundo no conoscemos otro igual, cuanto más superior; sírvenle muchos señores en su casa, los pies descalzos y los ojos puestos en el suelo; tiene treinta vasallos que cada uno tiene cient mill combatientes; sacrifica cada año veinte mill personas y algunas veces cincuenta mill; reside en la mayor, más linda y más fuerte ciudad de todo lo poblado, porque está puesta sobre agua, y para su servicio hay más de cuarenta mill acales, que son canoas; su casa y corte es grandísima, muy noble y muy generosa; acuden a ella muchos Príncipes de toda la tierra; sírvenle a la contina grandes señores; sus rentas y riquezas son increíbles, porque no hay nadie, por gran señor que sea, que no le tribute, y ninguno tan pobre que no le tribute algo, aunque no sea sino la sangre del brazo; sus gastos son excesos, porque aliende de las expensas de su casa, tiene continuamente guerra, sustentando grandes exércitos.» Maravillóse Cortés y los nuestros de tan grandes cosas, y cierto eran así, como después paresció, aunque no dexaron de creerle por ser hombre de tanta auctoridad y que lo decía como hombre que lo había visto.

Estando así en estas pláticas, llegaron dos señores del mismo valle a ver a los nuestros. Presentaron a Corta cada uno cuatro esclavas y sendos collares de oro de no mucho valor. Rescibiólos muy bien Cortés; respondióles por las lenguas que les agradescía el presente y voluntad; ofrescióles su persona cuando la hobíesen menester; hablaron un rato con Olintetl; despidiéronse luego y fuéronse.

Era Olintetl, aunque tribuctario de Motezuma, señor de veinte mill vasallos; tenía treinta mujeres, todas en una casa, con las de cient otras que las servían; tenía dos mill criados para su servicio y guarda. El pueblo, era tan grande; tenía trece templos, cada uno sumptuoso, con muchos ídolos de piedra de diferentes figuras, abogados para diferentes casos; sacrificabanse delante déstos, conforme a lo que se les pedía, hombres, niños, mujeres, palomas, codornices y otras cosas con sahumerios y gran veneración.

En este pueblo y en su comarca tenía Motezuma cinco mill soldados en guarnición y frontera; tenía postas de hombres dobladas, puestas por breves trechos, que llegaban hasta México, por las cuales en muy poco espacio sabía, por muy lexos que fuese, lo que pasaba.

Acabó Cortés de entender la grandeza e mucho poder de Motezuma, aunque antes había entendido gran parte, y fue tan grande su valor que ni en público ni en secreto mostró arrepentimiento de haberse puesto en tan grave y dificultoso negocio; antes, cuanto más dificultades, inconvenientes y temores le representaban algunos de los que con él iban, diciéndole que para un español había tres mill indios y que ellos estaban en su tierra tan amigos, como había visto, desobedescer a su señor, que tenían por gloria morir por él, y él, que estaba en el ajena, no sabida ni entendida, y que no con armas, sino a puñados de tierra, podrían ser todos hundidos y acabados, por ser el número de los enemigos casi infinito, le eran mayores espuelas para ir a ver y señorear tan gran poder como él vía y todos le decían, [y] con ánimo invencible que le prometía el dominio y señorío de tan gran imperio, dixo las palabras que por devisa en las columnas traía el Emperador, con el favor de Dios: «Señores, pues llevamos tan buena empresa, «plus ultra», que quiere decir«más adelante».



 

 

Capítulo XXVII

Cómo Cortés, prosiguiendo su jornada, fue rescibido en Castilblanco y despachó mensajeros a los tacaltecas.

Estuvo Cortés en Zacatlán cinco días, porque tenía fresca ribera y la gente de aquel valle era apacible; puso muchas cruces en los templos, derrocando los ídolos, como lo hacía en cada lugar que llegaba y por los caminos, y dexando muy contento a Olintetl, porque le dio algunas cosillas y le trató con mucho amor y respeto, acompañándole los principales buen trecho fuera del pueblo, se despidió. Fuéronle sirviendo muchos indios hasta otro pueblo que los españoles, por la ocasión que para ello daba, llamaron Castilblanco. Era de Yztacmachtitlán, uno de aquellos señores que le presentaron las esclavas y collares; estaba dos leguas de Zacatlán, río arriba. Está este pueblo en llano, par de una ribera; tiene dos leguas a la redonda, muchas caserías que casi tocaban unas con otras; extendíase su señorío todo por hermosa población y por lo llano del valle cerca del río tres o cuatro leguas; en un cerro muy alto estaba la casa del señor, con la mejor fortaleza que había en toda la tierra y mejor cercada de muro, barbacana y cavas; en lo alto del cerro había una población de cinco o seis mill vecinos, de muy buenas casas y gente algo más rica que la del valle abaxo, y porque la fortaleza blanqueaba mucho desde lexos y las casas que estaban en lo alto, llamaron los nuestros al pueblo Castilblanco.

Fue aquí Cortés muy bien rescebido, porque estaban ya avisados; reposó allí tres días, para repararse del camino y trabajo pasado que el exército tuvo en el despoblado; hiciéronle muchos mitotes, que son danzas y bailes a su costumbre y otras fiestas, así por obedescer a Motezuma, como, porque son algo envidiosos, por parescer a Olintetl; detúvose también por esperar los mensajeros cempoaleses que habían inviado desde el pueblo antes a los taxcaltecas. Lo que contenía la embaxada era que él estaba informado del señor de Cempoala y de los demás señores de aquella comarca, amigos y confederados suyos, las grandes guerras y enemistades que con tanta razón tenían con Motezuma, de quien muchos años atrás habían rescebido muchos daños y agravios; que él iba a México y había de pasar por su tierra, que les rogaba lo tuviesen por bien; y que si querían favorescerse dél en sus guerras contra Motezuma, que él lo haría con la voluntad y amor que verían. Movieron a Cortés a que inviase estos mensajeros los nobles y otra gente principal que de Cempoala venía con él, diciéndole que los taxcaltecas eran muchos y muy fuertes y grandes enemigos de Motezuma, pues continuamente tenían guerra con él y que sabiendo ellos que los cempoaleses y totonaques, sus amigos y aliados, se habían confederado con los nuestros, ofrescerían con gran voluntad sus casas y personas, aunque a los principios subcedió al contrario, creo que por experimentar los taxcaltecas el valor y esfuerzo que en los nuestros había.

Creyó Cortés que fuera así como los cempoaleses se lo habían dicho, porque hasta estonces le habían tratado mucha verdad, y así pensaron que lo trataban en esto, porque eran bastantes las enemistades y guerras que los taxcaltecas tenían con Motezuma, para pensar que, viniendo los nuestros en su ayuda, los salieran a rescebir y acarisciarían, como ellos habían hecho. Aquí tuvieron los nuestros noticia que Taxcala era una ciudad tan grande que tenía seiscientas plazas, y hubo quien con ánimo generoso dixese: «Buenos vamos, que a cada uno de nosotros caben dos plazas.»



 

 

Capítulo XXVIII

Cómo las cuatro cabeceras de Taxcala, oída la embaxada de Cortés, entraron en su acuerdo, y de las diferencias que entre ellos hubo.

En el entretanto que Cortés iba a Castilblanco y reposaba allí, los cuatro embaxadores cempoaleses entraron en Taxcala con cierta señal que solían llevar los mensajeros, a manera de correos, para ser conoscidos e ir seguros. A la entrada dieron mandado cómo venían así de parte de Cortés como de los de Cempoala. Saliéronlos a rescebir a su costumbre algunos principales de Taxcala; lleváronlos a las casas de su cabildo, donde después de haberles dado de comer, se juntaron a cabildo los cuatro señores que llaman cabeceras de Taxcala, con otros muchos de sus principales que eran del consejo de gobernación y guerra. Estando así juntos, mandaron entrar los embaxadores, los cuales, hecha gran reverencia, como en lugar de tanta majestad se requería, estuvieron en pie un rato sin hablar palabra, esperando les mandasen dixesen a lo que eran venidos. Estonces Xicotenga, que era uno de los cuatro señores que gobernaban aquella provincia, les dixo que propusiesen su embaxada. Los embaxadores estonces, hecho otro comedimiento, rogándose los unos a los otros, dieron los tres la mano y el proponer al más anciano, el cual, haciendo cierta cerimonia, tendiendo la mano, trayéndola a la boca, dixo.

«Muy valientes y grandes señores, nobles caballeros: Los dioses os guarden y den victoria en las guerras y batallas que tenéis contra vuestros enemigos. El señor de Cempoala y los otros señores totonaques se encomiendan mucho en vosotros y os hacen saber que de allá, las partes de oriente, en grandes acales, han venido unos teules, hombres barbudos, muy fuertes y animosos, los cuales les han ayudado y favorescido contra las guarniciones de Motezuma y los han puesto en grande, libertad. Su Capitán se llama Fernando Cortés. Dice que él y los suyos son vasallos de un muy poderoso y gran Rey y que de su parte viene a verse con Motezuma, vuestro capital enemigo. Dicen los cempoales y totonaques que será bien que, como ellos, tengáis por amigos a estos valientes, porque aunque son pocos, valen más que muchos de nosotros; y porque entendemos que para contra Motezuma su amistad os será provechosa, aconsejamos a Cortés, que ha de pasar por esta ciudad, inviase mensajeros haciéndoos saber su venida, el cual por nosotros os besa las manos y dice que para verse con Motezuma, como el Emperador, su señor, le manda, le es necesariopasar por esta vuestra ciudad; que os suplica lo tengáis por bien, pues su deseo es contentaros en todo lo que se os ofresciere, poniendo a ello su persona y gente, y que tiene sabido las guerras que de muchos años a esta parte tenéis traído con él y los agravios y daños, aunque les habéis hecho otros, que habéis rescebido; si para esto su ayuda os es necesaria, os la ofresce.»

Acabada esta embaxada, Magiscacín, que era otro señor de los cuatro, los mandó sentar un poco; y después de haber callado todos algún espacio, les dixo en nombre de aquella insigne república fuesen bien venidos y que besaban las manos a los cempoaleses y totonaques por el consejo que les daban y que holgaban mucho de que se hobiesen librado del duro imperio y señorío de Motezuma; y porque era menester espacio para responder a lo demás que tocaba a la venida de Hernando Cortés, que se holgasen en aquella ciudad algunos días, como en propria casa, en el entretanto que se resumían en lo que debían hacer.

Con esto se salieron los mensajeros del Ayuntamiento, y quedando ellos solos tuvieron silencio por un rato, mirándose unos a otros. Cada uno esperaba que el otro hablase primero, hasta que Magiscacín, que era uno de los que gobernaban la señoría de Taxcala, hombre de mucho reposo y juicio, de noble condisción, bienquisto en aquella república, tomando la mano, o porque era más antiguo, o porque en las cosas de consejo era el que primero proponía, dixo: «Caballeros, señores y amigos míos que aquí os habéis juntado para oír la embaxada que los cempoaleses han traído: Entendido tendréis tres cosas della: la primera, que nuestros amigos, enemigos de nuestro enemigo, nos aconsejan hospedemos a estos caballeros que, según su valor y manera, más parescen dioses que hombres como nosotros; la segunda, que dellos podremos ser ayudados para tomar venganza de nuestro enemigo que, a la contina, con su poder, nos tiene encerrados en estas sierras sin poder gozar de los mantenimientos y trajes que las otras gentes gozan; la tercera es que nos pide el Capitán destos invencibles y valientes caballeros que le demos pasaje por nuestra tierra y le hospedemos el tiempo que en ella estuviere, ofresciéndonos su persona y las de sus caballeros. Cosa es esta que en buena razón no se le puede negar, especialmente yendo como va contra nuestro enemigo, y nuestros dioses nos enseñan a hacer caridad con los peregrinantes; si no los rescebimos, parescerá que somos crueles y, lo que más se ha de huir, que somos cobardes, que no los osamos rescebir, temiendo que nos han de hacer algún daño, teniendo entendido lo contrario por experiencia y por lo mucho que dellos dicen los de nuestra nación.

«Lo que sobre todas tres cosas me paresce que debemos responderle es que venga norabuena y salir con toda alegría a le rescebir, porque si los españoles, que los cempoaleses y los otros que los han tratado llaman dioses y los tienen por inmortales, quieren, fácil les será pasar por nuestra tierra a nuestro pesar y destruirnos a todos, de lo cual rescibiría nuestro capital enemigo Motezuma gran contento. Allégase a esto, que no poco confirma mi parescer, lo que nuestros antepasados nos dexaron en nuestros annales y pinturas: que vendrían unos hijos del sol, en trajes y costumbres diferentes de nosotros, de muy lexas tierras, en unos acales grandes, mayores que casas, y que, aunque en número no serían muchos, serían tan valientes que uno podría más que mill de vosotros; que destruirían nuestros ídolos e introducirían nueva religión, costumbres y leyes, y que luego cesaría el imperio y mando de Motezuma, y que estos invencibles dioses harían su asiento en nuestra tierra y que vendrían inviados por un grandísimo señor que un Dios muy poderoso favorescía e ayudaba para que cesase el derramamiento de sangre, la tiranía, la sodomía y otros abominables delictos que hasta ahora por subjestión de un Príncipe de tinieblas, que nosotros llamamos Tlacatecolotl, con tanto perjuicio nuestro, han reinado. Y pues vemos cumplido lo que nuestros antepasados profetizaron tan claramente y las fuerzas humanas no bastan a resistir al poder divino y a las cosas que del cielo vienen, no hay para qué ya yo os diga más, sino que todos con alegre el ánimo salgamos a rescibir a estos dioses, que me paresce vienen en nombre de algún poderoso Dios, y mirad lo que en fin desta mi plática os digo, porque así me lo dice mi corazón: que si hiciéredes lo contrario, morirán muchos de los nuestros y, aunque no queráis, entrarán por fuerza en nuestra tierra y casas, porque no se puede dexar de cumplir lo que nuestros antepasados, que eran mejores que nosotros, nos dixeron en sus escripturas. Esto es lo que siento; vosotros ved lo que os parece, que el tiempo os dirá, si lo contrario quisierdes hacer, haberos yo aconsejado bien.»

Como Magiscacín era hombre de mucha prudencia y de afable conversación, era tenido en su república en grande estima, aunque la gente de guerra seguía más a Xicotencatl, por ser bullicioso y aun venturoso en las batallas; y así, aunque hasta que habló Xicotencatl paresció bien a todos su razonamiento, los republicanos y hombres de auturidad y experiencia, que eran los menos, estuvieron en su parescer, porque, como luego respondieron, tenían por acertado subjetarse a la voluntad de los dioses, ir contra la cual sería locura; pero luego Xicotencatl, que a la sazón era Capitán general del estado, por quien principalmente se gobernaban las cosas de la guerra, conturbando el parescer de Magiscacín, deseoso de venir a las manos con los nuestros, engañado con los buenos subcesos que poco antes había tenido en dos batallas campales contra mexicanos, persuadido desto, contradixo apasionadamente el parescer de Magiscacín, diciendo desta manera.



 

 

Capítulo XXIX

De la brava plática que Xicotencatl hizo contradiciendo a Magiscacín.

«Valerosos y esforzados caballeros, Capitanes, muro y fortaleza de la inexpugnable señoría de Taxcala: Si no tuviera entendido [que Magiscacín] desea más el descanso y buen tratamiento de vuestras personas que la gloria que con vuestros belicosos trabajos habéis de alcanzar, haciéndoos cada día más señalados contra el emperador Motezuma, que todo lo ha subjectado, sino ha sido a vosotros, creyera que sus aparentes y bien ordenadas razones tuvieran fuerza para que yo y todos vosotros viniéramos en su parescer, perdiendo la mejor ocasión que jamás se nos ha ofrescido para señalar y mostrar nuestras personas, haciéndolas memorables para todos los siglos venideros; y porque entendáis la razón que tengo en contradecir, respondiendo en suma a lo que Magiscacín dixo, os descubriré lo que por ventura todos no sabéis.

«Dice Magiscacín que el hospedar a los forasteros es precepto de los dioses y que en buena razón se usa. Esto es cuando los huéspedes no vienen a hacer daño: pero sí cuando, para conoscer nuestras fuerzas, vienen a hacerse amigos, el daño es mayor, porque con dificultad resistimos al enemigo casero. Dice también que estos españoles, que él sin razón llama dioses, son los que han, de señorear esta tierra, conforme a los pronósticos que dello hay. A esto respondo dos cosas: la una, que los más de los pronósticos han sido falsos; la otra, que no sé yo si son éstos o otros los pronosticados; a lo menos, parésceme que no haremos el deber si no viéremos, para qué son, porque si los halláremos mortales como nosotros somos, no nos habrán engañado; y si fueren inmortales y más poderosos que nosotros, fácil será el reconciliarnos con ellos, porque no me parescen a mí dioses, sino monstruos salidos de la espuma de la mar, hombres más necesitados que nosotros, pues vienen caballeros sobre ciervos grandes, como he sabido; no hay quien los harte; dondequiera que entran, hacen más estrago que cincuenta mill de nosotros; piérdense por el oro, plata, piedras y perlas; paréscenles bien las mantas pintadas; son holgazanes y amigos de dormir sobre ropa, viciosos y dados al deleite, a cuya haraganía el trabajo, la labor y coa, debe ser odioso; y así, creo que, no pudiéndolos sufrir el mar, los ha echado de sí; y si esto pasa, como digo, ¿qué mayor mal podría venir a nuestra patria que rescebir en ella por amigos a tales monstruos, para que quedemos obligados a sustentarlos a tanta costa de nuestras haciendas, que aun para hartar de maíz aquellos mochos venados que traen, no bastarán nuestros campos?; pues para ellos, ¿qué gallinas, qué conejos, qué liebres bastarán? Donosa cosa sería que estando nosotros habituados a tanta esterilidad, pues aun sal no tenemos, ni mantas de algodón con que nos cubramos, contentos con el maíz e hierba de la tierra, viniésemos a ponernos en mayores trabajos, haciéndonos esclavos para sustentar los advenedizos. No es, pues, razón que los que derramamos nuestra sangre por defender nuestra patria y vivir sin servidumbre, metamos en ella por nuestra voluntad quien nos haga tribuctarios.

«Informaos de los mercaderes que van y vienen a esta Señoría y entenderéis que es poco lo que yo os he dicho, y considedad que si cuando vencemos a los de Culhúa y traemos los enemigos vencidos y atados no caben a bocado cuando los comemos en nuestras parentelas, ¿qué nescesidad padesceremos si, rescibiendo a éstos, los hemos de sustentar? De adonde, pues la invencible Taxcala no tiene otras riquezas que el arco, flechas, macana y fuerte rodela, ni otro mayor bien que la tostada y arrojadiza vara con que atravesamos al enemigo, no hay para qué rendir y entregar nuestra defensa a los que no conoscemos, pues estamos en ásperas y fuertes sierras. Muchos sois en número y no menos valientes en esfuerzo; los que vienen no saben la tierra ni los pasos, fácil será, si quieren venir, el resistirlos y aun hacerlos volver atrás, huyendo. Yo en lo que en mí es no os faltaré, y prometo, como lo habéis visto, de ser el primero y acometer al más fuerte; de adonde, si de los dioses, como es razón, estáis confiados que nos darán victoria, si pensáis que sois los mismos que tantas veces habéis vencido exércitos de Motezuma, si queréis vuestra libertad, que excede a todo prescio, si amáis a vuestras hijas y mujeres, si procuráis que vuestra religión esté en pie, y si, finalmente, no queréis perder el nombre de taxcaltecas que tanto temor pone a nuestros enemigos, seguidme, morid conmigo, que más vale que por estas tan importantes cosas muramos como valientes en el campo que, perdiéndolas como mujeres, las ofrescamos desde nuestras casas a los forasteros, de quien tanto mal nos puede venir.»

Mucho alteró los pechos de los oyentes este bravo razonamiento de Xicotencatl; comenzó entre ellos un murmurio, hablando los unos con los otros, iban cresciendo las voces, declarando cada uno lo que sentía; y como eran los paresceres diferentes, que los republicanos seguían el de Magiscacín y los soldados y capitanes el de Xicotencatl, estaba aquel Ayuntamiento, diviso, hasta que Temilotecutl, uno de los cuatro señores que estonces era Justicia mayor, haciendo señal que quería hablar, callando todos, con una madura gravedad que puso atención, dixo así.



 

 

Capítulo XXX

De la plática que hizo Temilutecutl, justicia mayor de Taxcala.

«Señores y amigos míos: No me maravillo que, como acontesce en todas las consultas que importan algo, haya contradicción y variedad de paresceres en ésta, porque no hay negocio en las casos humanas tan claro que no tenga haz y envés, y que, tratado por buenos entendimientos, por muy fácil que sea, no se haga dificultoso. Acontesce también para la determinación de algunas cosas en las cuales uno dice sí y otro no, que conviene ni del todo seguir el sí ni del todo dexar el no, como se ha ofrescido en el negocio que ahora entre las manos tenemos, en el cual los señores Magiscacín y Xicontencalt son contrarios, porque el señor Magiscacín dice se resciban estos nuevos huéspedes, y lo contrario defiende el señor Xicotencatl. Ambos, aunque contrarios, tienen razón, y cada uno debe ser alabado por su buen parescer; pero, si a vosotros, señores, paresce, ha de ser tomando de cada uno lo que más conveniente fuere para la determinación de nuestro negocio; y así, cada uno de vosotros, señores, quedará contento de haber con razón defendido su parte. Será, pues, el medio que resultará de los dos extremos, que usemos de un mañoso ardid que creo aplacerá a todos, especialmente al muy valeroso y sagaz Xicotencatl el viejo, padre de nuestro General, que por estar ciego no sigue la guerra, y es que inviemos nuestros embaxadores al capitán Cortés con graciosa respuesta, diciéndole que con su venida rescibimos todos mucha merced y que cuando venga a esta ciudad será muy bien rescebido. En el entretanto que él viene con su gente, el señor Xicotencatl tendrá concertado con los otomíes le salgan al camino, y allí le dará la batalla una vez e muchas hasta que veamos para qué son éstos que de tan lexos vienen, que nos dicen ser dioses; y por otra parte, como dixo el señor Xicotencatl, tienen hambre y sed y aman las cosas que, siendo dioses, habían de menospreciar y tener en poco, lo cual arguye ser hombres, y aun no tan abstinentes como nosotros. Si los nuestros vencieren, nuestra ciudad y provincia habrá ganado perpetua gloria y quedaremos con mayores fuerzas contra nuestro cotidiano enemigo Motezuma, libres de las pesadumbres y trabajos que el señor Xicotencatl ha contado; y si fueren tan valientes y tan valerosos que los nuestros no los puedan empescer, diremos que los otomíes son bárbaros y gente sin conoscimiento ni comedimiento, e que sin nuestra voluntad y parescer y sin saberlo nosotros, para se lo poder estorbar, no sabiendo lo que hacían, salieron a ellos; por manera que, como, señores, veis, si esto se hace, el señar Magiscacín y el señor Xicontencatl han dicho bien y nosotros jugamos al seguro. Este es mi parescer; ahora ved, señores, qué es lo que a todos os paresce, y si otro medio hay mejor yo lo seguiré, porque no es otro mi fin sino procurar querer y hacer todo lo que más al bien común pertenesciere, dexada toda honra y gloria de salir con mi parescer.»

Acabado Temilotecutl su razonamiento, que dio gran contentamiento a todos, sosegó y aplacó las diferencias; y así, unánimes y sin contradicción alguna, determinaron se pusiese luego por obra lo que había dicho, porque cierto en las cosas dubdosas que por ambas partes tienen pro y contra, un buen medio hace mucho y no puede prosceder sino de muy buen seso y gran experiencia de negocios.

Fue cosa de ver cómo antes que saliesen de su cabildo se levantaron todos y abrazaron a Temilutecutl, dándole gracias y diciéndole que era la prudencia de su república, que los dioses estaban en su corazón y hablaban en su boca; alabaron mucho, demás del medio que había dado, la templanza y humildad con que había comenzado y acabado su plática.

Sosegados todos y tornándose a sentar, como lo tenían de costumbre, mandaron llamar a los mensajeros; diéronle la repuesta que estaba determinada, aunque, con ocasión de cierto sacrificio, los detuvieron hasta que supieron que Cortés venía; y los otomíes, por industria de Xicotencatl, le salieron al encuentro y pasó entre ellos lo que después diré. Y porque al presente se hace mención de los embaxadores, y no son de callar ni pasar ca silencio las cerimonias de que usaban y cómo eran rescebidos y despachados, diré en el capítulo que se sigue, por ser muy nuevo y peregrino, lo, que en ellas había.



 

 

Capítulo XXXI

De las insignias de los embaxadores y de cómo eran rescebidos y despachados.

Eran, como es del derecho de las gentes de los indios de la Nueva España, tan inviolables los embaxadores, tenían tan diferentes señales de las que se usan entre todas las nasciones del mundo, eran tratados y rescebidos con tanta cerimonia y honor, que demostraban ser cosa sagrada, tanto que, aunque estas gentes, bárbaras de su condisción, son más vengativas que todas las del mundo, respetaban a los embaxadores de sus mortales enemigos como a dioses, teniendo por mejor violar cualquiera otra cerimonia y rito de su falsa religión que pecar contra los embaxadores, aunque fuese en cosa muy pequeña, porque por la tal, no menos que si fuera muy grave, eran con mucho rigor castigados, diciendo que, por los embaxadores se confiaban dellos, no debían en un punto ser engañados.

Su manera, pues, de caminar para ser conoscidos en tierras de sus enemigos era qué cada uno llevaba una delgada manta, de punta a punta torcida, revuelta al cuerpo, que cubría el ombligo, con dos nudos a los lomos, de manera que de cada nudo sobrase un palmo de manta. Con esta manta había de entrar cubierto cuando diese la embaxada; sin ésta llevaba otra de algodón grueso, de tal manera doblada, que hacía un pequeño bulto enroscado; llevábala echada con un pequeño cordel por el pecho y hombros; llevaba en la mano derecha una flecha por la punta, las plumas hacia arriba, y en la izquierda una pequeña rodela y una redecilla en que llevaba la comida que le bastaba hasta llegar do había de dar la embaxada. Entrando por tierra de enemigos, había de ir el camino derecho sin salir dél a la una ni a la otra parte, so pena de perder la libertad y derechos de embaxador y estar condenado a muerte, la cual le daba el señor a quien llevaba la embaxada.

Llegado que era al pueblo donde había de parar, era luego conoscido por el traje, y los oficiales de la casa del señor a quien iba le salían a rescebir; mandabánlos los reposar en la calpisca, que era casa del común del pueblo, donde, conforme a la calidad del señor que le inviaba, se le hacía en el comer y en todo lo demás el tratamiento más o menos, según convenía. Hecho esto, los oficiales decían al señor cómo había venido mensajero, el cual mandaba que viniese; iba después de haber almorzado primero, porque la comida era muy tarde, muy compuesto, callado y como recapacitando consigo lo que había de decir, acompañado de los principales de la casa con rosas en las manos que ellos le habían dado. Llegado a palacio paso ante paso, los ojos en tierra, entraba donde el señor estaba sentado con toda la majestad a él posible; haciéndole un muy gran acatamiento, se ponía en la mitad de la sala, sentado sobre sus pantorrillas, pegados los pies y recogida la manta con que todo se cubría. Hacíale señal el señor que hablase, y luego él, hecho otro acatamiento, la voz baxa, los ojos en tierra, con muy grandes cortesías y comedimientos y ornato de palabras, de que se presciaban mucho, proponía su embaxada. Oíale el señor con los principales que con él estaban, sentados a su uso y costumbre, que era sobre unos banquillos baxos de una pieza que ellos llaman yepales, con muy gran atención baxas las cabezas, puestas las bocas sobre las rodillas.

Acabada la embaxada, no se le respondía palabra hasta otro día, si no fuese muy principal, y dando algunas gracias, salían con él algunos de los que en la sala estaban; volvíanle a la calpisca, mandándole proveer de lo nescesario. En el entretanto el señor trataba con los principales de su consejo la respuesta que se le había de dar para otro día. No le respondía el señor, sino alguno de los principales por él; echábanle en la redecilla tanto bastimento que bastase para llegar a su tierra, y según la hacienda y liberalidad del señor, se le daban algunos presentes. Rescibíalos si su señor no le había mandado lo contrario, porque si era embaxador de amigo, era afrenta y agravio que se hacía al que los daba no rescebirlos; y si de enemigo, no podía sin licencia de su señor. Salían los mismos que le habían traído a la calpisca con él cuando le despedían hasta sacarle del pueblo, donde, hechos muchos ofrecimientos, él llevaba la respuesta a su señor, y ellos se volvían a casa.

Los embaxadores que eran de alguna Señoría o provincia nunca iban solos, porque por lo menos iban cuatro; eran hombres escogidos, de autoridad en las personas y los más facundos y elocuentes que podían hallar, para que, o desafiando o haciendo paces, o tratando de conciertos, tuviesen mayor eficacia sus palabras y consiguiesen el efecto que deseaban.

Otras muchas particularidades dexo, porque no son tan principales. Ahora, viniendo a Hernando Cortés, digamos lo que hizo en el entretanto que los embaxadores volvían.



 

 

Capítulo XXXII

De lo que a Cortés subcedió yendo a Taxcala.

Como había sido Cortés aconsejado por los cempoaleses que inviase sus mensajeros a la Señoría de Taxcala y habían ya pasado ocho días que no venían, preguntó a los principales de Cempoala que iban con él cómo no venían. Ellos le respondieron que debía de ser lexos, o que por la majestad y grandeza, según su costumbre, no los despacharían tan aína, según yo dixe en el capítulo prescedente. Cortés, viendo que se dilataba su venida e que aquellos principales le certificaban tanto la amistad y seguridad de los taxcaltecas, determinó de partir con todo el campo para allá, confiado que le subcedería de otra manera que le avino, e a la salida del valle topó poco después una gran cerca de piedra seca, de estado y medio de alta y ancha veinte pies, con un pretil de dos palmos por toda ella para peleal de encima; atravesaba todo aquel valle de una sierra a otra; no tenía más de una sola entrada de diez pasos y en aquella doblaba la una cerca sobre la otra a manera de revellín por trecho de cuarenta pasos, de manera que era tan fuerte y tan mala de pasar que habiendo quien la defendiera, se vieran los nuestros en trabajo.

Parósela Cortés a mirar, y como aquel que velaba por sí y por todos, dando con el caballo una vuelta por más de media legua, así para ver la fuerza de aquella cerca, como para ver si había algunas asechanzas, preguntando luego para qué era y quién la había hecho, respondió Yztacmichtitlán, que le acompañó hasta allí, que era para dividir los términos entre él y los taxcaltecas y que servía de mojones y también de fuerza para resistir a los taxcaltecas si quisiesen por fuerza de armas entrar en sus tierras, y que a este fin sus antecesores la habían hecho muchos años había, porque en aquel tiempo los taxcaltecas eran vasallos del señorío que Motezuma tenía a habían hecho muchas correrías en aquellos sus términos, aunque al presente ya eran amigos, aunque los taxcaltecas enemigos de Motezuma.

De aquí entendió Cortés más claramente que los taxcaltecas eran más valientes que todos los demás indios, pues aquéllos habían hecho aquel muro tan bravo para defensa dellos, aunque a los nuestros más les paresció costoso y fanfarrón que provechoso, porque, rodeando un poco, había paso por donde los enemigos podían entrar.

Como nuestro exército se detuvo algún tanto mirando aquella obra tan magnífica, diciendo cada uno su parescer y reparando principalmente en que tan larga y ancha cerca estuviese tan bien hecha, sin mescla de cal ni barro, e Yztacmichtitlán no entendía lo que hablaban, ni por qué se habían reparado, pensó que tenían y recelaban de ir adelante; dixo y con ahinco rogó al Capitán que no fuese por allí, pues había otro camino por donde podría ir seguro y servido, todo por tierras de su señor Motezuma; que temía que los taxcaltecas habían de hacer de las suyas, que era gente muy bellicosa y que por quedar amigos de Motezuma, les saldrían al encuentro y harían algún daño.

Mamexi y los otros principales de Cempoala le aconsejaban lo contrario, diciéndole que en ninguna manera fuese por donde Yztacmichtitlán pretendía encaminarle, porque lo hacía con engaño y malicia, por apartarlo del amistad de los taxcaltecas, gente muy valiente y valerosa, temeroso que si los nuestros se juntaban con los taxcaltecas, su señor Motezuma sería menos poderoso. Cortés, entre paresceres tan diversos dados, como parescía, con sana y buena voluntad, estuvo suspenso por una pieza, deliberando en lo que se determinaría; y así, al fin, se arrimó al consejo, de Mamexi porque le tenía más conoscido y tenía mejor concepto dél, y también por no mostrar cobardía, que es lo que siempre el buen caudillo ha de pretender, pues en él está el desmayo o esfuerzo de los suyos; y así, prosiguiendo el camino de Taxcala que había comenzado, se despidió de Yztacmichtitlán, tornando dél trecientos soldados. Entró por la puerta de la cerca y luego, poniendo en orden su gente, poniendo los tiros a punto, comenzó a marchar, yendo el con algunos de a caballo siempre media legua delante para descubrir el campo, y si algo hobiese, dar aviso y poner su gente en concierto y modo de pelear, y también para escoger buen lugar para la batalla o para asentar el real si otra cosa no subcediese.

Andada, pues, una legua topó con un espeso pinar todo lleno de hilos y papeles que enredaban los árboles y atravesaban por el camino. Riéronse mucho los nuestros cuando vieron esto, aunque se detuvieron en quitar hilos y papeles para pasar. Entendieron, como después se supo, que esta era obra de hechiceros que habían dado a entender a los taxcaltecas que aquellos hilos y papeles habían de tener tanta virtud que, o los nuestros no habían de poder pasar, o si pasasen habían de perder las fuerzas para no poder resistir cuando fuesen acometidos.

Salidos del pinar los nuestros, andadas más de tres leguas desde la cerca, mandó el Capitán decir a la infantería que se animase apriesa, porque era ya tarde, y él con los de caballo fuese casi una legua delante, donde encumbrando una cuesta dieron los dos de a caballo que iban delanteros en obra de quince o diez e seis indios con espadas y rodelas y penachos pendientes de las espaldas y de la cabeza, que ellos acostumbran traer en la guerra, los cuales eran escuchas y estaban puestos, como paresció, para dar aviso cuando los nuestros llegasen, porque como los vieron, echaron a huir, o de miedo o, por dar aviso.

Llegó luego Cortés con otros tres compañeros a caballo, y por más que voceó ni señas que les hizo, no quisieron esperar; y porque no se le fuesen sin saber algo, los siguió. Alcanzólos, pero ya que estaban juntos y remolinados, determinados de morir antes que de rendirse, comenzaron a jugar de las espadas y rodelas Hacíales señas Cortés que estuviesen quedos; acercábase a ellos, pensando tomarlos a manos y con vida, pero ellos, no curando desto, jugaron de las espadas; pelearon y defendiéronse tan bien de los seis de a caballo, que hirieron dos dellos y les mataron dos caballos de dos cuchilladas, y aun, a lo que vieron algunos de los nuestros, eran tan valientes y de tan buenos brazos que a cercén y con riendas cortaron las cabezas a los caballos que mataron, y esto no fue porque hicieron golpe, sino porque las espadas eran de navajas de pedernales muy agudas, y aunque tenían muchas fuerzas habían muy diestramente cortar.

Esta refriega fue principalmente con los seis de a caballo que primero llegaron, porque en esto acudieron otros cuatro y tras ellos los demás. Detraxéronse por orden los indios, jugando sus espadas sin muestra de temor, hasta que Cortés, viendo que con grande alarido y grita descendían muy en orden más de cinco mill indios de guerra a socorrer a los suyos, invió a gran priesa uno de a caballo que dixese a la infantería caminase con toda furia. El escuadrón de los indios allegó tarde, porque ya las escuchas estaban alanceadas por el enojo grande que Cortés rescibió de ver que le habían muerto dos caballos, y siendo tan pocos, y habiéndoles hecho señar, no haber querido rendirse ni detenerse.



 

 

Capítulo XXXIII

De lo que hicieron los indios y de lo que después inviaron a decir al Capitán.

En el entretanto que la infantería caminaba, el escuadrón de los indios llegó y arremetió con buen ánimo y denuedo contra el Capitán y sus compañeros; tiráronles muchas flechas; acercáronse a los nuestros cuando las lanzas les daban licencia, los cuales mataron y alancearon a todos los que más se metían; acercóse entretanto la infantería y artillería y como del recuesto lo vieron los Capitanes de los indios, hicieron señal de retirar; volviéronse luego en buena orden, dexando el campo a los nuestros, los cuales cuando llegaron no hallaron más que los caballos e indios muertos. En este rencuentro los de a caballo entraban y salían dellos, porque tenían como cosa nueva más miedo a los caballos que a los caballeros, diciendo que aquellos venados mochos eran muy mayores que los suyos e que corrían más, e que por algún encantamento andaban los nuestros encima dellos.

Retirado, pues, bien de los nuestros el escuadrón de los indios, inviaron luego los señores de Taxcala dos de los embaxadores que Cortés les había inviado con otros suyos a decirle cómo ellos habían sabido lo que había pasado, y que les había pesado mucho de que aquella gente bárbara se hobiese así atrevido; que sopiese que eran ciertas comunidades y behetrías de indios que sin su licencia y como les parescía, hacían lo que querían, aunque se holgaban que algunos dellos hobiesen pagado la pena que merescían por su loco atrevimiento, y que ellos eran sus amigos y deseaban verle en su pueblo para hacerle todo servicio, pues eran tan valientes; e que si querían que les pagasen los caballos que aquellos otomíes les habían muerto, que luego les inviarían oro o joyas por ellos, porque hombres tan valientes como eran él y los suyos, merescían ser muy servidos de tal gente como la taxcalteca.

Cortés, aunque barruntó, como ello era, que el recaudo era falso, para tomarle sobre seguro, respondió como siempre sagaz y blandamente que les tenía en merced su ofrescimiento y buena voluntad y que sería con ellos lo más presto que pudiese, porque lo deseaba mucho; y disimulando la pena que la falta de los caballos muertos le hacían, y más de que los indios tuviesen entendido que los caballos eran mortales, cerca desto les dixo que no había nescesidad de que se los pagasen, que otros muchos le vendrían muy presto de adonde aquellos habían nascido. Volviéronse con esto los mensajeros, llevando consigo los cuerpos de los indios alanceados, para enterrarlos conforme a su rito y religión. Cortés mandó luego enterrar los caballos, por que no supiesen que morían. Dicen otros que creyó ser el recaudo verdadero, por ser dos de los cempoaleses los mensajeros que con los otros venían, que a venir solos era más creíble.

Pasó Cortés casi una legua más adelante; llegó casi a puesta de sol cerca de un aroyo, lugar cómodo para asentar el exército, por ser fuerte y de agua; paró allí porque la gente venía muy cansada; dobló porque dormía en el campo, las velas de pie y las de a caballo, y aun dicen otros que por sus cuartos velaron de ciento en ciento, que no poco los aseguró. Aquella noche reposaron todos según que les cupo, mejor de lo que pensaron, porque no tuvieron ningún alarido ni rebato.

Otro día llegaron a unas casas, de otomíes, en las cuales no hallaron más de algunos muertos de las heridas rescebidas el día antes; quemaron las casas y comieron tunas, más de hambre que de vicio, porque no las osaron comer hasta que vieron que las comían los tamemes que consigo traían; y porque es fruta muy espinosa que aunque se tome con guantes los pasa, los nuestros, primero que entendieron que echándolas en el suelo y volviéndolas con la suela del zapato se les quitaban las espinas, las metían por las puntas de las espadas chamuscándolas a la llama de las casas que ardían, de que no poco se reían los indios. Otro día, salido que fue el exército de aquella alcaría quemada, llegando a un mal paso, que era en una quebrada honda que la señoreaban sierras alderredor, antes que la pasasen, un perro sintió espías; ladró, acudió un herrador llamado Lares, excelente hombre de caballo, mató dos; huyéronle los demás. En esto llegaron los otros dos mensajeros cempoaleses que Cortés había inviado, corriendo, sudando, demudada la color, maltratados, llorando y que apenas de miedo que traían podían hablar; vinieron derechos a Cortés, echáronse en el suelo, abrazáronse con sus pies, como pidiendo favor y socorro; asegurólos Cortés; pidióles por las lenguas que dixesen cómo venían así. Respondieron que los malos y perversos taxcaltecas, violando, como aquellos que no tenían ni reconoscían superior, el derecho inviolable de la embaxada, los habían atado y guardado para sacrificarlos otro día, en amanesciendo, al dios de la victoria, diciendo y afirmando que la tendrían cierta si ellos muriesen; e que aquella noche, desatándose el uno al otro se habían escapado, porque también habían oído decir que después de sacrificados, habían de ser para buen comienzo de la guerra sabroso manjar, e que así habían de hacer con los barbudos y con todos los demás que con ellos venían.



 

 

Capítulo XXXIV

Del segundo recuentro que Cortés hubo con los de Taxcala y de la celada que le pusieron.

Poco después que los mensajeros contaron lo que con los taxcaltecas les había acontescido, obra de un tiro de ballesta, asomaron por detrás de un cerrillo mill indios bien armados; acercáronse a los nuestros con el alarido y grita que suelen, y los acometieron tirándoles muchos dardos, piedras y saetas. Cortés les hizo muchas veces señal de paz; hablólos con farautes, rogándoles que estuviesen quedos, porque él no venía a hacerles mal; requirióselo en forma por ante escribano y testigos, como si hobiera de aprovechar algo o ellos entendieron qué quería decir hacer requerimientos; y así, después acá en nuestros días se han engañado muchos flaires, creyendo que sin gente de guerra que les guardase las espaldas podían convertir los indios y hales acontescido al revés, porque después de haberles dado muchas voces y tratado con mucha blandura y amor, han rescebido cruelmente la muerte de sus manos.

Viendo, pues, Cortés que mientras más les rogaba más se encendían, determinó defenderse; y así, trabada la batalla con engaño que tenían pensado, comenzaron a retraerse, llevando a los nuestros tras sí hasta meterlos en una emboscada de más de cien mill indios de guerra que estaban el arroyo arriba, que por unas quebradillas que había hacían el paso asperísimo en gran manera y de tanto peligro que los nuestros se vieron perdidos, donde, después del favor divino, que claramente conoscieron, el ánimo y esfuerzo invencible de Cortés aprovechó mucho.

Aquí dicen que Teuch, uno de los nobles y principales de Cempoala, dixo, cortado y desmayado, a Marina: «¡Oh, Marina y cómo veo la muerte de todos nosotros delante de los ojos! ¡No es posible que ha de quedar vivo ninguno!» Marina, con ánimo varonil y espíritu profético, le respondió: «No tengas miedo ni desmayes así, que el Dios destos cristianos es muy poderoso; quiérelos y ámalos mucho, y presto verás, cómo siendo vencedores, los saca deste peligro.»

No mucho después que Marina dixo estas palabras tan llenas de esfuerzo y de fee, diéronse tan buena maña los nuestros, que, aunque con muy gran trabajo, salieron presto de aquel paso, donde los indios amigos, por no ser sacrificados, haciendo como dicen de las tripas corazón, pelearon como deben los que pelean por la vida, aunque las acequias, guardadas y defendidas con mucha gente de guerra, eran a todos los nuestros grande estorbo, y embarazó tanto que muchos de los enemigos se atrevían a abrazarse con los caballos y quitar las lanzas a los caballeros. Perdiéranse allí muchos españoles si los indios amigos, como diestros en el agua y con fidelidad maravillosa no les ayudaran. Cortés iba delante con los de a caballo peleando y haciendo lugar a la infantería; volvía de cuando en cuando a concertar el escuadrón; decíales: «Señores, acordaos que sois cristianos y españoles y que ahora es menester vuestro animoso corazón con que la nación nuestra se señala entre todas las del mundo; mirad que peleáis por Jesucristo, por defender su honra y vuestra vida. ¡Esfuerzo, esfuerzo, que Dios es con nosotros y éstos no pueden durar mucho!»

Con estas y otras palabras, dignas de tal Capitán, alentó tanto a la gente que peleaba, que con nuevo esfuerzo salieron en fin de aquellas quebradas a campo raso y llano donde, pudiendo correr los caballos y jugar la artillería, dos cosas que pusieron gran espanto, hicieron gran daño en los enemigos, a los cuales tiniéndolos en poco, se metían en ellos haciendo gran matanza, hasta que no pudiéndolo sufrir los indios, en orden se fueron retrayendo a un recuesto donde se hicieron fuertes. Quedaron este día en el un recuentro y en el otro muchos indios muertos y heridos; de los españoles hubo algunos heridos, pero ninguno muerto.

Dieron los nuestros en voz alta con increíble alegría muchas gracias a Dios por la victoria que les había dado. Fue de ver, como acontesce en negocios que han sido, tan peligrosos, cómo los indios amigos, abrazaban a los españoles y entre sí los unos a los otros decían: «Grande y Poderoso Dios en este de los cristianos, pues siendo tan pocos con aunque fueran pájaros no se pudieran escapar de las manos de los enemigos y de tan peligrosos pasos, han salido victoriosos.»

Fue también de ver el regocijado y alegre coloquio que entre Marina y el indio cempoalese pasó, diciendo él cuán bien había profetizado, y replicando ella que jamás había tenido miedo, teniendo por cierto que el Dios de aquellos cristianos no les había de faltar. Tocáronse los instrumentos que había entre los indios amigos y los nuestros, los cuales hicieron bailes y danzas a su uso, mirándolo los enemigos del recuesto, que no poco los movía a indignación y enojo.

Estando así las cosas, un indio, Capitán de cierta parte del exército de los enemigos, acompañado de ciertos principales de su capitanía, haciendo señal de paz, baxó adonde Cortés estaba. Díxole que él veía, como por la experiencia había parescido, que él y los suyos eran invencibles y que creía ser dioses inmortales; que le suplicaba la guerra no pasase adelante, porque él procuraría con los otros Capitanes de que le tuviesen por amigo y dexasen entrar en Taxcala.

Cortés se alegró con esto, y con la gracia que solía le respondió que fuese así, que él no venía a dar mal por mal, que su Dios, que sólo era verdadero, lo vedaba y prohibía; y que aunque él con tanta razón podía estar enojado dellos, que queriendo ser sus amigos, se desenojaría y los rescibiría por tales. Con esto se despidió el indio, y tratando de las paces con los capitanes, la dieron tantos de palos que volvió descalabrado, diciendo a Cortés que aquellos bellacos, hombres de mal corazón estaban obstinados en su malicia, aparejados para hacerle todo mal; que mírase por sí, porque él y los de su compañía serían sus amigos. Cortés le hizo curar; regalóle y agradescióle su buena voluntad; díxole que con su gente se apartase a un lado con una seña levantada para que los cristianos no le hiciesen daño en la batalla y rencuentros que con los enemigos habían de tener.



 

 

Capítulo XXXV

Del desafío que hubo entre un indio taxcalteca y otro cempoalese, y de cómo Diego de Ordás rompió los enemigos.

Estando así los enemigos puestos sobre aquel recuesto en su orden y concierto, escaramuzando algunas veces con los nuestros, un indio que dicen era otomí, muy valiente y bien dispuesto, exercitado en la guerra, en la cual había hecho cosas señaladas, baxó armado a su modo con espada y rodela; hizo señas a los indios de nuestro real, diciendo que saliese el que dellos fuese más valiente, con las mismas armas en campo con él, porque les haría conoscer persona por persona que era mejor y más valiente que ellos. Había entre los indios amigos de los nuestros un cempoalese, hombre noble y no menos exercitado en guerra, que viendo callar a los demás, agraviado de que el enemigo tuviese tanto atrevimiento, confiado de que los españoles le habían de socorrer si le viesen en aprieto, que no poco le puso ánimo, se fue a Cortés y le dixo: «Señor, no es justo que aquel perro que allí está tenga tan en poco a los que contigo venimos, que diga que es mejor y más valiente que nosotros y que esto lo probará por su persona; está allí braveando, y como vees esperando que alguno salga a él; dame para ello licencia, porque deshaga esta injuria, que yo confío que en tu buena ventura le venceré y te traeré su cabeza.»

Cortés se holgó desto, alabóle su buen propósito, animóle con las mejores palabras que supo, abrazólo y mandó que fuesen con él algunos amigos suyos hasta ponerle de la otra parte donde el enemigo estaba, porque le paresció que, como taxcalteca, había de ser más exercitado en guerra y en su persona y orgullo demostraba ser más valiente. Por llevar el juego hecho y que su cempoalese no perdiese nada, mandó a un español que algo lexos tuviese cuidado de mirar por el cempoalese, y si le viese ir de vencida y que el enemigo le apretaba, le socorriese y librase.

Puestos en campo los dos, a vista de los exércitos, comenzaron a jugar de sus espadas y rodelas, afirmándose con gentil denuedo el uno contra el otro; y después de muchos golpes que se tiraron, que reparaban con las rodelas, viendo el cempoalense que duraba la batalla más de lo que quisiera, descubrióse el pecho, cebando al enemigo, el cual, tirándole a lo que le vio descubierto, rescibiéndole el golpe en la rodela, el cempoalense le dio una gran cuchillada sobre el hombro, de la espada, y acudiéndole con otros lo derribó en tierra y cortó la cabeza, la cual, como levantó en alto, acudió la grita de todos los amigos, festejando su victoria. Los indios que con el taxealteca habían baxado, muy cabiscaídos, dexando allí el cuerpo, se volvieron donde el resto del exército estaba.

Había debaxo de aquel recuesto una gran caverna que caía sobre un mal paso, por donde, para ir adelante, por fuerza habían de pasar los nuestros, el cual paso defendían muy a su salvo desde la caverna gran copia de flechazos. Visto esto por Diego de Ordás, hombre de grandísimas fuerzas y ánimo, pidió a Cortés sesenta soldados que él escogiese y que le aseguraría el paso. Cortés se los dio y él los escogió tales y tan buenos, que aunque más espesas que granizo venían sobre ellos las flechas, pasaron adelante, y matando muchos de los enemigos que en Ia caverna estaban, pusieron en huida a los demás. Pasaron los caballos de diestro, que no eran más de trece, que cuando se vieron en lo llano, relinchando, dieron muestra que eran señores del campo, y aunque bestias, paresce que se alegraron en verse fuera de aquellas barrancas; y de las flechas que sobre ellos caían, murieran todos si no fuera porque los rodeleros que los llevaban en medio, rescibían las flechas. Dicen que era cosa maravillosa ver cómo se apenuscaban, no andando más de lo que los soldados querían y vían que era menester.

Visto por los que estaban en el recuesto que allí no había ya más que esperar, fingiendo que del todo se apartaban de la guerra, en breve desaparecieron todos, aguardando otra ocasión, como lo hicieron, para acometer a los nuestros.

Retirados los enemigos, los nuestros aquella tarde bien alegres con la victoria, caminaron hacia un pueblo que se llamaba Tecoacinco, pueblo bien pequeño; zasentaron el real en un alto, donde estaba una torrecilla y templo de indios; llamáronla después los nuestros y con mucha razón la Torre de la Victoria, por las muchas que Dios les había dado desde allí contra los taxcaltecas. Hiciéronse fuertes daron en esto los indios amigos con mucho cuidado, o por vengarse de sus enemigos o por no venir a sus manos: acariciábalos mucho Cortés, porque, o por vergüenza, o por amor, hiciesen el deber; durmieron aquella noche todos, que fue la primera de Septiembre, en aquel sitio harto sobresaltados porque como la tarde antes habían visto, los cerros cubiertos de gente de guerra, temieron ser acometidos. Mandó velar Cortés por esto toda la noche en tres cuartos al exército, tomando él con la parte que le cabía el alba, que era cuando más se temían que vendrían los enemigos; pero no vinieron, porque no acostumbran pelear de noche.

Otro día, que fue segundo de Septiembre, en amanesciendo invió Cortés mensajeros a los capitanes de Taxcala a rogarles e requerirles fuesen amigos y le dexasen pasar por sus tierras, porque él no iba a hacerles daño ni a aliarse con Motezuma contra ellos, sino a hacer lo que el Emperador, su señor, le había mandado. Con esto, dexando docientos españoles y el artillería y tamemes, y por su Capitán a Pedro de Alvarado, tomó los demás españoles y los indios amigos que traía, corrió el campo y con los de a caballo, antes que los de la tierra se juntasen, quemó cuatro o cinco lugares; volvió con hasta cuatrocientas personas presas sin rescebir daño, aunque le siguieron hasta la torre peleando. Halló allí la repuesta que los capitanes de Taxcala le inviaban, y era que otro día vendrían a verle y responderle como vería, repuesta cierto bien soberbia, aunque de pocas palabras, porque prometía mucho más de lo que después hicieron. Cortés, oído este recaudo que le paresció bravo y de mucha determinación, especialmente que los prisioneros le habían certificado que se habían juntado ciento y cincuenta mill hombres para venir sobre él otro día y tragárselos vivos, puso toda diligencia cómo el exército estuviese bien apercebido.



 

 

Capítulo XXXVI

De lo que más particularmente los prisioneros dixeron a Cortés, y cómo otro día vino el exército taxcalteco sobre él.

Por que el capitán que no procurare saber lo que su enemigo intenta, fácilmente será engañado y vencido, Cortés, que nunca dormía, unas veces por halagos y otras por amenazas y tormento, procuró informarse más largo de los prisioneros. Juntó algunos de los más ancianos y que mejor razón le podían dar; preguntóles que si aquel tan pujante exército era de solos otomíes o de taxcaltecas, o de los unos y de los otros, y qué era la causa que estaban tan obstinados en no dexarle pasar por sus tierras y qué número de gente era la que la señoría de Taxcala podía poner en campo, de qué ardides usaban y si peleaban de noche y qué era a lo que más miedo tenían.

Ellos respondieron por el orden que les había preguntado, diciendo: «Señor, tus prisioneros somos y la verdad te hemos de decir, sin que por fuerza la descubramos, porque tienes buen corazón y nos haces buen tratamiento. La gente que has visto es otomí y taxcalteca, subjecta toda a los señores y Capitanes de Taxcala, aunque ellos no querrían que supieses que Taxcala te hace guerra, porque se tienen por tan valientes que, siendo vencidos, no quieren que tú sepas ser ellos; quiérente tan mal porque tienen por cierto que vas a ser amigo de su mortal enemigo Motezuma, y a esta causa están concertados de no parar hasta darte la muerte, y de ti y de los tuyos hacer muy solemnes sacrificios y ofrendas a sus dioses, que nunca tales se hubiesen hecho, y luego dar un banquete general de vuestra carne, que nosotros llamamos celestial. Y porque sepas quien es Taxcala y quién son sus Capitanes, sabrás que aquella gran Señoría se reparte en cuatro cuarteles o apellidos; llámanse Tepeticpac, Ocotelulco, Tizatlán, Quiauztitlán, esto es, como si en romance dixésemós «los serranos, los del pinar, los del yeso, los del agua». Cada apellido destos tiene su cabeza y señor a quien todos acuden y obedescen. Estos así juntos hacen el cuerpo de la república y ciudad; mandan en paz y en guerra cuatro señores, por el que dellos es ahora General del exército, porque es muy valiente y ardid y el que peor está contigo, es Xicotencatl. Este lleva el estandarte de la ciudad, que es una grúa de oro con las alas tendidas y muchos esmaltes y argentería; tráela en tiempo de guerra, como verás mañana, detrás de toda la gente, y en tiempo de paz delante. Magiscacín, que es el otro Capitán, es muy noble y no estás mal con él. Será la gente que contra ti se ha juntado ciento y cincuenta mill hombres de guerra; usan de diversos ardides con los indios sus enemigos, pero con vosotros no hay ese aparejo porque peleáis de otra manera. Lo que habéis de procurar para prevalescer contra éstos y que no os ofendan, es que no os tomen en quebradas y pasos angostos y que no peléis con ellos estando puestos en recuestos ni entre tunares, porque allí los flecheros son más señores y se guardan mejor. Lo que más temen son esos truenos que parescen del cielo y esos venados grandes, que corren mucho que paresce, no habiéndoos visto a pie, que ellos y vosotros sois de una pieza; también se maravillan de las grandes heridas que dan los tuyos con las espadas que traen de hierro. Esto es lo que sé; tú mirarás lo que te conviene.»

De ahí a poco que esto supo Cortés, asomaron los cuatro capitanes de Taxcala con todo su exército que cubría el campo. Vio bien, como los prisioneros le habían dicho, la señal del General, y esto fue, como habían prometido el día antes, cuando amanescía; era gente muy lucida y bien armada a su uso y costumbre, aunque por venir pintados con bixa y xaguas, parescían demonios; traían grandes penachos que campeaban a maravilla; traían hondas, varas con amínto que pasaban una puerta, era el arma que más temían los nuestros; lanzas, espadas de pedernal, arcos y flechas sin hierba, que no poco aprovechó; traían asímismo porras, macanas, caxcos, brazaletes y grebas de madera, doradas o cubiertas de pluma y cuero; las corazas eran de algodón, tan gruesas como el dedo: llámanse escaupiles; las rodelas y broqueles, muy galanos y para ellos bien fuertes, ca eran de palo y cuero y con latón y pluma; otras texidas de caña con algodón, y son las mejores, porque no hienden; destas se aprovecharon después los nuestros, porque las suyas perescieron presto por los muchos y grandes golpes que en ellas rescebían de los enemigos.

Venía el campo en muy gentil orden, repartido en sus escuadrones, y en cada cuartel sonaban muchas bocinas, caracoles y atabales que cierto era bien de ver. Nunca españoles vieron en campo tan hermoso exército y tan grande después que las Indias se descubrieron, porque los de México nunca salieron a campo. Esta gran junta y aparato fue para pocos más de trecientos españoles, que tuvieron a Dios tan de su parte que pudieron vencer este y otros exércitos. Púsose cerca de los nuestros no más de una barranca grande en medio.

Cortés que así los vió, como si tuviera presente la victoria, se alegró, dando a entender a los suyos que aquella era buena coyontura en que con el favor de Dios habían de mostrar el valor y esfuerzo de la nación española para espantar a Motezuma mucho antes que a él llegíasen. La gente que, ya del recuentro pasado, sabían para qué eran los indios, esforzóse y deseó presto venir a las manos.



 

 

Capítulo XXXVII

De las bravezas que los taxcaltecas hacían, y cómo acomtieron a Cortés.

Como los enemigos se vieron tantos y tan venturosos y acostumbrados a vencer a sus vecinos, paresciéndoles que por ser tan pocos los nuestros, aunque entendían que tantos por tantos eran más valientes que ellos, comenzaron entre sí a bravear y decir palabras llenas de presunción y soberbia que la multitud más que el esfuerzo les hacía decir. Decían: «¿Quién son éstos que siendo tan pocos presumen tanto de sí, que piensan a nuestro pesar entrar por nuestra tierra para confederarse con nuestro enemigo Motezuma? ¡Bien será que entiendan lo que podemos, y por que no piensen que hacemos a nuestra ventaja los negocios y que queremos más tomarlos por hambre que rendirlos por fuerza de armas, inviémosles de comer, que vienen hambrientos y cansados, porque después, en el sacrificio y banquete que dellos hiciéremos, los hallemos sabrosos!» Después de dichas estas palabras y otras tan arrogantes y más, inviaron luego trecientos gallipavos, docientas cestas de bollos de centli, que ellos llaman tamales, que pesarían más de cient arrobas, lo cual ayudó en gran manera al trabajo de los nuestros y socorrió a la estrecha nescesidad que padescían. Hecho esto, cuando les paresció que ya habrían comido, dixeron: «Vamos a ellos, que ya estarán hartos; comerlos hemos y pagarnos han nuestro pan y gallipavos; sabremos quién los mandó venir acá, y si es Motezuma, venga y líbrelos, y si es su atrevimiento, lleven el pago.» Con estos y otros semejantes fieros que hacían, menospreciando el número de los nuestros, aquellos cuatro Capitanes inviaron hasta dos mill soldados de los muy escogidos y más valientes de todo el exército. Dixéronles:»Acometed aquellos pocos extranjeros que la mar ha rebosado por no poderlos sufrir; si se os defendieren, mataldos, pero procuraréis de tomarlos a vida, para que vivos vengan a nuestro poder y nuestros dioses sean con su sangre y muerte aplacados; mirad que hagáis como sabios y valientes, pues sois la flor de nuestro exército y peleáis por nuestros dioses y patria.» Diéronles los Capitanes una persona señalada por Capitán, que especialmente tenía oído contra los nuestros, el cual mostró tanto esfuerzo, o por mejor decir, odio, que dio a entender que se afrentaba de llevar tantos y tan buenos soldados contra tan pocos.

Pasaron los dos mill indios con su caudillo la barranca; llegaron a la torre con mucho esfuerzo y osadía, salieron a ellos los de a caballo y en pos dellas los de a pie; trabóse la batalla y en breve, al primer acometimiento, conoscieron los indios cuánto cortaban las espadas españolas; retraxéronse un poco, tornando luego a acometer; estonces entendieron más claro, por la priesa que los nuestros les daban, el valor de aquellos pocos que poco antes tanto ultrajaban. Finalmente, al tercer recuentro sólo aquellos escaparon (que fueron muy pocos) que acertaron con el paso de la barranca, porque todos los demás murieron de muy fieras y espantosas heridas, volviéndoseles su vana presunción muy al revés de lo que pensaban; pues yendo a prender, quedaron muertos.

Como los Capitanes que de la otra parte estaban vieron la matanza que los nuestros habían hecho, juntos, con un alarido que le ponían en el cielo, acometieron tan denodadamente que llegaron, sin poderlos resistir, hasta el real, donde entraron muchos, a pesar de los que dentro estaban; anduvieron a las cuchilladas y brazos con los nuestros. Fue este rencuentro, por ser tantos los enemigos, de gran riesgo y peligro para los nuestros, ca tardaron un gran rato en matar y echar fuera a los que habían entrado, haciéndolos saltar por el valladar; pelearon desde el valladar y fuera los nuestros más de cuatro horas, primero que pudiesen hacer plaza. Al cabo, ya que todos estaban cansados, afloxaron reciamente los enemigos, viendo los muchos muertos de su parte, las grandes heridas que habían rescebido y que no mataban a nadie de los contrarios, que lo tenían por cosa espantosa y nunca jamás vista, confundiéndose en ver que ellos eran tantos y los nuestros tan pocos y los unos no menos bien armados que los otros, y con esto, como enojados de sí mismos, como canes rabiosos, se volvieron aquel día algunas veces contra los nuestros, hasta que viendo que ya era tarde y que siempre llevaban lo peor, se retiraron de lo que no poco se holgó Cortés, porque él y los suyos tenían ya los brazos tan cansados de matar indios, que a tornar a volver de refresco otros, no pudieran dexar de o morir muchos o ser vencidos, si Dios milagrosamente no les diera nuevas fuerzas.

Durmieron aquella noche los nuestros muy contentos, más con el poco miedo que tenían en saber que los indios no pelean con lo escuro, que con la victoria que habían ganado, aunque fue tanto mayor cuatinto mayor el peligro en que se vieron; durmieron a placer, aunque con muy buen recaudo, en las estancias, velas y escuchas. Los indios, en el entretanto, aunque echaron menos muchos de los suyos, no se tuvieron por vencidos, por lo que después, como diré, hicieron. No se supo cuántos fueron los muertos, porque los nuestros [no] tuvieron ese lugar, ni los enemigos pararon a tener cuenta en ello.

El otro día salió Cortés bien de mañana a talar el campo como la otra vez lo había hecho, dexando en guarda del real la mitad de su gente, y por no ser sentido, primero que hiciese el daño, partió antes del día; quemó más de diez pueblos y saqueó uno de tres mill casas, en el cual había poca gente de pelea, como estaban en la gran junta; con todo eso pelearon como por sus casas y haciendas los que dentro se hallaron, aunque no les aprovechó; mató copia dellos; puso fuego al lugar; llevó muchos prisioneros; tornóse a su fuerte, sin casi ningún daño a medio día, cuando ya los enemigos acudían a más andar para despojarle y dar en el real, que de cansados y calurosos, con el resestero del sol y por miedo de los tiros que los ojearon, se volvieron atrás hasta otro día, como diré.



 

 

Capítulo XXXVIII

Cómo los enemigos tornaron a acometer a los nuestros y de las cosas particulares que acontescieron.

Porfiando en su demanda los enemigos, creyendo que con acometer muchas veces a los nuestros les subcedería mejor, vinieron, aunque no tantos, otro día, porque vieron que en lugar angosto la multitud dellos estorbaba y les hacía daño, inviando, como el día antes, comida; bravearon, dixeron palabras más de hombres victoriosos que vencidos; acometieron con furioso ímpetu a los nuestros; pelearon cinco horas con mucho coraje; no pudieron matar ni prender a ninguno de los nuestros, que era lo que mucho procuraban; murieron dellos infinitos, porque como estaban apretados, aunque menos que, el día antes, y se metían hacia nuestro real, donde había menos espacio, el artillería y escopetería hacía gran riza en ellos; finalmente, después de muy cansados los nuestros, y dellos infinitos muertos y los vivos mohinos y corridos de no haber podido excecutar su ira, se fueron sin ningún orden ni concierto, tratando que los nuestros debían ser encantados, pues tan poco les empecían las flechas. Luego otro día aquellos cuatro capitanes de Taxcala, más con maña que con amor, inviaron sus mensajeros a Cortés con tres maneras de presentes. Los que los llevaron le dixeron así: «Señor, si eres dios bravo que comes carne y sangre, cata aquí cinco esclavos que te invía la Señoría de Taxcala para que comas; y si eres dios bueno, ofrescémoste encienso y pluma; y si eres hombre, toma estas aves, este pan y cerezas, que tú y los tuyos comáis.» Esto hicieron los señores de Taxcala por saber si los nuestros eran hombres como ellos, porque de no haberlos podido vencer ni matar alguno, y viendo que por otra parte tenían hambre y comían, estaban dubdosos si eran dioses o hombres.

Cortés, que en las cosas de veras y especialmente en las de nuestra religión, estaba muy recatado y advertido, no queriendo atribuirse lo que no debía por ningún interés, les dixo que él y los suyos eran hombres mortales como ellos, compuestos de las mismas calidades que ellos; pero que porque creían y servían a un solo y verdadero Dios y peleaban por su ley, los defendía y amparaba tanto, haciéndolos invencibles contra tanto número de enemigos; y que pues siempre les había dicho verdad, que de ahí adelante no tratasen mentiras ni lisonjas con él, porque se descubrirían y redundarían, como hasta estonces habían visto, todas en su daño y perjuicio, y que él deseaba ser su amigo y no hacerles más daño del que por su culpa hasta allí habían rescebido; que no fuesen locos ni porfíados en pelear, porque, peleaban contra la razón, que siempre fue invencible.

Con estas palabras, dichas con todo el amor que pudo, procurando traerlos a sí, los despidió, dándoles gracias por el presente. No pudieron nada con te tan bárbara y tan indignada y contumaz tan buenas razones, porque otro día volvieron más de treinta mill indios de refresco, los cuales, deseosos de señalarse más que los pasados, pelearon con los nuestros hasta llegar al real tan brava y esforzadamente que fue la más reñida batalla que hasta entonces habían tenido; pero como Dios, cuyo negocio trataban los nuestros, estaba de su parte, a cabo de gran pieza, quedando muchos muertos, huyeron afrentosamente los enemigos. Y por que el que esto leyera vea la especial cuenta que Dios tuvo con los españoles, es bien que sepa que el primer día acometió todo el grande exército, que estaba dividido en cuatro cuarteles, gobernado, como dixe, por cuatro sumos Capitanes, y que por deshacer y cansar a los nuestros, en los otros días nunca acometió sino, un cuartel, que era de más de treinta mill hombres, para que el trabajo se repartiese mejor y los nuestros acometidos con más fuerza, por lo cual los combates y batallas eran más recias y más reñidas, ca cada apellido de aquellos procuraba de hacerlo más valientemente que el otro para ganar más honra, aunque fuese con más daño y más a costa suya, teniendo entendido que todo su mal y vergüenza recompensarían con la muerte o prisión de un solo español. Con esto también es muy de considerar que en quince días que los nuestros estuvieron en aquella torrecilla peleando los más dellos, nunca los enemigos dexaron de proveer de pan, gallipavos y certezas, y esto no lo hacían por darles de comer ni por hacerles bien alguno, sino que para con aquel achaque los que llevaban la comida viesen el asiento y orden del real, o si había alguno herido, o enterraban algún muerto, o qué ánimo tenían, si estaban con más o menos fuerzas. Desto estaban ignorantes los nuestros, hasta que después lo supieron.

Alababan los nuestros mucho a los enemigos de que no hobiesen querido pelear más que con armas, porque con quitarles la comida les pudieran haber hecho gran daño. Todas las veces que venían con provisión, decían no ser taxcaltecas los que hacían la guerra, sino otomíes, gente bárbara y sin respecto; encubrían la verdad por no confesar que la nasción taxcalteca podía ser vencida.

Entre otros recuentros que los indios tuvieron con los nuestros, en uno un Capitán de un escuadrón dellos venía tan bien adereszado y era tan animoso y valiente que peleando solo con dos españoles, les dio que hacer, hasta que Lares el herrador, que era muy valiente y muy buen hombre de a caballo, apartando a los españoles y diciendo: «¡Vergüenza, vergüenza de la nación española que dos no podáis contra uno!»; volviendo sobre el indio, aunque él le esperó con su espada y rodela, procurando dejarretar el caballo, le dio una lanzada por los pechos de que cayó muerto; y fue causa que aquel día se retirasen más presto los enemigos, porque tenían los ojos puestos en el muerto.

Fue tan severo Cortés en la diciplina militar, que porque una noche, estando en este real, se durmieron dos españoles velando su cuarto, los mandó azotar. Otro día, porque un Hernando de Osma tomó unas manzanas de la tierra a un indio, el cual se las dio de voluntad, diciendo uno en alta voz, que Cortés lo pudo oír: «¿Cómo los indios nos han de traer de comer, pues hay entre los nuestros quien se lo toma por fuerza?», mandó a Alonso de Grado, Alcalde mayor, le mandase luego azotar, y así se hizo, sin que ruegos ni suplicaciones de ninguno bastasen. Algunos por esto culpan a Cortés, aunque esta severidad fue por estonces harto nescesaria, porque desde aquel día en adelante fue más obedescido y aun temido, y así los negocios de la guerra subcedían como convenía.



 

 

Capítulo XXXIX

De las espías que vinieron al real y del castigo notable que Cortés hizo en ellas.

Sabían cada día los señores de Taxcala todo lo que pasaba en el real de Cortés, porque de la torrecilla a Taxcala no había más de seis leguas. Desvelábanse en qué modo y manera podrían vengarse, siquiera en uno de los nuestros; y como hallaban que por fuerza de armas nunca les había subcedido bien, determinaron probar su ventura con engaño; y así, para asegurar a los nuestros y darles mayores muestras de paz, lo que nunca hasta estonces se había hecho, inviaron ciertos mensajeros de los más principales de su ciudad con ciertos tejuelos de oro no muy fino e algunas joyas de oro y plumajes ricos que para Taxcala era mucho, por ser tierra áspera y falta de todas aquellas cosas. Entraron con este presente los mensajeros a do Cortés estaba y haciéndole, como son cerimoniosos y como estaban industriados, grande acatamiento, el más viejo dellos y que en llevar embaxadas era más exercitado, le hizo un largo y elegante razonamiento. Lo que en suma contenía era que los señores de Taxcala le besaban las manos, y que en señal de amor y de la amistad que con él querían tener le inviaban aquel pobre presente, no porque no tuviesen voluntad de inviárselo muy mayor, sino que por la esterelidad de su tierra no alcanzaban más; que se sirviese dellos y viese lo que había menester, porque lo proveerían como mejor pudiesen.

Cortés, creyendo que tan comedidas palabras nascían de corazones limpios y verdaderos, muy alegre les respondió que él no deseaba cosa tanto como tener aquellos señores por amigos y que su presente, aunque era muy rico, no le tenía en tanto por su riqueza cuanto por el amor y voluntad con que se lo inviaban; y que les agradescía mucho el ofrescimiento, en pago del cual le hallarían muy presto en lo que se les ofresciese; y porque no fuesen vacíos, les dio ciertas cosas de España que, aunque entre nosotros tienen poca estima, ellos las tuvieron en mucho y fueron muy alegres con ellas.

Otro día, que fue seis de Septiembre, los señores de Taxcala, creyendo que ya tenían hecho su negocio y que no podría subceder desmán que se lo estorbase, inviaron cincuenta indios de los muy honrados, que en su arte y manera así lo parescían a los nuestros; dieron a Cortés de parte de aquellos señores mucho pan, cerezas y gallipavos, como de ordinario traían; preguntáronle cómo estaban los nuestros y qué querían hacer y si habían menester algo. Cortés les agradesció la venida y dixo que todos estaban buenos, que no había menester nada e que en su partida, no estaba determinado. Oído esto por los indios, fingiendo que no se despedían, como hombres que tenían familiaridad con los nuestros, comenzaron a entrar por el real y a mirar muy particularmente el asiento, los vestidos, armas, caballos y artillería, haciéndose más bobos y maravillados de lo que convenía, aunque a la verdad, la novedad y extrañeza de las cosas españolas pedían admiración, pero ellos las miraban más como espías que como deseosos de ver novedades. Y como lo que se hace por arte no tiene aquella fuerza que lo que se hace por naturaleza, mirando en ello Teuch, cempoalese, hombre experto y avisado en las cosas de guerra, como aquel que desde niño se había criado en ella, paresciéndoles mal lo que los mensajeros hacían, dixo a Cortés que no sentía bien de aquellos taxcaltecas, porque aunque se hacían bobos, miraban con mucho cuidado las entradas y salidas y lo flaco y fuerte del real; por tanto, que supiese si aquellos bellacos eran espías.

Cortés le agradesció el buen aviso, maravillándose cómo él ni ningún español habían dado en aquello a cabo de tantos días como indios de Taxcala entraban en el real con comida y otros recaudos, y cierto, este indio no cayó en aquello por ser más sabio ni entendido que los españoles, sino porque vio y oyó cómo los indios taxcaltecas hablaban paso con los de Iztacamichtitlán, volviendo algunas veces el rostro a otras partes, para sacar dellos por puntillos lo que deseaban saber.

Cortés, sospechando lo que Teuch y viendo que aquel bien no era bien, mandó luego tomar al que más a mano halló y más apartado de los otros, y metiéndolo do los demás no le pudiesen ver, por lengua de Marina y Aguilar, por buenas palabras, le preguntó a lo que era venido con los demás; demudóse y titubeó, ca esto es propio del delicuente por mucho que quiera encubrir su maldad. Amenazóle Cortés, diciéndole que le haría matar a tormentos si no le decía la verdad. El indio estonces, reportándose, dixo que él y sus compañeros, con achaque de traer comida, eran venidos por espiones a ver y notar los pasos por do mejor pudiesen dañar y ofender a los nuestros y quemar las chozas que cercaban el real, y que porque habían por muchas vías y modos procurado a todas las horas del día vengarse y alcanzar alguna victoria y no les había subcedido como pensaban, ni conforme a la antigua fama y gloria que de guerreros por todo el mundo habían alcanzado, tenían determinado de con pujante exército venir de noche, lo uno por ver si en aquello consistía su ventura, y lo otro porque con la escuridad de la noche temiesen menos a los tiros, espadas y caballos, e que para esto ya estaba Xicotencatl, Capitán general, detrás de ciertos cerros en un valle frontero y cerca de los nuestros con infinita gente.

Oída esta confesión, por ver si los demás variaban o decían alguna cosa más, mandó prender otros cuatro o cinco; y como vio que dixeron lo mismo que el primero y que todos eran espías, prendió a todos cincuenta, y allí, delante de todo el exército, mandándoles cortar las manos, los invió a Xicotencatl, diciéndoles que le dixesen que otro tanto haría a cuantos le inviase que espías fuesen, y que supiese que de día y de noche y cada y cuando que viniese, conoscería que los españoles eran invencibles y a quien Dios subjectaba sus enemigos.

Gran espanto y temor pusieron estos indios, cortadas las manos, a la gente de Xicotencatl, porque les paresció cosa muy nueva y que los españoles no eran hombres con quien se debían burlar; creyeron que tenían algún familiar que les decía que lo que ellos tenían en su pensamiento; y así los que dellos eran más valientes y más sabios, para espiar a los nuestros, de ahí adelante determinaron de no ponerse a peligro tan cierto, por que no les acaesciese lo mismo o peor que a los otros, a cuya causa alzaron de allí adelante los mantenimientos que solían inviar a los nuestros, de a do paresció claro la mala intención con que los traían.

Otros dicen, y aún lo tienen por más cierto, según yo me informé, que Diego de Ordás, hombre experto en las guerras contra indios (porque se halló en la conquista del Darién), viendo que aquellos indios hacían de los bobos, no siéndolo, e que se maravillaban más de lo que permitía la conversación que con los nuestros tenían, dixo a Cortés: «No me parescen bien estos indios; no sería malo ver si son espías.» Cortés, no tiniéndolos en nada, le respondió: «Calla, ¿de qué tenéis miedo?» Diego de Ordás le replicó: «Yo no tengo miedo, pero acertado sería saber qué es lo que éstos andan mirando.» Cortés mandó luego prender a uno, y por las lenguas que dixe, con escribano, le hizo preguntas, y aunque desvariaba en algo, siempre negó, y tanto que apretándole los compañones sufrió el dolor hasta que se los deshicieron, sin confesar cosa.

Cuando esto se hacía, ya estaban presos los demás y cerca del aposento donde éste fue atormentado; oyeron los gritos, aunque no supieron lo que había dicho; determinaron, por no padescer lo mismo, de decir la verdad si se la preguntasen; y así, poniendo al atormentado en otra parte, mandó llamar Cortés a tres o cuatro dellos y díxoles que ya el otro había dicho la verdad, que también la dixesen ellos si no querían morir a tormentos. Ellos, así por el miedo como porque creyeron que eran descubiertos, confesaron ser espías, diciendo todo lo demás que antes dixe. Castigólos como está dicho.



 

 

Capítulo XL

De lo que Cortés hizo después de inviadas las espías y de lo que Xicotencatl dixo.

Cortés, sabido por lo que las espías dixeron la determinación de los enemigos, hizo fortalescer lo mejor que pudo el real, puso la gente en las estancias, como convenía; estuvo muy sobre aviso hasta que se puso el sol, e vio ya que anochescía cómo comenzaba a baxar la gente de los contrarios, creyendo que venían muy secretos, para cercar nuestro real y poner en execución su propósito; pero como Cortés estaba tan avisado, paresciéndoles que no era bien dexarlos acercar al real, por el daño que con el fuego podrían hacer (ca a permitir esto, no quedara español a vida) determinó de salirles al encuentro, porque con la escuridad de la noche algunos de los nuestros no desmayasen viendo la gran multitud de los enemigos. Dexando, pues, en el real la gente que era menester, puso la que con él había de ir en orden y mandó echar a los caballos pretales de caxcabeles, para que haciendo ruido paresciesen más.

Dicen que estando las espías, cortadas las manos, contando lo que les había acontescido, poniendo pavor con su razonamiento a los de Xicotencatl, acometió Cortés con los de caballo, gritando: «¡Sant Pedro y Sanctiago»; y fue tan grande la furia con que los enemigos fueron asaltados y acometidos y el temor que de lo subcedido a las espías habían rescebido, que sin hacer resistencia ni haber hombre que los animase sin la grita que suelen, volviendo las espaldas, se metieron por los maizales de que toda la tierra estaba casi llena, llevando consigo algunos de los mantenimientos que traían para estar sobre los nuestros si de aquella vez no los pudiesen arrancar del todo. Siguiólos Cortés por entre aquellas sementeras hasta dos leguas, de noche; mató muchos dellos, y porque los suyos descansasen y con el cebo de la victoria no se metiesen en parte donde no pudiesen salir tan presto, se volvió victorioso al real, donde los nuestros, velándolos los que en el real habían quedado, descansaron el resto de la noche hasta bien de día que, como suele acontescer, contaron lo que habían hecho, alegrándose los unos con los otros de la victoria nocturna, que era la primera en que se habían visto. Daban gracias a Dios, diciendo cuán a la clara los favorescía, pues en tierra no sabida y tan poblada y donde los enemigos, si tuvieran ánimo, puesto entre los maizales, hicieran grandísimo daño, habían salido sin herida, con estrago de sus enemigos.

El Capitán, que como era muy valiente así era muy cristiano, juntando los principales, después que hobo comido, les dixo: «Señores y amigos míos: Ya muchas veces tenéis visto el favor y merced que Dios nos ha hecho en las batallas que con estos bárbaros enemigos de nuestra sancta fee hemos tenido, que cierto paresce claro, en especial en esta última batalla, que quita las fuerzas y ciega los juicios a nuestros enemigos, que son tantos que a puñado de tierra nos podrían anegar, y por el contrario, nos alumbra y esfuerza de manera que para los siglos venideros nuestras memorables victorias parescerán increíbles. Soy de parescer, pues todo nos subcede prósperamente, y el poder de Taxcala, con ser tan grande, nos huyó la noche pasada, que de día y de noche salgamos a buscar a nuestros enemigos, hasta que de muy seguidos y molestados vengan a querer la paz que nosotros les ofrescíamos, y con nuestra buena conversación y tratamiento los haremos tan nuestros amigos cuanto han sido hasta ahora enemigos, para que prosiguiendo nuestra jornada, si Motezuma no hiciere el deber, nos ayudemos dellos para contra él, pues sabéis, es Príncipe poderosísimo.»

Acabado este breve razonamiento, los Capitanes y la demás gente que le oía, alegres con la victoria pasada, le respondieron en pocas palabras: «No tenemos que decir a lo que vuestra Merced nos ha dicho más de que, aunque estamos muy contentos de las buenas andanzas que hasta ahora nos han subcedido, lo estamos más en tener tal caudillo, y ver que en el buen seso y maravilloso esfuerzo de vuestra Merced nos favoresce Dios. En lo demás haga vuestra Merced su parescer, que ése es el nuestro, y sepa que nunca tan de veras le siguimos y obedescimos como le seguiremos y obedesceremos de aquí adelante.»

En el entranto que los nuestros se adereszaban para salir a los enemigos, Xicotencatl se recogió en Taxcala bien corrido de los malos subcesos que contra los nuestros había tenido. Magiscacín, que siempre fue en favor de los españoles, con los otros señores le reprehendieron gravemente su temeridad y atrevimiento e vana presunción, diciéndole: «¿No te decíamos nosotros que estos barbudos eran muy valientes e que su Dios debía de ser muy poderoso, pues en su virtud han podido y pueden tanto que ni nuestras muchas e infinitas flechas ni los duros golpes de nuestras macanas les han podido empecer? Más nos parescen dioses que hombres, y tú, de loco y atrevido, has porfiado a pelear contra el poder su Omnipotente Dios, hasta que con más de ciento y cincuenta mill guerreros la noche pasada veniste afrentosamente huyendo, afrentando y escuresciendo con tu loca porfía la floria y honra y fama de la muy ilustre y clara Señoría de Taxcala, a la cual no has tratado como natural, sino como extraño; no como amigo, sino como enemigo; no como ciudadano, sino, como advenedizo y fugitivo; no como padre que debieras ser de tu patria, sino como padrastro aborrecible. Merescias, si no fuera por la gloria y honrosas canas de Xicotencatl el viejo, tu padre, que fueras depuesto de la dignidad en que estás, y reducido al número de los pecheros, para que de aquí adelante ninguno de tus descendientes, como hijos de hombre que tan mal ha tratado su república, tome escudo ni sea armado caballero, ni coma sal ni vista manta de algodón.»

A Xicotencatl se le saltaban las lágrimas de los ojos; de pesar y de coraje, viendo que todo lo que aquellos señores le decían era así; y confuso de sus malos subcesos, desimulando cuanto pudo el afrenta en que estaba, les dixo:

«Señores: No podéis vosotros encarescer tanto mi desgracia y mala andanza cuanto yo la siento y padezco en mi corazón, que quisiera más ser mill veces sacrificado que haberme puesto contra éstos, que ni sé si los llame dioses ni si los llame diablos, porque su furia, siendo tan pocos, es tanta que parescen rayos que, con gran tempestad descienden del cielo. Con vuestro parescer los acometí, pensando que me subcediera de otra manera; porfié (que es en lo que me hallo culpado) hasta ver si vivo o muerto os podía traer algunos dellos, y todavía los quiero y querré tan mal que si me lo permitiésedes volvería contra ellos, o para quedar muerto, o para matar alguno.» Magiscacín, no pudiendo sufrir que fuese adelante, reprehendiéndole de nuevo con más bravas y ásperas palabras que antes, interrompió la plática de Xicotencatl y de los demás que querían hablar, dexando para otro día la determinación de los negocios.



 

 

Capítulo XLI

Cómo Cortés tomó a Cipancinco, y de lo que Con Alonso de Grado le pasó.

Viendo Cortés que los enemigos no le acometían, y era porque no sabía lo que los señores de Taxcala habían tratado con Xicotencatl, se subió encima de la torre, lo que hasta estonces, no había hecho, porque no le habían dado tanto espacio, para desde ella, como era alta, mirar qué poblaciones había alderredor, y así, mirando a unas partes y a otras, vio cuatro leguas de allí, cerca de unos riscos que hacia una alta sierra, cantidad de humos, aunque no vio de dónde salían. Creyó, como ello fue, que habría allí gran población; y luego, baxando de la torre, como había dicho antes, dixo a los principales del exército:

«Señores: Yo he visto desde lo alto de la torre muestras de alguna gran población; pues los enemigos no vienen de paz ni de guerra, no será bien estar en esta dubda; acometámoslos, para que hagan por fuerza lo que de grado debrían.» Respondieron todos que se hiciese así, aunque Gómara dice que sin dar parte a nadie, salió.

La verdad es que era Cortés tan amigos de parescer ajeno que, aunque el suyo las más veces era mejor, por dar gusto y contento, siempre decía lo que pensaba hacer, porque si en algo se errase, ninguno le pudiese culpar de no haberlo primero comunicado. Demarcó, pues, tan bien aquella tarde la tierra, que tomando consigo la mitad de la gente con los de caballo (aunque se le ofrescieron grandes contrastes que enflaquescieran a cualquier hombre valeroso, como luego diré), entró aquella noche por un camino ancho que le paresció, por la demarcación, que daría donde vio los humos hasta llegar a Cipancinco. La noche era tan escura que apenas se veía la sierra hacia donde caminaba; la tierra no conoscida, el poco uso de andar de noche, todo ponía pavor, porque no sabían dónde podrían estar los enemigos. Con todo esto, que naturalmente amedrentaba, subcedió, porque así lo ordenaba el demonio, que veía despojarse de su imperio con la venida de los nuestros que, no habiendo andado una legua, dio a un caballo una manera de torzón que dio con él en tierra. Sabido esto por el General, mandó que el que iba en él lo volviese al real. Apenas había mandado esto, cuando cayó otro caballo y luego otro hasta cuatro o cinco. Visto esto por los que con él iban, paresciéndoles que era mal agüero y señal, le dixeron: «Señor, ¿adónde vamos, que paresce que salimos con mal pie? Volvámonos y hagamos nuestros negocios de día para que veamos lo que hacemos, que esto es tentar a Dios e ir a ciegas». Cortés, que entendía lo contrario, les respondió: «Para estos tiempos es menester el esfuerzo, que el alegría y contento en las buenas andanzas, los necios tan bien como los sabios la toman; muchas cosas hay cuyo parescer es áspero, y si bien se miran son prósperas; no hay que mirar en agüeros ni en siniestras señales que el demonio causa; Dios es sobre todo; su causa y negocio tratamos y es nescesario que de su contrario, el demonio, sintamos estorbos e impedimentos; vamos adelante y los de los caballos vuélvanse al real, porque os hago saber que me da el corazón que esta noche habemos de hacer el mayor negocio que hasta ahora habemos hecho, del cual ha de emanar y prosceder el amistad con Taxcala.»

Diciendo esto se le cayó el caballo de entre las piernas, de que él y todos se maravillaron mucho, y no faltó quien le dixo que él daría con todo al través, pues era aquello dar con la cabeza en la pared y porfiar contra la voluntad divina. Hizo alto Cortés y replicó lo dicho, diciendo que grandes negocios no se hacen sin gran dificultad: «Tomemos los caballos de rienda y prosigamos nuestro camino, porque me paresce que veo mayor bien del que pensáis.» Caminaron un buen rato desta manera. Estuvieron luego los caballos buenos, aunque nunca se pudo saber de qué

habían caído, mas de pensar que el demonio estorbaba lo que después se hizo, porque tuzales, como dice Motolinea, no eran parte para que el caballo cayese y se tendiese en el suelo, cuanto más que a la vuelta paresció no haberlos y que el camino era ancho y muy hollado.

Andando, pues, hasta perder el tino de unas peñas que parescían en la sierra, dieron en unos pedregales y barrancas de donde con muy gran dificultad y trabajo salieron. Al cabo, después de haber pasado mal rato, despeluzándoseles el cabello de miedo, vieron una lumbrecilla; fueron a tiento hacia ella, la cual estaba en una casa do hallaron dos mujeres, las cuales y otros dos hombres que acaso hallaron, los guiaron luego y llevaron a las peñas do Cortés desde la torre había visto los humos. Antes que amanesciese dieron sobre algunos lugarejos.

No hicieron el estrago que dice Gómara, porque mataron muy pocos y fue mayor el pavor y miedo que pusieron con su súbita venida que no el daño que hicieron, ca siempre, como cristiano, pretendió el Capitán no hacer daño, sino cuando no se podía excusar. No quemaron aquellos lugarejos, por no ser sentidos y dar aviso a los comarcanos con las lumbres, y también por no detenerse, que ya llevaban lengua cómo allí junto estaba una gran población que era Cipancinco, lugar de veinte mill casas, según después paresció por la visita que dellas, hizo Cortés.

Entraron los nuestros en él con gran furia y voces, que no poco perturbaron los ánimos de los moradores, que seguros estaban, especialmente cuando vieron venir de los lugarejos algunos tan despavoridos y alterados que no acertaban a decir cómo los nuestros habían ido sobre ellos. Al primer acometimiento hicieron algún daño, por ponerles algún miedo; salieron a la grita y a los llantos que las mujeres hacían, que son harto alharaquientas, muy sobresaltados los hombres, unos en carnes, otros con sus mantillas, los menos con armas, porque ni tal habían pensado ni aquella era hora para que sus enemigos los acometiesen. Huían como locos y desatinados de acá para allá, sin saber adónde iban, y era tanto el miedo que ni el padre se acordaba del hijo, ni el marido de la mujer, ni el amigo del amigo. Murieron no muchos, como algunos dicen, al principio, y como Cortés vio que no resistían, mandó que no los matasen ni les tomasen sus mujeres y ropa. Fueron tan nobles los españoles en todo y siguieron tan acertadamente la voluntad de su General, que no solamente no les hicieron daño, pero haciéndosles señas de paz, tomaron muchas mujeres y niños y regalándolos y tratándolos bien, por señas los aseguraban y decían que fuesen a sus maridos. Otros españoles por señas les pedían comida, dándoles a entender que [a] aquello venían y no a darles guerra. Desta manera los aseguraron, e ya que el sol era salido y el pueblo estaba pacificado, Cortés se subió a un alto, por descubrir tierra, y vio una tan gran población que le puso espanto. Preguntó cuya era y cómo se llamaba. Dixéronle que era la gran Señoría de Taxcala con todas sus aldeas. Llamó estonces a los españoles y díxoles: «¿Qué aprovechará matar a los de aquí, pues hay tantos allí?» Demudóse la color a muchos de los que allí estaban, y por ver qué sentían del negocio, volviéndose a Alonso de Grado que estaba más cerca, dixo: «Ya veis la gran muchedumbre de gente que aquí vemos; ¿qué os parece que hagamos?» Alonso de Grado le respondió: «Señor, para tantos muy pocos somos nosotros; si nos vencen, no cabemos a bocado; parésceme que demos vuelta a la mar y que allí nos hagamos fuertes; inviaremos a Diego Velázquez que provea de socorro, porque si perseveramos aquí, o hemos de apocarnos, muriendo de enfermedad, o todos seremos comidos, de nuestros enemigos; ya no es bien tentar a Dios.»

Mucho le pesó a Cortés con esta repuesta, especialmente cuando tocó en Diego Velázquez, y así muy enojado replicó dos veces: «Vos habíades de ser, Alonso de Grado, el que tal consejo me diésedes. ¿No sabéis que si damos vuelta, como vos decís, que las piedras se levantarán contra nosotros, pues no podemos ir sino en son y manera de fugitivos, a los cuales persigue tanto la fortuna, que no dexa, como dicen, pelo ni hueso dellos? ¡Adelante, adelante, Alonso de Grado, que si no se excusa nuestra muerte, más vale que muramos prosiguiendo nuestro intento y mostrando el rostro a nuestros enemigos, que no como liebres, mostrándoles las espaldas!» Quedó corrido Alonso de Grado y los que estaban desmayados volvieron sobre sí.

Con esto, sin hacer otro daño en el pueblo, se salió a una hermosa fuente que allí había, donde vinieron los principales que gobernaban el pueblo, con más de cuatro mill hombres sin amas; traxéronle mucha comida, saludáronle con gran veneración, suplicáronle con lágrimas en los ojos no les hiciese más daño, agradesciéndole con muy fecundas palabras el poco que les había hecho; prometieron de servirle y obedescerle, y no solamente guardarle la fee y palabra, pero procurar de que hobiese amistad con los señores de Taxcala y con otros comarcanos. Él se lo agradesció y dixo que aunque sabía que ellos con los de Taxcala le habían diversas veces hecho guerra, se lo perdonaba con que de ahí adelante fuesen leales vasallos de Su Majestad. Hízoles muchas caricias y con tanto los dexó y se volvió a su real harto más alegre que el mal principio de los caballos prometía.

Decía en el camino a los suyos: «Deprenderéis de aquí adelante a no decir mal del día hasta que sea pasado, pues veemos que tras buen sol viene la tempestad, y amanesciendo muchas veces el día nubloso y áspero suele acudir la tarde alegre y serena», y llevando el pecho lleno del buen subceso que después le había de venir, dixo: «Veréis cómo los de Taxcala han de venir antes de muchos días a ser nuestros amigos, y si esto se hace, como espero, dichosa y bienaventurada será muchas veces nuestra venida.» Con esto llegó al real. Mandó luego que nadie hiciese enojo alguno a ningún indio, porque tenía entendido que en aquel día tenía acabada la guerra de aquella provincia.



 

 

Capítulo XLII

Del temor que hubo en el real de los españoles con la vuelta de los caballos que cayeron en el camino.

Cuando llegó Cortés a su real, aunque iba muy alegre del buen subceso, halló tristes a los que en él estaban, porque habían temido, y no sin causa, por la vuelta de los caballos, que algún desastre le hobiese subcedido; ca si así fuera, tenían por cierto su perdimiento, pues estaban entre tantos enemigos y les faltaba su caudillo, el cual parescía que traía siempre por compañera a la buena fortuna; pero como Cortés entró arremetiendo el caballo y vieron algunos indios que venían en compañía de los que con él fueron, antes que hablase palabra conoscieron el buen subceso de la jornada. Salieron los principales corriendo a él, apeáronle del caballo, el cual los abrazó a todos, y dixo: «Tened, señores, confianza que, según nos ha subcedido, seremos presto señores de Taxcala, que es principio para conseguir nuestro fin de vernos en México.» Con esto les contó por extenso todo lo que les había acaescido (según ya está dicho). Hubo aquel día muy gran regocijo y alegría en el real, aunque, como el contento nunca dura mucho, sabiendo de los que con el Capitán habían ido la gran población de Cipancinco y la que de Taxcala se había descubierto, con las palabras que Cortés había dicho, comenzaron muchos a temer y recelarse, deseando verse cerca de la mar, donde se pudiesen hacer fuertes y esperar socorro de la isla de Cuba. Tenían, cierto, para temer, razón, porque se vían pocos, cansados de trabajos, en tierra grande, cuajada de gente y toda bellicosa, bien adereszada y con ánimo de no consentirlos en ella, tan apartados de la mar y sin esperanza de socorro; a cuya causa, como iba cresciendo entre ellos el miedo, hacían de secreto corrillos, hablando entre sí y tratando cómo sería bien hablar a Cortés, y aun requerirle, que no pasase más adelante, sino que se tornase a la Veracruz, pues era nescesario que yendo adelante se habían de acabar, o por hambre, o por guerra, caminando por entre tantos enemigos, y que así sería cosa acertada dar la vuelta, lo uno para asegurar las personas, y lo otro para recoger más gente y más caballos, sin los cuales era imposible hacer la guerra.

No se le daba desto mucho a Cortés, que cierto su corazón le prometía lo que después alcanzó, aunque algunos se lo decían en secreto con todo el encarescimiento que podían, suplicándole que antes que la gente se le amotinase o se fuese sin él, lo remediase y diese orden cómo saliesen de tanto peligro. Respondíales que no debía ser tanto el temor como se le pintaban, y que algunos, deseosos de volver a lo que bien querían en Cuba, temían donde no había qué; decíales que no le viniesen con aquellas nuevas, porque no podía creer que cayese pensamiento de flaqueza en españoles, especialmente habiéndoles subcedido hasta allí tan bien; y cierto, aunque algo creyó del miedo que su gente tenía, nunca pensó ser tanto, hasta que una noche, saliendo de la torre donde tenía su aposento a requerir las velas, oyó hablar recio en una de las chozas que alderredor estaban. Púsose a escuchar lo que hablaban e oyó que ciertos compañeros que dentro estaban, decían: «Si el Capitán es loco y quiere meterse donde no pueda salir sino hecho pedazos, seamos nosotros cuerdos y miremos que no nos ha de dar él la vida si por su causa nosotros la perdemos; digámosle claro que, o nos volvamos, o le dexaremos solo, para que haga de sí a su placer.» Entre éstos había dos principales, de que no poco pesó a Cortés, el cual, llamando dos amigos suyos, como por testigos, les dixo que oyesen lo que aquellos hablaban, y luego dixo: «Quien esto osa decir, también lo osará hacer.»

Fuése escuchando por otras partes, e oyó que algunos decían: «Este nuestro Capitán ha de ser como Pedro Carbonero que, por entrar a tierra de moros a hacer salto, quedó allá muerto con todos los que le siguieron. Bien será que escarmentemos en cabeza ajena, porque perdido es quien tras perdido va, y no puede dexar de caer el que va tras el ciego. Remediémoslo antes que nos falte tiempo para ello, que el Capitán no nos puede ahorcar a todos ni hacer la guerra sin nosotros.»

Estas y otras palabras oyó Cortés, que le dieron harta pesadumbre. Quisiera reprehender y aun castigar a los que las decían, pero como era cuerdo y reportado, entendiendo que era peor por estonces la reprehensión y castigo y que era tomarse con los más, acordó de llevarlos por bien y aun hacerles más caricias y mejor tratamiento, para que atraídos a sí, cuando los tuviese juntos, tuviese más fuerza lo que les pensaba decir; y así, cuando vio que era tiempo, juntándolos a todos les hizo el razonamiento siguiente.



 

 

Capítulo XLIII

Del razonamiento que Cortés hizo a sus soldados, animándolos a la prosecución de la guerra.

«Valerosos Capitanes y esforzados soldados míos, viva maravilla y espanto de todas las nasciones del mundo: Entendido he que algunos de vosotros, no por miedo, que éste no puede caber en vuestros corazones, sino o por el deseo de que tenéis de volver a Cuba y gozar de la quietud de vuestra casa, o por la dificultad que se os representa en acabar esta jornada, deseáis que demos la vuelta hacia la mar. Cierto, si de lo que os paresce que conviene, bien mirado, no se siguiesen peligros, muertes, hambre, sed, cansancio y lo que peor es, infamia y afrenta y otros muchos inconvinientes, que cada uno pesa más que el falso provecho que pretendéis, por daros contento, de muy buena gana viniera en vuestro parescer, ca yo hombre soy como vosotros y no menos deseo descanso y quietud; temo la muerte y recelo los peligros, y no menos que a vosotros me fatiga el hambre y cansancio. El padre que mucho quiere al hijo que está enfermo, aunque le desea complacer, no le da lo que le pide, porque le ha de hacer mayor daño. Vosotros me escogisteis por vuestro padre y Capitán, e yo siempre como a hijos, y soldados merescedores de todo honor os he tratado, haciéndoos siempre en todos los riesgos y trabajos yo la salva primero; y pues no me podéis negar que esto no sea así, razón será que en lo que os dixere me creáis, pues del bien o del mal no me ha de caber a mí menos parte que a vosotros. Todos somos españoles, vasallos del Emperador, a los cuales, en su exército, hecho de diversas nasciones, él suele decir: «¡Ea, mis leones de España!» Hemos pasado mar que hasta nuestros tiempos nadie navegó; hemos andado mucha tierra que pie de ningún cristiano, moro ni gentil holló, grande, muy poblada, muy rica; venimos a illustrar la fama y nombre de España, a acrescentar el imperio y señorío de César, a señalar nuestras personas, para que de escuderos y pobres hijosdalgo, mediante nuestra virtud y esfuerzo, César nos haga señores y queden de nosotros mayorazgos para los siglos venideros; y lo que más es y a lo que principalmente habemos de tener ojo, que venimos a desengañar a estos idólatras y bárbaras nasciones, a desterrar a Satanás, Príncipe de las tinieblas, desta tierra, que por tantos años ha tenido miserablemente tiranizada, a extirpar los nefandos y abominables vicios que como padre de toda maldad ha sembrado en los pechos desta gente miserable.

«Venimos, finalmente, a predicar el sancto Evangelio y traer al rebaño de las ovejas escogidas éstas que tan fuera, como veis, están. Servicio es éste a que todo cristiano debe poner el hombro, pues es el mayor que a Dios se le puede hacer, y así la corona y triunfo de los mártires es mayor y más excelente que la de las otras órdenes de sanctos, pues el amor últimamente se prueba en poner la vida por el que amamos. Mirad, pues, si las utilidades y provechos que os he contado son tales que el menor dellos pide y meresce que por alcanzarlos nos pongamos a todo trabajo, y si ninguna cosa buena se consigue sin trabajo, tantas y tan excelentes, ¿por qué las hemos de alcanzar sin dificultad? Hasta ahora no tenemos de qué quexarnos, sino de qué dar muy grandes gracias a Dios por las muchas y muy maravillosas victorias que nos ha dado contra nuestros enemigos. Para lo de adelante, maldad y blasfemia sería pensar que la mano del Señor ha de ser menos fuerte que hasta aquí. El que nos ha dado vigor para vencer las batallas pasadas, si en Él sólo confiáremos, nos le dará para concluir lo que queda.

«Confiésoos que le gente entre quien estamos es infinita y bien armada, pero también no me negaréis que nos tienen por inmortales y que nos temen como a rayos del cielo. Mientras más son, más se confunden y embarazan; muerto uno, van todos como los perros tras él; visto lo habéis y pasado por ello; no hay que deciros sino que si volvemos las espaldas, toda nuestra buena fortuna se trueca y muda en todo género de adversidad, porque, ante todas cosas, volvemos las espaldas a Dios, pues dexamos de proseguir tan alta demanda, desconfiando de su poder que hasta aquí ha sido tan en nuestro favor. ¿Cuándo jamás huyeron españoles? ¿Cuándo cayó en ellos flaqueza? ¿Cuándo no tuvieron por mejor morir muerte cruel que hacer cosa que no debiesen? ¿Cuándo emprendieron negocio que dexasen de llevarle al cabo? Poco aprovecha acometer e intentar cosas arduas si al mejor tiempo, por graves inconvenientes que se ofrescan, no se acaban. Por eso se alaba la muerte buena, porque en ella se rematan y concluyen como en dichoso fin los buenos principios y medios; en el perseverar se conosce el varón fuerte, y nunca salió con lo que quiso sino el que bien porfió. ¿Qué cuenta daríamos de nosotros si al mejor tiempo de nuestra ventura la dexásemos y mostrándosenos la ocasión por la cara que tiene cabellos muy largos para asirla, que no se vaya, dexásemos que volviese el colodrillo, donde no tiene pelo para ser asida? Gocemos, gocemos, fuerza y valor de las otras gentes, esforzados soldados míos, del tiempo que tenemos, que mañana se nos rendirán los enemigos; que si quietud y descanso, volviendo el rostro, cosa cierto vergonzosa para vosotros, buscáis, poniendo vuestra vida en cierto y conoscido peligro, adelante le hallaréis mayor, con doblado honor y gloria. El cobarde más presto muere que el valiente, porque cualquiera se le atreve y acaba más presto por livianas causas; huyendo muere la liebre, que en su alcance y huida convida y anima a los perros. De aquí a la mar hay muy gran trecho; todos los que atrás quedan nos serán enemigos y saldrán contra nosotros, porque nadie hay que sea amigo del vencido; todos huyen de la pared que se cae; breve es la vida, y cuando llega su fin, tanto monta haber vivido muchos años como pocos, porque della no se goza más del instante que se vive. Si hemos de morir, más vale que muramos por Dios y por nuestra honra, que dexando tan alta empresa, morir en el camino apocadamente o a manos de los enemigos que ahora vencimos, o a manos de los que antes subjectamos y como a dioses nos acataron y temieron. Los más fuertes se nos rinden, que son los taxcaltecas; de los de Culhúa no hay que temer; y pues la fortuna nos es favorable, seguilla, seguilla y no huilla, porque no quiere sino al que la busca; nuestra es y será si no desmayamos. Dios es con nos; nadie será contra nos; y pues esto es verdad, ved lo que queréis sobre lo dicho, que aunque piense quedar solo (que no quedaré), estoy determinado de seguir la buena andanza que Dios hoy nos promete.»

Con esto acabó Cortés y todos quedaron tan persuadidos, que los que enflasquecían tomaron ánimo y los esforzados, le cobraron doblado; los que no le amaban tanto, de ahí adelante le quisieron mucho; cresció en todos su opinión más, y cierto fue nescesaria tan facunda, larga y prudente oración para tan arduo negocio como entre manos tenía, darle el fin que deseaba para lo cual era gran estorbo el temor que muchos de los soldados tenían, que atrayendo a sí los demás se amotinaran, y le fuera nescesario volver atrás, perdiendo la esperanza que se le prometía de lo venidero y el trabajo de lo pasado, que fue el mayor escalón que él tuvo para ponerse en la cumbre, de donde después de muchos años la muerte le llevó.



 

 

Capítulo XLIV

De la embaxada que Motezuma invió a Cortés, y de lo que estando purgado le avino.

Poco después que el Capitán hizo este razonamiento, entraron por el real en demanda suya seis señores mexicanos muy principales con hasta docientos hombres que traían consigo de servicio. Fueron rescibidos muy bien, porque luego los conoscieron los nuestros en su manera y traje, bien diferente del de las otras gentes. Entraron do Cortés estaba, y haciéndole, como tienen de costumbre, con muchas cerimonias muy grandes reverencias, especialmente estonces, porque habían sabido las victorias que contra los fuertes taxcaltecas había tenido, primero que palabra hablasen, le dieron un solemne presente que su señor Motezuma le inviaba, en que había mill ropas de algodón, muchas piezas de plumas ricas y extrañamente labrados y mill castellanos de oro en grano muy fino, como de las minas se coge. Dado el presente, puestos todos seis en pie, el que era más principal, más antiguo y de más elocuencia, haciendo primero cierta cerimonia, dixo así:

«El gran señor Motezuma, señor mío y grande amigo tuyo, te saluda por nosotros y te desea toda prosperidad y cumplimiento de lo que intentas. Dice que quisiera, según tu valor, inviarte mayor presente y personas si en su reino las hobiera más calificadas que nosotros; ruégate le hagas saber cómo estás tú y los tuyos e que si has menester algo que él pueda, lo pidas, porque todo se te dará. Dice que está muy alegre con las muchas y señaladas victorias que de los taxcaltecas, sus enemigos, has ganado, y que porque te desea todo bien te ruega que tú ni los tuyos vais a México, porque el camino es áspero y fragoso y de mucho riesgo y peligro, y no querría que [a] hombres de tanto valor y que él tanto ama les subcediese algún desastre de los muchos que pueden acaescer; y que si tu intención es que él reconosca por superior al Emperador de los ,cristianos, Rey e señor tuyo, que desde ahora hasta que muera él y sus descendientes le reconocerán, y en señal desto cada año le dará tribucto de mancebos y doncellas nobles, que es el mayor reconoscimiento que entre nosotros se usa, y con esto le tribuctará oro, plata, piedras, perlas, ropa rica y presciosos plumajes, y a ti, porque vienes en su nombre te dará muchas riquezas con que próspero y rico vuelvas a tu tierra.»

Con esto acabó, y todos seis en señal de que no querían decir más y que esperaban la respuesta, hecha cierta cerimonia, estuvieron en pie, las cabezas inclinadas, tendidos los brazos el uno puesto sobre el otro. Cortés, con la auturidad que pudo, por las lenguas les respondió que fuesen muy bien venidos y que besaba las manos a su gran señor Motezuma, así por el presente que le inviaba, que era muy bueno, como por el amor que le tenía, y principalmente por el reconoscimiento que al Monarca de los cristianos en el Emperador su señor hacía; e que porque venían cansados del camino, porque sabía que habían rodeado por Castilblanco y valle de Zacatami, por no encontrarse con los taxcaltecas, sus enemigos, les rogaba se detuviesen allí algunos días, así para que descansasen, como para que él se viese en lo que había de responder cerca del ir o no ir a México.

Esto hacía Cortés para que por sus ojos viesen cómo si volvían de guerra los taxcaltecas los nuestros peleaban, o si viniesen de paz, cómo los rescibía, reprehendiéndoles las locuras pasadas, repitiendo las victorias habidas contra ellos, para que desto entendiesen los embaxadores su valor y lo poco que debía recelar el ir a México, y con esto se tuviesen por respondidos. Los mensajeros dixeron que harían lo que mandaba. Mandó Cortés a los suyos los acarisciasen y tratasen bien, pues eran señores y mensajeros de tan gran Príncipe.

A aquella sazón sentíase mal dispuesto de unas calenturas, a cuya causa había algunos días que no había salido a correr el campo ni a hacer tales, quemas ni otros daños a los enemigos; solamente se proveía que guardasen el fuerte contra algunos tropeles de indios que llegaban a gritar y escaramuzar, que era más ordinario que no inviarles cerezas y pan. Purgóse Cortés con cinco píldoras hechas de una masa que sacó de Cuba, y tomándolas a la hora que se suele hacer, acaesció que el mismo día, de mañana, antes que las píldoras obrasen, vinieron tres muy grandes escuadrones a dar por tres partes sobre el real, o porque sabían que Cortés estaba malo, o pensando que de miedo aquellos días no habían osado salir los nuestros. Olvidado Cortés de la purga, cabalgó y salió a ellos con los suyos; peleó valerosísimamente hasta la tarde, que los desbarató y retraxo por un gran trecho.

Esto miraban los embaxadores desde lo alto de la torre; maravilláronse mucho del gran esfuerzo y poder de los nuestros; encomendáronlo muy bien a la memoria para contarlo después a Motezuma.

Cortés purgó el día siguiente como si estonces tomara la purga; no fue milagro, sino retenerse naturaleza con la nueva alteración; y también lo escribo para que se entienda cuán sufridor era Cortés de trabajos y males y cuán poco se popaba, siendo siempre el primero que venía a las manos con los enemigos, haciendo él lo que a su imitación quería que hiciesen los demás. Habiendo, pues, purgado, veló luego la parte que de la noche le cupo como a cualquiera de los compañeros, lo cual le dio mayor estima y auturidad.



 

 

Capítulo XLV

Cómo los señores de Taxcala se juntaron con los demás principales, y se determinaron de hacer paz con Cortés, y cómo lo encargaron a Xicotencatl.

Estuvieron algunos días los señores de Taxcala tratando en particular los unos con los otros las buenas andanzas y prósperas victorias de Cortés y cómo debía de ser ayudado y favorescido de aquel gran Dios que los nuestros adoran, pues en el postrer recuentro, delante de los embaxadores de Motezuma, estando enfermo y siendo acometido por tres partes, había salido con tanto esfuerzo como s; estuviera sano, y con grande afrenta de los enemigos y no sin gran matanza dellos los había desbaratado, durando en la batalla desde la mañana hasta la tarde, de que no poco se debían afrentar siendo testigo dello los embaxadores mexicanos, con los cuales habían siempre tenido grande estima y reputación, paresciéndole que proseguir en la guerra era tomarse con espíritus celestiales, y que con la amistad de Motezuma había de crescer el poder de los nuestros. Determinaron de entrar todos en su consistorio e Ayuntamiento, amando a él a Xicotencatl que todavía estaba de mal arte, y hecha cierta cerimonia, como invocando el favor de sus dioses para que los encaminase en que las paces se efectuasen con buena dicha, después que todos estuvieron a su modo sentados y que ninguno hablaba, Magiscacín, que como tengo dicho, era muy principal y de mucha bondad y seso, tomando la mano, hablando por todos, dixo así:

«Señores valerosos y esforzados capitanes en quien al presente está puesto todo el negocio de la guerra, y vosotros, sabios y cuerdos varones a quien está cometida la administración y gobierno de la república: Testigos me son los dioses en quien creemos y adoramos, que es tanto el amor que a esta insigne y gran república tengo, que si con morir yo por ella y sacrificar mis hijos y parientes, o ponerlos al cuchillo de nuestros enemigos, yo pudiera haceros victoriosos contra estos invencibles hombres, lo hiciera de muy buena voluntad y pensara ganar en ello mucho, porque sé cuán gloriosa cosa es que uno muera por muchos; pero como veo que esto no puede ser, pues que el Dios de estos advenedizos quiere otra cosa y puede y vale más que nuestros dioses, que en nada, como veis, nos han favorescido, habiéndoles nosotros hecho tantos sacrificios, veo, por otra parte, que con ser tan poderoso Motezuma, quiere y procura, como sabéis, el amistad destos fortísimos varones; y si solos pueden más que nosotros, juntándose con nuestros enemigos, ¿cuánto os paresce que podrán? Por cierto, tanto que de nosotros no quedará hombre ni quien de nosotros venga para que levante nuestra memoria. Estos cristianos, que así se llaman, son nobles, y muchas veces nos han rogado con la paz; de creer es que yéndonos a ellos, diciéndoles que nos perdonen, nos rescibirán, como otras veces han hecho con los que se les han atrevido, con humano y alegre rostro.

«Mi parescer es, pues Xicotencatl es tan avisado y de tan buena razón, que el error que hasta ahora ha cometido en porfiar a pelear con Cortés, lo entiende y deshaga con ir en nombre de toda esta provincia con algún presente, que siempre ablanda el ánimo del airado, a los cristianos; y como sabe bien hacerlo, hable largamente a su Capitán, ofresciéndose a si y a su república a la subjección y servicio de aquel gran señor en cuyo nombre viene. Desto ganaremos dos cosas muy principales: la una, que no nos gastaremos ni pelearemos en balde, afrentando nuestra nación y perdiendo cada día gente; la otra es, que después de amigos, diremos a Cortés cuán malos y perversos son los de Culhúa, para que dellos se recate, y teniéndolos por enemigos, nosotros a nuestro salvo podremos subjectarlos y vengarnos de algunos agravios que, por ser muchos más que nosotros, nos han hecho.»

Acabada esta plática, todos, sin faltar ninguno vinieron en lo que Magiscacín había dicho, y así, algunos dellos en nombre de todos los demás rogaron mucho a Xicotencatl fuese con el presente a hacer paz con el Capitán. Entristecióse Xicotencatl y mostró bien el odio que siempre hasta que murió tuvo con los nuestros. Quiso replicar, pero estorbóselo Magiscacín, diciéndole que aquello convenía a la república, que lo hiciese luego, so pena de ser tenido por traidor y ser castigado conforme a las leyes y fueros de la Señoría de Taxcala, y que allí se determinase luego con el sí, con el cual rescibirían todos gran contento; y si se determinaba en el no, que luego desde allí sería privado de su oficio y dignidad y echado en crueles prisiones hasta que se le diese la pena que merescía.

Xicotencatl calló por poco espacio, y como pudo más la pena, temor y amenazas que su república le ponía que su obstinación y pertinacia, fingiendo el contento que no tenía, respondió: «Nunca los dioses quieran que sea contra mi república y que no obedesca en lo que me manda. Yo me determino de hacer vuestro mandado y de hablar a Cortés lo mejor que yo pudiere, inclinándole con mis palabras aquel rescibiéndonos en su amistad, nos sea perpectuo y buen amigo.»

Holgóse mucho con esto aquella Señoría, y en especial Magiscacín y el buen viejo de Xicotencatl, que también pública y secretamente se lo había aconsejado y mandado.



 

 

Capítulo XLVI

Cómo Xicotencatl vino a Cortés, y de la oración que le hizo y presente que le traxo.

Después que esto se trató en Taxcala y los taxcaltecas se certificaron bien de la venida de los mensajeros mexicanos, Xicotencatl se adereszó para llevar la embaxada; vistióse a su modo y costumbre de paz, cuanto más ricamente pudo; tomó consigo cincuenta caballeros de los más principales y más bien apuestos que, por consiguiente, se adereszaron lo más ricamente que pudieron. Iban con éstos sus criados, que eran muchos; llevaron, como siempre tienen de costumbre, aunque por la esterilidad de la tierra que entonces había, algunos presentes no muy ricos de suchiles, plumajes, mantas y algún oro; y por que el amistad fuese más firme y Cortés estuviese más cierto della, llevó también Xicotencatl ciertos mancebos hijos de señores para darle en rehenes.

Salió de la Señoría de Taxcala acompañado de todos los señores della; despidióse cuando fue tiempo, y poco antes de que llegase al real de Cortés, invió tres o cuatro de los principales que con él iban adelante a dar aviso cómo iba y aqué; alegráronse por extremo los nuestros. Cortés con la mayor auctoridad y gracia que pudo, salió a rescebir a Xicotencatl cuando supo que estaba ya en el real, acompañado de los principales del exército. Saludáronse el uno al otro a su modo con gran comedimiento y señales de amor. Abrazólo Cortés, y tomándolo por la mano lo asentó a par de sí; llamó a las lenguas; todos los caballeros españoles estuvieron en pie, y asimismo los principales taxcaltecas. Estando así todos con mucho silencio, los nuestros por oír lo que Xicotencatl quería decir, y los otros por saber lo que Cortés respondería, Xicotencatl mandó traer allí el presente y los mancebos nobles que en rehenes de la confederación y amistad presentaba. Puestos delante de Cortés, se volvió a él y con mucha gravedad, la voz algo baxa, inclinados los ojos en alguna manera en tierra, levantándose algo del asiento, volviéndose luego a sentar, habló así:

«Ante todas cosas, primero que algo te diga, muy fuerte y sabio Capitán, entendido habrás que yo soy Xicotencatl, Capitán general de la Señoría de Taxcala, y cómo vengo ahora en su nombre y en el mío a saludarte y tratar contigo de perpectua amistad y concordia; también entenderás el crédicto que como a Capitán general y embaxador de aquella Señoría me debes dar en lo que dixere. Salúdote, pues, y salúdante Magiscacín y todos los otros señores de aquella gran república, y como al que procuran ya tener por amigo, te desean en todo lo que emprendieres prósperos y dichosos subcesos. Suplicámoste que de lo pasado nos perdones y admitas a tu amistad, porque te prometemos serte de aquí adelante, como verás, muy fieles y leales amigos. Damos de nuestra voluntad y con alegre ánimo (lo que hasta hoy a ningún Príncipe hemos hecho) vasallaje y obediencia a ese gran Emperador en cuyo nombre vienes, por saber que es muy bueno y muy poderoso, pues se sirve de tales hombres como tú, y nos dicen que traes otras leyes y costumbres y otra religión con adoración de un solo Dios, que no permite sacrificio de hombres ni cruel derramamiento de sangre ni otros pecados abominables en que nuestros dioses nos han tenido engañados; y si hemos traído contra ti y los tuyos tan continua y brava guerra, en la cual siempre hemos sido vencidos, ha sido, por haber estado hasta ahora persuadidos de que érades otros hombres, y no sabiendo qué queríades y aun temiendo que érades amigos de Motezuma, a quien y a sus pasados hemos tenido y tenemos por capitales y mortales enemigos. Tuvimos razón de sospechar esto porque vimos que desde Cempoala han venido contigo criados y vasallos suyos, y así, por no perder la libertad en que nuestros antepasados nos dexaron, y que por tiempo inmemorial, con gran derramamiento de sangre, hambre, desnudez y otros trabajos hemos defendido, determinamos, hasta estar cierto de quién eras, defender nuestras personas y casas; y porque, como sabes, el hombre libre debe morir primero que perder la libertad en que su padre le dexó, hemos estado muchos años cercados en esta aspereza de sierras, sin fructas ni mantenimiento, sin sal, que da sabor a toda comida, sin trajes ni vestidos delicados, de que usan nuestros vecinos, sin plumajes ricos, oro y piedras, que para rescatar algo desto era menester vender alguno de nosotros. Todas estas faltas y nescesidades hemos padescido por no venir con nuestras mujeres y hijos en subjección de Motezuma, determinados de morir primero que hacer tal fealdad, pues nuestros antepasados fueron tan grandes señores como él. Ahora que hemos entendido de los cempoaleses que eres bueno y benigno y de noche y de día a ti y a los tuyos habemos hallado invencibles, no queriendo ya más pelear contra nuestra fortuna y contra lo que ese gran Dios tuyo quiere, nos damos a ti, confiados que nada perderemos de nuestra libertad, sino que antes nos ayudarás contra la tiranía de Motezuma, que más con pujanza y gente y desenfrenada ambición, que con razón y justicia, ha subjectado a muchos señoríos, haciendo inauditas crueldades en los vencidos; y en confirmación desta amistad que contigo procuramos, te ofrescemos y damos en rehenes estos mancebos, que son hijos de los principales señores de Taxcala.» (Y los ojos rasados de agua, que ya Xicotencatl no podía disimular el dolor que de rendirse en su corazón sentía, dixo, después de haber callado muy poco): «Acuérdate, Capitán valentísimo, que jamás Taxcala reconosció Rey ni señor ni hombre entró en ella que no fuese llamado o rogado. Trátanos como a tuyos, pues te entregamos nuestras personas, casas, hijos y mujeres.» Con esto acabó Xicotencatl, alimpiándose los ojos con el cabo de la rica manta con que venía cubierto.



 

 

Capítulo XLVII

Del contento que Cortés rescibió con esta embaxada y de lo que a ella respondió.

Cortés, como vio que en las últimas palabras tanto se había enternescido Xicotencatl, con ser tan esforzado y diestro Capitán de su nasción, considerando, como sabio por sí, lo que en el pecho de aquel Capitán podía haber, aunque muy alegre y regocijado con tan buena embaxada y con tan buen embaxador, tomándole por las manos y abrazándolo, antes que nada respondiese a la embaxada, le dixo: «Muy valiente y muy deseado amigo mío Xicotencatl: No tienes de qué tener pesadumbre, ni de qué tener pasión, porque, como verás adelante, yo y los míos te seremos, así a ti como a los tuyos, tan amigos que vosotros no os tendréis tanta amistad, porque somos de tal condisción, que no solamente hacemos bien al que nos le hace, pero procuramos bien a quien nos hace daño, como habrás visto en los recuentros pasados, porque es hermoso género de vencer, venciendo a mal con bien, hacer de enemigos amigos. Ya deseo que a la Señoría de Taxcala ofresca algo en que veáis el amor que os tengo y el bien que os deseo.» Alegróse con esto mucho Xicotencatl, y volviendo sobre sí, con mucho comedimiento respondió que porque ellos tenían creído dél más que aquello, habían venido a su amistad.

Cortés, prosiguiendo su repuesta, dixo: «Aunque sé que me matastes dos caballos, y que unas veces debaxo de que érades otomíes y no taxealtecas, y otras no como valientes y esforzados que sois, sino como cobardes y traidores, me salistes sobre seguro al camino, debiendo como taxcaltecas desafiarme primero, os lo perdono todo, con las mentiras y engaños que conmigo habéis tratado; y pues habéis visto tantas veces que todo ha sido en vuestro daño y perjuicio, mirad cómo tratáis estas Paces conmigo, porque si hay otra cosa de lo que me has prometido, lloverá sobre tu casa y sobre toda tu tierra, que el Dios en quien nosotros creemos y en cuya virtud vencemos no sufre engaños ni maldades; y si, como creo, perseverades en la amistad que yo siempre os guardaré, como conosceréis por el tiempo, seréis en tantas cosas mejorados, que os pesará de que no hubiésemos venido mucho antes a vuestra tierra. En lo demás dirás al señor Magiscacín y a todos esotros señores que les tengo en merced el amor y voluntad que me tienen, y que cuando vaya a su tierra conoscerán de mí que no estuvieron engañados, y esto, que será después que haya despachado estos embaxadores mexicanos que también de parte de su señor Motezuma vienen a pedirme amistad.»

Dada esta repuesta se levantó Xicotencatl, abrazáronse los dos, salió Cortés con él hasta salir de su tienda y de aquí hasta salir del real, le acompañaron algunos caballeros españoles y muchos nobles de Cempoala, donde despidiéndose de todos, siguiéndole los suyos, muy alegre caminó para su tierra.

Quedó Cortés y su exército harto más contento que iba Xicotencatl. Cortés, porque lo que había prometido le había salido tan verdadero y veía lo que después vio, que de aquella amistad pendía todo el subceso y buena andanza que tuvo. Alegróse en ver que tan gran señor que le humillaba, con lo cual su fama y nombre se adelantaba y su reputación crescía entre todos los indios, como paresció, porque luego dentro de muy pocos días se extendió la nueva dello por todas las Indias.

El exército, así de españoles como de indios, por estar ya libres del temor que con tanta razón podían tener, según atrás dixe, viendo que todos sus trabajos y temores se volvían en descanso y grandes esperanzas, y porque de todo esto quedase adelante memoria, el muy valiente y cristiano Cortés, en reconoscimiento que todo venía de la mano de Dios e ya que tenían lugar para ello, mandó decir misa al padre Joan Díaz, clérigo, el cual, acabada la misa, puso por nombre a la torre la Torre de la Victoria en memoria de las muchas que Dios había dado allí a los españoles, los cuales estuvieron con los trabajos que la historia ha contado casi cuarenta días. En el entretanto que esto se hacía Xicotencatl llegó a Taxcala; saliéronle a rescebir aquellos señores casi fuera de la ciudad; entró con ellos en su cabildo, donde era obligado a dar la respuesta; juntáronse los que se habían hallado a inviarle con la embaxada; puesto allí, les dixo todo lo que con Cortés había pasado, y, o porque lo sentía así, o porque desimulaba su odio, para buscar ocasión en que lo mostrase de sí, les dixo: «Bien será, señores, que pues el Capitán de los cristianos, como habéis visto de su respuesta, nos muestra tanto amor y voluntad, y de su persona contra Motezuma tenemos tanta nescesidad, que con toda priesa procuraremos traerle a nuestra ciudad, haciéndole todo regalo y servicio.» Paresció muy bien a todos esto, aunque no faltó quien sospechase que no iba dicho con verdaderas entrañas.

Salidos de allí, se publicaron las paces por toda la provincia; hízose entre ellos en la ciudad grande regocijo y alegría; hubo un mitote, que es su danza, de más de veinte mill hombres de los nobles y principales, adereszados lo más ricamente que pudieron; cantaron la valentía y esfuerzo de los españoles, el contento que tenían con su amistad, para mejor vengarse de su enemigo Motezuma; quemaron mucho encienso en los templos, hicieron grandes sacrificios, y lo que más fue de ver, que las mujeres y niños se alegraron públicamente por la quietud y sosiego quede ahí adelante habían de tener, poniendo muchos ramos y flores a sus puertas, entre ellos, en señal de grande alegría.



 

 

Capítulo XLVIII

Del rescibimiento y servicio, que los taxcaltecas hicieron a Cortés y a los suyos.

Los embaxadores de Motezuma como se hallaron a la venida de Xicotencatl y a todo lo que dixo, y Cortés le respondió, pesóles en gran manera, porque claramente adevinaron por la voluntad de su señor y por la antigua y grande enemistad que con los taxcaltecas tenían, que aquella nueva amistad había de redundar en daño y destruición del imperio y señorío de Culhúa, y procurando, lo que en ellos fue, desbaratarla, dixeron a Cortés que mirase lo que había hecho y no se confiase de gente tan doblada, inconstante y mala como era la taxcalteca, porque lo que no habían podido conseguir por fuerza de armas, lo procurarían por todos los engaños posibles, y que así era su intento meterle en la ciudad, para que, como dicen, a puerta cerrada y a su salvo, le matasen sin dexar hombre de los suyos.

Cortés, que entendía la balada, aunque no estaba muy cierto de la amistad de los taxcaltecas, mostrando el ánimo que convenía, les respondió que por malos y traidores que fuesen había de entrar en la ciudad, porque menos los temía en poblado que en el campo. Ellos, vista esta determinación y lo poco que Cortés temía, le suplicaron diese licencia a uno dellos para ir a México a dar cuenta a Motezuma de lo que pasaba y llevarle la repuesta de su principal recaudo, y que se detuviese allí hasta pasados seis días que para ellos, y si antes ser pudiese, vendría con la respuesta de su señor. Cortés dio la licencia y prometió de hasta aquel tiempo esperar allí, así por lo que de nuevo traería el embaxador, como para sanearse del amistad de los taxcaltecas.

En el entretanto que esto pasaba, iban y venían muchos taxcaltecas al real de los nuestros, unos con gallipavos, otros con pan, cual con cerezas, cual con agí y algunos a sólo visitar a los nuestros y a comunicar y hablar con ellos. Los que traían los bastimentos no tomaban prescio y agraviábanse de que los nuestros se le ofresciesen y decían que su amistad no era para venderles los mantenimientos, sino para servirlos en lo que pudiesen. Había de la una parte a la otra buenas razones y comedimientos; rogaban a la contina a los nuestros que fuesen a su ciudad. Cortés los entretenía con buenas palabras hasta que vino el mensajero mexicano, el cual llegó, como había prometido, al sexto día. Traxo diez joyas de oro ricas y muy bien labradas, mill e quinientas ropas de algodón, mejores sin comparación que las mill primeras, hechas con maravillosa arte. Rogó muy ahincadamente a Cortés, después que le dio el presente, que no se pusiese en aquel peligro que pensaba, que su señor Motezuma le hacía cierto que si en él se ponía le había de pesar mucho dello, porque aquellos de Taxcala eran pobres y nescesitados de todo buen tratamiento y que por robarle le convidaban a su ciudad; que procurarían, aunque fuese durmiendo, matarle, sólo porque sabían que era su amigo. Acudieron luego, como barruntando lo que había de decir el embaxador mexicano, todas las cabeceras y señores de Taxcala a rogarle importunadamente les hiciese merced de irse con ellos a la ciudad, donde sería muy servido, proveído y aposentado, ca se avergonzaban que tales varones como ellos no estuviesen aposentados como merescían, que chozas no eran aposentos dignos de tales personas; y que si se rescelaba dellos, que pidiese otra cualquier mayor seguridad, que se la darían, y que supiese que lo que le habían prometido sería para siempre, porque no quebrantarían su palabra y juramento, ni faltarían [a] la fee de la república por todo el mundo; ca si tal hiciesen, sus dioses se lo demandarían mal y caramente.

Cortés, viendo que aquellas palabras salían de verdadero corazón y que tanta importunidad con tanta seguridad no podía nascer sino de amor y amistad entera, y viendo que los de Cempoala, de quien tanto se confiaba, se lo importunaban y rogaban, determinó cargar todo el fardaje en los tamemes y llevar el artillería. Partióse luego en pos della para Taxcala, que estaba de allí seis leguas, con el orden y concierto que solía llevar para dar batalla; dexó en la torre y asiento del real, donde tantas veces había sido victorioso, cruces y mojones de piedra. Salióle a recebir al camino buen trecho de la ciudad toda la nobleza de Taxcala con rosas y flores olorosas en las manos, las cuales daban a los nuestros; salieron todos vestidos de fiesta. Entró desta manera con un gran baile, que iba delante, en Taxcala a diez e ocho de septiembre. Era tanta la gente que por las calles había, que para ir a su aposento tardó más de tres horas. Aposentóse en el templo mayor, que era muy sumptuoso; tenía tantos y tan buenos aposentos que cupieron todos los nuestros en él; aposentó Cortés de su mano a los indios amigos que consigo traía, de que ellos rescibieron mucho favor; y porque nunca estaba descuidado, puso ciertos límites y señales hasta do pudiesen salir los suyos, mandándoles so graves penas no saliesen de allí, proveyendo so las mismas penas que nadie tomase más de lo que le diesen, ni se atreviese a hacer algún desabrimiento, por liviano que fuese, lo cual cumplieron muy al pie ele la letra ,porque aún para ir a un arroyo bien cerca del templo, le pedían licencia.

Trataron muy bien aquellos señores a los nuestros; usaron de mucho comedimiento con el Capitán; proveyeron de todo lo nescesario abundantemente, y muchos dieron sus hijas en señal de verdadera amistad, así por guardar su costumbre, como por que nasciesen hombres esforzados de tan valientes guerreros y les quedase casta para cuando otras guerras se ofresciesen. Descansaron y holgáronse allí mucho los nuestros veinte días, procuraron saber muchas particularidades; informáronse del hecho de Motezuma. Y porque es cosa mayor Taxcala y de más importancia que un capítulo decirse pueda, en los que se siguen diré algo de su grandeza y señorío y de lo que a más a los nuestros avino.



 

 

Capítulo XLIX

De algunas particularidades de Taxcala y de lo que a Cortés le pasó con Xicotencatl el viejo y con Magiscacín.

Después que los nuestros fueron aposentados, así los señores de Taxcala como los demás vecinos comenzaron con mucho cuidado y amor a proveerlos y regalarlos en cuanto pudieron; traxéronles luego más de cuatro mill gallinas, las más dellas vivas y las que eran menester asadas, y en lo demás que los nuestros habían menester eran proveídos, con dar por señal para conoscerlos, después, a cada indio, un pedazo del sayo roto, y así el indio con él en la mano iba a la comunidad o casa de provisión, y visto que venía con el paño de parte de algún español, se le daba todo lo que pedía, y por el mismo paño le conoscía el español que le había inviado con él; y aunque pensaron los nuestros que no tuvieran platos en qué comer, por hacerse la loza con tanto artificio y los indios carescer de aquel arte, Alonso de Ojeda, uno de los soldados, halló en su aposento en unas vasijas grandes de barro más de ochocientos platos y escudillas de loza tan bien labrada como se hiciera en Talavera, de que no poco se maravillaron los nuestros, los cuales se sirvieron desta loza y de otra mucha en que les traían la fructa y aves guisadas. Entrando adelante por el mismo aposento el dicho Alonso de Ojeda, halló un lío de petate, que es como la que nosotros llamamos estera, muy bien liado; sacóle afuera, y queriendo saber qué había dentro, con la espada cortó los cordeles con que estaba atado (e ya [a] aquel tiempo se habían llegado otros españoles), halló un hueso de hombre de la coxa, que es el hueso que va desde la rodilla al cuadril, tan grande que tenía cinco palmos. Lleváronlo luego a Cortés, por cosa digna de ser vista, el cual llamó a algunos viejos y entre ellos a Xicotencatl, padre del Capitán general, que de viejo estaba ya ciego; traxéronle unas mujeres de brazo, mandóle sentar Cortés, holgóse mucho de verle, porque tenía más de ciento y treinta años, que él contaba por soles; preguntóles muchas cosas; respondióle muy bien a ellas, y a lo del hueso dixo que muchos años había que a aquella tierra de unas islas habían venido unas hombres tan grandes que parescían grandes árboles y con ellos algunas mujeres también de disforme grandeza, e que los unos habían muerto allí y los otros pasado adelante a tierra de México. Decía que o de hambre o de flechas, por el miedo que ponían, habían sido muertos, y que aquel hueso era de uno dellos. Tentaba este viejo a los nuestros las manos, la ropa y las barbas; maravillábase mucho de la extrañeza de los hombres que tocaba; decía con grande ansia de corazón que nunca le había pesado tanto de ser ciego como hasta estonces, por no poder ver aquellos hombres de quien él muchos años antes tenía grandes pronósticos de que habían de venir, y así dixo a Cortés: «Tú seas muy bien venido y sepas que has de señorear el gran imperio de Culhúa y los míos te serán buenos amigos, que yo así se lo he aconsejado. No durarán mucho tiempo nuestros sacrificios, ritos y cerimonias, y nuestros ídolos serán quebrantados y deshechos; tomará nuevo nombre esta gran tierra, y los moradores della nueva religión y nuevas leyes y costumbres; reconoscerán otro gran señor, y el demonio mostrará grandes señales de pesar.»

Holgóse por extremo Cortés con estas palabras, que fueron profecía; enternesciéronse con lágrimas los otros vicios que allí se hallaban, los cuales como a más viejo y más sabio respectaban al ciego Xicotencatl. Hízoles Cortés muchas caricias y buenos tratamientos, especialmente al ciego, dándoles algunos presentes y a beber de nuestro vino, que les supo bien, porque entendió que en el consejo de aquellos viejos consistía el perseverar los mozos en la amistad comenzada.

Otro día, como entendió que el valeroso y prudente Magiscacín había sido su amigo y el que con todo calor había procurado su amistad, le invió a llamar y usó con él de muchos comedimientos, porque aliende de que era muy señor, le paresció en su persona, trato y conversación digno del buen acogimiento que le hizo. Agradescióle con muy amorosas palabras la voluntad que le había tenido; prometióle que por él y sus cosas pondría su persona y amigos; dióle algunas cosas, que aunque no eran muy ricas, eran vistosas; holgóse con ellas mucho Magiscacín; respondióle que su corazón estaba ya contento con ver en su tierra a un hombre a quien el cielo y las estrellas habían dado tan subido valor, y que aquellos dones los tomaba como por prenda de mayor vínculo y amistad, prometiendo de los guardar para que sus descendientes gozasen dellos.

Acabadas estas y otras comedidas razones se despidió, inviando luego de las cobas, que él tenía más presciadas las mejores a Cortés; y porque los indios más que los otros hombres son envidiosos y era menester ganar a todos la voluntad, no solamente Cortés a los otros señores y hombres principales llamó en particular, dando a cada uno de lo que tenía, pero a sus mujeres y hijas hizo presentes, con que vino a ser amado, respectado y querido de todos, que aun en sus mismos negocios que fuesen importantes no hacían cosa sin su parescer, de adonde paresoe cuánto puede la liberalidad acompañada con buenas y comedidas palabras, con la cual el Capitán suele las más veces rendir a su contrario antes que con la fuerza de las armas, aunque lo uno y lo otro fue cumplido en Cortés, el cual como supo que de cierta enfermedad había muerto uno de sus soldados, mandó que sin bullicio lo enterrasen a la media noche, para que los taxcaltecas, a lo menos por estonces, no entendiesen que los nuestros eran mortales.



 

 

Capítulo L

Del sitio y nombre que en su gentilidad tenía Taxcala.

Dicen los antiguos naturales desta insigne ciudad que Taxcala tomó nombre de la provincia en que está edificada, por ser fértil y abundante de pan, y así tlaxcalan quiere decir «pan cocido, o casa de pan». Otros dicen que la ciudad dio este nombre a la comarca y provincia y que al principio se llamó Texcallan, que quiere decir «casa de barranco o de peñascos». Está puesta orillas de un río que nasce en Atlancatepeque, el cual riega gran parte de aquella provincia; entra después, en la mar del Sur por Zatulán. Tenía cuatro barrios que se llamaban Tepeticpac, Ocotelulco, Tizatlán, Quiahuztlán. El primero estaba en un cerro alto, lexos del río más de media legua, y porque estaba en sierra le llamaban Tepeticpac, que es «como sierra». Esta fue la primera población que allí hubo; estaba tan alta por causa de las guerras. El otro descendía la ladera abaxo hasta llegar al río; y porque allí había pinos cuando se pobló, lo llamaron Ocotelulco, que quiere decir «pinar». Esta era la mejor y más poblada parte de la ciudad, donde estaba la plaza mayor, en que hacían su mercado, que se llama tianquistli. Aquí tenía sus casas Magiscacín, que eran las más soberbias y sumptuosas de la ciudad y provincia. El río arriba en lo llano había una población que se decía Tizatlán, por haber allí cierta tierra muy blanca que paresce yeso y más propiamente albayalde. Tenía allí su casa con mucha gente de guarnición Xicotencatl, Capitán general de la República. El otro barrio estaba también en llano, río abaxo, y por ser el suelo anegadizo y aguazal se dixo Quiauztlán, que quiere decir «tierra donde llueve».

Era, finalmente, esta ciudad mayor que Granada, más fuerte y de mucha más gente, bastecida en gran manera de las cosas de la tierra, que eran pan, gallipavos, caza y pescado de los ríos; abundancia de fructas y de algunas legumbres que ellos comen; es la tierra más fría que caliente; fuera de la ciudad, que lo más della es áspero, tiene muy buenas y llanas salidas; dentro, en casas de hombres principales, muchas y buenas fuentes. Había todos los días en la plaza mayor mercado, donde concurrían más de treinta mill personas, trocando unas cosas por otras, porque moneda, que es el prescio común con que las cosas se compran, no la había; había también en otras plazas menores otros mercados de menos contratación, en todos los cuales lo que se rescataba era vestido, calzado, joyas de oro y plata, piedras presciosas y otras para enfermedades, plumajes, semillas, fructas y otras cosas de comer. Había mucha loza de todas maneras y tan buena como se podía haber en España. Tenía y tiene esta provincia muchos valles y muy hermosos, todos labrados y sembrados, sin haber en ellos cosa vacía, aunque ahora, por darse a las contrataciones y ser demasiadamente sobrellevados, trabajan poco en el cultivar la tierra.

Tiene en torno la provincia noventa leguas. Era república como la de Venecia, Génova y Pisa, porque no había General señor de todos; gobernábanla los nobles y ricos hombres, especialmente aquellos cuatro señores, ca decían que era tiranía que uno solo los gobernase, porque no podía saber tanto como muchos. Los cuatro señores eran también Capitanes, pero sacaban de entre ellos el que había de ser General; en la guerra, al acometer y en el marchar, el pendón iba detrás, y acabada o en el alcance, le hincaban donde todos le viesen; al que no se recogía, castigábanle bravamente. La cerimonia y superstición con que emprendían la guerra era que tenían los saetas como sanctas reliquias de los primeros fundadores, llevábanlas a la guerra dos principales Capitanes o dos muy valientes soldados, agüerando la victoria o la pérdida con tirar una dellas a los enemigos que primero topaban; si mataba o hería, era señal de victoria, y si no, de pérdida. Por ninguna cosa dexaban de cobrar la saeta, aunque fuese con pérdida de muchos.

Tenía esta provincia veinte y ocho lugares, en que había docientos mill vecinos; son bien dispuestos, eran muy guerreros, y estonces no tenían par; eran pobres, porque no tenían otra riqueza ni granjería sino las sementeras, caza y pesca. Había a su modo toda buena policía y orden; eran los vecinos y moradores muy respectados y tenidos de las otras gentes. Hablábase en ella tres lenguas. En el templa mayor se sacrificaban cada año ochocientos y mill hombres. Había cárcel pública, donde echaban a los malhechores con prisiones; castigaban lo que entre ellos era tenido por pecado, porque muchos había que ellos no los tenían por tales.

Acontesció, estando allí Cortés, que un vecino de la ciudad hurtó a un español un pedazo de oro. Cortés lo dixo a Magiscacín, el cual lo tomó tan a pechos que, habiendo primero la información, hizo buscar con tanta diligencia que se lo traxeron de Cholulán, que es otra ciudad, cinco leguas de Taxcala. Entregóselo con el oro a Cortés, para que hiciese justicia dél a su fuero y uso, pero él no quiso y agradesció a Magiscacín la diligencia y remitióselo para que hiciese dél. lo que le paresciese, el cual mandó que con pregón público que magnifestase el delicto, le llevasen por ciertas calles y después le traxesen al mercado, y puesto sobre uno como teatro le matasen con unas porras, y fue así, acompañando, el delincuente mucha gente, a vista de los nuestros. Puesto en aquel teatro, inclinada la cabeza, le dieron en ella ciertos mozos robustos tres o cuatro golpes con unas porras pesadas hasta que le hicieron pedazos la cabeza. Maravilláronse mucho los nuestros de aquella justicia, y de ahí adelante los tuvieron en más, y aun los indios, que naturalmente son inclinados a hurtar, se recataron (lo que ahora no hacen) de cometer hurtos.



 

 

Capítulo LI

De cómo al presente está fundada Taxcala y de los edificios y gobernación della.

Como los indios de Taxcala, así como los demás que se fueron sometiendo a la Corona real de Castilla, se iban aficionando a nuestras religión, leyes y costumbres, comenzaron poco a poco a tomarlas y seguirlas, procurando parescernos en todo lo que pudiesen, y así mudaron el orden y asientos de pueblos y ciudades, en lo cual especialmente se señalaron los taxcaltecas, porque está hoy Taxcala, que es cabeza de obispado, asentada en un valle, al pie de una alta sierra que en la cumbre hay todo el año nieve; está por las faldas llena de pinos y cedros, de que se han hecho, como diré, sumptuosos edificios; pasa por medio de la ciudad el río que atrás dixe; entra muy grande (aunque por aquí corre mediano) en el Mar del Sur, donde hay muchos lagartos y otros animales fieros. Está la ciudad ordenada por sus calles, que son muy anchas y espaciosas; en lo baxo della tiene una plaza cuadrada y en medio della una muy hermosa fuente de cantería con ocho caños; en las dos cuadras de la plaza hay portales, y debaxo dellos tiendas de diversas mercadurías; en la tercera cuadra hay dos casas muy sumptuosas, la una se llama la casa real, donde se resciben los Visorreyes y señores que de España vienen o vuelven por allí; en la sala principal, alrededor de toda ella, está pintado cómo Cortés vino y lo demás que le subcedió hasta llegar a México, está cosa bien de ver. En la otra casa reside el Gobernador y oficiales del pueblo que tienen cargo de la república; recógense allí los tribuctos de Su Majestad y otros servicios tocantes a la república. En la cuarta acera hay otra casa donde posa el Alcalde mayor, que es español y suele ser siempre hombre de cuenta; hace allí audiencia con el Gobernador y Alcaldes. Síguese en la misma acera la cárcel pública y luego un mesón con agua de pie y muchos buenos aposentos; está en un corredor alto, pintada la vida del hombre desde que nasce hasta que muere; la una pintura y otra con muchos edificios y policía que en la dicha ciudad hay, hizo hacer y pintar Francisco Verdugo, Alcalde mayor que fue allí, varón discreto y republicano. Al otro lado de la fuente está el rollo, hecho de cantería, donde se executa la justicia.

En lo alto de la ciudad está fundado un monesterio de Franciscos muy sumptuoso y devoto; súbese a él por una escalera ochavada de cantería que tiene sesenta y tres escalones, con sus mesas muy espaciosas, y es tan llana y tan artificiosamente labrada que por ella puede subir un caballo. Al pie desta escalera al un lado hay un hospital donde se curan los enfermos, así los indios como españoles. Tiene el monesterio una muy hermosa huerta con muchas fuentes de muy linda agua, poblada de frutales de Castilla y de la tierra.

La gobernación del pueblo es en esta manera: que de dos a dos años por su rueda, por evitar discusiones, se elige un Gobernador de una de las cuatro cabeceras con cuatro Alcaldes e doce Regidores, los cuales todos en negocios de repúblicas se juntan con el Alcalde mayor, y otras veces ellos por sí hacen su cabildo. Hay muchos alguaciles, porque la ciudad y provincia es muy grande, que tendrá hoy cient mill vecinos y más. Cógese en su comarca gran cantidad de grana, con que se han enriquescido los vecinos, porque son aprovechados cada año en más de cient mill ducados, y así la caxa de su comunidad es muy rica.

Los campos son muy fértiles, así de maíz como de trigo y otras semillas. Hay tierras y asientos para ganado menor muchas y muy buenas, donde hay muy gran muy verdadero y tan al natural que es copia de ganado. Hase hecho esta ciudad muy pasajera de carretas y arrias por industria de Francisco Verdugo, que hizo en los ríos y quebradas que van a México y a la ciudad de los Angeles treinta y tres puentes de piedra muy fuertes y vistosas, cada una de un ojo y algunas de dos, a cuya causa es muy frecuentada de españoles. Hácese todos los sábados en la plaza el mercado general, donde concurren muchos españoles e gran cantidad de indios; véndense allí muchas cosas de Castilla y todas las demás de la tierra. Tienen los moradores desta ciudad gran reputación y estima entre todos los indios desta Nueva España, así por el antiguo renombre de su valentía, como por haber tan leal y valerosamente ayudado a los españoles en la conquista de México, por lo cual el Emperador los honró, y en privilegios y exenciones los aventajó de todos los otros.

Tiene esta ciudad en su comarca más de cuatrocientas iglesias, sin muchas que han mandado derrocar los obispos, por no ser nescesarias y ocuparse el culto divino y evitarse algunas demasiadas comidas y bebidas, que con ocasión de las advocaciones de las iglesias los indios hacían, y no poderse poner en cada una ministro y sustentarse. Hanse después acá los taxcaltecas señalado en todas las cosas que se han ofrescido al servicio de su Rey y hanlo tenido por punto de honor, como ello es.



 

 

Capítulo LII

Cómo Cortés invió a Pedro de Alvarado a México y de lo que trató con los taxcaltecas acerca de los ídolos.

Estando así los negocios, Cortés determinó de inviar a Pedro de Alvarado a México, para que en su nombre visitase a Motezuma y le hiciese saber cómo despachando ciertas cosas le iría a ver. Partió Pedro de Alvarado con un compañero e un criado que le sirviese; llegó a Cholula, que fue la primera jornada, donde los principales de la ciudad le hicieron muy buen hospedaje, aposentándole en la mejor casa que tenían. Estuvo allí un día e una noche, pasó adelante y por todo el camino fue muy bien rescebido; llegó por sus jornadas, sin acaescerle cosa memorable, a la calzada de Yztapalapan, que de México está dos leguas pequeñas, y como él no daba paso que Motezuma no lo supiese, ciertos criados de Motezuma que allí estaban esperándole no le dexaron pasar adelante, diciéndole que no podía ver al gran señor Motezuma, que estaba malo de un gran dolor de cabeza, que dixese lo que quería y que esperase allí, que ellos le traerían la repuesta. Hízolo así Alvarado, porque no osó hacer otra cosa. Los principales volvieron y dixeron que por estar mal dispuesto su señor, no daba otra repuesta a la embaxada del capitán Cortés, más de que le inviaba allí cierto presente de oro y ropa rica e que cuando estuviese mejor inviaría sus embaxadores, respondiendo a lo demás. Alvarado se volvió y vino por Guaxocingo y por Cholula, donde especialmente le hicieron más honra y fiesta que en los demás pueblos. Llegó al real de Cortés, al cual y a los oficiales del Rey entregó el oro y ropa; holgáronse todos mucho con su venida, preguntáronle muchas particularidades, las cuales Alvarado contó por extenso, porque las había mirado con cuidado, para dar aviso cómo se habían de seguir adelante los negocios.

A Cortés no paresció bien el dolor de cabeza de Motezuma, porque entendió que todavía quería no ser visto; aunque cuanto más el otro lo rehusaba, tanto más lo procuraba él con los mejores medios que podía; y así, acariciando cuanto en sí era a los taxcaltecas y viendo que en ellos crescía cada día la afición y que en su falsa y diabólica religión eran tan observantes, aunque como dando tientos, todas las veces que podía, les hablaba con los farautes cerca del engaño en que estaban. Un día vio haber oportuno lugar para ello. Estando juntos los cuatro señores y los demás principales de Taxcala, les dixo:

«Señores y amigos míos que en paz y en guerra sois los más señalados que hay en estas partes: El amor que me habéis mostrado y lo mucho que por él yo os debo me convidan y aun fuerzan a que lo que por algunas veces os he apuntado os lo diga más claramente, porque de aquí adelante viváis desengañados y profeséis la verdadera religión que nosotros los cristianos tenemos. Sabed, pues, que no hay más que un Dios, que crió el cielo que veis y la tierra que pisáis, y no es posible ni cabe en buena razón que pueda haber muchos dioses, como vosotros adoráis; y esto veldo, por vosotros, porque si dos igualmente mandan en una casa, no puede ser bien gobernada, porque ni siempre pueden estar de un parescer, ni hay hombre que en el mandar quiera superior ni igual; y como no puede ser que dos hombres sean igualmente fuertes ni igualmente sabios, sin que el uno al otro haga ventaja, así no puede ser que haya muchos dioses, sino uno solo, el cual es tan poderoso que todo lo cría, tan sabio que todo lo rige y gobierna, tan bueno que nos sustenta y mantiene. Este solo Dios ninguna cosa quiere ni nos manda que no sea justa y buena e que nos convenga, porque Él manda que ni matemos ni quitemos la hacienda, ni afrentemos, ni injuriemos, ni levantemos falso testimonio a otro, porque no es razón que quiera yo para otro lo que no querría para mí. Lo contrario desto quieren y mandan vuestros falsos dioses, porque tenéis por bueno que no queriendo ser vosotros sacrificados, sacrifiquéis los innocentes; no queriendo ser robados y despojados de vuestra hacienda, robéis al que menos puede la suya. Después desto es gran lástima que siendo el hombre señor de los peces que andan en el agua, de los animales que se crían sobre la tierra y de las aves que se crían en el aire, estéis tan engañados que subjectando a vuestro poder todos estos animales, a muchos dellos hechos de piedra, de oro, plata y barro, los adoréis, adorando por dioses a los que por vuestras proprias manos hacéis y podéis deshacer, no levantando el entendimiento a que ni pues vosotros no os hecistes a vosotros mismos, ni los animales se hicieron a sí mismos, es nescesario que haya un solo Criador y Hacedor de todo esto, que ni es el cielo ni la tierra, ni el agua ni el aire, ni las criapturas que veis, ni el hombre, sino una invisible causa, un sumo principio, un Dios que como no tiene cuerpo y está en toda parte no puede ser visto con los ojos corporales, hasta que nuestras almas, criadas a su semejanza, después de salidas de nuestros cuerpos, le vean. La razón nuestra nos dicta esto, y la fee por más alta manera nos lo enseña y declara.

«Bien sé que aunque esto que he dicho como cosa tan cierta y tan clara convencerá vuestros entendimientos, que por la costumbre tan larga que tenéis de lo contrario, se os hará de mal creerlo y seguirlo; pero yo espero en este Dios que os predico que Él os alumbrará para que no siendo parte los demonios que contradicen, sigáis su sancta y sabrosa ley, entendiendo cada día mejor el error en que por tanto tiempo os ha tenido nuestro adversario el demonio; y porque si no es oyéndonos, no podéis creer ni entender lo que digo, después que haya ido a México inviaré a quien oigáis y quien os enseñe. En el entretanto me haréis gran placer que dexéis estos ídolos, falsos y mentirosos dioses que permiten lo que toda razón rehusa, que, no queriendo ser comidos, comáis a otros.»

Oída esta plática, como era justo, con gran atención, respondieron todos que les parescía bien, pero dividiéndose en particulares paresceres, unos dixeron que de grado hicieran luego lo que les mandaba, siquiera por complacerle, si no temieran ser apedreados del pueblo; otros, que era recio de creer lo que ellos y sus antepasados tantos siglos habían negado y sería condenarlos a todos y a sí mismos; otros, que podría ser que andando el tiempo lo harían, viendo la manera de su religión y entendiendo bien las razones por qué debían hacerse cristianos y que con la comunicación y trato y con ver sus leyes y costumbres se aficionarían, porque en lo que tocaba a la guerra ya tenían entendido que eran invencibles y que su Dios les ayudaba mucho.

Cortés, oída esta repuesta, con afable y alegre rostro les replicó que bien estaba y que el parescer postrero llevaba más camino, que él, como había prometido, les daría presto quien los enseñase, e que entonces conoscerían el gran fructo que sacarían y el gran consuelo que sintirían sus corazones; y viendo que no era tiempo de apretarles más, les rogó tuviesen por bien que en aquel templo donde estaba aposentado se hiciese iglesia para que él y los suyos hiciesen sacrificio y adoración a Dios, y que también ellos podrían venirlo a ver. Con muy buena voluntad dieron la licencia y aún vinieron muchos y los más principales a oír la misa que se decía cada día y a ver las cruces e imágenes que allí se pusieron y en otros templos y torres, y aun hubo (porque Dios así lo guiaba) algunos que se vinieron a vivir con los nuestros. Finalmente, todos los de Taxcala mostraron grande amistad, pero el que más se señaló fue Magiscacín, que parescía que traía escripto en el corazón el nombre de Cortés, no apartándose de su lado ni hartándose de oír e ver a los españoles.



 

 

Capítulo LIII

De la enemistad que se hizo entre mexicanos y taxcaltecas y de dónde y por qué causa proscedió.

Ya que Cortés se aprestaba cuanto podía para ir a México, procuró de secreto informarse del poder y riquezas de Motezuma y de la causa de las guerras tan bravas y tan antiguas que taxcaltecas tenían con mexicanos; procuró también informarse del camino y de otras particularidades; y como a la sazón estaban en Taxcala los embaxadores mexicanos y los unos eran enemigos de los otros, descubrían, como dicen, las verdades para entenderlas mejor hablaba Cortés a los unos a escondidas de los otros, agradesciéndoles el parescer y consejo que le daban. Decía Magiscacín, procurando apartar a Cortés de la amistad de Motezuma y del ir a México, que Motezuma era, no solamente Rey, pero Rey de Reyes y Príncipe de Príncipes, a quien unos por amor y mercedes que les hacía, y otros por temor, tenían tanto respecto y veneración que se tenían por muy dichosos en servirle, al comer y en otras cosas que se le ofrescían; y que su riqueza de oro y plata, piedras, perlas, plumaje y ropa rica era tan grande, que podía hacer ricos a muchos Príncipes; y que la ciudad donde tenía su silla y asiento era la mayor y más fuerte del mundo, porque estaba fundada sobre una gran laguna, y que las calles eran de agua y no se andaba ni podían entrar sino con canoas, que déstas había más de vente mill, e que a esta ciudad concurrían todos los señores de la comarca y otros Príncipes de bien lexos, porque era la Corte y no había otro señor a quien seguir ni servir; y que la gente que tenía era innumerable, porque podía, haciendo guerra en tres o cuatro partes, poner en cada una un campo de docientos mill hombres de guerra, y que con esto él y sus mexicanos usurpaban los señoríos ajenos y extendían y ampliaban cada día más su imperio, usando, cuando vencían, de grandes crueldades, para que las otras gentes se rindiesen y subjectasen a su imperio, de temor de no experimentar semejante crueldad; y que eran de tan mal corazón (ca esta es su manera de hablar), que nunca guardaban palabra, ni tenían secreto, ni se acordaban de las buenas obras rescebidas, por grandes que fuesen; y pues que veía que eran muchos, malos y tan poderosos, que no se metiese entre ellos, porque no le podía subceder bien.

Y aunque estas cosas movieran a miedo y hicieran temblar la barba a otro, por ser tan verdaderas y dichas por hombre que tanto amaba a los españoles, a Cortés pusieron nuevo esfuerzo y ánimo, engendrando en él mayor deseo de verlas. Desimuló con Magiscacín, agradescióle el consejo y parescer y díxole que se veía bien en ello antes que nada hiciese; y por saber bien de raíz los negocios, para mejor acertar en lo que emprendiese, le preguntó qué tiempo había que los taxcaltecas tenían guerra con los mexicanos y la causa. Magiscacín, como el que bien la sabía, le respondió que habría ochocientos años que los mexicanos habían venido a poblar aquella laguna, de muy lexas tierras y que eran tiranos, porque por fuerza de armas echaron a los otomíes, que eran señores della, y que de noventa o cient años a aquella parte los taxcaltecas tenían guerra con ellos por defender su patria y libertad; y que la principal causa por donde las guerras eran continuas y tan crueles, que nunca tendrían fin hasta que el mundo se acabase, era que en tiempo del abuelo de Motezuma los mexicanos con ardid y engaño prendieron a un señor taxcalteca de los muy principales, y después de haberle hecho muchas afrentas y muerto con diversos tormentos, le embalsamaron y pusieron al sol, sentado en un banquillo baxo con el brazo tendido; y cuando le tuvieron muy seco, inxuto, y que de aquella manera podría durar mucho tiempo, le pusieron en el aposento del abuelo de Motezuma para que cada noche, en oprobio y afrenta de los taxcaltecas, tuviese lumbre encendida en la mano derecha, alumbrando cuando aquel tirano cenaba. Cuando Magiscacín llegó a estas palabras, no pudiendo detener las lágrimas, con un sospiro que rompía las entrañas, dixo: «¡Oh, dioses, que mal lo habéis hecho en no habernos vengado de tan grande injuria!» Cortés lo aplacó y prometió de vengarle, diciendo que ya era llegado el tiempo en que la falsa religión de los dioses se acabaría y cesaría la tiranía de Motezuma. Esto tuvieron, aunque muy secreto, los taxcaltecas en sus pinturas y los mexicanos, los unos para que viéndolo les cresciese la seña y deseo de vengarlo; los otros para honra y gloria suya y afrenta de sus enemigos.

Mucho se holgó Cortés de que los taxcaltecas tuviesen tanta razón de tener guerra con los mexicanos, porque entendiendo que no se podían confederar los unos con los otros, veía claro que sus negocios tendrían buen subceso.

Despedido con esto Magiscacín, llamó a los embaxadores mexicanos, que iban y venían con embaxadas de Motezuma. Preguntóles lo que Magiscacín, y como cada uno defendía su partido, dixeron que las guerras eran muy antiguas y muy trabadas, pero que los señores de México (como ello era) las habían sustentado por dos cosas; la una, por exercitar en la guerra a los mancebos mexicanos, que con la ociosidad se entorpecían y no podían ganar nada; la otra, porque los señores de México sacrificaban cada año, especialmente en el templo mayor de Huitcilopuchtli, gran número de gente, e que por esto conservaba a los taxcaltecas, para tenerlos como en depósito para sus sacrificios, sin más lexos, como a Panco, Meztitlán Teguantepeque, donde hacía siempre guerra; y trayendo de allá prisioneros, por los diversos temples de la tierra, morían los más primero que llegasen a México. Esto negaban muy de veras los taxcaltecas, porque solían prender y sacrificar tantos mexicanos cuantos de los taxcaltecas habían los otros sacrificado, e que muchas veces los señores de México los habían cercado con todo su poder por todas partes, pero que ellos se habían defendido, haciendo más daño del que habían rescebido, y que otras veces les habían corrido la tierra hasta las calzadas de México. Esto debía ser así, porque después en el cerco de México, yendo con Pedro de Alvarado, afrentando de palabra a los mexicanos, decían: «Bellacos, salid acá. ¿No sabéis que antes de ahora como a gallinas os encerrábamos en vuestras casas?»

Cortés, como dixe, entendida tan pertinaz enemistad, comenzó luego a dar orden en su partida, porque viendo que dexaba las espaldas seguras, tenía el juego por ganado, y así invió a llamar a Magiscacín. Díxole que estaba determinado de ir a México, que viese lo que él o lo que los otros señores de Taxcala querían que negociase con Motezuma. Magiscacín no pudo sufrir las lágrimas, porque cierto amaba tiernamente a los nuestros; pesóle de la determinación de Cortés, pero como vio que no se lo podía estorbar, le dixo: «Señor, pues estás ya determinado de ir a México, tu Dios te favoresce e ayude como hasta ahora ha hecho; rescibiremos merced en que, si pudieres, alcances de Motezuma que sin pena alguna, porque las tiene muy graves, puedan los suyos vendernos algodón y sal, que son las cosas de que al presente y siempre hemos tenido gran nescesidad.» Cortés se lo prometió y dixo que si otras cosas más hobiesen menester, que se las haría dar, como verían.



 

 

Capítulo LIV

Cómo Cortés determinó de ir por Cholula y de lo que respondió a ciertas mensajeros.

Los de Guaxocingo, que siempre habían sido enemigos de los taxcaltecas, visto que eran tan amigos de los nuestros, se confederaron con ellos, los cuales, por intercesión de Cortés, restituyeron a los de Guaxocingo muchas tierras que por fuerza de armas les habían tomado, porque en el hervor de sus guerras los de Guaxocingo se habían hecho amigos de los mexicanos, por defenderse de los taxcaltecas.

Puestos los negocios en este término, ya que Cortés quería ir para México, cuanto Magiscacín y los otros señores taxcaltecas procuraban que Cortés no fuese a México, tanto más los mensajeros de Motezuma que con él estaban procuraban que, ya que había de ir a México, fuese por la ciudad de Cholula, y esto era por sacar a los nuestros de Taxcala, donde pesaba mucho a Motezuma que estuviesen, recelándose de lo que después le subcedió.

Mientras andaban estas cosas, Cortés tuvo nueva que Motezuma, de secreto, inviaba a Cholula un exército de treinta mill hombres de guerra; y para fortificarse, si por allí quisiese pasar nuestro campo, los cholutecas tapiaron las pocas de las calles, poniendo sobre las azoteas de las casas gran cantidad de piedra; cerraron el camino real con mucha rama y palos que hincaron en el suelo, haciendo otro de nuevo con grandes hoyos cubierto por encima, hincadas dentro estacas muy agudas, para que cayendo los caballos se espetasen y no pudiesen bullirse. Creyó esto Cortés, porque los cholutecas, estando cerca, nunca habían inviado sus mensajeros, ni venido ellos, como habían hecho los de Guaxocingo y otros pueblos comarcanos, por lo cual, para certificarse si la nueva era verdadera o no, de consejo de los taxcaltecas invió a Cholula ciertos mensajeros a que llamasen a los señores y principales, diciéndoles en breve qué era la causa por qué no habían hecho los que los otros pueblos. Ellos no quisieron venir, inviándose a excusar con cuatro o cinco principalejos, diciendo que aquellos señores no podían venir, que viese lo que mandaba. Cortés se enojó, y tornando a inviar los mismos mensajeros que antes con un mandamiento por escripto, les mandó que viniesen todos dentro de tercero día, donde no, que los tendría por rebeldes y enemigos e que como a tales los castigaría rigurosamente. Los cholutecas entraron en su consejo; hubo diversos paresceres, pero como reinaba el temor, sin el cual no hacen cosa acertada los indios, resumiéronse de ir otro día los más y más principales. Llegaron do Cortés estaba, y después de hecho un gran comedimiento, porque son bien cerimoniosos en esto, habló uno que era el más viejo, y dixo: «Señor y valentísimo Capitán: Aquí venimos tus esclavos a besarte las manos y ver lo que nos mandas; pero, ante todas cosas, te suplicamos nos perdones no haber venido cuando los otros pueblos ni cuando nos inviaste a llamar, porque los taxcaltecas son capitales enemigos nuestros y era cosa temeraria meternos por las puertas de los que nos desean y procuran beber la sangre, y también porque hemos sabido que te han dicho de nosotros muchos males, los cuales no es razón que creas, pues te los dicen nuestros enemigos, a quien nunca se suele dar crédicto; y por que veas que es todo falso cuanto de nosotros te han dicho, vente con nosotros, porque te serviremos como verás y te hospedaremos en nuestra casa con más amor y amistad que los taxcaltecas, que no te aman tanto como paresce ni tú piensas.» Cortés respondió con severidad pocas palabras, reprehendiéndoles el no haber venido, diciéndoles que donde él estaba no había que recelar. En lo demás dixo que él se iría con ellos, por ver si era verdad o mentira lo que le habían dicho; y esto quiso que pasase por ante escribano, para que a su tiempo, si algo subcediese, diese testimonio dello.

Despidióse Cortés de los taxcaltecas, los cuales hicieron tan gran sentimiento que parescía claro salirles de las entrañas el pesar que rescebían de verle ir a México y por Cholula. Magiscacín, con muchas lágrimas por el rostro, le tornó a suplicar excusase la partida; y como vio que no

podía, salió con él, acompañado de los demás señores y principales de Taxcala. Proveyó Magiscacín para si alguna cosa acontesciese, ochenta mil hombres de guerra que acompañasen nuestro exército, al cual, por más de media legua, acompañó toda la demás gente de Taxcala, hasta los niños y mujeres, que cubrían los campos, llorando y diciendo palabras de grande amor, que mucho enternescían a los nuestros. Unos decían: «Vuestro gran Dios os defienda y dé victoria contra aquellos enemigos nuestros.» Otros: «Muy solos nos dexáis, que no nos habéis hecho obras de extranjeros, sino de más que padres y hermanos.» Algunos, que eran valientes, decían: «Aunque nos hace falta vuestra presencia, bien es que aquel tirano de Motezuma sepa, como nosotros sabemos, vuestro grande esfuerzo y valentía.»

Andada media legua, hizo Cortés señal de que aquella gente se volviese, parando un gran rato, despidiéndose con mucho amor de los viejos ancianos, que no dexó pasar adelante. Aquel día no llegó a Cholula, por no entrar de noche; quedóse a par de un arroyo que está cerca de la ciudad. Otro día por la mañana salieron otros muchos señores de Cholula, a rescebirle; suplicáronle, como vieron la gran multitud de los taxcaltecas, que no permitiese entrasen con él, porque no podían dexar de hacerles gran daño. Cortés, por estorbar el alboroto y escándalo que se podía seguir, apartó al General y a los otros Capitanes taxcaltecas y agradescióles mucho la venida. Díxoles, cómo los cholutecas, se recelaban dellos, por ser tantos y tan valientes; rogóles se volviesen a Taxcala, que solamente le dexasen cinco mill, porque de tan buena gente como ellos eran aquéllos bastaban; y que si algo se ofresciese, que cerca estaban para poder hacer el oficio de verdaderos amigos.

El General, dexando los cinco mill hombres que Cortés había pedido, se despidió y volvió con la demás gente muy contra su voluntad, diciendo que hasta México quisiera seguirle por ver en qué paraban los negocios; pero que pues él así lo quería, se volvería luego, prometiendo en siendo llamado, de acudir con doblada gente que aquélla; y que por despedida le avisaba una y muchas veces se recatase de los cholutecas, que era mala gente, que decía uno y hacía otro, aguardando la suya, para cuando menos se cataban los que trataban con ellos.

Cortés le agradesció mucho el consejo; respondióle que le tomaría, porque bien tenía entendido que aquella gente era de mala digestión y de corazón doblado.



 

 

Capítulo LV

Del solemne rescibimiento que los cholutecas hicieron a los nuestros.

Después que Cortés llegó a aquel río, antes que entrase en la ciudad, mandó que aquella noche, de cincuenta en cincuenta, por sus cuartos, se velase el exército de los españoles, los cuales en el camino, con ser trecientos e ir algunos a caballo, parescían tan pocos que Pedro de Alvarado volvió a los aposentos de Taxcala, creyendo que algunos quedaban en ellos, de adonde se podrá colegir que serían más de docientas mill ánimas las que salieron con los nuestros, porque como dicen los que lo vieron, casi no quedó persona de ningún estado y condisción que no saliese al campo, haciendo el sentimiento que antes dixe.

Otro día de mañana, como hizo a la salida de Taxcala, concertó Cortés su gente en orden de guerra para entrar en Cholula, porque los embaxadores mexicanos que con él habían estado en Taxcala le rogaron que, ya que se determinaba de ir a México, fuese por Cholula. Comenzando a marchar nuestro campo, llegaron muchos señores vestidos de fiesta; dieron, a su costumbre, a Cortés y a los otros Capitanes muchos ramilletes olorosos, con grandes muestras de contento, por venir a su ciudad. Cortés, como solía, los rescibió humanamente, y como Cholula se divide y reparte en seis grandes barrios y señoríos, que antes entre sí eran contrarios, por seguir los unos la parte de Motezuma y los otros la de Taxcala, salieron cada uno por sí a rescebir a los nuestros. Aquí es de saber que como los tres barrios eran diferentes de los otros tres, por la causa que es dicha, los del bando de Motezuma, diciendo que serían señores de Cholula, prendieron y echaron en jaula a los tres señores cabezas de los otros tres barrios, por subjestión de Motezuma, y por grandes presentes que les invió. Soltáronse estos tres señores y viniéndose a Taxcala, donde Cortés estaba, le pidieron justicia; prometió de hacérsela; viniéronse con él, y aquella noche que llegó al río, para salir otro día a rescebirle, se fueron a Cholula. Salieron con estos señores grande música de trompetas, atabales y caracoles, y en pos dellas las personas religiosas y sacerdotes de sus templos, vestidos de ropas sacerdotales a su manera; iban cantando, con ramilletes en las manos, con gran solemnidad; lo que el cantar decía era dar la norabuena de la llegada de los nuestros; ofrescieron en el camino muchas rosas, pan, aves y fructas; era de ver cuán lleno estaba todo el campo de gente. Desta manera entró Cortés en Cholula, en la cual, por no ser las calles muy anchas y estar las casas más juntas que en otros pueblos, era tanto el concurso de los vecinos y comarcanos que acudieron a ver a los nuestros, que tardaron muy grande espacio en llegar a los aposentos, los cuales, como eran viejos y maltratados y otros de los en que habían aposentado a Pedro de Alvarado, dixo Pedro de Alvarado a Cortés: «Señor, mal me paresce esto, que éstos no son los aposentos donde a mí me aposentaron cuando vuestra Merced me invió a México; por tanto, síganme todos, que yo los llevaré a ellos», y fue así que tomando la delantera los llevó adonde había sido aposentado, de que los cholutecas se desabrieron, aunque por estonces lo disimularon, para executar después mejor la traición que tenían armada. Cupieron muy bien los nuestros y los indios amigos en aquellos aposentos, porque eran muy grandes y tenían tan grandes salas y tantos cumplimientos que pudieran caber en ellos cincuenta mill hombres; el patio de la casa era tan grande que cabían en él veinte mill personas, porque en él estaba levantado un cu muy sumptuoso y alderredor del había muchos y muy crescidos árboles.

Aquel día proveyeron los cholutecas razonablemente de comida, así a los nuestros como a los taxcaltecas y otros amigos. Buen rato antes que anocheciese, Cortés ordenó su real, porque siempre estuvo receloso de la traición que le ordenaban; y porque en el camino y en la ciudad vio algunas señales de lo que en Taxcala le habían dicho, hizo velar por sus cuartos a toda la gente aquella noche.

Otro día los cholutecas traxeron muy poca comida; no venían los señores a visitar a Cortés, y así de día en día se iban empeorando y dando a entender lo que en sus pechos fraguaban, de que Cortés tomó peor Sospecha. Allí los embaxadores mexicanos tornaron a porfiar y a persuadir a Cortés que no fuese a México hasta decirle, como le vieron perseverar en su propósito, que en México tenía su señor muchos y muy bravos tigres, lagartos, leones y otros fieros y espantosos animales, que echándoselos, bastarían en una hora a matar a todos los que con él venían. Cortés se rió y desimuló el enojo, por no quebrar con Motezuma. Dixo a los embaxadores: «No creo yo que vuestro señor será tan mal comedido que porque yo le vaya a ver en nombre del Emperador de los cristianos, Rey e señor mío, nos suelte y eche esas fieras que decís; y si lo hiciere, lo peor será para él y para sus vasallos, porque nosotros somos de tal calidad que no nos pueden empecer esas fieras y presto veréis, si nos las echan, cómo se vuelven contra vosotros, y nosotros las hacemos pedazos.»

Mucho se maravillaron desto los embaxadores, y presto, sin que nadie lo supiese, dieron noticia desta repuesta a su señor Motezuma. Llegaron en este comedio otros embaxadores con algunos presentes, no tan ricos como los pasados, a porfiar que Cortés no pesase adelante.

Viendo, pues, Diego de Ordás que por una parte los cholutecas no traían comida y que tanto menudeaban los embaxadores mexicanos, procurando estorbar la ida de los nuestros a México, dixo a Cortés, acabando de comer: «Señor, no me parescen bien éstos y creo que no me engaño, como otra vez a vuestra Merced dixe en la Torre de la Victoria.» El Capitán, por que no desmayasen los que presentes estaban, dando con la mesa en el suelo, dixo, como muy enojado: «¡Válame Dios, Diego de Ordás, y qué de miedos tenéis! ¿Qué nos han de hacer éstos ni los otros por muchos más que sean?»



 

 

Capítulo LVI

Cómo los cholutecas se concertaron con los mexicanos para matar a los nuestros, y del castigo que en ellos hizo Cortés.

Entendiendo los embaxadores mexicanos que casi por horas iban y venían do Cortés estaba, que contra la voluntad de su señor procuraba ir a México y que ni por amenazas ni por ofertas mudaba propósito, teniendo de secreto poder para ello de su señor, se concertaron y aliaron con los cholutecas, que antes habían sido amigos de los taxcaltecas, en que, tomando las calles y haciéndose fuertes en las azoteas, con la cantidad grande de piedra que tenían escondida, de sobresalto acometiesen a los nuestros sin dexar hombre a vida; y por que con mayor ánimo acometiesen esto, les hicieron ciertos que dos leguas de Cholula estaban cincuenta mill hombres de guerra inviados por Motezuma, así para asegurarlos, como para que si acaso los españoles escapasen de sus manos, muriesen a las de los otros. Prometieron también los mexicanos, de parte de Motezuma, grandes intereses, y dicen que dieron al Capitán principal dellos un atabal de oro; y como tras las dádivas, que suelen de ir conforme al proverbio, que quebrantan las peñas, las buenas y aparentes palabras tienen más fuerza, diciendo muchas que agradaban, movieron de tal manera [a] los cholutecas,

que unánimes se determinaron de hacer lo que los mexicanos pedían, prometiendo de entregarles a los españoles atados; pero como eran hombres de guerra, recelándose de la poca fee de los mexicanos, temiendo que debaxo de amistad no se alzasen con su tierra, no los consintieron entrar en la ciudad.

Hecho, pues, el concierto todo lo más secretamente que pudieron, comenzaron a alzar el hato y sacar fuera los hijos y mujeres, y no a la sierra, como dice Gómara, porque Cholula no tiene sierra, sino muy lexos. Viendo Cortés el ruin tratamiento que los cholutecas les hacían y el mal gesto que le mostraban, queriéndose partir, supo de Marina, la lengua, los tratos en que andaban mexicanos y cholutecas; y la manera por donde Marina lo supo, fue que otra india muy amiga suya, mujer de un principal choluteca, apartándola muy en secreto, le dixo: «Hermana, por lo mucho que te quiero y por el amistad que estos días hemos tenido juntas, te ruego que el bien que te quiero hacer en querer salvar tu vida, me pagues con callar un secreto que te descubriré; y si piensas decirle, no te diré palabra y tú morirás antes de muchos días.» Marina, que era sabia y de buen entendimiento, barruntando lo que podía ser, le respondió, por sacarle del pecho todo lo que sabía: «No tengo yo en tan poco mi vida ni tu amistad, que aunque fuese en lo que me has de decir la muerte de muchos hombres, no lo callase como si jamás me lo hubieras dicho; por tanto, no te receles y haz cuenta que hablas contigo misma.» Estonces la otra, abrazándola, le dixo: «Estos cristianos con quien vienes son malos, roban y atalan nuestra haciendas, señorean las tierras por donde pasan, quieren ser de nosotros servidos, especialmente ahora que se han señoreado sobre los taxcaltecas; siendo tan pocos, presumen de hacer por muchos, y están engañados, porque los cholutecas y mexicanos están concertados un día desta semana, cuando estén más descuidados, o cuando se quieran ir, matarlos a todos; por tanto, porque a ti no te maten a vueltas dellos, te aviso te vayas comigo con las otras mujeres a una parte secreta, donde hemos de estar en el entretanto que esto se hace.»

Marina se lo agradesció mucho y contemporizó con ella, diciéndole que tenía razón; y cuando tuvo lugar lo contó todo a Cortés, el cual difirió la partida y prendió luego a dos que andaban muy negociados y que le paresció que lo sabrían. Tomó a cada uno aparte, amenazóle con una daga en las manos que le puso a los pechos; confesaron ambos una misma cosa, confirmando lo que Marina había dicho; y tiniéndolos en apartado, que otros no lo supiesen, invió a llamar a los señores y principales, a los cuales dixo que no estaba satisfecho dellos por el mal tratamiento que le habían hecho y por el poco amor que le mostraban. Rogóles que no le mintiesen ni anduviesen con él en tratos ocultos, que si algo querían, como hombres valientes, le desafiasen y no anduviesen con él en traiciones. Ellos, como vieron que ninguna cosa clara les descubría, dixeron que eran sus amigos y servidores y que siempre lo querían ser y que les dixese cuándo se quería partir, para irle a servir por el camino armados, para si alguna cosa se le ofresciese con los mexicanos. Cortés, con desimulación, se lo agradesció y dixo que otro día se quería partir y que no quería más de los indios que [lo que] hobiese menester para llevar el fardaje y la comida. Pidióles de comer; ellos se sonrieron, diciendo entre dientes: «¿Habéis de ser presto comidos, cocidos con chile, y pedís comida? Cierto, si no supiésemos que Motezuma os quiere para su plato, y dello no se enojase, ya os habríamos comido.» Aunque esto dixeron murmurando y quedo, no faltó entre los nuestros quien lo entendiese y se lo dixese a Cortés, el cual, como en todo lo demás, estuvo con el recato y reportamiento que convenía para poder hacer mejor el negocio, dióles priesa que les diesen tamemes, mandó a los que tenían cargos en el exército anduviesen solícitos, mandando adereszar las cargas, para que por ninguna vía se pudiese entender la venganza que pretendía tomar de los que con tanto engaño para tanto mal como se esperaba, le habían rescebido. Llamó aquella noche a los Capitanes y a otros hombres principales, a los cuales dixo lo que tenía determinado de hacer; avisóles de que ni un punto discrepasen, por que no se perdiese el juego que tenía por cierto, que el castigo que pensaba hacer en los cholutecas había de ser causa que los mexicanos, por más que fuesen, se recelasen de intentar semejantes traiciones.

Otro día, bien de mañana, los cholutecas, pensando que tenían el juego ganado, muy solícitos y diligentes comenzaron a traer los tamemes, y para más desimular, alguna provisión de comida para el camino. Traxeron también, según algunos afirman, aunque otros lo niegan, hamacas donde fuesen los enfermos o los más regalados, para que en ellas, como en andas, los pudiesen matar a su placer. Vinieron asimismo hombres escogidos por muy valientes, con armas secretas para matar al que de los nuestros se revolviese; y porque no acometían cosa, especialmente de guerra, que primero no la comunicasen con sus dioses, los sacerdotes sacrificaron a su Quezalcoatl diez niños de a tres años, las cinco hembras. Esta era especial cerimonia suya cuando comenzaban alguna guerra, tanto que si después les subcedía mal, echaban la culpa a la falta que en el sacrificio había habido.

Los Capitanes dellos se pusieron cuanto desimuladamente pudieron a las cuatro puertas del patio y aposento de los españoles, con los que traían armas.

Cortés, que no dormía, madrugó más que los cholutecas, y muy calladamente avisó a los de Taxcala, Cempoala y otros amigos de lo que habían de hacer a su tiempo; mandó estar a caballo a los que los tenían, diciendo a los demás españoles que cuando se soltase una escopeta estuviesen prestos para acometer, porque les iba en ello la vida. Ya que era bien de día, viendo que se iban juntando los cholutecas, mandó llamar los Capitanes y señores dellos con achaque que se quería despedir dellos; entraron hasta cuarenta dellos donde Cortés estaba y entraran muchos más si los dexaran, pero como faltaba uno dellos, que era el más viejo y más principal, así por su nobleza como por su consejo, dixo Cortés que se lo llamasen; respondieron los demás indios que no estaba bien dispuesto; replicó Cortés que no se iría de allí hasta que se lo traxesen, porque se quería despedir del y decirles algunas cosas que les convenían; fueron por él, y venido, estando todos juntos, con rostro grave y severo, por la lengua les dixo: «Yo siempre he tratado con vosotros verdad y vosotros comigo mentira; yo os he amado como hermano, y vosotros me habéis aborrescido como a enemigo, como se ha parescido bien desde que entramos en vuestro pueblo; rogástesme y con dañada intención, como se ha parescido, que despidiese a los de Taxcala; hícelo de grado, aunque ellos me dexaron contra su voluntad, barruntando lo que habíades de hacer; mandé el los de mi compañía que no os hiciesen enojo aunque ellos le rescibiesen; y magüer que no me habéis dado de comer, como era razón, no he consentido, como vosotros sabéis, que ninguno de los míos os tomase ni aún una gallina; heos avisado muchas veces que tratásedes comigo verdad y que si quexa alguna teníades de mí o de los míos, me la pidiésedes como valientes hombres, que yo os satisfaría, porque mi venida no era para agraviar a nadie. En pago desto, creyendo que no se había de saber, y que la maldad había de poder más que la virtud, estáis concertados de nos matar hoy a mí y a los míos; venís de secreto armados, tenéis tomadas las calles, las azoteas llenas de piedra, la ropa, niños y mujeres inviados fuera; habéis os confederado con cincuenta mill mexicanos que están dos leguas de aquí, esperándome a un mal paso, para que si nos escapásemos de vosotros no nos librásemos dellos. Ved, pues, qué merescéis por tan gran maldad. Moriréis todos, y en señal de traidores vuestra ciudad será asolada y hombre no quedará vivo, ni tenéis por qué negarlo, pues yo lo sé; ni por qué pedir misericordia, pues la gravedad del delicto no la meresce.»

Ellos, oídas tan particulares señas de la verdad, enmudescieron, y espantados, demudada la color, se miraban unos a otros, diciendo: «Este es como nuestros dioses, que todo lo saben; no hay para qué negarle cosa», y así confesaron luego delante los embaxadores que se hallaban presentes ser verdad todo lo que Cortés había dicho, el cual apartó cuatro o cinco dellos, créese que entre ellos al viejo; preguntóles, estando lexos los embaxadores, porque así convenía para lo que intentaba, qué era la causa de aquella traición; ellos contaron el negocio desde el principio y dixeron cómo los embaxadores mexicanos por mandado de Motezuma, que no quería que los españoles entrasen en su tierra, los habían inducido a ellos y que toda la culpa era de Motezuma y de los embaxadores. Estonces, dexándonos, se volvió adonde los embaxadores estaban haciendo del ladrón fiel; díxoles cómo aquellos de Cholula le querían matar a inducimiento suyo e por mandado de Motezuma, pero que él no lo creía porque Motezuma era su amigo y gran señor e que los tales río solían mentir ni hacer traiciones, e que por esto quería castigar aquellos bellacos, traidores y fementidos, y que ellos no temiesen, porque eran personas públicas y, entre todas las nasciones, inviolables, en especial siendo inviados por tan gran Príncipe, a quien debía servir y no enojar, el cual debía ser tan valeroso y de tanta bondad que no era posible mandase cosa tan fea. Todos estos cumplimientos hacía e decía por no poner el negocio en riesgo y descompadrar con Motezuma hasta verse en México.

Los embaxadores, como tenían tanta culpa, aunque Cortés les daba a entender que no la tenían, se desculparon como quien defiende mentira; pero quedaron contentos con la seguridad de la vida.

Mandó, hecho esto, matar algunos de aquellos Capitanes que le paresció tenían más culpa, y dexando los demás atados, hizo disparar el escopeta, que era la señal que tenía dada a su gente. Arremetieron los nuestros de súbito con gran ímpetu y grita, siguiéndolos los amigos taxcaltecas y cempoaleses, que pelearon valerosamente. Los del pueblo, viéndose sobresaltados y que ninguna cosa menos pensaban que aquello, se turbaron de tal manera que, aunque resistían, no sabían lo que hacían.

Fue tan grande el estrago que los nuestros y los indios amigos hicieron, que aunque los del pueblo estaban armados y las calles con barreras y la batalla duró cinco horas, mataron más de seis mill hombres, quemaron todas las casas y torres que hacían resistencia, echaron fuera los más de los vecinos, corrían las calles sangre, no pisaban sino cuerpos muertos. La grita de los que subieron a las azoteas y a las torres de los templos y la de los indios amigos era tan grande que ponía mucho pavor. Proveyó Cortés que si niños, mujeres, viejos o enfermos hallasen, no tocasen a ellos; hiciéronlo así, y así en todo le daba Dios victoria. Los más valientes se subieron a la torre mayor, que tenía cient gradas; llevaron consigo a los sacerdotes del templo cuya era la torre; defendiéronse con gran esfuerzo, haciendo mucho daño en los nuestros con flechas y piedras. Requirióles Cortés que se diesen; díxoles que por señas de aquel anillo que les inviaba se diesen, porque no les haría mal alguno. Mofaron desto todos, sino fue uno que se baxó, a quien los indios amigos rescibieron bien, guardiaron y defendieron, como Cortés había prometido; los demás se abrasaron con el fuego que los nuestros les pusieron; blasfemaban los sacerdotes de sus dioses, quexábanse de lo mal que lo defendían y de lo poco que volvían por su templo, diciendo que mal hubiesen y que les pesaba de haberlos servido. Subiése uno a lo más alto de la torre e a grandes voces, dixo: «¡Taxcala, Taxcala, ahora vengas tu corazón; tiempo vendrá que, Motezuma vengue el nuestro!» Tardó en quemarse aquella torre aquel día y la noche hasta que amanesció. Saqueó Cortés la ciudad; los nuestros tomaron el despojo de oro y plata y pluma; los indios amigos mucha ropa y sal, que era lo que más les hacía al caso; hicieron, hasta que el Capitán mandó que cesasen, el estrago que pudieron.

Los Capitanes que presos estaban, viendo la destruición y matanza que en su ciudad se hacía, con lágrimas y compasión grande suplicaron a Cortés soltase algunos dellos para ver qué habían hecho sus dioses de la gente menuda, y que perdonase a los que vivos quedaban, para tornarse a sus casas, pues no tenían tanta culpa cuanto Motezuma que los había sobornado. El soltó dos, los cuales tuvieron tanta autoridad en el pueblo, que otro día estaba la ciudad tan llena y sosegada como si jamás hubiera faltado hombre ni habido alboroto. Luego, a ruego de los taxcaltecas, a quien los presos tomaron por intercesores, los perdonó y soltó, dexándolos libres, avisándoles que mirasen de ahí adelante cómo vivían y la merced que les había hecho en otorgarles la vida, y dixo que de aquella manera castigaría a todos los que le mostrasen mala voluntad y le mintiesen y tratasen traición .Quedaron con esto muy temerosos; hízolos amigos con los de Taxcala, como lo habían sido en tiempos pasados, antes que quebrasen el amistad que entre ellos había, como la rompieron por inducimiento de Motezuma y de sus antepasados.

Los cholutecas, como era muerto su general, con licencia de Cortés, eligieron otro porque Cholula era Señoría como Taxcala.



 

 

Capítulo LVII

Del asiento y población de Cholula, y de su religión.

Cholula, después de Taxcala, era en la Nueva España la principal Señoría, porque en gente, edificios y comarca y religión, que era lo que principalmente se miraba entre los indios, tenía la primacía, aunque Taxcala, fuera de la religión, era más y tenía mayor nombre. Era, pues, Cholula ciudad muy populosa; estaba y está al presente puesta en un muy hermoso llano; tiene veinte mill casas en lo que llaman ciudad, porque caresce de muros; y fuera, bien lexos, que ellos llaman estancias, por arrabales, tiene otras veinte mill casas. Era en su gentilidad la ciudad hermosa de ver, así por de dentro como de por fuera, a causa de las muchas torres que salían de los templos, que eran tantos, según algunos dicen, como días hay en el año; y porque algunos templos tenían dos torres, se contaron más de cuatrocientas.

Gobernábase esta ciudad por un Capitán general que la república elegía con el consejo y parescer de algunos nobles que podían ser elegidos en el mismo cargo. Asistían a los negocios los principales sacerdotes, porque ninguna cosa emprendían pública que no se tratase primero por vía de religión, por lo cual a Cholula llamaban todos los indios el sanctuario de todos los dioses. Ahora gobiérnase por un Gobernador y por Alcaldes y Regidores al fuero de España. Tiene un solo templo, tan sumptuoso como le hay en toda Castilla; tiénenle y administran en él los sacramentos, religiosos de Sant Francisco; tiene una casa de cabildo y otra do se hospedan los caminantes, muy buenas; hay en la plaza una muy hermosa fuente; las calles, al modo de Castilla, son muy largas y anchas. Cógese mucha cochinilla, que llaman grana de las Indias, de la cual hay grandes contrataciones, porque se lleva por todo el mundo. Los campos son muy fértiles, así para todo género de sementales como para ganados; mucha parte de la tierra se riega, por ser llana y tener un río grande; podríase regar mucha más, si quisiesen. Los hombres y mujeres son de buena dispusición y parescer. En lo de las mujeres, que dice Gómara, que eran plateras y entalladoras, se engaña, o, por mejor decir, le engañaron, porque nunca tratan oficios de hombres, ocupadas en hilar y texer. Había entre ellos muchos mercaderes que iban a tratar muy lexos de allí. Los vestidos de los pobres eran de nequén, que se hace de los magüeyes; los nobles y gente rica se vestía de algodón con orlas de pluma y pelos de conejo.

Aquí los nuestros hallaron pobres, los que nunca habían visto hasta estonces; créese que los más venían de fuera a causa de la gran religión que allí había, como romeros en España. Los de la ciudad estaban así, o por enfermedades o porque no tenían tierras que labrar, a causa de la mucha gente que la ocupaba.

El templo de la ciudad, que tenía cient gradas, era dedicado a Quezalcoatl, que quiere decir «dios del aire», el primer fundador de aquella ciudad, virgen, como, ellos afirmaban y de grandísima penitencia, instituidor del ayuno, del sacar sangre de la lengua y orejas y de que no sacrificasen sino codornices, palomas y cosas de caza. Nunca se vestió sino una ropa de algodón blanca, muy ceñida al cuerpo, tan larga que cubría los pies, por mayor honestidad; encima una manta sembrada de cruces coloradas. Tenían ciertas piedras verdes que fueron suyas, como por reliquias; una dellas es una cabeza de mona, muy al natural. Iban y venían al tiempo que los nuestros allí estuvieron, que serían veinte días, tantos a contratar y muchos a ver, que era cosa maravillosa, y lo que más a los nuestros puso en admiración fue ver la loza que en los mercados se vendía, tan prima y de tan varias y diversas colores que en España no se habían visto semejantes.

Vieron otras muchas cosas que les dieron gran contento, aliende del suelo y cielo de aquella ciudad, que cierto son de los buenos y más alegres que hay en el mundo. Tiene, entre otras cosas notables, ocho leguas de allí, un monte que los indios llaman Popocatepec, del cual, primero que prosiga lo que Cortés hizo, diré algo en el capítulo, que se sigue.



 

 

Capítulo LVIII

Del monte que los indios llaman Popocatepec y los nuestros Volcán.

Porque estando en Cholula los nuestros y viendo ocho leguas de allí un muy alto monte, cuya cumbre, como el monte de Cicilia, humeaba y aun echaba fuego, preguntaron a los moradores cómo se llamaba y si alguno había subido adonde parescía aquel humo. Respondiéndoles que no, los nuestros, y especialmente Cortés, tuvo gran deseo de saber qué había allí.

Me paresció, aunque después trataré más largo desto, por haberse tenido en este lugar la primera noticia, decir lo que estonces pasó, y es que como los indios habían encarescido mucho la subida a aquel volcán, por ser tan áspera y nunca pies humanos haberla hollado, Cortés, que para las cosas arduas y dificultosas tenía alto e invencible ánimo, estando juntos los principales de su exército, les dixo: «Bien sería, caballeros, que pues tan cerca tenemos aquel monte tan alto y tan extraño en su manera, que alguno de nosotros subiésemos a él, así porque me paresce que pues hay humo y muchas veces paresce fuego, que debe haber piedra azufre, de que poder hacer pólvora cuando la que traemos se acabare, como para que estos indios, que tanto nos encarescen la aspereza y dificultad de su subida, entiendan que lo que a ellos es imposible a nosotros es fácil. Fuera desto, que tanto, como veis, importa, llégase, que si se puede subir a lo alto puédese ver desde allí la tierra de México y la demás que alderredor delmonte está, para que siquiera, como en traza, veamos a lo que vamos y por dónde.»

A todos paresció muy bien lo que Cortés dixo, aunque pocos se determinaron a subir, entre los cuales el principal fue Diego de Ordás, hombre para mucho en la guerra, el cual subió con nueve compañeros y muchos indios del pueblo que lo guiaban y llevaban de comer. Era la subida más áspera y embarazosa de lo que le habían encarescido, y aunque algunos se arrepintieron y otros se cansaban, alentándose los unos a los otros, Hegaron a encumbrar tan alto que oyeron el ruido grande que dentro había, pero no osaron subir a lo alto do estaba la boca, porque temblaba la tierra y había tanta ceniza que impedía el camino: pero Diego de Ordás y otro, primero que todos se volviesen, determinaron de ver el cabo y misterio de tan admirable y espantoso humo y fuego que tanto ruido hacía, e porque Diego de Ordás les decía que sería cosa vergonzosa que españoles no saliesen con lo que se ponían y dexasen de dar relación, pues a ello se habían ofrescido; y así, aunque más los indios los atemorizaban, subieron allá por medio de la ceniza y llegaron a lo postrero por debaxo de un espeso humo. Miraron por un rato la boca, que era tan grande y desemejada que les parescía tener media legua de circuito: espantáronse mucho de ver aquella profunda concavidad y del ruido grande que dentro retumbaba, que estremecía la tierra; vieron (aunque los que después subieron lo niegan) tanto fuego abaxo que hervía como horno de vidrio. Desde allí Diego de Ordás vio a México puesto sobre el alaguna; vio a los otros grandes pueblos que estaban en su comarca, porque el día hacía muy claro, y las casa principales, templos y torres blanqueaban; alegróse por extremo, por el contento que dello había de rescibir Cortés; miró bien los caminos que iban hacia México y consideró, como hombre del guerra, otras particularidades que después hicieron mucho al caso. No se pudo detener lo que quisiera, por ser tanto el calor y humo que los forzó a volverse por las mismas pisadas que habían subido, por no perder el rastro y perderse.

Apenas (según dice Gómara) se hobieron desviado y andado un pedazo, cuando comenzó a lanzar ceniza y llama y luego ascuas y al cabo muy grandes piedras de fuego ardientes, de menara que a no hallar do se metieron, que fue debaxo de una peña, parescieran allí abrasados. Esto niega Andrés de Tapia, uno de los valerosos conquistadores que hubo, el cual subió allá con trecientos indios otra vez e dice haber entrado en este volcán ochenta brazas abaxo y afirma no haber visto salir aquel fuego de ordinario. La verdad de todo esto trataré más largo cuando diga cómo Mesa y Montaño entraron y sacaron azufre. Finalmente, como estos españoles baxaron y traxeron tan buenas señas, espantados los indios de verlos venir vivos y sanos, se llegaban a ellos con grande acatamiento, besándoles la ropa como a dioses; diéronles muchos presentillos: tanto se maravillaron de aquel hecho.

La superstición que los indios comarcanos tenían cerca desto, por donde se maravillaron más de la baxada de los nuestros, era tener entendido ser aquella una boca de infierno, adonde los señores que mal gobernaban o tiranizaban la tierra, iban después de muertos a purgar sus pecados y de allí a un lugar de descanso y de deleite como paraíso.

Llamaron los nuestros a esta sierra Volcán, por la semejanza que tiene con la de Cicilia. Es tan alta, que de muchas leguas alderredor se vee y jamás le falta nieve; paresce de noche que echa llama; alderredor de la sierra es la tierra más fértil y más poblada de la Nueva España, porque a cuatro, a seis, a diez e hasta veinte leguas alderredor tiene los más principales pueblos y de más gente que hay en toda la Nueva España. El pueblo más cercano que tiene es Guexocingo, pueblo muy grande, muy vistoso y muy fértil, aunque Calpa está junto a la falda.

Estuvo diez años esta sierra, según decían los antiguos, que no echó humo, y el año de mill e quinientos y cuarenta tornó como primero; no se ha podido saber la causa. Traxo tanto ruido cuando volvió a humear que puso espanto a los vecinos que estaban a cuatro leguas y más adelante; salió tanto humo y tan espeso, que los viejos decían no haber visto cosa semejante; lanzó tanto y tan recio fuego que su ceniza llegó a Guazocingo, Quetlaxcoapan, Tepeaca, Cholula y Tlaxcala, que está diez leguas, y aún, como escribe Gómara, que llegó a quince, cubrió el campo, quemó la hortaliza y árboles y aun los vestidos e hizo en otras cosas mucho daño, de que los moradores se aternorizaron tanto, que algunos de los más cercanos pensaron dexar la tierra y apartarse más lexos.



 

 

Capítulo LIX

Cómo Motezuma consultó con los de su consejo si sería bien dexar entrar a Cortés en México o no.

Hecha la matanza y castigo que habéis oído en los traidores y fementidos cholutecas, que fue tal que los ballesteros tiraban a los indios que se habían subido a los árboles que estaban en el patio del templo, levantándose otro día los vivos que, para guarescer, se habían echado en el suelo y hecho mortecinos entre los muertos; y después de Lares el herrador traxo con algunos compañeros una yegua que el día de la batalla con el ruido se había soltado, que fue cosa de harto ánimo y de mucha dificultad; finalmente, después de haber inviado a la Villa Rica cuatrocientas indias para servir, porque dellas había muy gran nescesidad; y después de haber los indios taxcaltecas sacado cuatro días arreo los muertos del patio y de las plazas, porque hedían mucha; y después que los señores de Tepeaca, vista esta tan impensada venganza, inviaron en presente a Cortés treinta esclavas y alguna cantidad de oro, dándole la norabuena y ofresciéndole su tierra y casas, de que no poco holgaron los nuestros por tener aquellos más de su parte, Motezuma, que no ignoraba nada desto, inviaba a menudo mensajeros por ver si podría excusar la venida a México de los cristianos. Cortés, que no quisiera romper con Motezuma antes de entrar en México, amohinándose de tantas palabras y excusas, dixo a los embaxadores que asistían con él, que no entendía cómo un tan gran Príncipe como su señor, que por tantas veces le había inviado a decir con tantos caballeros que era su amigo y deseaba complacerle en todo, buscase maneras cómo le dañar o matar con industria ajena, porque si no le subcediese bien se pudiese excusar, y así hacer los negocios a su salvo; e que pues no hacía el deber a quien era ni mantenía su palabra como Príncipe y señor, que él iría a su pesar a México, pues de voluntad no lo quería, y que como había de ir amigo y favorescedor de sus cosas, iría como enemigo y destruidor dellas. Ellos se demudaron con estas palabras, porque Cortés las dixo conmás alteración de la que tenía. Desculparon lo mejor que pudieron a su señor y rogáronle que no se enojase y que diese licencia a uno dellos para ir a México, pues el camino era breve para volver presto con la repuesta, que sería a su voluntad. Inviaron al que dixeron, hablándole en puridad el enojo que Cortés tenía y la determinación en que estaba. Cortés dio la licencia de buena gana, porque entendía que de aquella manera iba el negocio bien guiado. Volvió dende a seis días el mensajero con otro compañero que había ido poco antes; traxeron diez platos de oro, mill e quinientas mantas de algodón, mucha suma de gallipavos, de pan y cacao y cierto vino que ellos conficionan de cacao y maíz; ofresciéronlo a Cortés; dixéronle y con grandes juramentos que su señor no había entendido en la conjuración y liga de Cholula, ni se había ordenado tal cosa por su mandado ni parescer, sino que aquella gente de guarnición que allí estaba era de Acacinco y Azacam, dos provincias suyas y vecinas de Cholula, con quien tenían alianza y comparanzas de amistad, los cuales por inducimiento de aquellos bellacos urdieron aquella maldad; y que, como vería de ahí adelante, sería leal y verdadero amigo, aunque siempre lo había sido, y que fuese norabuena a su ciudad, que allí le esperaría; y que si le había rogado que no viniese, no era sino porque no se pusiese en trabajo o no le acontesciese alguna desgracia por los caminos, que eran ásperos y de mala gente.

Mucho holgó Cortés con esta repuesta, especialmente con aquella palabra que nunca la había podido sacar a Motezuma, el cual se movió a decirla más por el miedo que cobró del estrago y matanza que Cortés había hecho en Cholula, que por las palabras que el mensajero le había dicho, tanto que, volviéndose a los principales que con él estaban, dixo: «Esta es la gente que nuestro dios me dixo que había de venir y señorear esta tierra.» Dichas estas palabras no sin sospiro y gran alteración del alma, se fue luego a visitar los templos; encerróse en el principal, donde estuvo en oración e ayunos ocho días enteros; sacrificó muchos hombres, pensando aplacar los dioses, que debían estar enojados; hablóle allí el diablo, con quien muchas veces solía comunicar sus cosas, el cual lo consoló y animó, y esforzándole le dixo que no temiese, que él era gran Príncipe, señor de infinitos hombres muy valientes y exercitados en guerra y que los cristianos eran muy pocos; que los dexase venir, que después haría dellos a su voluntad y que no cesase en los sacrificios, en especial en los de carne humana, no le acontesciese algún desastre y que procurase tener favorables y propicios a Vicilopustli y Tezcatepucla, para que le guardasen, porque Quezalcoatl, dios de Cholula, estaba enojado porque le sacrificaban pocos y mal, y por esta causa no fue contra los españoles, por lo cual, y porque Cortés le había inviado a decir que iría de guerra, pues de paz no quería, otorgó que fuese a México a verle.

Ya Cortés, cuando llegó a Cholula, iba con poder más que el que hasta allí, por el ayuda de Taxcala; pero después del estrago que hizo en Cholula, su nombre y fama se extendió por toda aquella tierra hasta que Motezuma y los suyos lo oían cada día por momentos, y como hasta estonces se maravillaron, comenzaron dende adelante a temer, y así, más por miedo que por amor le abrían las puertas por doquiera que iba. Procuró Motezuma, como consta de lo pasado, estorbar la venida a Cortés, poniéndole miedos con los peligros de los caminos, con la fortaleza de México, con la muchedumbre de hombres y con su voluntad, que resistía, que era más fuerte, pues tantos señores la temían y obedescían; pero como vio que con nada desto se acobardada Cortés, determinó con dádivas, que con todos los hombres pueden mucho, detenerle y vencerle, sabiendo que era aficionado a oro y que lo tomaba de buena gana. Engañóse, por [que] cuanto más le inviaba, era más cebo para desear ver los nuestros lo que había en aquella gran ciudad; y así viendo Motezuma la porfía de Cortés, tornó a preguntar al diablo lo que había de hacer en tal caso, y esto después que tomó parescer con sus Capitanes y sacerdotes. El demonio le dixo que dexase venir aquellos pocos cristianos, que en una mañana los podrían almorzar a todos en la primera fiesta y sacrificio, que hiciese.

Estaban también Motezuma y los mexicanos deste parescer, entendiendo que era deshonra tomarse con tan pocos, especialmente siendo embaxadores, aunque esta no era la principal razón, sino el temor que poniéndose en guerra los taxcaltecas y otomíes, como después lo hicieron, lo apretaran con el ayuda de tan valerosa gente como eran los españoles.



 

 

Capítulo LX

Cómo salió Cortés de Cholula para México y de lo que en el candno le subcedió.

Después del castigo que Cortés hizo en Cholula, estuvo veinte días en la ciudad, así para dexarla pacífica como para informarse mejor de las cosas de México y saber, como lo hizo, lo que desde el Volcán se parescía; y así, luego que tuvo la deseada repuesta de Motezuma, salió muy en orden de Cholula, despidiendo algunos indios amigos que se quisieron volver a sus casas, aunque los más se quedaron con él.

Los embaxadores mexicanos, que nunca pensaron que Cortés se atreviese a ir a México, fue de ver cómo a cada paso despachaban mensajeros a Motezuma, diciéndole por horas lo que pasaba. Los cholutecas principales acompañaron a Cortés, que no vían la hora que verle fuera de su pueblo, no por las malas obras que les hizo, sino por la ruin intención que ellos tenían.

Cortés no quiso echar por el camino que los de Motezuma le guiaban, que era por Calpa, pueblo muy junto al volcán, por ser camino, como desde la misma sierra habían visto, muy áspero y muy malo y donde, como los cholutecas decían, estaban los de México en asechanza y celada para matar a los nuestros. Siguió otro camino más llano, más desembarazado y más cerca; reprehendió a los mexicanos por ello; ellos respondieron que lo guiaban por allí, aunque no era buen camino, porque no pasase por tierra de Guaxocingo, que eran sus enemigos: esta fue falsa excusa, por lo que adelante se vio. No caminó aquel día nuestro exército más de cuatro leguas, por dormir en unas aldeas de Guaxocingo, donde fue bien rescebido y proveído de todo lo nescesario; dieron a Cortés algunos esclavos, ropa y oro, aunque no mucho, porque estonces eran pobres, a causa que Motezuma los tenía acorralados por de la parcialidad de Taxcala; ahora son muy sobrellevados y muy ricos, a causa de la grana que cogen y de otras granjerías que tienen.

Otro día antes de comer, subió un puerto entre dos sierras nevadas, de dos leguas de subida, donde si los cincuenta mill soldados que habían venido para matar los españoles en Cholula esperaran, los tomaran a manos, según la nieve y frío que les hizo. Desde la cumbre de aquel puerto se descubrían muy claro las tierras de México, la laguna con sus pueblos alderredor, que es la mejor vista de todo el mundo, por ser muchos, muy poblados, muy fértiles y de muchos y muy hermosos edificios que desde lexos campeaban maravillosamente. Holgó tanto Cortés con tan hermosa vista cuanto algunos de sus compañeros temieron, porque hubo entre ellos diversos paresceres, si llegarían o no. Los unos, confiando en la buena ventura de su caudillo, decían que sí, e que aquella era la tierra que Dios les había prometido, y que mientras más moros, más ganancia; los de parescer contrario decían que no convenía tentar más a Dios, porque había mill para uno dellos. Levantóse con esta discordia una manera de motín oculto, pero Cortés, con su prudencia y buen juicio le deshizo con cierta desimulación, acariciando a los unos y esforzando a los otros, dándoles grandes esperanzas para la gran prosperidad en que se habían de ver; y como ellos vieron que él era el primero de los trabajos y que tanto iba por él como por ellos, perdieron el miedo, aunque después de la grandeza de México, les habían puesto miedo los árboles que a la baxada deste puerto estaban atravesados por el camino, que no solamente los de a caballo, pero ni aun los de a pie podían pasar. Demás desto, en un paso hallaron hecha una cava honda y larga donde se podía esconder mucha gente, para saltear a los nuestros cuando les paresciera. Al pasar deste puerto durmió una noche en la cumbre dél nuestro exército con todo el recato posible; oyeron gran vocería de indios mexicanos aquella noche; las velas mataron quince espías, y por poco Martín López, que fue el que hizo los bergantines, matara a Cortés con una ballesta que tenía armada y encarada, porque con la obscuridad de la noche no devisaba más del bulto; ya que quería apretar la llave, diciendo Cortés «¡A la vela! se detuvo, y estonces Martín López le dixo que otra vez hablase de más lexos, no le acaesciese la desgracia que estonces, a detenerse un poco, le pudiera subceder. Cortés le alabó sa cuidado, y habiendo dado una vuelta al real, se volvió a su tienda, dando gracias a Dios por haberle guardado y librado del peligro en que estuvo.



 

 

Capítulo LXI

De lo que otro día avino a Cortés a la baxada del puerto.

Otro día de mañana, baxando nuestro exército a lo llano de la otra parte, halló una casa de placer en el campo, muy grande y de muchos aposentos, rodeada de muchas frescuras. Alojáronse todos los españoles en ella, y los indios amigos que venían de Taxcala, Cholula y Guaxocingo, y de presto, porque son muy hábiles para esto, hicieron muchas chozas de rama y paja, a uso de la tierra; tuvieron muy buena cena; serían hasta seis mill. Dicen que los vasallos de Motezuma se comidieron a hacer chozas a los tamemes o hombres de carga. Tuvieron encendidos grandes fuegos, y los criados de Motezuma, visto que era bien hacer de grado lo que habían de hacer por fuerza, proveyeron abundantemente a los españoles e indios de lo nescesario, y aun, por hacerles más regalo, a su costumbre, les tenían mujeres de buen parescer.

Estando allí nuestro campo, vinieron a él muchos señores principales de México a ver y hablar a Cortés y entre ellos un pariente de Motezuma, el cual representaba bien, por el autoridad y acompañamiento con que venía, la majestad y grandeza de su señor. Diéronle tres mill pesos de Oro, rogándole mucho se volviese, diciéndole que padescería gran pobreza, hambre y ruin camino, a causa de que en México no se podía entrar sino en barquillos, ni andar por la ciudad ni entrar en las casas sino por ellos; y que aliende de ser la ciudad muy enferma, por el agua sobre que estaba fundada y los malos vapores que della salían, se podrían ahogar y los que viviesen padescer mucho trabajo, y aun con el nuevo y destemplado temple no podrían tener salud, e que por esto le rogaban y aconsejaban se volviese; e que si lo hacía por que su señor reconosciese y tributase al Emperador de los cristianos, que le darían mucho tribucto puesto cada año en la mar o donde lo quisiesen, e que para él le darían muchos haberes con que se volviese a su tierra muy rico.

Cortés lo rescibió con la acostumbrada afabilidad, dio a todos cosillas de mercería de España, especialmente al pariente de Motezuma, a quien hizo, como era razón, más particulares regalos y comedimientos. Díxoles, desimulando bien la mohina que sentía por el contradecir tantas veces su ¡da a México, que él holgara mucho servir a tan poderoso Príncipe, si pudiera hacerlo sin enojar a su Rey y señor; y que pues de su ida no había de venir a su Alteza ningún enojo, sino mucho servicio, honra y bien, y no había de hacer otra cosa más que verle, hablarle y volverse, que no rescibiese pesadumbre dello, pues él de otra manera no podía cumplir con lo que su Rey e señor le mandaba, y que estaba su Alteza obligado a servirle y mandarle entrar, y responderle personalmente, pues era embaxador de un tan gran señor como era el Emperador de los cristianos, que le quería comunicar y tener por amigo. En lo demás dixo que de lo que aquellos caballeros, criados de su señor Motezuma, comían, comerían ellos, e que aquel agua de su laguna no era nada en comparación de dos mill leguas de mar muy profundo que habían navegado, sólo por ver y dar su embaxada al gran señor Motezuma, y comunicarle ciertos negocios de mucha importancia cerca de su religión y administración de república.

Volvieron con esto algunos dellos, quedando muchos y, según algunos dicen, bien armados de secreto para acometer a los nuestros en viéndolos descuidados; pero como Cortés nunca lo estaba y entendió de los indios amigos que debía estar recatado, hizo saber a los Capitanes y embaxadores e a otras personas principales que Motezuma inviaba por horas, cómo los españoles no dormían de noche, ni se desnudaban las amias ni vestidos, y que si sentían andar alguno entre ellos o que estaba en pie, le matarían luego, y que él no era parte para resistírselo, porque era esta su natural condisción; por tanto, que lo dixesen a sus soldados, por que se guardasen, porque le pesaría si, siendo así avisados, matasen alguno dellos. Con todo eso, aquella noche vinieron espías por fuera del camino para ver si era aí que los españoles no dormían. Las velas y escuchas nuestras toparon con tres o cuatro dellos; matáronlos luego como habían sido avisados. El otro día, aunque los hallaron muertos, no osaron hablar en ello ni quexarse. Aprovechó tanto este ardid de Cortés, que de ahí adelante se apartaban bien lexos los mexicanos del alojamiento de los nuestros, y aún dicen que Cortés avisó a los indios amigos para que dixesen lo mismo a los mexicanos.

Este mismo día, en amanesciendo, comenzó a marchar nuestro campo; fue a un pueblo que se dice Amecameca, dos leguas de donde salió, que cae en la provincia de Chalco, pueblo que con sus aldeas tiene más de veinte mill vecinos. El señor dél salió a rescebir a Cortés muy bien acompañado, dióle cuarenta esclavas y tres mill pesos de oro y de comer dos días abundantemente, y en secreto, descubriendo su pecho, le dio muchas quexas de Motezuma, diciendo que a él y a otros señores comarcanos tenían muy opresos; que deseaba se ofresciese tiempo en que públicamente pudiese magnifestar sus quexas y librarse de la servidumbre en que estaba. Cortés no poco holgó con estas palabras, porque aquel era gran señor y las decía con tanta ansia que mostraba bien el pesar de su corazón. Estaba cerca de México para cuando fuese menester. Consolóle Cortés, dióle algunas cosas de Castilla con que se alegró y holgó mucho; quedaron de secreto muy amigos, Y otro día cuando fue tiempo, salió con los nuestros buen trecho de Amecameca. Allí se despidió de Cortés, tornándole por un poco de espacio de tiempo a hablar en puridad, diciéndole lo que antes y suplicándole le avisase cuando menester fuese.

Anduvo aquel día nuestro campo cuatro leguas; vino a un pequeño lugar poblado, la mitad en agua de la laguna y la otra mitad en tierra, al pie de una sierra áspera y pedregosa. Acompañaban a los nuestros muchos criados de Motezuma, proveyendo con mucho cuidado en lo que era menester, los cuales, aunque exteriormente mostraban amor, quisieron con los del pueblo aquella noche acometer a los nuestros. Inviaron sus espías para saber lo que de noche hacían; pero las que Cortés puso eran españoles, que mataron dellas hasta veinte, y así viendo los mexicanos lo poco que los nuestros dormían y lo mal que les subcedía lo que intentaban, cesaron de procurar matarlos, y era cosa, como dice Gómara, muy de burlar y de reír que cada hora procurasen de matar a los nuestros y no fuesen para ello.



 

 

Capítulo XLII

Cómo otro día de mañana, al tiempo que nuestro exército partía, llegaron doce señores y lo que más subcedió.

Luego otro día, bien de mañana, ya que se quería partir el exército, llegaron doce señores mexicanos con muy gran copia de gente que los acompañaba. El principal y a quien los demás respectaban era Cacamacín, sobrino de Motezuma, señor de Tezcuco, mancebo de veinte y cinco años; venía a su uso ricamente vestido, en unas andas a hombros, y como le abaxaron dellas, le iban limpiando la tierra por donde iba andando, quitando las piedras y pajas, que era la mayor veneración que le podían hacer; acompañábanle dos de los otros señores, más viejos y de más autoridad; iban siguiéndole los otros con la gente, que cubría el campo.

Como Cortés supo quién era, le salió a rescebir fuera de la tienda; abrazóle y hízole muchos comedimientos y asimismo muy buen recogimiento a los otros. Entraron solos los doce señores con él en la tienda, donde Casamacín, con grande autoridad, con pocas palabras, dixo cómo él y aquellos señores venían a acompañarle; desculpó a Motezuma, que, por estar enfermo, no venía él mismo a rescebirle. Cortés, primero que adelante prosiguiese, recelándose de lo demás que después le dixo, le respondió ser grande la merced que él y aquellos señores le habían hecho en salir a rescebirle y acompañarle y que él se lo serviría adelante; que le pesaba de la enfermedad del gran señor Motezuma, y que aunque estuviera bueno, no era para él tanta merced, sino para otro tan gran Príncipe como él, y que por eso iba él y aquellos pocos compañeros a besarle las manos y dar la embaxada del Emperador, su señor.

Casamacín y los otros señores todavía porfiaron en que los españoles se tornasen y no llegasen a México, dando a entender que allá no los rescibirían y defenderían el paso si porfiasen entrar, cosa cierto que con mucha facilidad pudieran hacer con quebrar la calzada, que fuera tanta resistencia que imposibilitara la entrada; pero como andaban ciegos y turbados y Dios encaminaba de otra manera que ellos pensaban los negocios, no se atrevieron, aunque no eran tantos, para resistir como pudieran. Dióles Cortés cosas de rescate, hablándolos amorosamente, como siempre lo hacía, no dexando de proseguir su jornada, procurando tratarlos así para que sabiéndolo Motezuma no se le hiciese tan de mal su venida. También salían muchos mexicanos al camino, así de la ciudad como de los lugares comarcanos, a ver los españoles, y maravillados de sus barbas, vestidos, armas, caballos, tiros y de la novedad que en todo mostraban, decían: «Verdaderamente, estos son dioses.»

Cortés les avisaba siempre que no atravesasen por entre los españoles ni caballos, ni se llegasen a tocarles la ropa, si no querían ser luego muertos. Esta hacía con gran sagacidad, lo uno porque no se desvergonzasen con la comunicación y trato a tener en poco las armas españolas, sino que siempre, como no tratadas, las temiesen; lo otro, porque dexasen abierto el camino para ir adelante sin interromperles el orden y concierto que llevaban, en que suele consestir la mayor fuerza de la gente. Desta manera, aunque era infinita la gente que los rodeaba sin pesadumbre llegaron a un pueblo que se llama Quitlauca. Tenía dos mill fuegos; está todo fundado sobre agua; es pueblo muy fresco y de gran pesquería, antes de llegar al cual entraron por una calzada ancha más de veinte pies; duró más de media legua. Eran las casas del pueblo muy buenas y de muchas torres. El señor dél con muchos principales salió a rescebir a Cortés más adelante de la calzada; hízole muy alegre y buen recogimiento y proveyó el exército abundantemente de lo nescesario; rogó mucho al Capitán se quedase allí aquella noche, el cual lo hizo por condescender con su ruego y por saber dél qué tal era el camino de allí a México. Hablaron los dos en secreto aquella noche gran rato; quexóse mucho aquel señor de los agravios que Motezuma a él y a otros hacía; magnifestóle con harto recelo de ser entendido el deseo que tenía de por cualquier vía que fuese verse libre de su tiranía y subjección, diciendo que si él y los suyos, como parescían, eran dioses, que debían poner en su antigua libertad a muchos señores, que de secreto estaban agraviados; que sería fácil, intentándolo, salir con ello, porque todos le ayudarían, y esto, como lo decía muy de veras, no pudo resistir a las lágrimas, de ver las cuales no poco se holgó Cortés, aunque mostró compasión. Díxole que sosegase su corazón, que presto tendrían todos contento, porque el gran señor Motezuma haría lo que él le rogase. Esto dixo así, porque si el otro descubriese algo, no entendiese Motezuma que iba con ánimo de hacerle guerra. En lo demás le preguntó qué tal era el camino para México, el cual le respondió que muy bueno y todo por una calzada como la que había pasado. Descansó con esto Cortés, ca iba con determinación de parar allí y hacer barcas para entrar en México, aunque con todo estuvo con pena y cuidado no le rompiesen los mexicanos las calzadas, por lo cual llevaba muy gran advertencia, yendo muy sobre aviso él y sus Capitanes, inviando buen trecho adelante dos de a caballo, que descubriesen lo que había.

Cacamacín y los otros señores le importunaron no se quedase más allí, sino que se fuese a Yztapalapa, que no estaba sino dos leguas adelante y era de otro sobrino del gran señor. El hizo lo que tanto aquellos señores le rogaban, porque no le quedaban sino dos leguas de allí a México, que podía entrar en ella otro día a buen tiempo y a su placer en aquella imperial ciudad. Fue, pues, a Yztapalapa, y aliende que de dos en dos horas iban y venían mensajeros de Motezuma, le salieron a rescebir buen trecho el señor de Yztapalapa y el señor de Cuyoacán, también pariente y de la casa real de Motezuma. Iban con ellos tantos indios que era bien de ver, porque toda la calzada estaba cuajada de gente; presentáronle esclavas, plumajes, ropa y hasta cuatro mill pesos de oro. Cuetlauaca, el señor de Yztapalapa, le hizo por las lenguas un muy comedido parlamento, dándole el parabién de la venida en nombre del gran señor y de los otros señores sus deudos, criados y esclavos, que así lo eran según estaban subjectos. Abrazó Cortés a estos dos señores; dióles algunas cosas, con que mucho holgaron por su extrañeza; respondióles graciosamente, diciendo que él venía de parte del gran Emperador de los cristianos a servirlos, conoscerlos, tratarlos y tenerlos por muy amigos y darles lo que en su tierra había. Con esto entró en Yztapalapa, donde Cuetlauaca hospedó a todos los españoles en su casa, porque era una de las grandes que había en el señorío de Motezuma. Tenía grandes patios, hermosos cuartos, altos y baxos, muchos y muy frescos jardines, las paredes todas de cantería y la madera muy bien labrada; los aposentos muchos y muy espaciosos, colgados de cortinas de algodón, muy ricas de su manera. Había a un lado una huerta con mucha fruta y hortaliza; los andenes de la huerta y jardines eran hechos de red de cañas, cubiertos de rosas y flores muy olorosas. Había estanques de agua dulce con muchos pescados; la huerta era tan grande que en ella había una alberca de cal y canto, de cuatrocientos pasos en cuadro y mill e seiscientos en torno, con escalones hasta el agua y aun hasta el suelo por muchas partes; tenía muchas suertes de peces, acudían a ellas muchas garcetas, labancos, gaviotas y otras aves, que muchas veces cubrían el agua, cosa cierto muy de ver.

Miró Cortés todas estas cosas y entendió por ellas la grandeza de México y ser una cosa de las más notables del mundo, e dicen que allí se alegró más que en otra parte, diciendo a algunos de sus amigos que muy presto tendrían todos el premio de sus trabajos, y esto se le confirmó bien, por lo que luego diré del rescibimiento que Motezuma le hizo.



 

 

Capítulo LXIII

Cómo salió Motezuma a rescebir a Cortés.

Primero que Cortés saliese de Yztapalapa para ir a México, aunque Motezuma le había inviado a decir que viniese, todavía procuró excusarlo, inviándole allí ciertos caballeros suyos, los cuales, no de su parte, sino como que le daban consejo, le dixeron que se volviese y que se le daría todo lo que pedir quisiese, porque de allí a México no había camino, sino por agua, y que él y los suyos no sabían la manera de andar por aquella laguna y que se perderían y anegarían luego. A estas pláticas se halló Teuchi, principal de Cempoala, el cual por cierto caso había estado en México, y como vio que aquellos mexicanos tan claramente mentían, dixo a Cortés: «Señor, no creas a éstos, porque yo he estado en México y te llevaré hasta las casas de Motezuma por una muy hermosa calzada que hay de aquí allá.» Quedaron avergonzados los mexicanos y Cortés los reprehendiera ásperamente, sino que se reportó porque no subcediese algún desmán rompiéndole la calzada, que era toda la resistencia, y así les dixo que porque eran criados del gran señor Motezuma, no los mandaba castigar por la mentira que le habían dicho, que se fuesen con Dios y no le dixesen más, porque también sabía que si el gran señor Motezuma lo supiese los castigaría gravemente. Ellos se fueron, dándose a entender que Cortés no entendía otra cosa de lo que decía, y con esto, aunque infamados de mentirosos, iban contentos, creyendo que el honor de su señor estaba salvo.

Cortés, que se le hacía ya tarde por entrar en la deseada ciudad, comenzó a poner luego en orden su gente con más aviso que hasta allí, porque acudía infinita gente y de toda se recelaba, por ser del imperio de Culhúa.

Al salir de Yztapalapa y por el camino mandó a pregonar que ningún indio se atravesase por el camino, si no quería ser luego muerto. Aprovechó tanto este pregón que, aunque la gente era tanta que fuera de la calzada en canoas acudían a ver a los nuestros gran número de hombres, iban holgadamente por la calzada.

Está Yztapalapa dos leguas de México por una calzada muy ancha que holgadamente van por ella ocho caballos en ringlera; es tan derecha, sino es a una enconada que hace, que desde el principio se podían ver las puertas de México; a los lados della están Mexicalcingo, que es pueblo de cuatro mill casas, puestas todas sobre agua; Coyoacán, que tendrá seis millas, sentado sobre tierra firme, fértil, muy sano y alegre; y Huicilopuchco, que tendrá cinco mill casas. Tenían estos tres pueblos en su gentilidad muchos templos y torres muy levantadas, encaladas, que desde lexos con el sol resplandecían como plata; adornaban mucho los pueblos y parescían bien desde afuera. Agora hay monesterios bien edificados y que dan mucho lustre y ornamento, hechos de la piedra que había en los cúes o templos del demonio. El mayor trato que en estos pueblos había era de sal, no blanca ni buena para comer, especialmente para los españoles y para los indios que eran nobles, aunque muy buena para salar tocinos y otras carnes; hácese de la superficie de la tierra que está cerca de la laguna y es toda salitral; los panes della son casi de color de ladrillo, redondos; hácese con artificio en cierta manera, larga de decir; era gran renta para Motezuma, y así es ahora gran trato para los moradores, tanto que muy lexos se lleva a otras partes.

En esta calzada había de trecho a trecho puentes levadizas sobre los ojos do corría el agua, de la una laguna a la otra. La una laguna es de agua dulce y es más alta que la otra, y aunque entra en ella no se mesclan mucho, por las calzadas que están de por medio.

Por este camino iba Cortés con trecientos españoles. Engáñase Gómara en decir que eran cuatrocientos, porque los demás quedaron en la Veracruz, y otros, como está dicho, murieron. Seguían al exército español hasta seis mill indios amigos de los pueblos que había pacificado, llegó cerca de la ciudad, donde se junta otra calzada con ésta, donde estaba un baluarte fuerte y grande de piedra, dos estados alto, con dos torres a los lados y enmedio un pretil almenado y dos puertas, fuerza harto fuerte. Aquí se detuvo Cortés, porque salieron a rescebirle cuatro mill caballeros cortesanos y ciudadanos, vestidos a su usanza todo lo más ricamente que pudieron y todos de una manera, por su orden. Cada uno como llegaba a do Cortés estaba, tocando con la mano derecha la tierra y besándola, se humillaba, y pasando adelante, se volvía al lugar de donde había salido. Tardaron en hacer esto más de una hora y fue cosa de ver y bien extraña a los nuestros. En este lugar puso después Cortés el real cuando cercó la ciudad.

Desde el baluarte se sigue todavía la calzada y tenía antes de entrar en la calle una puente de madera levadiza, de diez pasos ancha, por el ojo de la cual corría el agua; es ahora de piedra y está cerca de las casas que fundó Pedro de Alvarado. Hasta esta puente salió Motezuma a rescebir a Cortés debaxo de un palio de pluma verde y oro, con mucha argentería, colgando; llevábanlo cuatro señores sobre sus cabezas; iban delante tres señores, uno en pos del otro, cada uno con una vara de oro levantada a manera de ceptros. Estas llevaba delante de sí Motezuma todas las veces que salía fuera, así por agua como por tierra, en señal de guión y muestra de que el gran señor iba allí, para que los que le topasen, aunque no le viesen, hiciesen la reverencia y acatamiento que a su señor debían. Llevaban a Motezuma de brazo dos muy grandes señores, conviene a saber, Quetlauac, su sobrino, o, como otros dicen, su hermano, y Cacamacín, su sobrino; venían todos tres ricamente vestidos y de una manera, salvo que Motezuma traía unos zapatos de oro que ellos llaman cacles; son a la manera antigua de los romanos; tenían gran pedrería de mucho valor; las suelas estaban prendidas con correas. Los dos señores que le llevaban de brazo iban descalzos, porque era tan grande el respecto que se le tenía, que ninguno entraba donde él estaba que no se descalzase los zapatos ni osase levantar los ojos. Iban criados suyos delante, de dos en dos, poniendo y quitando mantas por el suelo, para que no pisase en la tierra; iban a mediano trecho en pos dél docientos señores como en procesión, todos descalzos y con ropas de otra más rica librea que los tres mill primeros. Motezuma venía por medio de la calle y éstos detrás, arrimados cuanto podían a las paredes, los ojos en tierra, por no mirarle a la cara, porque, como digo, era desacato.

Cortés, a mediano espacio, como le vio, se apeó presto del caballo y con él algunos caballeros. Como se juntaron, le fue a abrazar a nuestra costumbre; los que le llevaban de brazo le detuvieron, porque les paresció que era gran pecado que hombre alguno le tocase, pues le tenían como a cosa divina; saludáronse, empero, cada uno a su modo, dando el uno al otro la buena venida, y el otro agradesciendo el favor y merced de salirle a rescebir. Cortés con mucho comedimiento y muestras de amor le echó al cuello un collar de margaritas y diamantes y otras piedras de vidrio; Motezuma se le inclinó un poco, mostrando que con benignidad e imperial majestad rescebía el don y servicio; fuese delante un poco con el sobrino que le llevaba de brazo, y mandó a su hermano que se quedase acompañando a Cortés; llevábale por la mano por medio de la calle, no consintiendo que español ni indio se llegase. Fue esta la mayor honra que Motezuma, siendo tan gran señor, pudo dar a Cortés, porque le igualó a sí.

En esto los docientos caballeros de la librea, uno a uno, comenzaron a darle el parabién de la llegada, según y como está dicho, a su modo. No acabaran en aquel día si todos o los nobles de la ciudad hubieran de hacer lo mismo, pero como su Rey e señor iba delante, volvían todos la cara a la pared, por la veneración grande que le tenían, y así no osaron llegar los demás que quedaban a saludar a Cortés.

Motezuma se holgó con el collar de vidrio que Hernando Cortés le había echado al cuello, porque era extraño y nuevo para él, aunque no rico; y como sea condisción de Reyes querer más dar que rescebir, él, por no tomar sin dar mejor, como gran Príncipe, llamando a dos camareros suyos, les mandó traer dos collares de camarones colorados, gruesos como caracoles, que ellos tenían en mucho; de cada caracol colgaban ocho camarones de oro, muy al natural labrados y de a xeme cada uno. Traídos, paró Motezuma hasta que Cortés llegó, y con su proprias manos se los echó al cuello, con grande amor. Túvose esto por muy especial favor entre los indios, ca se maravillaron mucho de que tan gran Príncipe hiciese tan señalado favor cual nunca había hecho otro.

Ya en esto acababan de pasar la calle, que duró por un tercio de legua; era ancha, derecha y muy hermosa llena de casas por ambas aceras. Tiene México, según en su lugar diré, al presente, las mejores calles y casas, a una mano, de todo lo que se sabe que hay poblado en el mundo. A las puertas, ventanas y azoteas de aquellas tan largas aceras había de hombres y mujeres tanta multitud que los unos ponían admiración a los otros. Ellos se maravillaban de la extrañeza de los nuestros, de sus barbas, rostros y vestidos, de los caballos, armas y tiros, y decían: «Dioses deben ser éstos, que vienen de do nasce el sol.» Los viejos y que más sabían de las antigüedades y memorias de su gentilidad, sospirando, decían: «Estos deben de ser los que han de mandar y señorear nuestras personas y tierra, pues siendo tan pocos, son tan fuertes que han vencido tantas gentes.» Los nuestros estaban abobados de ver tanta gente cuanta jamás no solamente no habían visto, pero ni imaginado, y así decían: «¿Qué es esto? ¿Es encantamiento, o hay aquí juntado toda la gente que dexamos atrás? Cierto, somos de buena ventura si éstos nos fueren amigos.» Desta manera llegaron a un patio muy grande que era recámara de los ídolos, que fue la casa de Axayacacín. A la puerta tomó Motezuma de la mano a Cortés; metióle dentro a una muy gran sala; púsolo en un rico estrado de oro y pedrería; díxole estas palabras, que fueron muy de señor, deseoso de le hacer toda merced y favor: «En vuestra casa estáis; comed y bebed, descansad y habed placer, que luego torno.» Cortés, sin responderle palabra, le hizo, como acetando la merced, el comedimiento que a tan gran señor convenía.

Este fue el rescibimiento que Motezuma, Rey de muchos Reyes y poderosísimo Príncipe, hizo al muy valeroso y no menos venturoso Fernando Cortés en la gran ciudad de Tenuztitlán México, a ocho días del mes de noviembre, año del nascimiento de Christo de mill e quinientos y diez e nueve años.

Cuentos Amatorios

Libro cuarto

(Continuación)



 

 

Capítulo LXXIII

Cómo Sandoval vino a Tapaniquita, don de Cortés estaba, y de cómo vinieron los cempoaleses a quexarse de Narváez, y lo que sobre ello pasó.

En el entretanto que estas cosas pasaban, el campo de Cortés, marchando poco a poco, vino a Cotastla, donde estuvo tres días padesciendo gran nescesidad de comida, porque sin los indios de servicio y otros muchos que acompañaban el campo, los españoles eran docientos y más, y comieron solamente ciruelas, que a ser de otra nasción, se corrompieran y murieran los más. De allí, nada hartos, partieron para Tapaniquita, donde hallaron algún refrigerio, porque hallaron un poco de maíz que comer. Detuviéronse allí cuatro días, así por esperar a Gonzalo de Sandoval, que andaba huyendo por la sierra arriba con la gente de la Villa que había quedado en la mar, como por rehacerse del trabajo y hambre que en el pueblo antes habían padescido. Al cabo de los cuatro días, a toda priesa, llegaron unos indios con cartas de Sandoval, las cuales contaban cómo había desamparado la Villa por no juntarse con Narváez, y las demás particularidades que cerca dello acaecieron, y que aquella noche sería con su Merced. Estuvo Sandoval y los suyos casi un día en pasar el río. Holgóse mucho Cortés con las cartas, subió luego a caballo con otros algunos caballeros y salió a rescebir a Sandoval, así porque lo merescía, como porque hacía mucho al caso su venida, para salir con la demanda que llevaba. Llegó bien tarde Sandoval, abrazólo Cortés, holgóse por extremo con él, que era valiente y de buen seso; fue hasta entrar en el pueblo, preguntándole muchas cosas, cenaron luego, aunque no, eran menester muchos cocineros para adereszar la cena, que era poca y ruin.

Otro día, a las ocho o las nueve de la mañana vinieron muchos indios con dos principales: el uno se decía Teuche, y el otro Arexco, los cuales, en nombre de los demás que con ellos venían, se quexaron a Cortés gravemente de Narváez y de los suyos, diciendo que era tabalilo, que quiere decir en su lengua «malo» porque no hacía justicia a ellos ni a los demás indios que de los suyos se quexaban, por las fuerzas y robos que les hacían, no dexándoles pato, gallina ni conejo que no se lo robasen, y que lo que más sentían era que les tomaban las hijas y mujeres, usando dellas a su voluntad, haciéndolos trabajar por fuerza, e que a esta causa se habían ido muchos del pueblo, y que si él no lo remediaba, presto se irían todos los demás; que viese lo que más convenía, porque ellos no harían más de lo que él mandase, pues le tenían por señor y no conoscían a otro que a él.

Cortés sintió mucho el mal tratamiento de los cempoaleses, aunque justificaba mucho su causa, condoliéndose dellos, lo que ellos tuvieron en mucho; dioles las gracias; rogóles se volviesen a Cempoala y que comunicando el negocio con sus deudos y amigos, se saliesen del pueblo para cuando él llegase, porque había de echar fuego a las casas y a los españoles que en ellas estaban, por ser malos y de mal corazón y que no eran de su casta y generación, sino de otra que ellos llamaban vizcaínos.

Los indios, con esta repuesta, dándole muchas gracias y besándole las manos, se volvieron muy contentos, diciendo que saldrían del pueblo luego que supiesen su venida y que le ayudarían con todas sus fuerzas, viniendo a las manos con Narváez, a quien deseaban ver fuera de su tierra por los malos tratamientos que les hacía y había hecho.



 

 

Capítulo LXXIV

Cómo antes que esto pasase tornó Narváez a inviar otros mensajeros a Cortés a requerirle con las provisiones, y de lo que sobre ello pasó.

Primero que esto subcediese, como Narváez vio la burla que Cortés había hecho dél en prenderle los primeros mensajeros, entró en consejo con la Justicia, Regidores y Oficiales de Su Majestad y con algunos otros caballeros y personas principales, y con mucha indignación dixo cosas de Cortés que ni cabían en él ni, aunque cupieran, eran para caber en boca de persona tan principal; finalmente, después de haberle ido a la mano en esto, se determinó que fuesen tres personas hábiles y de confianza con unos treslados de las Provisiones reales a requerir a Cortés. Los que inviaron fueron Bernardino de Quesada, Andrés de Duero y, por escribano, Alonso de Mata, que es hoy Regidor en la ciudad de Los Ángeles. Otros dicen que fueron Andrés de Duero y Joan Ruiz de Guevara, clérigo, con el mismo Alonso de Mata, los cuales toparon con Hernando Cortés cerca de un pueblo que se dice Chachula. Estonces Alonso de Mata, conforme a la instrucción que llevaba, comenzó a requerir a Cortés, el cual, llegándose a él, le prendió luego y le tomó los recaudos sin que pudiese leellos; y porque los otros, ora fuesen Joan Ruiz de Guevara y Andrés de Duero, ora Andrés de Duero y Bernardino de Quesada, porque eran muy sus amigos, aunque los detuvo consigo tres o cuatro días marchando, nunca les hizo mal tratamiento; antes Alonso de Mata, según la información que él me dio, presumió que había entre ellos tracto doble contra Narváez. Pasados estos días los invió a todos y con ellos a dos personas muy principales de su real, que fueron Alonso de Ávila y Joan Velázquez de León, para requerir a Narváez que, pues no quería venir en ningún buen concierto y hacía mal tratamiento a los indios y alteraba la tierra, que so pena de la vida, con todos los suyos se saliese della, los cuales, como eran valerosos y sabían que tenían muchos de su parte en el real de los contrarios, hicieron el requerimiento a Narváez sin que osase ofenderlos en cosa.

En el entretanto que estas cosas pasaban, iban y venían espías, entrando en el real de Narváez algunos españoles, que ya eran lenguas, en hábitos de indios, tomando aviso de otros sus amigos de todo lo que en el real pasaba, que no poco daño hizo a Narváez, aunque mucho mayor se lo hizo su gran escaseza y ruin condisción, de la cual, por ser tan contrario, Cortés, no solamente sustentó los amigos, pero allegó y atraxo a sí a los enemigos, a los cuales se fue acercando poco a poco hasta llegar a Tapaniquita, adonde un Joan de León, clérigo, y Andrés de Duero, hablaron a Cortés no se sabe qué, más de que los despidió con buena gracia y muy contentos.

Prosiguiendo adelante el camino, salieron otros dos españoles del campo de Narváez, que también, según dice Mata, que se halló presente, paresció que trataban más el negocio de Cortés que el de Narváez, y como esto vio Mata, cuando se halló con Narváez, le dixo que mirase por sí y no se descuidase punto, porque algunos de los suyos le tractaban traición, e que Cortés era muy sagaz e artero, afable y dadivoso, e que a esta causa sabía salir con negocios que otros no osaban intentar, y que no convenía se metiese, en casas y cues, sino que con su gente puesta en orden esperase a su enemigo en el campo, donde, pues tenía tanta más gente que él, podría ser señor y hacer lo que quisiese. No paresció bien a Narváez este aviso, porque pensaba que todo se lo sabía, y porque el que está acostumbrado a oír lisonjas, no le sabe bien la verdad, especialmente dicha por el inferior con alguna reprehensión.



 

 

Capítulo LXXV

Cómo, sabiendo Narváez que Cortés se acercaba, salió al campo y ordenó su gente, y de la plática que estando a caballo hizo a los suyos.

Entendiendo Narváez que Cortés se venía acercando, y la determinación que traía, aunque le tenía en poco, por la pujanza de su exército, salió al campo con toda la gente, y no para tomar el parescer de Mata y de otros, que deseaban la victoria, sino para tomar contento y presunción con la vista de los suyos; ca sabía que los más eran buenos caballeros e que Cortés, aunque los traía tales, entre todos no traía más de docientos y cincuenta hombres. Ordenando, pues, su gente y haciendo alarde della, halló que traía novecientos y tantos hombres de guerra, de los cuales eran los ciento (según algunos dicen) de a caballo, y según otros, ochenta. Halló que traía muchos escopeteros, y ballesteros y algunos buenos tiros, y finalmente, todos muy bien adereszados, y a lo que parescía (aunque después se vio lo contrario) todos deseosos de venir a las manos con los enemigos; y cuando los tuvo puestos en concierto y orden de batalla, haciendo señal de que con atención le oyesen, desde el caballo les habló desta manera:

«Valientes caballeros, escogidos entre muchos para tan próspera jornada: Ya veis la sinrazón que Cortés tiene y usó con Diego Velázquez desde que salió del Puerto de Sanctiago de Cuba, alzándosele con todas las preeminencias que a él como a Adelantado y Gobernador pertenescían. Vosotros sois muchos más en número y no menos valientes en esfuerzo que nuestros contrarios; traemos muchos más caballos, más escopetas y más tiros, y no solamente somos más poderosos contra ellos, pero contra todos los indios que en su favor saliesen. Viendo yo esto, no he querido venir en ningún partido de los que Cortés me ha ofrescido, porque no es bien que el criado parta peras con su señor, y porque sería flaqueza y pusilanimidad que de lo que no es suyo nos diese parte, y que nosotros, viniendo a ser señores y a hacer justicia por los desaguisados que ha hecho, nos hagamos sus iguales, haciéndonos particioneros de sus delictos, pues los encubrimos; y porque sé que me podríades decir lo que muchas veces algunos de vosotros me habéis dicho que, en tierra tan grande, tan extraña y tan poblada, no conviene que vengamos en rompimiento con los de nuestra nasción, porque vendremos a ser menos, y por consiguiente menos poderosos contra los indios: respondiéndoos a esto, digo que viniendo en concierto, adelante no han de faltar disensiones, porque el mandar no admite igual, y vosotros, porque venís, y ellos porque estaban, habéis de tener pendencias y contiendas, e así será peor la discordia e invidia interior, que el rompimiento de presente, cuanto más que ellos son tan pocos y tan mal proveídos de armas, que sin mucha sangre los podemos tomar a manos y hacer dellos lo que quisiéremos. Quedará un caudillo y uno que os honre y favorezca y ellos no tomarán más de lo que vosotros les diéredes, reconosciendo para siempre vuestro poder y autoridad.

»No tengo más para qué esforzaros, pues cada uno de vosotros puede ser tan buen Capitán como yo e animar a otros, y no es menester esfuerzo donde sobra la razón. La ventaja está conoscida y la victoria delante de los ojos; si queréis, no hay quien nos ofenda, y tampoco creo que hay entre vosotros hombre de tan mal conoscimiento ni tan desleal, que quiera más para Cortés que para sí. E porque en esto estoy desengañado, concluyo con deciros que vuestro es este negocio más que mío. Dios nos favorezca e ayude, e con tanto nos volvamos a nuestros aposentos.»



 

 

Capítulo LXXVI

Cómo Narváez se volvió a su alojamiento y de lo que de su plática sintieron y dixeron los suyos.

Hecho este razonamiento, que era hacia la tarde, sin esperar más respuesta. Narváez mandó hacer señal de que todos se recogiesen a sus alojamientos, aunque algunos de los principales que a caballo estaban con Narváez le dixeron que, pues se acercaba Cortés, que era mejor esperarle en el campo que no en los aposentos. Narváez les respondió: «¡Anda, y hase de atrever Cortés a acometer en el campo ni en poblado, aunque ha hecho fieros!; él debe de venir como el que no puede más, a ofrescerse a lo que yo quisiere.» Con esto, andando hacia los aposentos, la gente le siguió, la cual después que estuvo en los alojamientos, como suele acaecer donde hay muchos, tuvo diversos paresceres. Unos que deseaban lisonjear a Narváez, que eran de su parescer y condisción, decían que había hablado muy bien y que tenía razón en todo lo que había dicho, porque todo pasaba al pie de la letra como él lo había tratado, e que con cuatro gatos, en el campo, ni en poblado, por muy atrevido que fuese Cortés, no osaría emprender negocio tan dificultoso.. Otros que mejor entendían las cosas, contradiciendo a éstos, decían: «Mal entendéis los negocios y mal conoscéis vosotros a Hernando Cortés; él y los suyos han trabajado y están hechos a los trabajos; han usado de todos buenos comedimientos, y para echarlos de su casa es menester mucho, y así, como aquellos que vienen a defenderla, pelearán como leones desatados, e suelen los pocos, ayudados de razón y justicia, las más veces vencer a los muchos que lo contradicen.


Hernando Cortés ha hecho lo que ningún Capitán en las Indias; es muy sabio y muy valiente, muy liberal y muy afable y el que primero se pone a trabajos; y si algún pleito malo tenía, él lo ha hecho bueno por justificar tanto su causa; y si del ave que él ha cazado no le quieren dar una pierna, bien es que la defienda toda, y veréis cómo cuando no nos catemos, ha de dar sobre nosotros, de manera que no nos demos a manos para defendernos, cuanto más para ofendelle, y esto será así por lo que barrunto de los amigos que en este real tiene y porque siempre he visto, que el soberbio cae a los pies del humilde e reportado.» Otros hablaban otras cosas, poniendo en dubda los negocios; otros, sin hablar, mirándose, se entendían; otros por corrillos hablaban de secreto, y los que tenían gana de vencer a Cortés y gozar de lo que él había trabajado a voces decían a Narváez: Señor, salgamos al campo y pongámonos en orden, que para tan pocos, o contra muchos mejor estaremos allí que no metidos en casas, donde no seremos señores de nuestros caballos.»

Toda esta confusión y variedad de paresceres había en el real de Narváez, y lo más de lo que pasaba sabía Cortés e ayudábales mucho para lo que luego hizo. Narváez a la boca del patio de sus aposentos mandó poner los tiros gruesos para defender la entrada si acaso Cortés viniese de repente; invió sus espías dobles, ordenó su gente, la que de pie era menester, en sus aposentos; la de a caballo puso, como después diremos, en otras partes; y así, aunque con sus velas, comenzaron a reposar la noche, y en el entretanto, que todas estas cosas pasaban, hacía Cortés lo que diré.



 

 

Capítulo LXXVII

Cómo Cortés partió de Tapaniquita y pasó un río, y del peligro que en él hubo y cómo de la otra parte oían las escopetas y tiros del real de Narváez.

Muy en orden iba marchando Cortés, cuando llegó a un río que dicen de Canoas, el cual, como iba crescido y no se sabía el vado, dio bien que hacer a los de Cortés, porque unos buscando el vado, otros haciendo balsas, se ahogaron dos españoles, de que no poco pesar rescibió Cortés por la falta de que, siendo tan pocos, le podían hacer; pero como era muy cuerdo y cristiano, conformándose con la voluntad de Dios, mandó que ninguno entrase en el río sin que él estuviese presente, y así, después que se hobieron hecho algunas balsas y sobre ellas anduvieron algunos mirando el río, y otros con palos largos entraban por diversas partes de la orilla, tentando hasta bien abaxo donde el río se tendía mucho y no podía ir recogido, hallaron un muy buen vado, aunque no tan baxo que no les llegase en muchas partes el agua a más de los pechos. Desta manera, los unos en balsas, y los otros por el vado, pasaron el río, y estando pasando el río, que casi la mitad de la gente estaba de la otra parte, vieron venir por unos medanos de arena dos hombres. Creyeron ser espías de Narváez. Canela, el atambor, tocó al arma, y así, en son de guerra, salieron a ellos algunos, y acercándoseles conoscieron que eran Joan Velázquez de León y Antón del Río, los mensajeros que Cortés había inviado a Cempoala, los cuales, ya que Cortés con la demás gente estaba de la otra parte, le dieron la repuesta de Narváez, diciendo que por ninguna vía quería conciertos; que le tenía en poco e hacía burla dél, viéndose pujante, aunque en el real le hacían saber había muchos, y de los principales, que le eran aficionados; díxole otras cosas aparte, en secreto.

A aquello y a lo demás, en público, dixo Cortés: «Ahora, pues Narváez no quiere ningún medio, o morirá el asno o quien le aguija; que bien es primero perder la vida que la honra y la hacienda, habiendo lo uno y lo otro ganado con tanto sudor y trabajo.» Con esto, haciendo alto de la otra parte del río, oyeron los tiros y escopetas del campo de Narváez.



 

 

Capítulo LXXVIII

Cómo, diciendo a Narváez que Cortés venía ya dos leguas de Cempoala, le salió al encuentro una legua de camino, y como no le topó se tornó a sus aposentos.

Como los indios de su natural condisción son noveleros y siempre en lo que dicen añaden o quitan de la verdad, y aquella tierra estaba muy poblada dellos, no se meneaba Cortés que Narváez no lo supiese, ni Narváez sin que Cortés lo entendiese, el cual, como había hecho alto en el río, que estaba tres leguas de Cempoala, los indios espías de Narváez, a gran priesa, le dixeron cómo Cortés estaba ya una legua y menos del pueblo. Narváez, creyendo ser así, e por hacer lo que muchos de sus amigos le habían aconsejado, determinó de salir a buscar a su enemigo. Dicen algunos, entre los cuales Motolinea, que delante de Joan Velázquez de León y Antón del Río, mensajeros de Cortés, hizo alarde de la gente, para que llevando la nueva de lo que habían visto, atemorizasen a Cortés; y que después de hecho el alarde, poco antes que mandase hacer señal de partir, volviéndose a Joan Velázquez, le dixo: «Señor Joan Velázquez: Muchas veces os he dicho que por ser deudo de Diego Velázquez, e por vuestra persona, deseo que sigáis lo más seguro; ved, pues, ahora cómo os podréis defender, siendo tan pocos, de nosotros que somos tantos.» Joan Velázquez le respondió: «Señor: No puedo ya perder más que la vida, y no dando vuestra Merced algún concierto, no puedo dexar a Cortés. Dé Dios la victoria al que tiene justicia, pues Dios es sobre todo.»

Con esto dicen que Narváez despidió a Joan Velázquez y a su compañero, mandando luego, que ellos lo oyesen, dar un pregón, diciendo que daría muy buenas albricias al que le traxese muerto o preso a Hernando Cortés. Dado el pregón, hizo un caracol con los infantes, escaramuzó con los caballos, hizo tirar el artillería, y éste era el ruido que Cortés y los suyos oyeron a la pasada del río. Esto hizo por dos fines: el uno por que Cortés se rindiese si venía tan cerca como le decían, oyendo el mucho espacio de tiempo que había durado el disparar del artillería y escopetería, y el otro, atemorizar los indios de la comarca, que nunca habían oído tan gran ruido ni visto tanta gente barbuda armada, por lo cual el Gobernador que en aquella provincia tenía Motezuma le dio un presente de mantas e joyas de oro en nombre del gran señor, ofresciéndosele mucho para todo su servicio; y no contento con esta manera de lisonja, con ciertos indios, por la posta, invió pintado a Motezuma el alarde que Narváez había hecho, diciendo cómo salía al encuentro a Cortés, que no poco contento dio, a Motezuma y a los mexicanos, paresciéndole, como era, que peleando los unos con los otros, no podían ser muy poderosos contra ellos.

Narváez, hecha señal de partir, comenzó muy en orden a marchar con su exército, andando con el maestre de campo de una parte a otra poniendo en concierto la gente, diciéndoles palabras de amor, dándoles esperanza de victoria; pero como hubo marchado una legua y Cortés estaba dos dellos, creyendo ser burla lo que los indios habían dicho y que Cortés estaba más lexos y no se osaría acercar sin que primero le inviase más mensajeros, en orden se tornó a sus aposentos, casi ya de noche, proveyendo espías dobladas, media legua del real y que las centinelas por sus cuartos de ciento en ciento velasen la noche. Hecho esto, los demás se descuidaron como los que no pensaban que el enemigo había de dar aquella noche sobre ellos.



 

 

Capítulo LXXIX

Del razonamiento que Cortés hizo a los suyos después que Joan Velázquez de León llegó, persuadiéndoles a que muriesen primero que perdiesen lo ganado y viniesen en subjeción.

Después de pasado el río y que todos hubieron sesteado, viendo Cortés que la gente estaba algo descansada, aunque el día antes había marchado diez leguas, ya que de Joan Velázquez habían sabido todos, o los más, la mala intención de Narváez, su ruin condisción y mucha escaseza e que en su real los mejores estaban aficionados a su parte, sentados todos, Cortés desde un altillo, les habló en esta manera:

«Señores y amigos míos que hasta la hora presente habéis comigo tan valerosamente peleado, que de cada uno de vosotros se podrían decir tan grandes cosas como de afamados Capitanes, pues siendo tan pocos en número habéis sido, mediante el favor de Dios, tantos en virtud y esfuerzo, que diez mill de vuestra nasción no se os han igualado, como paresce claro por este nuevo mundo que atrás y adelante de nosotros hemos rendido y subjectado a la Corona real de Castilla, alanzando dél poco a poco al demonio, Príncipe de las tinieblas: Razón será que pues tan buenos principios y medios hemos tenido en todo, que ahora que se llega el fin (el cual, siendo adverso, lo que Dios no quiera, ha de escurecer vuestras hazañas, y siendo próspero, como espero, las ha de ilustrar e hacer inmortales), estéis con nuevo ardid y coraje para contra vuestros enemigos, los cuales, aunque son españoles como nosotros y muchos más en número, más bien artillados, con muchos más caballos y más munición, no defienden razón ni justicia, que es la que a nosotros ha de valer, están entre sí divisos, y muchos dellos desean que venzamos por mudar Capitán y gozar de lo que con más liberalidad nosotros les daremos. Ya, como veis, sin grande afrenta nuestra, ni podemos volver las espaldas ni debemos, como rendidos, pedir partido, porque si lo primero hacemos, los de atrás y los de adelante han de ser nuestros enemigos y nos han de correr como a liebres; si hacemos lo segundo, hemos siempre de ser ultrajados, y los amigos que desean que venzamos, esos mismos, como los demás, nos tendrán en menos. La vida es breve, la muerte cierta, el bien vivir es bueno, pero el bien morir glorioso, porque toda la vida que atrás queda honra y ennoblesce si vencemos. Ayudémonos de los amigos que desean nuestra victoria, y con buenas obras haremos de los enemigos amigos y así quedaremos pujantes y verán los indios que no sólo contra ellos, pero contra los de nuestra nasción, hemos sido fuertes y valerosos; y si acaso, como es siempre dubdosa la fortuna de la guerra, somos vencidos, los que muriéremos concluiremos con morir honrosamente, haciendo nuestro deber, y los que viviéremos, si los contrarios tuvieren valor, tendránnos en mucho, por habernos mostrado tan valientes y esforzados, y así querrán tenernos por amigos. De manera, señores y amigos míos, que según lo dicho, por todas vías nos está bien, no solamente defendernos, pero acometer para que el contrario pierda el ánimo, y así, si os paresce, porque no estoy muy seguro de los que en el real de Narváez tenemos por amigos, estoy determinado de que, yendo poco a poco, vamos a anochecer hoy a Pascua, dos leguas de aquí, para que a la media noche o al cuarto del alba, demos sobre nuestros enemigos, que dormidos y soñolientos, tomados de sobresalto, no serán parte para que primero que vuelvan sobre sí, no los tengamos rendidos. Esto es lo que me paresce; ahora vosotros, señores, decid si os paresce otra cosa, porque siendo mejor la seguiré yo.»

Cosa fue maravillosa el contento grande que este razonamiento a todos dio y el nuevo aliento y esfuerzo que con él cobraron, y así Alonso de Ávila, tomando la mano por los demás, como era valiente y esforzado, encendido con tan buenas palabras, le respondió brevemente desta manera:

«Muy valeroso y muy digno Capitán nuestro: En el semblante de nuestros rostros, podéis entender lo que yo en nombre de todos debo responder. Lo que habéis dicho es lo que nos conviene; donde peleáredes pelearemos y donde muriéredes queremos morir; no queremos vida sin la vuestra, ni queremos más de lo que quisierdes, pues siempre (según de tan atrás hemos entendido), nunca habéis querido sino nuestro adelantamiento, honra y provecho, y para esto habéis tenido tan buenos medios que en lo presente no podemos dexar de pensar que será así lo que nos prometéis, como ha sido en lo pasado. Partamos luego de aquí y a la hora que decís demos sobre los enemigos, porque aunque todos lo sean y muchos más, se me figura que en vuestra ventura y en la justicia que llevamos seremos vencedores.»

Dichas estas pocas y tan buenas palabras, Cortés lo abrazó, haciendo lo mismo, a otros principales, y mandando hacer señal, comenzó en buen paso a marchar.



 

 

Capítulo LXXX

Cómo Cortés, llegando cerca de Cempoala, casi a la media noche, prendió a Carrasco, espía, y lo que con él pasó.

Aquella noche, luego que anochesció, supo Narváez cómo Cortés estaba cerca de su real tres leguas, y aunque creyó, como era de creer, que habiendo caminado el día antes diez leguas, aquella noche reposara allí, mandó llamar a Gonzalo Carrasco, que era hombre de hecho y confianza, para que con un criado suyo, que se decía Hurtado, aquella noche, una legua del real, estuviese en vela y diese aviso de lo que pasase. Fue Carrasco con el criado de la media noche abaxo, y estando haciendo su vela, los corredores que Cortés traía un cuarto de legua siempre delante de sí, vieron blanquear la ropa de Carrasco, y él, como sintió que le habían sentido, a la pasada de un río fuese hacia un ciruelo a mudarse la ropa, pero los corredores de Cortés fueron tan avisados, que sin hacer bullicio, escondiéndose detrás del árbol adonde él iba, le tomaron luego. Los corredores eran Jorge de Alvarado, Gonzalo de Alvarado, su hermano; Francisco de Solís, Diego Pizarro, Francisco Bonal y Francisco de Orozco, y luego que fue preso, habló recio, que era señal para el criado de Narváez, que venía detrás dél, para que se volviese, y si él, con un silbo llamase, se acercase a él. El Hurtado por la quebrada del río se fue sin que los corredores le pudiesen tomar, aunque le sintieron huir, los cuales esperaron hasta que Cortés llegó. Presentáronle a Carrasco las manos atadas atrás. Díxole Cortés, riéndose con él: «Compadre, ¿qué desdicha ha sido ésta?; ¿dónde estaba vuestra ligereza, que así os han cazado?» Riéronse allí un rato con el Carrasco, aunque él no estaba para ello, dando en albricias una rica cadena de oro a los primeros que le tomaron, que traía sobre las armas. Pararon todos allí un rato, porque no estaban más de media legua de Cempoala. Preguntó Cortés a Carrasco que a qué había venido. Respondióle que a buscar una india que aquella noche le habían hurtado, y que temiendo que la habían llevado a los navíos, había salido por allí. Cortés, riéndose mucho, le replicó: «Compadre, gran mentira es ésa; ¿quién era el otro hombre que con vos venía, que se huyó?» Respondióle: «Señor, era un criado mío, que se dice Hurtado.» Tornóle a decir Cortés: «Mejor usó de su nombre que vos; decidme la verdad, si no, miraré al compadrazgo.» Afirmóse Carrasco en lo que había dicho, pero preguntado qué orden tenía Narváez en su real, dixo todo lo que pasaba, y más por espantar a Cortés que por avisarle, diciendo cómo ya Narváez tenía nueva como venía y que otro día sería con él, e que por esto tenía muy grande guarda, velando cada cuarto de la noche cien hombres y rondando cincuenta de a caballo y que el artillería estaba asestada por aquella parte donde se pensaba que él había de venir, y toda la demás gente muy apercebida, y que no sabía a qué iba, sino a la carnicería; porque de muerto o preso no podía escapar y que era, como dicen, dar coces contra el aguijón, porque el poder de Narváez, ahora le tomasen de día, ahora de noche, era tan grande que, si quisiese, no quedaría hombre dellos vivo, e que como compadre y servidor, le rogaba y suplicaba se volviese o se pusiese en sus manos, porque hacer otra cosa era locura.

Cortés, nada alterado con tan justos temores, dixo a Carrasco: «Compadre, por todo cuanto hay en el mundo, y aunque perdiese muchas vidas si tantas tuviese, no volveré atrás ni iré adelante, para hacer la baxeza que me aconsejáis. Bien veo que somos pocos, pero como hombres que defendemos razón y vamos determinados de morir, haremos más que muchos, y pues yo no tengo miedo, no me le pongáis, porque os certifico que desta vez ha de morir el asno o quien lo aguija, ni tampoco me han de mentir mis amigos.» De donde Carrasco sospechó que debía de tener algunas firmas de algunos del real de Narváez y aun de los principales, y hizo bien, aunque algunos sienten lo contrario, porque contra el enemigo, especialmente si es más poderoso, como no sea rompiéndole palabra, cualquier ardid y engaño es nescesario y justo.

Dichas estas palabras, atadas las manos, le entregó a tres españoles, que con cuidado le guardasen, y comenzó a marchar, y al apartarse dixo a voces el Carrasco, que le oyeron muchos: «Yo juro a Dios que vais a la carnicería y que no daría esta noche mi parte por mill pesos»; y esto dixo por las cadenas y collares de oro que llevaban los de Cortés, el cual, volviéndose con el caballo a él, riéndose, le dixo: «Andad acá, compadre; que la barba mojada toma a la enxuta en la cama»; y esto entendió Carrasco que lo decía porque llovía aquella noche, y él no lo dixo sino porque el que madruga halla más veces la ventura que busca.

Llegando, pues, tres tiros o cuatro de ballesta de Cempoala, en una quebrada que allí se hace, mandó Cortés esconder los tiros y otras cosas que llevaba, que no eran menester y eran embarazosas para pelear. Detúvose allí para esperar el fardaje y el oro y plata que muchos indios traían, el cual con los indios y tres o cuatro españoles dexó allí hasta ver en qué paraban los negocios.



 

 

Capítulo LXXXI

De la plática y razonamiento que Cortés hizo a los suyos y de lo que fray Bartolomé de Olmedo hizo e dixo.

En el entretanto que el fardaje llegaba, que quedaba un poco atrás, Cortés ordenó su gente en tres haces, e puesto en parte de donde de todos podía ser bien oído, les dixo:

«Señores míos, para quien más que para mí (pues no soy más de uno) deseo toda prosperidad y contento: Ya veis cuán cerca estamos de nuestros enemigos y que ésta es la hora que los más reposan, y nosotros debemos tener más ánimo y esfuerzo; encomendaos muy de veras a Dios, pues el peligro y riesgo de las vidas está tan cierto que yo espero en su bondad nos dará victoria. Ya, como dicen, no hay que mostrar cara de perro en el peligro que no se puede excusar; el ánimo y esfuerzo es el que le vence. Considerad que antes de tres horas, o acabaremos todos muriendo por nuestra honra y hacienda, que sin estas dos cosas el bueno no debe desear la vida, o, como confío en Dios, saldremos victoriosos, confirmándonos y perpectuándonos y aun adelantándonos en nuestra honra y hacienda. Aprestaos, pues, señores, como los que por vuestra vida, honra y hacienda habéis de pelear; acometamos con denuedo y cantemos luego la victoria, porque los enemigos, sobresaltados y divididos, la tendrán por cierta, y así los unos, creyendo que los otros son vencidos, se rendirán fácilmente. Gente tan valerosa como vosotros sois, caballeros tan esforzados como comigo venís, varones tan prudentes y animosos como sois los que siempre en tan arduas cosas me habéis seguido; no habéis menester, en el acometer mayores negocios que éste, palabras de Capitán, que os animen, porque cada uno de vosotros lo puede ser mejor que yo, ni habéis menester perseverancia para salir con lo que emprendierdes, pues hasta aquí habéis padescido sin desmayar punto tantos trabajos; ni conoscimiento e humildad en la victoria conseguida, pues siempre con los rendidos os habéis habido más como padres que atemorizan sus hijos, que como soldados vengativos. Todas estas cosas, mediante el favor divino, han de ser parte para que mañana, antes de las diez, seamos señores del campo de nuestros enemigos y espero que se les ha de volver el sueño y lo que piensan al revés; e porque dos cosas suelen inflamar y encender el ánimo generoso para que con más avilanteza acometa y salga con mayores empresas que ésta (que son el premio y prez de la honra y defender la razón), puestos los ojos en Dios, digo que al primero que rindiere, prendiere o matare a Narváez le daré tres mill castellanos, y al segundo que a su persona llegare mill e quinientos y al tercero mill, y así racta por cantidad, hasta veinte soldados. La otra, que es la defensa de la razón, poniendo vuestro corazón en solo Dios, ésta de vuestro la tenéis, por lo cual, hincados todos las rodillas delante desta sancta cruz y de la imagen de Nuestra Señora, cada uno haga oración, tomando por abogada a la Madre de Dios, que ella será en nuestro ánimo y defensa.»

Dichas estas palabras, que a todos maravillosamente movieron, se hincó de rodillas con gran devoción, las manos levantadas al cielo, suplicando a Dios le diese victoria, pues su enemigo no quería concierto ninguno, e que pues a menos gente que ellos había dado victorias contra grandes exércitos, se la diese a ellos, pues en sólo su poder estaba el vencer y subjectar los contrarios. Diciendo estas palabras, con gran devoción todos los demás adoraron la cruz, perdonáronse los unos a los otros, abrazáronse y diéronse paz como los que deseaban, si la muerte viniese, acabar en gracia. Luego fray Bartolomé de Olmedo, sin que nadie se levantase, hizo decir a todos la confesión general, protestar la fee, pedir perdón a los injuriados y perdonar a los ofensores y prometer la enmienda de la vida de si Dios les diese victoria. Hecho esto, mandóles que rezasen un avemaría a Nuestra Señora; hízoles la forma del absolución dep[r]ecativa, diciéndoles luego palabras dignas de su profesión y religión, concluyendo con decirles que Dios les daría victoria para que con mayor pujanza se volviesen a México, alanzando el demonio dél, predicando con obra e palabra el sacro Evangelio hasta los fines y términos deste nuevo mundo.



 

 

Capítulo LXXXII

Cómo Hurtado, espía, entró dando arma en el real de Narváez, el cual se apercibió aunque no lo creía.

Como Hurtado, la espía, se desacabulló de manera que no le pudieron tomar, aunque rodeó por no ir por lo llano por donde los corredores le pudiesen seguir, anduvo cuanto pudo, y llegando al real entró por él dando, voces, diciendo: «¡Arma, arma, que vienen los enemigos. ¡Arma, arma, que ya está cerca Cortés.» Dando voces entró muy alterado donde Narváez estaba. Díxole cómo los corredores de Cortés habían tomado a su amo Carrasco, y que él, como siempre quedaba atrás un tiro de piedra, se escapó por una quebrada, de que no le alcanzasen, y no supo decir más que esto, porque hacía escuro y no había podido ver cuántos fuesen, más de que por el ruido le parescía que eran más de ocho.

Mucho se alteraron algunos del real; unos decían que no era posible que tan noche y lloviendo caminase Cortés. Narváez le dixo: «Hijo Hurtado, no lo creyas, que no es posible que ahora venga Cortés; íos a dormir, que antojarse os hía, o por ventura lo soñastes.» Diciendo esto, pidió de beber a un paje, y Hurtado sin responder cosa alguna se salió y subió en un cu que dicen de Nuestra Señora, aposento que era de Joan Bono y de todos los de su camarada, y allí les dixo: «Cortés viene, y Carrasco, mi amo, queda preso e Narváez no lo cree, y os digo, señores, que lo ha de venir a creer cuando le pese y no lo pueda remediar. Dice que lo debo de haber soñado e yo cuando lo vi estaba tan despierto como ahora, si no hay fantasmas por esta tierra, pero gente de a caballo me paresció y voces españolas oí» Joan Bono que no debía de pesarle, dixo: «Calla, Hurtado, que no estaba loco Cortés, que de noche y lloviendo había de venir, quebrándose los ojos para no ver lo que ha de hacer.» Estonces Hurtado, como vio que todos hacían burla dél, diciendo que no era posible sino que, o se le antojaba, o que lo había soñado, dixo: «A cuerpo de Dios yo rebuznaré, pues tantos me hacen asno, y juro a Dios que ni lo soñé ni se me antojó, ni aun estaba borracho; que días ha hartos que no he probado gota de vino, y si Cortés no diere sobre nosotros antes que amanezca, yo quedaré por lo que vosotros decís.» Con todo esto no lo creyeron o, a lo menos, no lo quisieron creer.



 

 

Capítulo LXXXIII

Cómo Cortés dio mandamiento a Sandoval para prender a Narváez y cómo ordenó sus haces y les dio apellido.

Ya que era tiempo de dar sobre los enemigos, Cortés, para justificar más su causa y negocio, ante todas cosas, llamando a Gonzalo de Sandoval, su Alguacil mayor, le dio mandamiento para prender a Pánfilo de Narváez, cuyo tenor era el que sigue:

«Yo, Hernando Cortés, Capitán general e Justicia mayor en esta Nueva España por la Majestad del Emperador de los Romanos Carlos quinto, Rey de las Españas, caballeros y soldados que debaxo de mi mando e bandera residen, etc. A vos, Gonzalo de Sandoval, mi Alguacil mayor: Sabed cómo he sido informado que a esta Nueva España ha llegado Pánfilo de Narváez con gran exército e gente de armas, caballos, artillería e municiones; y sin darme aviso, de la causa de su venida, como era obligada, siendo, como todos somos, vasallos de un Rey, ha comenzado a entrar de guerra por la tierra, que yo tenía pacífica, y la ha alterado y ha publicado muchas cosas de que los naturales desta tierra se han alborotado, y ha hecho gran deservicio a Dios nuestro Señor y a Su Majestad; e aunque por mi parte ha sido requerido muchas veces, como consta por los requerimientos que le fueron hechos, que entrase de paz, sin rumor ni alteración, y que me diese aviso del poder o provisiones que traía de Su Majestad, porque yo estaba presto de cumplirlas e obedescerlas, no ha querido mostrármelas ni advertirme de cosa alguna, antes siempre ha ido aumentando, escándalos y alborotos; ni tampoco, siéndole por mi parte movidos e pedidos muchos partidos convenibles e razonables, los ha querido aceptar, sino seguir en todo su voluntad e propósito, de que en hacerlo así e darle lugar a ello, como dicho es, sería gran deservicio de Dios y de Su Majestad, por estorbar, como estorba, la conquista de tan grandes tierras e nuevo mundo, tan poblado de gentes subjectas al demonio y tan ricas e prósperas para el patrimonio de la Corona real; todo lo cual cesaría estorbando al dicho Pánfilo de Narváez lo que ha comenzado. Por tanto, atento las causas dichas e otras muchas que a ello me mueven bastantísimas, vos mando que con la gente de guerra que os paresciere ser nescesaria, vais al real y exército del dicho Pánfilo de Narváez y le prended el cuerpo, y preso y a buen recaudo; le traed ante mí, para que provea sobre ello lo que de justicia convenga; e si el dicho Pánfilo de Narváez, al tiempo que le queráis prender se os resistiere e hiciere fuerte, le matad, que para todo vos doy comisión y poder bastante, cual de derecho en tal caso se requiere; e mando a los Capitanes, caballeros y soldados de mi gobernación, que para lo susodicho vos den todo el favor e ayuda nescesaria; que es fecho, &.»

Dado este mandamiento, ordenó sus haces en tres escuadras. La primera dio al dicho Gonzalo de Sandoval (que era el que, como su Alguacil mayor, había de prender a Narváez), el cual llevaba hasta sesenta caballeros hijosdalgo, tales cuales convenía para tan arduo negocio, algunos de los cuales eran Jorge de Alvarado, Gonzalo de Alvarado, su hermano, Alonso de Ávila, Joan Velázquez de León, Joan de Limpias, Joan Núñez Mercado. La segunda dio a Cristóbal de Olid, que era maestre de campo, e a Rodrigo Rangel y a Bernardino Vázquez de Tapia, que a la sazón era factor del Rey, e [a] Andrés de Tapia, e a Joan Jaramillo e a otras personas de valor e calidad. La tercera escuadra tomó para sí; los principales que en ella iban eran los dos hermanos Francisco Álvarez Chico y Rodrigo Álvarez Chico, hombres de seso y valor; Diego de Ordás, Alonso de Grado, Domingo de Alburquerque, Cristóbal Martín de Gamboa, Diego Pizarro e otros hijosdalgo, poniendo en cada escuadra en el avanguardia e retroguarda los más escogidos.

Repartió a todas tres escuadras setenta picas, más largas que treinta y ocho palmos, con hierros de a xeme, que de encina las había mandado hacer, con las cuales, más que con otra arma, hizo la guerra e alcanzó la victoria. Dioles apellido «Espíritu Sancto», por consejo y parescer de fray Bartolomé de Olmedo, a quien él mucho amaba y respectaba, porque el Espíritu Sancto los rigese y alumbrase. Mandó que los piqueros de la primera escuadra, que llevaba Gonzalo de Sandoval, entrasen delante al aposento de Narváez, y la otra escuadra fuese a la casa del cacique y prendiese a todos los que le velaban, porque Narváez le había mandado velar, por que no se fuese a quexar a Cortés, y que cincuenta soldados con un Capitán fuesen a la posada de Joan Juste, Alcalde, y le prendiesen con su compañero e con los demás Regidores e Oficiales de la república. Mandó a Cristóbal de Olid, porque era hombre muy animoso e de grandes fuerzas, que con la mayor presteza que pudiese tomase el artillería e que él con su gente les guardaría las espaldas a todos para que nadie de los que estaban en los otros alojamientos pudiese estorbarles cosa alguna. Iba una escuadra de otra trecho de un tiro de piedra, y por esta orden comenzando a caminar. Cortés se paró a hablar con Carrasco, con quien pasó lo que se sigue.





 

 

Capítulo LXXXIV

Cómo Cortés preguntó a Carrasco cómo estaba ordenado el real de Narváez, e cómo, creyendo que no decía la verdad, le mandó guindar, e de otras cosas.

Ya que el exército de Cortés comenzaba a marchar, Cortés, que había mandado que con el demás fardaje los caballos, porque eran pocos y ruines, se quedasen, embrazada una adarga, con una lanza en la mano e su espada en la cinta, a pie iba ordenando su exército; llegó adonde Carrasco iba, atadas las manos, y mandando hacer alto le dixo: «Compadre, por vuestra vida, que me digáis de qué manera está ordenado el real de Narváez; cata que sí no me decís la verdad no bastará el amistad vieja para dexar de mandaros guindar de dos picas.» Carrasco, dixo lo que había dicho e que aquello era la verdad e que aunque le ahorcase no diría otra cosa. Cortés le replicó: «Pues así queréis vos, moriréis», y él lo dixo burlando e aínas saliera de veras, porque los que le llevaban le guindaron de dos picas, que a no arremeter Rangel con su caballo, aunque dice el mismo Carrasco que iban otros de a caballo con él, y a no trompellarlos, muriera luego allí. Estuvo desto Carrasco cuatro o cinco días tan malo de la garganta que no podía tragar bocado, aunque, según después se dirá, se vengó bien del uno dellos que más mal le trató.

Caminando, pues, todos hacia el pueblo, llegaron a un camino que se repartía en dos, en el uno de los cuales estaba una cruz, a que todos se hincaron de rodillas, y hecha muy devotamente oración Fray Bartolomé de Olmedo los consoló a todos y animó, diciéndoles: «Caballeros: El Espíritu Sancto, a quien habéis tomado por vuestro apellido, os alumbre, favoresca y dé esfuerzo para que, como soléis, peleéis valerosamente y salgáis con la victoria, de la cuál depende vuestra vida, vuestra hacienda, vuestra honra, vuestra libertad, y, lo que más es, el servicio de Dios y de Su Majestad; y pues de una hora de trabajo, que espero no será más, ha de prosceder tanto bien y descanso, venda cada uno lo más caramente que pudiere su vida, poniéndose a mayores cosas; que el que esto hace con esfuerzo y cordura las más veces sale con ellas.» Luego, dichas estas palabras, Hernando Cortés les dixo: «Ea, señores y amigos míos, que ahora es el tiempo en que habéis de dar cima ni mayor hecho que españoles han emprendido, e de donde, si salimos con él, vuestro nombre y fama se extenderá por todo el mundo en los siglos venideros.»

Aquí todos pararon un poco a vestirse los escaupiles, por entrar más descansados, e a la pasada de un riachuelo, como Ojeda dice, dexaron en goarda de un español tres o cuatro caballos que llevaban. Ya que todos estuvieron armados de los escaupiles y otras armas que de nuevo tomaron, como leones hambrientos, deseosos de la presa, viendo lo mucho que importaba el vencer, en buen paso y concierto, sin bullicio alguno para que no fuesen sentidos, se fueron acercando a las casas del pueblo, donde Joan Velázquez de León, viendo una lumbre alta, dixo a Cortés: «Señor, donde está aquella lumbre más levantada es el aposento de Narváez.» Cortés le dixo: «Huélgome de que con la lumbre nos alumbra, para que no vamos a ciegas.»



 

 

Capítulo LXXXV

Cómo Cortés acometió a Narváez y lo rompió y prendió, y lo que sobre ello pasó.

No perdiendo Cortés de vista la lumbre que estaba en el aposento de Narváez, mandó a Gonzalo de Sandoval que con la mayor parte de los piqueros guiase hacia allá, mandando a los otros Capitanes que con su gente (para que a Narváez no acudiese socorro) cercasen las tres torres donde estaban los demás; estaban todas cubiertas de paja. Sandoval, tomó al atambor Canillas por delante, avisándole que no tocase hasta que acometiesen. Cortés que andaba sobre todo, entrando ya por las casas del pueblo, dixo a las escuadras, especialmente a la que había de acometer a Narváez: «Señores, abríos unos por una acera y otros por otra, porque el artillería pase de claro sin hacer daño, que está asestada contra nosotros.» No se pudo hacer esto tan calladamente que no dixesen a Narváez que ya entraba Cortés, el cual se vistió una cota y dixo a los que le dieron la nueva: «No tengáis pena, que me viene a ver.» Mandó tocar los atabales y dicen que de las otras torres ninguno le acudió. En esto hay dos opiniones la una es que se hicieron sordos y que holgaron de que Cortés entrase; la otra es, y más verdadera, que no pudieron salir, porque se hallaron cercados, y aunque algunos se holgaron dello, muchos, como adelante parescerá, rescibieron pesar.

Llegando, pues, Gonzalo de Sandoval al principio del alojamiento de Narváez, las velas que estaban al pie de la primer escalera que entraba al patio, comenzaron a dar voces: «¡Arma, arma, que entra Cortés!» Sandoval, viendo que era sentido, mandó tocar a su atambor, y Cortés a grandes voces comenzó a decir: «¡Cierra, cierra, Espíritu Sancto! ¡Espíritu Sancto, e a ellos!» Así subieron por aquella primera escalera, y dando en el patio toparon con un cu pequeño, donde estaban aposentados unos negros; salió uno dellos al ruido, con una lumbre en la mano, y asomándose sobre el andén del cu, le dieron dos o tres picazos, de que cayó muerto abaxo; luego, prosiguiendo adelante, haciéndose pedazos, los atabales de Narváez y el atambor de Canillas tocando arma, fueron derechos al cu de Narváez, y subidas dél cuatro o cinco gradas que tenía, en el llano hallaron puesta el artillería. Disparó el artillero un tiro y mató a dos de los de Cortés; la demás artillería no pudo disparar, por la priesa e ímpetu de los de Cortés, o porque no se pudo dar fuego por estar los cebaderos atapados con sebo o cera con unas tejuelas encima, por lo mucho que llovía. Dicen algunos que en lugar de pólvora estaba puesta arena, pero si esto fuera así no matara el primer tiro dos hombres, como está dicho. Dio luego Cortés con el artillería de las gradas abaxo, y pasando adelante, subió cinco o seis gradas para entrar al aposento donde estaba Narváez, y con él hasta cuarenta o cincuenta hombres, todos bien armados. Requirió el Gonzalo de Sandoval a Narváez que se diese, porque traía mandamiento de Hernando Cortés, Capitán general y Justicia mayor, para prendelle por alborotador de la tierra, e que si se defendiese le mataría.

Mucho burló desto Narváez, y así comenzó a pelear valientemente con los que con él estaban; pero como los piqueros de Cortés venían tan determinados y las picas eran tan largas y tan gruesas, las lanzas y partesanas de Narváez no pudieron resistir tanto, aunque todavía se defendían valerosamente.

Visto esto por Martín López, que fue el que hizo los bergantines, como era alto de cuerpo, tomando un tizón, le pegó a la paja que cubría la torre, la cual emprendida con el fuego y humo, hizo salir a Narváez y a los que dentro estaban. A este tiempo dieron un picazo a Narváez que le quebraron un ojo, hiriéndole malamente. Dicen algunos conquistadores que a esto dio más lugar la traición de un camarero suyo, que se llamaba Avilés, que le abrazó por detrás.

Huyendo del fuego, salió mal herido Diego de Rojas, el Alférez de Narváez, que ora muy valiente caballero, con la bandera en la mano, y dándole a la salida otras heridas, cayendo con la bandera, dixo recio: «¡Oh, válame Nuestra Señora!» Respondióle Cortés: «Ella te valga e ayude» y no quiso que le acabasen de matar, por que tuviese lugar de confesarse, que aun hasta aquel tiempo se mostró Cortés clemente y piadoso.

Fuera ya del aposento Narváez, como estaba tan mal herido, cerró con él un soldado que se llamaba Pero Sánchez Farfán, y luego Gonzalo de Sandoval le dixo: «Sed preso»; y así por aquellas gradas abaxo le llevaron arrastrando hasta echarle prisiones y llevarle al aposento donde ya Cortés se había recogido, como el que tenía el juego ya ganado.

Puesto Narváez delante de Cortés, le dixo: «Señor Cortés: Tened en mucho la ventura que hoy habéis habido en tener presa mi persona.» Cortés, deshaciéndole su presunción, que hasta aquel tiempo no le faltó, le respondió: «Lo menos que yo he hecho en esta tierra es haberos prendido»; y sin hacerle ningún mal tratamiento ni decirle palabra que le pesase, le mandó poner a recaudo y que ninguno se


le descomidiese. No le curaron aquella noche por la revuelta que andaba, hasta el otro día, como a las diez; invióle luego preso a la Villa Rica, donde le tuvo cuatro años.



 

 

Capítulo LXXXVI

Cómo después de preso Narváez, [Cortés] se mandó pregonar por Capitán general, y cómo acometió con el artillería a trecientos de los de Narváez que no se querían dar, y de lo que unas mujeres dixeron.

Preso Narváez, rendidas las armas de todos los que con él estaban y de los demás que acudieron, Hernando Cortés, con pífaro y atambor se mandó pregonar en nombre de Su Majestad por Capitán general y Justicia mayor de todo el exército, así de los de Narváez como de los suyos. El pregón decía:

«Yo, Hernando Cortés, Capitán general e Justicia mayor en esta Nueva España por la Majestad del Emperador de los Romanos Carlos quinto, Rey de las Españas, elegido y nombrado por los Capitanes, caballeros y soldados que debaxo de mi bandera militan, etc. A todos los Capitanes, caballeros y soldados del exército que hasta ahora ha sido del exército de Narváez, generalmente, e a cada uno en particular: Os hago saber cómo el dicho Pánfilo de Narváez, por mi mandamiento, está preso por causas bastantes que a ello me movieron, e mayormente porque al servicio de Dios y de Su Majestad no convenía que en este nuevo mundo hubiese dos Generales discordes; atento a lo cual, vos mando, de parte de Su Majestad e de la mía requiero, que luego como a vuestra noticia llegue esta voz y mando, vengáis y parezcáis ante mí a jurarme e rescebirme por vuestro Capitán general, lo cual así haced y cumplid, como dicho es, so pena de la vida y de perdimiento de bienes al que lo contrario hiciere.»

Dado este pregón, muchos, de su voluntad, y otros porque no pudieron hacer más, juraron a Cortés por Capitán general e Justicia mayor. En el entretanto que esta se hacía, los de Cortés andaban derramados por el real, robando a los vencidos lo que podían, e trecientos de los de Narváez se hicieron fuertes en un cu que decían de Nuestra Señora, a los cuales dixo Carrasco, el espía: «Señores, ahora es tiempo de dar sobre Cortés, porque los que le han jurado están sin armas y los suyos andan derramados robando las tiendas e alojamientos. Vosotros todos estáis bien adereszados y sin dubda haréis lo que quisierdes.» No paresció mal esto a muchos de los que en el cu estaban, pero como no tenían cabeza e cada uno lo quería ser y entre ellos, había algunos que eran aficionados a Cortés, no se hizo nada, mas de cuanto se estuvieron quedos hasta que viniese el día, y estonces viesen con la claridad lo que más les convenía hacer. Fue a ellos Cristóbal de Olid, de parte de Cortés, a rogarles e requerirles que hiciesen lo que los demás habían hecho, y que Cortés, lo haría con ellos harto mejor que lo hiciera Narváez si venciera. Los más dellos le respondieron desabridamente, apellidando «Diego Velázquez e Pánfilo de Narváez: Diego Velázquez, nuestro Gobernador, y Narváez, nuestro General por Su Majestad. ¡Viva el Rey!»

Cristóbal de Olid, acabada la grita, les tornó a decir: «Vosotros haréis por fuerza lo que no queréis de grado, y así después se os agradescerá mal lo que hicierdes.» «No vendrá ese tiempo», replicaron ellos. En el entretanto, que Cristóbal de Olid volvió a do Cortés estaba, Carrasco tornó a decir a los compañeros: «Vamos, pues hay hartos caballos, a do Cortés dexó el fardaje y el oro y plata que consigo traía; tomallo hemos todo, porque yo sé dónde está y no tiene defensa, y embarquémonos con ello y vamos a Cuba a dar noticia a Diego Velázquez de lo que pasó. Nosotros iremos ricos y darle hemos parte de lo que lleváremos, para que pueda descansadamente hacer otra armada y vengarse de Cortés.»

También, aunque paresció bien esto, por la variedad de los paresceres y por los inconvenientes que algunos pusieron, se dexó de intentar. Carrasco solo se fue adonde el fardaje estaba, donde no había otra guarda sino Marina, la lengua, y Joan de Ortega, paje de Cortés. Tomó un caballo e una lanza e no osó llegar a otra cosa hasta ver en qué paraban los negocios. Cabalgó y volvió a la gente, la cual halló toda junta como la había dexado, aunque a unos dellos alegres y a otros tristes.

Cortés, que deseaba tener su negocio concluso, antes que amanesciese mandó llevar el artillería de Narváez a la parte do estaban los que no se querían rendir, e asestada contra ellos, dixo al oído a Mesa, artillero mayor, que disparase un tiro e que fuese por alto, para espantar y no matar, diciéndoles Cristóbal de Olid «¡Ea, caballeros, daos, que mejor es que no morir!» Ellos respondieron: «¡Viva el Rey e Diego Velázquez!» Visto que no aprovechaba el buen consejo y amenazas, enojado Cortés, dixo: «Ea, pues, artillero mayor, pues no quieren hacer el deber, haceldes todo mal.» Asestó luego Mesa un tiro y disparólo; mató dos hombres; disparó luego otro y llevó los muslos a un soldado e hizo daño a otros que cabo él estaban. Viendo el pleito que andaba de mal arte y que les era nescesario rendirse o morir, aunque había algunos muy obstinados, determinaron de decir: «¡Viva el Rey e Hernando Cortés, nuestro Capitán general e Justicia mayor!», repitiendo luego el apellido cortesiano «Espíritu Sancto, Espíritu Sancto». Baxaron por la escalera del cu, entregaron las armas a Cortés; e otros que quedaron arriba tiraban ballestas y escopetas, renovando la guerra. Todo andaba confuso, no se entendían con las voces e ruido del artillería, hasta que finalmente, después que los más entregaron las armas, los otros, ya cansados y que les faltaba la munición, hicieron lo que los primeros. Recogidas todas las armas, mandó Cortés a Alonso de Ojeda y a Joan Márquez, como a hombres de secreto y confianza que, sin que persona otra los sintiese, escondiesen todas las armas en un silo, para darlas después, cuando fuesen menester, a sus dueños, o repartillas como le paresciese. Ya, cuando esto se había hecho, comenzaba a quebrar el alba, y unas mujeres, que la una se decía Francisca de Ordaz y la otra Beatriz de Ordaz, hermanas o parientas, asomándose a una ventana, sabiendo que Narváez estaba preso y los suyos rendidos e sin armas, a grandes voces dixeron: «¡Bellacos, dominicos, cobardes, apocados, que más habíades de traer ruecas que espadas; buena cuenta habéis dado de vosotros; por esta cruz, que hemos de dar nuestros cuerpos delante de vosotros a los criados déstos que os han vencido, y mal hayan las mujeres que vinieron con tales hombres!» Los caballeros de Cortés las apaciguaron y dixeron que la justicia y ardid de los de Cortés habían dado la victoria y que no era nuevo en el mundo pocos vencer a muchos con maña y con razón. Ellas, aunque no les faltó qué responder, acabándose de vestir, fueron a besar las manos a Hernando Cortés; dixéronle palabras de más que mujeres, alabándole el valor, esfuerzo y prudencia con que había tractado aquellos negocios.



 

 

Capítulo LXXXVII

Cómo después de amanescido, Cortés hizo alarde de los suyos e cuántos murieron, e lo que al jurar Cortés pasó con Carrasco, y lo, que Guidela el negro dixo.

Poco antes que amanesciese, los demás que quedaban juraron a Cortés por su Capitán general e Justicia mayor, según e como se había pregonado; llegó el postrero de todos, ya que ninguno había que no hobiese entregado las armas y caballo, Gonzalo Carrasco, el cual, como venía en el caballo que había tomado en el fardaje, Cortés le dixo: «Compadre, ese caballo es mío, apeaos dél.» Carrasco le respondió que no sabía si era suyo, y que a él le habían llevado el que tenía y que tendría aquel hasta que le volviesen el suyo. Cortés, sonriéndose, le dixo: «Apeaos ahora, compadre, que después yo os hará volver vuestro caballo con lo demás.» Apeado, le dixo que le jurase como todos los demás habían hecho. Carrasco, o porque estaba muy confiado del compadrazgo que con Cortés tenía, o porque era muy de Diego Velázquez y le pesaba grandemente de lo subcedido, respondió que le mandase otra cosa, pero que juramento no lo haría. Cortés, estonces, enojado, le mandó prender y echar un pierdeamigo, donde estuvo tres días hasta que de su voluntad vino a hacer lo que todos los demás habían hecho. Venido el día, apoderado Cortés en la pólvora, artillería, armas y caballos y rescebido de los de Narváez por Capitán general, pedido el testimonio dello, hizo alarde de su gente, para ver los que faltaban. Haciéndose el alarde, vieron que no eran más de docientos y cincuenta hombres y que no parescía el exército grande de indios taxcaltecas, que los de Narváez creyeron estar en guarda y defensa de los cortesianos, y los vieron con solas sesenta picas, sin coseletes, sin caballos, con muy pocas cotas, pocas lanzas, pocas ballestas, las espadas maltractadas, solamente armados de unos escaupiles a manera de sayos. Quedaron muy corridos y afrentados, y los más dellos, que eran hombres de suerte, se pelaban las barbas, diciendo: «¿Cómo ha sido esto, que estos hombres, siendo tan pocos, con sus albardillas nos hayan puesto debaxo de su yugo? Mal haya Narváez, que tan buena maña se ha dado.» Cortés entendió este dolor y pesar; recatóse de que no supiesen dónde estaban las armas, y los caballos diolos a los suyos, hasta que poco a poco fue diciendo tan buenas palabras a los de Narváez e hacerles tan buenas obras, que vino a asegurarlos, aunque por estonces él no estuvo seguro, temiéndose que, como eran muchos y gente de presunción, no le hiciesen alguna gresgeta.

De los suyos se halló que no habían muerto más de los dos que había muerto el tiro y otro herido; de los de Narváez fueron once los muertos y dellos dos de los que de Cortés se habían pasado a Narváez; hubo algunos heridos. Dice Carrasco y otros conquistadores que de los que se presumió que habían hecho traición a Narváez escaparon pocos o ninguno cuando después con Hernando Cortés salieron huyendo de Méjico.

Estando todo en este punto, Guidela, negro, hombre gracioso, aplaudiendo y lisonjeando a Cortés, como hacen los tales en semejante tiempo con los vencedores, riéndose muy de propósito y dando palmadas, se vino a do Cortés estaba. Díxole: «Estéis norabuena, Hernando Cortés, merescido Capitán nuestro; buena maña os habéis dado con aquesos enalbardados; bien os ha dicho la suerte; dad gracias a Dios que si fuérades vencido como sois vencedor, no sé cómo os fuera, ni aun si os trataran como habéis tratado a los vencidos. A fee que sois hombre de bien e que no en balde acá y en Cuba decían que sabíades mucho; y por que veáis que no sólo vos sois el que lo sabéis todo, os diré lo que hice cuando a media noche acometistes con tanta furia, diciendo: «¡Cierra, cierra», con vuestras palas de horno. Eché a huir, diciendo: 'No sacaréis pan de mi horno', y no como el otro majadero de mi color, que quiso volar sin tener alas; subíme sobre un árbol, el más alto que hallé y más acopado, en el cual he estado toda esta noche como cuervo, y no grasnaba porque [a] alguno de los vuestros no se le antojase cazar a la media noche; estábame el corazón haciendo tifi, tafe, y, finalmente, estaba esperando cuál habrá de ser el más ruin; pero como os vi acometer con tanto esfuerzo, dixe: 'Éste es un gallo', y ha sido así, y no es bien que en un muladar cante más de un gallo».

Cortés se holgó con el chocarrero, diole una rica corona de oro que (según dice Ojeda) pesaba más de seiscientos pesos. El negro se la puso, bailó un rato, dixo muchas cosas, y entre otras: «Capitán: Tan bien habéis hecho la guerra con esto como con vuestro esfuerzo y valentía; si me echáredes en cadenas sean déstas, que a fee que a los que echáredes en ellas no se suelten tan presto.»



 

 

Capítulo LXXXVIII

Cómo el señor de Cempoala con todos los principales que a la mira habían estado dieron a Cortés la norabuena de la victoria y de cómo la hizo saber a Motezuma por pintura.

Después que todos, así los de Cortés como los de Narváez, hobieron reposado dos o tres horas de la mala noche pasada, aunque Cortés por aquel poco de tiempo no se descuidó con las guardas que tenía, de mirar por sí e por los suyos, vino el señor de Cempoala con todos los demás principales, cargados de guirnaldas e rosas y ramilletes. Entraron donde Cortés estaba, y después de haberle echado collares de rosas a los hombros y puesto guirnaldas en la cabeza y dado ramilletes en las manos, dieron de lo mismo a los otros Capitanes e personas principales que conoscían, y luego, con grandes muestras de alegría, aunque no para Motezuma y los mexicanos, haciendo primero muchas cerimonias de comedimientos y reverencias, dixo a Cortés: «Gran señor, muy valiente y muy esforzado Capitán: No puede ser sino que tú eres, como todos los tenemos creído, hijo del sol, a quien nosotros adoramos por nuestro principal dios, porque nos calienta, alumbra y mantiene, haciendo que la tierra lleve fructo y los hombres nascan y las demás criapturas sean producidas. Muy favorescido debes ser de tu Dios, pues de día y de noche peleas y eres siempre victorioso. ¡Quién pensara que contra tantos y más bien armados barbudos, tan bien como los tuyos, fueras tan poderoso que sin ayuda otra en tres horas de la noche, los hayas vencido y subjectado. Y a nosotros vengado de las injurias y agravios que ellos y su Capitán (como te invié a decir) nos hacían! Verdaderamente paresce que traes la victoria en tu mano, y que nasciste para ser señor de los tuyos y de los nuestros. Tu Dios, en que crees, te ayude siempre y favoresca, y nosotros te suplicamos te sirvas de nosotros como de esclavos en tu casa, y si me quieres hacer merced, pásate luego a otras casas que tengo muy principales y allí te huelga, porque te queremos servir mejor que nunca.»

Cortés le abrazó muy amorosamente y lo mismo hizo a los otros principales; dio al señor unas joyuelas de Castilla, que él tuvo en mucho. Díxole: «Señor y amigo mío: Más contento rescibo la victoria que mi Dios me ha dado, por tu causa, que por la mía, porque me pesaba mucho verte afligido y que te quexases de Narváez, habiéndote yo hecho siempre buenas obras. De aquí adelante podrás estar seguro que nadie te enojará; yo soy tu amigo y muy servidor del gran señor Motezuma; hazle saber cuanto ha pasado y dile cuánto le amo y suplícale mucho tenga gran cuenta con Pedro de Alvarado y con los demás cristianos que con él dexé, como me lo prometió cuando dél me despedí. En lo demás yo haré lo que me ruegas y rescibo merced de pasarme a esa cara y lo haré luego. En el entretanto, con dos cristianos déstos vaya alguna gente tuya a traer el fardaje e tiros que dexé anoche cerca del pueblo, en una quebrada.» El señor puso luego por obra lo que Cortés mandó, y lo más presto que pudo hizo pintar en un lienzo la victoria que Cortés había alcanzado contra Narváez, pintando a los suyos en cuerpo, sin armas algunas, con varicas en las manos e apoderados en los caballos e artillería de los de Narváez, los nuestros de la una parte, y de la otra a Narváez, herido en el ojo y aprisionado, e todas las demás particularidades que pudo. Invió esta pintura con indios que vieron parte dello o lo más, y no la invió por darle contento, que bien sabía el corazón y pecho de su señor y de los mexicanos, sino, por advertirle tratase bien a Pedro de Alvarado e a los demás españoles, porque estaba muy pujante y muy victorioso Cortés, para que excusase que, volviendo, no le hiciese algún desabrimiento.



 

 

Capítulo LXXXIX

Cómo Cortés se pasó a las casas de doña Catalina y de los regalos que le hicieron, y cómo estando allí vinieron ocho mill hombres de guerra chinantecas con el Capitán Barrientos, y de cómo invió a Diego de Ordás con trecientos españoles a Guazaqualco.

Había el señor de Cempoala, cuando Cortés vino la primera vez a aquella ciudad, dádole a su rito y costumbre, como por mujer, una señora de las más principales, a la cual llamaron doña Catalina, y así había dado otras a Puertocarrero, Pedro de Alvarado, Alonso de Ávila, Gonzalo de Sandoval, y a otros caballeros principales, a las cuales cada uno puso el nombre que le paresció. Esta doña Catalina era la más principal y más rica, y como a casa de su mujer se pasó Cortés, donde mudó el artillería, y de secreto, bien de noche, se metieron las más de las armas, y porque era casa fuerte, a un aposento della traxeron a Narváez y a algunos otros de quien Cortés se recelaba, por lo cual, de noche y de día se velaba, tanto, que algunas velas dormían debaxo de los tiros, los cuales estaban asestados a la boca del patio, por donde se podía temer la entrada. La doña Catalina con las otras señoras, mancebas de los otros caballeros y mujeres, a su parescer, porque así también lo creía el señor de Cempoala, hacían grandes regalos a Cortés y cada una al suyo, aunque los demás españoles lo pasaban mal, a causa deque eran muchos y los indios para proveellos pocos, que los más se habían huido, por los malos tratamientos que, como dixe, Narváez les había hecho, y no habían vuelto, aunque después que fueron certificados de la victoria de Cortés, que grande contento les iba dando, por lo cual, aunque muy poco a poco, comenzaron a venir.

Había todas las mañanas fiesta en la casa de doña Catalina, y aunque Cortés estaba en este regalo, tomando, como dicen, el día bueno para pasar después el malo, trabajaba con el entendimiento, buscando medios cómo no estar siempre la barba sobre el hombro, dando trazas cómo pudiese no recatarse de tantos que, aunque le habían jurado, tenían el corazón en Diego Velázquez.

Estando, pues, entre el contento y cuidado, vínole nueva cómo otro día serían allí ocho mill hombres chinantecas, todos bien adereszados de arcos, lanzas, macanas y rodelas, los cuales venían con un caballero que se decía Barrientos. Holgóse mucho Cortés, por verse acompañado de aquella gente, aunque eran indios, y así, cuando llegaron los rescibió muy bien y determinó luego, para dividir los españoles, hacer General de trecientos dellos, los más de Narváez, y los otros suyos, a Diego de Ordás, persona principal y de esfuerzo y consejo en la guerra, para que con ellos conquistase y ganase los pueblos que caían en la provincia de Guazaqualco, y para esto, llamando los principales que iban por Capitanes y a los Alférez y sargentos, volviéndoles sus armas y caballos, les dixo: «Señores: Ya es otro tiempo del de los días pasados; no os he vuelto las armas y caballos hasta poneros en negocio que seáis muy aprovechados; la fidelidad y amor que tuvistes a Narváez, no conosciendo en él manera para aprovecharos, esa quiero que me tengáis, pues os procuro todo vuestro provecho; invíoos con Diego de Ordás a conquistar y ganar los pueblos y provincia de Guazaqualco, donde espero en Dios que os adelantaréis mucho. Conviene hacer esto, fuera de lo que en ello ganáis, por evitar la hambre que, por ser muchos en este pueblo, padescemos.» Fuese con ellos Barrientos con los chinantecas, y ellos, rescibiendo a Diego de Ordás por su General, por mandado de Cortés, prometieron de hacer el deber, como por la obra lo vería, diciendo que debían la vida a quien tanta merced en todo les hacía. Tocaron sus atambores, hicieron su reseña, tendieron las banderas, cada Capitán con la letra que le paresció, ya que todo estaba a punto para salir. Otros dicen que andadas dos jornadas, yendo por Alguacil mayor del campo el duro y pertinaz Carrasco, aunque compadre de Cortés, y determinado de partirse con la demás gente Cortés para México, se estorbó el negocio por la novedad que de México se supo.



 

 

Capítulo XC

Del recaudo que Cortés mandó poner en los navíos y hacienda de Diego Velázquez, y de cuán caro costó la venida a Pánfilo de Narváez y a los indios de Cempoala y su comarca.

Habida esta tan señalada victoria, que pocas veces se ha visto, de tan pocos contra tantos, especialmente siendo todos de una nación, no se contentó Cortés con no decir a Narváez palabra que le desabriese, habiendo él oído tantas suyas, antes, añadiendo virtud a virtud, no solamente permitió que Pedro de Maluenda, mayordomo de Diego Velázquez, recogiese y guardase los navíos y la ropa y hacienda de Diego Velázquez y Narváez y suya, pero puso persona de confianza que a ello asistiese y diese calor, para que ninguno de los vencedores hiciese agravio y para que Diego Velázquez entendiese que él hacía en todo la razón y que no pretendía la hacienda ajena, sino defender la suya, y así lo dixo a Maluenda, a quien aun dio de lo suyo, porque procuró siempre que aun sus enemigos rescibiesen dél buenas obras.

Muy diferente subceso fue éste del que Diego Velázquez esperaba, porque habiendo Narváez inviádole preso al Licenciado Ayllón, porque estorbaba el rompimiento, sacando por la lista la toca, esperaba que otro día le traerían preso a Hernando Cortés. Tornósele este pensamiento y esperanza tan al revés que, sabida después, esta victoria, nunca más alzó cabeza hasta que murió; perdió asimismo lo que gastó o lo más dello en esta segunda flota, porque en la primera mucho más puso Hernando Cortés, y lo que Diego Velázquez había inviado era para rescate.

Costó esta victoria la honra a Narváez y un ojo que perdió y once o (según otros dicen) diez y seis hombres que murieron, y entró con tan mal pie, que de su desgracia cupo muy gran parte a los indios, porque saltando su gente en tierra, un negro que venía con viruelas las pegó a un indio, y como el pueblo era muy grande y muy poblado y las casas son pequeñas y suelen muchos vivir juntos, de uno en otro fue cundiendo tanto este mal, que como ellos en salud y enfermedad tienen de costumbre bañarse y esto fuese tan dañoso con las viruelas, murieron muy muchos, y los que vivieron quedaron tullidos, y los que siendo avisados que no se lavasen se rascaron los rostros y manos, quedaron muy feos por los muchos y grandes hoyos que después de sanos les quedaron. Deste mal les subcedió otro, porque nunca una gran desgracia viene sin compañera, y fue la hambre, porque como las más de las mujeres, que son las panaderas (que con una piedra muelen y amasan su trigo) estaban viriolentas, no podían amasar, y así los sanos como los enfermos vinieron, por el tiempo que la enfermedad duró, a padescer gran hambre e aun a morir algunos della, de la cual, como suele, se siguiera presto pestilencia, si las viruelas no se acabaran, y aunque cesara la hambre, el hedor de los cuerpos muertos, porque no los enterraban, inficcionó tanto el aire, que se temió gran pestilencia si el aire que corría recio no llevara los malos vapores fuera del pueblo. Llamaron los indios a esta enfermedad güeyzaual, que quiere decir la «gran lepra», de la cual, como de cosa muy señalada, comenzaron después a contar sus años, como en Castilla el año de veinte e uno. Paresce que en esto se esquitaron los españoles por las bubas que de los indios rescibieron, a las cuales, por esto, llamaron la enfermedad de las Indias.



 

 

Capítulo XCI

Cómo los mexicanos se levantaron contra Pedro de Alvarado y lo que sobre ello Hernando Cortés hizo.

En el entretanto que esto pasaba, Motezuma y los mexicanos, que estaban indignados con las cosas que de Cortés y de los suyos Narváez había inviado a decir, se amotinaron con tan gran furia y con tan gran copia de gente, que en los pueblos comarcanos casi no quedó ninguna que no fuese en dar combate a la casa donde Pedro de Alvarado quedaba guardando a Motezuma. Quemaron, ante todas cosas, para quitar el refugio a los españoles, las cuatro fustas que estaban en la laguna, derribaron un lienzo de la casa, que con gran dificultad y trabajo los españoles reedificaron; minaron otros, pusieron fuego a las municiones, levantaron las puentes, quitaron los mantenimientos, y finalmente, en la prosecución de los combates, mataron a Peña, el muy privado de Motezuma, no guardando la cara a la voluntad y amor que su señor le tenía. Defendíanse los españoles como tales, mataron muchos indios; pero como ellos eran tan sin cuento y el combate era tan furioso, los que se defendían, aunque fueran de acero, faltaran, si Motezuma, con miedo que Pedro de Alvarado le mataría, algunas veces no hiciera señal de paz. Refrenábanse con esto algún tanto los mexicanos, dando algún vado a los encerrados, que de noche ni de día dormían, pero lo que los mexicanos cesaban, aumentaban de furor cuando tornaban a acometer.

Estas nuevas, porque sepamos que en las cosas humanas no hay contento que no venga muy aguado, supo Cortés, estando con la mayor alegría que jamás estuvo e con la mayor victoria, que de tantos a tantos jamás Capitán alcanzó. Sintiólas mucho porque, aunque de primero se las habían dicho indios, no las creyó, hasta que inviando a México un español a Motezuma con la nueva de su victoria, en lugar de albricias, volvió con muchos flechazos y heridas, trayendo por nueva cómo el fuego estaba muy encendido y que no solamente los mexicanos habían muerto a Peña, pero a otros dos españoles que se decían Juan Martín Narices y un Fulano de Valdivia, y que don Pedro de Alvarado, a gran instancia, pedía socorro e ayuda, e que si la dilataba, perescerían todos, e que Motezuma, por lo que le tocaba de no morir, había algunas veces, aplacado a los suyos, y que él y ellos se habían levantado por entender que Cortés no podía vencer a Narváez, por venir con tan pujante exército, tan bien armado e con tantos caballos y artillería.

Cortés, entendido esto, determinó de poner remedio luego en ello, y así, dexando asentada la Villa Rica cerca de la mar y poniendo en ella su Teniente, con la guarnición que era nescesaria para su defensa y guarda de Narváez, con el cual, de los más delicuentes y bulliciosos y que menos se esperaba podellos reconciliar, dexó algunos presos, escribiendo luego a Diego de Ordás, que iba una jornada o dos de allí con su gente, viniese a toda furia; lo mismo escribió a Joan Velázquez de León, que también había inviado a otra parte. Mandó de secreto a Alonso de Ojeda y Joan Márquez, su compañero, que sacasen las demás armas que estaban guardadas y no se habían dado a sus dueños, y cuando todos estuvieron juntos y las armas en su aposento, así a los suyos como a los de Narváez, les hizo la plática siguiente:



 

 

Capítulo XCII

De la plática que Cortés hizo a todos los del exército, queriendo partirse en socorro de Alvarado y cómo volvió las armas, y lo que le respondieron.

Ya que los que habían ido fuera se juntaron, llamando Cortés a todos los demás, así suyos como a los demás a quien no había vuelto las armas, rogándoles que estuviesen atentos, por lo mucho que en ello les iba, les dixo así:

«Porque en esta junta donde todos os halláis sin faltar ninguno hay tres diferencias de personas: unos venistes comigo e seguísteme hasta la hora presente; otros fuistes de los de Narváez, vista la razón que tenía, me habéis jurado por vuestro Capitán general e Justicia mayor, e por esto os volví luego vuestras armas e puse en nuevos descubrimientos; los otros, que habéis estado más obstinados, durándoos todavía la ceguedad con que Narváez se perdió, no confiándome por esto de vosotros, no os he vuelto las armas; pero ya que sabéis que no hay navíos en que os vais ni armas con que peleéis ni aun Capitán que os acaudille y advierta de lo que debéis de hacer, como yo lo haré a quien ya habéis jurado, saber que pensando Motezuma y los suyos, según lo que Narváez de mí le invió a decir y según la pujanza con que venía, que ninguno de los míos quedaría con la vida, determinó, para que de los enemigos tuviese menos, hacer guerra de noche y de día, a fuego y a sangre, a Pedro de Alvarado y a los de su compañía, que en guarda de Motezuma dexé: Hanle muerto tres españoles, aunque él ha muerto muchos indios; contramínanle la casa, está puesto en gran peligro y aprieto, y si con mucha brevedad no le socorrernos, no quedará hombre dellos, y el poder mexicano, que es muy grande, revolverá sobre nosotros, y así perderemos el más insigne y más rico pueblo del mundo, donde cada uno de vosotros será señor y dexará hacienda, honra y gloria a sus descendientes. Por tanto, ayudémonos todos; quered lo que yo quisiere, que es vuestro adelantamiento y honra; ca si estamos unánimes no hay poder en todo este nuevo mundo que nos contraste, y a vosotros, señores, que hasta ahora habéis estado algo pertinaces, vuelvo vuestras armas y entrego mi corazón y os empeño mi palabra de en todos las buenas andanzas haceros iguales con los que más me han amado y más me han seguido, porque espero que adelante habéis de hacer tanto que merescáis el premio que los más aventajados. Esto mismo quieren y desean que hagáis vuestros compañeros y también lo desean los míos. Por que veáis cuánto os conviene hacer lo que os ruego, tomad muy enhorabuena vuestras armas, y Dios os haga tan venturosos en ellas que Motezuma y los mexicanos entiendan el gran valor de vuestras personas, y ellas para los siglos venideros queden tan memoradas cuanto confío merescerán vuestros hazañosos hechos. Partamos de aquí con toda la brevedad que pudiéremos, socorramos a nuestra carne y sangre, no permitamos que cristianos amigos e deudos nuestros mueran a manos de gente infiel y bárbara e que sean cruelmente sacrificados al demonio, a quien tenemos por principal enemigo y a quien venimos a desterrar deste nuevo mundo, y si ni vuestra honra, ni vuestra gloria, ni vuestro provecho ni lo que más es, tan gran servicio de Dios, no os mueven a quererme e seguirme, nunca Dios quiera que yo fuerce vuestro querer ni quiera más de lo que quisierdes. Con vuestras armas os dexo en vuestra libertad: id donde quisierdes, que no podréis buscar ventura mayor que la que yo os daré como el que la ha hallado en la gran ciudad de México, y primero que me respondáis, vos, Alonso de Ojeda, y vos, Joan Márquez, dad a cada uno sus armas.»

No hubo Cortés acabado de mandar esto, cuando todos, con muy gran alegría, llamándole su Capitán y señor, rescibieron sus armas, ofreciéndole sus vidas y personas, diciendo que sin él no podían hallar la ventura y prosperidad que procuraban. Abrazó Cortés a los principales dellos, honrólos y dioles cargos, y desta manera fueron tan amigos como cuando lo eran de Narváez. Estando, pues, todos de un corazón y de una voluntad para el socorro y favor de los que en México habían quedado, Cortés se aprestó para la partida en la manera siguiente.



 

 

Capítulo XCIII

Cómo Cortés se aprestó para su partida y de lo que en ella hizo.

Otro día de mañana, después de hecho este razonamiento, Cortés hizo reseña de su exército y ordenó sus haces, dando los oficios y cargos que faltaban para hacer su camino. Dexó en Cempoala su recámara, para que despacio fuese con los enfermos que había; dexó, para que fuesen en su guarda, treinta o cuarenta soldados; los principales dellos eran Juan Juste y Alonso Rascón; y llegados que fueron los tamemes, oída misa, en son de guerra, acompañándole hasta una legua del pueblo el señor de Cempoala con los demás principales, llegó aquella noche a un pueblo que hoy llaman La Rinconada. Otro día, partiendo de allí de mañana, anduvo siete leguas; asentó su real en un llano, cerca del camino, que hasta ahora en la Nueva España no se ha visto tan grande exército, porque iban en él más de mill y cient españoles con gran multitud de indios que los acompañaban y servían. Luego que los indios, que a los lados del camino tenían sus pueblos, supieron que Cortés había asentado en aquel llano, acudieron con mucha comida de aves, fructas y tamales; vinieron los caciques con guirlandas y flores; dieron la bienvenida a Cortés; rescibiólos él graciosamente; proveyéronle muy largo de lo que era menester hasta entrar en la provincia de Taxcala; e porque todo el exército no podía ir junto, a causa de que unos se cansaban más que otros, mandó Cortés a Alonso de Ojeda y a Joan Márquez, su compañero, se adelantasen y entrasen en Taxcala, para saber nuevas de Pedro de Alvarado e para recoger comida para los que atrás quedaban. Anduvieron aquel día hasta la media noche veinte leguas; llegaron a las primeras casas de Taxcala, que no se podían tener de cansados, donde reposando lo que de la noche quedaba, luego de mañana entraron en Taxcala, donde los rescibieron con muy alegres rostros los señores de la provincia. Preguntáronle por el gran señor Cortés, informáronse de la gran victoria que contra Narváez había tenido, maravilláronse y holgáronse mucho della, y más cuando supieron que tantos españoles venían, para que Motezuma, su enemigo, pagase la traición que había hecho y fuesen libres los españoles que en México habían quedado.



 

 

Capítulo XCIV

De lo que Alonso de Ojeda y Joan Márquez hicieran, e de cómo Cortés prosiguió su camino.

Después que aquellos señores taxcaltecas se hobieron informado del estado y subceso de los negocios de Cortés, queriéndose volver atrás Alonso de Ojeda, dexando allí el compañero, para recoger mantenimientos, aquellos señores, dando aviso a las alcarías y pueblos de lo provincia, para que proveyesen a Ojeda cómo con mantenimientos, saliesen al camino, dixeron que de su parte, topando al invencible y esforzado Capitán, su amigo y señor, le saludase y dixese le estaban esperando, para hacerle todo servicio y regalo, y que supiese que Pedro de Alvarado se había defendido valerosamente y que en el patio de Uchilobos había muerto más de mill principales; que se diese priesa, porque con su llegada se apaciguaría todo, y los culpados serían castigados, y que si para esto fuese menester su ayuda, la darían con gran voluntad. Con esto se despidió Ojeda, entrando por las alcarías; traxéronle mill gallinas de la tierra, cuatrocientas cargas de pan, cincuenta cántaros de cerezas, muchas cargas de tunas y docientos cántaros de agua. Con esta provisión que llevaban a cuestas, a su costumbre, mill y docientos hombres, salió de madrugada al camino; yendo con ello hacia do podían venir los españoles, entre unas casas de otomíes, oyó sonar un pretal de cascabeles. Paróse Ojeda a ver qué sería, porque no había acabado de amanescer, y vio que venía hacia él el general Cortés con cuatro o cinco de a caballo y dos mozos de espuelas. Apretó Cortés las piernas al caballo y dixo a Ojeda: «Estéis enhorabuena, ¿qué nuevas hay, y qué comida?, porque la gente viene desperescida de hambre.» Respondió Ojeda: «Señor, de todo hay buenas nuevas; yo llevo mill e quinientos hombres cargados de bastimentos; Joan Márquez queda en Taxcala, recogiendo más; los señores della besan a vuestra Merced las manos; alégranse mucho con su venida y están esperándola, y dicen que Pedro de Alvarado está bueno, aunque cada día con sobresaltos, y que ha muerto en el patio de Uchilobos mill principales.»

Mucho se holgó Cortés con estas nuevas; dio muy grandes gracias a Dios; dixo a Ojeda: «Dios os dé buenas nuevas, que tales me las habéis dado.» Jorge de Alvarado, que con Cortés iba, no cabía de placer de que su hermano fuese vivo, y lo hobiese hecho tan bien.

Con esto se apearon de los caballos, comieron una gallina fiambre, que lo habían bien menester; tornaron a subir en sus caballos; dixo Cortés: «Yo voy a Taxcala. Por vuestra vida, Ojeda, pues lo habéis hecho tan bien, prosigáis con esos tamemes vuestro camino, id por el despoblado, porque por ahí viene la gente harto nescesitada de socorro.» Despidióse Cortés; caminó Ojeda como le era mandado, el cual de ahí a poco topó con un soldado que se decía Sanctos Fernández, el cual le dixo cómo la gente toda a trechos venía ya muy hambrienta y nescesitada, tanto que si no se daba priesa morirían algunos de sed. Con esto, dándose mucha priesa Ojeda, topó con un Cristóbal, pregonero, y con su mujer, que era gitana; hallólos medio muertos en el suelo, echóles agua en el rostro, dioles a beber y de un ave que traía cocida, con que volvieron en sí. Ahora, en el entretanto que Ojeda prosigue su camino, digamos lo que a Cortés, aunque iba de priesa para México, acaeció en Taxcala.



 

 

Capítulo XCV

Cómo Cortés, aunque de paso, entró en Taxcala y de lo que con los señores della pasó.

Aunque Cortés no vía la hora de llegar a México por socorrer a los suyos, entró en Taxcala y no pudo ir tan presto ni tan secreto que primero no tuviesen aviso aquellos señores; saliéronlo a rescebir ya que estaba dentro de la ciudad; apeáronle ellos proprios del caballo; metiéronle en la casa de Magiscacín, diéronle luego de comer a él y a los que con él iban, refrescóse, y descansó un poco, agrasdeció mucho la voluntad con que habían mandado proveer a su gente, y después que entre ellos pasaron palabras de mucho amor y amistad, Cortés les preguntó muy por extenso el estado de los negocios de México y la causa de su rebelión. Ellos le dixeron lo que habían dicho a Alonso de Ojeda y que no sabían cierto qué fuese la causa, aunque se decían muchas; pero que la que a ellos les parescía era ser de mal corazón Motezuma y los mexicanos traidores y malos de su condisción, que no guardaban palabra que diesen ni pasaban por concierto que hobiesen hecho, y que no podían ver cristianos y que los debían de temer mucho, pues quedaban pocos; los habían acometido y hecho guerra continua de noche y de día, y que llegado a México sabría más claro y más por extenso lo que había pasado y las causas y razones de su rebelión; que se hubiese con ellos como con enemigos encubiertos y que en su ausencia tanto se habían declarado; y que pues venía tan poderoso y pujante, no dexase hombre a vida de los que fuesen culpados, que en ellos tendría las espaldas bien seguras e toda el ayuda que ellos le pudiesen dar y que mirase mucho por sí, porque de la manera que pudiesen habían de procurar matarle o echallo de la tierra.

Cortés, que bien atento a estas palabras había estado, como dichas de amigos y que mejor que otros sabían los negocios, les agradesció mucho el amor y voluntad con que le avisaban y el ofrescimiento que de su ayuda le hacían, y mostrando el poco temor que a los mexicanos tenía, les respondió: «Señores y amigos míos: Si estando yo en México con la gente que vistes, no se osaron desmandar, ¿qué pensáis que podrán hacer ahora viniendo como vengo con tan pujante exército? Si no fueren buenos y leales de voluntad y corazón, yo haré que lo sean por fuerza y no me dormiré nada, por que no tengan lugar de hacer alguna traición; antes me daré tal maña que no habrán pensado la cosa, cuando ya la entienda y sepa y castigarla [he] de tal manera que escarmienten para otra.»

Cierto, el confiar tanto Cortés, como David, de la mucha gente que llevaba en su exército, fue causa que después le subcediese la desgracia que en su lugar diremos. Los taxcaltecas, como siempre presumieron de bravos y más valientes que los otros indios, e tenían por tan enemigos a los mexicanos, mucho se holgaron de oír a Cortés; levantaban los brazos a manera de pelea, dándole a entender que eran fuertes y que delante dél deseaban verse a las manos con ellos. Con esto, abrazando Cortés a aquellos señores e rogándoles proveyesen a los españoles que venían, subió en su caballo e a toda priesa hacia México prosiguió su camino, donde le dexaremos, volviendo a lo que Ojeda y Joan Márquez hicieron y les pasó con la gente.



 

 

Capítulo XCVI

De cómo Ojeda prosiguió su camino y cómo llegó de Taxcala su compañero Joan Márquez y de lo que más les avino.

Prosiguiendo Ojeda su camino, era lástima de ver cómo aquí topaba con uno, allí con dos, acullá con tres y cuatro, unos caídos, otros que no podía andar, otros tan enflaquescidos que apenas podían echar la palabra de la boca, porque, como venían a pie e por despoblado y les faltó la comida y el agua, creyendo que les sobrara lo que al principio les habían dado, venían despeados, hambrientos y muertos de sed. Llegó Ojeda ya noche a un pinar, y en aquel llano, haciendo alto, juntó a todos los que por su pie podían venir, y a otros hizo traer a cuestas; juntó hasta setenta españoles, hizo hacer a los indios muchos fuegos, pelar docientas gallinas que ya traían ahogadas; asáronlas los indios, traxeron pan e agua; hartáronse aquellos hambrientos y sedientos hombres; comían y bebían con tanta agonía ques no se vían hartos; dieron gracias a Dios por el socorro que les había inviado, que, a la verdad, creyeron espirar primero que llegasen a Taxcala. Ya que era la media noche, que todos estaban contentos o reposando, oyó Ojeda gran rumor de gente; preguntó a los indios que qué era aquello; dixéronle que venía Joan Márquez, su compañero, con muchos indios cargados de comida, y fue así que llegó luego con dos mill y quinientos indios, todos con provisión. Holgáronse mucho los dos compañeros, alegráronse por extremo los españoles que allí estaban, por el socorro que Joan Márquez traía para los que atrás quedaban, que no venían menos hambrientos y cansados, y así luego otro [día], en amanesciendo, comenzaron a parescer muchos que venían cayéndose. Salieron a ellos, diéronles de comer en el pinar, e yendo adelante Ojeda y Joan Márquez a rescebir los demás, llegó un español que se decía Magallanes y otro que se decía Diego Moreno, los cuales traían consigo mill hombres cargados de comida; venían de hacia Tepeaca; viniéronse a juntar al pie de cuatro mill e quinientos indios, y estando los españoles e indios así juntos, dixo Alonso de Ojeda: «Yo e Diego Moreno iremos con alguna provisión a rescebir a los que vienen con la recámara y el artillería, e Magallanes y Joan Márquez se queden aquí rescibiendo a los que llegaren con la comida adereszada.» Concertados así, Alonso de Ojeda e Diego Moreno tomaron cuatro mill indios para su compañía y para lo que fuese menester, e docientos con bastimentos e cient cántaros de agua. Yendo así como iban por concierto, por sus escuadrones, asomaron nueve o diez de a caballo, y creyendo que los indios era gente de guerra, se aprestaron, tomando las lanzas en las manos, que se les caían, no pudiéndolas sustentar de desmayados e desflaquescidos, y no menos lo venían los caballos, que no menos nescesidad que sus amos habían padescido.



 

 

Capítulo XCVII

Cómo saliendo de entre los indios Diego Moreno e Alonso de Ojeda, conoscidos por los de a caballo, se holgaron mucho y caminaron adelante, y de lo que más les acontesció.

Luego como Ojeda e Diego Moreno viesron los de a caballo y que se habían apercibido como que temían algo, salieron de entre los indios, haciéndose adelante, los cuales, como fueron vistos de los de a caballo y conoscieron que eran españoles los que habían salido de entre los indios, aseguráronse y perdieron el miedo que habían cobrado; con alegría dixeron: «Señores, ¿cristianos sois? No pensamos sino que todos érades indios de guerra que nos venían a matar, según vienen en orden esos que con vos vienen. ¿Hay algo que comamos, señores?», y esto decían con tanta flaqueza que casi no podían hablar. Ojeda y Diego Moreno los apearon luego, diéronles de comer y a los caballos tortillas de maíz, que comieron con gran gana; y después que los unos y los otros tomaron esfuerzo, Ojeda les mostró los humos del pinar, que estarían de allí legua y media, diciéndoles que allí quedaban Joan Márquez y Magallanes con mucha comida, esperando a los que viniesen. Ellos de la hambre pasada, como no pensaban verse hartos y oyeron esto, alegráronse mucho. Preguntóles Ojeda por el artillería y recámara, dixéronle que venía dos leguas de allí; fueron luego a buscarla, y primero que llegasen a ella, a trechos iban proveyendo y consolando a los hambrientos que topaban, mostrándoles adónde habían de ir a descansar, que eran los humos del pinar, donde todos, como si a cada unos mostraran su tierra natural, se regocijaron.

Prosiguiendo desta manera su camino Ojeda y Diego Moreno, toparon con Gonzado de Alvarado, que traía a cargo el artillería, donde fue de ver el alegría que los españoles que venían rescibieron con los que iban, y los indios que traían el artillería con los que llegaron, que los más eran sus amigos y conoscidos. Pararon todos, y como los que venían, así españoles como indios, venían cansados y con mucha hambre y sed, y entendieron que había qué comer y beber, muy alegres se asentaron todos; los españoles proveyeron a sus españoles y los indios a los indios, de lo que traían. Hablaban poco y comían mucho; los hambrientos holgábanse de ver los que venían hartos, y éstos contaban cuentos y los otros, comiendo, escuchaban, diciendo algunas palabras de cuando en cuando, hasta que estuvieron contentos, que estonces, como dicen, todos hablaban de la oseta. Ya que los cansados y hambrientos estuvieron satisfechos y algo descansados, preguntándoles si quedaban algunos atrás, respondieron que no; estonces todos, de consuno, dieron la vuelta hacia do parescían los humos, donde llegaron una hora después de anochecido. Rescibiéronse los unos y los otros con mucha alegría, porque ya los estómagos estaban contentos; contábanse sus trabajos; daban gracias a Dios porque estando en tan gran peligro no hubiesen muerto, dexándolos para ver aquella gran ciudad de México, y así, con el alegría y descanso presente, la memoria de los trabajos pasados era más suave. Desta manera descansando, que lo habían bien menester, pasaron aquella noche, y lo que luego otro día hicieron, diremos en el capítulo que se sigue.



 

 

Capítulo XCVIII

Cómo quedando de los españoles los más cansados descansado, los demás partieron con el artillería hacia Taxcala.

El otro día por la mañana, quedándose allí algunos que habían llegado muy cansados e yendo otros de su espacio, todos los demás, muy alegres caminaron hacia Taxcala, y entrando por tierra de otomíes, como si entraran en su tierra natural, fueron rescebidos y hospedados. Recogieron los que desto tenían cargo tres mill gallinas, mucho pan y fructa; fueron luego a Guaulipán un día antes que Cortés volviese, el cual, como halló tanto refresco y comida, hizo detener allí la gente hasta que llegase la que había quedado en el pinar, y de allí despachó al padre Fray Bartolomé de Olmedo con un español o dos que le acompañaron, para que a toda priesa fuese a México y dixese a Motezuma que bastaba lo pasado y que no proscediese en su locura, porque le llovería a cuestas, y que se espantaba que un tan gran señor y tan cuerdo hubiese tomado tan mal consejo de quebrar la palabra que había dado, haciendo guerra a tan pocos españoles como en su casa y debaxo de su palabra y fee real tenía; que le rogaba no hubiese más, y que sí así lo hacía serían amigos y no se acordaría más de lo pasado, y si no, que supiese que iba con mucha gente, donde tomaría satisfacción del daño que su gente hubiese rescebido. Con este recaudo se partió Fray Bartolomé de Olmedo.

Dice Motolinea que en Taxcala, haciendo Cortés reseña de su gente, halló que llevaba mill peones e ciento de a caballo pero Alonso de Ojeda, en los Memoria les que hizo, dice que se partió de aquel pueblo a otro que se decía Capulalpa, y de allí otro día, para Tezcuco, donde no pudo llegar, haciendo noche dos leguas antes de llegar a él; pero otro día, ya que todos se habían juntado, de su espacio caminaron para Tezcuco, adonde llegaron a las nueve de la mañana. Hallaron casi sin gente aquella gran ciudad; nadie los salió a rescebir; la gente que había les mostraba mal rostro; todos los demás estaban en México, porque habían acudido al combate que se daba a Alvarado. Vieron otras señales muy malas, de que nada se contentaron. Estuvo allí Cortés descansando cuatro días, y otro día después de llegado, vino una canoa de México, que salió de noche por una de las acequias encubiertamente, para no ser vista. Venían en ella dos españoles de los que habían quedado con Pedro de Alvarado; el uno se decía Sancta Clara y el otro Pero Hernández. Holgóse mucho con ellos Cortés; diéronle muy larga cuenta de lo pasado y dixéronle cómo había ya trece días que no daban guerra a Pedro de Alvarado y que no le habían hecho más daño del que él sabía de los tres españoles. Creyó por esto Cortés que ya todo estaba muy seguro y que no había de qué temer, paresciéndole que por lo que Fray Bartolomé habría dicho y por la pujanza con que él iba, ni Motezuma ni los mexicanos se osarían desmandar. Escribió (que no debiera) a Cempoala, a los españoles que con el resto de la recámara habían quedado allí y a los demás que de cansados aún no habían llegado y quedaban derramados por los pueblos, que ya no había guerra ni hombre que se osase desmandar, lo cual, para mayor daño, aseguró los españoles.



 

 

Capítulo IC

Cómo Cortés partió de Tezcuco para México, y cómo parando en Tepeaquilla halló ruines señales, y cómo, partiendo de allí, entró en México.

Con más reposo del que hasta allí Cortés había tenido, no recelándose del mal grande que después subcedió, con su gente en orden, partiendo de Tezcuco para México, paró en Tepeaquilla, pueblo que está legua y media de México, a la entrada del cual, pasando por una pontezuela de madera Solís Casquete, hombre de a caballo, metiendo el caballo la una pierna por entre dos vigas, se le hizo pedazos, quedando el caballo colgado de la puente. Solís saltó en el agua; miraron en esto algunos de los españoles, especialmente Botello, de quien diremos adelante, que lo tuvieron por mal agüero y señal, diciendo que no entraban con buen pie y que algún mal les había de subceder, aunque el cristiano no ha de mirar en agüeros, y así lo hacía Cortés, interpretando siempre e mejor lo que acaecía, como hacía el Gran Capitán, las malas señales. Con todo, la gente halló mucho maíz e otras provisiones, pero no persona alguna que lo guardase, que también paresció muy mal.

Ya que otro día de mañana se querían partir para México, buscando por entre las casas y dentro dellas algunos indios para que llevasen las cargas, Alonso de Ojeda y Joan Márquez, que desto tenían el cargo, no hallaron persona alguna más de un indio que dicen naboria, ahorcado de una viga de la casa, vestido con sus mantas y mástil; salieron algo alterados con esto, paresciéndoles mal todo lo que habían visto. El exército comenzó a andar; yendo un poco delante por el mismo pueblo, hallaron en una plazuela un gran montón de pan y más de quinientas gallinas atadas, y tampoco, como antes, persona alguna que lo guardase ni a quien pudiesen preguntar cosa, y como esto caía sobre lo demás, tampoco a Cortés, aunque lo desimulaba, paresció bien y quisiera no haber escripto a los de Cempoala; pero desimulando la mala sospecha y ruines indicios que había visto, con alegre rostro, concertando su gente, los de a caballo por sí y los peones por sí, tocando el atambor e pífaro, les dixo: «Ea, señores y amigos míos; que ya se han acabado nuestros trabajos, y si los indios no han parescido es de temor y vergüenza de haberse atrevido contra los nuestros; con emienda los reconciliaremos y nos serán más amigos y todos seréis de buena ventura.»

Era víspera de Sant Joan cuando Cortés entró con este orden en la ciudad de México; estaban los indios a las puertas de sus casas sentados, callando, que no parescían haber hecho mal alguno, y a la pasada, amenazándoles en la lengua algunos de los nuestros, se sonreían, dándoseles muy poco de sus amenazas. Tenían todas las puentes quitadas de unas casas a otras; vieron claras muestras de lo que les pesaba con la venida de los nuestros y aun de lo que después hicieron. Llegó desta manera nuestro exército al aposenta donde Pedro de Alvarado estaba guardando a Motezuma; las puertas estaban todas cerradas; subió sobre los muros la más de la gente que dentro estaba; diéronse la buena venida y la buena estada los unos a los otros con gran alegría y regocijo de todos. Llegó Cortés a la puerta principal, dio golpes para que le abriesen, no le respondieron ni quisieron abrir, y tornando a tocar la puerta, desde el muro respondió Pedro de Alvarado: ¿Quién llama y qué quiere?» Replicó Cortés: «Llama Hernando Cortés, vuestro Capitán, que quiere entrar.» Entonces Pedro de Alvarado le dixo: «Señor, ¿viene vuestra Merced con la libertad que salió de aquí y con el mando y señorío que sobre nosotros tenía?» Diciendo Cortés que sí y, loado Dios, con más pujanza e mayor victoria, con grande alegría los que dentro estaban le abrieron la puerta, y entrando, con gran reverencia Pedro de Alvarado le entregó las llaves, abrazándose luego el uno al otro, y así todos los demás los unos a los otros.

No se puede decir el alegría y regocijo que todos rescibieron; los de Alvarado contaban los trabajos y peligros en que se habían visto, las muertes de sus españoles, los combates que habían rescebido, las defensas que habían hecho, el deseo que tenían del socorro, el amainar de la furia de los indios cuando supieron la venida de Cortés. Los otros compañeros que con el Capitán habían ido, también contaban el trabajo que en la priesa del camino habían rescebido, el andar de noche, el acometer a Narváez, lloviendo toda la noche, la pérdida de los compañeros, la victoria tan venturosa. Los que de nuevo venían, que eran los de Narváez, hallaron entre los de Alvarado muchos conoscidos y amigos con quien se holgaban mucho. Desta manera pasaron dos horas hasta que los aposentadores comenzaron a alojar la gente, la cual, por no caber toda en los aposentos de Cortés, fue nescesario que mucha della alojase en el templo mayor.



 

 

Capítulo C

Cómo llegado Cortés, Motezuma salió al patio a rescebirle y se desculpó de lo pasado, y de la contradición que en esto hay.

Entró Cortés a hora de comer en México, con la gente que dixe, acompañado de muchedumbre de amigos tlaxcaltecas y otros; y a una hora después de llegado salió, según algunos dicen (aunque Ojeda escribe lo contrario) al patio, Motezuma, acompañado de los más principales señores de la tierra, a rescebirle, penado, según mostraba, de lo que los suyos habían hecho. Desculpóse lo mejor que supo e pudo. Cortés le respondió pocas palabras, haciendo bien del enojado, e despidiéndose desta manera, cada uno se fue a su aposento.

Otros dicen, y esto es lo más cierto, que Motezuma esperó que Cortés, como solía, le entrase a visitar, pues era tan gran Rey e señor y que a esta causa, aunque venía victorioso, no le salió a rescebir. Cortés, como venía tan pujante, paresciéndole que todo el imperio mexicano era poco, enojado de lo que había pasado, no hizo cuenta dél ni le quiso entrara ver, lo cual fue la principal causa de la destruición de los suyos, e así dixo muchas veces e yo se lo oí en corte de Su Majestad, que cuándo tuvo menos gente, porque sólo confiaba en Dios, había alcanzado grandes victorias, e cuando se vio con tanta gente, confiando en ella, estonces perdió la más della y la honra y gloria ganada, que, cierto, para todos los Capitanes es documento notable para perder el orgullo en la prosperidad mundana.

Fray Bartolomé de Olmedo, por mandado de Cortés, fue otro día a ver a Motezuma, para entender del estado de los negocios. Motezuma le respondió bien; preguntó si el Capitán venía enojado, por que no le había visto; respondióle el flaire que no, pero que venía cansado y que por eso no lo había hecho, e con esto le reprehendió del mal consejo que había tenido. No respondiendo a esto Motezuma, dixo: «Si el Capitán no está enojado, yo le daré un caballo con su persona, de bulto, sobre él, todo de oro.» Con esto se despidió Fray Bartolomé; contó lo que pasaba a Cortés, el cual, extendiéndose con la victoria de Narváez porfió en no querer ver a Motezuma, que fue la causa de todo su daño y pérdida, porque, como después pasaron algunos días que no hizo caso de tan gran Príncipe, él y los suyos lo sintieron tanto que en breve mostraron el rancor que en sus pechos tenían, aunque otros dicen que luego, dende a cuatro o cinco días que Cortés llegó a México, se levantaron.



 

 

Capítulo CI

De las razones y causas por qué los mexicanos se levantaron contra Pedro Alvarado.

Deseaba mucho saber Cortés por qué razón en su ausencia los mexicanos se habían rebelado contra Pedro de Alvarado, habiendo dado Motezuma su palabra de no consentir alteración alguna, y no tanto deseaba saber esto por castigarlo, pues siempre pretendió su amistad y confederación, cuanto por reprehender a Pedro de Alvarado si había sido culpado. Juntó, pues, muchos de los principales, que todos (como dice Gómara) no pudo ser, y con las mejores palabras que supo, con buena gracia, sin mostrar enojo, les rogó le dixesen la causa de la rebelión pasada. Ellos, como eran muchos y cada uno tenía particular ocasión de malquerencia, como los que estaban determinados de segundar, y con mayor furia, desvergonzadamente y sin muestra de arrepentimiento de lo pasado, unos respondieron que por lo que Narváez les había inviado a decir; otros, que por echarlos de México, porque no los podían ver, para que se fuesen, como estaba concertado, en teniendo navíos, y que esto lo habían bien mostrado cuando, combatiendo la casa, a voces decían: «¡Perros cristianos, cristianos perros, fuera, fuera; salid de nuestra tierra, usurpadores de lo ajeno!» Otros, que por libertar a Motezuma, como lo decían dando la guerra: «¡Soltad, soltad a nuestro gran Rey y señor si no queréis morir mala muerte!» Nunca jamás (aunque lo dice Gómara) le llamaron dios. Otros, que por robarles el oro, plata y joyas, que más por fuerza que de su voluntad Motezuma y otros señores les habían dado, diciendo que valían más de sietecientos mill ducados, dando voces: «¡Ah, perros; aquí dexaréis el oro y joyas que habéis robado!» Quien, que por no ver allí a los taxcaltecas y otros indios, que les eran muy odiosos, por ser sus mortales enemigos. Muchos o los más decían que por haberles derribado sus ídolos principales, deshecho su religión, destruido sus sacrificios, puesto nuevas leyes, introduciendo nueva religión contraria a la suya, e que para la venganza desto el demonio les había dado gran priesa, conforme a lo que los más decían.

La principal causa fue, porque viniendo el principio de su mes, que era de veinte en veinte días, que estonces para ellos era fiesta solemne, pocos días después de partido, Cortés, quisieron celebrarla, como solían, para lo cual pidieron licencia a Pedro de Alvarado, y esta licencia pidiéronla con engaño para que los cristianos no sospechasen, como ello era, que se juntaban para matarlos. Alvarado les dió la licencia con que a la fiesta no llevasen armas ni sacrificasen persona alguna, que para ellos fueron dos cosas harto ásperas e que encendieron el fuego; juntáronse más de sietecientos (otros dicen más de mill) caballeros e personas principales, con algunos señores, en el templo mayor. Aquella noche hubo muy gran ruido de atabales, caracoles, cornetas, huesos hendidos con que silbaban muy recio; cantaron muchas canciones; créese por cierto que en ellas, como suelen, trataron de la rebelión que luego hicieron. Salieron al baile desnudos en carnes y sin cutaras, cubiertas solamente sus vergüenzas, pero sobre las cabezas y pechos muchas piedras y perlas que estonces no las había sino muy raras, collares a las gargantas, cintas de oro colgando sobre los ombligos, muchas piedras y brazaletes muy ricos a las muñecas, con muchas chapas de oro y plata sobre los pechos y espaldas y cabezas y manos, presciosos y ricos penachos. Desta manera, a vista de los nuestros, en el patio del gran templo, bailaron su baile, que fue cosa bien de ver.



 

 

Capítulo CII

Cómo se llamaba este baile y cómo se hacía, y si Pedro de Alvarado acometió [a] los indios por cobdicia o por deshacer la liga, y lo que después se supo de las ollas.

Llamaban los indios a este baile maceuatlistle, que quiere decir «merescimiento con trabajo», y así al labrador llamaban maceuatli. Era este baile como el netotiliztli, aunque se diferenciaba el uno del otro en algunas cerimonias. Ponían, cuando le habían de hacer, en el suelo de los patios muchas esteras y encima dellas los atabales y los otros instrumentos músicos; danzaban en corro, asidos de las manos y por ringleras; bailaban al son de los que cantaban y tañían y respondían bailando y cantando. Los cantares eran sanctos y no profanos (aunque en éste trataron la conspiración contra los nuestros) en alabanza del dios cúya era la fiesta; pidiéronle, según su nombre e advoración, o agua, o pan, o salud, victoria, o paz, hijos, sanidad, o otros bienes temporales.

Notaron los que al principio miraron en estos bailes, que cuando los indios bailaban así en los templos, que hacían otras diferentes mudanzas que en los netotiliztles, magnifestando sus buenos o malos conceptos, sucios o honestos, con la voz, sin pronunciar palabras y con los meneos del cuerpo, cabezas, brazos y pies, a manera de matachines, que los romanos llamaron gesticulatores, que callando hablan. A este baile llamaron los nuestros areito, vocablo de las islas de Cuba y Sancto Domingo.

Estando, pues, en este baile aquellos caballeros mexicanos, o porque avisaron a Pedro de Alvarado de lo que tractaban, o por ver baile tan solemne e de tan principales personas, o por otras causas que no se saben, fue allá, y lo que es más probable, por lengua de algunos españoles que entendieron la trama, sabiendo que se tractaba de la rebelión de los indios y muerte de los cristianos, tomó las puertas del patio con cada diez o doce españoles, y él con cincuenta entró dentro, haciendo en ellos gran carnicería. Mató los más, tomóles las joyas e riquezas que traían, lo cual dio ocasión a que algunos dixesen que por cobdicia de las riquezas había hecho tan grande estrago; de lo cual Cortés, aunque no lo creyó, rescibió pena y enojo, y como no era tiempo de desabrir a los suyos, que tanto había menester, dexó de inquerir el negocio.

Dicen algunos que los taxcaltecas fueron los que malsinaron a aquellos caballeros mexicanos e pusieron a Alvarado en que hiciese lo que hizo, y cierto debieron los mexicanos en aquella su fiesta de tratar traición contra los nuestros, porque aunque ellos lo negaron, súpose después de muchas indias que los españoles tenían de servicio, que por la mañana el día del baile habían puesto las mujeres infinita cantidad de ollas con agua al fuego, para comer a los españoles cocidos en chile, porque pensaban tomarlos sobre seguro, e habíanlos descuidado con salir desnudos al baile, e tenían, según las indias dixeron, las armas escondidas en las casas que estaban cerca del templo, para tomarlas cuando menos pensasen los españoles. Fue digno castigo de que el sueño se les volviese al revés y pagasen por la pena del talión.



 

 

Capítulo CIII

De lo que Cortés, descubiertas las causas de la rebelión, dixo a los señores y principales, y de cómo otro día se comenzaron a descubrir para tornar a ella.

Entendidas por Cortés las causas de rebelión y vista la manera con que las dixeron, que fue bien desvergonzada, previniendo en lo que pudo, a lo que sospechaba, vino luego a los indios principales y señores, y díxoles:

«Fuertes y nobles caballeros: En las entrañas me pesa de que vosotros a Alvarado hayáis sido causa de la rebelión pasada. Si vosotros lo fuistes, pésame de que hayáis quebrado la palabra que me distes y entendido tan mal el amor que os tengo y las buenas obras que os he hecho y deseo hacer y lo que procuro, ser vuestro amigo y que estéis desengañados de los errores en que el demonio os tiene metidos; si habéis tenido la culpa, yo os la perdono con que de aquí adelante me seáis tan amigos como yo os he sido y seré (a esto se sonrieron, como haciendo burla); y si Alvarado tuvo la culpa, me pesa más, porque os quiero y amo, como a hermanos míos, y nuestro oficio y condisción es hacer bien y estorbar que otros no hagan mal; y si en lo hecho ha habido de nuestra parte culpa, habrá castigo y grande emienda para en lo de adelante. En lo demás, ver si hay algo en que os pueda dar contento, que yo lo haré mejor que hasta aquí, y mirad que, pues que sois caballeros, no intentéis ni hagáis cosa que no sea de tales, porque si la hicierdes deshonraréis vuestro linaje, seros han enemigos los que por mi intercesión os son amigos, lloveros ha a cuestas, y del juego llevaréis lo peor, porque si con tan pocos españoles hice tanto cuando al principio vine, ahora que tengo tantos, como veis, más caballos y más artillería, ¿qué os paresce que podré? Ya sabéis cómo pelean los españoles, cuán bravas heridas dan con las espadas, cuán grandes fuerzas tienen y cómo la vida de uno ha siempre costado muchas de las de vosotros. También sabéis que aunque en la guerra son como leones, después que han conseguido la victoria son clementes, mansos y misericordiosos, y no como otras nasciones que, cuando vencen, hacen grandes estragos y crueldades en los vencidos y en aquellos que menos pueden. No tengo más que deciros; ved ahora vosotros lo que os paresce, que yo no quiero más de lo que es razón.»

Oyeron aquellos caballeros aquestas palabras, e aunque eran buenas y verdaderas e llenas de amor, como cayeron en pechos dañados y llenos de enemistad, no respondieron más de que ellos verían lo que debían hacer, y con esto, sin los comedimientos acostumbrados, se fueron los unos por acá y los otros por allá.



 

 

Capítulo CIV

Cómo los mexicanos, pidiendo tianguez a Cortés, alzaron por señor al hermano de Motezuma, e de lo que acontesció a Antón del Río, que fue la primera señal de la segunda rebelión.

Muy indignado estaba Motezuma de ver la poca cuenta que dél había hecho Cortés en no haberle, como solía, ido a visitar, y aun porque le habían dicho que Cortés hablaba palabras en su deshonor; pero como naturalmente era noble de condisción, si aquellos sus caballeros que tanto aborrescían a los nuestros no le indignaran y vinieran con nuevas, y Cortés le visitara, no vinieran los negocios al rompimiento que vinieron, aunque se supo estar los mexicanos de tan mal arte, que por ninguna vía se apaciguaban, deseosos, como el demonio les daba priesa, de echar de la tierra a los nuestros, o de sacrificallos y comellos, como muchas veces tenían determinado y concertado habían para cuando entró Cortés, porque no hallase de comer, levantado el tianguez, que es el mercado. Invió Cortés a decir con la lengua a Motezuma que mandase, como se acostumbraba, hacer tianguez, porque los españoles comprasen lo que hobiesen menester. Respondió Motezuma con gravedad enojada que él estaba preso, y que los demás deudos suyos que tenían autoridad y mando en la república, que soltase uno dellos, para que saliendo fuera mandase hacer el tianguez, e que éste fuese el caballero que a él le paresciese. Cortés, no sospechando lo que subcedió, replicó que él era contento que su Alteza inviase al que fuese servido. Invió Motezuma a su hermano, el señor de Eztapalapa, al cual, como vieron fuera los mexicanos e que en los combates dados a Pedro de Alvarado no habían podido soltar a su Rey e señor, no le dexaron volver a la prisión ni hicieron el tianguez; antes le eligieron por su caudillo y Capitán y no fue menester rogárselo mucho, porque lo tenía gana.

Estando los negocios desta suerte, un soldado que se decía Antón del Río, saliendo de la ciudad por mandado de Cortés, para ir a Cempoala para que traxese ciertas adargas que con lo demás de la recámara habían quedado, para hacer un juego de cañas y regocijarse, yendo por el Tatelulco para salir por la calzada de Tepeaquilla, por donde los españoles habían entrado, comenzaron los indios a darle muy gran grita e a seguirle con flechas y arcos, con piedras y macanas; y como la gente con la grita le salía de adelante hacia do él iba e otra le seguía de la que quedaba atrás, por que no le tomasen allí a manos y le hiciesen pedazos, volvió atrás, e rompiendo con el caballo, hiriendo con la espada a los que podía, pasó por ellos hasta que a más correr vino huyendo a los aposentos, y como los nuestros lo vieron venir así e que, se había apeado en el aposento del Capitán, fueron todos allá para saber lo que pasaba, el cual contó el negocio. Invió luego Cortés cinco o seis de a caballo bien adereszados, para que descubriesen lo que había e viniesen a darle mandado. Salieron por la calle que va a Iztapalapa, hallaron dos o tres puentes por do corrían las acequias, quitadas las vigas, y gran cantidad de indios por las azoteas, y dando la vuelta por otras calles, hallaron que las puentes, que todas eran de madera, estaban quitadas, salteadas las vigas, quitada una y dexada otra, de manera que la puente que tenía diez vigas estaba con cinco salteadas, para que los de a caballo cayesen y se hicieren pedazos, porque para ellos, según su ligereza, siguiendo o huyendo, no lo era inconveniente.

No pasaron aquellos españoles adelante, así por el estorbo de las puentes, como porque les paresció muy mal la desvergüenza de los indios, que desde las azoteas y desde las puertas de las casas con las manos y cabeza hacían señal de que pasasen adelante, para dar sobre ellos.

Desta manera, bien confusos y descontentos, se volvieron al aposento de Cortés, el cual, cuando supo lo que pasaba, no se holgó nada, apercibió su gente, mandó tener a buen recaudo a Motezuma y a los demás prisioneros, esperando que más señales de guerra hobiese.



 

 

Capítulo CV

De cómo se vieron más señales de la rebelión y del primer cambate que los mexicanos dieron a Cortés.

Día era, según algunos dicen, de Sant Joan, e, según la mayor opinión, otro día después, cuando saliendo Alonso de Ojeda y Joan Márquez su compañero, a buscar de comer cerca de los aposentos, llegaron cerca de la casa de Guatemocín, donde hallaron la puerta principal cerrada con adobes; quisieron pasar, e como el acequia estaba en medio e las vigas que hacían puentes quitadas y el agua honda, echaron muchas piedras, adobes, palos y esteras e todo lo que demás hallaron para cegar el agua, e después de cegada pasaron e siguieron por una calleja toda cerrada por lo alto; saliendo della dieron en una gran troxe de madera. Dio Ojeda el espada a Joan Márquez para subir a la troxe e ver lo que dentro había, el cual, después de subido, vio que estaba llena de cinchos de cuero con que los indios jugaban al batey, e de algunas armas. Joan Márquez llegó a la puerta de una casa que estaba adelante; oyó de lo alto de las casas dar grande grita, diciendo: Miqueteul, que quiere decir «Mata a ese hijo del sol». A estas voces descendió Ojeda de la troxe, y tomando su espada se juntó con el compañero, que llevaba un alabarda. Comenzaron, como dicen «¡Ah, puto el postre!», a huir porque ya el aire resonaba con el alarido de los indios, del cual entendieron que toda la ciudad debía de estar levantada. Los callones y vueltas eran tantas, que a no llevar por guía un indio taxcalteca, que tuvo más memoria, no acertaran a salir e murieran allí. Saliendo por donde habían entrado, hallaron aquella parte del acequia que habían cegado como estaba cuando la dexaron; pasaron por ella, e yendo hacia los aposentos de Cortés encontraron con un papa de los indios, con los cabellos tendidos, como furioso y endemoniado, haciendo señales con las manos, donde voces, que ponía espanto. Con todo esto, la espada desnuda, tiró tras dél Alonso de Ojeda, el cual se le acogió a una casa que allí cerca estaba, en la cual entró siguiéndole, y en ella halló muchas grullas mansas, que a los gritos de aquel papa comenzaron todas a grasnar. En esto Juan Márquez, su compañero, le comenzó a dar grandes voces; saliendo a ellas el Ojeda, le dixo el Joan Márquez: «¿Qué diablos hacéis, o a que os paráis a seguir a ese perro? ¿No veis que se arde la ciudad y dan guerra los indios a nuestro Capitán?» Ojeda, como salía del ruido grande que las grullas hacían, atronado, dixo: «Calla, que son estas grullas que graznan en esta casa»; pero, reparándose un poquito, se desengañó luego, porque el alarido de los indios crescía e ya muchos se habían subido a las azoteas. Como vieron esto, corrieron hacia el patio del templo mayor, donde hallaron en lo alto dél seis o siete españoles que estaban atalayando para dar aviso a Cortés cómo venía por todas partes la gente de guerra, los campos llenos, y cómo comenzaban a entrar por las calles, que parescían turbiones de lagosta.

Comenzáronse luego a armar los españoles que quedaban, porque ya más de docientos habían salido a las calles y estaban peleando y defendiéndoles la entrada en el entretanto que los demás se armaban. Fue grande la pelea y batalla de aquel día; no pudieron entrar al patio de Uchilobos, que era el que pretendían tomar, pero entre unas puentes e otras hicieron grandes albarradas para que los cristianos no pudiesen salir y ellos desde ellas pudiesen mejor ofender.

Fue muy recia la pelea deste día, porque así los indios como los cristianos estaban descansados, y los unos, por defender lo que habían ganado y no perder el nombre y fama de su valentía, hacían más que hombres; los otros, ciegos de su pasión, como eran infinitos, no temían ni tenían cuenta con el morir, porque como perros rabiosos, por ofender, se metían por las espadas. Murió aquel día gran cantidad de indios y ningún español, aunque, como la batalla duró hasta ponerse el sol, hubo algunos heridos. Acabado este primero rencuentro, con la noche que venía, todos se fueron a reposar para trabajar de nuevo el día siguiente.



 

 

Capítulo CVI

Del segundo rebato que los indios dieron a Cortés y de cuán reñida fue la batalla.

Del recuentro pasado entendió Cortés cómo se debía apercibir para la batalla del día siguiente; pesóle (por ser los enemigos tantos y tan porfiados) de haber escripto lo que escribió y de no haber inviado a llamar a Saucedo, que había quedado con la recámara en Cempoala y a algunos de la Villa Rica; procuró lo más secretamente que pudo inviar a llamar a Saucedo, para que viniese con los que con él estaban, y aunque todos estaban cansados, procuró que a la media noche, algunos de los más valientes deshiciesen las albarradas que tomaban las calles.

Otro día, una hora antes que amanesciese, era cosa espantosa de oír el ruido que, silbando e tocando caracoles e otros instrumentos de guerra, los enemigos hacían. Luego como amanesció, las azoteas llenas de gente y las calles cubiertas, con un alarido que le ponían en el cielo, comenzaron a hacer cruda guerra en los cristianos. Hubo muchas muertes de la parte de los indios e muchos heridas de la de los cristianos. Hicieron de nuevo los indios albarradas, porque como eran infinitos, había gente sobrada para lo uno y para lo otro. Salieron los cristianos a la calle, tratábanlos mal con pedradas los que estaban en las azoteas, aunque los escopeteros y ballesteros derribaron muchos. En este día se señalaron algunos indios que con ánimo feroz y endiablado, se metieron por las picas y espadas a herir con las macanas a los nuestros.

Duró sin cesar todo el día la batalla, que apenas pudieron comer los cristianos. Venida la noche, que puso fin a tan trabada batalla, Cortés mandó que hubiese velas, porque le habían dicho que aunque fuese contra la costumbre, porque los indios jamás pelean de noche, en aquella les habían de dar asalto. Veláronse de veinte en veinte; no vinieron los indios. A la media noche deshizo Cortés las albarradas del día antes, apercibiendo los caballos para salir si el otro día volvían.



 

 

Capítulo CVII

Del tercer recuentro y cómo salió Cortés con los de caballo e tomó la calle de Tacuba y de lo que pudiera hacer si quisiera.

Otro día de mañana, como si nunca los indios hubieran peleado ni se hubiera hecho en ellos el estrago de los dos días pasados, con dobladas fuerzas y ánimo, comenzaron a acometer. Cortés, por no darles lugar que hiciesen albarradas, salió con los de a caballo bien armado; comenzó él y los suyos a romper y alancear con gran furia, aunque de las azoteas rescebían gran daño, porque llovían sobre ellos piedras. Mataron a un Fulano Cerezo, que con él y con su caballo dieron muerto en tierra.

Como esto vio Cortés e que prosiguiendo adelante había de topar con más gente y que la de las azoteas era la que le había de acabar, retráxose lo mejor que pudo con los de a caballo; volvióse a los aposentos, puso en orden los peones, ballesteros y escopeteros, con cada uno otro que le arrodelase e cubriese la cabeza, por las pedradas; en la retroguarda puso algunos de a caballo, dexando la gente que era menester para defensa de los aposentos.

Salió desta manera, y como los unos arrodelaban a los otros, disparando por su orden ballesteros y escopeteros, mataron y echaron abaxo mucha gente de las azoteas; la demás, como vio esto, se abaxó y metió en casa. Desta manera pudieron los españoles romper por la calle que dicen de Tacuba; ganáronla toda; hicieron cruel matanza en los indios.

Serían los españoles de a pie ciento, y los de a caballo cuarenta. Salieron todos en orden de la calle de Tacuba y alegres de la victoria habida. Prosiguiendo por la calzada llegaron a Tacuba; descansaron allí dos horas, e como era tiempo de flores hicieron guirnaldas, pusiéronselas sobre las cabezas, volvieron a México, sin que nadie los enojase, dando voces: «¡Victoria, victoria!» Pudieran los españoles, aunque fuera con el oro y plata que tenían, salir aquella tarde a Tacuba e ponerse en salvo, haciéndose fuertes allí que por ser tierra firme y llana, todo el poder mexicano no los podía ofender; pero; como los días pasados les había subcedido bien y de atrás tenían los indios en poco, cegáronse de su presunción, no pensando que los negocios pudieran llegar a los términos que después vinieron; y desto hubo luego claras muestras, porque al tiempo que los peones, siguiendo a los de a caballo mediano trecho, antes que llegasen a los aposentos, salieron innumerables indios a ellos que, como en celada, los estaban aguardando y diéronles tan cruel y brava guerra, que los de a caballo, como estaban en calle y tan llena de gente, no pudieron ser señores, ni hacerles daño, a lo menos el que les hicieran en campo raso. Tomáronles un español vivo, sin poderlo remediar, sacrificáronle luego, a vista de todos, tomaron dos tiros, que luego echaron en el acequia. Desta manera, con gran dificultad, pudieron los españoles entrar en los aposentos. Conosció estonces claramente Cortés lo mucho que se había errado en haber salido todos de golpe cuando tomaron la calle de Tacuba, y confirmóse más su arrepentimiento cuando vio que aquella noche tornaron los indios a abrir las puentes que la noche antes los españoles, para que pudiesen correr los caballos, habían cegado.



 

 

Capítulo CVIII

Del cuarto combate que los indios dieron y de cómo Cortés tomó el cu de Uchilobos, adonde trecientos señores se habían fortalescido, y de lo que más pasó.


Aquella noche siguiente trecientos señores y personas muy principales, sin que de los nuestros fuesen sentidos, se subieron con sus armas y comida a lo alto del cu de Uchilobos, y luego por la mañana, como con los otros estaba concertado, amanescieron todas las azoteas de la ciudad cuajadas todas de gente y las calles asimismo, que parescía que tanta gente, habiendo muerto tanta en los tres combates pasados, nascía de la tierra, o que habían resucitado los muertos. Acometieron los de las calles con grande furia y alarido y los de las azoteas les respondían, diciendo: «Hoy morirán estos perros cristianos.»

Trabóse la batalla; los de a caballo, por la multitud de la gente e porque las puentes estaban abiertas, no pudieron hacer nada, ni en el patio de Uchilobos, aunque era muy grande y había en él enemigos, podían ser señores, por estar losado e deslizar los caballos y subirse a él por siete o ocho gradas. Los señores que, estaban en lo alto del templo, que eran la flor de los que peleaban, hacían, sin pelear, más daño desde allí que los demás peleando, porque como cada uno tenía su devisa, por la cual de los de abaxo eran conoscidos, y desde allí señoreando todo lo baxo, como estaba concertado que hacia donde hiciese señal allí acudiesen los que abaxo peleaban, gobernando a su salvo e viéndolo todo, o con las rodelas o con las mantas ricas hacían señal de que éstos acudiesen a la una parte, los otros a la otra, avisando que entrasen por donde mayor flaqueza había; y como los que peleaban eran como los que de noche navegan, que tienen cuenta con el norte, mirando a sus caudillos y Capitanes, hacían mayor guerra que los días pasados.

Como cayó en esto Cortés, llamó a Escobar, su camarero, diole cient hombres, mandóle que subiese al cu y derribase de allí aquellos que sin pelear tanto daño hacían. Fueron allá los nuestros y comenzaron, arrodelándose, a subir por las gradas, y como eran muchas y altas, no hubieron llegado a las cuatro o cinco primeras, cuando fue tanta la piedra, trozos de madera, palos y tizones que de arriba venían, que con facilidad rodando y cayendo, los hicieron volver atrás, metiéndose tendidos debaxo de la grada primera, para que los maderos y piedras no los cogiesen. Intentaron tres veces a subir y tantas fueron rebatidos. Supo Cortés lo que pasaba, tomó de la gente escogida cincuenta compañeros, atóse fuertemente una rodela al brazo, porque no la podía tomar con la mano, por estar mal herido, y hallando a los demás compañeros alebrestados, que no osaban subir, les dixo: «¡Oh, vergüenza de españoles, y cuándo jamás a los de vuestra nasción espantó la muerte! Si hemos de morir, ¿cuándo se ofresció mejor ocasión que ésta para vengar nuestras muertes y vender bien nuestras vidas? ¡Ea, ea, que ahora es tiempo, que muertos estos perros se allanará todo!» Diciendo estas palabras, se cubrió con la rodela, y llevando la espada desnuda, dixo: «Los que sois hombres, haced como yo»; e así comenzaron a subir con ánimo invencible, hurtando el cuerpo a las piedras y palos, los que eran animosos, con coraje doblado, y los que no lo eran tanto, aburriendo las vidas de vergüenza, seguían a su Capitán y a los otros compañeros, de manera que teniéndose los unos a los otros, repujando los de abaxo a los que iban subiendo, aunque cayeron algunos muy mal heridos, subieron a lo alto. Ganaron todas las gradas; los españoles que abaxo quedaron, cercano al cu, y cuando los que arriba subieron hallaron espacio donde podían pelear, hiciéronlo tan valerosamente, que de todos trecientos señores no se les escaparon seis, porque los unos murieron a espada, los otros se despeñaron de los pretiles, e los que iban vivos abaxo, luego los acababan los españoles que allí habían quedado.

Aquí dicen que peleó Cortés con tanto esfuerzo y cordura que por su mano sola mató y derrocó más señores que seis ni ocho de sus compañeros. Abrazáronse con él, con la rabia de la muerte, algunos de aquellos señores, por arrojarse con él de los pretiles abaxo, pero como era muy valiente y de buenas fuerzas se desasió dellos. Viose estonces en gran peligro de muerte Alonso de Ojeda, porque si no fuera por un Lucas Ginovés, que acudió a tiempo, fuera despeñado con otros que le tenía abrazado. Hiciéronlo todos tan valerosamente que, aunque algunos quedaron heridos, parescía que todos se habían revolcado en sangre. Subieron a lo más alto; no hallaron persona, pero toparon con muchos cántaros de cacao, muchas gallinas y muchos tamales, con que holgaron harto más que con oro e plata, por la nescesidad que ya comenzaban a padescer. Los indios taxcaltecas y cempoaleses tuvieron aquel día por muy festival, porque no dexaron cuerpo de aquellos señores que no comiesen con chile y tomate.

Mucho desmayaron lo demás indios con la muerte destos trecientos señores. Retraxéronse poco a poco harto antes que la noche viniese, pero con propósito de volver con mayor furia otro día a la batalla.



 

 

Capítulo CIX

Cómo otro día más indignados que nunca, con nuevas maneras de pelear, acometieron a los nuestros los indios, e de lo que un tlaxcalteca hizo.

Tanto más crescía la saña en los mexicanos cuanto menos daño podían hacer en los españoles con las varas y flechas que, como granizo muy espeso, daba sobre ellos; y aunque cada día era la multitud grande que de los mexicanos moría, era la que de refresco acudía de la comarca por horas tanta, que no solamente no menguaban ni desmayaban, pero parescía, y así lo era, que cada día crescían e con mayor acometimiento y furor combatían a los nuestros, buscando nuevos modos cómo ofenderlos. Tiraban las varas por el suelo, para herir en los pies y tobillos, y desta manera hirieron a más de docientos españoles, hasta que para los pies y piernas buscaron reparos. Eran tantas las varas y flechas que, habiendo españoles señalados para recogerlas, no hubo día que no se quemasen cuarenta carretadas dellas.

Ya en este día era la guerra más furiosa, porque dentro combatían la sed y hambre. La hambre era tanta, que a los indios amigos no se daba cada día de ración más de una tortilla, e a los españoles cincuenta granos de maíz. El agua faltó de tal manera que fue nescesario cavar en el patio de los aposentos, y con ser el suelo salitral, quiso Dios darles agua dulce, aunque Ojeda dice en su Relación, que bebían de un agua bien salobre que sacaban de una pontezuela que estaba en el patio de Uchilobos, al pie de un ciprés pequeño, pero que los indios cegaron esta fuente, porque allí era la furia y concurso de la batalla; estando en la cual, asomándose por un reparo e baluarte un indio taxcalteca, los mexicanos le dixeron: «¡Ah, perro, que tú y los tuyos y esos perros de cristianos moriréis hoy, porque ya que nosotros os dexáremos, que no dexaremos, moriréis de hambre y de sed.» Estonces el taxcalteca, les respondió con ánimo español: «¡Andá, bellacos, cuilones (que quiere decir «putos»), traidores, amujerados y fementidos, que no hacéis cosa buena sino en gavilla, e porque sepáis que nos sobra pan, tomad allá esa tortilla que me sobró de mi ración!» No plugo nada esto a los mexicanos, creyendo ser así lo que el taxcalteca decía, el cual, con este tan valeroso hecho, no poco animó a los de su nasción y aun los de otras.

Era la guerra este día por todas las partes de la ciudad y por todas las partes del aposento donde Cortés estaba. Los indios de Tezcuco, que eran más de cient mill, acometieron desde las azoteas e desde las calles, por las espaldas de los aposentos, lo que nunca habían hecho. Estaban cerca dellos a tiro de piedra, de manera que fue nescesario con su persona acudir allí Cortés. Por más de una hora peleó valerosísimamente; hizo desde lo alto de la casa disparar muchas escopetas y algunos tiros pequeños, con los cuales hizo tanto daño en las azoteas que en breve las desampararon los que estabas más cerca. Acudió luego Cortés al patio de Uchilabos, donde, por ser enlosado, como está dicho, los caballos no podían correr. Allí jugaba el artillería, y como los indios eran infinitos, no había la pelota hecho una calle, destrozando y matando indios, cuando luego se tornaban a juntar hasta llegarse a las bocas de los tiros. Este día y los demás, Mesa, el artillero mayor, trabajó por diez hombres, porque, no solamente gobernaba el artillería, haciendo grande estrago, pero la defendía por su persona valerosamente.

Subcedió, para que se vea cuánto favorescía Dios a sus cristianos, que queriendo los sacerdotes del templo mayor y otros caballeros mexicanos y tezcucanos quitar la imagen de Nuestra Señora del altar donde Cortés la había puesto, se les pegaban las manos y enflaquescían los brazos, no pudiendo por buen rato despegar las manos de donde iban a asir, y otros, reprehendiendo a éstos, subiendo por las gradas, se les entomecían las piernas y caían de su estado. Unos se deslomaban, otros se quebraban la cabeza, y así no pudieron hacer lo que tanto procuraron, y estaban tan empedernidos que miraglo tan claro no los confundía. Y porque fueron muchas y notables cosas las que en este día subcedieron, iré contándolas por los capítulos siguientes:



 

 

Capítulo CX

Cómo un tiro sin cebarle disparó, y de lo que los indios dixeron de Nuestra Señora y de Sanctiago.

Mesa, el artillero mayor, como vio que los indios eran tantos que casi atapaban las bocas de los tiros, determinó con carga mayor que nunca el tiro mayor; fue, pues, el caso que o se le olvidó, y con la gran priesa que los indios le daban, no pudo cebarle. Llegaron cerca dél hasta casi juntarse por los lados e por la boca infinitos de los indios, tirando varas y disparando flechas, diciendo: «¡Perros cristianos, ahora libertaremos a nuestro Rey y señor; ahora beberemos vuestra sangre y comeremos de vuestra carne!» Estando en esto, o con el calor que los indios causaban o resestero grande del sol, o porque Dios quiso hacer este miraglo, el tiro, sin estar cebado ni ponerle fuego, disparó con un furioso y espantoso sonido, y como la bala era grande y tenía muchos perdigones, escupió tan furiosamente, que paresciendo más tronido del cielo que del artillería, hizo grandísimo estrago; mató muy muchos, asombró a todos de tal manera, que los más cayeron en tierra, y así atónitos poco a poco se fueron retirando, aunque por las otras partes de la ciudad andaba encendido la guerra, en la cual los nuestros acabaran aquel día, si no fuera por Nuestra Señora y por Sanctiago, de quien decían los indios que ella desde el altar les echaba tierra en los ojos y cegaba, de manera que les era forzado volverse a casa, y que él, que era un caballero muy grande, vestido de blanco, en un caballo asimismo blanco, el cual, con una espada desnuda en la mano, peleaba bravamente, sin poder ser herido, e que el caballo con la boca, pies y manos hacía tanto mal como el caballero con la espada. Decían los indios:

«Si no fuese por aquella mujer y por aquel hombre, ya todos seríades sacrificados, porque no tenéis buena carne para ser comidos.» Respondíanles algunos cristianos: «Ahí veréis cómo vuestros dioses son falsos y mentirosos Y que no pueden nada, porque esa mujer que decís es la Madre de Dios, que no podistes quitar del altar, y ese hombre es un Apóstol de Jesucristo, abogado y defensor de las Españas, que se llama Sanctiago, cuyo nombre y apellido invocamos cuando rompemos las batallas, cuando acometemos y seguimos los enemigos, y hallámosle siempre favorable.»

Esto del tiro y aparescerse Nuestra Señora y Sanctiago cuenta Motolinea que fue cuando Pedro de Alvarado estuvo cercado, aunque yo pienso que fue en esta segunda rebelión. Como quiera que sea, muchos afirman que paso así, porque en tan grandes peligros los españoles estaban más devotos y Dios les daba mayores consuelos.

Como por las espaldas de la casa y por el patio de Uchilobos cesó algo la furia de la guerra, Diego de Ordás, que había salido con trecientos hombres por la calle de Tacuba, se venía retrayendo y casi huyendo para ampararse en los aposentos, porque los indios le daban mucha priesa y le habían ganado mucha tierra. Cortés, que estaba peleando en la calle de Estapalapa, acudió a socorrerle a caballo, atada la rienda al brazo, porque, como dixe, tenía la mano mal herida. Valió tanto sola su persona, según la temían mucho los enemigos, que diciendo: «¡Vuelta, vuelta, caballeros! ¡Sanctiago, e a ellos; que español jamás huyó!», con lo cual se animaron los nuestros y revolvieron sobre los enemigos, yendo delante Cortés alanceando muchos dellos, los hizo, retirar gran trecho. Volvió luego Cortés a la calle donde antes peleaba, en la cual había dexado sesenta de a caballo y docientos peones; vio que se venían retirando para meterse en la fortaleza, e indignado desto, les dixo a grandes voces: «¡Vergüenza, vergüenza, caballeros! ¿Qué quiere decir que dexándoos victoriosos, en una hora de ausencia os volváis retirando? ¡Vuelta, vuelta, Sanctiago, y a ellos!» Arremetió contra los enemigos, púsoles pavor, revolvieron con grande ánimo los cristianos, pusieron en huida los enemigos, siguiéronlos gran trecho, haciendo gran matanza en ellos hasta echarlos de la calle. Volviendo de allí Cortés a ver lo que se hacía por las otras partes adonde peleaban los suyos, halló que en la calle de Utapalapa los indios llevaban a su amigo Andrés de Duero, que le habían derribado del caballo, e otros que llevaban el caballo; arremetió Cortés con gran furia, pasó rompiendo los indios, revolvió sobre ellos y los que llevaban el caballo, el cual, suelto, se fue hacia el de Cortés. En el entretanto Andrés de Duero con una daga comenzó a desbarrigar indios; allegó Cortés alanceando a los que le estaban a la redonda; dexáronle todos y así pudo cobrar Andrés de Duero su caballo y subir en él con gran contento y alegría de Cortés én haber acertado allí a tal tiempo en socorro de un amigo que él tanto amaba.



 

 

Capítulo CXI

De otro combate que se dio a los nuestros y cómo Cortés por su persona tomó otro cu y cómo ganó siete puentes. Cómo le inviaron a llamar los señores mexicanos y lo que con ellos pasó.

Como otro día vieron los indios que todavía los cristianos hacían gran resistencia e que los que estaban en los aposentos, no solamente se defendían valerosamente, pero hacían gran daño, determinaron, para que la guerra fuese, como dicen, a fuego y a sangre, poner fuego por muchas partes a la casa, y haciéndolo así, se encendió tan gran fuego, que aunque a todas acudieron los nuestros, no pudieron excusar que no se quemase un gran pedazo della; y porque el fuego no fuese adelante, fue nescesario derrocar unas paredes e una cámara, cuya tierra e polvo apagó el fuego, y aun, mientras duró el polvo, detuvo que los indios no entrasen a escala vista. Luego como cesó, con gran cuidado proveyó Cortés en aquel portillo de algún artillería y de escopetas, que a no haber aquella defensa, aquel día les entraban y no quedaba hombre a vida.

Duró el combate por aquella parte todo el día y aun en la noche no los dexaron dormir, dándoles grita, y los de dentro, reparando aquel lienzo lo mejor que pudieron e porque en aquella parte bastaban cient españoles e vio Cortés que era menester divertir a los enemigos a otra, viendo que de otro cu o torre que estaba en las casas de Motezuma, le hacían daño, determinó con docientos compañeros subir a él y echar de lo alto a las enemigos, lo cual hizo con tanto ánimo e industria, que le subcedió como en el cu mayor, y fue cosa miraglosa lo que también en el otro cu subcedió, que echando las vigas que en él tenían para dañar a los nuestros, atravesadas, por las gradas abaxo, que no podían dexar de tomar diez hombres, por lo menos, por hilera, se volvían de cabeza, y así fue fácil hurtarles el cuerpo.

Murieron todos los que se defendían en el cu, e baxado de allí Cortés, entró en la ciudad, quemó más de dos mill casas, haciendo un estrago nunca visto, e luego, cabalgando en su caballo, con pocos que le siguieron, aunque todavía tenía la mano herida, porque a cabo de dos años le sacaron un pedernal della, cubierto con una adarga, lloviendo sobre él piedras y flechas, ganó siete puentes, lo que hasta estonces muchos no habían podido hacer. Mató por su persona en aquella calle tantos indios que, porque no paresca fábula, escribiendo historia, lo dexo de decir.

Las puentes tenían los enemigos alzadas y hechos muchos baluartes de adobes e, tierra para defenderlas; hízolas cegar con la tierra de los mismos baluartes y adobes. Estando ya, pues, cerca de la tierra firme, vino uno de a caballo a gran priesa, diciendo que los señores mexicanos, que estaban juntos en la plaza, querían hablar con él e tratar de paces. Holgó mucho con esto Cortés, aunque los enemigos lo hicieron porque aquel día, cegadas las puentes, no tuviese lugar de irse de la ciudad. Mandó, primero que fuese do aquellos señores estaban, venir sesenta de a caballo con Pedro de Alvarado e Gonzalo de Sandoval, e que cuatrocientos peones con Joan Velázquez de León, en el entretanto que vía lo que querían los mexicanos, guardasen aquellas puentes, que no se las tornasen a abrir, y para mayor defensa dexó una pieza de artillería.

Esto así proveído, fue do los señores mexicanos estaban, y ellos de la otra parte del agua y él désta, le comenzaron a decir palabras corteses y comedidas, pero fingidas y simuladas. Saludólos Cortés con mucha gracia y comedimiento, rogándoles que no porfiasen en su error, pues jamas les había hecho malas obras. Respondiéronle ellos que por qué no se iba, pues lo había prometido e tenía navíos, y no les daba a su señor Motezuma. A esto replicó Cortés algunas cosas, tratando de medios y conciertos cómo la guerra no fuese adelante, diciéndoles que por su bien lo hacía y que de los combates pesados habrían entendido lo que sería adelante, y que aunque muchos más fuesen, no serían parte para echarle de la ciudad.

Estando desta manera en demandas y repuestas, llegaron Pedro de Alvarado y Gonzalo de Sandoval con hasta ocho o diez de a caballo con ellos, muy alegres y muy enramados con flores en las manos, diciendo cómo habían salido a tierra firme sin que nadie se lo contradixese e que ya los enemigos tenían las alas quebradas para no tomar más vuelo. Cortés los reprehendió, que paresce adevinada lo que luego supo. Díxoles que ramos y rosas no eran plumas y penachos para guerra, sino para fiestas y bodas, y que mejor fuera estarse quedos, como él se lo había mandado, que no enojar más con liviandades a los enemigos.

Estándoles diciendo estas palabras, llegó otro de a caballo a muy gran priesa, porque los indios habían vuelto a ganar las puentes y tomado el tiro, y los españoles venían huyendo, y los indios dándoles caza. Cortés muy enojado, sin despedirse de aquellos señores, volviéndose a aquellos Capitanes, les dixo: «Esto meresce quien se fía de rapaces.» Fue a gran priesa con el caballo; siguiéronles aquellos Capitanes, aunque bien avergonzados de lo hecho; topó con los españoles, que venían huyendo, pasó por ellos, entró por los enemigos, haciendo maravillas; detúvolos que no siguiesen a los nuestros, cobró las puentes, que aún no les habían podido abrir; llegó, metiéndose por los enemigos, siguiéndole no más de ocho de a caballo, hasta tierra firme, y como se iba metiendo más, dexáronle tres o cuatro de los ocho, y entre ellos, volviéndose un Fulano Castaño, dixo a todos los demás que atrás quedaban, que Cortés era muerto. Cristóbal de Olid, que nunca le dexó, mirando atrás y viendo que se cerraba la calle de enemigos e que, adelante había infinitos, e que ellos eran pocos para meterse en más aprieto, dixo a Cortés muchas veces: «¡Vuelta, señor, vuelta, que vais perdido, que no nos sigue nadie y los enemigos por momentos se van juntando!» Estonces volvió Cortés e halló que la última puente e primera a la vuelta estaba medio abierta y en ella caídos cuatro o cinco caballos e dos de los dueños dellos muertos, el uno de los cuales se decía Joan de Soria. Hizo sacar los caballos, defendió que no acabasen los enemigos de abrir la puente, pasó por ella con solos tres o cuatro, acudió infinita gente; fuele nescesario, peleando, romper por los enemigos. Aquí sola su persona restauró las vidas de sus compañeros.



 

 

Capítulo CXII

Cómo tornado a seguir los enemigos a Cortés, tornó atrás, mató muchos, y hallando desembarazada la puente, pasó con gran dificultad. Cómo Marina habló a Motezuma y él a los suyos y cómo lo hirieron.

Seguían todavía con gran furia los enemigos a Cortés; volvió a ellos, mató muchos, hízolos retirar muy gran rato, volvió a la puente, no halló más de un caballo, que los demás ya los habían sacada a nado; salvó también éste, y como ya la puente estaba más abierta, aunque estonces la halló desembarazada, pasó por ella con muy gran trabajo y dificultad y por las demás no sin gran resistencia. Diéronle dos pedradas en una rodilla, de que le lastimaron mal. Llegó a los aposentos donde se habían recogido los suyos, hallólos muy confusos porque se vían sin caudillo, no se determinaban a cosa alguna e aun muchos creyeron que como iban tan pocos con él y se habían metido tanto en los enemigos, sería muerto. Alegráronse y esforzáronse con su vista, que, cierto, en los mayores peligros tenía mayor esfuerzo y consejo que pocas veces en semejantes trances suelen tener los hombres. Tornaron luego los enemigos a abrir las puentes, y como eran tantos, los demás, subiéndose los Capitanes y caudillos sobre las cercanas azoteas, dieron bravísima guerra a Cortés Y a los suyos, que se habían hecho fuertes en los aposentos, donde, aunque la hambre los aquexaba más que nunca, se defendían valientemente.

Miró Cortés a ciertos caballeros mexicanos, muy bien adereszados, y entre ellos a uno de quien los otros hacían gran caudal y que lo gobernaba todo. Deseoso de saber quién fuese y si era aquel al que habían alzado por señor, mandó a Marina que de su parte lo preguntase a Motezuma, el cual dixo que no sabía quién fuese el elegido; que creía que siendo él vivo, no se atrevieran los suyos a elegir Rey, especialmente tiniendo subcesores, aunque, según la bárbara ley de algunas nasciones indias, los hermanos y no los hijos subcedían en los reinos y mayorazgos. Tornó Marina a preguntarle de parte de Cortés si conoscía a alguno de aquellos (que eran diez o doce) muy señalados en devisas y penachos con mucha argentería, e traían las rodelas chapadas de oro, que con el sol resplandecían mucho e que eran los que más guerra hacían, porque estaban más cerca y animaban y regían a los demás. Motezuma los miró bien e aunque los conosció a todos, les respondió que algunos dellos le parescía ser sus parientes y que entre ellos estaban el señor de Tezcuco y el de Yztapalapa.

Crescía la guerra; víase afligido Cortés y Motezuma, y porque los españoles no le matasen, o porque verdaderamente los amaba y quería bien, ca jamás en ausencia ni en presencia le oyeron decir mal dellos, que era de lo que más pesaba a los mexicanos, invió a llamar a Marina; rogóle dixese al Capitán que él quería subir al azotea y desde el pretil hablar a los suyos, que por ventura cesarían y vendrían en algún buen concierto.

Parescióle bien a Cortés, mandóle subir con docientos españoles de guarda, y él, adereszado y vestido con sus paños reales, púsose Marina a su lado, para entender lo que diría e responderían sus vasallos. Apartáronse algo los españoles para que los mexicanos le viesen y conosciesen; hicieron señal de que cesaren y callasen, con las mantas, algunos señores que con Motezuma subieron; conosciéronle luego los suyos, y en esto se engaña Gómara, que casi trasladó a Motolinea, que dice que no le conoscieron. Sosegándose, pues, todos para oír lo que les quería decir, alzando Motezuma la voz contra su autoridad real, para que de los más y especialmente de aquellos señores que tanto encendían a los otros, fuese oído les habló desta manera:

«Por los dioses inmortales que nos dan los mantenimientos de que nos sustentamos y nos dan salud y victoria, os ruego que si en algún tiempo yo os he bien gobernado y hecho mercedes y buenas obras, que ahora mostréis el agradescimiento debido, haciendo lo que os rogare y mandare. Hanme dicho que siendo yo vivo habéis elegido Rey, porque yo estoy en prisión y porque quiero bien a los cristianos a quien vosotros aborrescéis tanto. No lo puedo creer que dexéis vuestro Rey natural por el que no lo es, ca los dioses me vengarían cuando yo no pudiese tomar venganza. Si habéis porfiado tanto en los combates, con tantas muertes y pérdidas de los vuestros, por ponerme en libertad, yo os lo agradesco mucho, pero sabed que aunque vuestra intención es buena y de leales vasallos, que vais errados y os engañáis mucho, porque yo de mi voluntad estaba y estoy en estos aposentos, que son mi casa, como sabéis, para hacer buen tratamiento a estos huéspedes que de otro mundo vinieron a visitarme de parte de su gran Emperador. Dexad, os ruego, las armas, no porfiéis, mirad que son muy poderosos y valientes los cristianos e que uno dellos que habéis muerto os cuesta más de dos mill de los vuestros; en los más de los rencuentros, por pocos que hayan sido, han sido victoriosos contra muchos de los vuestros. Han os rogado con la paz, no os han quitado vuestras haciendas, ni forzado vuestras mujeres ni hijas, y si con todo esto queréis que se vayan, ellos se irán, porque no quieren contra vuestra voluntad estar en esta ciudad. Yo saldré de aquí cuando vosotros quisierdes, que siempre he tenido libertad para ello; por tanto, si como al principio os dixe, me amáis e yo os he obligado a ello, cesá, cesá, por amor de mí; no estéis furiosos ni ciegos de pasión, que ésta nunca dexa hacer cosa acertada.»

Oyeron los mexicanos con muy gran atención este razonamiento; hablaron quedo, un poco entre sí, e como vieron que todavía Motezuma se aficionaba a los españoles, que tanto ellos aborrescían, y el elegido era de su banda y pensaba quedar con el reino y señorío que no era suyo, con gran furia y desvergüenza le respondieron: «Calla, bellaco, cuilón, afeminado, nascido para texer y hilar y no para Rey e seguir la guerra; esos perros cristianos que tú tanto amas te tienen preso como a mascegual, y eres una gallina; no es posible sino que ésos se echan contigo y te tienen por su manceba.» Diciéndole estos y otros muchos denuestos, volvieron al combate, tiraron a Motezuma y los cristianos muchas flechas y piedras, aunque un español tenía cuidado de rodelar a Motezuma, quiso su desgracia que le acertó en la cabeza hacia la sien una pedrada. Baxó a su aposento, echóse en la cama; la herida no era mortal, pero afrentado y avergonzado de los suyos que como a dios le obedescían, estuvo tan triste y enojado cuatro días que vivió, que ni quiso comer ni ser curado.



 

 

Capítulo CXIII

Cómo Motezuma un día antes que muriese invió a llamar a Cortés y de las palabras que le dixo y de lo que Cortés le respondió.

Aunque en el entretanto que Motezuma estaba en cama la guerra no cesaba y los nuestros andaban buscando modo y manera cómo ofender y defenderse, cresciéndole el enojo y pasión al gran Rey Motezuma e viendo que ya las fuerzas le desfallecían e que de la herida, por no dexarse curar, estaba pasmado e que no podía en breve dexar de morir, invió a gran priesa con muchos criados a llamar a Cortés, el cual fue a su llamado, y entrando por su aposento se le arrasaron a Motezuma los ojos de agua. Abrazóle con grande ansia, levantáse sobre los coxines y llorando como un niño, tomándole las manos le dixo: «No sé por do comience a darte cuenta de lo que este mi afligido y apasionado corazón siente. ¿Soy yo, valeroso Capitán y amigo mío, aquel gran Emperador y señor Motezuma que tú tanto porfiaste querer ver y visitar? ¿Soy yo aquel a quien este mundo ha temido y reverenciado no menos que a los inmortales dioses? ¿Soy yo aquel que con tanta pompa y majestad salí a rescebirte? ¿Qué mudanza de fortuna es ésta? ¿Qué desgracia ha sido la mía? Yo no me alcé con reino ajeno; de mis padres y abuelos heredé este infelice y desdichado imperio; no he hecho sin justicia, he vencido muchas batallas, conquistado muchos reinos y hecho grandes mercedes. ¿Qué mudanza es ésta?, ¿qué trueque?, ¿qué desdicha?, ¿qué infortunio?, ¿qué miseria?; que los que, descalzos los pies, los ojos por tierra, no osaban hablarme sino por intérpretes; que aquellos sobre cuyos hombros iba y caminaba, sus mantas puestas debaxo del brazo, se hayan atrevido y desvergonzado contra su Rey y señor, diciéndole palabras que a ningún vil esclavo se dixeran, tirando con piedras a la persona real? ¡Ah, Cortés, Cortés, el corazón se me hace pedazos; con grande rabia acabo la vida, el más apocado y envilescido hombre del mundo! ¡Oh, quién viera el castigo y venganza desto, primero que muriera!; pero ya no hay remedio, que más me ha muerto el enojo que la herida. Lo que me resta que decirte, es que, pues por tu causa muero, tengas, como caballero que eres, cuidado de mis hijos, los ampares y sustentes en el reino y señorío de su padre y castigues gravemente a los que me han denostado y quites la vida y el reino al que se ha alzado con él y a mí ha dado la muerte. Mira que es Rey y gran señor y te ha sido muy amigo el que te pide esta palabra y que como caballero me la cumplas, que con esta esperanza mi ánima irá descansada.»

Cortés a todas estas razones estuvo muy atento, y aunque al principio reprimió las lágrimas, no pudo dexar de llorar, y tomándole las manos, dándole a entender la que le pesaba de su desgracia, le dixo: «Gran Príncipe y señor mío: No se aflija tu Alteza, que lo que me mandas yo lo haré como si el Emperador de los cristianos, mi Rey e señor, me lo mandara; ca conosco que por el gran valor de tu persona se te debe e yo te lo debo, no has querido comer ni ser curado, que tú ni tenías herida para morir della; mueres de pesar y descontento y debías de considerar que donde tú no tenías la culpa ni habías hecho ni dicho cosa que no fuese de Rey, por donde merescieses que los tuyos se te atreviesen, no debías de tomar pena, sino darla a los que tuvieron la culpa; y pues, tú, según veo, ya no podrás, por estar tan cercano a la muerte, ve consolado con que tus hijos serán mirados como mis ojos y tu muerte la más vengada que hasta hoy ha sido, aunque yo perdiese muchas vidas si tantas tuviese.»

Motezuma, aunque era tan gran señor, como era indio, deseaba la venganza, porque los desta nasción la desean más que otros. Holgóse mucho con la repuesta de Cortés, rescibió gran descanso, y en pago dello le dixo así: «Capitán muy valiente y muy sabio, a quien yo hasta este punto donde se conoscen los amigos he amado tanto: No puedes creer el contento que tu visita me ha dado y el alegría que tus palabras han engendrado en mi triste corazón, en pago de lo cual, porque barrunto y entiendo que según eres valeroso, que has de señorear y mandar toda esta tierra, honrando mis hijos y vengando mi muerte, te quiero avisar cómo yo he gobernado y mandado, para que sepas cómo de aquí adelante tú has de gobernar y mandar todos los indios desta gran tierra, según la experiencia me lo ha enseñado. Éstos no hacen cosa buena sino es por miedo; destrúyelos el regalo y humanidad en los Príncipes; son amigos de holgar, dados a todo género de vicios, y si yo no los ocupara hasta hacerles dar tribucto de los piojos, no me pudiera valer con ellos; los pequeños delictos es menester castigarlos como los grandes, por que no vengan a desvergonzarse e a ser peores, casi los hacía yo esclavos o los ahorcaba por una mazorca de maíz que hobiesen tomado. Son mentirosos, livianos, deseosos de cosas nuevas; aborrescen mucho, aman poco, olvidan fácilmente los beneficios rescebidos, por grandes y muchos que sean. Es menester que vivas con ellos recatado, no les confíes secreto de importancia, tenles siempre el pie sobre el pescuezo, no te vean el rostro alegre, enójate por pocas cosas para no darles lugar a otras mayores; hazles buenas obras sin conversar con ellos ni mostrarte afable, porque te perderán el respecto y tendrán en poco. Finalmente, no les perdones cosa mal hecha y sepan que si la pensaren te la han de pagar.»

Cortés le agradesció mucho el buen consejo; díxo1e que por lo que él había visto, su Alteza tenía razón, e que así haría al pie de la letra lo que le mandaba. Con esto, le abrazó y dixo que cuando algo fuese menester le llamase, porque él iba a ver lo que era menester en el combate que los indios daban.



 

 

Capítulo CXIV

De la muerte de Motezuma y de lo que Cortés mandó hacer de su cuerpo y donde los indios lo enterraron.

Otro día que dixeron a Cortés Motezuma estar muy al cabo, fue a verle. Preguntóle cómo se sentía; respondió muy ansioso: «La muerte, que es la mayor angustia de las angustias.» Cortés le tornó a decir: «Gran Príncipe, para ahora es tu valor y tu ánimo; forzosa es esta deuda, porque el que nasce es nescesario que muera; pero para que no mueras para siempre y tu ánima no sea atormentada en el infierno, pues estaba concertado que te bautizases y tú lo pediste de tu voluntad, ruégote por Dios verdadero, en quien solo debes creer, que lo hagas; que Fray Bartolomé de Olmedo te bautizará.». Motezuma dicen que le respondió que quería morir en la ley e secta de sus antepasados e que por media hora que le quedaba de vida no quería hacer mudanza; e si esto había de hacer en este tiempo, mejor fue que no fuese baptizado, antes, porque como era adulto y no estaba instructo en las cosas de la fee y todos sus vasallos eran de opinión contraria y los indios naturalmente mudables, retrocediera fácilmente y fuera peor, conforme a aquello: «Más vale no conoscer la verdad, que después de conoscida dexarla.»

Con esto se salió Cortés del aposento; quedó agonizando Motezuma, acompañado de algunos señores de los que estaban presos, dio el ánima al demonio y no al que la había criado; murió como había vivido, y antes que se viese en este trance, haciendo una breve plática a aquellos señores que le acompañaban, les encargó sus hijos y la venganza de su muerte. Murió como gentil, deseoso hasta la postrera boqueada de la venganza de los suyos; jamás consintió paños sobre la herida, y si se los ponían quitábaselos muy enojado, procurándose y deseándose la muerte.

Como Cortés supo que había ya más de cuatro horas que Motezuma era muerto, asomóse al azotea de la casa, porque todavía andaba la guerra y él estaba recogido con los suyos. Hizo señal a los Capitanes mexicanos de que cesasen y le oyesen; hiciéronlo así; díxoles por la lengua: «¡Mal pago habéis dado al gran señor Motezuma, a quien como a dios venerábades e acatábades! Él es muerto de una pedrada que le distes en las sienes, y murió más de enojo de vuestra traición y maldad que de la herida, porque no quiso ser curado de la herida. Inviároslo he allá para que le enterréis conforme a vuestros ritos y costumbres, y mirad que no porfiéis más en la guerra ni hagáis un mal tras de otro, porque Dios, que es justo juez, asolará por nuestras manos vuestra ciudad y ninguno de vosotros quedará vivo.»

Acabado de decir esto, los indios, desvergonzadamente, le respondieron: «¿Para qué queremos nosotros ya a Motezuma vivo ni muerto? Caudillo tenemos, y lo que está hecho está bien hecho. Guardáoslo allá, pues fue vuestra manceba y como mujer trató sus negocios, y la guerra no cesará hasta que vosotros o nosotros muráis o muramos; ca te hacemos saber que aunque por cada uno de vosotros mueran ocho o diez mill de los nuestros, nos sobrará mucha gente. Las puentes tenemos abiertas, que vosotros cegastes, para que aunque huyáis, no os escapéis de nuestras manos, y si no salís, la hambre y sed os acabará; de manera que por cualquiera vía nos vengaremos de vosotros.»

Cortés les volvió las espaldas, diciéndoles: «Ahora, pues, a las manos.» Mandó luego, para que era cierto que de la pedrada había muerto Motezuma, a dos principales de los que estaban presos para que (como testigos de vista, dixeron lo que pasaba) tomándole a cuestas le sacasen de la casa. Estaba la calle por donde salieron llena de gente; llegó a ellos un principal con una devisa muy rica; hizo, sin hablar, muchos visajes y meneos como, preguntando qué cuerpo sería aquél, y como le dixeron que era el de Motezuma, hizo señales hacia los españoles de que le volviesen. Corrió hacia los suyos y los indios tras dél, y era, según se entendió, que lo iba a decir a los otros señores, para que lo enterrasen como era de costumbre. Desaparescieron los indios que le llevaban de la vista de los nuestros. No se supo de cierto qué hicieron dél, más de que le debieron enterrar en el monte y fuente de Chapultepeque, porque allí se oyó un gran planto.



 

 

Capítulo CXV

De quién fue Motezuma y de su condisción y costumbres.

Fue Motezuma hijo y nieto de los Reyes y Emperadores de México, y aunque sus pasados fueron muy valerosos, hízoles en todo ventaja, y así decían los viejos, y aun lo tenían en las pinturas de sus antepasados, que nunca habían tenido Rey tan valeroso como era Motezuma, ni el imperio mexicano tan próspero y bien gobernado como en sus días; y así paresce, como se entiende de las escripturas, que cuando los reinos y señoríos están más pujantes, estonces se acaban y dan mayor caída. Desta manera los persas, medos, macedonios e otros imperios se fueron trocando y mudando, para que se vea que en esta vida no hay cosa firme ni estable.

Fue, pues Motezuma, lo que ennoblesce mucho a los Príncipes y los hace ser amados de los suyos y temidos de los extraños, naturalmente dadivoso, amigo por extremo de hacer mercedes, y así, no solamente a los suyos, pero a los españoles, las hizo muy grandes y muchas, sin fin de otro provecho, sino sólo por ser liberal. Aunque era muy regalado y muy servido, jamás comió ni bebió demasiado y decía que al Príncipe convenía ser más virtuoso que otros, porque todos le miraban e iban por donde él iba. Tuvo muchas mujeres, según está dicho, y era con ellas muy templado; tratábalas bien y honrábalas mucho, diciendo que la mujer no tenía más valor del que el hombre le daba y que se debía mucho a las mujeres por el trabajo que en el parir y criar padescían. Fue justiciero, castigando gravemente los delictos; jamás pecado cierto dexó sin castigo, aunque fuese de su hijo. En su religión era muy devoto y muy curioso; tenía gran cuenta con las cerimonias y ritos de su religión. Fue sabio y prudente, así en los negocios de paz como en los de guerra. Dicen que venció nueve batallas campales.

Aumentó mucho sus reinos y señoríos; nunca por su persona salió con otro en desafío, ni batalla, porque esto no lo hacía sino gente baxa, y aunque lo hicieran caballeros, no había en todo este mundo quien pudiese entrar en campo con él, porque o todos eran sus vasallos, o los que no lo eran lo podían ser. Guardó gravemente, porque convenía así, la gravedad y severidad de su persona, porque ningún Príncipe le entraba a hablar que no le temiese y reverenciase. Cuando salía fuera, daba gran contento al pueblo; acompañábanle muchos; servíase con grandes cerimonias. Quiso mucho a los españoles; hízoles grandes mercedes, y lo que se pudo saber es que jamás habló mal en ellos, y si después que los trató procuró, contra las señales exteriores, hacerles mal, nunca se pudo entender, porque no quedó hombre vivo de los con quien comunicaba sus secretos. En las fiestas y regocijos (guardando su gravedad) se regocijaba a sí y al pueblo. Finalmente, si muriera cristiano, fue uno de los mayores y más notables Príncipes que ha habido en muchas nasciones.



 

 

Capítulo CXVI

Cómo Cortés invió a llamar a los señores mexicanos y de lo que con ellos pasó.

Luego que desaparesció el cuerpo de Motezuma, aunque los nuestros barruntaran, de las voces que oyeron, que ya le habían enterrado, invió a decir Cortés a sus sobrinos y a los otros señores y Capitanes que sustentaban la guerra, que quería hablarles, los cuales, como esto entendieron, vinieron luego, y Cortés, en pocas palabras, desde el azotea les dixo que pues habían muerto a su Rey e señor y era forzoso para su buena gobernación elegir otro y enterrar el muerto con la pompa y majestad que a los demás Emperadores solían hacer, que dexasen las armas e atendiesen a dos cosas tan importantes; la una para su quietud y la otra para hacer lo que debían; y que por lo mucho que debía a Motezuma, como amigo suyo, se quería hallar a su entierro si no le habían enterrado, y si le habían enterrado, a sus honras, y que supiesen que por amor de Motezuma no les había hecho mayor guerra e asoládoles sus casas, pero que pues porfiaban tanto y tenían tan mal miramiento y él ya no tenía a quien tener respecto, les haría la guerra abierta, ofendiéndoles como pudiese.

Ellos, tan obstinados e pertinaces como antes, le respondieron que de sus palabras no se les daba nada, e que hasta que se viesen libres y vengados, dexarían primero las vidas que las armas, y que en lo de elegir Rey no les diese consejo, porque ellos sabían mejor que él lo que debían hacer, e que en lo que tocaba al entierro de Motezuma, que no era menester que él le honrase, pues un Emperador de suyo estaba honrado y que ellos le enterrarían como a los otros Reyes sus predecesores, e que si él quería hacerle compañía, por el amistad e amor que le tenía y quería ir a morar con los dioses, que saliese y matarle hían. Aquí no pudo Cortés sufrir la risa, aunque no estaba nada contento. Díxoles que los cristianos no solían acompañar infieles.

Prosiguiendo ellos su plática, dixeron que más querían justa guerra que afrentosa paz y que no se enojase, ca tendría dos trabajos; que ellos no eran hombres que se echaban de palabras, e que ellos eran los que por reverencia de Motezuma no le habían muerto y quemado en su casa; que se fuese, y que si no lo hacía, sería peor para él, e que salido de la ciudad, podría tratar de conciertos e que de otra manera era trabajar en vano y que sobre esto no les hablase más, porque no había de haber otra cosa.

Cortés, como los halló duros y entendió que el negocio iba de mal arte y que le decían que se fuese para tomarlo a su placer, entre puentes, les replicó que si él hobiera querido, hubiera dexado la ciudad; pero que si les rogaba esto, era más por excusarles el daño que les hacía, matándoles tanta gente, que por el que él rescibía, que era poco; y con esto dándoles de mano, les dixo que se fuesen, porque cuando quisiesen arrepentirse no habría lugar. Ellos, mofando desto y haciendo, como entre ellos se usa, la perneta, se fueron.



 

 

Capítulo CXVII

Cómo Cortés otro día de mañana salió con tres ingenios de madera y cómo aprovecharon poco.

Viendo Cortés que ya el remedio estaba solamente puesto en las manos y que los mexicanos no querían paz sino guerra, determinó de salir con tres ingenios que los días antes habían hecho, los cuales los arquitectos llaman burras o mantas. Llevábanlos treinta hombres, cada uno con unas ruedas por lo baxo; al parescer eran muy fuertes, pero como la resistencia fue mayor, aprovecharon poco. Salió, pues, Cortés con ellos por la calle de Tacuba, que hoy, como estonces, es la más principal de la ciudad. Iban cubiertos los ingenios con tablas más gruesas que tres dedos.

Al principio, como los indios vieron edificios tan bravos, maravilláronse y estuvieron algún tanto suspensos para ver qué hacían, e como vieron que salía Cortés con todos los españoles y con tres mill taxcaltecas y que comenzaban los unos a pelear desde el suelo, y los otros, arrimando los ingenios a las casas echaban escalas para subir a ellas y derribar los que estaban en las azoteas, comenzaron los indios a dar grita y a pelear valientemente con los nuestros, y los que estaban en las azoteas pidiendo a los que estaban en los patios muchas y grandes e piedras, con que dando en los ingenios en breve los deshicieron, porque, aunque los nuestros ganaron algunas azoteas baxas, desde las altas descargaron con tanta furia la pedrería que tenían ajuntada, que fácilmente, como está dicho, quebrantaron las mantas, empeciendo malamente a los que las llevaban y regían. Mataron en la refriega un español, el cual llevaron otros sus compañeros encubiertamente debaxo de un ingenio a los aposentos.

Fue tanta la priesa que los indios se dieron en tirar las piedras y tan grande su pesadumbre y grandeza y la furia con que pelearon, que no dieron lugar a que los nuestros disparasen el artillería ni jugasen el escopetería, de cuya causa volvieron los nuestros más que de paso e más como hombres que huían que como resestidores, y no pudieron más, porque aunque las otras veces, de los altos de las casas, con las piedras, rescebían daño, nunca como aquella vez habían sido tan fatigados, porque fueron muchas y muy grandes las piedras, algunas de las cuales pesaban a tres y cuatro arrobas e donde quiera que daban hacían gran daño, así que de la manera que es dicho se retiraron los nuestros a los aposentos, los unos cubriéndose con los ingenios, los otros con las rodelas, que llevaban hechas pedazos.

Cobraron con esta victoria los enemigos grande ánimo, teniendo por cierto que el día siguiente la conseguirían del todo. Desde las azoteas más cercanas decían a los nuestros: «¡Ah, bellacos, cuilones, inventores de nueva secta, usurpadores de haciendas ajenas, advenedizos, nascidos de la espuma de la mar, heces de la tierra!; presto moriréis mala muerte, mañana os sacrificaremos y con vuestra sangre untaremos nuestros templos, que vosotros, bellacos, habéis violado. Malinche, que así llamaban a Cortés, pagará la muerte de Qualpopoca y la prisión de Motezuma. Las puentes están abiertas, vosotros muertos de hambre y cansados. Daos, bellacos, daos, para que con vuestras vidas hagamos servicio a nuestros dioses y muriendo paguéis vuestras culpas y pecados.»

Los taxcaltecas, que con brío solían responderles, callaron, porque vían que sus negocios iban de mal arte. Cortés, aunque con gran ánimo y esfuerzo desimulaba el aflición y peligro en que se vía, allá en su pecho se arrepentía mill veces de no haber salido cuando pudiera; pero porque si él desmayaba habían de desmayar y desfallecer los demás, mostraba muy buen rostro al trabajo presente, diciendo que Dios no les había de faltar, e que los indios eran de aquella manera, que cuando algún buen subceso tenían salían de sí, como se encogían cuando huían.



 

 

Capítulo CXVIII

Cómo Cortés pidió treguas a los mexicanos y no se las quisieron conceder.

Dicen Motolinea y Gómara, aunque lo contrario es lo más cierto, y lo que pasó fue antes deste tiempo, que después de haber vuelto Cortés con los ingenios, acometió tres veces a subir al templo mayor, donde quinientos principales se habían hecho fuertes e hacían gran daño porque estaban cerca de los aposentos, e que porfió tanto que subió y los mató y que no halló la imagen de Nuestra Señora que los indios no podían arrancar, y que quemó la capilla de los ídolos; esto no podía ser porque eran de bóveda, hechas de piedra. Refiero esto, porque los que leyesen esta historia entiendan que no dexé cosa que alcanzase de poner, siguiendo lo que en mi fue lo más cierto e verdadero, porque en las cosas humanas todo tiene contradisción.

Considerando, pues, Cortés la gran multitud de los contrarios, que con haber muerto tantos no parescía que faltaba ninguno, la porfía, el ánimo, las muchas armas con que peleaban, e que ya los suyos estaban cansados de pelear e que la hambre les hacía dentro de casa la guerra y que no deseaban cosa tanto como ver la puerta abierta y el camino seguro para salir, y que de ahí adelante todo había de subceder de mal en peor, determinó de inviar a llamar a los principales mexicanos, a los cuales, en siendo venidos, les dixo: «Valientes y esforzados caballeros: ¿Para qué porfiáis tanto en hacernos guerra, pues siempre habéis llevado lo peor?; nunca os habemos hecho daño sino cuando nos le hecistes; huéspedes vuestros somos y deseamos vuestra amistad si queréis la nuestra. Motezuma y vosotros nos rescebistes de buena voluntad en vuestra ciudad y casas; no es de caballeros, ni aun vuestras leyes lo permiten, que a los huéspedes tratéis mal de obra ni aun de palabra. Dexad por algunos días las armas, descansad del trabajo pasado y pensad lo que más conviene, que para todo tendréis tiempo. Mirad que aunque hoy ha subcedido bien, en todos los días pasados habéis llevado lo peor; no habéis muerto a ninguno de los míos, y de los vuestros no se pueden contar los que han perescido. Aunque me aborrescéis, yo os amo, que esto nos manda nuestra buena ley; aconséjoos lo que os conviene; mirad, no os arrepintáis algún día. Los taxcaltecas, si vosotros no nos queréis, nos convidan con su ciudad y provincia, quieren nuestra amistad y aun nuestra ley e son indios como vosotros, aunque nosotros tenemos determinado de volver a nuestra tierra y dar relación de lo que hemos visto a nuestro Rey, que nos invió.»

Ellos, más endurescidos que piedras y más furiosos que leones embravescidos, le respondieron que no querían paz ni amistad con cristianos, capitales enemigos de sus dioses y religión, y que los huéspedes que sus leyes mandaban honrar y tratar bien, eran los de su religión e costumbres, y que los cristianos no eran huéspedes, sino perros ataladores y destruidores de cuanto bueno ellos tenían, e que no querían treguas ni sosegar hora hasta que de los unos o de los otros no quedase hombre a vida, para que se acabase aquella división e contradición de leyes y religiones, e que ya estaban desengañados de que no eran dioses ni hombres inmortales, e que entendían que con la ventaja de las armas herían y mataban más, pero que ellos eran tantos que poco a poco los acabarían, pues ya lo habían comenzado, habiendo muerto dellos algunos e que ya ni tenían agua ni pan ni salud e que viesen cuánta gente parescía por las azoteas, torres y calles sin trestanta que estaba en las casas, y que hallarían que más presto los españoles acabarían de uno en uno que ellos de diez en diez mill, porque muertos aquéllos, habría otros e otros, e que acabados los cristianos, no vendrían más e que no eran simiente que había de tornar a nascer, y que para irse, por estar las puentes rotas y no tener barcas, había mal recaudo; que lo mejor era, pues no podían salir e forzosamente habían de morir de hambre, que se diesen y muriesen en servicio de sus dioses.»

Esto no pudo sufrir Cortés; inviólos para perros e dixo que pues querían guerra, que él les hartaría della. Con esto vino la noche, y despedidos los unos de los otros, Cortés comenzó a tratar lo que se debía hacer.



 

 

Capítulo CXIX

Cómo determinó Cortés de salir aquella noche de la ciudad y de lo que Botello le dixo y lo demás que Cortés hizo.

Venida que fue la noche, considerando, Cortés el peligro tan magnifiesto en que los suyos estaban, la hambre que de cada día más los afligía, las enfermedades de algunos, las muertes y heridas de otros, el cansancio y extrema nescesidad de todos, la multitud de los enemigos, su rabia y porfía, e que por ninguna vía, así de halagos como de amenazas, los podía atraer a su voluntad y que de cada día estaban más emperrados e que ya no tenía pólvora ni aun pelotas, tanto que a falta dellas echaban en las escopetas chalchuites, que son piedras finas a manera de esmeraldas, muy presciadas entre los indios y aun entre los españoles, llamando a los principales Capitanes e a un soldado que se llamaba Botello, que decían tener familiar e que había dicho a Cortés muchas cosas de las que después subcedieron, les dixo: «Señores: Ya veis que no podemos ir atrás ni adelante; en todo hay riesgo y peligro, pero parésceme que el mayor es quedar y el menor aventurarnos a salir. Los indios pelean mal de noche; salgamos con el menor bullicio que pudiéremos, Botello nos diga sobre esto lo que le paresce.»

Los Capitanes respondieron diferentemente, porque a los unos les paresció bien lo que Cortés decía, a causa de que todos ellos estaban cansados e los indios no acostumbraban a pelear de noche. A los otros les paresció mejor lo contrario, y aun después acá paresció así a muchos de los conquistadores, a causa de que las puentes estaban abiertas, los maderos quitados, la noche obscura y que llovisnaba, e que de noche, despertando y acometiendo a los indios, ni los de a pie ni los de a caballo podían ver lo que hacían.

Estando en esta diferencia, Botella, que de antes en lo que decía tenía más crédito con todos e había dicho cómo acometiendo Cortés a Narváez de noche le vencería e sería señor del campo, les dixo: «Señores: No hay que altercar. Conviene que salgamos esta noche, y saber que yo moriré o mi hermano e que morirán muchos de los nuestros, pero salvarse ha el señor Capitán y muchos de los principales. Volverá sobre esta ciudad y tomarla ha por fuerza de armas, haciendo grande estrago; e de día, en buena razón, paresce que no conviene salir, porque la noche tanto y más ayuda a nosotros que a los indios. Las puentes están abiertas; para cerrarlas e pasarlas es menester gran trabajo; falta la pólvora y munición para los tiros y escopetas, que es nuestra principal fuerza; de las azoteas es todo el daño, y éste cesará saliendo de noche, e si vamos callando, podría ser que cuando los enemigos diesen en ello, estén los más de nosotros en tierra firme, aunque todavía me afirmo en que moriremos muchos; pero si salimos de día, sería posible morir todos y que no tuviese efecto lo que después subcederá. Éste es mi parescer; resúmanse vuestras Mercedes en lo que más les conviene y no lo dilaten, porque si el mío siguen, es nescesario no dexar pasar la hora.»

Oído por todos lo que Botello dixo, así por el crédito que tenía como por las buenas razones que daba, se determinaron todos que aquella noche saliesen y se excusase el mayor peligro que podía haber en el día. Comenzáronse luego todos a adereszar, armáronse como mejor pudieron. Cortés (que no debiera), no pudiendo llevar el tesoro que en una cámara había dixo y aun hizo apregonar dentro de los aposentos, para que todos lo supiesen, que los que quisiesen llevar consigo oro, plata y joyas lo hiciese, y que cada uno tomase lo que quisiese, que él les daba licencia, lo cual fue causa (según los españoles son cobdiciosos) que aquella noche muriesen más por guardar el oro que por defender sus personas, ca es cierto que muchos si no fueran cargados pudieran correr y saltar y escapar las vidas, aunque perdiesen el oro, y fuera mejor seso, y no que por guardar lo menos perdiesen lo uno y lo otro, y así, el que menos tomó salió más rico, porque iba menos embarazado.

La riqueza de aquel aposento era muy grande, porque subía de más de seiscientos mill ducados. Joan de Guzmán, camarero de Cortés, fue el que abrió el aposento donde el tesoro estaba. Dicen que Cortés pidió por testimonio delante de los Oficiales del Rey, cómo el Rey no podía dexar de perder aquella noche su quinto, porque no había modo para lo salvar, y volviéndose a los Oficiales les dixo: «Señores: En este tesoro está el quinto que a Su Majestad pertenesce; tornalde, porque desde ahora yo me descargo, y sí se perdiese, mucho más pierde Su Majestad en perder tan insigne ciudad, que otra como ella no hay en el mundo.» Dioles, según dice Motolinea, una yegua suya y hombres que lo llevasen y guardasen, y en lo demás dio la licencia que dixe, usando de la cual (como venían hambrientas de oro los de Narváez) metieron tanto la mano, que muy pocos escaparon, lo cual fue ocasión de que después se dixese que todos o los más que habían sido traidores a Pánfilo de Narváez habían acabado miserablemente.



 

 

Capítulo CXX

Cómo Cortés ordenó su gente y hizo una puente de madera para pasar los ojos de las acequias, y a quién la dio, y lo que luego pasó.

Estando ya todos aprestados e cada uno con el oro y plata que había podido tomar, lo más secreto que pudo, mandó Cortés dar aviso a todos los españoles para que ninguno quedase, que es lo contrario de lo que algunos sin razón dixeron, que se había a cencerros atapados, y tanto, porque mejor se vea el valor y bondad de Cortés, que después que aquella noche, habían salido todos de los aposentos y patio buen rato adelante, dixo a Alonso de Ojeda que mirase no quedase alguno dormiendo o enfermo, mandó también más de dos horas antes que de mano en mano por las cámaras se hiciese saber la salida.

A Alonso de Ojeda se le acordó que un español que se decía Francisco quedaba en su aposento, encima del azotea, en un arrimadizo, que le había dado frío y calentura. Volvió corriendo, hallólo en el azotea echado, tiróle de los pies, tráxole hacia sí, diciéndole: «¿Qué hacéis aquí, hombre, que ya todos están fuera del patio?» Tomóle por el cuerpo, púsole en el suelo, y así aquel hombre con el miedo de la muerte alcanzó la gente, y aun se creyó que, aunque muchos sanos murieron, se salvó aquél.

Cortés, como hombre apercebido y a quien Dios en las armas dio tanto saber y ventura, como entendió que el concierto y orden de la gente es el que la fortifica, y que no se podía salir a tierra firme sin llevar una puente de madera, para que puesta sobre el primer ojo pasase la gente, en esta manera, la vanguardia dio a los Capitanes Gonzalo de Sandoval y Antonio de Quiñones con hasta docientos hombres y veinte de caballo, y la retroguarda a Pedro de Alvarado y otros Capitanes que con él iban, y él tomó a cargo el demás cuerpo del exército, proveyendo lo que era menester en la vanguardia e retroguardia. Dio el cargo de llevar la puente al Capitán Magarino con cuarenta hombres muy escogidos e juramentados que ninguno dexaría al otro, e que uno muriese por todos e todos por uno; e si como se hizo una puente se hicieran tres, pues había gente que las llevase, escaparan todos o, a lo menos, murieran pocos, que como después, en el primer ojo, con la pesadumbre de la gente y con la tierra, que estaba mojada, afixó y encalló la puente de tal manera que, acudiendo después la furia de los enemigos, no pudieron levantarla, e así, como adelante diremos, miserablemente acabaron muchos.

Dio cargo Cortés a ciertos españoles de confianza, que llevasen a buen recaudo a un hijo y dos hijos de Motezuma y a otro su hermano e a otros muchos españoles principales que tenía presos, con intento de que si los salvara, que después habría algún medio de amistad para cobrar la ciudad, o que habiendo disención, como era forzosa, viviendo los subcesores y deudos de Motezuma, favoresciendo su parte, podía tener mucha mano en los negocios.

Cortés tomó para sí cient hombres de los que le paresció que más animosos y fuertes eran, para acudir, como después lo hizo, a las nescesidades que se ofresciesen. Los de a caballo tomaron a las ancas a los que iban cansados y heridos.

Desta manera y por esta orden y concierto salió el campo con gran silencio a la media noche.



 

 

Capítulo CXXI

Cómo al poner de la puente en el primer ojo los españoles fueron sentidos y las velas tocaron al arma, y de la gente que por las calles y en canoas luego acudió.

No fue sentido el exército español, según iba callando y sin rumor, hasta que Magarino, que iba adelante con la puente, la puso sobre el primer ojo. Las velas que los indios tenían allí, e tenían hecho fuego, les tiraron muchos tizonasos, dando grandes gritos, tocando sus caracoles; decían: «¡Arma, arma, mexicanos, que los cristianos se van!» En un momento acudieron más de diez mill indos con flechas, arcos y macanas, como los que no tenían que vestir arneses ni ensillar ni enfrenar caballos.

Peleó, primero que el resto de los españoles llegase, valerosamente Magarino y sus compañeros; mataron muchos indios. Puso muy bien la puente; pasaron sin ofensa alguna todos los españoles e con ellos los indios amigos. En el entretanto, a los ojos de adelante habían acudido los enemigos más espesos que lagosta. Procuró Magarino con su gente levantar el pontón, pero como llovisnaba, afixó mucho y la resistencia impidió que en ninguna manera le pudiese sacar, y aunque heridos del procurarlo algunos de los compañeros, pasaron todos adelante. Por el un lado e por el otro acudieron infinitos indios en canoas, gritando: «¡Mueran, mueran los perros cristianos!» Metíanse tanto en ellos, que los tomaban a manos y echaban en el agua, aunque muchos se defendían valientemente, hiriendo y matando gran cantidad de los enemigos.

Desta manera, acudiendo Cortés a una parte e a otra, llegaron al segundo ojo (que estos todos eran en la calle de Tacuba), ca en la calle de Iztapalapa había siete. Aquí hallaron sola una viga y no ancha; como estaba mojada, los de a caballo no podían pasar, y los de a pie con muy gran dificultad; y como aquí acudió la fuerza de los enemigos, fue miserable y espantoso el estrago que en los cristianos hicieron, tanto que de los cuerpos muertos estaba ya ciego el ojo de la puente.

Aquí animó Cortés grandemente a los suyos; peleó tan valerosamente, que sola su persona, después del favor divino, fue causa que todos no peresciesen. Halló por un lado desta acequia, tentando, vado; entró por él; llegábale el agua, a los bastos del caballo. Siguiéronle los de a caballo que quedaban y aun de a pie púsose sobre la calzada, y dexando allí algunos, volvió a entrar en el agua, en la cual, peleando con algunos que le siguieron, dio lugar a que muchos peones pasasen por la viga. Desta manera, muriendo e ahogándose muchos de los nuestros, llegaron al tercer ojo, que era el postrero; pero del segundo a volvieron a la ciudad más de cient españoles; subiéronse al cu, pensando de hacerse allí fuertes y defenderse, no considerando que habían de perescer de hambre, tanto ciega el temor de la muerte, e así se supo que otro día, miserablemente los sacrificaron.

En el ojo tercero, ya antes que Cortés con el cuerpo del exército llegase, había grandes muertes, porque Gonzalo de Sandoval, que llevaba el avanguardia, volvió a Cortés y dixo: «Señor, muy poca gente nos defiende el ojo postrero, pero están ya los españoles tan medrosos que si no vais allá, se dexarán tomar allí a ahogar en el agua.»

Cortés, diciendo a Pedro de Alvarado lo que había de hacer, se fue al avanguardia, pasó la gente sin peligro de la otra parte, púsola en tierra firme y dexándola a Joan Xaramillo, que era uno de los valientes y esforzados del exército, invió a Gonzalo de Sandoval para saber cómo pasaba la retroguarda. En esto llegó Cristóbal de Olid a Cortés y le dixo que fuese a socorrer a la retroguarda, porque Pedro de Alvarado y toda su gente quedaban en gran peligro. Cabalgó Cortés, que se había apeado un poco, pasó la puente, peleó con muchos indios, e pasando adelante topó con Pedro de Alvarado, el cual le certificó que ya no quedaba ninguno por pasar, aunque muchos habían perescido, y fue así. Cortés estonces tomó toda la gente delante de sí, quedándose en la retroguarda, porque allí acudía toda la fuerza de los enemigos.



 

 

Capítulo CXXII

Del salto que dicen de Pedro de Alvarado, y de cómo Cortés tornó a recoger la gente que atrás quedaba.

Fue tan brava y tan porfiada de parte de los indios la batalla, como aquellos que peleaban en sus casas contra los extranjeros, que ponía grima y espanto con la obscuridad de la noche y alarido de los indios oír los varios y diversos clamores de los españoles. Unos decían: «¡Aquí, aquí!» Otros: «¡Ayuda, ayuda!» Otros: «¡Socorro, socorro, que me ahogo!» Otros: «¡Ayudadme, compañeros, que me llevan a sacrificar los indios!» Los heridos de muerte y los que se iban ahogando y aquellos sobre los cuales pasaban los demás, gemían dolorosamente, diciendo: «¡Dios sea comigo! ¡Misericordia, Señor! ¡Nuestra Señora sea comigo! ¡Válame Dios!» y otras palabras que en las últimas afliciones, peligros y riesgos suelen decir los cristianos. Los vencidos lamentaban de una manera; los vencedores, daban voces de otra; los unos pedían socorro; los otros apellidaban: «¡Mueran, mueran!»; y como no solamente eran contrarias las voces de los vencedores y vencidos, pero como en lengua eran tan diferentes, por ser los unos indios y los otros españoles, y no se entender los unos a los otros, cargando siempre más la obscuridad de la noche y la matanza en los cristianos, acudió Cortés otra vez con cinco de a caballo a la puente última, donde era la furia de la batalla, donde halló muchos muertos, el oro y fardaje perdido, los tiros tomados, muchos ahogados o presos; oyó lamentables voces de los que morían. Finalmente, aunque peleaban algunos, no halló hombre con hombre, ni cosa con cosa, como lo había dexado. Animó y esforzó a los desmayados, alentó a los que peleaban, recog[i]olos, llevólos delante, siguió tras dellos, peleando con grande esfuerzo y coraje. Dixo a Alvarado, que quedaba atrás con otros españoles, que los esforzase y recogese en el entretanto que él pasaba con aquellos que llevaban la puente. Hizo Alvarado lo que pudo, peleó valientemente, pero cargaron tantos enemigos que, no pudiéndolos resistir e viendo que si más se detenía no podía dexar de morir, llamando a los que le pudieron seguir a toda priesa, pasando por cima de cuerpos muertos e oyendo lástimas de otros que morían, saltando sobre la lanza que llevaba, se puso de la otra parte de la puente, de que los indios y españoles quedaron espantados, porque el salto fue grandísimo e todos los demás que probaron a saltarle no pudieron y cayeron en el agua, quedando algunos ahogados, saliendo otros con harta dificultad. Por haber sido este salto tan notable y espantoso, quedó, como en memoria, el Salto de Alvarado, para en los siglos venideros. Está hoy ciego, porque la calzada corre por él; otros dicen que es una alcantarilla en la misma calzada que pasa a Chapultepeque.



 

 

Capítulo CXXIII

Cómo los españoles, pasado aquel ojo, llegaron a tierra firme y cómo los indios los siguieron hasta Tacuba, y cómo después de la puente reparó un poco Cortés y de lo que acontesció a un español.

De la puente segunda, aunque antes dixe que se habían vuelto cient españoles a fortalescerse en el templo mayor, dicen muchos conquistadores que fueron trecientos, e que puestos en lo alto pelearon tres días, hasta que de cansados y enflaquescidos de la hambre, se les cayeron las espadas de las manos, tiniendo bien poco que hacer los enemigos en matarlos.

Ya, pues los demás que quedaron vivos y pudieron saltar en tierra firme estuvieron juntos de la otra parte, unos heridos, otros muy cansados, Cortés, aunque los indios no le dieron mucho espacio, puso en orden su gente; halló que le faltaban seiscientos españoles, cuatro mill indios amigos, cuarenta y seis caballos e todos los prisioneros, aunque cerca del número de todos, unos dicen uno y otros otro, más o menos, como les paresce, pero esto es lo más verdadero. Aquí no pudo Cortés detener las lágrimas, acordándose cómo Dios le había castigado como a David, por haberse ensoberbecido con el número grande de su gente, e así es verdad que después decía él que el confiar tanto en su gente fue ocasión de aquella pérdida.

Acordóse Cortés en este paso de lo mal que lo había hecho en no haber visitado a Motezuma luego como vino de la victoria de Narváez; pesábale de aquella vez que pudo, no haberse salido de la ciudad y puesto en salvo; pesábale de haber repartido el oro, pues había sido causa de la muerte de los más que habían fenescido, porque por defender y salvar cada uno su parte, ni se habían defendido a sí ni a otros. Consideraba la mudanza y trueco de fortuna; dolíale mucho ver muertos a manos de tan vil gente tantos españoles hijosdalgo; llegábale a las entrañas el verse huir, el verse cansado y con tan poca gente y con tan pocos caballos, sin comida alguna, en tierra extraña, donde en ninguna parte tenían seguridad ni sabían por dónde ir; pero, con todo esto, revolviendo sobre sí e viendo que a lo hecho no había remedio e que era nescesario proveer en lo por venir, acordándose de lo que Botello le había dicho e de que había de volver sobre aquella ciudad e que había de ser señor della, esforzándose a sí propio, diciendo que la mano del Señor aún no estaba abreviada para hacerle mercedes, ya que todos los tuvo puestos en concierto, preguntó si estaba allí Martín López; dixéronle que sí, holgóse mucho, porque era el que había de hacer los bergantines para volver sobre México, y por su persona era valiente y cuerdo.

En esto, los indios habían saltado en tierra y comenzaron a dar sobre los cristianos, los cuales en buen orden, acaudillándolos Cortés e diciéndoles: «¡Ea, señores y amigos, que ya no hay agua que nos estorbe!» se fueron peleando, retirando hacia Tacuba.

En este camino, yendo muy cansado un español, se subió sobre un capulí, que los españoles llaman «cerezo», en el cual se estuvo todo lo que quedó de la noche y hasta otro día bien tarde que volvieron los indios que iban en el alcance de los nuestros. Quiso Dios guardarle de manera, que no mirando en él, siendo tantos, después que hobieron pasado, que a él le parescieron más de docientos mill hombres, baxó e por entre los maizales, donde otros españoles se salvaron, llegó muy contento a do Cortés estaba, el cual, contado lo que había pasado, Cortés dio gracias a Dios, tiniéndolo por buena señal.



 

 

Capítulo CXXIV

Cómo en aquella parte donde murieron los más de los españoles, después de tomada la ciudad, un Joan Tirado hizo una capilla donde se dixo misa por los muertos.

En memoria de los muchos españoles que al pasar desta última puente murieron en aquel propio lugar donde fue mayor la matanza, después de conquistada y ganada México, uno de los que escaparon de no quedar allí, que se decía Joan Tirado, hombre de ánimo y muy buen cristiano, devoto de Sant Acacio y de los diez mill Mártires, sus compañeros, en reverencia dellos edificó una capilla que hoy llaman de los Mártires, donde por aquellos muertos todo el tiempo que el Joan Tirado vivió hizo decir misa, y después acá, refrescando aquella memoria y sancta obra, algunos conquistadores han hecho decir misas, aunque no tan continuadamente como Joan Tirado, el cual, en la postrimería y fin de sus días murió bienaventuradamente, dando, no solamente señales de cristiandad, pero de sanctidad, conosciendo claramente él y los que a su muerte se hallaron el favor e ayuda de Sant Acacio y de sus compañeros y aun el de las ánimas de purgatorio, especialmente de aquellas que en gracia en aquel lugar pasaron desta vida.

Está esta capilla cerca de otra iglesia, junto a la calzada que se dice Sant Hipólito, la cual, como ya está dicho, se edificó en memoria de la toma de México, porque aquel día los cristianos, como después se dirá, a cabo de más de ochenta días la tomaron, rindieron y subjectaron.



 

 

Capítulo CXXV

Cómo Cortés y los que escaparon de aquel peligroso paso fueron peleando hasta Tacuba, y de lo que allí les pasó.

Con muy gran trabajo y dificultad, según está dicho, quedando tantos muertos y tantos para morir, e que en ninguna manera podían pasar adelante, Cortés y sus compañeros, aunque iban bien en orden y, por estar ya en tierra firme, alentados y con más coraje, peleando y deteniéndolos los enemigos en el camino, pudieron, con ser la jornada tan breve que no había más de media legua, llegar a la ciudad de Tacuba en tres horas. Era tiempo de maizales y que estaban ya muy altos y casi para coger; salían dellos como de bosques muchos indios que a manos tomaban [a] los españoles, y metiéndolos adentro, de mano en mano los volvían a la ciudad para sacrificarlos vivos y hacer, en testimonio de la venganza, servicio a sus dioses, que tanto habían porfiado se hiciese esta tan cruda guerra con los cristianos.

Escaparon los nuestros [a] algunos déstos, aunque a todos no pudieron. Señaláronse allí, después de Cortés, Alonso de Ávila, Cristóbal de Olid, Francisco Verdugo, los hermanos Alvarados, Gonzalo de Sandoval e otros hombres de cuenta, que aunque iban que ya no se podían tener, unos a otros se animaban, diciendo que si el morir no se excusaba, que cuándo mejor que estonces podían vender bien sus vidas, especialmente que, como adelante diré, en su Capitán vieron siempre tanto seso y valentía que, tiniéndole presente, jamás temieron ni desmayaron porque verdaderamente, como muchos dixeron, en esta conquista supo e hizo más que hombre ninguno.

Yendo, pues, desta manera peleando, llegaron a Tacuba; los de la retroguarda, creyendo que Cortés, que iba en el avangoardia, reposara en los aposentos y casa del señor de aquella ciudad, se entraron en el aposento de la casa. En esto hay dos opiniones: la una es que llegando allí los nuestros, los mexicanos que venían en su seguimiento se volvieron, o porque estaban ya cansados de pelear, o porque no osaron entrar en términos ajenos, temiendo que los tacubenses les salieran al encuentro, porque rescibieron bien a los cristianos, de lo cual se quexaron mucho después los mexicanos dellos y los riñeron, porque en su pueblo no habían acabado de matar a los españoles. Esto dicen Motolinea y los tacubenses, cuyo guardián, después de convertidos, fue el dicho Motolinea, fraile franciscano y conquistador.

La verdad es, según las Memorias de muchos conquistadores, que los mexicanos los siguieron hasta allí, y más de una legua adelante, que como era de noche, los tacubenses ni ayudaron ni dañaron. Los de la retroguarda, como vieron que Cortés no reposaba en los aposentos, sino que iba adelante, a toda furia salieron, por no perderle, que sin él iban como los que navegan sin norte. Ya era salido el sol cuando todos vinieron a alcanzar a Cortés.



 

 

Capítulo CXXVI

Cómo Cortés se mostró sobre una quebrada a los de la retroguarda, con que los animó mucho, y lo que les dixo, e cómo todos se hicieron fuertes en un cu.

Sin saber el camino ni de noche ni de día, sino por el hilo de los muertos y multitud de los enemigos que de la una parte y de la otra del camino estaban, los de la retroguarda caminaban. Llegaron desta manera a una quebrada, paso muy malo, donde los enemigos los apretaban mucho, e cierto desfallecieran y acabaran allí si Cortés, que andaba peleando por lo alto, entre los maizales no paresciera, el cual, como los vio, les dixo:

«¡Ea, amigos, arriba, arriba, a lo raso, a lo raso; que aquí estoy yo; ya no hay más peligro!» Alentáronse con su vista todos, pelearon con nuevo corazón, salieron a lo raso sin perder hombre, y acaeció que llevando unos dellos una petaquilla con tres mill castellanos en oro, dixo a Cortés; «Señor, ¿qué haré deste oro, que me estorba el subir y primero me matarán que salga de aquí?» Cortés respondió: «Dad al diablo el oro si os ha de costar la vida. Arrojadlo o dadlo a otro, que yo le hago merced dello.» Hízolo así e salió con los otros, e juntándase todos y tornando Cortés a ponerlos en concierto, ya que serían las nueve del día, tomaron un cu pequeño, templo de los dioses, que estaba en un alto e todo lo de alderredor raso e sin maizales. La gente se recogió en el patio, e Cortés con algunos escopeteros y ballesteros se subió a lo alto para que si los indios le entrasen, les pudiese mejor hacer la guerra.

Aquí les dieron mucha grita, ya que no, les podían hacer mucho mal, lo uno, porque no les podían entrar en el templo, lo otro porque los de a caballo, como estaba el campo raso, eran señores dél. Alancearon cincuenta o sesenta indios. Señalóse aquella tarde un Gonzalo Domínguez, hombre de grandes fuerzas y muy recio en la silla, que por su mano alanceó más que otros cuatro de a caballo. Con todo esto, como la gente de los enemigos era mucha, aunque no mataron ningún cristiano, llegábanse tanto a ellos, por hacerles daño, que las varas todas daban en el patio, que después de puesto el sol, que cesó la batería, tuvieron que coger más de cuatro carretadas dellas, con que hicieron muchos fuegos. Reposaron los heridos. Esperó Cortés allí, por ver si algún español venía de los que se habían metido por los maizales. Llegaron algunos, y entre ellos un Fulano de Sopuerta con muchos flechazos, que por hacerse muerto, escapó la vida; sanóla de las heridas, aunque eran muchas, por no haberle acertado ninguna por lo vacío.

Llamaron a este cu por estonces el Templo de la Victoria, y después que México se ganó se hizo en él una iglesia que se llamó Nuestra Señora de los Remedios, por el que allí los cristianos rescibieron.

Hicieran hasta este sitio muy mayor daño los indios si, como dicen los conquistadores, no se ocuparan en robar los cristianos muertos y despojarlos de la ropa, y también porque con el día, conosciendo a los hijos de Motezuma, conforme a sus ritos y costumbres, los más de los principales se juntaron a llorarlos, a los cuales sin conoscer, con la obscuridad de la noche, habían muerto.



 

 

Capítulo CXXVII

Cómo Cortés hizo alarde de su gente y la puso en orden y salió, para no ser sentido, de noche, y de lo que en el camino le acontesció.

Ya que el exército español había reposado más de media noche, Cortés, así porque los enemigos no lo sintiesen, como porque el calor del sol no estorbase el marchar e hiciese daño a los heridos, determinó sin ningún bullicio salir de allí, aunque no sabía el camino, para Taxcala, donde tenía, intento de ir, porque cuando vino, entró por Iztapalapa y salió por Tacuba, camino contrario. Hizo primero alarde de la gente que le había quedado, así de españoles como de indios amigos; halló que entre los españoles, entre heridos y sanos, había obra de trecientos y sesenta, poco más o menos, e veinte y tres caballos, y de los indios amigos hasta seiscientos. Echó mucho menos un paje que él quería mucho y había procurado defender. Hizo de la gente diez Capitanes, o (según otros) ocho, de a cuarenta hombres cada capitanía. Dio la vanguardia a Diego de Ordás, y la retroguarda tomó él. Hizo aquí nuevo sentimiento de su desgracia y gran pérdida.

Salió sin ser sentido, no llevando otra guía que el cielo, aunque su fin y motivo era, como está dicho, ir a Taxcala, donde confiaba, como fue, ser bien rescebido. Fue, como dice Motolinea, rodeando por la parte de occidente, ca él había entrado por la de oriente en México, y por este camino a Taxcala hay veinte leguas, e por donde él fue más de treinta. Puso los heridos y la ropa en medio de los sanos; mandó que so pena de la vida ninguno saliese de la ordenanza. Salieron desta manera sin pífaro y atambor, guiando un indio tlaxcalteca, que aunque no sabía el camino, dixo que poco más o menos atinaría a llevarlos hacia Taxcala.

No hubieron andado media legua, cuando las escuchas los sintieron, y tocando al arma, acudieron los enemigos en gran cantidad. Diéronles guerra, aunque no muy grande, porque era de noche y los escopeteros los oxeaban. Siguiéronlos más de dos leguas, hasta que los nuestros tomaron una cuesta en que estaba otro templo con una buena torre y aposento. Toparon cinco de a caballo que iban delante, primero que aquí llegasen ciertos escuadrones de indios emboscados, que esperaban a los españoles, para matarlos y robarlos, y como vieron a los de a caballo, creyendo que venía mayor exército, huyeron, reparando en una cuesta, e como reconoscieron cuán pocos eran los españoles, juntáronse con los indios que atrás venían, e así todos venían dando caza a los nuestros hasta este templo, donde se hicieron fuertes, reposando lo que de la noche quedaba, aunque no tenían cosa que cenar; diéronles los enemigos mala alborada, aunque fue mayor el miedo que pusieron que el daño que hicieron. Partieron de allí los nuestros; fueron a un pueblo grande, que se dice Tepozotlán, por un camino muy fragoso, donde los de a caballo no se podían aprovechar de los enemigos, ni ellos tampoco de los nuestros; e porque en este pueblo hallaron muchos patos, que los indios crían para sacar y quitarles la pluma para las mantas, los españoles le llamaron el Pueblo de los Patos. Los unos huyeron, yéndose a otro pueblo grande que se llama Guautitlán, una legua de allí.

Los nuestros pararon en aquel pueblo dos días, donde descansaron y se rehicieron algún tanto. Hallaron alguna comida, y los patos, como llevaban consigo la salsa, les supieron muy bien, y así mataron la hambre. Curaron los heridos y caballos y llevaron alguna provisión para el camino, aunque según iban, no pudieran llevar mucha aunque la hallaran. Salieron de allí e atravesaron en busca del camino de Taxcala, dexando la ladera de las montañas que habían seguido; toparon con tierra pobladísima; salieron a ellos infinidad de indios que los pusieron en grande aprieto. Vinieron a tanta nescesidad, que comían hierbas, y esto duró ocho días, hasta llegar a Taxcala, fatigándolos los enemigos, aunque lo que más los fatigaba era la hambre, que fue tanta, que no pudiéndola sufrir un español, abriendo a un español que halló muerto, comió de sus hígados, de lo cual pesó tanto a Cortés, que le mandó luego ahorcar. No le pesaba al español mucho dello, por no verse morir de hambre, pero a ruego de algunos se dexó de hacer la justicia.

Yendo desta manera perdieron muchas veces el camino, porque la guía no le sabía y desatinaba. Al cabo llegaron a un pueblo pequeño; durmieron aquella noche en unos templos, donde se hicieron fuertes. Prosiguieron su camino por la mañana, persiguiéndolos siempre los enemigos, llevándolos siempre acosados como a toros, que no los dexaban reposar.



 

 

Capítulo CXXVIII

Cómo prosiguiendo Cortes su camino le dieron una pedrada en la cabeza, y cómo Alonso de Ávila dio una lanzada a un español y por qué, y lo que más subcedió.

Prosiguiendo Cortés su camino, Diego de Ordás, que llevaba la delantera; dio en una quebrada, donde estaban aguardando ciertos escuadrones de gente de guerra. Reparóse toda la capitanía, porque no les paresció acometer, por la dificultad del lugar y porque los enemigos eran muchos, los cuales como vieron que los nuestros no osaban arremeter, arremetieron ellos, tirando muchas varas y saetas. En esto, un valiente soldado, viendo esto e que era afrenta esperar la retroguardia, quitando la bandera de las manos a un Fulano de Barahona, que era Alférez, saliendo contra los enemigos, dixo: «¡Sanctiago, y a ellos! Los que quisierdes, seguidme.» Estonces, acometiendo todos, hicieron grande estrago en los enemigos, porque estaban en lo baxo. Pusieron a los demás en huida, y desta manera dexaron la quebrada, y la retroguardia pasó sin resistencia, aunque puestos en lo llano, no mucho después los iban siguiendo los enemigos. Yendo en este orden, como estaba mandado que nadie saliese dél, un soldado que se decía Hernando Alonso, apartándose como ocho pasos del escuadrón a comer unas cerezas, porque la hambre le aquexaba demasiadamente, Alonso de Avila le tiró una lanza, con que le pasó el brazo, del cual, aunque sano, quedó manco. Era en tanto peligro nescesario el castigo de otra manera, porque no se desmandaba el soldado cuando, sin poderlo remediar, le llevaban los indios vivo, y de mano en mano le desaparescían, haciendo resistencia los que primero le tomaban, y desta manera sacrificaron a muchos.

Otro día que esto pasó, iba cresciendo la hambre, tanto que aun para los heridos no había que comer sino acederas, cerezas verdes y cañas de maíz, que todo era pestilencia, y ninguno, porque Dios los guardaba, murió, sino eran los que los indios tomaban a manos. Desta manera, no lexos de Otumba, donde, como diré, fue la señalada batalla, salieron a los nuestros muchos indios, donde fueron bien menester las manos, porque corno canes rabiosos se metían por las espadas y lanzas. Aquí los españoles, hasta los heridos, pelearon valientemente. Salió desta batalla mal herido Cortés en la cabeza de una pedrada de honda que aínas se pasmara; e aunque todavía tenía la mano de la rienda herida y la cabeza entrapaxada, su persona sola valió y pudo tanto que conservó y sustentó todo su exército.

Hirieron a Martín de Gamboa, matáronle el caballo, hízolo como valiente soldado. Reparó en aquel lugar aquella noche Cortés. Dio la vida a cuatro o cinco españoles que llegaron bien anochecido, sin entender Cortés que se habían quedado atrás, subidos en los cerezos, que hay en el camino muchos, por la gran hambre que ya no podían sufrir. Esta misma noche metieron el caballo muerto de Gamboa a los aposentos, del cual no se perdió nada, tanto que las tripas e uñas comieron; y aun al repartir hubo cuchilladas, y fue menester hallarse el Capitán presente. Cupo la cabeza a cinco o seis soldados, que no poca fiesta hicieron con ella.



 

 

Capítulo CXXIX

Cómo yendo el exército adelante salió un indio al camino a desafiar los españoles, y cómo los mexicanos, hecho sacrificio en México de los españoles, vinieron a Otumba, y del razonamiento que Cortés hizo a los suyos.

Con esta hambre, cansancio, guerra y heridas, otro día de mañana, que era sábado, partió el campo de los españoles, no sin enemigos que le iban dando caza. Llegando a un llano, salió un indio de través, alto de cuerpo, con ricos plumajes en la cabeza, con una rodela y macana, muy valiente al parescer. Desafió uno por uno a cuantos iban en el campo. Salió a él Alonso de Ojeda, siguióle Joan Cortés, un esclavo del Capitán. El indio no quiso esperar, o porque venían dos, o porque deseaba meter a los españoles en alguna emboscada.

En el entretanto que el exército español llegaba a este paso, los mexicanos habían ya cruelmente sacrificado los españoles que al salir de México se habían vuelto, e más de docientos mill se vinieron a juntar con los de Otumba en unos campos muy llanos que allí hay para acabar de matar a los españoles, sin que dellos quedase rastro. Vinieron lo más bien armados que pudieron, con muchos mantenimientos, ricamente adereszados. Tomaban de la una parte y de la otra las faldas de las sierras; tendiéronse por aquellos campos, que, como andan vestidos de blanco, parescía que había nevado por toda aquella tierra. Llevaban un General, a cuyo estandarte tenía ojos todo el campo. Venían en orden, repartidos por sus capitanías, cada una con su bandera, caracoles e otros instrumentos béllicos que servían de pífaros e atambores. Venían de su espacio, sin dar grita, hasta ponerse en lo llano. Estonces Cortés, como vio que sobre él venía tan gran poder y que los suyos se contaban ya por muertos y aun los muy valientes desconfiaron de poder escapar, cuanto más vencer, haciendo alto, apercibiéndose para la batalla, ataló los maizales por más de media legua, que cerca estaban, porque desde ellos como de espesa arboleda los enemigos entraban y salían, haciendo gran daño. Puso los heridos y enfermos en medio del escuadrón, con guarnición de caballos del un lado y del otro; advertió a los que estaban buenos y tenían buenas fuerzas, que cuando fuese menester retirarse, cada uno llevase a cuestas un enfermo, y a los heridos que subiesen a las ancas de los caballos, para que pudiesen jugar las escopetas.

Ordenado desta manera el pequeño, exército español, rodeándole el mundo de gente, desde el caballo habló a los suyos así: «Señores y queridos compañeros míos: Ya veis en el trance y peligro tan grande en que estáis; el desmayar no aprovecha sino para hacer menos y morir más presto, y si, esto no se ha de excusar, bien será que para solo nuestro contento muramos peleando más fuertemente que nunca; e pues de tan grandes peligros como éste suelen salir los hombres poniendo bien el rostro a ellos, más vale que acabemos muriendo como valientes, vendiendo bien nuestras vidas, que de pusilánimes nos dexemos vencer. No es cosa nueva que muchos turcos y moros, siendo gente tan bellicosa, acometiendo y apretando a pocos de nuestra nasción hayan sido vencidos y puestos en huida, cuanto más que ya sabéis cuán milagrosamente hemos sido hasta ahora defendidos. Pidamos el favor a Dios; ésta es su causa, éste es su negocio, por Él hemos de pelear. Supliquémosle acobarde e atemorice nuestros enemigos; e que si ha sido servido castigarnos por nuestra soberbia e presunción, como nos ha castigado en la salida de México y en el camino hasta aquí, se apiade de nosotros, levantando su azote. Encomendémonos a la Virgen María, Madre suya; sea nuestra intercesora; favorézcanos mi ahogado Sant Pedro y el Patrón de las Españas Sanctiago.

Cada uno se confiese a Dios, pues para otra cosa no hay lugar, e poniendo nuestra fee y esperanza en Él, yo sé que más maravillosamente que nunca nos ha de favorescer e ayudar y que este ha de ser el día de la más memorable victoria que españoles hasta hoy han tenido contra infieles. Hoy espero en Dios que ha de ser el fin y remate del seguimiento destos perros; hoy los confundirá Dios, y nosotros, saliendo victoriosos, entraremos con alegría en Taxcala, de donde volveremos y nos dará venganza dellos.» Diciendo estas palabras se le arrasaron los ojos de agua; enternesciéronse los suyos; animáronse cuanto fue posible, aunque dubdosos del subceso, porque por la una parte vían la gran ventaja que los enemigos les tenían e por la otra del favor que Dios les había dado y que en lo más de los que Cortés les había dicho, había salido verdadero.



 

 

Capítulo (XXX

Cómo se dio la memorable batalla que se dice de Otumba, y cómo Cortés mató al General de los mexicanos, y de otras cosas señaladas.

Ordenado todo de la manera que está dicho, los indios por todas partes, que cubrían aquellos grandes campos, con grande alarido y ruido de caracoles e otros instrumentos, como leones desatados, acometieron a los nuestros, tirándoles muchas flechas y varas, e acercábanse tanto a los nuestros que, aunque jugaba la escopetería y ballestería y les hacía muy gran daño, venían a brazos y a sacarlos del escuadrón; pero Cortés, que vía que toda la fuerza estaba en que los suyos estuviesen juntos y en orden., con su cabeza entrapaxada y la mano de la rienda (como he dicho), herida, alanceó muchos por su persona con un ánimo y esfuerzo como si estuviera muy sano y peleara con pocos. Defendió tan bien su escuadrón, que ningún soldado le llevaron, aunque Motolinea e Gómara dicen que sí.

Acompañaban a Cortés doquiera que se revolvía siete soldados peones, muy sueltos y muy valientes, que fueron muchas veces causa de que abrazándose los indios con su caballo no le matasen. Era tan brioso e tan diestro este caballo, que hiriéndole de un flechazo por la boca, la dio Cortés para que le llevasen de cabestro do estaba el fardaje y en el entretanto tomó él otro; pero como el caballo herido tornó a oír el ruido e alarido de los indios, soltóse y con gran furia entró por ellos tirando coces y dando bocados a todos los que topaba, tanto que él solo hacía tanto daño como un buen hombre de caballo. Tomáronle dos españoles por que los indios no le flechasen por parte donde muriese, aunque en las ancas y pescuezo sacó muchos flechazos.

Andando, pues, la batalla en toda su furia e calor, señalándose notablemente algunos de los Capitanes y haciendo maravillas Cortés, que siempre apellidaba a su abogado Sant Pedro, vinieron los enemigos a apretar tanto a los nuestros, que los de a caballo, para guarescer, se venían a meter en el escuadrón de los peones, e todos estaban ya remolinados y en punto de perderse, suplicando a Dios los librase de peligro tan grande, cuando Cortés, mirando hacia la parte de oriente, buen trecho de donde él peleaba, vio que sobre los hombros de personas principales, levantando sobre unas andas muy ricas, estaba, según paresció, el General de los indios con una bandera en la mano, con la cual extendida y desplegada al aire, animaba a los suyos, diciendo dónde habían de acudir. Estaba este General, cuanto podía ser, ricamente adereszado; era muy bien dispuesto, y de gran consejo y esfuerzo. Tenía muy ricos penachos en la cabeza; la rodela que traía era de oro y plata; la bandera y señal real, que le salía de las espaldas, era una red de oro que subía de la cabeza diez palmos. Estaban junto a las andas deste General más de trecientos principales muy bien armados. Relumbraba aquel cuartel con el sol tanto, que quitaba la vista. Había de do Cortés estaba hasta el General más de cient mill hombres de guerra, y viendo que la victoria consistía en matar al General, diciendo: «Poderoso eres, Dios, para hacernos en éste día merced; Sant Pedro, mi abogado, sé mi intercesor y en mi ayuda», rompió con gran furia, como si estonces comenzara a pelear por entre los enemigos. Siguióle solamente Joan de Salamanca, que iba en una yegua overa. Fue matando y hiriendo con la lanza y derrocando con los estribos a cuantos topaba hasta que llegó donde el General estaba, al cual de una lanzada derrocó de las andas; apeóse Salamanca, cortóle la cabeza, quitále la bandera e penachos. Otros dicen que lo oyeron después decir a Cortés, que viéndole el General venir con tanta furia hacia él, entendiendo que le había de matar, se baxó de las andas, poniendo a otro en ellas con el estandarte real, e que con todo esto tuvo tanta cuenta Cortés con él, que le alanceó estando a pie, derrocando asimismo al que estaba en las andas.

Fue de tanto provecho esta tan hazañosa hazaña, que como las haces mexicanas tenían toda su cuenta con el estandarte real y le vieron caído, comenzaron grandemente a desmayar, derramándose unos a una parte y otros a otra. Aquellos trecientos señores, tomando a su General en los brazos, se retraxeron a una cuesta, donde con el cuerpo hicieron extraño llanto, endechándole a su rito y costumbre. Entre tanto los nuestros, muy alegres, cantando: «¡Victoria, victoria!», siguiendo mucho trecho a los enemigos, haciendo tal estrago y matanza en ellos, que, según se cree, murieron más de veinte mill. Tomaron los nuestros de los indios principales que mataron ricos penachos y rodelas y el estandarte real, armas y plumajes del General. Dio después Cortés, y con muy gran razón, a Magiscacín, su aficionado, uno de los cuatro señores de Taxcala, aquel adereszo, y lo mismo hicieron otros españoles de los demás despojos que llevaban, destribuyéndolos entre los señores y principales taxcaltecas.

Fue esta batalla la más memorable que en Indias se ha dado y donde más valió y pudo la persona de Cortés; y así, todos los que en ella se hallaron (a algunos de los cuales comuniqué), dicen y afirman que por sola su persona y valor llevó salvo y libre el exército español a Taxcala.



 

 

Capítulo CXXXI

Cómo vencida esta memorable batalla, el exército español pasó adelante, y de lo que más subcedió después.

Acabada de vencer esta tan señalada batalla, como los enemigos se derramaron por diversas partes, los españoles, alegres y orgullosos con el buen subceso y próspera mudanza de fortuna, sin que de ahí adelante rescibiesen pesadumbre, mas de que desde las sierras les daban grita los enemigos, prosiguieron su camino, cargados de despojos. Llegaron a una casa grande, puesta en un llano, de cuya cumbre se parescía la sierra y tierra de Taxcala y algunos edificios della, porque eran altos o blanqueaban mucho. Alegráronse por extremo con esta vista, como si cada uno viera la de su tierra, aunque por otra parte estaban algo dubdosos si serían bien rescebidos e tratados como amigos, ca es de tal condisción la fortuna, que, si abate al hombre, pocas veces permite que otros lo ayuden y favorescan, y así se recelaban los españoles de ser como en la fortuna de antes rescebidos, porque venían pocos y huyendo, los más dellos heridos y destrozados, y todos hambrientos. Los taxcaltecas eran bellicosos, muchos y muy fuertes y que tenían en poco el imperio mexicano cuando más floresció, cuanto más a tan pocos y tan afligidos cristianos, los cuales tarde o nunca hallan favor, todo el bien a los tales les huye, y cuanto más afligidos, tanto más te encogen y acobardan, especialmente delante de aquellos a quien la fortuna favoresce y ayuda; pero con todo esto los nuestros tenían más esperanza de bien que temor ni recelo de mal; lo uno porque confiaban en Dios, que les favorescería como lo había hecho en los trabaxos de atrás, e lo que mucho los aconfianzaba era conoscer que los taxcaltecas eran nobles, enemigos de los mexicanos capitales e que tenían por cosa gloriosa favorescer más que ser favorescidos. Allegábase a esto la confianza que los nuestros tenían en Magiscacín, y las joyas y plumajes ricos de que los taxcaltecas carescían, que los nuestros les llevaban.

Aquella noche Cortés, aunque estaba mal herido, veló e atalayó a los suyos, temiendo que el exército mexicano, elegido otro General, le seguiría o cercaría en aquella casa, aunque era bien fuerte y los mexicanos no solían hacer guerra de noche. Vieron los nuestros muchos fuegos e humos por las sierras e aun oyeron muchas voces, que fueron causa de que Cortés, aunque tenía nescesidad de dormir, velase.

Luego que amanesció, salió con su gente de aquella casa, caminó un poco por tierra llana, subió un cerro no muy áspero, y a la baxada dél, porque iba siempre delante, dio en una muy linda fuente de agua dulce, de que todos tenían harta nescesidad, porque por todo el camino habían tenido falta della y la que habían bebido era ruin, como recogida en balsas en tiempo de las aguas. Allí hicieron los nuestros alto, bebieron, refrescáronse y descansaron un poco, aunque no habían perdido de vista los enemigos, que por las sierras estaban.

Fueron de allí por buena tierra a un lugar que se dice Guaulipa, que quiere decir «lugar que está en el gran camino» pueblo de dos mill casas, de la Señoría y provincia de Taxcala. Deste pueblo y de otras aldeas salieron más de una legua las indias y muchachos con mucha comida y refrigerio a rescebir a los nuestros; e como la piedad está más en las mujeres que en los hombres y las indias vieron asomar a los nuestros levantaron un gran lloro y planto, condolesciéndose dellos como si fueran sus hijos y hermanos. En juntándose, los hicieron parar, diéronles de comer, dixéronles palabras de mucho consuelo; salieron tantas que a cada español regalaban tres o cuatro mujeres. Lloraban los nuestros de alegría y contento; enternescióse mucho Cortés, viendo el estado presente de las cosas y dio muchas gracias a Dios porque, viniendo corrido y tan trabajado, hallase en gente infiel tanta piedad y regalo. Abrazó a algunas señoras principales, dioles algunas joyas de las que traía, agradescióles mucho el haberle socorrido con tanto regalo.

No se puede encarescer el alegría de los nuestros y el contento, que ellas mostraron con su venida. Dixéronles: «¿No os decíamos nosotras cuando íbades a México que los mexicanos eran traidores envidiosos y de mal corazón, y que cuando no os catásedes os habían de hacer alguna traición?» Fuistes muchos, venís pocos; fuistes sanos, venís heridos; no tengáis pena, que nosotras os curaremos. En vuestra casa estáis; después que estéis sanos, los nuestros os ayudarán y os vengaréis de aquellos traidores mexicanos.»



 

 

Capítulo CXXXII

Cómo Magiscacín y Xicotencatl e otros señores vinieron a aquel pueblo a visitar a Cortés, y de la plática que Magiscacín le hizo.

Aquel día por la tarde o, según algunos, el otro por la mañana, como la Señoría de Taxcala supo la venida de Cortés y en ella tenía muchos amigos, Magiscacín, que era el mayor dellos vino luego, y con él Xicotencatl, mas fue más por cumplir que por hacer el deber, y otros muchos señores taxcaltecas, y con ellos otro que después de cristiano se llamó don Joan Xuárez, señor y Gobernador de Guaxocingo, los cuales con cincuenta mill hombres de guerra querían ir a México en favor de los cristianos, no sabiendo hasta estonces la gran pérdida y daño que habían rescebido. Otros dicen que sabiendo cómo venían tan destrozados y maltratados, huyendo de la furia de los mexicanos, los salieron a consolar, favorescer y amparar, queriendo mostrar en aquel tiempo, el amor y amistad que a Cortés y a los suyos tenían. Sea como fuere, Magiscacín, que era el más principal en la Señoría, apercibió sus amigos, adereszóse lo más bien que pudo, llevó machos regalos, acompañáronle muchos caballeros y señores, entró muy alegre en el pueblo do Cortés estaba, el cual, como supo la venida de su leal y verdadero amigo, salióle a rescebir con los principales de sus compañeros fuera de los aposentos. Abrazáronse con mucho amor. A Magiscacín se le saltaron las lágrimas de los ojos, y Cortés y los suyos no se enternescieron menos. Abrazó luego Cortés a Xicotencatl e a otros señores, e volviendo entre Magiscacín e Xicotencatl al aposento, donde después que se hubieron asentado en una gran sala y aquellos señores taxcaltecas le dieron los presentes que llevaban, viendo Magiscacín a Cortés que venía flaco y herido en la mano y en la cabeza y que los más de sus compañeros, porque todos se hallaron allí, estaban heridos y maltratados, acordándosele de la prosperidad con que habían pasado para ir a México y de cómo habían ido tantos y volvían tan pocos y tan destrozados, y entendiendo que esto no podía ser sino por traición de los mexicanos, limpiándose los ojos, con la manta rica de que venían cubierto, reprimiendo el dolor que las lágrimas magnifestaban, conosciendo que estonces era el tiempo en que había de mostrar su valor y lo mucho que a Cortés amaba tomándole las manos, con voz grave y que [de] todos pudo ser oído, le habló desta manera:

«Muy valiente y esforzado Capitán de los cristianos e a quien yo amo y prescio mucho: No te puedo decir el alegría que mi corazón ha rescebido en verte vivo, aunque no tan sano y contento como yo deseo; en esta nuestra tierra alégrate y desecha de tu corazón todo pesar y tristeza, pues sabes como sabio y experimentado en la guerra, que son varios y diversos los subcesos de la fortuna, la cual, como es movible, nunca jamás está de un ser; muchas veces los muy valientes mueren a manos de los cobardes, o, porque los tienen en poco, o porque son muy muchos, o por alguna traición de que los valientes no se recatan. Valor tenías tú y los tuyos para contra todo el imperio mexicano, pues al principio, que veniste con tan pocos compañeros, tantas veces fuiste victorioso contra los invencibles taxcaltecas. Rescibiéronte de miedo en su ciudad los mexicanos; saliste contra Narváez, venciste a muchos de los tuyos con los pocos que llevabas; tratáronte en el entretanto los mexicanos, como suelen, traición, queriendo matar a los que con Motezuma dexaste, de donde entiendo que, pues vienes así, fue grande su traición; hante perseguido casi hasta aquí, rompiste la batalla que te dieron en los llanos de Otumba, mataste su General, heciste, como sueles, maravillas en la fortaleza de tu brazo. No te puedes quexar de ti, pues no has hecho que no debas, ca si la traición ha podido más que tu valor y esfuerzo, ni tienes tú la culpa, sino la ciega fortuna; la mayor y más pesada quexa es de sí propio, y pues tú no la tienes ni puedes tener y lo hecho no puede ya dexar de ser hecho, alégrate, regocíjate, que con la vida te vengarás de tus enemigos y volverás a mayor prosperidad de la que has perdido. En tu tierra y en tu casa estás y entre los taxcaltecas, tus verdaderos amigos, que jamás te negarán. Haz cuenta que somos tus hermanos y en el amor tan españoles como vosotros. Todos estos caballeros y señores que vees, te venimos a servir y a llevar con nosotros a nuestra ciudad y casas, donde después que tú y los tuyos hayáis sanado de las heridas, volveremos contigo con pujante exército, para que tomes venganza de tus enemigos y nuestros. Esto mismo con todo amor y voluntad te prometen estos señores. Ahora vee lo que mandas y quieres, que se hará todo a tu gusto y voluntad.»

Acabó con esto de hablar Magiscacín; levantáronse todos los otros señores, y con palabras muy amorosas, haciendo a Cortés gran comedimiento, le prometieron lo mismo que el señor Magiscacín había dicho.



 

 

Capítulo CXXXIII

De lo que Cortés respondió a Magiscacín e a los otros señores, y de las joyas que les dio, y de lo que más pasó.

Ya Cortés y los suyos estaban algo alegres por el rescibimiento y regalo que las mujeres tlaxcaltecas les habían hecho, pero decir el alegría que él y ellos rescibieron con la venida de Magiscacín y con el consuelo que les dio y ofrescimiento que les hizo, sería largo. Cada uno que hubiere leído el subceso pasado lo podrá entender por sí, pues cuanto mayor ha sido la tribulación pasada y menos esperanza había de alivio y contento, tanto mayor contento se rescibiría con el no pensado y repentino contento, y así Cortés, rescibiéndole por sí y por los suyos cuan grande imaginar se puede, entendiendo que salía de grandes trabajos e que para la prosperidad que esperaba había de ser gran parte Magiscacín y los tlaxcaltecas, aunque de alegría (que también es pasión, como el pesar) se les arrasaban los ojos de agua, con ánimo fuerte y agradescido, respondió así al buen Magiscacín:

«Muy prudente y valeroso señor, a quien la Señoría de Taxcala debe, con razón, tener sobre sus ojos, y a quien yo tanto debo y a quien justamente amo tanto como a mí: No tengo palabras con qué encarescerte la merced que tú y estos señores con vuestra venida me habéis hecho, porque estonces tiene la buena obra mayores méritos y valor cuando hay mayor nescesidad della. No pudo haber tiempo de mayor aflición y trabajo para mí que aquella desdichada e infelice noche que de México salimos y el demás tiempo, que han sido ocho días, que pasamos hasta llegar a esta vuestra tierra, que ya nosotros, por el bien que en ella comenzamos a rescebir, podríamos llamar nuestra, y así no puede llegar contento al que tenemos de presente, porque nos vemos ya entre nuestros señores y hermanos, entre la gente más fuerte y leal de todo este mundo, entre gente, como paresce por la obra, que más bien favoresce e ayuda a sus amigos y la que más bravamente hasta rendirlos y subjectarlos persigue a sus enemigos. Veo, valerosos señores, muchas cosas que me obligan a morir por vosotros, y cada una dellas es de tanta estima que no la sé encarescer; la palabra y fee que me habéis guardado, el amor y amistad que me habéis tenido, el salir a socorrerme, creyendo que estaba en México, el venir ahora con tantos presentes, el consolarme, el quererme llevar a vuestra casa, y, lo que mucho estimo, el ofrescer vuestras personas contra los mexicanos. Mi Dios, en quien los cristianos creemos, me dé vida y fuerzas para serviros tan gran merced; presto con vuestro regalo e ayuda seremos sanos, y sabed que conosceremos el buen presente cuando, como espero y confío en Dios, pusiéremos debaxo de vuestros pies a vuestros enemigos y nuestros los mexicanos; yo acepto la merced de irme con vosotros a Taxcala, y será cuando os paresciere y nosotros hayamos algún tanto descansado.»

Dichas estas palabras, de que Magiscacín y todos aquellos caballeros y señores holgaron de oír, mandó sacar el estandarte, penachos y armas del General mexicano que había muerto en la batalla de Otumba que, como está dicho, eran muy ricas y presciosas; púsoselas por su mano a Magiscacín, diciéndole: «Vístete, señor, de las armas de tu enemigo, que es la mayor gloria que en la guerra el corazón esforzado suele rescebir.» Dio luego a Xicotencatl e a otros señores muchas armas, plumajes y joyas que del mismo despojo había habido. Holgaron mucho todos con ellas, especialmente Magiscacín, así por ser prenda de tan grande amigo, como porque hasta estonces los tlaxcaltecas nunca habían poseído armas tan ricas.

Los compañeros, imitaron a Cortés, su Capitán; cada uno dio a los otros caballeros las armas y despojos que de los mexicanos habían ganado, con que los taxcaltecas grandemente se alegraron y aun fueron causa (porque los dones siempre pueden mucho) que en Taxcala fuesen muy servidos y curados y aun, como después se dirá, que Xicotencatl no saliese con la suya.

Estuvo Cortés tres días descansando en este pueblo, proveyéronle los dél abundantemente de lo nescesario, aunque dicen algunos conquistadores que compraban parte de la comida, pero no es creíble, habiéndolos salido a rescebir con tanto amor y voluntad, salvo que algunos de los del pueblo, cobdiciosos de joyas mexicanas, pedían a los nuestros dellas, pero no por la comida, que désta había gran abundancia, y muchos años después nunca quisieron prescio por ella.



 

 

Capítulo CXXXIV

De las nuevas que Magiscacín dio a Cortés de Joan Juste y sus compañeros, y de cómo pidieron licencia para salir a correr la tierra con algunos españoles, donde andaban mexicanos.

Después de rescebidas las armas, joyas y presentes que de una parte a otra se dieron, y Magiscacín, que era muy cuerdo, entendió que Cortés estaba contento a alegre, díxole: «Señor, para que proveas con tiempo en lo que adelante has de hacer, te quiero avisar de lo que pasa e no has de rescebir pena, aunque caiga sobre otra mayor. Sabrás que habrá doce días que pasaron por Guaulipa Joan Juste y Morla con obra de treinta españoles, que llevaban la plata de tu recámara, e yo, por lo que te amo, les di un hijo que fuese en su compañía; he sabido después acá por muy cierto que pocas leguas adelante dieron en las guarniciones mexicanas, e allí matando ellos muchos, murieron todos y entre ellos mi hijo, que, pues había de morir, holgué acabase peleando como caballero en la guerra y no en la cama, como suelen los de ruin suerte, y que hiciese su deber no dexando a los cristianos en cuya compañía yo le había dexado ir.»

Pasó esto así como Magiscacín había dicho, porque después, yendo los nuestros por aquel camino, hallaron hechas unas letras en la corteza de un árbol, que decían: «Por aquí pasó el desdichado de Joan Juste con sus desdichados compañeros, muertos de hambre y entre enemigos»; llevaron tanta hambre, que uno dellos dio a otro por muy pocas tortillas, que de una sentada las podía comer, una barra de oro fino que pesaba más de ochenta ducados.

Mucho pesó a Cortés desta nueva, porque treinta y dos españoles y tan buenos como aquéllos, en tal sazón y coyuntura le habían de hacer mucha falta; pero como sabio y valeroso, viendo que a lo hecho no hay remedio, encubriendo el dolor y mostrando el contento que no tenía, obligando más a Magiscacín le dixo: «Señor e grande amigo mío: Lo que mas me pesa es de la muerte de tu hijo, que de tal padre como tú había de haber muchos hijos y que viviesen mucho, para que en todo, por muchos años, correspondiesen el valor de su padre; pero como dices, pues murió peleando e ya no puede dexar de ser muerto, no hay que decir más de que mientras que tú fueres vivo, no tengo yo de qué tener pena, aunque mayores desgracias me subcediesen, y sabe que aunque venimos heridos y cansados, con esto poco que habemos reposado, estamos ya tan alentados y deseosos de vernos a las manos con tus enemigos y nuestros, que ya nos paresce que habemos estado muy ociosos.»

Holgóse mucho Magiscacín de oír lo uno y lo otro, porque no hay hombre tan sesudo que la alabanza, especialmente si lleva apariencia de verdad, no le dé contento; y como no muy lexos de allí las guarniciones mexicanas hacían daño, alegrándose de oír aquellas últimas palabras a Cortés, le rogó que por cuanto cerca de allí los mexicanos se desvergonzaban, le diese algunos españoles de los que más sanos venían, para salir contra ellos. Cortés se lo otorgó, mandando saliesen algunos de a caballo e algunos escopeteros y ballesteros de los que menos heridos estaban. Salieron en busca de los mexicanos, y hallados, dieron con ellos y mataron muchos y a los demás echaron del asiento donde estaban.

Volvieron muy alegres Magiscacín y Xicotencatl y la demás gente con las plumas y despojos que habían podido tomar. Deste su contento le rescibió Cortés muy grande. Despidiéronse Magiscacín y Xicotencatl y los otros señores, de Cortés y sus compañeros; fuéronse a la ciudad de Taxcala, para que otro día, que era el tercero, que Cortés había llegado a aquel pueblo, entrase en su ciudad y le rescibiesen y regalasen.

Libro quinto

 

 

 

 

 

 

Capítulo primero

Cómo Cortés y sus compañeros otro día entraron en Taxcala y del solemne rescibimiento que en ella le hicieron, y de las palabras que Magiscacín dixo a Cortés.

Otro día después de comer, poniendo Cortés su gente en orden como solía caminar, salió de aquel pueblo acompañado de los principales dél, para ir a la gran ciudad de Taxcala. El camino, como aquella tierra es muy poblada, parescía hormiguero, según estaba lleno de los que iban y venían por aviso y mandado de los señores de Taxcala, los cuales habían salido más de legua y media de la ciudad a rescebir a Cortés, con más de docientas mill personas, muy en orden y concierto. Fueron las mujeres y los muchachos en la delantera, las cuales, como de su natural condisción sean compasivas, en viendo a los nuestros, comenzaron a llorar e aun hicieron hacer lo mismo a los nuestros, diciéndoles: «Seáis muy bien venidos, señores y amigos nuestros. Vuestro Dios os sane y dé salud, que muy heridos y maltratados venís. ¡Oh, malos y traidores mexicanos, que nunca han hecho cosa que no sea por traición! Nuestros dioses nos vengarán dellos y nos pagarán ésta con las demás.» Diciendo estas palabras, se allegaban a los nuestros, tocándoles y tentándoles las heridas, apiadándose con muchas lágrimas dellos.

Así prosiguieron su camino hasta topar con los ciudadanos, que también los rescibieron con mucho amor e compasión. Luego llegaron los caballeros y gente de guerra, que abrazando con gran comedimiento a Cortés, se abrieron, metiéndole con todas u gente en medio hasta que llegaron los cuatro señores de Taxcala, de los cuales el más antiguo y principal era Magiscacín y así fue el primero que abrazó a Cortés, y luego los otros, por su orden y antigüedad. Tomáronle en medio, fueron con él hablando en muchas cosas de placer e contento. Los cerros y sierras, para ver este rescibimiento, estaban cubiertos de gente, la música a la entrada de la ciudad fue muy grande. Llevó Magiscacín a su grande y real casa a los otros señores e a otros Capitanes y principales, y los demás que no pudieron estar con Cortés se repartieron por las casas de los caballeros, e cada uno, según su posibilidad, procuró de regalar e apiadar a su huésped.

Magiscacín como vio a Cortés en su aposento y casa, dándole su cama, le dixo: «Señor, huelga y descansa, pierde todo cuidado y pesadumbre, que en tu propia casa estás. Yo luego mandaré llamar sabios maestros en la cirugía, que te curen, si el que tú traes no lo sabe hacer mejor. Todo lo que fuere menester para ti y para los tuyos sé cierta que no faltará, y pues sano y aun enfermo sabes tan bien trabajar, descansa ahora algunos días para que con mayores fuerzas y aliento vuelvas a tu empresa comenzada, que, según yo te he prometido e confío de tí, saldrás con ella con mucha gloria y honra.» Diciendo esto, le mandó traer de comer, y comiendo él con él le dixo otras muchas y muy amigables palabras, a que Cortés, como el que bien lo sabía hacer, respondía, reconosciendo la merced que con tanto amor en todo Magiscacín le había hecho, el cual, por hacerle más fiesta, mandó que después de la comida, en el patio de la casa, se le hiciese un festival y alegre baile. Los demás españoles, como tenían más nescesidad de descansar que de ver bailes, cada uno reposó en su casa lo que pudo.



 

 

Capítulo II

Cómo Cortés halló en Taxcala a Joan Páez, capitán, y de lo que con él había pasado Magiscacín, y Cortés después le dixo.

Ya que Cortés hubo reposado y recreádose algún tanto, Joan Páez, su Capitán, el cual con ochenta hombres había dexado en Taxcala cuando pasó a México a socorrer a Pedro de Alvarado, le vino a ver. Holgóse con él, preguntóle muchas cosas, especialmente del tratamiento que Magiscacín y los otros señores le habían hecho. Respondióle que muy bueno y que entre todos los señores tlaxcaltecas Magiscacín le era verdadero amigo, y que Xicotencatl, como bullicioso y envidioso no le tenía buena voluntad y que de la pérdida se había holgado tanto como pesado a Magiscacín. Después que [entre] él y Cortés hubieron pasado muchas cosas y que Cortés se advertió para lo que había de hacer, supo de algunos que se lo dixeron, cómo Magiscacín, entendiendo que los mexicanos se habían rebelado, dixo a Joan Páez: «Si te atreves a ir a socorrer a tu General con esos españoles que tienes, yo te daré cient mill hombre de guerra, y mira que creo tendrá nescesidad, porque los mexicanos son infinitos y grandes traidores y tan enemigos de cristianos, que no [se] les dará nada morir diez mill dellos porque un cristiano muera y poco a poco no quede ninguno.» Joan Páez dicen que le respondió que le besaba las manos por la merced e que donde estaba el General Cortés con tanta y tan buena gente no habría menester socorro, especialmente contra mexicanos, y que él le había mandado quedar y esperar allí, que no osaría al hacer hasta que otra cosa, o por carta o por mensajero, con señas le fuese mandado; e verdaderamente Joan Páez no se atrevió, o porque los enemigos eran muchos, o porque en el mandar y ser obedescido era muy severo Cortés, que es lo que más en la guerra le sustentó, pero con todo esto, como Cortés entendió que con aquel socorro se pudiera excusar la gran pérdida y mortandad de los suyos, invió a llamar muy enojado al Joan Páez, al cual, aunque se excusaba y defendía por muy buenas razones, no admitiéndole alguna, le riñó bravamente y trató con muy ásperas palabras, diciéndole que era un cobarde y que no merescía ser Capitán de liebres, cuanto más de hombres, y españoles, y que estaba en puntos de mandarlo ahorcar e que jamas le entraría de los dientes adentro e que había sido traidor a su General e homicida de sus compañeros e que por estarse holgando, pudiendo ir con tanta seguridad a tan buen tiempo, se había quedado, poniendo vanas excusas; que se fuese con el diablo y no paresciese más delante dél y no tuviese de ahí adelante nombre ni cargo de Capitán, pues tan mala cuenta había dado de sí, e que no le replicase más palabra, porque le mandaría ahorcar.

Salióse muy triste y muy afrentado el Joan Páez, aunque merescía más. Quedó Cortés con el enojo con una gran calentura, que fue causa, como diré, que se pasmase la cabeza y estuviese en riesgo de morir, considerando, lo que nunca se le quitó del corazón hasta que subjectó a México, el afrenta y gran daño que por no ser socorrido le habían hecho los mexicanos.



 

 

Capítulo III

Cómo Cortés, sabiendo de Ojeda lo que Xicotencatl y los de su parcialidad decían, se mandó velar, y del gran peligro de morir en que estuvo.

Mandó Cortés a Ojeda, que era el que con los tlaxcaltecas tenía más amistad y sabía mejor la tierra, que buscase comida por los pueblos comarcanos para los españoles que estaban y de nuevo habían venido, el cual fue; e como el General de los tlaxcaltecas, que era Xicotencatl, estaba mal con los cristianos y tenía muchos de su bando y parescer, especialmente a los hombres de guerra, por haberle oído decir mal de los españoles, muchos de los pueblos decían a Ojeda: «¿A qué vino esa ciguata de Cortés y esotras ciguatas de sus compañeros? (y ciguata quiere decir «muchacha o mujer moza»). Venís a comernos lo que tenemos; llevástesnos el maíz a México, dexastes los más de los compañeros muertos, vosotros venís heridos, huídos, destrozados y hambrientos. Mejor sería que con nuestras mujeres fuésedes [a] amasar pan, que vosotros no sois más de para comer».

Mucho sentía Ojeda estas palabras y sentía claro que salían de Xicotencatl. No osaba, por la nescesidad en que los españoles estaban, responder como quisiera, antes, como cuerdo e como quien ya sabía la lengua, respondía templadamente, diciendo: «No os maravilléis que vengamos así, pues sabéis que la fortuna se muda y conoscéis a los mexicanos, que son muchos y traidores, e antes habíades de tener por honra y gloria vuestra que, pues os distes por nuestros amigos vengamos a favorescernos de vosotros, que sois caballeros y valientes, y los tales ni suelen ni deben decir palabras afrentosas a los afligidos y que vienen a vuestra casa a favorescerse de vosotros.»

Con estas e otras palabras que respondía Ojeda, los hacía callar y sacaba lo que quería. Dixo a Cortés lo que pasaba, y como todo nascía del odio que Xicotencatl tenía a los cristianos, Cortés que a sus oídos le había oído decir semejantes cosas, aunque las cocía bien su pecho y le llegaban a las entrañas, dixo a Ojeda: «No se os dé nada, que estamos en tiempo de sufrir y desimular cosas hasta su tiempo; yo os prometo que si vivo, que él me lo pague todo junto, de manera que nunca más hable», y porque no subcediese alguna desgracia, rebelándose la parte de Xicotencatl y no le tomasen descuidado, por los que estaban sanos y buenos repartió las velas, de manera que ni de día ni de noche dexaban de velar. Tuvo esta diligencia y cuidado todos los más días que en Taxcala estuvo, que fueron cincuenta, aunque Magiscacín, su verdadero amigo, le decía que siendo él vivo no podía ser parte Xicotencatl para ofenderle. Cortés, no mostrando que por Xicotencatl lo hacía, le respondió que la gente española doquiera que estaba se velaba, así para excusar inconvenientes y daños que los hombres dormidos no pueden evitar, como para estar exercitados y acostumbrados a que no les hiciesen de mal cuando menester fuese. Paresciéronle muy bien a Magiscacín estas razones, e replicó: «Háceslo cuerdamente y no sin causa; siendo tan pocos, habéis salido con tantas victorias contra tantos.»

En el entretanto que estas cosas pasaban, como Cortés había siempre peleado estando herido y no había tenido lugar de curarse la cabeza, comenzósele a pasmar, y los enojos, que ayudaban, pusiéronle en tan grande peligro e riesgo, que el cirujano y los otros médicos le desahuciaron, afirmando que no podía vivir. Sacáronle muchos huesos, y él sintiéndose mortal, no le pesaba tanto de morir, cuanto del gran desmán que habían de venir a los negocios que en su pecho trataba. Estuvieron con su enfermedad muy tristres e afligidos sus compañeros; suplicaban con gran calor a Dios le diese salud y que no los dexase huérfanos de tal caudillo, cuyo valor tenían en tanto que sin él les parescía que no podían acertar en cosa. Quiso Dios que, sacados los huesos, comenzó a tener mejoría e ir convalesciendo, aunque de la mano no había acabado de sanar, por tener dentro el pedernal de una flecha.

Ahora digamos las demás cosas que en el entretanto que Cortés sanaba, en esta ciudad subcedieron.



 

 

Capítulo IV

Del descontento que los españoles tenían, y de cómo requirieron a Cortés se fuese, y de lo que él les respondió.

Muy descontentos estaban los más de los compañeros de Cortés, así por lo que los indios de la parcialidad de Xicotencatl les decían, como porque deseaban verse la vuelta de la mar para tornarse a Cuba, hostigados y escarmentados de los muchos y grandes trabajos que habían padescido y de los que padescían. Nunca se juntaban de diez en diez e de veinte en veinte y de más o menos número, que no dixesen: «¿Qué piensa Cortés hacer de nosotros? ¿Quiere por ventura acabar estos pocos que quedamos? ¿Qué le hemos merescido? Dice que nos quiere mucho y quiébranos la cabeza. Estamos heridos, destrozados, cansados, hambrientos, sin sangre ni fuerzas, flacos, en tierra de enemigos, pocos nosotros y ellos infinitos, nosotros en tierra ajena, ellas en la suya; dícennos mill afrentas, y si por Magiscacín no fuera, no quedara hombre de nosotros, e al fin es indio como ellos, infiel, ajeno de nuestras leyes y costumbres, fácilmente mudará parescer; moriremos todos mala muerte. ¿Qué pensamos, o qué hacemos, que nos vemos ir a fondo y callamos? ¿No veis cuán insaciable es la cobdicia deste hombre, de procurar honra y mando, que estando como está tan a la muerte, anda dando trazas cómo volver a México y meternos en otra pelaza como la pasada, donde acabemos? Quien tiene en tan poco su vida, ved en qué tendrá la nuestra. Si no somos nescios, volvamos por nosotros, que él no mira que faltan hombres, armas, artillería y caballos, que hacen la guerra, y más en esta tierra que en otra, y, lo que es principal, no le sobra la comida, porque cada día la tenemos menos; los indios se cansan de darla y otros no quieren, por lo mucho que a causa de Xicotencatl nos aborrescen; e si el exército de mexicanos viene sobre nosotros, fácilmente, como éstos también son indios e mudables, se aliarán y concertarán y nos entregarán vivos para que nos sacrifiquen; desimulan ahora con nosotros, para hacer carnicería cuando más seguros estemos, y así han dicho muchos dellos que nos engordan para después comernos. No es menester que aguardemos a este tiempo; miremos por nosotros, e juntándonos, en nombre de todos y de parte del Rey, le hagamos un requerimiento para que, sin poner excusa ni dilación, salga, luego desta ciudad y se vaya a la Veracruz antes que los enemigos tomen los caminos, atajen los puertos, alcen las vituallas y nos quedemos aislados e vendidos, protestándole todas las muertes y daños e menoscabos que nos puedan venir.»

Concertados todos, o los más, de hacer este requerimiento, aunque hubo algunos (aunque pocos) de contrario parescer, juntos los principales dellos con el Escribano, le hicieron el requerimiento que se sigue:

«Muy magnífico señor: Los Capitanes y soldados de este exército de que vuestra Merced es General, parescemos ante vuestra Merced y decimos que ya a vuestra Merced le es notorio las muertes, daños y pérdidas que habemos tenido, así estando en la ciudad de México, de donde ahora venimos, como al tiempo que della salimos, e después de salidos, en todo el camino hasta llegar a esta ciudad donde al presente estamos; y como la mayor parte de la gente del exército es muerta, juntamente con los caballos, e toda la artillería perdida y las municiones gastadas e acabadas, e que para proseguir la guerra y conquista comenzaba nos falta todo, y demás desto, en esta ciudad, donde, al parescer, se nos ha hecho buen acogimiento y mostrado buena voluntad, tenemos entendido, y aun es cierto, que nos quieren asegurar e descuidar con fingidas palabras e obras, e cuando menos lo pensáremos, dar sobre nosotros e acabarnos, como han comenzado y tenemos por la experiencia visto, porque no es de creer ni se debe tener por cierto que estos indios nos guarden fee ni palabia, ni vayan contra sus mismos naturales y vecinos en nuestra defensa, antes se debe entender que las enemistades y guerras que entre ellos ha habido se han de volver en amistades y paces, para que, haciéndose un cuerpo, sean más poderosos contra nosotros y nos destruyan y acaben; de todo lo cual habemos visto y entendido principios y ruines señales en los principales desta ciudad, como ya a vuestra Merced le constará e habrá entendido; y demás desto vemos que vuestra Merced, que es nuestra cabeza y General, está mal herido y que los cirujanos que le curan han dicho que la herida es peligrosa e que temen poder escapar della; todo lo cual, si vuestra Merced bien lo quiere mirar y examinar, son bastantes causas e razones para que salgamos luego desta ciudad y no esperemos a peores términos de los que al presente los negocios tienen; e que porque tenemos noticia que vuestra Merced pretende y quiere, no advirtiendo bien en las urgentes y bastantes causas que hay para que esta conquista cese, llevarla adelante y proseguir la guerra, lo que, si así fuese, sería nuestra fin e total destruición; por lo dicho e otras cosas que dexamos: Por tanto, a vuestra Merced pedimos y suplicamos y si es nescesario, todas las veces que de derecho somos obligados, requerimos que luego salga desta dicha ciudad con todo su exército e vaya a la Veracruz, para que allí se determine lo que más al servicio de Dios y de Su Majestad convenga, y en esto no ponga vuestra Merced dilación, porque nos podría causar mucho daño, cerrando los caminos los enemigos e alzando los bastimentos y dándonos cruel guerra, de suerte que no seamos después parte para defendernos y salir desta tierra; que si así fuese sería mayor daño que dexar la guerra en el estado en que está; e de como así lo pedimos y requerimos, vos, el presente Escribano, nos lo dad por testimonio, e protestamos contra vuestra Merced y sus bienes todos los daños, muertes y menoscabos que de no hacerlo así se nos recrescieren; e a los presentes rogamos que dello nos sean testigos, e de como así lo pedimos, requerimos y protestamos, y para ello, etc.»



 

 

Capítulo V

De lo que Cortés respondió y del razonamiento que les hizo.

Cortés, oído este razonamiento, aunque entendió que los menos y de menos suerte y arte eran los que se le hacían, deseosos de volver a Cuba, o de querer más servir a otros que pelear, como si todos fueran de aquel parescer, honrándolos en su repuesta, les hizo esta plática:

«Señores y amigos míos, cuyo maravilloso y singular esfuerzo en tantos trances y peligros tengo conoscido: Es tanto el amor y voluntad que os tengo, por las muchas y muy buenas obras que de vosotros he rescebido, que so pena de ser muy ingrato, estaba obligado a hacer, no solamente lo que tantos me rogáis y mandáis, pero lo que cualquiera de vosotros me dixere, e si esto es así o no, vosotros lo sabéis, a quien ninguna cosa he negado que yo pudiese e os estuviese bien; pero como ésta que me pedís deshace y escurece la gloria e honra que en tanto tiempo y con tantos trabajos habéis adquerido, si os paresce, por las causas que luego diré respondiendo a las vuestras, no conviene que os la conceda. Decís que estáis pobres, destrozados, cansados, heridos, sin armas, sin caballos, sin artillería, en tierra de enemigos, e que con facilidad, para acabaros, se podrán concertar con los mexicanos, e que nos vamos a la Veracruz para que desde allí nos volvamos a Cuba. Si bien lo miráis, no son éstas causas ni razones de pechos e corazones españoles, que ni por trabajos jamás se cansaron, ni por muertes ni pérdidas se acobardaron. Vosotros sois los mismos que ayer érades, y no sé por qué boca habéis dicho palabras tan contra vuestra autoridad. Ya los más estáis sanos, gordos y bien sustentados; ninguno, loores a Dios, ha muerto; hemos hallado aquí cincuenta o sesenta españoles; llamando a los de la Veracruz y los que están en Almería, seremos muchos más de los que éramos cuando por aquí pasamos abriendo el camino a pura fuerza de armas: la munición no ha faltado toda, que con la que hay nos podemos entretener en el entretranto que yo doy en orden en hacer pólvora, cuanto más que a la fama de lo que habéis hecho, cada día vendrán españoles con armas y caballos; ni hay por qué temer porque Xicotencatl no nos sea amigo ni que los tlaxcaltecas se confederarán con los mexicanos: lo uno porque si los hubieran de hacer no aguardaran a que sanáramos, que en sus casas y en sus camas que nos dieron nos pudieron haber muerto; es muy grande y muy antiguo el odio que tienen a mexicanos; lo otro, porque Magiscacín, a quien sigue toda la Señoría de Taxcala, es tan de nuestra banda, que primero morirá que consienta tan gran maldad. Siempre, señores, estando sin guerra, la deseastes, y estando en ello os mostrastes ardidos y bellicosos. Hacer lo contrario (que es lo que me pedís) es no responder a quien sois, perder el nombre de españoles, escurescer lo hecho, perder lo ganado cortar el hilo a la tela comenzada. Si nos vamos de aquí, ¿do podemos ir que no sea en figura de fugitivos? Los tlaxcaltecas nos menospresciarán, perseguirnos han los mexicanos, que dondequiera tienen sus guarniciones, y los cempoaleses y totonaques, ¿qué honra nos pueden hacer más de la que a medrosos, vendidos y fugitivos? Doquiera que desta manera vamos, seremos afrentados, iremos corridos de nosotros proprios, los árboles y matas nos parescerán que son enemigos; ¿Qué, pues pensáis, señores, que es vuestro designio?, ¿Dónde teníades vuestro valor y esfuerzo, que venistes a pedir cosa tan afrentosa, tan dañosa, tan contra vuestra autoridad? Pesad, pesad primero los negocios e primero que los propongáis, los rumiad y miraldos bien, que más quisiera la muerte, que delante de otra nasción me hubiérades hecho este requirimiento. Esforzáos y animáos, que todo nos sobrará, cobraremos a México, seremos señores e si la fortuna nos quisiere en todo ser adversa, más vale que muramos peleando, que no acabemos huyendo, cuanto más que yo sé de los tlaxcaltecas que quieren más ser vuestros esclavos que amigos de mexicanos. E porque más os certifiquéis de que tenemos en ellos las espaldas seguras, yo los quiero probar contra los de Tepeaca, que los días pasados mataron dos españoles, e si no los halláremos amigos, yo buscaré honrosa ocasión cómo salgamos de aquí y nos vamos a la Veracruz; e porque veáis que en todo deseo daros contento, los que no quisierdes atender a esta prueba (que creo que si querréis) yo os inviaré a la Veracruz; pero mirá que os acordéis que en pocas o ningunas cosas de las que os he dicho he salido mentiroso.»

Pudieron tanto estas palabras, tuvieron tanta fuerza e autoridad, que todos los que habían sido en el requerimiento, muy alegres y contentos mudaron parescer y prometieron de nunca dexalle, y fue la causa, según se puede entender, el prometerles Cortés que en la guerra de Tepeaca harían lo que quisiesen; pero la más cierta es ser condisción del español nunca dexar de ir a la guerra que se ofresce, porque hacer lo contrario lo tiene por afrenta y menoscabo.



 

 

Capítulo VI

Cómo los mexicanos inviaron sus embaxadores a los tlaxcaltecas, prometiéndoles perpectua amistad si mataban a los españoles.

Pasados algunos días, en que los mexicanos se ocuparon en rehacer sus casas, cubrir las puentes, proveer la ciudad, y los que de fuera habían venido se volvieron a sus tierras, hechos ya sus sacrificios y dadas las gracias a sus dioses, por la matanza que en los españoles habían hecho, como supieron que los tlaxcaltecas habían salido a rescebir a Cortés y a los demás que con él habían quedado, recelándose dél no se rehiciese y los tlaxcaltecas le ayudasen, entrando los principales señores del imperio mexicano en su consejo, después de mucha y larga altercación, para asegurar sus negocios e que los tlaxcaltecas con ayuda de los españoles no tomasen más brío ni alas, ni los cristianos cobrasen coraje para vengarse, determinaron de inviar de los más principales y sabios en el razonar seis embaxadores con presentes de las cosas de que más los tlaxcaltecas carescían, que eran sal, mantas ricas, plumajes e otras cosas con que, si no fueran tan valerosos, fácilmente los pudieran persuadir.

Caminaron los embaxadores bien instructos, e informados de lo que habían de decir e hacer al dar de los presentes. Llegaron a Taxcala, inviaron delante algunos de sus criados con señales de paz e que venían embaxadores mexicanos, los cuales entrados, la Señoría de Taxcala los salió a rescebir al templo mayor, donde con algunos caballeros los aguardaron donde la Señoría solía entrar en su consulta e determinar los negocios. Los que estaban en aquel Ayuntamiento e Cabildo, representando la majestad y Señoría de Taxcala, eran los cuatro grandes señores della e otros algunos que gobernaban la república, muchos Capitanes antiguos e personas de consejo, parientes y deudos de los cuatro señores.

Llegados al templo los embaxadores mexicanos, mandándolos entrar la Señoría, la embaxada que dieron fue la siguiente:



 

 

Capítulo VII

Cómo, hechas sus cerimonias, los embaxadores mexicanos propusieron su embaxada, y de lo que Magiscacín respondió, mandándolos salir.

Entrando los seis embaxadores, quedando los que con ellos venían fuera, hechas primero, a su costumbre, las solemnes cerimonias en negocio tan arduo y con gente tan principal convenientes, ofrescidos los muchos y grandes presentes que llevaban, el que era más viejo y más principal, tomando la mano oyéndole con gran atención la Señoría, habló en esta manera:

«Muy valientes y muy poderosos señores que en este lugar juntos representáis la sola e muy insigne Señoría de Taxcala: Los Príncipes, grandes señores y caballeros e ciudadanos del imperio mexicano, por nosotros sus embaxadores muchas veces os saludan e piden y ruegan: que ante todas cosas nos deis crédito y entera fee a todo lo que de su parte os venimos a decir, para que con toda fidelidad y secreto llevemos la repuesta que nos diéredes.» Calló, acabando de decir esto, esperando lo que la Señoría respondía. Entonces Magiscacín dixo: «Proseguid vuestra plática, embaxador mexicano, que esta Señoría sabe que lo sois e daros ha en todo lo que dixerdes crédito como si presentes estuviesen los Príncipes del imperio mexicano que os invían.»

El embaxador, oyendo esto, hecha de nuevo otra cerimonia, prosiguiendo su embaxada, dixo: «Ya, poderosos señores, dicen por mí los Príncipes mexicanos, sabéis que de muchos años acá e de tiempo inmemorial, entre nosotros e vosotros ha habido e hay bravas y crueles guerras, haciéndose de la una parte a la otra e de la otra a la otra grandes daños, muertes y estragos, siendo vecinos y partiendo términos, profesando una religión y siendo, de una lengua e aun viviendo casi debaxo de unas mismas leyes e costumbres, y, lo que mucho hace al caso, siendo vuestros antepasados y los nuestros deudos e parientes. Querrían, pues, los señores mexicanos poner fin a tan bravas y encendidas guerras, e que entre ellos y vosotros, hecho un perdón e olvidadas las muertes, e injurias rescebidas, hubiese perpetua paz para que unidos fuésedes más poderosos, y de común consentimiento debellásemos y subjectásemos a nuestro imperio, e vuestra Señoría lo mucho que sabemos que hay que conquistar, e se repartiese por mitad entre los unos y los otros. Dicen más, que viniendo en esta confederación y amistad, gozaréis de la sal, aves, plumajes, plata, oro, piedras y otras cosas de que vosotros carescéis y el imperio mexicano abunda; e que como hasta ahora las guerras han sido encendidas, que las amistades sean firmes e perpectuas; pero que para que lo que os piden tenga el efecto e fin deseado e que todos vivamos en dichosa y bienaventurada paz, conviene que a estos pocos cristianos, que tan heridos y maltratados escaparon de nuestras manos, los sacrifiquéis y no dexéis más vivir, pues sabéis que en todo son muy diferentes de nosotros; introducían nueva religión, de que nuestros dioses están muy enojados; dábannos otras leyes y manera de vivir, usurpaban nuestras haciendas, forzaban nuestras hijas y mujeres, derrocaron nuestros ídolos, hicieron justicia públicamente, como si fueran señores de la tierra, prendieron al Emperador Motezuma, murió por su causa, e poco a poco pretendían enseñorearse de nuestras personas.

«Fueron grandes las causas y razones por donde matamos a los más dellos e a los otros herimos y echamos de nuestra ciudad y tierra, y si vosotros los rescebís e ayudáis y socorréis, será poner leña al fuego con que todos os abraséis, porque, como lo veréis, han de pretender hacer lo mismo que con nosotros, ca si los ayudáis y con vuestra ayuda nos vencen, tendrán fuerzas para subjectaros después a vosotros, y así, lo que los dioses no permitan, perderemos todo nuestro imperio y señorío, los dioses nos negarán la salud, las victorias y los demás bienes. No es razón que tengáis cuenta que son vuestros amigos y que se vienen a amparar con vosotros, porque esto érades obligados a guardarlo si fueran de vuestra ley y dellos en su tierra y patria hubiérades rescebido algunas buenas obras y no temiérades, como debéis temer, que criáis en vuestra casa el dragón que después os coma. Esto es lo que los Príncipes mexicanos os invían por nosotros a decir; ruegan os con la paz, piden os como amigos miréis por vuestra libertad y señorío, e si al hicierdes, protestan que toda la culpa que de los daños que a vos y a ellos se recrescieren será vuestra, e que ellos con los dioses y con vosotros desde hoy para siempre se descargan.»

Acabó de hablar el embaxador, a Magiscacín, en nombre de la Señoría, rescibiendo e agradesciendo los presentes, dixo: «Negocio es este que es menester bien mirarle. En el entretanto que determinamos lo que se debe responder, os iréis a vuestras posadas.» Con esto los embaxadores se salieron, quedando los señores tlaxcaltecas consultando la repuesta.



 

 

Capítulo VIII

De la consulta de los señores tlaxcaltecas y de cómo Magiscacín defendió la parte de los españoles y echó de las gradas abaxo a Xicotencatl.

Contrarios efectos obró la embaxada y razonamiento de aquel embaxador, porque Xicotencatl y los que eran de su parte, como estaban mal con los nuestros, holgáronse con ella, no entendiendo el engaño que dentro tenía. Magiscacín, como los amaba y era tan sagaz e prudente, conosciendo que debaxo de aquellas comedidas palabras e falsos ofrescimientos estaba el daño, no sólo de los españoles, pero de los tlaxcaltecas, tomando la mano, porque era el más antiguo de los que habían de responder, volviéndose a Xicotencatl e a los otros señores, les habló desta manera: «Muy valientes esforzados caballeros que siempre habéis puesto en la fuerza de vuestro brazo los subcesos prósperos de fortuna: Bien será que con las melosas y blandas palabras de los mexicanos no os engañéis, entendiendo ante todas cosas que los que de tiempo inmemorial acá nos han sido capitales enemigos, no pretenden ser ahora nuestros amigos por nuestro provecho, sino por el suyo y aun por dañarnos más, y esto veréis en que siendo muchos más que nosotros y habiendo de la una parte a la otra tantos recuentros y refriegas, en que muchas veces han vencido e otras han sido vencidos, piden paz como si fueran pocos e siempre hobieran llevado lo peor. Pídennos que violemos y quebrantemos los derechos y buenas leyes de amistad, diciendo que los cristianos no son de nuestra religión, como si la fee dada a todo género de hombres no se debiera guardar, especialmente por nosotros, que tanto nos presciamos dello: pídennos asimismo que los matemos; ninguno por cierto tal hará, porque es negocio cruel y de bestias más que de hombres, porque, ¿qué honra ni gloria se puede sacar ni alcanzar en matar a los que tenemos asegurados, enfermos, afligidos y cansados y que de nosotros se confían y a quien nosotros como a hermanos salimos a rescebir y hospedamos en nuestras casas? Muertos éstos, lo que los dioses no permitan, los mexicanos se hallarán con sus fuerzas antiguas, e viéndonos sin la defensa de los cristianos, seguros del gran daño que con su ayuda les podemos hacer, proseguirán contra nosotros mejor la guerra, quebrándonos la palabra que ahora nos dan; ya los conoscéis tan bien como yo y entendéis su fin y motivo; más vale que lo que ellos pretenden hacer de nosotros lo hagamos nosotros dellos. Los cristianos convalescen ya e presto estarán recios y no son tan pocos, que con menos podremos asolar y destruir a México y gozar a su pesar de los bienes y prosperidades suyas. Este es mi parescer y no creo que habrá nadie entre vosotros que sea del contrario, si no es enemigo de los dioses y su patria.»

Acabado que hubo Magiscacín, Xicotencatl, que era el Capitán general, no se pudo sufrir, como el que no podía ver a los españoles, que sin largo razonamiento no dixese que lo mejor era muriesen los españoles y tuviesen amistad con sus vecinos, e que esto era el guardar la religión y palabra y que no se había ni debía hacer otra cosa, porque los cristianos eran malos y pulilla de sus haciendas y honras, y que debían ser luego llamados los embaxadores, para que se les diese la repuesta conforme a lo que pedían. Magiscacín y los que le seguían contradixeron esto; levantáronse los de la parte de Xicotencatl y defendiendo su partido, hubo entre todos mucha discordia, aunque los más seguían a Magiscacín, y así porfiando y contradiciéndose los unos a los otros, vinieron a palabras tan pesadas, que Magiscacín dio una coz a Xicotencatl que lo derrocó del asiento y echó a rodar por las gradas del cu, diciendo que era traidor a su patria e a los dioses, e que los cristianos eran muy buenos y tan valientes cuanto el había visto por sus ojos, pues siempre había salido vencido, y que ni los tlaxcaltecas ni los mexicanos juntos y confederados eran poderosos contra ellos, e que él que algún día pagaría como malo que era.

Desta manera se deshizo aquella junta y consejo, sin dar otra repuesta a los embaxadores mexicanos más de lo que habían oído y visto los cuales se fueron harto confusos de lo pasado sin osar pedir la repuesta. Xicotencatl no las tenía todas consigo, por la contradición de Magiscacín y porque ya los españoles estaban sanos y para pelear.



 

 

Capítulo IX

Cómo Cortés dio las gracias a Magiscacín sobre lo que había pasado y cómo Xicotencatl pidió se hiciese guerra a los de Tepeaca.

Luego otro día que esto pasó, y según algunos dicen aquella misma noche Cortés se fue al aposento de Magiscacín, acompañado de algunos Capitanes y caballeros, como tenía de costumbre, al cual, con mucha gracia y amor echó los brazos encima, que, cierto, los dos se amaban mucho; rindióle las gracias, diciéndole: «¡Oh, muy valeroso y muy prudente caballero, honra y gloria de la Señoría de Taxcala! ¿Cuán yo y los nuestros te podremos pagar la merced que sabemos nos has hecho en la consulta pasada despidiendo afrentosamente a los embaxadores mexicanos y tratando tan mal y con tanto esfuerzo a vuestro General Xicotencatl? No sé cuál tenga en más, la obra (que no puede nascer sino de pecho valeroso) o la voluntad y amor con que por nuestra causa te pusiste contra los tuyos. Cierto, tengo entendido que el verdadero y solo Dios en quien los cristianos creemos para la salvación y remedio de vosotros, alumbra tu entendimiento y te da, si lo quieres confesar, nuevas fuerzas para resistir y nuevas palabras para persuadir lo que quieres. ¿Qué fuera de nosotros si llegando, como llegamos, a Taxcala tan pocos, tan destrozados, tan heridos y tan enfermos, que no hubo hombre de nosotros que pudiese servir a otro dieras lugar a la indignación y malquerencia que siempre Xicotencatl nos ha tenido sin haberle hecho por qué? Páguete nuestro Dios (que es el que solo puede hacer mercedes) tu obra y voluntad, que yo e los míos confesamos que aunque derramemos la sangre por ti y muchas veces pongamos la vida al tablero, no te pagaremos la menor parte de lo que te debemos; y pues yo no puedo con iguales obras coresponder a las tuyas, quedo contento con hacer lo que debo y es en mí, que con las palabras más claras y más eficaces que puedo te muestro el amor grande que acerca de ti está en mi corazón prometiéndote, como espero en mi Dios, que dándome prósperos subcesos en la vuelta a México, serás el mayor señor que habrá en este nuevo mundo, que ya, loado Dios, estamos de salud mejores y no vemos la hora que andar a las manos con los mexicanos, capitales enemigos vuestros y nuestros.»

Acabándole de decir estas tan comedidas y agradescidas razones, le tornó afectuosamente a abrazar, no sin lágrimas de ambos, del contento que el uno en hablar y el otro en oír rescibía.

Holgó tanto Magiscacín con la vista y agradescimiento de Cortés, que con palabras graves y llenas de contento le respondió, tomándole las manos: «Valentísimo Capitán, amigo mío y en amor más hijo: No es menester que te diga lo mucho que te amo y lo mucho en que tengo tu valerosa persona, pues se paresce por las muestras que he dado desde que te conoscí hasta la hora presente, ni aun es menester que tanto te encarezca lo que por ti he hecho, pues tú meresces más, e yo, para hacer el deber, estoy obligado a más. De la mejoría tuya y de los tuyos estoy muy alegre, porque sé que estando vosotros con salud y fuerzas, ni Xicotencatl que él te rogará con la paz y te servirá en la guerra que se ofresciere, especialmente en la que ahora quieres emprender contra los de Tepeaca, donde algunos de los tuyos han sido muertos alevosamente y otros maltratados.»

Con esto Magiscacín concluyó su repuesta, y tomando de la mano a Cortés se salió con él hasta despedirle en la calle, y no fue esto tan oculto que Xicotencatl no lo supiese, y por envidia o porque ya no podía más, haciendo del ladrón fiel, determinó otro día de hablar a Cortés y ofrescérsele, y así no se le cociendo el pan, después que supo lo que Cortés había pasado con Magiscacín, como era hombre bullicioso y de agudo ingenio, viendo que no era parte para contrastar a Cortés, determinó de irle a hablar y así lo hizo. Fue por el camino pensativo, como el que imaginaba como de tan clara culpa se podría desculpar.

Cortés, que más sabía que él, como le dixeron que Xicotencatl estaba en el patio, le salió a rescebir con mucha gracia y contento, preguntándole, primero que nada dixese, cómo estaba y diciéndole otras palabras de amor, que no poco lo confundieron; deshízole la trama del razonamiento que traía pensado, porque según él después dixo, pensaba de hablar a Cortés como a hombre enojado, y así, le hubo de hablar como a hombre que antes mostraba contento con su venda, que pesar, y así, después de pasadas algunas razones de comedimiento, asidos de las manos, se fueron ambos a sentar, donde estando presente la caballería española y tlaxcalteca, Xicotencatl habló desta manera a Cortés:

«No puedo negar, Capitán invencible, que he procurado por todas las vías posibles deshacer tu poder y escurecer la gloria que tan justamente en nuestra tierra has ganado, porque, como mejor sabes, en todos los provechos cada uno, naturalmente, quiere más para sí que para otro, especialmente en negocios de honra, donde el hijo la quiere ganar con su padre. Bien sabes que yo, como Capitán general de los valientes y esforzados tlaxcaltecas, debía y estaba obligado a ganar nombre y gloria para mí y para los míos y que cuanto el adversario fuese más bravo, tanto la gloria de haberle vencido había de ser mayor. He procurado, como has visto, ganar ésta de ti y de los tuyos; helo intentado muchas veces, y tantas he llevado lo peor, o porque, como paresce eres más valiente, o porque debes de tener razón, o porque ese Dios en que los cristianos creéis debe ser muy poderoso. Por cualquiera causa destas, o por todas, yo determino de no porfiar más contra ti ni contra los tuyos, antes te pido y suplico me rescibas en tu gracia y amor y te sirvas de mí e de los que yo a cargo tengo, a tu voluntad, porque en todo me hallarás como a cualquiera de los tuyos; y porque lo puedas ver presto, ya sabes que la provincia de Tepeaca, comarcana a la nuestra, sigue el bando y parcialidad de Culhúa y que en ella han sido muertos y maltratados algunos de los tuyos; yo te ofresco mi persona y gente para la venganza dello, y paresceme que primero que México, allanemos y aseguremos estas provincias amigas y devotas del imperio y nombre mexicano, así para que nos queden las espaldas seguras, como para ir con más gente, con mayor nombre y más temidos.»

Dicho esto, calló, esperando lo que Cortés respondería, el cual, aunque entendió que por fuerza y no de corazón le había dicho tan buenas palabras, respondiéndole con otras semejantes, o mejores, procurando hacerle verdadero amigo, abrazándole con mucho amor, le dixo así:

«Sabio y valiente Capitán de los valientes y esforzados tlaxcaltecas: Tú has hecho, procurando ganar honra de tu enemigo, lo que has podido hasta ahora y estabas obligado a ello, por lo cual no hay que culparte; pero, pues ya, como dices, has hecho todo tu deber y has entendido, por la razón que tenernos y porque sumamente poderoso es el Dios que adoramos, que adelante será tan balde porfía como lo ha sido hasta ahora, seamos amigos verdaderos y, juntos, allanemos esas provincias y volvamos sobre México, donde para ti y para tus descendientes ganarás la honra y fama que siempre como valiente y esforzado has procurado, que de mi parte te prometo que, olvidado de los enojos pasados, te haré todas las mejores obras que pudiere, hasta ponerte en aquella dignidad y estado que tú deseas.»

Mucho mostró holgarse con esto Xicotencatl, el cual, replicando pocas palabras, aunque de mucha amistad, despidiéndose de Cortés, muy contento se volvió a su casa.



 

 

Capítulo X

Cómo Xicotencatl volvió a hablar a Cortés sobre la guerra de Tepraca, y de cómo primero que la comenzase invió sus mensajeros, y lo que los de Tepeaca respondieron.

Cincuenta días eran pasados después que Cortés estaba en Taxcala, curándose de sus heridas y aún no estaba bien sano, porque las heridas con el poco refrigerio habían sido malas de curar, cuando el General Xicotencatl, teniendo prevenida la gente de guerra, le tornó a hablar diciendo que ya no se podían sufrir las desvergüenzas y atrevimientos de los tepeaqueases y mexicanos, y que pues le habían muerto doce cristianos, y dexando los enemigos a las espaldas, no podía ser la guerra segura contra México, se determinase de comenzar luego aquella otra guerra, y que él estaba presto para ir en su servicio con la gente que lo pidiese. Cortés, aunque más nescesidad tenía de curarse que de ponerse en guerra, por no mostrar flaqueza, que nunca se halló en él, respondió muy al gusto de Xicotencatl, diciéndole que se aprestase, porque él estaba determinado de hacer un bravo castigo en los de Tepeaca y en las guarniciones mexicanas, que les daban favor e ayuda. Con esto se despidió Xicotencatl, el cual no se durmió en las pajas. Cortés, en el entretanto, aunque estaba bien indignado de la muerte de sus españoles y de las de un Fulano Coronado y de otro que las guarniciones mexicanas habían muerto en el despoblado, tomando los caminos para que ningún español pudiese ir ni venir a la mar, reportándose, por parecer la guerra más justa, invió sus mensajeros a los señores y principales de Tepeaca, rogándoles dexasen de le hacer guerra, pues era injusta, y que era más razón ser amigos de los tlaxcaltecas, que eran sus vecinos y tan valientes, que no de los mexicanos, que no sabían guardar amistad ni palabra que diesen e asimismo, que ya sabían cuán alevosamente le habían muerto sus españoles, e que como quisiesen ser vasallos del Emperador de los cristianos, dexaría de tomar dellos justa venganza y los rescibiría a su amor y amistad y los defendería e ayudaría contra los que los quisiesen hacer agravio, y que hecha el amistad que con ellos deseaba trabar, entenderían, el tiempo andando, cuán bien les estaría, ansí para el aumento de su tierra y señorío, como para desengañarse de la falsa y cruel religión en que vivían, y que si quisiesen hacer otra cosa, que él, como a rebeldes y contumaces les haría cruel guerra, de manera que cuando quisiesen su amistad no les aprovechase.

Fueron los mensajeros y dieron su embaxada, la cual, oída por los de Tepeaca, hicieron burla della, paresciéndoles que como uno a uno y dos a dos habían muerto aquellos españoles, así podrían ofender a los que con Cortés estaban; y como los prósperos subcesos en gente favorescida y que no habían bien probado a qué sabían las tajantes espadas de los españoles, engendraba soberbia y demasiado orgullo, respondieron que no querían su amistad ni la de los tlaxcaltecas, y que siendo vivo el gran señor de México no habían de servir y obedescer a señor que jamás vieron ni oyeron, y que ellos tenían buena ley y religión, rescibida de muy antiguo y guardada con gran cuidado y que estaban determinados de morir en ella y no oír otra, teniendo por capitales enemigos a los que contra la suya fuesen, queriéndoles persuadir otra, y que sobre esto no había de haber más razones, y que así, quedaban con las armas en la mano, esperando para o matar a sus enemigos o morir primero a sus manos que otra cosa hiciesen.

Vueltos con esto los mensajeros, Cortés llamó a los señores de Tlaxcala. Díxoles lo que los de Tepeaca habían respondido y cómo él determinaba de hacerles cruda guerra, pidiéndoles su parescer; y paresciéndoles que era bien se hiciese así hicieron la gente que había de ir con los suyos.



 

 

Capítulo XI

De lo que la señoría de Taxcala respondió, y de cómo Cortés salió a hacer la guerra.

Como la Señoría de Taxcala vio tan determinado a Cortés para lo que ella tanto deseaba, holgó mucho de oír lo que había propuesto, y respondiendo Magiscacín en nombre de toda la república, le dixo: «Invictísimo Capitán: Muchas gracias doy a mis dioses por verte ya con más salud y tan amado desta Señoría, porque siendo tú nuestro Capitán y caudillo nada puede subceder que no sea a nuestro gusto y contento, y si mi cansada edad no me lo estorbara y mi presencia no fuera tan nescesaria para proveerte desde esta ciudad en la guerra, por ninguna cosa dexara de ir contigo, pero en mi lugar te servirá un hijo mío que ahora comienza a seguir la guerra, y delante de ti, cuando estéis en el campo, a nuestro uso, le armarán caballero. En lo demás que a esta Señoría toca, te besa las manos por la merced que le haces, darte ha con su General Xicotencatl, que presente está, cincuenta mill hombres de guerra sin los de carga, y si fuesen menester docientos mill no te faltarán. Acompañarte han otros señores, con su gente y armas, desta Señoría, de manera que en lo que a nosotros tocare, no tendrás qué pedir. De ti ciertos estamos que donde tu persona estuviere tendremos la victoria cierta; y porque ésta no se dilate y los de Tepeaca y sus aliados no hagan más daño, así en los tuyos como en los nuestros, sal hoy, porque el enemigo buscado, por valiente que sea, pierde mucho del orgullo, y tu Dios, que tantas victorias te ha dado, te favorezca e ayude en esta jornada, para que volviendo vencedor, como deseamos, tomes de México justa venganza.» Dichas estas palabras, todos los demás señores se levantaron muy alegres, diciendo a una que lo que señor Magiscacín había dicho era lo que ellos querían.

Habida esta consulta y hecha esta determinación, Cortés, por darles contento y porque viesen cuán bien se aprestaba, mandó luego descoger las banderas, tocar los atambores y trompetas, aderezar las armas y armar los caballeros, echando bando que en aquel día había de salir. Visto esto, Xicotencatl, que era hombre bellicoso, mandó tocar los caracoles e otros instrumentos de guerra, fue por los señores y Capitanes, apercibiéndolos que cada uno recogiese su gente, aunque como era tanta, en aquel día no se pudo aprestar.

Dicen los que lo vieron, que fue cosa muy de ver la gana con que los unos y los otros se aprestaban, el ánimo grande que los unos rescebían con los otros, el bullicio de todos. Salió primero Cortés, dexando cargo a Alonso de Ojeda y a su compañero Joan Márquez, que acaudillasen y recogiesen el exército de Taxcala, al cual con sus Capitanes y caudillos vinieron los de Cholula y Guaxocingo.

Salió Cortés muy en orden de guerra, enarboladas las banderas, tocando los pífaros y atambores; acompañóle buen trecho fuera de la ciudad su grande amigo Magiscacín, donde, al despedirse, le encomendó mucho su hijo. La demás gente que no había de ir a la guerra, hasta los niños se derramó por aquel campo para ver a Cortés. Echáronle todos, a su rito y costumbre, muchas y grandes bendiciones, deseosos todos de verle volver con victoria, y no iba tan desacompañado de gente de guerra tlaxcalteca, que no llevaba cuatro o cinco mill flecheros para si, en el entretanto que la demás gente salía, se le ofresciese algún rencuentro.



 

 

Capítulo XII

Cómo después de haber salido Cortes salió la demás gente, las devisas que los señores llevaban y la extraña manera con que al hijo de Magiscacín armaron caballero.

Partido Cortés, llegó aquella noche camino de Tepeaca, a una parte que se dice Cunpancinco, donde estuvo tres días hasta que el exército de Tlaxcala, de quien llevaba cargo Alonso de Ojeda, llegó. Salieron, así de tlaxcaltecas como de cholutecas y guaxocingos, según la opinión de los más, sobre ciento y cincuenta mill hombres de guerra.

Salieron todos de Taxcala lo más ricamente adereszados que pudieron y en muy gentil orden, tendidas las banderas de sus Capitanes y la de Taxcala, debaxo de la cual iban las demás. Y porque hace al gusto y sabor de la historia decir las devisas que los señores y el Capitán general llevaban como armas e insignias de sus alcuñas y linajes, es de saber que el General Xicotencatl en su estandarte y bandera llevaba una hermosa y grande garza blanca, tan al natural texida de plumas, que parescía estar viva. La devisa de Chichimecatl, otro señor, era una rueda de plumas verdes con orla dura de argentería de oro y plata. Pistecle, que era otro señor, llevaba por devisa un arco con sus empulgeras y en cada una un pie de tigre y en la empuñadura asimismo una mano de tigre. Estos tres eran los más principales, aunque, los dos reconoscían en algo a Xicotencatl. Iban debaxo destos otros muchos Capitanes y caudillos con sus banderas y devisas. Iban todos en hilera, por donde cabían, de veinte en veinte, y donde no de diez en diez, y como todos iban vestidos de blanco y en las rodelas y cabezas llevaban altos y ricos plumajes, sonando sus instrumentos de guerra, parescían por extremo bien, especialmente reverberando en el argentería plumajes el sol.

Ocupaban por do iban gran espacio de tierra. Llegaron a buena hora a do Cortés estaba, el cual los salió a rescebir un tiro de arcabuz; hízoles hacer salvas con las escopetas; rescibiólos con gran ruido, de atambores y trompetas; abrazó a Xicotencatl y a los otros dos señores, repartiólos Ojeda por sus cuarteles. Parescía el campo una muy gran ciudad.

Otro día de mañana los corredores de la Señoría de Taxcala prendieron ciertas espías de Tepeaca, traxéronlas a Cortés, el cual las entregó a aquellos señores para que dellas hiciesen a su voluntad, los cuales, echado bando por todo el exercito para que viesen armar caballero al hijo de Magiscacín, después de haberse puesto todos en rueda, haciendo una hermosa y gran plaza, levantadas las banderas, haciendo señal de callar, con gran ruido de música, puestos en medio ciertos caballeros y algunos sacerdotes con unas navajas en una espada, con la cual sacrificaron las espías, sacáronlas primero los corazones, haciendo ante todas cosas cerimonias. Cuando esto se hacía, el caballero novel estaba algo apartado, armado a su uso ricamente. Mandóle un caballero de aquellos que hiciese fuerte rodela y que se cubriese bien; tiróle fuertemente el corazón de una de las espías, y hecho esto, baxando el mancebo la rodela, con la mano llena de sangre le dio una recia bofetada en el carrillo, dejándole los dedos sangrientos señalados en él. Estuvo recio el mancebo, sin mudarse ni demudarse. Paresció esto mal a Cortés, como parescerá a cualquiera quo esto lea; díxoles que por qué trataban tan mal a caballeros en el campo y que de aquella manera probaban el valor y esfuerzo del que se armaba caballero, porque si siendo reciamente herido no caía, como aquél había hecho, era bastante prueba que cuando se viese en la batalla no se rindiría con fuertes golpes de su adversario. Calló Cortés, aunque todavía le paresció mal.



 

 

Capítulo XIII

Cómo aquel día dieron en la tierra de Zacatepeque, y del duro y bravo recuentro que allí hubo con los de Tepeaca.

Aquel día, o según la más cierta opinión el siguiente, así la gente de Cortés como la de Taxcala, dieron en unos muy crescidos, espesos y altos maizales de Zacatepeque, pueblo subjecto a Tepeaca, en medio de los cuales había una cava grande de tierra muerta, y de la otra parte puesta en celada, mucha ente de guerra, aguardando a los de Cortés para tomarlos de sobresalto, y así, en pasando que pasaron la cava los nuestros, con grande alarido y furia, valientemente fueron salteados; pero como los nuestros andaban en busca dellos, reportándose, un poco, para ver lo que habían de hacer, los escopeteros y ballesteros en breve hicieron harto estrago en ellos. Los de a caballo, aunque eran pocos y no podían en los maizales aprovecharse de los caballos como quisieran, se emplearon en ellos, alanceando muchos de los que huían.

En el entretanto, por aquella parte por do los tlaxcaltecas peleaban, los enemigos les hicieron mucho rostro, hiriéndose y matándose con gran coraje los unos a los otros, aunque los tlaxcaltecas, así por ser animosos y guerreros, como por el favor que en los nuestros sentían, llevaban lo mejor.

Fue muy reñida aquel día esta batalla, porque de refresco acudían muchos de los de Tepeaca. Ya los españoles y los caballos, como la tierra era mullida, andaban cansados; estaban confusos, porque en tierra extraña y tan cubierta de los maizales, no sabían por dónde entrar ni salir, hasta que Ojeda, que iba en un caballo muy crescido, devisó ciertos edificios casi media legua de donde estaban en seguimiento de los enemigos; con muchos tlaxcaltecas guió allá. Llegado que fue allá, vio que eran unos grandes y reales aposentos; apeóse y entró dentro matando los que estaban puestos a la defensa; subió a lo alto con algunos señores tlaxcaltecas; tendió la banderea y estandarte de Taxcala, para que viéndola Cortés y los suyos acudiesen allí.

Eran estos aposentos en el pueblo de Acacingo. Ya el sol se quería poner cuando yendo de vencida los enemigos, muchos dellos, no sabiendo lo que pasaba, huyeron a los aposentos, donde fueron presos y muertos por los tlaxcaltecas que en ellos estaban. Cortés, mirando por do podría salir a lo raso, que era ya hora, vio la bandera; holgóse mucho con ello, tiró con todos los suyos hacia allá, mostróle Ojeda desde lo alto por do había de subir, señoreó toda la tierra, considerando lo que después podría hacer. En el entretanto, de rato en rato, hasta que ya cerró bien la noche, acudían tlaxcaltecas con mucha cantidad de enemigos presos. Mandábalos Cortés subir arriba a lo alto, y para espantar a los demás, hacíalos echar de allí abaxo, donde se hacían pedazos, porque los aposentos eran muy altos y los arrojados daban sobre piedras.

Hubo aquella noche para los tlaxcaltecas gran banquete de piernas y brazos, porque sin los asadores que hacían de palo, hubo más de cincuenta mill ollas de carne humana. Los nuestros lo pasaron mal, porque no era para ellos aquel manjar.

Estuvo Cortés allí tres días con harta nescesidad de comida y agua, aunque siempre peleando, donde muchos indios hicieron grandes y muy notables desafíos los unos con los otros. Finalmente, después de muchas muertes, no acudiendo más enemigos. Cortés se fue a Tepeaca, donde lo que subcedió diremos luego.



 

 

Capítulo XIV

Cómo Cortés fue a Tepeaca y entró en ella sin resistencia, y de lo que más subcedió.

Marchó Cortés con su campo muy en orden el camino de Tepeaca sin subcederle cosa que de contar sea, y como los señores y principales della, después del desbarato pasado se habían ido a México, entró Cortés sin resistencia en ella. Asentó el real de los españoles en un patio grande, junto a una torre fuerte y bien alta, mandando que junto a su alojamiento estuviesen Marina y Aguilar, lenguas que fueron harto provechosas y nescesarias. El demás exército de los tlaxcaltecas se asentó fuera del pueblo, en unos grandes llanos, porque dentro no podía caber y por ser señor del campo, aunque los Capitanes y señores tenían sus aposentos en las casas más fuertes del pueblo.

Estuvo el un campo y el otro, según la más común opinión, en estos asiento más de cuatro meses, aunque Ojeda en su Relación dice más de seis. Los españoles hicieron muchas correrías donde prendieron y mataron muchos de los enemigos. Hicieron muchas entradas en otras pueblos, aunque siempre padescieron mucha nescesidad de comida y agua, en especial después que se acabó un charco que estaba entre dos sierras, que tenían hecho aposta, como xagüey, para recoger las aguas llovedizas; y por estar los bastimentos alzados padescieron los nuestros gran nescesidad dellos, la cual no tenían los indios amigos, por la carnescería que tenían de carne humana; y como la nescesidad es maestra de los ingenios, cayeron algunos de los nuestros en que los perrillos de la tierra, que son de comer, iban de noche y de día a comer de los cuerpos muertos. Iban allá los ballesteros y harían su caza y volvían tan contentos como si hubieran cazado perdices.

Estando por muchos días en esta nescesidad los nuestros, vino un cacique tepaneca, de paz; traxo a Cortés alguna comida, aunque poca, según los más son miserables y mesquinos; tratóle muy bien Cortés, pretendiendo que lo que quedaba de pacificar se hiciese sin rompimiento ni derramamiento de sangre. Comenzó desde aquel lugar a inviar sus Capitanes, unos por acá y otros por allá, con instrucción que lo que pudiesen hacer por bien y por amor no lo hiciesen por mal. Invió a Diego de Ordás con docientos españoles y muchos indios amigos a Tecamachalco, el cual [tuvo] diversas refriegas con los indios de aquel pueblo; fue y vino cinco veces a él, y como era grande y muy poblado, no se pudo subjectar tan presto. Finalmente, aunque se hicieron fuertes en las quebradas de una sierra, donde mucho se fortalescían, los sacó dellas y fue en su seguimiento, haciendo en ellos gran matanza y después, al cabo, prendió más de dos mill y quinientos dellos, que traxo a Tepeacu, con que acabó de allanar aquel pueblo.

Cortés hizo esclavos a los presos, herrólos en los rostros, inviando libres a las mujeres y muchachos a su tierra. De los esclavos entregó el quinto a los Oficiales del Rey; los demás repartió entre los que lo habían menester y otros invió a Taxcala para que los tuviesen en guarda hasta que él volviese. Hizo Cortés este castigo, lo uno porque habían sido traidores y quebrantado la palabra, lo otro por amedrentar y espantar a los demás rebelados, que no poco aprovechó, porque, no temen tanto la muerte como ser esclavos, y es la causa que como de su natural condisción son holgazanes, no quieren con la servidumbre ser compelidos a trabajar. Fue esta nueva fuera del valle de Yzucar y hasta Zapotitlán, Tepexe, Acacingo y otros muchos pueblos, a los cuales, como, después diré, fue Cortés y envió sus Capitanes.



 

 

Capítulo XV

Cómo estando Cortés en Tepeara, los mexicanos tentaron de matar con traición a los cristianos y cómo les descubrió, y el castigo que hubo.

Inviando Cortés por diversas partes sus Capitanes con la gente que cada uno había menester, con la menos se quedaba en Tepeaca, esperando a ver lo que cada uno de los Capitanes avisaba que había de proveer, lo cual fue ocasión que los mexicanos, que eran más maliciosos que otros indios, tratasen con los de aquella comarca que matasen a los nuestros. Esto dicen que fue en una de dos maneras: la una que los unos y los otros se diesen de paz, hiciesen muchos servicios a los nuestros, asegurándolos hasta verlos desarmados, y que descuidados, de noche o de día, con las mismas armas, los más valientes matasen a los nuestros. La otra es, y ésta se tiene por más cierta, que las guarniciones mexicanas, como vieron repartida la gente de Cortés en diversos Capitanes y en diversas partes, que tiniendo aviso adónde acudía el Capitán cristiano que menos gente llevaba, todos los vecinos de los otros pueblos con las guarniciones mexicanas diesen sobre aquél de noche o de día, y que así irían sobre cada uno de los otros Capitanes, y que desta manera acabarían en pocos meses a los españoles; y porque muerta la cabeza, que era Cortés, se podía esto hacer mejor que con ninguno de los otros Capitanes viendo que Cortés quedaba con pocos españoles y que no se velaba mucho, a causa de que en Tepeaca no había muchos indios naturales della y que algunos de los pueblos comarcanos estaban allanados, aunque temían mucho a Cortés, se determinaron los Capitanes de las guarniciones mexicanas con los de la provincia cercar a Cortés en los aposentos donde estaba, y entrándole, matarle o pegar fuego a la casa, para que ni él ni ninguno de los suyos pudiesen escapar, para lo cual tenían gran aparejo, por repartirse los indios amigos y en mucha cantidad con los Capitanes españoles; pero como esta traición no pudo ser tan secreta que algunas mujeres, parientas o amigas e hijas de los de la liga no lo supiesen, y ellas saben poco callar, aficionándose a Marina, la lengua, que era mexicana, paresciéndoles que como extraña de la nasción española y como mujer de su ley e generación las guardara secreto, dos de las que sabían la traición, estando con ella en buena conversación y pasatiempo, después de haber merendado, que estonces más que en otro tiempo se descubren los corazones, le dixeron: «Marina: El amor grande que te tenemos y ser tú de nuestra ley e generación, por lo cual estás obligada a querernos mucho más que a los cristianos, nos fuerza a descubrirte lo que pasa, para que con tiempo te recojas con nosotras y no mueras mala muerte, antes seas señora y estés en tu libertad.» Marina sospechó luego lo que querían decir; acariciólas mucho, diciendo mal de los cristianos, diciendo que no deseaba cosa más que verse libre. Ellas estonces, como vieron tan buena entrada, descubrieron la traición más largamente que aquí va contada. Marina les agradesció mucho el aviso, prometióles de guardar secreto y aun avisólas, para más asegurarlas, que no lo dixesen a otra persona. Con esto, despidiéndose a su tiempo dellas, se vino do Cortés estaba, al cual dixo que mandarse llamar a Aguilar para que en lengua castellana dixese lo que ella quería descubrir, en la que Aguilar estando captivo había aprendido. Vino Aguilar, y Marina descubrió todo lo que con las indias había pasado. Mandólas llamar Cortés, confesaron sin tormento, encartaron a muchos de los indios que se habían dado por amigos, hizo Cortés gran castigo en ellos, escribió a sus Capitanes que se viniesen, velóse con más cuidado en el entretanto, no permitiendo que alguno de los suyos estuviese descuidado. Hay otros [que] dicen que en la comida pretendieron los mexicanos matar a los nuestros, que pudieron más fácilmente si Dios, cuyo negocio se trataba, no les fuera a la mano. Como quiera que sea, aunque la segunda traición es la más cierta, Marina fue la que, siendo tan leal como se ha visto, la descubrió.



 

 

Capítulo XVI

Cómo en el entretanto que Cortés estaba en Tepeaca, indios de México publicaron que Cortés y los suyos eran muertos, y cómo mataron a Saucedo y otras desgracias acaescidas a españoles.

Los señores y principales de México, sabiendo cómo Cortés estaba en Taxcala e que ya comenzaba a hacer correrías, recelosos de que algunos pueblos que estaban por ellos tiranizados y opresos no se levantasen y hiciesen del bando de Cortés y de los tlaxcaltecas, inviaron camino de la Veracruz y por otras partes ciertos Capitanes, hombres esforzados, con las cabezas de algunos caballos de los que habían muerto en México, y tambien con las cabezas de algunos españoles, publicando por do iban que ya era muerto Malinche (que así llamaban a Cortés) por Marina la india, y que no había quedado hombre español ni caballo. Pudo este engaño tanto, que levantaron a otros indios por do pasaban, para que matasen a los españoles que en sus pueblos estaban.

Caminaron estos falsos mensajeros hasta llegar a Tustebeque, adonde estaba Saucedo, al cual había dexado Diego de Ordás con ochenta españoles al tiempo que desde Tepeaca había Cortés inviado a llamar al Diego de Ordás. Asimismo, a esta sazón estaba en Chinantla un Fulano de Barrientos, por mandado de Cortés. Acontesció, pues, que Saucedo invió a llamar al Barrientos con un español, a que se viniese debaxo de su bandera, pues era Capitán y tenía gente con quien podría estar más seguro. Respondió Barrientos que no le conoscía y que allí le había mandado estar Cortés y que allí estaría favoresciendo a los indios de Chinantla hasta que otra cosa le mandase. Volviendo el español con esta repuesta a Tustebeque, ya que llegaba media legua cerca de los aposentos, vio grande fuego levantado y que por lo alto ardían bravamente los aposentos. Creyó el español que, por algún descuido, las indias haciendo pan habían pegado fuego a la casa. Llegó al río, no oyó bullicio ni rumor alguno de gente, antes, en llegando al río, vio que venía hacia él una canoa con tres indios, porque los demás estaban escondidos; pasó (que no debiera) de la otra parte, donde no hubo saltado en tierra cuando los indios, que estaban a punto para ello, le comenzaron a herir. Defendióse lo que pudo, pero como eran muchos matáronle luego. De tres indios chinantecas que consigo llevaba, los dos se escaparon echándose al agua: el otro murió con su amo, porque no le dieron lugar a hacer lo que los otros.

Fue grande la matanza que los indios hicieron en aquellos españoles, porque a los unos quemaron vivos en las aposentos, y a los otros, que andaban descuidados por el pueblo, mataron, aunque algunos dellos vendieron sus vidas lo mejor que pudieron, como los que veían que no podían escapar, matando y haciendo el estrago que pudieron en los enemigos; pero como eran tantos, no pudo hombre dellos escapar. Dieron los indios chinantecas que huyeron las nuevas desto a Barrientos, el cual, por una parte, se holgó de no haber ido donde Saucedo estaba; por la otra quedó muy confuso, muy triste y pensativo, así por aquella gran pérdida, como por el peligro grande en que él quedaba de que los indios donde estaba no hiciesen dél otro tanto. Aumentóle esta congoxa la falta que le hacía un su amigo y compañero llamado Joan Nicolás, que poco después deste desastre murió de enfermedad que le dió. Todos estos males causó la traición y ardid de los mexicanos, que, como adelante diré, nunca pensaban sino cómo matar a los nuestros.



 

 

Capítulo XVII

Cómo Diego de Ordás fue sobre Guacachula, la guerra que hizo y la presa que traxo.

Prosiguiendo Cortés la guerra, invió a Diego de Ordás y a Alonso de Avila con docientos hombres de a pie y algunos de a caballo a que entrasen por la tierra de Guacachula. Saliéronles al encuentro los indios; hubieron una brava y reñida batalla que duró muchas horas, donde los dos Capitanes, así gobernando como peleando, lo hicieron valerosamente. Mataron gran cantidad de los enemigos, pero todavía porfiaron otros días, en que llevaron lo peor. Volvieron estos Capitanes con presa de más de dos mill hombres y mujeres, aunque al principio, por espantar a los demás, no se daba vida a hombre. Herraron a ellos y a ellas en las caras. Repartiólos Cortés como convenía, invió los demás con Ojeda y Joan Márquez a Taxcala, a que los señores de aquella provincia se sirviesen dellos y se los guardasen, los cuales se holgaron mucho dello. Diéronle muchas gracias; inviéronle comida, que la había bien menester. Con la una presa y con la otra, como todos son vengativose, mostraron mayor contento del que el hombre generoso debe tener cuando vence, tratándolos mal de palabra y aun de obra.

Volvieron Ojeda y su compañero, y como en el entretanto, en lo de Tecamachalco, los nuestros habían hecho grande estrago, toparon en el camino que iba a Taxcala y a Cholula muchos indios tlaxcaltecas y cholutecas, cargados de indios muertos, que había hombre que llevaba dos a cuestas y otros que llevaban cuatro muchachos juntos, atados por los pies como si fueran gallinas. Decían que para comer en fresco en sus fiestas, y de lo que quedase hacer tasajos, cosa cierto bien horrenda y que de haberse quitado tan abominable costumbre Dios ha sido muy servido, y ellos dello están bien confusos.



 

 

Capítulo XVIII

Cómo el señor de Guacachula invió secretamente a darse de paz a Cortés y con qué condisción, y lo que respondió.

Entendiendo el señor de Guacachula lo mal que le iba con los españoles y los tlaxcaltecas sus amigos, o porque mudó parescer, o porque hasta estonces había resistido, por dar contento a las guarniciones mexicanas, viendo que ya Cortés se había apoderado de Tepeaca y de los otros pueblos comarcanos y que llevaba hilo de no dexar cosa enhiesta, queriendo de dos males escoger el menor, determinó de ser antes amigo de Cortés, extraño en todo de su nasción y linaje, que sufrir las molestias, denuestos y afrentas que los mexicanos hacían a los suyos, y así, secretamente, por ser primero socorrido y favorescido, que sentido y muerto, invió dos deudos suyos, de quien él se confiaba, a Cortés, los cuales, llegados adonde estaba, con sola la lengua, que no quisieron que otros estuviesen presentes, le dixeron:

«Gran Cortés, hijo del sol, espanto de tus enemigos: El señor de Guacachula, cuyos criados nosotros somos, te saluda cuanto saludarte puede y te suplica nos des crédito en lo que de su parte te dixéremos. Dice que si hasta ahora ha resistido a tus Capitanes no lo ha hecho por probar sus fuerzas y poder con el tuyo, que él confiesa que no puedes ser vencido, sino de miedo de cincuenta mill mexicanos que están en su tierra amenazándole que si no se defiende de ti le han de matar con todos los tuyos; y como ha visto que ni él ni ellos son parte para resistirse, quieren tu amistad y que le tengas por servidor y quiere reconoscer por supremo señor a ese gran Emperador de los cristianos en cuyo nombre vienes, y cree que debe ser muy grande y poderoso señor, pues tú, que tanto vales, publicas que eres su criado. Por tanto, te suplica le rescibas debaxo de tu amparo y favor, porque de mucho tiempo atrás está harto de ver los denuestos y afrentas que los mexicanos hacen a los suyos, tomándoles las mujeres, forzándoles las hijas, usurpándoles las haciendas; la cual tiranía y servidumbre, porque va siempre en crescimiento, quiere ver quitada de su tierra; porque desea que primero lo remedies que sea sentido dellos, nos invía a ti tan solos y tan sin presentes, que es fuera de nuestra costumbre y usanza.»

Cortés, que de su natural condisción era clemente y piadoso, holgó por extremo con esta embaxada; condolescióse de la tiranía que aquel señor padescía, alegróse de poder ser parte para librarle della y deshacer otros tuertos y desaguisados que los mexicanos costumbraban hacer. Determinó de favorescer muy de veras a aquel señor, para que conoscida por otros su clemencia, sin venir a las manos se diesen a él. Respondió a los mensajeros: «Yo creo todo lo que habéis dicho y vuestro señor lo ha acertado en querer ser mi amigo y vasallo del Emperador de los cristianos, porque ya ninguno será parte para ofenderle. Desharé y castigaré los agravios que los mexicanos le han hecho, de manera que él quede muy contento de querer mi amistad y arrepiso de no haberla procurado antes. Decilde que vea por dónde quiere que vayan mis Capitanes con treinta o cuarenta mill tlaxcaltecas, porque yo los inviaré luego, de manera que cuando los mexicanos no piensen, los míos estén sobre ellos.» Con esto, muy contentos y muy de secreto se partieron con la repuesta los mensajeros.



 

 

Capítulo XIX

Cómo Cortés invió a Diego de Ordás y a Alonso de Avila con docientos españoles, y cómo se engañaron creyendo que los de Guacachula les trataban traición.

No se tardaron los mensajeros en volver, avisando a Cortés por dónde habían de ir los suyos, para hacer el hecho que tenían tratado. Despachó luego Cortés a los Capitanes Diego de Ordás y Alonso de Avila con docientos españoles y mucha gente tlaxcalteca; guiáronlos los mensajeros por buen camino y derecho atravesaron tierra de Guaxocingo. Allí, como los de Guacachula hablaron con los de aquel pueblo varias y diversas cosas tocantes a la guerra que contra as guarniciones mexicanas iban a hacer, y al presente no había de los nuestros intérprete que pudiese bien entender ni dar a entender la lengua mexicana, un español que se halló a las pláticas, tomando uno por otro y entendiéndolo mal, dixo a los Capitanes que se habían confederado los de Guaxocingo y Guacachula para poner a los indios de Culhúa, con quien poco antes se habían confederado y hecho amigos. Creyeron esto los Capitanes, porque siempre los nuestros, andaban recatados y no estaban nada ciertos del amistad de los indios, como extraños en todo. Determinaron de no pasar adelante, prendieron a los mensajeros de Guachachula y a los Capitanes y otros principales de Guaxocingo; volviéronse a Cholula, y de allí escribieron una carta a Cortés con un Domingo García y le inviaron los presos. Motolinea dice que los Capitanes nuestros eran Andrés de Tapia, Diego de Ordás, Cristóbal de Olid; y Ojeda en su Relación, los ya dichos.

Cortés como leyó la carta, pesóle de lo que decía, aunque no se determinó en creer lo que en ella venía, por parescerle que los mensajeros de Guacachula le habían hablado con gran calor y lágrimas, y porque de los de Guaxocingo tenía buena opinión. Examinó con mucha cordura los mensajeros y a los Capitanes cada uno por sí, y entendió de la confesión de todos que pasaba al revés de lo que la carta decía y que el español, o de miedo o porque entendió mal, se había engañado, entendiendo uno por otro, ca lo que estaba concertado y lo que los mensajeros dixeron a los otros indios era que meterían a los cristianos en Guacachula y que luego podían matar a los de Culhúa. Entendió el español que los de Culhúa habían de matar a los españoles después de metidos en el pueblo. Averiguado esto así, alegre Cortés de que los indios fuesen leales, los soltó, haciéndoles grandes caricias y satisfaciéndolos cuanto pudo, para que no fuesen quexosos; y para más satisfacerlos y porque no acaeciese algún desastre y por ser el negocio de tanta importancia y porque se acertase mejor, determinó de irse con ellos.



 

 

Capítulo XX

Cómo Cortés se partió con los mensajeros de Guacachula, y de lo que en el camino le acontesció.

Cabalgó, pues, Cortés y Pedro de Alvarado con él, con cuatro o cinco de a caballo y otros tantos de a pie; adelantáronse los indios: comenzó a llover tanto que el agua les daba a la rodilla, llegaron al rio de Cholula, el cual iba muy crescido y la puente era de vigas no bien juntas. Apeóse Alvarado, metiendo de diestro su yegua, y como las vigas estaban mojadas, deslizó la yegua, metió la una mano entre viga y viga, y por sacarla, con la fuerza que hizo, dio consigo en el río, y si de presto Alvarado no soltara la rienda, diera consigo abaxo. Nadó la yegua, que era muy singular, y salió de la otra parte; paróse como esperando a su amo, sin irse a una parte ni a otra. Cortés como vio esto, mandó a Alonso de Ojeda que le pasase el caballo a nado; quitóle Ojeda la silla, cabalgó en él en cerro, sin desnudarse, y como tenía cuenta con la rienda, con la furia del agua, llevando la espada sin contera, con la otra mano y se hirió sin sentirlo en un pie en los menudillos.

Pasó Cortés y los demás por la puente, llegaron a Cholula, y como ya a Ojeda se le había resfriado la herida, comenzaba a coxquear y no se podía menear, de lo cual pesó bien a Cortés, porque era hombre para cualquier trabajo. Mandó a los indios de Cholula que lo llevasen en hombros a Tepeaca en una hamaca, avisándoles que mirasen por él como por sus ojos, si no querían ser todos muertos. Los indios, en quien más que en otra nasción puede mucho el miedo, le llevaron a Tepeaca salvo, aunque no sano.



 

 

Capítulo XXI

Cómo los indios de Guacachula, desmintiendo las velas, cercaron a los capitanes mexicanos y cómo pelearon con ellos y [a] la mañana los ayudó Cortés.

Aquella noche que los mensajeros llegaron a Guacachula, los vecinos del pueblo y los que Guaxocingo y tlaxcaltecas, pasada la mayor parte della, procurando salir verdaderos, engañando las centinelas, cercaron a los Capitanes mexicanos. Comenzaron a pelear bravamente con ellos y con los demás, confiados de que Cortés no podría tardar muchas horas, aunque los Capitanes cristianos les ponían gran ánimo, peleando ellos valerosamente, porque los indios enemigos eran más de treinta mill y de los más escogidos del imperio mexicano y estaban fortalescidos y como en su casa. Cortés partió de Cholula una o dos horas antes del día; caminó bien apriesa, dio sobre los enemigos con dos o tres horas de sol. Los de Guacachula, que tenían sus espías para cuando viniese, supiéronlo luego; saliéronle al encuentro con más de cuarenta prisioneros. Dixéronle: «Ahora, señor, verás cómo te diximos verdad y que el español se engañó.» Cortés les replicó que decían verdad; abrazó a algunos, llamándolos tiacanes, que significa «valientes», palabra con que ellos mucho se honran y animan.

Llevaron a Cortés a una gran casa donde estaban cercados los mexicanos, peleando más valientemente que nunca, como los que peleaban más por las vidas que por ofender. Teníanlos cercados los del pueblo y los tlaxcaltecas y guaxocingos. Llegado Cortés, dieron sobre ellos con tanta furia y tantos, que ni Cortés ni los españoles fueron parte (aunque lo procuraron) para impedir que no los hiciesen pedazos sin dexar hombre a vida de los Capitanes, que eran muchos. De la otra gente murieron infinitos, así antes como después de llegado Cortés; pero los demás, perdiendo totalmente el ánimo con su venida, huyeron hacia do estaba una guarnición de más de treinta mill mexicanos, los cuales, sintiendo lo que en el pueblo pasaba, venían a socorrer a sus amigos. Llegados, comenzaron a poner fuego en la ciudad en el ínterin que los vecinos estaban embebecidos en matar enemigos; pero como lo sintió Cortés, salió a ellos con los de a caballo y con los escopeteros; rompiólos, alanceó muchos, retráxolos a una alta y grande cuesta, siguiólos hasta encumbrarlos, donde encalmados los unos y los otros, ni podían ofender ni ser ofendidos. Encalmáronse dos caballos, el uno dellos murió luego, y de los enemigos, sin herida, ahogados del calor y cansados de la subida, cayeron muchos muertos en tierra, y llegando de refresco muchos indios amigos, casi sin resistencia de los contrarios, hicieron tanto estrago que en breve estaba el campo vacío de vivos y lleno de muertos.

Vista esta matanza, que fue una de las grandes que en mexicanos se había hecho, los que quedaron vivos desampararon sus alojamientos. Los nuestros, siguiendo la victoria, saquearon todo cuanto toparon sin dexar cosa; quemaron las casas, en las cuales hallaron muchas vituallas, tomaron, así de los muertos como de otros que prendieron, ricos plumajes, argentería, joyas de oro y plata, piedras presciosas, muchas de las cuales parescían porque lo debían [ser], de las que los nuestros habían perdido a la salida de México. Traxeron los indios para contra los cristianos lanzas mayores que picas, tostadas las puntas, pensando con ellas matar los caballos, y no se engañaban si supieran jugarlas, pero si no es en el flechar, en todas las demás armas tienen poca destreza.

Tuvo este día Cortés de gente que acudió de Guaxocingo y Cholula, sin los tlaxcaltecas, más de sesenta mill hombres de guerra, a su modo bien adereszados. Fue cosa de considerar la brevedad con que tanta gente se juntó, porque Guacachula era pueblo de no más de cuatro mill vecinos, pero como de los mexicanos habían rescebido siempre malas obras, deseosos de la venganza, tuvieron alas en los pies, que la indignación y enojo les dio.

Guacachula está en llano, tiene un río a la una parte, que en el verano le sacan los vecinos todo en acequias para regar sus sementeras y huertas, y así es muy fresco de verano. Tiene una barranca por la cual va un arroyo; encima della está un albarrada o cerca con su pretil, de dos estados en alto, que era la fuerza del pueblo, por la mucha piedra que tenía para arrojar de allí abaxo. A la parte de ocidente tiene muchos cerros pelados, bien ásperos. Después acá, como allí se fundó un monesterio de frailes Franciscos, reducido a pulicía por ellos, tiene otra traza. Danse en esta tierra árboles de Castilla, especialmente los que son de agro, y así se dan las mejores granadas, limas y naranjas del mundo, y lo mismo los higos. Tiene un templo de bóveda, bien sumptuoso.

Estuvo aquí Cortés tres días, tomando lengua de los pueblos comarcanos para ver lo que después le convenía hacer. Estando en esto, le vinieron mensajeros de un pueblo que se dice Ocopetlayuca, ofresciéndose en nombre del señor dél y de los demás moradores a su servicio, diciendo que querían hacer lo que los de Guacachula. Está este pueblo tres leguas de estotro, al pie del volcán cuya comarca veinte leguas alderredor, como en su lugar diremos, es la más poblada y la más fértil de todo lo que hasta ahora en estas partes se ha descubierto.



 

 

Capítulo XXII

Cómo Cortés desde Guacachula se fue a Yzucar y echó de allí las guarniciones mexicanas que había, y de cómo allí, eligió por señor del pueblo a un muchacho que fue el primero que en las Indias se bautizó.

Como Yzucar, que es un pueblo, como después diré, grande y fresco, estuviese no más de cuatro leguas de Guacachula, entendiendo los más dél la pujanza de Cortés y que no había fuerzas para resistirle y que las guarniciones mexicanas (que pasaban de ocho mill hombres) que tenían en sus casas, les hacían más daño que si fueran enemigos, determinaron, para librarse de los mexicanos, no obedescerles, antes, como sus vecinos, inviar de secreto a llamar a Cortés, el cual, vistos los mensajeros, vino y entró con mucha gente. Fue de los de Yzucar bien rescebido; trabó luego batalla con los mexicanos, los cuales aunque eran pocos, porfiaron hasta que Cortés los rompió. Mató los más, siguió los vivos hasta un río que estonces, como llovía, iba muy crescido, el cual no tenía puente, porque la que había, que era de vigas postizas, la furia del agua las había llevado. Ahogáronse allí los que pensaron, huyendo, escapar. Quemó Cortés luego los templos e ídolos, así por quitar las fuerzas a sus enemigos como por el menosprecio de su religión vana. Hacía esto Cortés cada vez que los pueblos se le ponían en defensa; y así, los que de paz se le daban, lo primero que pedían era que no les quemase los templos ni derrocase sus ídolos. Condecendía con ellos, porque estonces vía que no era tiempo de hacer otra cosa.

Muertos casi todos los mexicanos y librados de su opresión los de Yzucar, como su señor se había ido a meter con los mexicanos, pidieron a Cortés que de su mano les diese señor. Cortés, inquiriendo a quién le podría venir de derecho, supo que después del señor que tenían, el más propinco heredero de la casa y estado era un muchacho de hasta doce años, bien apuesto y de buena gracia, hijo del señor de Guacachula e nieto del señor de Yzucar. A este nombró Cortés por señor, nombrando asimismo dos caballeros viejos y de mucha experiencia, que hasta que tuviese edad la gobernasen a él y al pueblo.

Hecho este nombramiento, con que todos los de Yzucar se holgaron mucho, porque aunque algunos de más edad lo pretendían, a ninguno con tanta razón como a este muchacho convenía, baptizáronle los religiosos Franciscos. Fué su padrino Pedro de Alvarado, por lo cual le llamaron don Pedro de Alvarado, al cual llevando después los religiosos para instruirle en las cosas de nuestra sancta fee, andaba triste y atemorizado, creyendo, como en su vana religión había visto, que le llevaban a sacrificar, que ansí dixo después que sus padres solían hacer, por lo cual un día preguntó a un religioso:«Padre, ¿cuándo me han de matar y sacrificar?», y entendiendo estonces el religioso que la tristeza que traía era de aquello que pensaba, le llegó a sí, halagóle mucho y sonriéndose, le dixo: «Hijo mío, ¿y por esto andabas triste?; no me lo dixeras antes. No temas, alégrate y regocíjate, que en la casa de Dios, a quien tú has de servir y adorar, no matan a ninguno, antes los defienden, porque nuestro Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, y así en lo demás de nuestra religión con el tiempo verás muchas cosas que te darán contento.»

Oyendo esto el muchacho, se alegró mucho y dixo que era buena cosa ser cristiano y que el Dios que no quería que nadie fuese sacrificado debía de ser misericordioso, manso y benigno.

Fué este muchacho el primero que de los idólatras fué rescebido en la casa de Dios por el baptismo. Y porque hoy Yzucar es uno de los buenos pueblos de aquella comarca, será bien decir algo de su asiento y partes en el capítulo siguiente.



 

 

Capítulo XXIII

Del asiento y fertilidad de Yzucar y de cómo Cortés mandó llamar y algunos vecinos que se habían huído.

Es Yzucar en temple más caliente que frío, abundante de fuentes y arroyos, que por el regadío hacen su tierra muy fértil y el pueblo el más fresco que hay en aquella comarca. Está asentado en llano, aunque tiene sierras cerca. Danse en él todas las más fructas, así de Castilla como de la tierra, muy sazonadas y sabrosas, en especial de las que son de Castilla, naranjas, limas, higos, y asimismo se hace mucha y muy buena hortaliza. Coge[n] ahora mucho trigo y maíz los moradores, los cuales andaban y andan vestidos de algodón, más bien tratados que los de otros pueblos, porque cogen mucho algodón.

Tenía muchos templos del demonio, sumptuosos y bien labrados. El río que corre junto al pueblo tiene grandes y altas barrancas. Sácanse dél, así por la copia del agua, como por la buena corriente que tiene, muchas acequias con que se riega una fértil vega que tiene, en la cual a esta causa hay mucha y muy buenas heredades. Todo esto es ahora mejorado, y Cortés lo miró estonces con cuidado. Tenía más gente Yzucar que Guacachula.

Estando, pues, en este pueblo Cortés, entendió que los indios que habían sido de contrario parescer, cerca de que no se llamasen los españoles, se habían metido en la sierra, y los españoles e indios amigos les habían tomado toda su ropa e que el señor se había ido a México. Soltó ciertos prisioneros que halló ser de aquella parcialidad; hízoles buen tratamiento, rogóles que recogiesen la demás gente y que llamasen a su señor y que les prometía toda la seguridad que quisiesen, diciéndoles que aunque los españoles eran tan valientes como vían, no hacían mal a quien no se lo hacía e que a los que venían de paz rescebían como a hermanos. Aprovechó tanto esto, que dentro de tres días se volvieron todos e Yzucar se pobló como de antes estaba; tanto puede la clemencia y liberalidad del vencedor. Con todo esto, el señor no vino, o porque se temió que Cortés no le tratase mal, o porque era pariente del señor de México.

Asentado desta manera el pueblo, tornó a haber disensión sobre la elección del nuevo señor entre los de Yzucar y Guacachula, porque los de Yzucar quisieran que subcediera en el señorío un hijo bastardo de un señor del pueblo que Motezuma matara; los de Guacachula querían que subcediese el muchacho que estaba elegido, el cual, al fin, quedó en el señorío hasta que su abuelo vino de paz, ofresciéndose muy al servicio de Cortés, el cual le volvió en el señorío. Murió el mozo algunos años después, cuyo hermano subcedió no muchos años después al restituido.

Antes que Cortés saliese deste pueblo, era tanta la fama y nombre que cobró, que vinieron peor sus mensajeros a la obediencia ocho o diez pueblos bien lexos de allí a darse por sus amigos y servidores, diciendo que no habían muerto cristiano alguno ni tomado armas contra ellos.



 

 

Capítulo XXIV

Cómo Cortés volvió a Tepeaca y de allí invió a sus Capitanes, unos a asegurar el camino de la Veracruz, y otros a pacificar otros pueblos, y de un nuevo modo de crueldad con que mataban a los nuestros.

Hechas estas cosas, Cortés, por la comodidad que allí tenía, se volvió a Tepeaca, de adonde invió luego a Alonso de Avila con docientos españoles y buena cantidad de indios amigos contra el pueblo de Tecalco, en el cual no le hicieron resistencia los vecinos, porque le desampararon, y lo mismo hicieron otros, huyéndose a la sierra; y viendo Alonso de Avila que no podía hacer nada ni hallaba ocasión en que poder señalarse, mohino se volvió a Tepeaca, de donde Cortés, sabiendo el daño que los indios hacían en el camino de la Veracruz, porque a su salvo, así a los que venían del puerto, como a los que venían de las islas o de Castilla, si no caminaban muchos juntos o iban muy recatados y bien armados, hacían el daño que querían, salieron para remediar este daño, por mandado de Cortés, Cristóbal de Olid y Joan Rodríguez de Villafuerte, con docientos españoles y muchos indios amigos. Fueron por cuadrilleros Joan Núñez Sedeño, Alonso de Mata e un Fulano de Lagos, con cada cincuenta hombres; llegaron a un pueblo que se dice Yztacmichitlán, el cual todo estaba de guerra; detuviéronse los nuestros, corriendo la tierra ocho días; padescieron gran hambre, porque de tal manera los enemigos les alzaron los mantenimientos, que ni aun perrillo hallaron que comer.

Entraron en el pueblo y hicieron fuertes en unos aposentos que tenían cinco salas grandes. Los enemigos, pensando tomarlos allí y que ninguno se les escapase, pusieron fuego de noche a los aposentos por la parte que soplaba el viento, y así en media hora se abrasaron aquellos edificios; y como los nuestros se velaban, no se hubo emprendido el fuego cuando saltaron en el patio, haciendo rostro a los enemigos, a los cuales, como pelean mal de noche, rompieron fácilmente, matando algunos. Hiciéronse luego a lo largo y de allí otro día, como los enemigos no los esperaban ni había remedio de comida, marcharon hacia una provincia que se dice Tlatlacotepeque, la cual estaba alzada, retirada toda la gente en escuadrones en la sierra, los cuales, como muchos y bien armados salían a matar y prender los españoles que en busca del General venían del puerto; tomábanlos tres a tres y cuatro a cuatro, y el modo que tenían era que una guarnición dellos de dos o tres mill hombres se salía a un despoblado que se dice de las Lagunas, baxo del pueblo de Teguacán, y allí prendieron a los que no se dexaban primero matar, los llevaban a este pueblo, cabeza de toda la provincia de su nombre, y metíanlos en una cocina, según dice Mata en su Relación, donde tenían buen fuego; dábanles a comer, aunque no muy bien; mostrábanlas amor, para que se descuidasen y engordasen, y cuando al parescer dellos estaban más contentos, daban de sobresalto con mucha grita sobre ellos. Hacíanlos salir de la cocina, y como a toros o otras fieras los esperaban que saliesen al primer patio, donde con muchas varas tostadas los agarrocheaban, y si allí no caían, los esperaban otros nuevos agarrocheadores al segundo patio, donde el que se libraba del segundo, aunque se tornase pájaro, no podía escapar de ser miserablemente muerto. Cierto, este era nuevo y nunca visto género de crueldad, como inventado por el demonio, a quien tenían por maestro. Era lástima ver las señales de las manos ensangrentadas por las paredes, los gritos y voces que daban, padesciendo tan cruel muerte. Los unos, como canes rabiosos, abalanzándose al que primero topaban, le ahogaban con los dientes y las manos; otros, que más paciencia y sufrimiento tenían, conosciendo lo que por sus pecados merescían y que no podían escapar de morir, hincados de rodillas, las manos levantadas al cielo, esperaban la muerte, en muchos, a lo que se puede creer, principio de vida eterna. Después, hechos pedazos, los inviaban, como cuartos de venados, en presente, a sus amigos, y, lo que era mayor crueldad, vivos inviaban algunos españoles, para que con aquel género de muerte o con otros más cruel los sacrificasen, haciéndoles saber que cuanto más corridos y fatigados fuesen aquellos hombres, tanto más, después de muertos, serían sabrosos de comer, de los que esta crueldad usaban.

Los Capitanes que invió Cortés traxeron treinta o cuarenta principales, que como a fieras pudieron cazar. Hízolos Cortés meter en un patio, y ellos, entendiendo que habían de morir, desnudos en carnes hicieron un areito o danza, que duró media hora, cantando su muerte y encomendando sus ánimas a los dioses, o por mejor decir, a los demonios, y así esperaron la muerte como si fuera alguna buena nueva. Fueron todos pasados a cuchillo. Sonóse esta nueva por aquella tierra y refrenáronse de ahí adelante, temiendo morir como ellos.



 

 

Capítulo XXV

De lo que un indio de los que así prendieron, antes que le justiciasen, confesó cerca de lo pasado, y de otras cosas.

Ser así lo que en el capítulo pasado está dicho, muéstralo claramente lo que un indio, clara y espontáneamente confesó delante de Cristóbal de Olid y Villafuerte. Este indio, dicen unos que fue preso; otros, y esto se tiene por lo más cierto, que una noche se vino do el real de los nuestros estaba, y que o arrepentido de lo hecho, o por poner miedo, dixo por una cuenta que ellos hacen de granos de maíz, que él y sus amigos, en el camino que va de México a la Veracruz habían muerto cincuenta y cinco cristianos, en comprobación de lo cual, sacó luego de una hoya hecha a mano, cerca de una torre, una cabeza de cristiano que no había más de tres días que lo habían muerto en el despoblado, yendo con cartas de Cortés a la Veracruz, la cual era de un Fulano Coronado, harto conoscido entre los españoles e indios. Mata, que estonces era Escribano y después fué Regidor de la Puebla, dio por testimonio cuya era, para prosceder mejor contra los delincuentes y para certificarlo al General cuando con él se viese.

En este pueblo hallaron unas casa y aposentos bien soberbios y en ellos una casa de fundición con sus fuelles, herramientas y carbón, y en una cámara muchos panes de liquidámbar, de que no poco los nuestros se maravillaron. Había en esta casa en tres patios tres estanques que se cebaba[n] de un río que, llenos, pasaba de largo por sus muescas que cada estanque tenía.



 

 

Capítulo XXVI

Cómo el cacique de aquel pueblo entró con cierta gente en aquellos aposentos y salió sin ser sentido, y de otras cosas que acaescieron.

Aloxados los nuestros en estos aposentos y velándose con todo cuidado, entró una noche el cacique del pueblo, acompañado de algunos principales, y, lo que más fue, de algunas mujeres también principales, en los aposentos. Andúvolos todos, entró en la fundición, vio lo que los nuestros hacían y salió sin ser sentido al entrar ni al salir, que ni la ronda topó con él, que fuera gran negocio, ni las velas pudieron entenderlo, hasta que de lexos el cacique y sus compañeros dieron voces, como haciendo burla del descuido de los españoles, que paresció grande, por entrar vestidos, como siempre andan, de blanco, que es el color que de noche sólo se paresce y devisa; pero no faltó quien dixo que como entre ellos hay muchos hechiceros, por arte del diablo habían entrado y salido.

Salieron de aquí los nuestros; fueron adelante hacia las lagunas, a un pueblo que se decía Xalacingo, donde estuvieron cinco o seis días, que en todos ellos no pudieron descubrir grano de maíz, tanta era la solicitud y diligencia que tenían en esconderlo, por que los nuestros muriesen de hambre, ya que ellos no los podían matar, hasta que un marinero, escondidamente, fue a la cumbre de unos montes, de los cuales descubrió un gran valle con mucha gente; dio aviso dello; fueron los nuestros, prendieron sin contradición algunos dellos, tratáronlos bien; soltáronlos luego, porque paresció ser gente sin culpa de las muertes de los españoles. Comieron los nuestros del maíz que aquéllos tenían; hartáronse aquel día, porque los demás habían ayunado; hicieron alguna mochila, aunque no como quisieran, aunque la habían bien menester.

Estuvieron los españoles por estos y por otros pueblos sin tener recuento ni subcederles cosa notable treinta días y más, en todo el cual tiempo, que fue cosa de mirar en ello, ni ellos supieron de Cortés ni Cortés dellos, de que los unos y los otros no tuvieron poca pena. La causa fue estar la tierra de guerra, que dos ni cuatro españoles, por no dar en manos de muchos enemigos, osaban salir; y así cuando estos Capitanes y su gente hallaron a Cortés en Tepeaca no se puede decir lo que los unos con los otros se alegraron, porque los unos tenían por muertos a los otros. Entendió Cortés de la relación de los Capitanes, que no convenía entrar más la tierra adentro, sino volviéndose a Taxcala, dar orden en cómo se hiciese la guerra contra México, porque ganada aquella ciudad, eran fáciles de ganar las demás, así las que estaban cerca como las que lexos.



 

 

Capítulo XXVII

Cómo Cortés desde Tepeaca despachó mensajeros a la Veracruz, e de las nuevas que tuvo de Barrientos.

No aprovechó tan poco el haber Cortés inviado aquellos Capitanes, aunque no mataron gente, porque no los esperaron, que algún tanto no se asegurase el camino, creyendo los indios que siempre había de andar por allí guarnición española, y así pudo Cortés inviar sus mensajeros a la Veracruz, rogando a los que allí estaban le inviasen alguna gente y los caballos que pudiesen, sin hacer notable falta en la Villa Rica, porque quería rehacerse de gente y armas para volver sobre México. En el entretanto que los mensajeros iban, los principales de Tepeaca, viendo cómo Cortés se había enseñoreado de toda la provincia y de otros muchos pueblos, se unieron a él, pidiéronle perdón de su rebeldía, prometiéronle verdadera amistad y que en el entretanto que el señor venía, que se había ido a Guatemuza, señor de México, les diese señor a su voluntad, y de su mano, porque aquél tendrían y obedescerían como a su señor natural. Cortés los rescibió con mucha gracia, dióles por señor a un principal, deudo muy cercano del otro, aunque más anciano y de más prudencia e juicio. Hiciéronse en esta elección las acostumbradas cerimonias y muchas fiestas, las cuales para Cortés fueron más alegres que otras que había visto, por la gran alegría que rescibió con la nueva que le traxeron unos indios mercaderes, que fue que Barrientos estaba vivo y sano en Chinantla y que era tan amado del señor y los demás de aquella provincia, que tomándole por su caudillo, habían hecho guerra a sus vecinos y ganado con ellos mucha honra; y cierto el Barrientos era valiente, diestro y animoso, y lo que más era, sabio y ardid en las cosas de la guerra, con las cuales partes, quedando solo, se dio tan buena maña, que, no solamente no le mataron, como pudieran y como sus vecinos habían hecho con Saucedo, pero se gobernaron y rigieron por él.

Invióle a llamar Cortés, y no sin copia de españoles, así por honrarle, como por que no se lo defendiesen los indios, los cuales le entregaron con mucho amor y voluntad y le dieron mucha comida y otros dones. LIoraron con él a la despedida, rogáronle que los favoresciese con el Capitán general Cortés, y que allí quedaban todos a su servicio, y que si algún Capitán hobiese de inviar a aquella tierra, que no fuese otro sino él, pues le conoscían y sabían cuán sabio y valiente era. Barrientos se lo prometió, el cual no viendo la hora que verse con Cortés y los suyos, no se detuvo en más razones. Llegado que fue al real de los nuestros, Cortés le salió a rescebir; dióle muchos abrazos y hízole mucha honra, diciéndole: «Los soldados que tan bien aprueban como vos, justo es que todos los honremos», dando con estas palabras a entender que así honraría al que, como Barrientos, lo hiciese, con el cual se holgó por extremo la demás gente, dándole la norabuena de su venida y de su buena andanza, preguntándole en particular muchas cosas que fueron gustosas, así para el que las contaba como para los que las oían.



 

 

Capítulo XXVIII

Tepeaca dio viruelas en los indios, y cómo como poco antes que Cortés saliese de fundó una villa que llamó Segura de la Frontera.

El negro que consigo había traído Narváez con viruelas que, según está dicho, las había pegado a los indios de Cempoala, vinieron su poco a poco cundiendo como mancha hasta dar en Tepeaca, donde della y su comarca murió mucha gente, de tal manera que los perros tiraban dellos estando vivos, porque en los muertos se cebaban como sus amos, y esta es la causa por qué a los indios les pesa mucho de que los nuestros les llamen perros; y si no fuera por los españoles, que como sabían qué enfermedad era, dixeron a los indios que no se bañasen ni se rascasen, y los que esto hicieron, ni murieron ni quedaron hoyosos. Los nuestros, aunque no tuvieron esta enfermedad, como les faltaba la carne y el pan de Castilla y vino, y el maíz es sanguino, porque los perrillos los habían acabado, no estaban muy sanos y deseaban volver a Taxcala, que era tierra de amigos y más bien proveída, lo cual viendo Cortés e que toda aquella comarca ya estaba pacífica, determinó, primero que se volviese a Taxcala, para seguridad de los españoles e de los indios amigos, fundar una villa en el lugar más fuerte que en Tepeaca halló. Hízolo así e una casa fuerte. Llamó a la villa Segura de la Frontera. Dexó en ella por Alcaide al Capitán Pedro Dircio, y por Regidor, con otros, a un Francisco de Orosco. Dexó la gente que le paresció convenir para la fuerza y población de la nueva villa, en la cual dexó algunos que estaban enfermos porque donde habían enfermado, sanarían mejor, tiniendo cuidado dellos sus amigos, que estaban más desocupados que los que con Cortés iban, a causa de la guerra, para que se habían de apercibir.



 

 

Capítulo XXIX

Cómo Cortés desde la nueva villa de Segura despachó [a un hidalgo] con cuatro navíos de Narváez a Sancto Domingo, e cómo vino a ver a Cortés el señor de Chinantla.

Algunos días después que vino Barrientos no se pudo sufrir el señor de Chinantla, que por su persona, acompañado de muchos principales y con muchos dones, no viniese a ver a Cortés, el cual le salió a rescebir, ya obligado por lo que con Barrientos había hecho. Honróle mucho y sentóle a su mesa, lo cual hacía con pocos, en una silla de espaldas, lo cual aquel señor (porque no faltó quien le avisó dello), tuvo en tanto, que de ahí adelante ponía a los españoles sobre su cabeza, dimos, porque no se pusiesen en camino y siendo que solos ellos en el mundo merescían ser servidos de toda las otras nasciones. Usó Cortés desta manera de honra con algunos señores, y con los más le aprovechó mucho, ca siempre en los ánimos generosos de cualquier nasción que sean, puede más la honra que el provecho.

Tiene esta tierra de Chinantla, que no es razón pasarlo en silencio, estando setenta leguas de la mar, un ojo de agua tan salada que della se hace muy blanca e muy hermosa sal. Hay algunos otros pueblos en esta provincia en los cuales hay algunas lagunas salidas, de las cuales se hace sal, pero no tan buena como la deste ojo. Dase en algunos pueblos destos aquel palo tan presciado que llaman guayacan. E como ya Cortés veía que los negocios se iban encaminando de manera que su principal propósito, que era de ir sobre México, se efectuase, despachó a un hidalgo, persona de confianza, con algunos otros españoles que para su seguridad con él fueron a la Veracruz para que, con cuatro navíos que allí estaban de la flota de Narváez, fuese a Sancto Domingo por gente, armas, artillería, pólvora, caballos, paños, lienzos, zapatos y otras muchas cosas. Dióle asaz la plata y oro que para esto era menester. Escribió al licenciado Rodrigo de Figueroa e al Audiencia, dando cuenta de todo lo subcedido desde que los mexicanos le habían echado de su ciudad hasta aquel día, encaresciendo cuanto pudo cuánto convenía inviarle socorro e ayuda de todo lo que inviaba a pedir, por la gran esperanza que tenía de recobrar a México. Y porque todo lo que sentía no lo podía declarar en aquella relación que inviaba, como a testigo de vista suplicaba se diese entero crédito [a] aquel hidalgo que inviaba, con poder de obligarle, si faltase dinero, para lo que fuese menester, y sobre todo con señas particulares del que inviaba, para que hiciese fee y se le diese crédito a lo que dixese. Escribió por sí una carta de creencia con el oro y plata. Invió para aquellos señores y para otros sus amigos joyas de oro y plata, plumajes ricos, piedras, cosas fundidas y labradas así con piedras como con martillos, ropas y otras cosas las más extrañas que pudo, claras muestras de la gran prosperidad de la tierra.

Llegados a Sancto Domingo los navíos, leídas las cartas y relación, holgaron mucho todos con tan prósperas y buenas nuevas. Dio el Audiencia, como en negocio tan importante y en donde Dios y el Emperador habían de ser muy servidos, el calor que pudo. Moviéronse muchos a ir, y tantos, que a no estorbarlo el Audiencia, la Isla se despoblara, que esto tiene el ánimo español, que por ir a mayores cosas, aunque en sí tengan muy gran dificultad, dexa con voluntad la quietud presente. No lo consintió el Audiencia, permitiendo que sólo fuesen aquellos cuya ausencia no hiciese notable falta, aunque para el calor déstos fueron algunas personas de cuenta, como en su lugar diremos.



 

 

Capítulo XXX

Cómo Cortés se partió para Tlaxcala y lo que pasó con Martín López, e cómo le invió adelante a cortar la madera.

Cortés procurando, por holgarse con los señores de Tlaxcala, de tener la Pascua de Navidad allí, que era de ahí a doce días, dexando, según está dicho, gente de guarnición en Segura de la Frontera, determinó de aprestarse, y como vía que México no se podía ganar (que era su principal motivo) sin hacer los bergantines, mandando llamar a Martín López, sabio en aquel menester, le dixo que diese industria cómo se hiciesen seis bergantines y dixese su parescer cerca de mayor o menor número y de mayor a menor grandeza. Martín López le respondió que menos de doce bergantines eran pocos para la grandeza del alaguna y que todos no habían de ser de un tamaño, porque los más pequeños, como más ligeros, serían para seguir y alcanzar, y los mayores para esperar y romper, y que se hiciese uno mayor que todos, para Capitán. Finalmente, con el parescer de otros que también entendían de la navegación y arte de fabricar navíos, se concluyó que se hiciesen trece bergantines grandes y pequeños para que no hubiese parte por donde se pudiese acometer la ciudad que no nadasen tres o cuatro juntos; y porque esto se pudiese hacer con más presteza e Cortés se pudiese ir a la ligera, invió adelante, a Tlaxcala, a Martín López con todos los oficiales, para que cortasen la madera, inviando a decir a los señores de Tlaxcala que en el entretanto que él iba, que sería presto, diesen favor a Martín López e todos los indios que fuesen menester para cortar la madera, e que tuviesen entendido que sin aquellos navíos que pretendía hacer no se podía ganar México. Ellos hicieron lo que Cortés les mandó, porque vían que también hacían su negocio.

Hecho esto, Cortés, inviando dos días antes toda la gente, así española como índica, se partió con veinte de a caballo. Vino a dormir (según dice Motolinea) a Guatinchán, pueblo de sus amigos; otros dicen (y el Marqués en su Relación) a Cholula. Como quiera que sea, hasta llegar a Taxcala le salieron a rescibir, no sólo los pueblos que estaban en el camino, pero los de la comarca, con muy gran alegría y reverencia, como a triunfador y vengador de sus injurias; especialmente los de Cholula y Guaxocingo le hicieron el más solemne rescibimiento a su modo, que jamás a Príncipe ni señor se hizo, porque usaron con él de todas las cerimonias y solemnidades que en sus leyes y ritos hallaron. Diéronle una sumptuosa cena, que él y los suyos habían bien menester, según iban en pretina de la hambre de Tepeaca.

Hechas, pues, todas las fiestas que en su rescibimiento pudieron, otro día de mañana, juntándose todos los principales de la provincia, le suplicaron que porque del mal de las viruelas habían muerto muchos señores, que quisiese de su mano poner los señores que le paresciese. Cortés les agradesció el comedimiento, preguntó por los deudos más cercanos de los muertos, eligió aquellos con voluntad y parescer de los que presentes estaban, hiciéronse luego, según tenían de costumbre, nuevas fiestas, teniendo de ahí adelante en más a los elegidos y aun ellos a sí mismo, por haberlo sido de mano de Cortés, a quien más que como a hombre veneraban y acataban.



 

 

Capítulo XXXI

Cómo Cortés entró en Tlaxcala y del rescibimiento que se le hizo, y de una plática que un señor al entrar en la ciudad le hizo, y de lo que Cortés respondió.

Al tiempo que los señores de Tlaxcala supieron que Cortés llegaba a una legua de la ciudad, aunque estaban con luto por la muerte de Magiscacín y de otros señores, mudando las ropas de luto que, aunque eran blancas, eran toscas y de poco valor, en rojas festivales y de alegría, comenzaron a salir en ordenanza, cada uno en el lugar que le convinía. La gente de guerra salió en orden con sus banderas y señales; los ciudadanos, Gobernadores y Regidores, con las insignias y armas de la ciudad, y con ellos toda la demás gente del pueblo que pudo salir, con ramos y rosas en las manos, y de trecho a trecho, un cuarto de legua, levantaron algunos arcos triunfales cubiertos de rosas y flores. Salieron con la música, que en paz y en guerra usaban, después se seguía una danza o baile de más de cuatro mil hombres, por extremo a su modo bien adereszados. Iban cantando las victorias que Cortés y sus ciudadanos los tlaxcaltecas habían ganado en la provincia de Tepeaca. Cortés, que muy comedido era, sabiendo el rescibimiento que se le hacía, se dio priesa para que le tomase más cerca de la ciudad. Topó a un cuarto de legua della con él, y como en el principio iban los señores y Gobernadores después de la gente de guerra, apeóse y con él otros caballeros. Abrazóles, diéronse la bienvenida y estada los unos a los otros, y hecha cierta señal para que la música cesase y todos estuviesen callados, un caballero de los más principales y más sabio y diestro en el razonar, de toda la Señoría escogida para aquello, estando así los españoles como los indios muy atentos, hizo a Cortés este razonamiento:

«Muy valiente, muy sabio y muy clemente Capitán, hijo del sol, que todos estos títulos meresces y te convienen: Esta gran Señoría del Tlaxcala, en cuyo nombre yo te doy la bienvenida, se ha mucho alegrado con tu presencia, aunque hasta ahora con las muertes que en ella ha habido ha estado muy triste. Hasle sido grande alivio en sus trabajos, como eres gran defensa y amparo en sus guerras, gran gloria y honra en su quietud y sosiego; seas, pues, mill veces bien venido. Tu Dios, que, como vemos, es tan poderoso, te alargue la vida, dé mucha salud, aumente tu honra y estado, engrandesca tus hazañas, perpetúe tu memoria, dilate tu señorío, hágate a tus enemigos temeroso y a tus amigos afable y dadivoso, déte siempre mayores victorias, seas aun de los que no te conoscieron amado y servido, vuele tu nombre y fama por todas las nasciones del mundo, seas para tus descendientes lustre y ornamento, no pueda la envidia escurecer tus claros hechos, sean honrados y favorescidos los de tu linaje y casa, antepóngate tu Rey y Emperador a todos sus valientes y victoriosos Capitanes, honre y ame a los hijos que tuvieres, y plega a nuestros dioses, que hasta ahora nos han dado los bienes que les hemos pedido, que de aquí adelante nos den larga vida, mucha hacienda, para que por largos años todo lo empleemos en tu servicio, y quieran ellos, si nuestros sacrificios y oraciones algo valen, que con tan buen pie entres en esta ciudad que della salgas tan pujante contra aquella muy grande, muy fuerte e muy enemiga nuestra, la ciudad de México, que sin muertes de los tuyos y de los nuestros y con poca sangre la rindas, subjectes y pongas debaxo de tus pies, tomando cruel y brava venganza de la muerte y destruición de los tuyos y de los daños (aunque han rescibido más) que nos han hecho, para lo cual, aunque muchas veces te lo hemos ofrescido, de nuevo ofrescemos nuestras personas y haciendas; y si éstas no bastaren, que puedas vender nuestros hijos, porque tenemos entendido, según de lo pasado ha parescido, que en tu buena dicha y ventura la Señoría de Tlaxcala ha de hacer tan notables cosas que en todo este mundo sea la señora y la cabeza.»

Acabado de hacer este razonamiento, el orador hizo a Cortés un gran comedimiento, apartóse a un lado, esperaron aquellos señores con mucho sosiego lo que Cortés diría, el cual respondió así:

«Muy esforzados y muy valerosos señores y amigos míos, favor e ayuda grande para conseguir las victorias que deseo. En gran merced os tengo el amor y afición que, después que os distes por mis amigos, placerá a mi Dios, de quien todos los hombres resciben el ser y todos los demás bienes, que como me ha dado tan buenos y dichosos principios, así me dará los medios y fines para que Su Majestad sea servido y alabado, y vosotros, señores y amigos míos, conosciéndole como nosotros le conoscemos, alcancéis mayores victorias de vuestros enemigos. Deos este solo y verdadero Dios todos los bienes y bendiciones que me deseáis, cúmplanse vuestros deseos, dilátese por muchas leguas vuestro señorío, deos buenos temporales, alargue vuestras vidas, levante vuestras casas y linajes; que en lo que en mí fuere, para la venganza de vuestros enemigos y engrandescimiento de vuestra honra y gloria, no sólo gastaré mi hacienda, pero derramaré mi sangre y la de los míos; y porque todo ha de magnifestar las obras, como cuando sea tiempo las veréis, no quiero deciros más palabras.» Las cuales dichas, aquellos señores, muy alegres, y Cortés con los suyos, volvieron a cabalgar, entrando en medio de aquella caballería en la ciudad de Tlaxcala.



 

 

Capítulo XXXII

Del sentimiento que Cortés hizo por la muerte de su amigo Magiscacín, y cómo eligió señores, y entre ellos un hijo de su amigo.

Otro día por la mañana todos los señores y principales de la Señoría, con no tan ricas mantas, mostrando el sentimiento que por la muerte de Magiscacín tenían, fueron a ver a Cortés. Diéronle cuenta cómo su verdadero y grande amigo Magiscacín había muerto, con otros muchos señores y caballeros, de la enfermedad de las viruelas, que tanto daño había hecho desde el Puerto a aquella provincia, y que estonces era tiempo de mostrar cuánto lo amaba, honrando a un hijo ligítimo que le quedaba, en quien la memoria y generación de tan valeroso padre había de vivir y resucitar. Contáronle muy por extenso y con muchas lágrimas el seso y prudencia grande con que había gobernado aquella Señoría; cómo en su tiempo siempre había sido vencedora; los sanos y maduros consejos que daba; la justicia que mantenía, cuán amado y respetado era de todos y la gran falta que por esto les hacía; y que él, como por la obra había visto, le debía más que ninguno de su nasción, cuanto más de la extraña, y cómo desde que había empezado a enfermar hasta que murió había mentado muchas veces el nombre de su muy amado amigo Cortés, deseando verle a su cabecera primero que muriese, para consolarse con él, y cómo, en última despedida, decirle cosas grandes que para la gobernación de la tierra convenían mucho. Cuando llegaron a este punto los que hablaban, no pudo Cortés detener las lágrimas, de que no poco aquellos señores se consolaron, viendo que tan claras muestras dada del amor que a Magiscacín tenía, y así, magnifestándole también con palabras, les dixo: «Señores y amigos míos: Ninguno más que yo puede ni debe sentir la muerte de mi querido y verdadero amigo Magiscacín, porque desde la hora que se me dio por amigo hasta que murió, en público ni en secreto, dixo ni hizo, ni aun creo que pensó, cosa que fuese contra la lealtad y firmeza que en verdadera amistad debe haber. Tenéis todos gran razón de sentir tanto como sentís su fallescimiento, porque os ha faltado el más valeroso, el más cuerdo y sabio Gobernador que vuestra Señoría ha tenido; pero, pues es nescesario y forzoso el morir, y a lo hecho no puede haber remedio, confiad que Dios, entre los vuestros, si le conoscierdes y adorades, os dará otro y otros tan valerosos como él, porque como tiene cuidado de cada uno de nosotros, así le tiene de las repúblicas y congregaciones, proveyéndoles, faltando personas bastantes para su gobernación, de otras tales o mejores. En lo demás que pedís, nombre y elija a su hijo por su heredero y subcesor y cabeza principal en vuestra república, hacerlo he con toda voluntad y amor, porque el gran valor del padre meresce que el hijo sea muy honrado.» Diciendo esto, mandó llamar al muchacho, que sería de doce años y que bien, en su arte y manera, mostraba ser hijo de tal padre. Armóle delante de toda la Señoría caballero, al modo hispánico, de que aquellos señores mucho se maravillaron y alabaron la buena manera y gentiles cerimonias de armar caballero. Baptizáronlo luego, por que también fuese caballero de Jesucristo. Llamáronle don Lorenzo Magiscacín, no poniéndole otro apellido de nuestra nasción, teniendo respecto a la nobleza e virtud de su padre. Hecho esto, lo nombró por señor del estado de su padre; e a otros caballeros y señores asimismo, donde es de considerar la gran opinión en que Cortés estaba y lo mucho que era respectado y venerado, pues en nasción extraña, tan a contento della, daba y quitaba señoríos y estados.



 

 

Capítulo XXXIII

En el cual se da cuenta cómo Magiscacín antes de su muerte pidió el baptismo, y de otras señales que mostró de cristiano, y cómo Cortés puso luto por él.

Amaba tan de veras Magiscacín a los nuestros y parescióle tan bien nuestra sancta religión y modo de vivir, que, como ya estaba de la conversación de Cortés e de un religioso e un clérigo que con él andaba, medianamente instructo, viniendo Dios en él, para que no perdiese las buenas obras que había hecho y fuese de los viejos el primero que se salvase, dixo a Martín López, que fue el que se adelantó para hacer cortar la madera, que él se vía cercano a la muerte; y que pues no podía dexar de morir, quería morir como cristiano y rescebir el agua del baptismo, sin el cual, como le habían enseñado, ninguno se podía salvar; e que en su gentilidad entendía que las ánimas habían de tener en el otro mundo gloria o pena, según las obras que hubiesen hecho cuando estaban en sus cuerpos; y que lo mismo le había enseñado Cortés y los religiosos, salvo que convenía creer en un solo Dios, criador del cielo y de la tierra, y que vía claro ser vanidad y burla lo que de sus dioses se creía y tenía e que le pesaba de haber estado tantos años engañado, por lo cual todo, le rogaba que primero que espirase lo baptizase. Martín López se alegró mucho con esto; pero los religiosos no estaban lexos y él no sabía cómo se había de hacer, suspendiólo, despachando con toda furia mensajeros a Cortés, haciéndole saber lo que pasaba, el cual invió luego a Fray Bartolomé de Olmedo, con quien Magiscacín se alegró por extremo. Hízole el religioso las preguntas que convenía; respondió muy bien a ellas, que quería ser cristiano, vivir y morir en la fee y ley que los cristianos vivían y morían. Acabado de decir esto, rescibió el agua del baptismo, puestas las manos con gran devoción y fee, y de ahí a poco dio el alma a Dios, que la crió y alumbró, y cierto paresció que Magiscacín había de tener tan dichoso y bienaventurado fin, por lo que en la conversación de los cristianos había mostrado, preguntándoles, cosas de nuestra sancta fee; y como vía que los nuestros hacían tanta reverencia y acatamiento a la cruz, sabiendo lo que representaba y cómo Jesucristo, Dios nuestro, muriendo en ella, había redimido el linaje humano, la tenía en su casa en el principal aposento della y cada día dos veces, hincado de rodillas, la adoraba e incensaba con sus propias manos, diciendo que desto rescebía gran consuelo, el cual, de su tan buena muerte, rescibió nuestra gente, especialmente Cortés, que también, como los españoles, le había enseñado. Traxo luto al modo de Castilla todo el tiempo que en Tlaxcala estuvo, que entendido por los tlaxcaltecas, lo tuvieron en mucho.

El hijo que subcedió en la herencia, salió tan honrado y de tan buen entendimiento que cuando Cortés fue la primera vez a España, con importunidad le rogó le llevase consigo, diciendo que deseaba ver y besar los pies a Príncipe tan grande y señor de tanta y tan valerosa gente. Cortés le llevó consigo, y después de haberle cumplido sus deseos murió y honró Cortés su enterramiento tanto que le enterraron como si fuera algún señor de Castilla, que esto tiene los nobles della.

Subcedió en el mayorasgo otro su hermano, que se llamó don Francisco Magiscacín, el cual fuera tan valeroso como su padre si no muriera en un año de gran pestilencia que hubo en esta tierra, que fué el de mill e quinientos e quarenta y cuatro. Subcedió otro hermano que se llamó don Joan Magiscacín, porque los otros no dexaron hijos, y así los descendientes déste subceden en el estado del padre, los cuales, que paresce traerlo de herencia entre los taxcaltecas, son los que más aman a los nuestros y los que de los nuestros son más amados y aun entre los suyos tienen ganada más reputación que los demás señores, porque con razón se les dio y los tiempos venideros por las escripturas se le dará mayor.



 

 

Capítulo XXXIV

Cómo Cortés entendió en dar priesa cómo la madera se cortase, y procuró saber de los negocios de México.

Tiniendo cuenta Cortés con el hacer de los bergantines, que era uno de los principales medios con que México se había de recobrar, pidió cortadores de madera, los cuales en pocos días echaron grandes árboles en tierra, cortados a su tiempo y sazón, para que después de hechos los bergantines durasen más; e así hoy, que ha más de cuarenta años que se hicieron, están enteros y sanos en las atarazanas de México, guardados, con razón, en memoria de tan notable hecho. Invió a la Veracruz por las velas, clavazón, sogas y la demás xarcia que era menester, de los navíos que él había echado al través, aunque otros dicen, y es lo más cierto, que no había ya que traer, sino que se proveyó lo mejor que pudo de cosas de la tierra, como lo hizo en lo de la pez que, como le faltase, ciertos marineros fueron a una montaña que cerca de la ciudad estaba, de donde le sacaron mucha y muy buena, aunque los naturales nunca habían dado en ello, por no usarla ni haberla menester. Y en el entretanto que Cortés entendía, en esto, no se descuidaba en procurar saber lo que en México pasaba, para prevenirse con tiempo, aunque nunca pudo tener claridad, a causa que como las espías habían de ser tlaxcaltecas y en los bezos e orejas y otras señales eran tan conoscidos que no se podían disfrazar, y la guarda e vela que en México había era grande y muy continua, no se atrevían a ir a México; solamente, o de mercaderes que seguramente andaban por toda la tierra, o de algunos mexicanos que los tlaxcaltecas tomaban, se pudo saber que en lugar de Motezuma habían alzado por señor a Cuetlauac, su hermano, señor de Iztapalapa, el que rebeló la tierra antes que Motezuma muriese, y el que soltó Cortés, que no debiera, antes de las guerras, el cual era hombre astuto, bullicioso y guerrero, y así fue el auctor y causa principal de echar los españoles de México. Fortalescióse con toda diligencia con cavas y albarradas e con otros muchos pertrechos e armas, dando orden cómo se hiciesen muchas e muy largas lanzas, que a saberlas jugar les aprovecharan mucho; y por tener así la gente de México como la de su comarca mejor de su mano, haciendo, lo que suelen hacer Príncipes valerosos, publicó que él soltaba los tribuctos y todos los demás pechos por un año e más si la guerra durase más tiempo. Invió presentes a los señores, prometiéndoles de extender sus estados. Invió a los pueblos subjectos al imperio mexicano, que muriesen primero que rescibiesen ni proveyesen a los cristianos, y que si los matasen le inviasen las cabezas, porque les haría grandes mercedes. Dio, finalmente, a entender grandes a todos los amigos y enemigos, vasallos y no vasallos, que les convenía para aquello estar todos concordes y amigos si no querían que gente extraña los mandase y tuviese por esclavos. Ganó con esto mucho crédito, así entre sus vasallos, como entre los que no lo eran; obligólos a todos, dióles grande ánimo y púsoles el coraje que en su lugar parescerá. Todo esto era así y en nada se engañaron los que lo dixeron, salvo en que cuando esto pasaba reinaba Guatemuza, sobrino de Motezuma, por fin y muerte de Guetlauaca, que había fallescido de las viruelas.



 

 

Capítulo XXXV

Cómo Guatemuza se adereszó para la guerra, y de las cosas que hizo e dixo para contra los cristianos.

Era tan grande el odio que los mexicanos, así antes que Motezuma muriese, como después, tuvieron a los españoles, que con ninguna buenas obras se les pudo aplacar, antes, de subcesor en subcesor, vino cresciendo tanto hasta Guatemuza que, tiniendo por valentía e mayor opinión entre los suyos mostrarse mayor enemigo de los nuestros que su predecesor, procuró hacerle ventaja en cuanto pudo, imaginando, pensando y consultando cómo pudiese no dexar hombre a vida de los nuestros ni aun de los tlaxcaltecas, que tan por amigos de los nuestros se habían declarado. Invió ante todas cosas muchos y muy ricos presentes (porque estos muchas veces más que las armas suelen hacer la guerra), a los señores así subjectos al imperio, como a los exentos dél, diciéndoles lo mucho que convenía no dar lugar a que los cristianos se arraigasen en la tierra, porque, como habían visto, de día en día se hacían más señores, destruyendo lo mejor que tenían, que era su religión; prometióles con esto ricos casamientos, confederaciones, y adelantamientos de sus estados, con las cuales cosas atraxo a sí muchos, aunque hubo algunos que no quisieron, o por el miedo que tenía a los nuestros o por verse vengados dellos por sus antiguas enemistades.

Hecho esto, a todos los que en México y cerca dél estaban, de cualquier condisción y estado que fuesen, se les mostraba humano y tan dadivoso que en pocos días gastó el tesoro de los Emperadores de México. Hacía que todos los días se hiciese exercicio de flecha, de macana y de las demás armas, para que estuviesen exercitados y sin miedo contra los nuestros; alzó los mantenimientos que pudo de la comarca, para que los nuestros no tuviesen que comer; juntó dentro de la ciudad inumerable copia de gente; retraxo gran cantidad de mujeres, niños e viejos a los montes; hizo muchas canoas; levantó y fortificó grandes y muchas albarradas; prometió grandes mercedes a los que contra los cristianos se señalasen. Finalmente, no dexando ninguna vía y modo con que pudiese defenderse y ofender, cuando vió que todo lo tenía a punto, inviando cada día para saber lo que Cortés hacía, cuando supo que ya se ponía en camino, juntando en su palacio imperial a todos los señores, Capitanes y hombres valientes, sentados todos, él en pie, oyéndole con gran atención, les hizo el razonamiento que se sigue.



 

 

Capítulo XXXVI

Del razonamiento que Guatemuza hizo a los mexicanos y a los otros sus amigos, animándolos contra los nuestros.

«Ya, Príncipes, grandes señores, caballeros, Capitanes y ciudadanos, veis el estado en que hoy está puesto el imperio mexicano y cómo desta vez ha de caer para no poder jamás alzar cabeza si no hacemos en su defensa lo que debemos, o si se defiende, como es razón, levantarla entre todos los imperios del mundo (si algún imperio hay que con el nuestro igualarse pueda). Señorearse ha sobre todas las nasciones, pondrá y quitará reyes, inviará por tierras no sabidas ni conoscidas sus Capitanes, no habrá reinos que no le reconoscan, ni quien de ahí adelante sea tan atrevido que ose tomar armas contra él. Y porque más claro veáis lo que hemos de hacer, este mi razonamiento tendrá dos partes: la primera será en breve recontaros lo que todos hemos visto cerca destos nuevos hombres; la segunda, poneros delante de los ojos cuánto os conviene hacer hoy más que nunca el deber, de donde nascerá la conclusión de mi fin y designio. Ante todas cosas, varones fortísimos, ¿quién de nosotros, unos por vista y otros por oídas, no sabe los grandes y muchos daños que estos cristianos, arrojados y echados por la mar, aún no bien entrados en nuestra tierra, hicieron, queriendo lo que, con mucho nuestros dioses se han enojado, derrocar sus imágenes, introducir nueva religión y nuevas leyes, pretendiendo hacerse señores de nuestra tierra, ciudades y casas y, lo que peor es, de nuestras personas? Prendieron al gran señor Motezuma, que como cobarde vivió y murió; quemaron y hicieron justicia de Qualpopoca, y, finalmente, como si hubieran nascido en nuestras casas y heredado el imperio mexicano y nosotros fuéramos los advenecidos y esclavos, hicieron y deshicieron en nosotros y en nuestras cosas a su voluntad y contento, hasta que ya, no pudiendo sufrir los dioses su desvergüenza y crueldad, levantándo[se] mi predescesor Cuetlauaca, digno por esto de gloriosa y perpetua memoria, tomaron de aquellos cristianos justa y cruel venganza, matando más de seiscientos dellos, unos miserablemente ahogados en el agua, otros hechos pedazos en la tierra, y muchos que tomamos vivos en el templo que tomaron para su defensa, en venganza de sus maldades sacrificados; y los que de tan gran destrozo con su Capitán Cortés quedaron vivos, enfermos, heridos y destrozados, huyendo como liebres, se metieron por las puertas de los tlaxcaltecas, pidiendo como mujeres socorro y favor a nuestros enemigos, de los cuales, si hacemos el deber, confío en los dioses que no menos que de los cristianos nos vengaremos; y pues, como veis, los dioses son de nuestra parte y hemos de pelear por su honra, por nuestra vida, por nuestra libertad, por nuestro imperio, por nuestra hacienda, por nuestros hijos y mujeres, por nuestra nasción y linaje, ¿quién de vosotros puede haber tan cobarde que, aunque desnudo y sin armas, como fiero león, no se meta por las armas de nuestros enemigos y no quiera primero morir que perder uno de los bienes contados, cuanto más todos? La ciudad en que estamos es fortísima; la comarca della llena de fortísimos guerreros vasallos y amigos nuestros; tenemos recogidos muchos mantenimientos, hechas muchas y muy fuertes armas, levantadas muchas y muy grandes albarradas, quitadas todas las puentes, y en número los que en la ciudad estamos somos más de nuevecientos mill hombres de guerra, sin más de otros tantos que acudirán de refresco. Cortés tiene pocos cristianos, y de tlaxcaltecas y otros sus amigos no puede traer docientos mill; de manera que somos muchos para pocos, y, lo que más es, que estamos en nuestra ciudad; que para echarnos della otro poder que el de los dioses no basta. No veo la hora que estos nuestros enemigos no caigan en nuestras manos; tarde se me hace el ensangrentar mi espada en sus cuerpos, paresce que no estoy en mí hasta verme con ellos; alegróme mucho que seáis tales, que para seguirme no es menester rogároslo; sé que moriréis donde yo muriere y sabed que yo moriré primero que os dexe. En el bien de pelear está la victoria; en la victoria, vuestra fama, nombre y gloria, que hasta los últimos fines de la tierra se extenderá y durará para siempre. Deseastes batallas y en ellas para siempre quedastes vencedores; dilatado habéis vuestro imperio, vengado vuestras injurias, ennoblescido vuestro linaje, illustrado vuestra nasción, y porque menos que esto no puedo esperar para lo por venir, sólo os ruego hagáis todos lo que me vierdes hacer, que desta manera yo espero que los dioses serán muy servidos, y todos los que después de nos vinieren dirán: «Tal Emperador para tales vasallos y tales vasallos para tal Emperador.»

Hecho este tan bravo y vano razonamiento, todo aquel auditorio, que era muy grande y de muchos y ricos señores, muy quedo hablando unos con otros, levantó un ruido y susurro como de enxambre de abejas, alabando unos el alto razonamiento de su señor, otros diciendo que ya deseaban verse en la batalla. Después que todos hubieron desta manera hablado, levantándose dos grandes señores parientes de Guatemuza, en nombre de todos respondieron así:



 

 

Capítulo XXXVII

De la repuesta que dieron los señores a Guatemuza.

«Muy poderoso y muy esforzado Emperador y Capitán nuestro: Todos los que presentes estamos, de quien depende todo el resto del imperio mexicano, te besamos las manos, por el cuidado que como buen Príncipe tienes de tus reinos y señoríos. Mucho nos has obligado con el amor que a nos, a nuestra patria, a nuestra nasción, y, lo que más es, a nuestra religión, muestras, queriendo primero, morir delante de nosotros, que feamente ser vencido. Haces lo que debes a la suprema dignidad de Emperador que tan justamente posees, e cierto, si como los dioses dieron a Motezuma por Emperador para nuestra injuria y afrenta, te hubieran a ti dado su ceptro y silla imperial, no solamente no hubieran los cristianos entrado en nuestro imperio, para tener nescesidad de echarlos dél, pero no hubieran pasado de Cempoala, ca poco aprovecha que el exército sea de leones si el Capitán es ciervo, y más fácilmente vencerá el exército de ciervos tiniendo por Capitán al león, que el exército de leones tiniendo por Capitán al ciervo; porque no es cosa nueva que desmayando el Capitán, por valientes que sean los soldados, no desmayen luego, y así, aunque éstos no sean muy valientes, viendo que lo es su Capitán, se animan y menosprescian cualquier peligro. Grande es y dichosa nuestra suerte en tenerte en negocio tan grande por Capitán y caudillo, y esperamos que no menos dichosa será tu fortuna en tener a quien mandes y rijas tantos, tan fuertes y animosos Príncipes, señores, caballeros, Capitanes y soldados, los cuales, viendo tu determinación y entendiendo lo mucho que les importa el bien pelear, no te dexarán sin que primero dexen la vida. Venga Cortés y sus cristianos y tlaxcaltecas cuando quisieren, que siendo tú nuestro caudillo y dándonos los dioses, como han comenzado, favor, son pocos los que vendrán, aunque fuesen muchos más; y pues tienes soldados a tu gusto y voluntad y nosotros en ti Capitán cual no supiéramos desear, no hay más que responderte de que hechos, como es razón, sacrificios a nuestros dioses, con alegres y fuertes ánimos esperemos a nuestros enemigos, y si te paresciere, los vamos a buscar.»

Dada esta respuesta, que fue tan soberbia y vana como al razonamiento de Guatemuza, todos muy contentos, dos a dos y cuatro a cuatro, se salieron de aquella gran sala, donde se determinaron, como después lo hicieron, de morir primero que rendirse; y como estaban esperando este tiempo, fue cosa de ver el bullicio, diligencia e cuidado de todos, el adereszar de las armas, el acaudillar de los soldados, el tomar las cabezas y los puestos de donde los suyos habían de pelear, los razonamientos y pláticas que los soldados hacían a sus Capitanes, los avisos que los unos y los otros se daban.

Entre tanto que estos aparatos se hacían, digamos cómo Cortés se rehacía y aprestaba para dar sobre ellos.



 

 

Capítulo XXXVIII

Cómo Cortés se rehizo y se aprestó para venir sobre México.

No pudo tanto la diligencia y solicitud de Guatemuza, ni fueron, aunque valieron mucho, de tanto poder sus embaxadas, promesas y amenazas, que no hubiese muchos señores que se acostasen al bando y parcialidad de los tlaxcaltecas, así porque eran valientes, como porque estaban aliados con los cristianos, que tanto se habían señalado, aunque es lo más cierto, por la envidia e odio que a los mexicanos tenían, por ser tiranos y opresores de las otras gentes. Otros se estaban a la mira, no osando determinarse, porque por la una parte vían la fortaleza grande de México y su casi infinita gente, por otra el gran valor de los cristianos y el esfuerzo e destreza de los tlaxcaltecas; desta manera estuvieron neutrales, esperando la batalla, para seguir al vencedor.

Entendiendo esto Cortés, aunque no muy claramente, por la dificultad de las espías, dio muy gran priesa en que se labrase la madera para los bergantines; hizo muchas picas y muchos escaupiles, mandó adereszar las escopetas y ballestas; mandaba hacer, así a los suyos como a los tlaxcaltecas, que cada día se exercitasen en las armas que cada uno había de usar. Invió mensajeros a otros amigos de los tlaxcaltecas, nunca parando, sino trabajando siempre cómo saliese con su deseada empresa. Ayudó mucho a su buena diligencia su buena fortuna, que pocas [veces] aprovecha el saber cuando ésta falta, ca como después que había estado en México y prendido a Motezuma, la fama de tan próspero subceso y la grandeza, riqueza y fertilidad de aquellos reinos se había derramado por todo el mundo y volado hasta donde de las Indias no se tenía noticia, deseando muchos, especialmente los de Cuba y Sancto Domingo, como más vecinos, y otros de las Canarias y algunos de España, de ver nuevas tierras y gozar de la prosperidad que prometían, dexando sus casas y quietud por verse en mayor estado, con alegre ánimo se arrojaron a los peligros de la mar y a los que después en aquestas partes tuvieron. Llegaron, pues, al puerto en diversos navíos cantidad de españoles, pero como venían muchos navíos juntos, no saltaran en tierra muchos españoles, y así no llegaban a Tlaxcala cuando más sino treinta, y como algunos venían con menos número, dieron ocasión a los indios del despoblado y aun a los de Tepeaca, que los acometiesen, como lo hicieron, según atrás está dicho, donde perdieron las vidas por buscarlas mejoradas, en lo cual puso Cortés el mejor remedio que pudo. Finalmente, aunque murieron desta manera algunos españoles, los demás, con harto deseo de ver a los nuestros, llegaron a Tlaxcala, y como de día en día se iban recogiendo, vinieron a hacer un buen golpe de gente, que no poco animó a Cortés y le encendió a que apresurase su partida primero que los tlaxcaltecas se resfriasen o la buena ocasión se le fuese de la mano.



 

 

Capítulo XXXIX

Cómo Cortés hizo alarde de los suyos, y de una solemne plática que les hizo.

Después que Cortés tuvo a punto todo lo que era menester, mandando el segundo día de Navidad, por la mañana, después de dicha misa, que se hiciese señal, cómo ya los españoles estaban avisados, para que delante de toda la Señoría de Tlaxcala se hiciese reseña y alarde de los que había, tenía ya Cortés la noche antes señalados Capitanes de a pie y de a caballo, que fueron los mismos que, como atrás hemos dicho, lo habían sido. Hízose la seña con gran ruido de trompetas y atabales; acudieron todos los señores, Capitanes y caballeros tlaxcaltecas e otros que habían venido de Cholula, Guaxocingo e otras provincias, que tuvieron noticia que aquel día se había de hacer el alarde.

Salieron los nuestros, porque sabían que habían de ser mirados y aun porque pretendían ser temidos aun de sus amigos, cuanto pudieron bien armados. Hízose la reseña en una gran plaza, cerca del gran templo mayor. Cabalgó Cortés, el cual y su caballo iban armados con una ropeta de terciopelo sobre las armas, su espada ceñida e un azagaya en las manos. Otros dicen que al hacer de la reseña estuvo asentado a la puerta de la sala, que caía sobre la plaza, en una silla de espaldas, con mucha auctoridad, y que después de hecho el alarde, con los de a caballo, escaramuzó que no poco bien paresció a los indios. Lo uno y lo otro pudo ser.

Salieron en el alarde primero los ballesteros, los cuales a la mitad del puesto, con mucha gracia y presteza armaron las ballestas y las dispararon por lo alto, haciendo luego su acatamiento y reverencia a Cortés; tras éstos iban los rodeleros, los cuales, llegando al puesto que los ballesteros, echaron mano a las espadas, y cubriéndose con las rodelas, hicieron ademán de arremeter, y envainándolas luego, hicieron su acatamiento a Cortés y pasaron adelante. Siguiéronse luego los piqueros, los cuales calaron sus picas, mostrando querer acometer, haciendo la reverencia que los demás. Los últimos en la orden de a pie fueron los escopeteros, los cuales, haciendo una muy hermosa salva, pusieron pavor a los indios. Tras éstos, de dos en dos, con lanzas y adargas, pasaron los de a caballo, y después, por la misma forma, corrieron sendas parejas, escaramuzando con ellos Cortés, lo cual por extremo dio gran contento a los indios, animólos y encendiólos en un deseo ardiente de verse con los enemigos mexicanos, porque entendían que con el ayuda a favor de gente tan valiente, tan diestra y tan exercitada, no podían dexar de alcanzar victoria de sus enemigos, y envidiosos de aquel orden y manera de alarde, dixeron a Cortés que ellos querían hacer otra reseña para el día siguiente, de que Cortés rescibió contento, el cual halló que tenía de los suyos cuarenta de a caballo e quinientos y cuarenta de a pie, y nueve tiros, aunque con poca pólvora. De los de a caballo hizo cuatro escuadrones de a diez cada uno, y de los peones nueve cuadrillas de a sesenta cada una, en las cuales iban los Capitanes y los demás Oficiales del exército, a los cuales, todos juntos, los unos a caballo y los otros a pie, desde su caballo les hizo la plática que se sigue:

«Cuando considero, señores y hermanos míos, fuertes columnas sobre las cuales Dios en este nuevo mundo edificará nuevo edificio, el tiempo pasado y le cotejo con el presente, me alegro mucho e doy gracias a Dios. Bien os acordaréis los que comigo os hallastes con cuánto derramamiento de sangre, con cuánta pérdida de fuertes y valientes compañeros, fuimos echados de aquella gran ciudad de México y perseguidos los que quedamos hasta esta provincia de Tlaxcala, llegando a ella pocos, y esos heridos, los mas enfermos, hambrientos y destrozados. Fuimos de los tlaxcaltecas como hermanos suyos rescebidos. Muchas veces, con el largo contraste de fortuna, desmayastes, deseando veros en vuestra tierra y pidiéndome que nos hiciésemos a lo largo. Toda adversidad, bien sé, que trae consigo aflición y desconfianza, pero si miráis el estado presente, entenderéis la razón que yo tuve en rogaros no volviésemos las espaldas, ca es cierto que nunca navegaría el piloto si pensase que siempre había de durar la tempestad. Súfrese el trabajo con la esperanza del sosiego y pásase la noche mala con esperanza del buen día. El ánimo fuerte y constante, como no debe ensoberbecerse con la prosperidad, así no debe desmayar en la adversidad. Ved, señores, la diferencia del tiempo pasado al presente y quedaréis corridos de haber desfallescido, no acordándoos que Dios, que fue poderoso para dar poder a nuestros enemigos contra nosotros, ese mismo, volviendo por nosotros, había de socorrernos. Véoos muchos, muy bien armados, sanos, fuertes y recios, tan respetados y amados de los tlaxcaltecas y sus amigos, que no menos confían de vosotros que de sus dioses, y así tienen por cierta la victoria contra los mexicanos, comunes enemigos nuestros y suyos. Los amigos entre quienes estamos no nos pueden faltar, porque habiéndose declarado por de nuestra parte, les conviene primero morir que dexar de pelear, porque serán tratados peores que esclavos de los mexicanos, perderán su dulce patria, su amada libertad, serán sus hijos y mujeres esclavos como ellos. Nosotros hemos de pelear por nuestras vidas, por nuestra honra, por la venganza de tantos y tan buenos compañeros como perdimos, y lo principal es, por la defensa y predicación de nuestra sancta fee y por el servicio que en esto, después de Dios, a nuestro Rey e señor haremos. Los mismos sois que, siendo yo vuestro Capitán, muchas veces, no siendo tantos como ahora, habéis peleado con cient mill y docientos mill indios, y nunca sino una vez, habéis sido vencidos, y esto porque lo quiso Dios así por nuestra soberbia. Puestos, pues, los ojos y corazones en Dios, con alegre ánimo pues todo está tan a punto que no podemos desear cosa, emprendamos y acometamos este negocio, que aunque, como tan importante, tenga dificultad, soy cierto que con el favor divino saldremos con él. Servirse ha Dios y el Rey; illustraréis vuestras personas, desterraréis al demonio, ennoblesceréis vuestra nasción, enriqueceréis vuestros deudos, lo cual todo, siendo así, no resta sino que con César digamos: «Echada es la suerte.» Vamos, no donde los hados, sino donde Dios y los pecados de nuestros enemigos nos llaman: y porque os veo ya tan deseosos de venir a las manos, que más palabras os serán superfluas y pesadas, séaos aviso que pasado mañana, hecho el alarde de nuestros amigos, saldremos de aquí.»

Hecho este razonamiento, sin dar la mano la alguno de los Capitanes que respondiese, a una voz todos, muy alegres, dixeron: «Ya se nos hace tarde para vernos con aquellos perros. Dios nos favorezca, que con tal caudillo cierta tendremos la victoria.» Dicha esta breve repuesta, sonaron las trompetas y atambores, corrieron los de a caballo e después se fueron todos a comer, que era hora.



 

 

Capítulo XL

Del alarde y reseña que otro día, a imitación de los nuestros, los tlaxcaltecas hicieron.

Deseosos los tlaxcaltecas de parescer en lo que pudiesen a los cristianos, determinaron de hacer reseña de los combatientes que a Cortés podían dar, y así, después que todos estuvieron apercebidos y Cortés hubo oído misa, en aquel mismo lugar que se había hecho el alarde de los cristianos, en su presencia y de todos los nuestros, hecha con sus trompetas y caracoles señal de entrada, comenzaron en la primera hilera a salir los cuatro señores y cabeceras principales de la Señoría de Tlaxcala, en los cuales, por no perder su preeminencia, iba el mozo hijo del prudente y buen Magiscacín. Estos iban ricamente vestidos a uso de guerra, con rodelas y macanas, saliéndoles de las espaldas, una vara en alto sobre la cabeza, muy ricos plumajes con que ellos parescían más bravos, y como usaban horadar los bezos y las orejas y en los hoyos llevaban encaxadas piedras ricas, parescían más bravos. Llevaban tomado el cabello con una venda de oro o plata, en los pies ricas cotaras, que ellos llaman cacles. En pos destos cuatro, como pajes, iban cuatro mozos muy bien apuestos, con ricas flechas y arcos para cuando los señores los hubiesen menester. Luego se seguían cuatro estandartes con las insignias y armas de la Señoría de Tlaxcala, ricamente labradas de pluma; llevábanlas cuatro capitanes muy principales. Luego por hileras, de veinte en veinte, pasaron sesenta mill flecheros, yendo de trecho a trecho un estandarte con las armas del Capitán de cada compañía.

Cuando los primeros llegaron do Cortés estaba, le hicieron grande acatamiento, inclinando sus estandartes. Levantóse a ellos Cortés, quitándoles la gorra. Los demás como iban pasando inclinaban las cabezas con muy buena gracia y destreza, que la tenían más en esto que en otra cosa.

Dispararon las flechas por lo alto, que, como eran tantas, quitaban la luz del sol, porque como son tan diestros disparaban en un momento diez y doce flechas. Tras déstos pasaron los rodeleros, que serían más de cuarenta mil. Cerró el alarde y reseña el número de los piqueros, que serían más de diez mill. Fueron por todos, según Motolinea dice, cient mill, pero, según Ojeda, que, en suma, escribió lo que vió, fueron ciento e cincuenta mill.

Acabado este alarde, que tardó en pasar más de tres horas, Xicotencatl, que era el capitán general, estando en un alto de do podía ser oído y señoreaba todo el exército, haciendo señal que callasen, les dixo estas pocas palabras: «Muy valientes e muy esforzados señores Capitanes y soldados de la Señoría de Tlaxcala: Ya sabéis cómo mañana hemos de salir de aquí en compañía del invencible Cortés y de sus compañeros, para que juntos, a fuego y a sangre, hagamos cruel guerra a nuestros enemigos los mexicanos. Bástaos, para deciros que hagáis el deber, traeros a la memoria que sois tlaxcaltecas, nombre bravo y espantoso a todas las nasciones deste mundo, y así, no quiero deciros que peleéis por vuestra libertad, por vuestra honra, por vuestra patria, por vuestros dioses, por vuestra vida y por vuestros amigos, pues tengo en tanto perder el nombre de tlaxcalteca no haciendo el deber, que perder todo lo que tengo dicho, y pues son superfluas más palabras a soldados tan de antiguo valientes, diestros, venturosos y animosos, dexando el tiempo para las obras, no le gastemos en más razones.» Con esto, para juntarse otro día, se fue cada uno a su casa.



 

 

Capítulo XLI

De los navíos y personas señaladas que en ellos vinieron en ayuda de Cortés.

Primero que estas cosas subcediesen, estando Cortés en Tepeaca y luego que llegó a Tlaxcala, quiso Dios, para el castigo de México y para acabar sus abominables y nefandos pecados, que algunos de los navíos que llevaban otra derrota, como los de Garay, e otros, que llevaban otro fin, como fueron los que Diego Velázquez inviaba en favor e ayuda de Narváez, se juntasen todos, y no pudiendo hacer otra cosa, sirviesen a Cortés, y por que más claro se vea el proveimiento de Dios en esto y la buena ventura de Cortés, es de saber que primero llegó un navío cuyo maestre se llamaba Hernán Medel. Este traxo caballos, gente y armas y entre ellos a Joan de Burgos, hombre de suerte, que vino con criados, armas y caballos y sirvió después muy bien en la conquista de México, y conquistado, fué Alcalde y tuvo mucha reputación hasta que murió.

Pocos días después vino otro navío cuyo Capitán se llamaba Pedro Barba, natural de Sevilla, que después en la conquista fue natural de un bergantín, y el maestre se llamaba Alonso Galeote, que fué muy buen soldado y a la vejés cegó. Traía este navío muchos mancebos hijosdalgo, que fueron bien necesarios de aquella edad, para los trabajos que padesieron. Estos dos navíos invió Diego Velázquez para deshacer a Cortés y rehacer a Narváez, de manera que la salud le vino de su enemigo.

Francisco de Garay desde Jamaica invió a descubrir desde la Florida hasta Pánuco, y de sus Capitanes el primero o segundo fué un Fulano de Pineda, el cual quiso señalar mojones con Cortés cerca de la Villa Rica y vino a dexarle la mayor parte de la gente que traía e volverse sin hacer nada. En socorro déste invió Garay a Antonio de Camargo con dos navíos. Este fue al que no rescibieron bien los indios de Pánuco, y así le fue forzado venir al puerto de la Villa Rica con mucha hambre y sed, porque los indios no le habían dexado saltar en tierra. Estuvo en el río treinta días surto. Cortés escribió a su Teniente le diesen todo lo nescesario y le avisassen no pasase de allí, por que no se perdiesen. Saltaron muchos hijosdalgo en tierra, los cuales no pararon hasta verse con Cortés. Como Garay de todos estos navíos no tenía nueva, invió en socorro de Camargo a Miguel Díaz de Aitos, que fué uno de los mejores conquistadores que hubo. Murió muy viejo e muy rico en México; traxo muy buena gente y caballos.

Todos estos navíos dieron a Cortés soldados y Capitanes a cumplimiento del número que tenemos dicho, aunque Jerónimo Ruiz de la Mota, varón muy cuerdo y curioso, en sus Memorias dice que fueron quinientos y noventa. Estos fueron los que llegaron a Tlaxcala. De los que después vinieron estando Cortés en Texcuco diré en su lugar.



 

 

Capítulo XLII

De las ordenanzas que Cortés hizo y mandé pregonar para la buena gobernación del exército, y cómo castigó a algunos que las quebrantaron.

Considerando Cortés que sin leyes no se podía bien gobernar el exército, pretendiendo estorbar pecados y desafueros que la gente de guerra más que la de paz suele cometer, para que viniese a noticia de todos y nadie sin su pena las osase quebrantar, mandó pregonar las ordenanzas siguientes:

«Ordena y manda Hernando Cortés, Capitán general y Justicia mayor en nombre de Su Majestad en esta Nueva España:

Primeramente que ninguno blasfeme del sancto nombre de Dios ni de su sancta Madre ni de ningún sancto, so pena que según la calidad de su persona será gravemente castigado.

Item, manda y ordena que ningún español riña con otro ni eche mano a espada ni a otra arma, so pena que, según está dicho, será castigado.

Item, ordena y manda que ninguno sea osado de jugar el caballo ni las armas ni el herraje, so pena que será afrentado.

Item, ordena y manda que ninguno fuerce mujer alguna, so pena de muerte.

Item, ordena y manda que ninguno por fuerza tome ropa a otro, ni castigue indios que no sean sus esclavos.

Item, ordena y manda que ninguno sea osado salir a ranchear ni hacer correrías sin su expresa licencia.

Item, ordena y manda que ninguno captive indios ni saquee casas hasta tener para ello facultad.

Item ordena y manda que ninguno sea osado a hacer agravio a los indios amigos ni tratar mal a los de carga, so pena que será castigado.»

Publicadas estas ordenanzas, puso luego tasa en el herraje y vestidos, que estaban en subidos prescios, lo cual, aliende que aprovechó mucho, dio bien a entender el seso, valor y bondad de Cortés, el cual, como ya tenía tan advertidos a los suyos, ninguno quebrantó ordenanza, por principal que fuese, que no le castigase, ca como en el Capitán es alabada la clemencia con el vencido, así no se debe descuidar en ser severo contra los que quebrantasen sus leyes y preceptos, pues de guardarlos o quebrantarlos pende el vencer o ser vencido; y así, porque un español que se llamaba Polanco tomó cierta ropa a un indio, le mandó dar cient azotes, y porque dos negros suyos, que no tenía cosa de más valor para su servicio que a ellos, tomaron a unos indios una gallina y dos mantas, los mandó ahorcar, sin que ninguno fuese parte para que les diese otro castigo, diciendo que la ley se había de guardar más enteramente por los de su casa que por los de fuera. A un español mandó afrentar públicamente, porque unos indios se le quexaron que les había desgajado un árbol; a un Fulano de Mora, porque tomó por fuerza una gallina a un indio, le mandó ahorcar, e ya que le habían quitado la escalera, a importunación de todos los Capitanes, estando medio muerto, le quitó la soga, y quedó tal de la burla, que en más de un mes no pudo tragar a placer. Con este castigo e con los demás fue Cortés tan obedescido que ninguno más en su tiempo, y así todo le subcedía acertadamente.



 

 

Capítulo XLIII

Del razonamiento que Cortés hizo a los tlaxcaltecas al tiempo de su partida.

Ya que todos los tlaxcaltecas y los de Cholula y Guaxocingo estaban juntos en la Señoría de Tlaxcala, mandando que todos los más se juntasen en aquella gran plaza donde se habían hecho los alardes, por un intérprete les hizo este razonamiento:

«Señores Capitanes y los demás amigos míos que presentes estáis: El haberos rogado que os juntéis en este lugar ha sido para deciros dos cosas: la una, que pues os habéis declarado por enemigos de los mexicanos, también enemigos míos, y me habéis dado vuestra fee y palabra de no mudar propósito, determinados de morir primero que hacer con ellos amistad, hagáis todo vuestro deber y peleéis como siempre habéis hecho, no perdiendo, antes aumentando, la gloria que habéis ganado de las batallas pasadas, porque si de otra manera lo hacéis, que creo y tengo por cierto no haréis, perderéis afrentosamente las vidas, y los que quedáredes vivos, en perpectua servidumbre con vuestros hijos y mujeres; y como haciendo lo que sois obligados tendréis en mí fuerte escudo y las espaldas seguras, así, si dexáredes de hacerlo, el mayor enemigo que tendréis será a mí, porque yo sé que los mexicanos holgarían de tener comigo amistad porque yo os desfavoresciese, que es lo que yo, siendo vosotros buenos, jamás haré. La segunda cosa es que, pues sabéis que México, por estar en el alaguna, no se puede tomar sino con los bergantines que se están labrando, deis, para que se acaben, el calor e ayuda que habeis dado para que se comiencen, tratando bien y amigablemente a los españoles que los labran los que quedáredes en esta ciudad, que yo os prometo que no serán menos de mí gratificados los que esto hicieren que los que comigo van contra México, pues sin los unos ni los otros no se puede hacer la guerra. En lo demás dexá a mí el cargo de vuestra honra, libertad y acrescentamiento de tierra y señorío, porque estoy determinado de no volver de México hasta poneros a todos en vuestra antigua libertad y deshacer los agravios e injurias que de los mexicanos habéis rescebido y poneros después en tanta gracia con el Emperador, Rey, mi señor, que a vosotros y a vuestros descendientes haga muy grandes y señaladas mercedes, y si de los que pensábales ir comigo, algunos os queréis quedar, no rescibiré pesadumbre dello, porque más valen pocos que peleen con gana que muchos contra su voluntad.»

Hecha esta plática, los señores que más cerca estaban de Cortés, por sí e por los suyos, en pocas palabras, respondiéndole a las dos cosas, dixeron que nunca tanto deseo habían tenido de pelear y morir defendiendo su libertad como estonces, e que así, cada uno por sí e todos juntos, le guardarían la palabra dada; que primero quedarían ahogados en el alaguna, que vivos volviesen sin vencer, y que en lo que tocaba a los bergantines y buen tratamiento de los que los quedaban haciendo, que descuidase, porque lo harían todo como lo mandaba, mejor que si presente estuvieren, porque entendían que sin aquellas grandes canoas no se podía tomar México.

Dada esta repuesta, la demás multitud, que era grande, con las cabezas y manos dio a entender que así se cumpliría lo que los señores habían prometido, y como el día siguiente había de ser la partida, todos se fueron a sus casas para adereszar y llevar, como suelen, su comida.



 

 

Capítulo XLIV

Cómo Cortés salió de Tlaxcala y de lo que más subcedió.

Otro día, que fue de los Inocentes, mandó Cortés hacer señal de salir el exército para México. Fue cosa muy de ver cómo oída misa y hecha su oración, invocando el favor del Espíritu Sancto, los españoles salieron en su orden, al toque de los atambores y pífaros, tendidas las banderas, mirados con gran regocijo de una infinita multitud de hombres que quedaban y de las mujeres, y niños que gran trecho de la ciudad los salieron acompañando. Era cosa de oír las bendiciones y rogativas de las mujeres, diciendo unas: «Vayan en buen hora los cristianos; su Dios les dé victoria.» Otras decían: «Mirá cómo van los fuertes a quebrantar la soberbia de los mexicanos.» Muchas, con lágrimas de alegría, decían: «Nuestros ojos os vean volver victoriosos: Denos los dioses por vuestra mano venganza de aquellos perros mexicanos, que cuando volváis os serviremos y haremos mill regalos.» Fue también cosa no menos digna de mirar el concierto, plumajes, banderas, ruido de trompetas, caracoles, teponastles e otros instrumentos de guerra, con que salieron casi ochenta mill hombres, porque los demás, a cumplimiento, a ciento y cincuenta mill se quedaron en Tlaxcala hasta que se acabasen los bergantines y fuesen nescesarios en el cerco de México, donde, como adelante se dirá, pelearon, no como indios, sino como romanos. Llevaron muchos hombres de carga; iban muy proveídos de comida, muy alegres y regocijados, como si ya volvieran con la victoria. Iban cuatro Capitanes generales, sin otros muchos, lucidamente armados, y como la gente era mucha e vestida de blanco y en buen concierto y en los plumajes reverberaba el sol, parescían tan bien que los nuestros se holgaban mucho de verlos. Acaudillábanlos, después de sus Capitanes, los dos compañeros que ya se entendían con ellos, Joan Márquez y Alonso de Ojeda. Decíanles las indias en su lengua: «Nuestros dioses vayan con vosotros y os vuelvan victoriosos a vuestras casas; haced como valientes, que ya es llegado el tiempo en el cual, con el favor de los invencibles cristianos, las tiranías y maldades de los mexicanos se acabarán.»

Con este despedir, los de la ciudad se volvieron, y el exército en su orden como salió comenzó a marchar más apriesa. Llegó aquella noche a un pueblo, seis leguas de Tlaxcala, llamado Tezceluca, que quiere decir «lugar de encinas». Es pueblo subjecto a Guaxocingo, donde leos señores dél, sabida la venida de Cortés, le salieron a rescebir alegremente. Acogiéronle con mucho amor, diéronle bien de cenar y a los nuestros, acariciaron mucho a los huéspedes tlaxcaltecas, pasaron entre ellos muchas cosas aquella noche, tocantes al honor de Cortés y de los suyos y al deseo que todos tenían de verse libres de la dura servidumbre de los mexicanos.



 

 

Capítulo XLV

Cómo Cortés prosiguió su camino, y lo que en él le pasó.

Deste pueblo partió Cortés, comenzando a subir una muy larga cuesta que tiene tres leguas hasta llegar a la cumbre, puerto agrio y estonces dificultoso y peligroso. Parte términos con tierras de Tezcuco. Durmió en el monte, en tierra de Guaxocingo, donde el frío fue tan grande que a no templarle las grandes lumbres que hicieron, por la mucha leña que había, o padescieran gran trabajo, o murieran los más, helados.

Siendo de día prosiguió Cortés su camino todavía por el monte, envió adelante cuatro de caballo y otros cuarto peones a que descubriesen tierra y diesen aviso de lo que viesen, los cuales, no andando un cuarto de legua, hallaron grande espesura de muy gruesos y altos pinos y en el camino a mano muchos atravesados, recién cortados. No quisieron volver luego a dar aviso de lo que habían visto, pensando que adelante estaría el camino desembarazado y que los árboles que allí estaban atravesados serían para algún edificio, pero desegañáronse yendo adelante, porque estaba el camino tan embarazado que en ninguna manera pudieron pasar. Volvieron a Cortés, dixéronle lo que pasaba, el cual les preguntó si habían visto alguna gente. Respondiéronle que no, el cual, entendido esto, se adelantó con todos los de a caballo y algunos de pie para descubrir si por alguna parte había alguna celada. Mandó a los demás que con todo el exército y el artillería caminasen a toda furia e que les siguiesen mill indios, algunos con hachas, los cuales fueron de tanto provecho, que cortando árboles y ramas gruesas, como iban viniendo los demás del exército, apartando las ramas y trozos, limpiaron y desembarazaron el camino, de manera que pudo pasar el artillería y los caballos sin peligro ni daño, aunque, hasta venir a esto, se padesció muy gran trabajo, porque aliende de los pinos que había, que eran muchos y muy gruesos, había otros árboles muy crescidos y malos de cortar, y cierto los enemigos se descuidaron con parescerles que con haber ocupado tanto el camino, los nuestros ni los indios amigos pudieran pasar, y si en camino tan fragoso acudieran o, como pudieran, estuvieran en celada, no pudieran dexar de hacer muy gran daño y estorbar que los nuestros no pasasen. Pusiéronse en otros pasos más llanos, creyendo que Cortés volviera por el mismo camino que había venido cuando en México entró de paz. Cortés, como sagaz, para desmentir a los enemigos, porque de Tlaxcala a México hay tres o cuatro caminos, fue por éste que decimos, y acertólo, porque a ir por do primero había ido, hallara muchas y muy grandes celadas, muchos y grandes hoyos con estacas agudas, cubiertas por encima con mucha destreza, hechos en el camino y fuera dél, donde los de a caballo corrieran muy gran riesgo, y los de pie se vieran en mucho trabajo.



 

 

Capítulo XLVI

Cómo Cortés subió a la cumbre de aquel monte, y cómo desde él señoreó la tierra, y de la refriega que hubo con los enemigos.

Pasado aquel mal paso, subida una legua, los nuestros se pusieron en la cumbre de aquel puerto, de la cual, descubriendo las lagunas y la imperial ciudad de México, con los otros muchos y grandes pueblos que dentro y en su contorno tiene, dieron gracias a Dios prometiendo de no volver hasta recobrar a México, o perder las vidas, que tan de buena voluntad ofrescían para este negocio; y porque todos fuesen juntos, repararon un rato los delanteros, y llegados los que venían atrás en concierto, baxaron a lo llano, que hasta él les quedaban de andar tres leguas.

Los enemigos, que desde las sierras los descubrieron, comenzaron a hacer muchas ahumadas, dando aviso los unos a los otros; dieron grita, apellidaban toda la tierra, e ya que estuvieron más de cient mill juntos, tomaron unas hoyas por donde los nuestros habían forzosamente de pasar. Arremetió Cortés a ellos con veinte de a caballo, e aunque llovían sobre él y sobre los otros flechas, alancearon muchos, rompieron al orden que traían, y como luego acudieron los demás españoles, fueron desbaratados, quedando muchos muertos y captivos y huyendo muchos mal heridos.

Desta manera los nuestros, sin rescebir daño, desembarazaron el camino, prosiguiendo por un gran llano, donde los caballos valían y podían mucho. Llegaron a un gran pueblo que se dice Guautepec, subjecto al señor de Tezcuco; durmieron allí aquella noche, y como no hallaron en el pueblo persona alguna y supo Cortés que cerca de allí había más de cient mill hombres de guerra de los mexicanos, que inviaban los señores de Tenuxtitlán y de Tezcuco contra los nuestros, hizo ronda y vela toda la noche, remudando por sus cuartos diez de a caballo. Veló él la prima; apercibió toda la gente. Durmió él poco aquella noche, porque velaba para sí e para los suyos; pero los contrarios no intentaron cosa, o porque de noche no lo acostumbran, o porque no osaron, sabiendo por sus espías con cuánto cuidado velaba Cortés.

Otro día por la mañana salió de allí para Tezcuco, que está tres leguas, de donde por todas partes, tres leguas adelante y tres leguas y más de ancho, desde el alaguna hasta la ladera del monte, iba todo muy poblado y de buenos edificios, porque el señorío y ciudad de Tezcuco no era menor que el de México. Moviendo Cortés para aquella ciudad, salieron a él cuatro indios principales, ricamente adereszados, con una vara y bandera de oro; la vara pesaría hasta cinco o seis marcos.

Cortés, que entendió ser aquella señal de paz, hizo alto para ver, llegados aquellos mensajeros, lo que querían, los cuales, conosciendo luego a Cortés por las señas y devisa que llevaba, yéndose derechos a él, le saludaron con mucha gracia y reverencia y le dixeron cómo Quaunacucín, su señor, les inviaba a suplicarle no permitiese que los suyos hiciesen daño a su tierra e a ofrescérsele que con todo su exército se aposentase en su ciudad, porque allí sería muy bien hospedado, servido y proveído de todo lo que menester hubiese y que podía ir muy sin recelo, porque le sería, como parescería por la obra, buen amigo, pues el valor de su persona lo merescía, y los mexicanos lo habían hecho con él tan mal.



 

 

Capítulo XLVII

De lo que Cortés respondió a los embaxadores y cómo se fue a Quatichán, y de lo que más subcedió.

Mucho holgó Cortés con esta embaxada, aunque le paresció fingida. Saludó más afablemente al uno de los embaxadores más que a los otros, porque le conoscía de antes, y es ansí que entre las otras virtudes y gracias que Cortés tenía, era de tanta memoria que al que una vez hablaba y sabía su nombre, aunque después pasasen muchos años, le conoscía y hablaba por su nombre, y así a todos los de su exército nombraba por los suyos y se acordaba de qué pueblo y tierra eran naturales, tanto que cuando el escribano no se acordaba, lo decía él. Reparado, pues, un poquito, para pensar lo que respondería, considerando que ya estaba entre tantos enemigos y si respondía ásperamente los indignaba, y si con amor, mostraba temerlos, templando lo uno con lo otro, les respondió por las lenguas que fuesen bien venidos y que él holgaba que quisiesen su amistad, que viniesen de paz, pues con la guerra no podía ganar nada, y que en nombre de Su Majestad tendría por amigo a su señor, y así le ampararía y defendería contra los que lo quisiesen ofender; pero que pues mostraba serle amigo, que le rogaba que, pues cuando salió de México, cinco o seis leguas de Tezcuco, en ciertas poblaciones a él subjectas, le habían muerto cinco de a caballo e cuarenta y cinco peones y más de trecientos tlaxcaltecas que cargados venían, e le habían tomado mucha plata e oro, que pues no se podían excusar desta culpa, que la pena fuese volverle lo que les habían tomado, pues en los muertos no había remedio, y el castigo había de ser asolarlos a todos; y si esto no hiciesen, que él proscedería contra ellos por todo rigor, de manera que por cada español muriesen mill dellos, y que como hiciesen el deber, les perdonaría las injurias pasadas, e no lo haciendo, se las demandaría crudamente. Ellos le respondieron que aquello se había hecho por mandado del señor de México, y que la plata y oro y lo demás se habían llevado los señores mexicanos que se habían hallado en aquel recuentro y que el señor de Tezcuco no tenía culpa, pero que ellos buscarían todo lo que pudiesen y que ellos se lo darían. Con esto le preguntaron si aquel día iría a su ciudad o se aposentaría en una de dos poblaciones que son como arrabales a Tezcuco; llámase la una Guatinchán, y la otra Guaxuta; están a una legua e a media de la ciudad. Deseaban ellos esto por lo que adelante subcedió.

Cortés, para que no le armasen alguna celada, les dixo que no se había de detener hasta llegar a su ciudad de Tezcuco. Replicaron ellos que fuese enhorabuena e que ellos se iban adelante a apercibir a su señor y a adereszar la posada para él y para los suyos. Con esto se despidieron, y Cortés fue marchando y con todo recato entró por una de las dos poblaciones, que está una legua de Tezcuco, de la cual le salieron a rescibir con mucha comida ciertos principales. Fue luego de allí a Guaxuta, que está media legua, donde también con mucho amor, ofresciendo lo que hobiesen menester, los rescibieron sin dar muestras de otra cosa, y como toda aquella tierra estaba muy poblada, parescía, según había sumptuosas casas y aposentos, que allí era el cuerpo de la ciudad; pero yendo adelante, entró en lo más poblado della, de donde le salieron a rescebir a su costumbre con ramilletes de flores en las manos y lleváronlos a una casa muy grande que había sido palacio de Quaunacaci, señor de Tezcuco, padre del que a la sazón era.

Cupieron en esta casa todos los españoles y muchos de los indios amigos, y como al entrar vio Cortés que no había mujeres, viejos, ni niños, mandó primero que todos se alojasen, que ninguno de los suyos, español ni indio, fuese osado de salir de la casa sin su expresa licencia, so pena de la vida. Esto hizo por dos causas: la una, por asegurar los indios de aquella ciudad, para que traxesen a sus mujeres y hijos; lo otro, para que si quisiesen usar de alguna traición, no matasen alguno de los suyos desmandado, y estuviese fuerte para si acaso le quisiesen acometer.



 

 

Capítulo XLVIII

Cómo, subiendo ciertos españoles a las azoteas, vieron cómo los vecinos de Tezcuco desamparaban la ciudad, y lo que sobre ello Cortés proveyó.

Este día, que fue víspera de Año Nuevo, después de haber entendido los nuestros en aposentarse, espantados de que en tan gran ciudad hubiese tan poca gente y que la que había anduviese tan rebotada, creyendo que de temor no parescía, se descuidaron algún tanto; pero algunos dellos, deseosos de ver más a placer aquella ciudad, ya que el sol iba decayendo, se subieron a las azoteas del palacio, que eran muy altas y de donde no solamente lo llano, pero gran parte de los altos se señoreaban. Vieron, pues, que no poca admiración les causó, gran ruido y bullicio de gente, que unos con sus hatos a cuestas, otros con los hijos en los brazos, otros llevando de las manos a sus mujeres y parientas, a gran priesa se metían en sus canoas, yendo la laguna adentro hacia México. Vieron asimismo que otros muchos que, o por parescerles así, o por no tener canoas, con no menos priesa se subían a las sierras con sus haciendas y familias.

Estuvieron los nuestros buen rato mirando esto, porque era cosa de ver el bullicio con que tanta gente dexaba su ciudad, como hormiguero que dexa su lugar para ir a otro. Cortés, sabiendo esto de algunos que lo vieron, que con toda priesa le dieron mandado, mandó llamar a muchos de los principales de la ciudad. Díxoles cómo Don Hernando, que consigo traía, era hijo de Nescualpilcintle, su gran señor, y que se lo daba por Rey y señor, pues Caunacusint, su señor, se había pasado con los enemigos y había alevosamente muerto a Cucuzcasín, su hermano y señor, por cobdicia de reinar, a persuasión de Guatemucín, mortal enemigo de los cristianos. Dichas estas palabras, procuró estorbar la ida de los demás; pero como era tarde y anochesció luego, no pudo, aunque procuró por todas las vías posibles, haber a las manos al señor que todo lo había rebelado, el cual, por asegurar a Cortés y a los suyos y hacer mejor su hecho, había, según tenemos dicho, inviado aquellos mensajeros, de que tanto más se receló cuanto más comedimientos y ofrescimientos le habían hecho. Los que quedaron en Tezcuco comenzaron a venir a ver su nuevo Rey e señor y a poblar su ciudad. Estos fueron de los que se habían recogido a la sierra, y en breve estuvo la ciudad tan llena y tan poblada como de antes. Sirvieron e ayudaron por estonces a los nuestros cuanto pudieron, viendo que, no sólo no les hacían mal, pero los trataban muy bien, tanto puede con todas nasciones el buen tratamiento, y porque en su nuevo Rey conoscieron verdadero amor para con los nuestros, tanto que deprendió nuestra lengua y, como he dicho, se llamó don Hernando, parque en su baptismo fue su padrino Hernando Cortés.



 

 

Capítulo IL

Cómo desde a tres días comenzaron algunos pueblos a venir de paz, e de lo que más subcedió.

Después de haber estado Cortés tres días en la ciudad de Tezcuco sin haber rencuentro alguno con los indios, porque por estonces ni ellos osaban venir ni acometer a los nuestros, ni los nuestros osaban desmandarse, así por lo que Cortés les había mandado, como porque se recelaban de algunas emboscadas, por la comodidad que para ello había, y porque siempre pretendió Cortés más por bien que por mal atraer a los indios, y así, estando con esta determinación, vinieron tres señores, el de Guatinchán y de Guaxuta y el de Autengo, tres poblaciones bien grandes, encorporadas con la de Tezcuco, los cuales, como aquellos que cuando quieren, lo saben bien hacer, llorando, le dixeron los perdonase y rescibiese en su servicio y amistad, que si se habían ausentado, la causa era el miedo que los mexicanos con su venida les habían puesto, a cuya causa se habían ausentado; mas ahora que estaban en libertad, le servirían con todo corazón y serían verdaderos vasallos del Emperador de los cristianos y que estuviese cierto que no habían peleado contra él, e que si alguna vez lo habían hecho, era más por fuerza que de su voluntad.

Cortés les dixo por las lenguas, bien contento de su venida y desculpa, que ya sin más pruebas debían de tener conoscido el buen tratamiento que les había hecho y que en haber dexado su tierra habían hecho mal, pues desconfiaban de lo que tan conoscido tenían, pero que era mejor venir tarde que nunca al verdadero conoscimiento; y pues, como mostraban, se ofrescían por sus verdaderos amigos, que él los perdonaba y rescebía debaxo de su amparo y amistad, con tal aditamento que supiesen los castigaría gravemente si sintiese que le eran traidores, y que con esto podían volverse a sus casas, y traer sus mujeres e hijos. Ellos, aunque mostraron contento desto al parescer de los nuestros, no le llevaban, y así se volvieron, y de ahí a poco, por no contradecirse, o porque de miedo no ostaban hacer otra cosa, volvieron a sus casas, con sus mujeres y hijos, lo cual sabido por los señores de México, les inviaron sus mensajeros, reprehendiéndolos y riñéndoles mucho lo que con los cristianos habían hecho, haciéndose amigos y esclavos de sus capitales enemigos y contrarios en el linaje, lengua, costumbres, y lo que más era, en religión, de que los dioses estaban muy ofendidos; y que si lo habían hecho por miedo, que no le tuviesen, pues por sus ojos habían visto el estrago y matanza que en seiscientos españoles habían hecho, y que por exercitarse, más que por destruirlos, habían tenido guerra con los tlaxcaltecas, ca el imperio de Culhúa era sobre todos los del mundo; y que si por no dexar sus tierras se habían confederado con los cristianos, no se les diese nada, porque en las tierras de México les darían donde mejor pudiesen poblar.

Los señores destos pueblos, considerando que les convenía sustentar lo que habían prometido, atando los mensajeros, los llevaron a Cortés, los cuales confesaron sin tormento a lo que habían venido, aunque lo dixeron de otra manera como sagaces y astutos, o como los que venían para esto bien enseñados. Confesaron que venían de México y por mandado de los señores dél, pero a rogar [a] aquellos señores fuesen a México, como amigos de los cristianos, a ser terceros y medianeros para la paz que los señores mexicanos pretendían tener con los nuestros. Desta confesión se rieron mucho los señores confederados y dixeron a Cortés no le engañasen aquellos falsos, porque México no estaba de aquel propósito, sino en destruir a los cristianos a fuego y a sangre. Cortés, aunque entendió que mentían los mensajeros y que aquellos señores decían verdad, haciendo como dicen, del ladrón fiel, por atraer a sí a los mexicanos, si pudiese, mandó desatar a los mensajeros. Díxoles que él los creía e que a esta causa no los mandaba ahorcar. Dióles algunas cosillas, rogóles que de su parte y de la dellos contasen a los señores mexicanos todo lo subcedido, y que pues él no quería guerra, aunque tenía razón para ello, que fuesen sus amigos y que ya sabían que los que antes le habían hecho guerra eran muertos, los más a sus manos, y los otros por justicia de Dios; que ellos no tenían que tener respecto a nadie más de lo que les convenía; que mirasen, como buenos, por la conservación de sus tierras y casas, y que si de otra manera lo hiciesen les llovería encima, y que desto, mensajeros se fueron con esto muy contentos, más por verse sueltos que por lo que les contentaba lo que Cortés les había dicho. Prometieron de volver con la repuesta, aunque nunca lo hicieron.

Los señores de Guatinchán y Guaxuta quedaron por esta buena obra en mayor crédito y amistad con el General, el cual por obras y palabras se lo dio bien a entender para confirmarlos más en su amor.



 

 

Capítulo L

De la conjuración que hubo entre algunos españoles contra Cortés y cómo se supo, y del castigo que hizo en Villafaña.

En el entretanto que esta cosas pasaban, la fortuna, que jamás está en un ser, procuraba de volver el rostro a Cortés, y así, habiendo, como acontesce entre muchos, algunos quexosos del General, procuraron por medio de un Fulano de Villafaña, lo más secretamente que pudieron, levantarse contra él y elegir a Francisco Verdugo, hombre valeroso, cuñado y heredero de Diego Velázquez, casado con hermana suya, y esto sin que él lo supiese, porque estaban determinados, cuando de su voluntad no quisiese aceptarlo, forzarle a ello. Fueron en esta conjuración casi trecientos hombres; unos quexosos de que Cortés no los trataba tan bien como ellos quisieran; otros, y éstos eran los más, porque tenían en las entrañas a Diego Velázquez y deseaban que sus cosas fuesen adelante. Ya, pues, que algunos dellos, de los más animosos y más indignados, estaban determinados de dar de puñaladas a Cortés y apellidar el nombre de Francisco Verdugo en nombre de Diego Velázquez, uno dellos, que así Dios lo ordenaba y quería en tan gran negocio servirse de Cortés, se fue lo más secreto que pudo adonde él estaba e apartóle en lo más retraído de su aposento y díxole con el rostro demudado y la voz alterada: «Señor, si me concede vuestra Merced la vida y promete no descubrirme y en lo que se ofresciere hacerme merced, le diré un negocio que importa mucho saberlo, y si esto vuestra Merced no me concede, moriré primero que lo diga.» Cortés, entendiendo que debía ser cosa importante, liberalmente le concedió todo lo que pedía. Estonces aquél le dixo que supiese que él era uno de los que estaban determinados de matarle y elegir a Francisco Verdugo, e que el que lo muñía y tramaba y tenía las firmas de casi trecientos hombres era Villafaña, y que a éste convenía prender luego si quería saber y remediar el negocio. Llamábase éste que descubrió la conjuración Fulano de Rojas.

Cortés, nada alterado, antes dándole a entender que ninguno era parte para ofenderle, llamó de secreto a Gonzalo de Sandoval, su alguacil mayor; dióle mandamiento para prender a Villafaña y avisóle procurase tomarle un papel que traía en el pecho. Fue Sandoval con su guarda a poner en execución lo que Cortés le mandó, arremetió a Villafaña y primero que le pudiese quitar el papel, se lo había echado en la boca y se había comido la mayor parte. Apretáronle la garganta, hiciéronle echar lo que quedaba donde estaban escriptos trece o catorce nombres de personas principales, de los cuales estaba bien satisfecho Cortés.

Echáronle en prisiones, confesó luego sin tormento que él había sido el muñidor de la liga y conjuración, y con tormento y tormentos no quiso descubrir a nadie, diciendo que él solo tenía la culpa y que los nombres que en el papel se hallaron, con otros muchos que él se comió, los había él escripto de su mano para hacer memoria cómo trataría el negocio con ellos, e que hasta aquella hora ellos estaban salvos y él solo condemnado.

A Cortés, aunque entendió lo contrario, no le pesó desta confesión, porque deseaba, castigando a uno, reconciliar así todos los demás. Concluyó el proceso, sentenció a muerte al Villafaña, mandóle ahorcar a vista de todos los del real, maravillados todos los que sabían la trama del secreto que había tenido y del esfuerzo con que había negado por salvar a los que él mismo había metido en la danza.



 

 

Capítulo LI

Cómo Cortés otro día mandó llamar a todos los suyos y del razonamiento que, leídos los nombres del papel, les hizo.

Otro día, después de haber oído misa Cortés, mandó llamar a todos sus soldados. Honró más de lo acostumbrado [a] aquellos cuyos nombres o firmas tenía en el papel, e ya que todos estuvieron juntos, así los que sabía que eran de su parcialidad, como los de la de Diego Velázquez, les habló desta suerte:

«Caballeros y amigos míos, virtud y fidelidad tengo muy conoscida de muchas pruebas que he visto en los trances y peligros que después que a estas partes venimos he visto: No os he llamado para persuadiros hagáis lo que hasta ahora habéis hecho comigo, porque esto sería dubdar de vuestra bondad, sino para deciros lo que en vuestras palabras debéis de estar recatados, para que sin enojo o con él no se os suelte palabra que paresca ser contra la fidelidad que debéis guardar a vuestro General y Justicia, que de vuestra voluntad elegistes, rescebistes y jurastes; porque si entre pocos nunca falta un malo, entre muchos no pueden faltar algunos que, tomando con ánimo dañado palabras airadas e descuidadas, procuren e intenten de destruir en vosotros la fidelidad, que es la más presciosa joya de los hijosdalgo, maculando vuestra honra y la de vuestros deudos y descendientes. Esto digo por lo que con Villafaña (que Dios perdone) nos ha pasado, cuya traición no permitió Dios que por muchos días estuviese encubierta, el cual, por hacer su error más calificado, siendo un hombre nascido no más de para caluniar y malsinar, contrahizo los nombres y firmas de los más principales de vosotros y de quien yo estoy más confiado, y en este papel que os leo hay algunas, porque las demás se comió, por encubrir mejor su maldad, aunque, como el que sabía que había de morir, lo hizo como cristiano en no afirmarse en el artículo de la muerte en lo que falsamente había escripto, porque no permite Dios que la innocencia del que no pecó sea mucho tiempo culpada. Yo soy tan vuestro, ámoos tanto, deseo, quiero y procuro tanto vuestro adelantamiento, que ni los trabajos de mi persona, ni el derramar de mi sangre ni el perder mi vida, tendría en nada con que, señores, vosotros fuésedes en toda prosperidad adelantados. Uno soy, vosotros muchos, e yo sin vosotros no soy ni puedo nada, porque ni soy más que un hombre ni puedo más que por uno, y así como los que sois más podéis más y veis más, os ruego por el grande amor que os tengo, que si yo errare en algo me advirtáis, e si alguno, por lo que no sé, estuviere de mí quexoso, no se quexe a otro que a mí, y si se quexare sea a persona de quien yo pueda tener verdadero crédito; y sabed, señores y amigos míos, que si cualquiera de vosotros estuviese en el lugar que vosotros en nombre del Rey me pusistes, tendría tantas zozobras y más que yo, e por esto dicen que la guerra paresce sabrosa al que no la prueba y que vee más el que vee jugar que el que juega. El culpado pagó lo que debía y los innocentes quedáis comigo en mayor crédito y reputación. El que pretendiere parescer a Villafaña ni podrá ni permitirá Dios que sea menos afrentosamente castigado que él, ca al que Dios pone en este lugar para la gobernación y bien de muchos, siendo su celo como lo es el mío, le guarda y defiende de toda traición. Yo os he dicho a lo que os hice llamar, descubiértoos he mi pecho, no me queda otra cosa. Si algo, en público o en secreto cerca desto, o de otras cosas, me quisierdes decir, oirlo he de buena gana y agradescerlo he.»

Acabado de hacer este razonamiento, a que así los culpados como los sin culpa estuvieron muy atentos, los unos más inflamados, los otros desimulando lo que sentían, mudando parescer y alegres de que no fuesen descubiertos, dixeron a Cortés que todos le amaban entrañablemente y deseaban servir como a Capitán e Justicia, por tan merescido nombre y título, y que se holgaban de que como padre y señor los hubiese advertido de lo que se debían recatar. Cortés se holgó mucho con todos, mostrando de ahí adelante a los más sospechosos mejor rostro y obras, con las cuales los volvió a su amor con tanta a mayor firmeza que a los que de antes tenía, aunque con todo esto, de ahí adelante se recató tanto, que jamás se quitó cota y jubón fuerte, y cuando sus muy amigos pensaban que dormía le hallaban velando, y cuando creían que estaba echado le hallaban que andaba mirando lo que los suyos hacían, de manera que de sueño ni de reposo tenía hora cierta para ser de repente salteado. Andaba de noche y de día con alguna guarda de los más amigos, cuyo Capitán era un Fulano de Quiñones.



 

 

Capítulo LII

Cómo Cortés tuvo ciertos recuentros con los de Iztapalapa, e de un gran peligro en que se vió.

Estuvo Cortés sin salir de Tezcuco ocho o nueve días, fortalesciendo parte de la casa en que posaba, porque toda no podía, por ser grandísima. Cerró puertas, hizo saeteras, levantó pretiles en la parte que mejor le paresció, bastecióse de lo nescesario para más de cuatro meses, recelándose de que los contrarios le cercarían; pero como vio que en todo este tiempo no le acometían ni daban muestra dello a los que con su licencia salían, aunque bien adereszados por la ciudad, determinó de buscar a sus enemigos, y así, salió de Tezcuco con docientos españoles, en los cuales llevaba diez e ocho de a caballo y treinta ballesteros e diez escopeteros e cuatro mill indios amigos tlaxcaltecas. Fue boxando hacia el Mediodía el alaguna, yendo por la orilla hasta llegar a una ciudad que se dice Iztapalapa, que por el agua está dos leguas de México y seis de la de Tezcuco.

Tenía Iztapalapa más de diez mill vecinos, y estonces la mitad della y aun las dos tercias partes puestas en el alaguna, y al presente lo más della, está en tierra firme. Tiene una hermosa fuente junto al camino que va a México, donde los que vienen de España para México se refrescan y son rescebidos de sus amigos.

El señor desta ciudad, que era hermano de Motezuma y a quien los indios después de su muerte habían alzado por señor, había sido el principal que había hecho la guerra contra los españoles y echádolos de México, y así por esto como porque sabía que todavía estaban de mal propósito, fue Cortés contra ellos, viendo que ni por amenazas ni buenas palabras querían venir en su amistad. No pudo ir tan secreto Cortés que los de Iztapalapa no fuesen luego avisados por los de la guarnición de México, con humos que hicieron de las atalayas, las cuales eran las casas y templos de los demonios, que todos eran torreados. Sabiendo. esto los de Iztapalapa, metieron luego la más ropa que pudieron y las mujeres e niños en las casas que estaban dentro del agua, y dos leguas antes que Cortés llegase parescieron en el campo algunos indios de guerra y otros por el alaguna, a su modo bien armados. No salió toda la gente con exército formado, porque pretendieron, como después lo intentaron, metiendo a los nuestros en la ciudad, matarlos con un nuevo ardid, y así, comenzaron los del agua y los de la tierra a escaramuzar, con los nuestros retrayéndose y reparando hasta llevar a los nuestros aquellas dos leguas y meterlos en la ciudad, a la entrada de la cual salió todo el golpe de la gente. Pelearon más de tres horas los unos con los otros bravamente hasta que después de haber los nuestros muerto muchos dellos, dieron con los demás al agua, donde más con la priesa y alteración que con la hondura della, que no llegaba más de hasta los pechos, y todos son nadadores, se ahogaron algunos; los demás saltaban en las canoas, donde otros los recogían. Con todo esto, fue tan reñida y sangrienta la batalla, que de los enemigos murieron más de cinco mill, y de los tlaxcaltecas pocos y de los españoles ninguno, los cuales hobieron gran despojo, pusieron fuego a muchas casas, y si la noche no viniera acabaran de destruir el pueblo, porque estonces más que otras veces, como los que se vengaban de los daños rescebidos, se señalaron tanto que no se podía dar a ninguno ventaja conoscida.

Ya, pues, que hartos de pelear se querían aposentar, los de Yztapalapa dos horas entes habían rompido una calzada que estaba como presa dos tercios de legua de la ciudad, entre la alaguna dulce y la salada. Comenzó con gran ímpetu a salir el agua salada y dar en la dulce; estonces, con la cobdicia de la victoria, los nuestros no sintieron el engaño, antes, como está dicho, siguieron el alcance, y como los enemigos estaban sobre aviso, habían despoblado todas las casas de la tierra firme; cresció tanto el agua que ya comenzaba a cubrir el suelo donde los nuestros estaban. Acordóse Cortes cómo había visto rota la calzada, dio luego en el engaño, hizo a toda priesa salir la gente, mandando que nadie se detuviese si no quería morir anegado. Salieron a toda furia, que sería a las siete de la noche, pasando el agua en unas partes a vuelapié y en otras a los pechos y a la garganta. Perdieron el despojo, ahogáronse algunos tlaxcaltecas, acabaron de salir a las nueve de la noche, y a detenerse tres horas más, corrían todos mucho riesgo. Tuvieron ruin noche de frío, como salían tan mojados, y la cena fue ninguna, porque no la pudieron sacar. Todo se les hizo liviano, considerando que a no ser con tiempo avisados, no quedara hombre que no muriera. Los de México, que todo esto supieron, dieron luego por la mañana sobre los nuestros, porque los duelos fuesen doblados. Fuéles forzado, peleando, retirarse hacia Tezcuco; apretábanlos mucho los enemigos por tierra y por agua, aunque dellos quedaron tendidos los que más se atrevían. Los del agua fueron los que menos peligraron, porque se acogían luego a las canoas. Los nuestros como estaban mojados y muertos de hambre y los enemigos eran muchos y venían de refresco, no osaron meterse en ellos, contentos con defenderse y matar a los que podían. Llegaron desta a manera a Tezcuco, murieron algunos de los indios amigos, y un español, que fué el primero que murió peleando en el campo.



 

 

Capítulo LIII

De la congoxa que Cortés tuvo aquella noche, y de cómo otro día se le ofrescieron de paz ciertos pueblos.

Estuvo Cortés aquella noche bien pensativo, revolviendo en sí diversos pensamientos, ca por la una parte se holgaba de haber escapado de tan gran peligro y muerto en su propio pueblo tantos enemigos, y por la otra estaba congoxoso de haberle sido forzado retirarse, y a esta causa creía que los enemigos, así los de México como los confederados, habrían tomado ánimo y puesto miedo a otros para que no viniesen de paz; pero como la matanza hecha no pudo ser oculta y ninguno de los españoles había quedado muerto, porque el que mataron le traxeron secreto consigo, desmayó mucho a los enemigos y encendió la voluntad a los que estaban dubdosos, y así par la mañana vinieron ciertos mensajeros de la ciudad de Otumba, donde fue la memorable batalla, y de otras cuatro ciudades junto a ella que están de la de Tezcuco a cuatro e a cinco e a seis leguas.

Estos mensajeros, entrando donde Cortés estaba, con las devisas y señales de mensajeros, seguros en todas partes, haciéndole gran reverencia, diciendo cada uno la ciudad en cuyo nombre venía, dando los cuatro la mano al de Otumba, que era más sabio y más principal, brevemente habló en esta manera:

«Muy valiente e invencible Capitán: Nos los embaxadores de Otumba y de las ciudades a ella comarcanas, en nombre dellas y de los señores que las gobiernan, te suplicamos nos perdones los enojos que con las guerras pasadas te hemos dado, que han sido más por fuerza que contra nuestra voluntad, por las amenazas y miedos que a la contina los mexicanos nos han puesto, tratándonos mal con las guarniciones que cerca de nosotros tienen, como lo han hecho con todos los que se han dado, y como hemos vuelto sobre nosotros y visto que andábamos errados y que contra tus fuerzas no hay poder en nosotros que resista, te suplicamos nos perdones y rescibas en tu gracia, con que te prometemos de serte verdaderos servidores y amigos y que desde hoy damos la obediencia y vasallaje al gran Emperador de los cristianos, en cuyo nombre vienes.»

Mucho holgó Cortés con esta embaxada, quitósele la congoxa, que no le había dexado reposar, desimuló gravemente el gran contento que rescibió, agradescióles la venida, y porque no sabía si era debaxo de engaño, les dixo que aunque se ofrescían de paz, tenía entendido cuán culpantes eran por lo pasado; que para que los perdonase y creyese, convenía que ante todas cosas le traxesen atados aquellos mensajeros que habían ido de México y a todos los que de aquella ciudad estuviesen en su tierra, e que haciendo esto entendería que eran leales y verdaderos amigos, e que con esto se podían volver a sus tierras y estar en ellas quietos y pacíficos. Hízoseles de mal esto, respondieron muchas cosas, y aunque mucho porfiaron, no pudieron sacar de Cortés otra repuesta, y al fin, como no pudieron más, dixeron que ellos eran leales y verdaderos amigos y que por la obra lo verían de ahí adelante y que ellos procurarían cuanto pudiesen traer presos a los que les mandaba, y que si no pudiesen, que en otras cosas que se ofresciesen vería cuán de veras se le habían ofrescido, como a la verdad después lo hicieron.



 

 

Capítulo LIV

Cómo Cortés invió a Gonzalo de Sandoval con docientos hombres de a pie e veinte de a caballo a dos cosas muy importantes, que se dirán.

Estando Cortés, como dicho hemos, en Tezcuco y viendo que sus negocios no se hacían tan bien como deseaba, a causa que las guarniciones mexicanas tenían tomados los principales pasos, así los que iban a Tlaxcala, donde se labraba la madera para los bergantines, como los que iban a la Veracruz, de donde esperaba socorro, y así, por asegurar los caminos y hacer los negocios acertadamente, despachó a Gonzalo de Sandoval, Alguacil mayor del exército, con veinte hombres de a caballo y docientos de a pie, escopeteros, ballesteros y rodeleros. Estos fueron el día siguiente, después que vino de la refriega de Iztapalapa. Allegábase a esto la nescesidad que tenía de echar de la provincia ciertos mensajeros que inviaba a la Señoría de Tlaxcala para saber en qué términos andaban los bergantines y proveer otras cosas nescesarias para la Villa Rica de la Veracruz.

Despachado, pues, Sandoval para estos dos efectos, mandóle Cortés que después que hubiese puesto en los términos de Tlaxcala a los mensajeros, volviese a la provincia de Chalco, que confina con la de Cuyoacán, e que porque le habían inviado los de aquella provincia a decir que aunque eran de la liga y Señoría de Culhúa, deseaban ser vasallos del Emperador de los cristianos y servidores y amigos suyos, y que no lo osaban intentar por miedo de las guarniciones mexicanas que alderredor tenían, les diese favor e ayuda. Certificado que pasaba así y no había otra cosa, Sandoval, prosiguiendo su camino con los indios de Tlaxcala que habían traído el fardaje e con otros que habían venido ayudar a los nuestros y volvían con algún despojo de las refriegas pasadas, subcedió que adelantándose los indios, creyendo iban bien seguros con que en la rezaga venían los españoles, que salieron de la alaguna y de otras partes donde estaban en celada muchos mexicanos y dieron en los tlaxcaltecas, mataron algunos dellos y a los demás quitaron el despojo, pero pagaron luego la culpa de su atrevimiento, porque viendo Sandoval la polvareda e oyendo las voces e gritos que los indios más que otras nasciones dan, arremetió con gran furia con los de a caballo y hallando a los mexicanos envueltos con los tlaxcaltecas, embistió en ellos. Alanceó y mató muchos, desbaratólos a todos; llegaron luego los peones, que con las escopetas y ballestas hicieron grande estrago, de manera que los que dellos quedaron vivos, dexando el despojo que habían robado y aun sus propias armas, se acogieron al alaguna y a unas poblaciones que cerca de allí estaban. Los tlaxcaltecas y mensajeros de Cortés, muy alegres, cargados de nuevos despojos, entraron por la Señoría de Tlaxcala, en la cual, como deseados y como vencedores, fueron muy bien rescebidos, teniendo siempre en más el valor y esfuerzo de los españoles.



 

 

Capítulo LV

Cómo Gonzalo de Sandoval fue a Chalco y de la refriega que con los mexicanos hubo, y de cómo los de Chalco vinieron a ver a Cortés.

Puestos los mensajeros en salvo, Sandoval volvió con su gente la vuelta de Chalco, y como en las sierras estaban siempre las guarniciones mexicanas para señorear los caminos y a los que por ellos fuesen y viniesen, baxaron en mucho concierto más de diez mill dellos. Hicieron alto en un llano cerca de Chalco, presentando batalla a los nuestros, los cuales arremetieron con gran furia a ellos, rompieron los de a caballo los escuadrones mexicanos, trabóse la batalla, estuvo en peso cerca dedos horas, pero como los nuestros mataron y hirieron a los caudillos, los demás, desbaratados en breve, dexaron el campo. Desembarazado desta manera el camino, los de Chalco, que tenían sus espías y sabían ya la victoria que los nuestros habían ganado, yendo los nuestros y saliendo ellos, se vinieron a encontrar en el camino. Holgáronse por extremo los unos con los otros; los españoles, por tener más amigos para su negocio, y los de Chalco por verse libres de la tiranía y servidumbre de los mexicanos. Acariciaron mucho aquella noche a los nuestros, en especial a Sandoval, que era discreto y valeroso Capitán.

Motolinea dice que los de Chalco se ajuntaron luego con los nuestros y que desta manera se riñó la batalla, quemando los vencedores los ranchos y asientos de los vencidos, llevando mucha presa, y que otras veces habían perdido. Lo que está dicho atrás, tengo por más cierto, porque conforma con lo que Cortés después escribió al Emperador.

Otro día de mañana, habiendo primero hablado Sandoval muchas cosas con los principales de aquella provincia, determinó de partirse para Tezcuco, donde Cortés estaba, y como los hijos de los señores de Chalco y Tlalmanalco, que es la cabeza de aquella provincia, e otros principales, deseaban ver a Cortés, se fueron con él acompañados de muchos criados y vasallos, llevando, como tienen de costumbre, algunos presentes y entre ellos ciertas piezas de oro que pesarían hasta cuatrocientos pesos. Salió Cortés a la puerta de la sala a rescibir a los dos hermanos, los cuales, haciéndole gran reverencia, después de haberle ofrescido el presente, como la muerte de su padre era fresca, con lágrimas en los ojos, se comenzaron a desculpar por no le haber venido a ver, pero, que supiesen que le serían leales y verdaderos amigos y que se venían a ofrescer por vasallos del Emperador, así porque vían que ganaban en ello, como porque su padre antes de su muerte muchas veces les había mandado se diesen a los españoles, parque era gente belicosa y que pretendía deshacer tiranías, y que cuando estaba al punto de la muerte les había dicho que de ninguna cosa llevaba tan gran pena como de no haber visto y hablado primero que muriese a Cortés y que con este deseo le había estado esperando muchos días; e que ya que él no podía ver cumplido su deseo, les mandó y rogó que en viniendo que viniese por aquella tierra se le ofresciesen y tuviesen por padre y señor, e que si luego que vino no le habían venido a ver, había sido la causa el temor que a los de Culhúa tenían e que tampoco osaran venir estonces si el Capitán Gonzalo de Sandoval no les asegurara el camino, y que asimismo no osarían volver si no les daba otros tantos españoles, y que bien sabía él que en guerra ni fuera della los de Chalco le habían sido enemigos, ni aun cuando en su ausencia los mexicanos combatían a Alvarado, y que cuando les dexó dos españoles para recoger maíz, los habían siempre servido y guardado y después llevados seguros a la provincia de Guaxocingo, que era enemiga de los de Culhúa.

Acabadas de decir estas y otras palabras, limpiándose los ojos, hecha cierta cerimonia de reverencia, esperaron a ver lo que Cortés respondería.



 

 

Capítulo LVI

De lo que Cortés respondió a los señores de Chalco y de cómo mandó a Sandoval volviese con ellos y de allí se llegase a Tlaxcala.

Conosciendo Cortés que aquellos señores esperaban repuesta a todo lo que le habían propuesto y suplicado, con la gracia y afabilidad acostumbrada les dixo que de la muerte de su padre le pesaba mucho y que pues no podía, por ser ya muerto, agradescerle la voluntad que siempre le había tenido, le agradescería de presente y en cuanto viviese con ellos, pues tan buenos caballeros eran y tan bien habían cumplido lo que su padre les había mandado; y que tuviesen por muy cierto que como cuerdo y hombre de experiencia, en el artículo de la muerte, donde especialmente los padres por la despedida suelen decir a sus hijos las más importantes y substanciales cosas que saben, les había dicho lo que les convenía para de ahí adelante poseer su estado seguro y alanzar de sí el duro y áspero señorío de Culhúa; y que perseverando en lo que su padre les había mandado, se vengarían de las injurias rescebidas, porque él no les faltaría, y que en lo demás que pedían les diese españoles con quien volviesen seguros a su tierra, lo haría de muy buena gana, para que entendiesen, como en lo demás, los favorescía cuando menester lo hubiesen.

Ellos a estas palabras, con demasiada alegría, haciendo muchas reverencias, lloraron de contento, como antes lo habían hecho de pesar, lo cual es efecto de causas contrarías cuando son intensas; diéronle muchas gracias, ofresciéndosele de nuevo con las personas, hijos e mujeres, y por que más quedasen obligados, primero que de allí partiesen, mandando llamar a Sandoval, le dixo que con la gente de a caballo y de a pie que le paresciese, fuese luego a acompañar y poner en su tierra aquellos señores, y que después de hecho esto se llegase a la provincia de Tlaxcala y traxese consigo los españoles que allí estaban y a Don Hernando, hermano de Cacamacín.

Partió luego Sandoval bien en orden, puso aquellos señores en su tierra sin acontescerle cosa memorable, aunque los enemigos, como solían, estaban sobre las sierras. Fué bien rescebido y regalado de los de Chalco. Pasó de ahí a Tlaxcala, tiniendo en el camino algunos recuentros y, finalmente, trayendo consigo a los españoles y al Don Hernando, dentro de cinco o seis días volvió a Tezcuco.



 

 

Capítulo LVII

Cómo, llegando Don Hernando el indio, Cortés lo eligió por señor de Tezcuco, y de la gente que luego vino a esta nueva.

Cortés, cuando supo que Sandoval venía con tan buen despacho, le salió a rescebir a la puerta de la calle, así por honrarle, que bien lo merescía, como por rescebir a Don Hernando, a quien deseaba dar contento para atraer a sí a los tecuzcanos y hacerlos de su bando. Abrazó a Sandoval, y después que le hubo dado la bienvenida, abrazó al Don Hernando; hízole muchas caricias, dióle a entender lo mucho que le deseaba ver y cómo tenía determinado hacerle señor de Tezcuco, pues su hermano era tan malo que se había pasado con los mexicanos. Con estas palabras, tomándole por la mano, se entró a su aposento, donde le hizo sentar y tomar colación, preguntando primero a Sandoval, que él no lo entendió, qué pecho traía y con qué propósito venía, y sabiendo cuán fixo y estable venía en su amistad, con mayor gracia y afabilidad le trató, diciéndole que como él perseverase en el amistad de los españoles y atraxese a sus vasallos, le haría tan gran señor como había sido, Motezuma, porque esperaba en Dios que antes de muchos días desharía la tiranía mexicana.

Don Fernando le respondió a esto cuerda y avisadamente (ca cierto era prudente y grande amigo de los españoles), que lo que su hermano lo había hecho de mal, esperaba él de hacerlo de bien y que asaz tenía entendida la tiranía mexicana y que cosa tan mala no podía durar mucho tiempo, por tener ofendidos a tantos reinos y señoríos y tener por enemigos a los cristianos, a los cuales su Dios a ojos vistas había dado tan grandes y señaladas victorias, y que él con el autoridad del señorío de que le hacía merced en nombre del Emperador de los cristianos, procuraría poblar su ciudad y provincia como antes estaba, para que todos juntos hiciesen brava guerra a los mexicanos.

Esto dicho, que mucho contento dio a los nuestros, Cortés, tornándole a abrazar, mandó llamar los intérpretes, a los cuales dixo que luego llamasen a los principales y demás vecinos que a la sazón en la ciudad estaban, porque quería darles por señor a Don Hernando, que de derecho subcedía en el señorío, y que se adereszasen de fiesta y traxesen toda la música, para que con la solemnidad que acostumbraban le rescibiesen por señor. Desto holgaron los más de los vecinos, aunque les pesó a otros, entendiendo que el poder y fuerzas de Cortés se fortificaba más para subjectar y hacerse señor de los indios, que tanto se recataban de reconoscer señor de otra nasción. Mandó asimismo Cortés a los suyos que todos se vistiesen y adereszasen de guerra, con las trompetas, atambores y atabales que había; y hecho en el patio, a la costumbre de los indios, de hierbas, flores y rosas, un alto y hermoso xacal, ya que para el efecto los unos y los otros se juntaron, salió Cortés con mucha música, llevando consigo a su lado al que había de ser nuevo señor, asentándole par de sí en un banco, y sentado él en una silla de espaldas y toda la demás gente en pie, hecha señal de que todos callasen, a los vecinos y al nuevo señor hizo la plática siguiente:



 

 

Capítulo LVIII

De la plática que Cortés hizo a los ciudadanos y nuevo señor de Tezcuco, y de cómo ellos le juraron por señor.

«Entendido habréis, caballeros y los demás vecinos desta gran ciudad y reino de Tezcuco, que como en el cuerpo humano sin la cabeza los demás miembros no tienen fuerza ni vida ni cada uno puede usar el oficio para que fue hecho, así vuestra muy grande y señalada república, después que su cabeza y señor se apartó de vosotros, ha estado inquieta, desasosegada y divisa en muchas parcialidades, con contrarios y diversos paresceres, como donde hay tanta discordia por falta de la cabeza, no puede haber en los miembros, que sois vosotros, fuerzas ni vigor para sustentaros, antes os vais apocando, yéndoos a tierras y señoríos ajenos, dexando vuestra dulce y amada patria. Viendo yo esto, aunque vosotros no me lo agradescáis, determiné inviar a llamar a Don Hernando, que presente veis, hermano legítimo de vuestro ingrato señor Quaunacacín, para que subcediendo como ligítimo heredero en ese señorío, como vuestro natural señor os favoresca, ampare y mantenga en justicia, al cual daré yo toda ayuda y favor para que él sea respectado de los suyos y temido de sus enemigos y vosotros viváis en quietud y sosiego, llamando como a estado seguro a vuestros deudos, amigos y ciudadanos, para que de hoy en adelante vuestra república florezca más que nunca. Rescebirle heis y jurarle heis a vuestro ricto y costumbre por vuestro señor natural, y por que no penséis que sospecho mal de vuestra fidelidad, cerca desto no os quiero decir más, por decir a Don Hernando lo que con vosotros debe hacer.

«Ya, pues, Don Hernando, sabéis que sois cabeza, y que como en ella está el entendimiento para entender, los oídos para oír, los ojos para ver y la lengua para hablar, todas estas cosas con gran cuidado las habéis de emplear en cómo los viciosos sean castigados y los virtuosos remunerados, ca desta manera vuestra república irá siempre en crescimiento, y sabed que como no hay cosa más buena que el buen Gobernador, así ninguna cosa más mala que el malo, el cual aunque tenga mucha guarda, no puede dormir seguro de los suyos como el bueno, que por doquiera que va, aunque vaya solo, todos miran por él.»

Hecho este razonamiento, esperó que le respondiesen, y como había hablado con los caballeros y ciudadanos, tomando el más antiguo la mano, respondió por todos en esta manera:

«Entendido hemos todos los que presentes vees, muy valiente y muy sabio Capitán de los cristianos, la gran falta que nos ha hecho nuestro señor y los muchos daños que de su ausencia se han seguido, y así, estamos muy obligados par el remedio que al presente pones, con darnos por señor a Don Hernando, ligítimo subcesor y heredero en el reino y señorío de Tezcuco, del cual esperamos que seremos, como dices, bien gobernados y mantenidos en justicia, y así será causa que los demás que en México y en otras tierras están derramados, se junten y, como antes, ennoblescan su ciudad; por lo cual, Don Fernando, Rey e señor nuestro, hoy, como a ligítimo subcesor de tu hermano, para mientras los dioses te dieren vida, te rescebimos y juramos por nuestro Rey e señor natural y prometemos a nuestros dioses, a ti y a todos los que presentes están de te obedescer en todo lo que nos mandares, como no sea contra nuestra religión y contra nuestra patria, y así, te suplicamos que como a tuyos nos rescibas y ampares debaxo de tu favor y autoridad real.»

Diciendo estas palabras, él y los demás, en señal de reconoscimiento y vasallaje, hicieron cierta cerimonia, inclinando las cabezas, y luego, prosiguiendo su plática, dixo: «Los dioses inmortales te hagan dichoso, venturoso contra tus enemigos; en tus dichosos años y días nos dé Dios nuevas victorias, muchos amigos, guenos temporales y todo nos subceda próspera y dichosamente.»

Acabada esta repuesta, hizo señal con la mano, tocaron los cuernos y caracoles, teponastles y los demás instrumentos, en testimonio de su gran contento, tras lo cual se siguió luego la música de los españoles, que muy suave, alegre y regocijada les paresció, la cual acabada, respondiendo Don Fernando, dixo estas palabras:

«Rey soy ya e señor vuestro, de vuestra voluntad rescebido y jurado. Los dioses me sean contrarios, la tierra me niegue sus fructos, las fieras despedacen mi cuerpo, mis vasallos se rebelen, mis amigos me dexen y desamparen, todo me subceda al revés, siniestra y desdichamente, si en lo que en mí fuere no os tratase piadosamente, si no executare vuestras leyes, si no cumpliere vuestros previlegios, si no os defendiere de vuestros enemigos, si no os mantuviere en justicia.» Diciendo esto se levantó en pie, llegaron los principales, hincadas las rodillas, inclinadas las cabezas. Abrazólos en nombre de todos los presentes y ausentes, mandóse apregonar por Rey e señor de Tezcuco, y con gran ruido se tendieron por el aire las banderas y estandartes reales con las armas del nuevo Rey y de la ciudad.

Concluído desta manera este tan solemne acto, se levantó Cortés, y tomándole por la mano, tratándole con más respecto que antes, le traxo a su aposento, donde le dixo cómo se había de haber con sus vasallos y qué orden tendría para atraer a los demás, los cuales como supieron la nueva elección, de veinte en veinte y de ciento en ciento se volvieron a la ciudad, que no poco contento dio a Cortés.



 

 

Capítulo LIX

De cómo los señores de Guatinchán y Guaxuta vinieron a decir a Cortés cómo todo el poder de Culhúa venía sobre él y de lo que él respondió y hizo.

Dos días después de la elección de Don Fernando, ya que los más de los tezcucanos habían vuelto aa la ciudad y Cortés ganaba cada día mayor autoridad y crédicto, vinieron de repente, muy alterados los señores de Guatinchán y Guaxuta a Cortés, diciéndole que supiese de cierto cómo todo el poder de Culhúa venía sobre él y los suyos, determinados de no dexar hombre a vida, y que toda la tierra estaba llena de enemigos; por tanto, que viese lo que habían de hacer, porque ellos no estaban determinados si traerían sus hijos y mujeres adonde él estaba, o los meterían la tierra adentro, tanto era su temor. Cortés, nada alterado desta nueva, les respondió que no tuviesen miedo ni saliesen de sus casas, porque aunque fuesen más que las hierbas del campo, no había por qué, estando él allí, que temer, especialmente siendo crueles y tiranos, y que no era bien por vía alguna mostrar que los temían, pero como hombres valientes y de consejo recogiesen las mujeres, niños y viejos en las casas más fuertes, y los demás estuviesen apercebidas y pusiesen sus velas y escuchas dobles por toda la tierra, y en viendo o sabiendo que los contrarios venían, se lo hiciesen saber, porque saldría luego con su gente, así la de a caballo [como] con la que de a pie fuese más menester, y verían la riza y estrago que en ellos hacía.

Con esto, muy animados se volvieron a su tierra aquellos señores, poniendo al pie de la letra por obra lo que Cortés les había dicho, lo cual hicieron con mucho concierto y ánimo, por el que rescibieron en tener tan seguras las espaldas.

Cortés luego aquella noche apercibió toda su gente, puso muchas velas y escuchas en todas las partes que vió ser nescesario; no se hizo vela por cuartos, porque ninguno durmió aquella noche, esperando que ellos o los otros o todos juntos fueran acometidos, que fuera fácil a los enemigos, según eran casi infinitos, si tuvieran ánimo. Con este cuidado también estuvieron lo más del día siguiente y los enemigos no vinieron ni perturbaron a los señores de Guatinchan y Guaxuta, o porque no osaron, o porque de sus espias, que es lo más creíble, entendieron cuán a punto estaban los unos y los otros, y así, como gavilanes de poca presa, se ocuparon en hacer daño en los indios de carga que proveían a los españoles, de los cuales mataron muchos alderredor del alaguna e hicieron otros saltos, procurando tomar indios vivos, especialmente tlaxcaltecas, sus mortales enemigos, para despacio encruelescerse en ellos, sacrificándolos con diversos tormentos; y para hacer esto y otros mayores daños se confederaron con dos pueblos subjectos a Tezcuco, los más cercanos al alaguna, donde hicieron acequias, albarradas y otros muchos reparos para desde allí, a su salvo, hacer todo el daño que pudiesen.



 

 

Capítulo LX

Cómo Cortés dio sobre aquellos pueblos y ellos le pidieron perdón, y lo que sobre esto hizo.

Entendiendo esto Cortés, para atajar el fuego que de secreto se iba encendiendo, y estorbar los daños que se hacían, otro día que esto supo salió con doce de a caballo y docientos peones, dos tiros pequeños de campo y algunos tlaxcaltecas. Andada legua y media, que poco más había hasta los pueblos, topó con unas espías, mató algunas, prendió a las más, alanceó a muchos que se le pusieron en defensa. Llegó a los pueblos, batió los fuertes, hizo mucho daño, porque quemó muchas casas, desportilló las albarradas y forzó a muchos que echándose al agua salvasen las vidas.

Con esta victoria volvió tan alegre cuanto los otros quedaron de tristes, confusos y perdidosos, de los cuales otro día por la mañana tres principales con algunos que los acompañaban, vinieron a Cortés, diciéndole palabras de grande arrepentimiento, suplicándole con grandes reverencias (que las hacen bien a menudo) que no los destruyese más y que con la emienda que habría, vería cuán arrepentidos estaban de lo hecho, en lo cual habían sido engañados, y que primero morirían mill muertes, que en ningún tiempo rescibiesen en sus pueblos a los mexicanos. Cortés, como vio que de su voluntad se había venido y que no eran personas de mucha cuenta y que eran vasallos de Don Fernando, a quien deseaba hacer placer, los perdonó con buena gracia, amenazándolos bravamente de que si otra les acaeciese, no dexarían hombre a vida. Fuéronse con esto.

Otro día volvieron de la misma población unos indios descalabrados, diciendo cómo los mexicanos habían vuelto a fortalescerse en sus pueblos y que defendiéndoselo bravamente les habían muerto e algunos, heridos y prendido a muchos, y que a no defenderse se señoreaban de los pueblos; y que pues ellos habían hecho el deber y cumplido lo que habían prometido, le suplicaban estuviese a punto para cuando le diesen aviso que los enemigos venían, para socorrerlos y destruirlos, porque tenían por cierto que habían de volver con más gente para meterse en los pueblos. Cortés les agradesció lo hecho, hizo curar los heridos, de que ellos rescibieron gran contento; díxoles estuviesen muy sobre aviso, puestas espías y que cuando entendiesen que los enemigos venían le diesen noticia, porque luego saldría él en socorro, de manera que otra vez no volviesen. Con esto, muy contentos, aunque descalabrados, se volvieron a sus pueblos.



 

 

Capítulo LXI

Cómo los de Chalco pidieron socorro a Cortés y de lo que respondió y de cómo le vinieron mensajeros de tres provincias.

En el entretanto vinieron mensajeros de la provincia de Chalco, también harto nescesitados del favor de Cortés, porque como se habían declarado par amigos de los cristianos y dados por vasallos del Emperador, los de Culhúa les hacían brava guerra, no dexándolos de noche ni de día. Suplicaron con grande instancia a Cortés les diese españoles con que se defendiese[n], y le avisaron que supiese que los enemigos tan encarnizados que cada día convocaban y percebían gentes para acabarlos del todo, y que a él le convenía dar socorro, así porque ellos ya eran suyos, como porque muertos ellos, otros de los amigos se saldrían afuera y los enemigos contra él se harían más poderosos. Mucha fuerza tuvieron estas palabras y no poco movieron el pecho a Cortés; pero como cada día esperaba de inviar gente a Tlaxcala para traer los bergantines, no se determinó a darles el socorro que pedían, porque sin hacer falta notable y correr mucho peligro no podía acudir a tantas partes, aunque en todo hacía lo que podía, y así, con las mejores palabras que supo, les dixo que porque a la sazón quería inviar por los bergantines y para ello tenía apercebidos a todos los de las provincias de Tlaxcala, de donde se habían de traer en piezas, y tenía nescesidad, por los infinitos enemigos, que de por medio había, de inviar para ello toda la más gente de a caballo y de a pie que pudiese no podía darles al presente el socorro que pedían; pero que pues las provincias de Guaxocingo y Cholula e Guachachula eran vasallos del Emperador y amigos de los cristianos, fuesen a ellos y de su parte les rogasen, pues vivían tan cerca, les ayudasen y socorriesen, inviando gente de guarnición en el entretanto que él les socorría. Ellos, aunque no quedaron muy contentos con esta respuesta, por no perder su amistad, se lo agradescieron, porque en más tenían un español que cincuenta mill indios, y rogáronle que pues ya no se podía hacer otra cosa, para que fuesen creídos, les diese una carta suya y también para que con más seguridad y osadía se lo osasen rogar, porque entre ellos y los de las dos provincias, como eran de diversas parcialidades, había habido diferencias de donde habían nascido antiguos odios.

Estando en esto, llegaron mensajeros de aquellas provincias, Guaxocingo, Guacachula y Cholula, y estando presentes los de Chalco, dando primero, como suelen, sus presentes, dixeron a Cortés cómo los señores de aquellas provincias no habían sabido dél después que había partido de la provincia de Tlaxcala, aunque siempre habían tenido sus velas puestas por las sierras y cerros que confinan con su tierra y sojuzgan las de México, para que viendo ahumadas, que son señales de guerra, le viniesen a ayudar y socorrer con sus vasallos y gente, y que porque acá habían visto más ahumadas que nunca, venían a saber cómo estaba y si tenía nescesidad, para luego proveerle de gente de guerra.



 

 

Capítulo LXII

De lo que Cortés respondió a los mensajeros y cómo confederó e hizo amigos a los de Chalco con ellos.

Gran contento rescibió Cortés con tan buena embaxada, y más por ofrescerse tan buena ocasión en que pudiese confederar a los de Chalco con los de aquellas provincias; y así para hacer esto mejor, mandando dar de beber a los mensajeros, que eran personas principales y entre ellos los más sabios, haciéndoles otras caricias, les dixo que a ellos agradescía mucho su venida, y [a] aquellos señores la enviada y el ofrescimiento, que tenía en tanto cuanto era razón, y que así a él y a los suyos de ahí adelante tenían más obligados para hacer por ellos todo lo que se ofresciese, y que al presente no tenía nescesidad de su socorro, porque, bendicto Dios que les daba fuerzas y ánimo, aunque cada día se juntaban más enemigos, había salido siempre victorioso de los recuentros y batallas que con ellos había tenido, y que aunque fuesen muchos más, pensaba, con el favor de su Dios, como había hecho, destruirlos; pero que si algo se ofresciese en que los hubiese menester, como a sus hermanos, los enviaría a llamar; y que pues dellos tenía tanto crédicto y confianza y ellos habían llegado a tan buen tiempo, que los de Chalco estuviesen presentes, les rogaba mucho que olvidades y echadas pasiones aparte, pues ya todos eran sus amigos y vasallos del Emperador, se confederasen, y de ahí adelante se hiciesen buena amistad y se aliasen y confederasen, por que desta manera se vengasen de los de Culhúa, y que nunca, para mostrar su esfuerzo y valor, habían tenido mejor ocasión, que los de Culhúa molestaban y fatigaban a los de Chalco, a los cuales les rogaba socorriesen y ayudasen en el entretanto que él inviaba por los bergantines, y que por este placer les prometía de hacerles muy buenas obras cuando menester lo hubiesen.

Mucho se holgaron los unos y los otros con estas palabras, porque se sintieron muy favoreseidos, y así, con mucho amor, hecha cierta cerimonia, se hicieron amigos en nombre de sus repúblicas y lo fueron de ahí adelante, tanto que en el discurso de la guerra se ayudaron y favorescieron como hermanos.



 

 

Capítulo LXIII

Cómo Cortés supo que los bergantines estaban hechos y que había llegado un navío al puerto, y del hecho que hizo un español.

Los soldados que Cortés había dexado, con Martín López en la provincia de Tlaxcala, haciendo los bergantines, que fueron la fuerza de los nuestros, tuvieron nueva cómo había llegado al puerto de la Veracruz una nao en que venían, sin los marineros, treinta o cuarenta españoles, y entre ellos algunos ballesteros, ocho caballos y escopetas y pólvora, cosas para en aquel tiempo harto nescesarias y bien deseadas, y como aquellos soldados no habían sabido cómo les iba en la guerra a los de Cortés ni tenían seguridad para pasar donde ellos estaban, tenían gran pena y estaban allí detenidos otros españoles que no se atrevían a venir, aunque deseaban mucho traer a Cortés tan buena nueva; pero como entre los españoles jamás faltaron hombres que con grande ánimo dexasen de abalanzarse a grandes cosas, por muy peligrosas y dificultosas que fuesen, un criado de Cortés, mozo de hasta veinte y cinco años, aunque estaba pregonado y mandado so graves penas que ninguno saliese de Tlaxcala sin expreso mandado de Cortés, como vido que con cosa ninguna su señoría habría más placer que con saber de la venida de la nao y del socorro que traía e que a tan buen tiempo estuviesen acabados los bergantines, aunque la tierra estaba tan peligrosa, se salió de noche, la cual caminó a muy grande furia con el mantenimiento que pudo sacar, metiéndose de día en las partes más ocultas y secretas que podía hallar. Víóse dos o tres veces en trance de morir. Finalmente, como hombre venturoso y de gran ánimo y esfuerzo, llegó muy alegre a Tezcuco, de que no poco se maravilló todo el real de los españoles, e aun el de los indios amigos, como hombres más temerosos y que sabían mejor que los nuestros las crueldades de los enemigos y los muchos que dellos había en los pasos más peligrosos; le miraban y aun tocaban con las manos como cosa muy extraña, dieciendo que si no se había hecho invisible, no sabían cómo había podido pasar sin que le matasen. Aquella noche en los dos reales, por las buenas nuevas, se hicieron alegrías, dieron al mancebo muchos de los principales y Cortés las albricias que pudieron, aunque él las merescía muy grandes.



 

 

Capítulo LXIV

Cómo Cortés invió a Sandoval por los bergantines y de lo que más le mandó y él hizo.

Muy lleno de grandes esperanzas con tan buenas nuevas tenía Cortés el pecho, las cuales le rebosaban por la boca, porque después de dar gracias a Dios, decía palabras prometedoras de prósperos subcesos y con que mucho animaba y aliviaba a los suyos de los trabajos pasados, por que no se le fuese de las manos su próspera fortuna. Desde a tres días que rescibió la nueva, despachó a Gonzalo de Sandoval con quince de caballo y docientos peones para que traxese seguro por sus piezas los bergantines y la gente que con ellos había de venir. Mandóle con esto que de camino destruyese, quemase y asolase el pueblo de Zultepeque, que los nuestros después llamaron el pueblo morisco, subjecto a la ciudad de Tezcuco, que alinda con los términos de Tlaxcala, porque los naturales dél habían muerto cinco hombres de caballo e cuarenta y cinco peones e trecientos tlaxcaltecas que venían de la villa de la Veracruz a la ciudad de México cuando Cortés estaba cercado en ella. No creyendo que tan gran traición se hiciera a los nuestros, aumentó la indignación y coraje de Cortés hallar cuando llegó a Tézcuco, en los adoratorios o templos de los indios, los cueros de los cinco caballos con sus pies y manos y herraduras, cocidos y tan bien adobados como en todo el mundo lo pudieran hacer, y no contentos con esto, para mayor magnifestación de su traición, que ellos tenían por señalada victoria, ofrescieron a sus ídolos la ropa y armas de los desventurados españoles. Hallaron con esto la sangre dellos derramada y sacrificada por todos aquellos adoratorios y templos, que cierto fue cosa de tanta lástima que les renovó todas las tribulaciones y trabajos pasados.

Sandoval, que desto no menos enojado estaba que Cortés, tomó el negocio bien a cargo, aunque Motolinea dice que en este caso siempre se excusaron los de Tezcuco de haber prendido y muerto los españoles, afirmando haberlo hecho las guarniciones de México, que después llevaron a sacrificar y comer los españoles a Tezcuco pero estonces, para que esto no sea creíble, no crean nada amigos los tezcucanos de los nuestros, y así, conforme a lo que Cortés escribió al Emperador, y otros conquistadores, dixeron [que] los de Tezcuco fueron en esta maldad; y porque parescerá dificultoso de creer que sin gran resistencia y muertes de los indios fuesen presos y muertos tantos españoles, diré cómo pasó.



 

 

Capítulo LXV

De la traición con que los del pueblo morisco prendieron y mataron tantos españoles.

Yendo, pues, todos aquellos españoles juntos, confiados en ir tantos, pasaron por aquel pueblo, en el cual los vecinos les hicieran muy buen rescibimiento para mejor asegurarlos y hacer en ellos la mayor crueldad que nunca se hizo. Ya que del pueblo habían salido, aunque otros dicen antes de entrar, baxando por una cuesta que hacía un mal pasa muy estrecho y angosto, que por los lados no se podía subir ni daba lugar donde los hombres se meneasen, cuanto más los caballos, llevándolos de diestro, e yendo unos en pos de otros, por el angostura del paso, los enemigos, que estaban puestos en celada de la una parte y de la otra, con tanta furia y alarido los tomaron en medio, que en muy breve espacio, matando dellos, los demás tomaron a manos para traerlos a Tezcuco, donde, con muchas invenciones de crueldades, los sacrificaron y sacaron los corazones, untando, con ellos los rostros de sus ídolos.

Motolinea, aunque cuenta esto mismo, dice que es más de creer que los tomaron de noche, durmiendo, porque por toda aquella tierra no hay cuesta agra ni que allegue a un tiro de ballesta, ni que sea menester apearse del caballo para subirla ni baxarla, y que este camino es de todos bien conoscido, que va de la Vereacruz a México, y que el principal pueblo donde esto acaeció fué donde hoy está la venta de Capulalpa. A esto lo que se puede decir es que no vive más el leal de cuanto quiere el traidor, y que hombres asegurados no es mucho que los maten, aunque sea en llano, especialmente habiendo sido tantos en prenderlos y matarlos, y que no fuese de noche paresce claro por dos cosas: la una, porque los indios jamás acometían de noche, y la otra porque los españoles siempre se velan, y en lo que toca el camino, poco hay dél que no tenga cuestas y barrancas.



 

 

Capítulo LXVI

Cómo Sandoval se partió e de un rétulo que vio, e del castigo que en el pueblo hizo.

Salió Sandoval con gran determinación de asolar y destruir aquel pueblo, así por lo que Cortés le había mandado, como porque un poco antes que llegase al pueblo halló escripto de carbón en una pared blanca de una gran sala que había en unos aposentos: «Aquí estuvo preso el sin ventura de Joan Juste, que era un hijodalgo de los cinco de a caballo.» Gran lástima puso este letrero a los que le leyeron, porque era uno de los más valientes y de más consejo que en el real se pudiera hallar, y así, todos unánimes los que con Sandoval iban, determinaron de vengar a fuego, y a sangre tan gran maldad; pero los del pueblo, conosciendo la traición grande que habían hecho, sabiendo que Sandoval se acercaba, aunque eran muchos y se pudieran poner en resistencia, determinaron a toda priesa, con todos los niños y mujeres, salirse dél. Sandoval los siguió, alanceó a muchos, prendió y captivó muchas mujeres y muchachos que no pudieron andar tanto, los cuales se dieron después por esclavos, atenta la gravedad del delicto. Siguió el alcance, alanceando y matando no tantos cuantos pudiera, porque como iban en huída y desordenados no pudieron hacer resistencia.

Aplacó su saña Sandovaal con la sangre de los muertos y con la poca resistencia y más con los ruegos y lágrimas, que acerca de los caballeros pueden mucho, que las mujeres y muchachos derramaban, arrojándosele a los pies del caballo, confesando la crueldad de su delicto; pidieron misericordia por sí, por sus padres y maridos. No se dexó Sandoval rogar mucho, que condisción es del ánimo fuerte y generoso ser piadoso con el rendido. Mandó hacer alto y que nadie de los suyos pasase adelante ni diese herida a indio alguno aunque pudiese, y así, antes que de allí partiese, haciendo señal de paz, hizo recoger la gente que quedaba en el pueblo y la que había ido adelante. Vinieron todos a su presencia, aunque algunos con recelo. Juntos todos, confesaron su maldad, diciendo que el demonio los había engañado y persuadido que lo hiciesen y que bien vían que en su mano estaba su muerte o su vida; que hiciese como valiente caballero en dar vida a los que se la pedían y que bastase la sangre que había derramado y los que había preso y captivado, y que le prometían de nunca más creer al demonio y de ser muy leales vasallos del Emperador y grandes amigas de los cristianos.

Con estas y otras palabras que la nescesidad y aprieto en que se vían les enseñaba, acabaron de ablandar el pecho a Sandoval y a sus compañeros, el cual, con palabras graves y severas, los amenazó, con que si otra vez, les acaesciese otra tal, aunque fuese de palabra, contra algún español, que los había de quemar hasta los niños en las cunas, y que estuviesen ciertos que estonces no bastarían ruegos ni lágrimas. Con esto los dexó, diciéndoles que se acabasen de juntar e hiciesen el deber, como después lo hicieron.



 

 

Capítulo LXVII

Cómo en el entretanto que Sandoval caminaba, los españoles salieron con la tablazón de los bergantes.

Al tiempo que Sandoval proseguía su camino, Alonso de Ojeda, Joan Márquez e Joan González y otros dos españoles determinaron, porque se les había acabado el tiempo en que Cortés les había mandado traxesen los bergantines, salir con ellos, aunque eran pocos, para meterse por tierra de guerra. Estos mismos españoles, saliendo de Tezcuco aquella noche, anduvieron catorce leguas, de manera que otro día bien temprano llegaron a Tlaxcala, apercibieron la gente, estuvieron cinco días en hacer esto; al sexto salieron con la ligazón, y demás aparato a un pueblo que se dice Gaulipa, donde se había de juntar la gente de guerra para asegurar los españoles y tamemes. Juntáronse ciento y ochenta mill hombres, estuvieron en aquel pueblo ocho días detenidos, aguardando que Cortés inviase algún Capitán con gente a rescebirlos al camino, aunque los tlaxcaltecas, como eran tantos y tan valientes, muchas veces dixeron que no eran menester más españoles para que ellos pusiesen en Tezcuco los bergantines sin que un palo se perdiese, y que primero morirían ellos sin quedar hombre a vida, que consentir llegar a los tamemes. Alonso de Ojeda, por no pasar de lo que su General le había mandado, aunque con tanta gente iba seguro, detúvose un poco, no mostrando cobardía, sino diciéndoles que aunque se acertase y subcediese bien, lo que el soldado hace contra el mandamiento de su Capitán no es bueno y meresce ser muy bien castigado, porque no está obligado a más de a obedescer, especialmente a Cortés, que tan valeroso y sabio Capitán era. Con esto no porfiaron los indios, viendo que como ellos hacían, se ha de obedescer al Capitán.



 

 

Capítulo LXVIII

Cómo Sandoval topó con los que traían los bergantines y el orden con que venían.

Con todo esto, viendo que el Capitán que esperaban se detenía, partió Ojeda de Guaulipa, hizo noche en unas cabañas que eran términos de la gente de guerra de Capulalpa, y estando aquella noche velándose los señores de Tlaxcala y sus Capitanes por su orden y concierto, que a su modo le tenían bien grande, a hora de media noche oyeron los nuestros cascabeles, que eran de tres caballos en que venían tres españoles de la compañía de Gonzalo de Sandoval, el cual, adelantándose una legua de todos los demás de su compañía, como había visto grandes fuegos, invió aquellos tres a descubrir qué cosa era, y él los siguió con dos compañeros solos. Los tres, como reconoscieron que era la gente de los bergantines corrieron con gran alegría hacia los nuestros, a los cuales dixeron que allí venía el Capitán Sandoval y que la demás gente quedaría una legua de allí. Llegó luego Sandoval, aunque Ojeda dice que quedó con el cuerpo del exército, por la matanza que el día antes había hecho, y que los tres de a caballo volvieron luego a darle la nueva de lo que pasaba. Sea como fuere, va poco en esto.

Otro día, bien de mañana, alzó el real Ojeda, marchando con el orden y concierto con que había salido de Tlaxcala, y como Sandoval también partió de mañana, viniéronse a topar a la mitad del camino, donde tendidas las banderas del un exército y del otro, tocando de ambas partes la música que traían, fue grande el alegría que los unos con los otros rescibieron. Apeóse Sandoval, abrazó a aquellos señores tlaxcaltecas y a los Capitanes y Alférez, holgóse mucho con ellos, agradesciéndoles mucho la venida y el grande ánimo con que se habían determinado de salir sin esperarle. Ellos le preguntaron cómo quedaba el General, y, respondiéndole que bueno y con deseo de verlos, le replicaron que mayor le traían ellos de verlo a él, porque ya no vían la hora que los bergantines se armasen para verse a las manos con los mexicanos.

En estas y otras razones se detuvieron un rato, y como era de mañana tornaron a marchar, repartiendo Sandoval la gente española de a caballo y de a pie, de manera que la mitad iba en la vanguardia y la mitad en la retroguardia. Y porque fue de ver y digno de escrebir el concierto con que marchaban, decirlo he en el capítulo que se sigue. Vinieron eaquella noche a dormir al pueblo morisco, donde habían muerto a Joan Juste y a Morla y sus compañeros y tomádoles la plata que llevaban.



 

 

Capítulo LXIX

Donde se prosigue el orden y concierto con que iban los indios hasta llegar a Tezcuco.

Traían la tablazón e ligazón de los bergantines más de ocho mill hombres de dos en dos, sin salir el uno del otro, que era cosa bien de ver y así bien digna de escrebir e oír, pues se ha visto pocas veces que la tablazón e ligazón de trece fustas se llevase en hombros veinte leguas por tierra cuajada de enemigos. Duraba el orden desde la vanguardia hasta la retroguardia casi dos leguas. En la delantera iban ocho de a caballo y cient españoles de a pie; a los lados della, por Capitanes de más de diez mill hombres de guerra, Ayutecatl y Teptepil, señores de dos principales de Tlaxcala, y en la rezaga venía por Capitán con otros diez mill hombres de guerra muy bien adereszados Chichimecatle, uno de los más principales señores de aquella provincia, con otros Capitanes que traía consigo. La demás gente de guerra, que era la que dixe, se volvió porque no era menester.

Había en este orden sargento mayor y otros sargentos y un General que iba e venía, poniendo en concierto la gente; llevaban las banderas tendidas, no cesando el ruido de la música; andaba el General siempre al lado del General Sandoval. Caminaron por este concierto y orden hasta llegar a los términos de Culhúa, donde, como diré, se trocó el orden.



 

 

Capítulo LXX

Cómo, entrando, por los términos de México, se trocó el orden, y de lo que dixo el Capitán que llevaba la delantera.

Como entraron con este orden los indios tlaxcaltecas por la tierra de Culhúa, recelándose los Maestros de los bergantines de alguna emboscada, porque toda era tierra de enemigos, determinaron de mudar el orden, mandando que en la delantera fuese la ligazón de los bergantines, y que la tablazón se quedase atrás, porque era cosa de más embarazo, por si algo les acaeciese, lo cual, si fuerra, había de ser en la delantera. Chichimecatl, que traía con su gente de guerra la tablazón y había venido siempre en la delantera, tomólo por gran afrenta, diciendo que por la tierra de sus enemigos quería entrar como había venido, en la vanguardia, y que primero moriría que consintiese tal afrenta, que él y los de su linaje habían siempre seguido la guerra y que jamás se habían puesto sino en los lugares donde había de acudir el ímpetu y furia de los enemigos, y que así, a la entrada de México había de ir él delantero, y que sobre esto no le porfiasen, porque con su gente se volvería a Tlaxcala. Los Maestros le replicaron cuán entendido tenían su gran esfuerzo y valor e que no lo hacían por afrentarlo ni tener su persona en menos, sino porque la tablazón convenía quedase atrás, por ser de más embarazo, si los enemigos saliesen; y que para esto convenía que él y los suyos, que eran más valientes, quedasen atrás, para que si los delanteros huyesen, él los rescibiese y hiciese cara a los enemigos; y que porque no había otro que como él lo pudiese hacer, le rogaban mudase lugar y no lo rescibiese por afrenta, pues por darle más honra lo hacían. El, persuadido, aunque con harta dificultad, dixo que lo haría, pero que no habían de ir españoles, en su goarda. Sandoval condescendió con él, porque, cierto, era muy valiente y de gran consejo en la guerra y holgó que ganase aquella honra, pues ya no iba en la delantera.

Llevaban los Capitanes dos mill indios, cargados con su vitualla, y así con este orden y concierto, prosiguieron su camino, en el cual se detuvieron tres días. Adelantándose Martín López, halló a Cortés comiendo y le dixo: «Señor, bien comerá vuestra Merced hoy con el presente que le traemos; acuérdese vuestra Merced a su tiempo del servicio que le he hecho.» Cortés no pudo comer más de contento, levantóse de la mesa, abrazólo y apercibióse para salir.

Al cuarto día entró en la ciudad de Tezcuco Sandoval con toda su gente, con gran contento y ruido de todas músicas, que cierto fue cosa muy de ver, así por el orden y multitud de gente con que entraron, como por las hermosas devisas y ricos adereszos que traían, con que mucho lucían. Saliólos a rescibir Cortés, vestido de fiesta, aunque armado de secreto, con todos los demás sus compañeros que tenía. Rescibió con grande alegría aquellos señores tlaxcaltecas y a los Capitanes y demás gente. Mirábanle y revenciábanle, como a cosa del cielo, y así le llamaban hijo del sol.

Tardó tanto en entrar la gente, que desde que los primeros comenzaron hasta que los postreros acabaron se pasaron más de seis horas sin quebrar el hilo de la gente; e después que ya todos hubieron entrado, Cortés, acompañado de aquellos señores, se volvió a su aposento, donde de nuevo, haciéndoles grandes caricias, agradesciéndoles las buenas obras que habían hecho, los mandó aposentar y proveer de lo nescesario lo mejor que ser pudo. Ellos al despedirse le dixeron que venían con gran deseo de verse con los de Culhúa, que viese lo que mandaba, porque ellos y su gente y la demás que quedaba en Tlaxcala estaban de propósito de se vengar o morir con los cristianos, y que tenían por cierto, según eran grandes las maldades de los de Culhúa, que por muchos más que fuesen, con el ayuda y favor de los cristianos, los destruirían e asolarían y se enseñorearían de sus mujeres, hijos y tierras e haciendas, y que en esto estaban tan determinados que, aunque lloviesen mexicanos o las hierbas se tornasen hombres, no habían de volver paso atrás sin que primero venciesen o perdiesen la vida en la demanda.

Cortés holgó cuanto debía con tan buena determinación; respondióles que nunca los tlaxcaltecas (según él había oído decir) jamás habían hablado ni peleado sino como nascidos para la guerra y ganar en ella gran prez y honra; que reposasen y descansasen, que presto les daría las manos llenas.



 

 

Capítulo LXXI

Cómo llegada la tablazón y ligazón de los bergantines, vino socorro de españoles y caballos que habían venido de Sancto Domingo, y de lo que Cortés les dixo y ellos respondieron.

Encaminaba Dios los negocios de Cortés tan prósperamente, que no habían acabado de llegar los tlaxcaltecas con la ligazón y tablazón de los bergantines, que de tanta importancia fueron, cuando luego tuvo nuevas cómo habían llegado navíos al puerto, que fué al principio del mes de Marzo del año de mill e quinientos e veinte e uno. Llegó primero el tesorero Julián de Alderete, que fué el primero tesorero de Su Majestad en esta Nueva España. Vino con él el almirante Don Diego Colón, de España a Sancto Domingo, en fin del año de quinientos y veinte, con quien vino mucha gente, y a este mismo tiempo los indios de la costa que llaman de Las Perlas, que es cosa notable, se rebelaron, matando muchos españoles, tanto que los que quedaron, dexando la tierra, se vinieron a Sancto Domingo y con el Tesorero y otros se embarcaron en cuatro navíos con muchos caballos y armas.

Traía el tesoro Alderete un navío por sí, en que traía criados, caballos y armas. Vino Rodrigo, de Bastidas, vecino de Sancto Domingo, con dos navíos, el uno muy grande, cuyo Capitán era Jerónimo Ruiz de la Mota, natural de Burgos, que también fue después Capitán. Venían en este navío, como era tan grande, muchos hijosdalgo, y entre ellos Francisco de Orduña, muchos caballos y armas y otros pertrechos.

Vino asimismo otro navío del Licenciado Ayllón, Oidor de la Española, también con hombres, armas y caballos. Llegaron a tan buen tiempo queno pudo ser mejor. Serían los hombres de guerra casi docientos y los caballos e yeguas de silla más de ochenta, muchas y muy buenas armas, artillería y munición bastante, con la cual se hizo después gran hacienda, de manera que con los que Cortés tenía y después llegaron halló casi mill hombres de armas tomar, con que, como era razón, estaba muy contento. Fueron rescebidos estos Capitanes y la demás gente con gran alegría en la villa de la Veracruz, de la cual se despacharon lo más breve que pudieron, porque cada día se les hacía un año hasta verse con el General, el cual hasta ver los nuestros no sosegaba, y así, cuando llegaron a Tezcuco, porque vinieron en muy gentil orden, los salió a rescebir, acompañado de sus Capitanes y otros soldados de preeminencia. Rescibió al Tesorero y a Jerónimo Ruiz de la Mota y a los otros Capitanes con muy grande alegría y contento, tanto que primero que le dixesen palabra les dixo:«Caballeros muy deseados: Más de mill veces seáis bien venidos, que Dios, cuyo negocio tratamos, os ha traído buenos y sanos para adelantaros en esta tierra y tomaros por instrumento para que su sancta fee se plante y el demonio pierda la silla que tanto tiempo ha tenido usurpada.» Con esto los abrazó, y a ellos de alegría se les arrasaron los ojos de agua, y respondiendo por todos el Tesorero, como Oficial del Rey, le dixo: «Todos nuestros trabajos, valeroso y venturoso Capitán, merescedor de la empresa que entre las manos tenemos, damos por bien empleados, porque claro se nos trasluce la victoria que Dios nos ha de dar contra su adversario el demonio, y esperamos en Dios que pues a tan buen tiempo venimos, le hemos de hacer algún gran servicio, para que de nosotros que de perpectua memoria.» Y Jerónimo Ruiz, que muy entendido y leído era, a esto añidió otras muchas, buenas y avisadas razones.

Desta manera entraron en Tezcuco, hundiéndose la ciudad del ruido que las músicas hacían, así de los tlaxcaltecas, que como a hermanos los rescibieron, como de leos españoles, que como a su sangre los deseaban. Hiciéronse aquella noche muchas alegrías; regocijáronse el otro día tanto los unos con los otros, que no se podía entender en cuales había más contento, o en los que vinieron, por haber llegado a tan buen tiempo, o en los que estaban, por ver que ya tenían la empresa en las manos.



 

 

Capítulo LXXII

Cómo se armaron los bergantines y de la manera cómo se echaron al agua y con cuánta devoción y solemnidad.

En el entretanto que estas cosas pasaban, los Maestros de los bergantines se dieron la priesa posible en armarlos, e ya que estaban para echarlos al agua, como estaban más de media legua del alaguna y un arroyo que iba a ella llevaba poca agua, abrieron una zanja por él, tan ancha que cupiesen los bergantines, y porque no era posible que en tan poca agua nadasen los bergantines, de trecho a trecho hicieron presas, de manera que era nescesario saltar casi dos estados, e para que no se quebrasen fue menester hacer invenciones e ingenios con que, aunque con trabajo, sin peligro, saltaban. Subcedió, que fue cosa misteriosa, estando surtos en una de las presas, que fuexon doce, se levantó un bravo viento, tras el cual se siguió un muy bravo aguacero; desamarráronse los bergantines que estaban amarrados, como quiera dieron aviso los indios, y a detenerse un poco los españoles, saltaban con el aire, que los llevaba fuera de la presa donde estaban, y los unos con los otros se hacían pedazos. Acudieron los Maestros, atravesaron vigas al cabo de la presa, para que si no los pudiesen detener, reparando el primero en las vigas, los demás se detuviesen, pero antes que [se] viniese a esto, saltando gente en el agua, los amarraron de suerte que estuvieron fixos, para con seguridad echarlos a la alaguna, que ya no quedaba más de una presa, de donde, como debían de hacer gran salto, fue nescesario con picos y almadanas romper algunas piedras grandes, represando el agua un poco atrás. Finalmente, con grande industria, hicieron uno como deslizadero para que, soltando la presa aunque con mucha furia, sin peligro del gran salto, los bergantines, el uno tras el otro, diesen el alaguna. Iban todos adereszados como convenía, aunque las velas cogidas, porque con la furia del agua y viento que les daba en en popa, no subcediese alguna desgracia. Iban advertidos los pilotos de, en saltando en el alaguna, hacerse a lo largo, porque con la furia del agua los bergantines no topasen los unos con los otros.

Hecho esto así, aquella mañana se juntó todo el exército de españoles y tlaxcaltecas, que era cosa bien de ver, por la orilla del alaguna, de aquella parte por donde los bergantines habían de saltar en el agua; y como había tanto riesgo, armada una gran tienda y en ella puesto un altar, revestido un sacerdote y confesados los más de los españoles, con gran devoción, después que hubo bendecido el agua, dixo la misa al Espíritu Sancto, que los españoles oyeron con lágrimas y contrición, suplicando a Dios apartase y librase de todo peligro aquellos bergantines, sin los cuales no se podía hacer la guerra tan cómodamente contra los que tenían sus casas dentro del agua y tantas canoas de donde podían ofender y defenderse. Cortés, que en todo género de virtud, como debe el buen caudillo, se adelantaba de los demás, en este día, oyendo la misa, derramó tantas lágrimas y rezó sus devociones con tanta eficacia, que a los demás provocaba a mucha devoción.

Acabada la misa, quitada el sacerdote la casulla, con el misal en la mano y un hombre par dél, que le llevaba el aceite e hisopo, e otros con candelas encendidas e una cruz delante, todos destocados e hincados de rodillas, llegó do los bergantines estaban, que era cerca de la tienda; bendíxoles, dixo muchas oraciones, suplicando a Dios con muy grande instancia los librase de todo peligro, así del agua, fuego, aire y tierra, como de los enemigos. Dichas muchas oraciones, después de haber invocado el socorro y favor de la Virgen sin mancilla y de los Sanctos y Sanctas, especialmente del abogado Sant Pedro y Sanctiago, sanctiguó los bergantines y echóles agua bendicta, hecho lo cual, vuelto a los españoles, les dixo: «Señores, yo he hecho todo lo que he podido; ahora todos y cada uno de vosotros ponga en su pecho por intercesor a Dios, el Sancto o Sancta a quien más devoción tuviere, para que multiplicados, como la Iglesia canta, los intercesores, Dios dé buen subceso a tan importante negocio. Hiciéronlo así todos con la mayor devoción que pudieron, y hecha luego señal para soltar la presa, salieron con gran furia los bergantines, sin tocar uno en otro, y sin peligro saltaron en el alaguna, y derramados por ella, como estaba concertado, soltaron las velas, tiraron muchos tiros, descogieron los Capitanes las banderas, tocaron la música que tenían; respondióles de tierra el exército de los españoles y el de los indios. Dio tan extremado contento, que no con menos que con lágrimas le magnifestaron. El sacerdote, que aún no se había desnudado al alba, hincándose de rodillas, levantadas las manos al cielo, dixo aquel cántico de «Te Deum laudamus» el cual acabado, Cortés se volvió a su alogamiento, a entender en lo demás que le restaba de hacer.



 

 

Capítulo LXXIII

Cómo Cortés invió [a] Alonso de Ojeda a la Villa Rica por dos tiros y de lo que le subcedió en el camino, y cómo a la vuelta Cortés le encargó la gente Tlaxcalteca.

Luego como Cortés llegó a sus alogamientos, llamó a Alonso de Ojeda y a otros dos españoles, sus amigos. Díxole que sacase consigo cuatro o cinco mill hombres tlaxcaltecas y se fuese a la Villa Rica la Vieja y que traxese dos tiros de artillería de hierro grueso, que había dexado allí una nao grande que había venido de Jamaica. Partióse luego Ojeda con aquella gente, acometiéronle algunos de los enemigos, e tuvo con ellos algunas escaramuzas en que llevaron lo peor los enemigos. Dábanles en otras partes desde las sierras los de Culhúa grita a los tlaxcaltecas; pero no osaban decendir, de temor, por el grande ánimo y esfuerzo, aliende del que de su natural tenían, que tomaban con la compañía de los españoles, y así los que no eran muchos les huyeron, y los que eran muchos, cuando se atrevían, salían descalabrados.

Desta manera Ojeda llegó a la mar, desencabalgó los tiros, dio orden cómo con facilidad se llevasen puestos en unas barbacoas o lechos de madera, cada uno por sí, y asimismo las cámaras. Llevaban cada lecho veinte indios en los hombros; remudábanse de trecho a trecho. Llevó también Ojeda ciertos barriles de sardina y otras cosas que halló en la costa, que entendió que no daría poco contento al real de los españoles, que nunca estuvo muy harto hasta tener la tierra subjecta. Partió con este recaudo, atreviéronsele algunos, como le vieron embarazado con aquellas cargas, pero él iba tan advertido y los indios de guerra tan en orden, que antes deseaban topar con enemigos, que buscar caminos por donde fuesen más seguros. Finalmente, después de algunos recuentros, de que siempre salieron con lo mejor, entrando por los términos de Tlaxcala, de todas las alcarías los salían a rescebir mucha gente con comida. Holgóse mucho Ojeda con ellos, y los unos y los otros, como parientes y amigos y de una nasción. Entró en Tlaxcala, descansó él y sus compañeros aquel día. Hospedáronle muy bien los señores de la provincia, diéronle de refresco otros indios de carga y otra gente de guerra, porque la que traía venía cansada; proveyéronle muy bien de todo lo nescesario; salieron con él más de dos leguas, porque, cierto, tenían muy en el corazón a Cortés, no queriendo jamás salir a partido de los que los mexicanos les hacían, respondiendo que ni quebrarían el juramento que habían hecho, ni reposarían hasta morir o hacerlos esclavos.

Despidióse Ojeda de aquellos señores y caballeros, vino a dormir a Xaltoca y otro día a Guaulipán, donde estuvo dos días descansando. Partió de allí y vino a Capulalpa, y otro día, a dos horas de la noche, entró en Tezcuco. Invióle a llamar Cortés, que estaba ya acostado. Rescibiólo con mucha alegría, preguntóle muchas cosas, especialmente cómo estaba el Teniente y los demás de la Villa Rica, y como de todo le dio muy buena razón y traxo, tan buen recaudo y vio que los indios todos le eran aficionados y que entendía bien la lengua, le dixo a Alonso de Ojeda: «Los que como vos hacen con tanto cuidado lo que se les encomienda, merescen que sus Capitanes los honren y aventajen de los otros, para que ni ellos queden quexosos ni los que estuvieren a la mira desmayen. Ya sabéis cómo de Tlaxcala ha venido mucha gente, que con los que había y han venido hay más de ciento y ochenta mill hombres. Determino de encomendároslos todos y que vos seáis su General; por tanto, haced el deber como hasta ahora lo habéis hecho, que en lo que yo pudiere os favoresceré.» Ojeda le besó por esto las manos, diciendo que asaz le pagaba los servicios que le había hecho, y que en lo de adelante vería con cuánto mayor cuidado le serviría. Con esto se despidió muy contento. Luego por la mañana los carpinteros hicieron cepos para encabalgar los tiros que se traxeron.



 

 

Capítulo LXXIV

Cómo Cortés, sin decir adónde iba, salió otro día con mucha [gente] a bojar el alaguna, y de lo que le subcedió.

Después que la gente de Tlaxcala hubo reposado del camino y vio Cortés que estaban algo desabridos por no venir a las manos con los mexicanos, apercibió treinta de a caballo y trecientos peones e cincuenta ballesteros y escopeteros y seis tiros pequeños de campo, y mandó que con Ojeda saliesen treinta o cuarenta mill tlaxcaltecas, y sin decir a persona alguna dónde iba, porque se recelaba, y con razón, de los de Tezcuco, que diesen aviso a los mexicanos, salió de la ciudad y fue a la mano derecha, que es hacia el norte, a la otra vuelta, e andadas cuatro leguas, topó con un muy grande escuadrón de enemigos. Rompió por ellos con los de a caballo; desbaratólos, dexando, muchos muertos; puso los demás en huída. Los tlaxcaltecas, como son muy ligeros, los siguieron bravamente; mataron muchos de los contrarios, no tomando hombre a vida, porque estaban ya de las antiguas injurias y agravios muy sedientos de su sangre. Señaláronse aquel día hasta la noche, que duró el alcance, cuatro o cinco Capitanes tlaxcaltecas que para entre ellos se mostraron leones, matando pór sus manos muchos Capitanes y principales de los enemigos; volvieron, aunque algo heridos, de que ellos no venían poco contentos, cargados de ricos despojos de plumajes, mantas y rodelas. Viniéronse derechos a do Cortés estaba, y como varones muy animosos, le dixeron: «Señor, con tu favor e ayuda esperamos que nosotros y nuestros hijos nos hemos de vestir y armar de los despojos que a estos perros mexicanos, quitándoles las vidas, hemos de tomar.» Cortés, hablándoles graciosamente, les respondió que lo que decían habían comenzado a cuniplir por la obra, y que así lo habían de hacer todos los Capitanes, que tan valientes fuesen como ellos.

Acercándose la noche, no tiniendo dónde ir a poblado, asentó su real en el campo. Durmió aquella noche muy sobre aviso y no con menos recaudo los tlaxcaltecas, que después de haber asentado su real, estuvieron casi toda la noche con muchos fuegos encendidos, tocando atabales y caracoles, festejando la victoria pasada, cantando venganza contra sus enemigos. Velaron por sus cuartos lexos del real, en compañía de los de caballo, cada cuarto más de mill hombres.

Otro día por la mañana, Cortés, hecha señal, sin decir adónde iba, por el recelo que tenía de los de Tezcuco que consigo llevó salió del alogamiento y prosiguió su camino. Llegó a un pueblo que se dice Xaltoca, que está puesto en otra laguna diversa de la que está entre México y Tezcuco, que es la de la mala agua y que ninguna cosa cría, ni en la otra que llaman dulce, que es tan grande como la salada, que es tan grande como la que cerca a México, sino otra tercera que está a la parte del norte, que tiene tres buenos pueblos y de harta gente. El uno llama Atlaltepeque y el otro Zumpango, donde se hace mucha cal, y el otro Xaltoca, abundante en pescado. Tiene muchas acequias anchas y hondas y llenas de agua, que hacían la población muy fuerte, porque los caballos no podían entrar a ella, y así, los vecinos, como si estuvieran tan fortalescidos que con fuerza humana no se pudieran combatir, dieron muy gran grita a los españoles, haciendo muy gran burla dellos, tirándoles muchas varas y piedras. Los españoles, a quien la mofa encendía más la ira, los de a pie con rodelas y espadas, se arrojaron a las acequias, que algunas veces el agua les llegaba a los hombros; rescibieron en los morriones muy duros y fuertes golpes. Finalmente, aunque con muy gran trabajo y con algunas heridas, entraron en el pueblo, haciendo lugar a los que los seguían, así indios como españoles. Hicieron allí mucho estrago con solas las espadas, que tuvieron harto lugar de emplearse. Echaron fuera los enemigos, quemaron gran parte del pueblo y con él los mantenimientos que hallaron. Salieron aquella noche de allí y fueron a dormir una legua adelante, donde hechos agua tuvieron la cena tan liviana que casi no comieron nada, y como la cama había sido dura, en amanesciendo tornaron el camino, en el cual hallaron que los enemigos desde lexos, sin osarlos acometer, les dieron gran grita. Los nuestros los siguieron, y como, la ventaja era grande, no los pudieron alcanzar.

Desta manera, sin hacer nada estonces, llegaron a un muy grande y hermoso pueblo que se dice Guautitlán, que es hoy de Alonso de Avila Alvarado, Regidor de México, sobrino de Alonso de Avila, que tanto se señaló en esta conquista. Hallaron este pueblo despoblado, porque el señor dél, que era muy principal, de temor de los nuestros se había ido, y la demás gente de guerra estaba en México, que está cuatro leguas de allí. Los nuestros durmieron allí aquella noche en los aposentos del señor y no sin gran recato, no los tomasen de sobresalto.

Otro, día siguiente, pasando adelante hacia México, llegaron a un pueblo que se dice Tenayuca, que está dos leguas de la gran ciudad de México. Llegaba hasta allí estonces el alaguna. Entraron en el pueblo sin ninguna resistencia, e sin detenerse allí pasaron a otro pueblo que se dice Escapuzalco, una legua de México, que todos estos pueblos están alderredor del alaguna. Todo esto pasaron sin resistencia y así no pararon, por el deseo que Cortés tenía de llegar a una gran ciudad que estaba un cuarto de legua de allí, que se decía Tacuba, por donde pasaron los españoles cuando salieron de México desbaratados, a quien dicen los viejos de aquella ciudad que los suyos nunca los ofendieron. Residía en esta ciudad el tercero señor de la tierra, cuyo descendiente es hoy Don Antonio Cortés. Estaba fuerte de gente y de muchas acequias de agua, las cuales, por los muchos manantiales de la tierra eran más anchas y hondas que la de otros pueblos, e aunque los vecinos della se pusieron en defensa, que estaban para ello muy a punto, Cortés les entró; mató algunos, y los demás, que eran muchos, echó fuera de la ciudad, y como sobrevino la noche no hizo otra cosa más de aposentar a los suyos en una casa del señor, que era tan grande que cupieron todos en ella a placer. Veláronse con el cuidado que solían.



 

 

Capítulo LXXV

Cómo otro día los tlaxcaltecas saquearon la ciudad, y cómo Cortés estuvo allí seis días escaramuzando, siempre con los enemigos.

Otro día en amanesciendo, los tlaxcaltecas y los demás indios amigos comenzaron a saquear y a quemar la ciudad, salvo el aposento donde los españoles, aunque se dieron tanta priesa que dél quemaron un cuarto, aunque algunos dicen que por ser las casas de terrados fue mayor el ruido y espanto que el daño que hicieron, y esto decían ellos que lo habían hecho por vengarse de la matanza que en los nuestros y en sus naturales habían hecho cuando de México, saliendo desbaratados, pasaron por aquella ciudad. Lo que sé decir es, como testigo de vista, que para haber rescebido tan buenas obras, no nos quieren mucho.

Estuvo Cortés seis días en esta ciudad, en ninguno de los cuales estuvo ocioso, antes siempre tuvo encuentros y escaramuzas con los mexicanos que estaban cerca de ellos, e hubo algunos recuentros con tanta grita y barahun,da, como suelen, que paresció que el cielo se venía abaxo. Los tlaxcaltecas, como deseaban mejorarse con los mexicanos y los mexicanos se tenían por valientes, era cosa de ver los desafíos que entre los Capitanes y principales soldados había, desafiándose uno a uno, dos a dos y cuatro a cuatro. Las más veces los mexicanos llevaban lo peor y en los particulares desafíos no había más que morir o vencer, porque se querían tan mal y tenían por tanta gloria llevar el brazo o cabeza del vencido a los suyos, que jamás se tomaban a vida. Decíanse los unos a los otros tantos denuestos, tan extraños y encarescidos, que era cosa de ver; pero entre otras cosas, no son de pasar en silencio, lo que los mexicanos decían a los tlaxcaltecas. Decíanles: «Vosotros, mujeres mancebas de los cristianos, nunca osastes llegar adonde ahora estáis sino con el favor de vuestros amigos los cristianos. A vosotros y a ellos comeremos en chile, porque no nos presciamos de teneros por esclavos». Los tlaxcaltecas respondían: «Nosotros, como a gente bellaca, temerosa y sin fee, siempre os hemos hecho huir y nunca de nuestras manos habéis escapado menos que vencidos. Vosotros sois las mujeres y nosotros los hombres, pues siendo tantos y nosotros tan pocos jamás habéis podido entrar en nuestros términos como nosotros en los vuestros. Los cristianos no son hombres sino dioses, pues cada uno es tan valiente que a mill de vosotros espera y mata.»

Con estas y otras injurias se encendían y enojaban tanto los unos contra los otros, que como canes rabiosos se despedazaban sin dar lugar a que, si no era en la figura, paresciesen hombres, sino fieras.



 

 

Capítulo LXXVI

De las cosas que los mexicanos decían a los españoles y de lo que Cortés les dixo y ellos respondieron.

Prosiguiendo en su coraje los mexicanos, deseosos de vengarse de los nuestros, saliendo por la calzada, fingían huir para meterlos en alguna celada donde los pudiesen tomar a manos y sacrificarlos, que es lo que ellos más deseaban y en que más mostraban el odio que les tenían, y como vían que no salían con esto, otras veces los convidaban a la ciudad, diciendo: «Entrad, esforzados, a pelear. ¿Por qué perdéis tan buena ocasión, que hoy seréis señores de México?» Otros decían: «Venid a holgaros, que la comida hallaréis aparejada. ¿No queréis?, pues aquí moriréis como antaño.» Otros: «Ios a vuestra tierra, que ya no hay Motezuma que haga lo que vosotros queréis.»

Entre estas pláticas, Cortés, con todo recato, poco a poco se fue llegando a una puente que estaba alzada; hizo señas a los de la una parte y de la otra, que callasen. Ellos, por ver lo que diría, sosegándose, le dixeron que hablase. El estonces les preguntó si estaba allí el señor, porque deseaba decirle cosas que mucho le convenían. Ellos le respondieron: «Todos los que veis son señores; decid lo que queréis»; y él, como no estaba allí el señor, calló un poco. Ellos, sintiéndose desto agraviados, le deshonraron bravamente, diciéndole, entre otras cosas: «¿Tú piensas, Cortés, que ha de ser la de antaño, y que es viva aquella gallina de Motezuma? Mal lo has pensado; que de ti y de los tuyos hemos de hacer un gran banquete a los dioses.» Cortés se rió; no les respondió palabra, porque hablaba con canalla, y diciéndoles un español que para qué parlaban tanto estando encerrados y sin comida, por la falta de la cual, aunque más valientes fuesen, si no se rendían habían de morir de hambre, replicaron con doblado enojo que no tenían falta de pan, pero que cuando la tuviesen comerían de los españoles y tlaxcaltecas que matasen, pues tenían la caza delante. Con esto arrojaron ciertas tortillas, diciendo: «Malaventurados, comed, que tenéis hambre; que a nosotros, por la bondad de los dioses, todo nos sobra y apartáos de ahí, si no haremos os pedazos.» Dichas estas palabras, gritando todos, tornando con mayor furia a la pelea, la cual no dexaron hasta volver bien descalabrados, Cortés, como no pudo hablar con Guatemuci, e que para esto había venido, al cabo de los seis días, determinó de volverse por el camino que había venido a Tezcuco, salvo que no fué por Xaltoca, que es a trasmano.



 

 

Capítulo LXXVII

Cómo Cortés, volvienda a Tezcuco, siguiéndole los mexicanos, les puso celadas y mató muchos dellos.

Los enemigos, como vieron levantar el real de los nuestros, creyendo que iban huyendo, determinados de seguirlos, los dexaron dormir aquella noche en la ciudad de Guatitlán para más asegurarlos, y luego otro día de mañana, saliendo de allí los nuestros, los enemigos, más espesos que granizo, los comenzaron a seguir, pero los de caballo, revolviendo de cuando en cuando, les hacían por un rato perder la furia, porque a los que alcanzaban dexaban tales que no volvían jamás a la burla. Con todo esto, como los españoles todavía marchaban, pensando que iban huyendo, como eran tantos, quedase el que quedase, los seguían bravamente, tanto que fue nescesario que Cortés usase de algún ardid, de los que solía, y así, mandó a la gente de a pie que se fuese adelante y que no se detuviesen, proveyendo, para la defensa dellos, que en la rezaga fuesen cinco de caballo, y quedándose él con veinte, mandó a los seis se pusiesen en cierta parte en celada y a otros seis en otra y a otros cinco en otra, y él con otros tres, poniéndose en otra, les dixo que cuando él apellidase ¡Sant Pedro! o ¡Sanctiago!, diesen en los enemigos, que con el cebo de ir tras los españoles, irían descuidados, pensando que todos iban juntos adelante. Fue así como Cortés lo pensó, el cual, desde que vio que había pasado gran multitud de gente, apellidando ¡Sant Pedro!, de súbito dieron todos los de caballo en ellos, y como los desbarataron fue fácil de hacer gran matanza en ellos. Siguiéronlos, dos leguas por tierra llana, quedando a pequeños trechos muchos de los enemigos muertos, con lo cual los vivos escarmentaron de tal suerte que no los osaron más seguir.



 

 

Capítulo LXXVIII

De lo que demás de lo contenido en el capítulo pasado Ojeda dice en su Relación.

Cerca de lo contenido en el capítulo antes déste, Ojeda, que a todo se halló presente, dice otras cosas no dignas de pasar en olvido en la Relación que, aprobada con otros testigos, me invió. Dice, pues, que cerca de Xaltoca, una legua antes, salió mucha gente de los enemigos a meterse en Xalcota, y como por allí los caballos no podían correr, a causa de las acequias y por ser la tierra marisma, Cortés dixo a Ojeda que con la gente de quien tenía cargo fuese en su seguimiento. Ojeda con los señores tlaxcaltecas y con sus soldados siguió el fardaje. Tomaron los tlaxcaltecas gran cantidad de mujeres y muchachos, y así entraron por el pueblo sin hallarse otro español, sino uno que se decía Martín Soldado. Hicieron gran riza en los enemigos, matando y robando, y desde a poco llegaron los de a caballo, el primero de los cuales fué un Hernán López.

Los indios de Xalcota desampararon el pueblo, y pasándose de la otra parte de las acequias, por estar más seguros, se comenzaron a defender bravamente de los tlaxcaltecas, que iban en su seguimiento; pero como llegaron los españoles de a pie y de a caballo, rompieron por ellos, abrasaron el pueblo, y aquella noche vinieron a dormir a otro donde el General asentó su real. Ojeda aposentó su gente media legua adelante en otro pueblo y otros aposentos, donde los señores tlaxcaltecas por sus personas velaron y repartieron las velas y las espías.

Ocupaban los escuadrones una gran legua, porque como acudió gente eran ciento y ochenta mill hombres.Yendo así marchando el campo hacia Guatitlán, como Cortés iba contento y en las burlas era no menos gracioso que sabio, y cuerdo en las veras, viendo a Ojeda acaudillar tan gran número de gente, dixo a algunos caballeros que con él iban, presente Ojeda: «Por cierto, señores, que si Ojeda fuese a su tierra y dixese que había sido Capitán de ciento y ochenta mill hombres y de más de mill Capitanes y caballeros, que, como a cosa de disparate, le tirarían de la falda y aun dirían que de mosquitos era mentira, cuanto más de hombres.»

Con esta conversación, que la tenía muy buena, llegaron a Guatitlán, donde en un cu hallaron tres mujeres metidas por su natura por unos palos muy agudos que les venía a salir por la boca, nuevo género, cierto, de diabólica y bestial crueldad. Dixeron algunos, que en castigo de los adulterios que habían cometido, estaban puestas así para que pagasen por la parte que habían pecado.

Salieron de Guatitlán. Como los indios amigos eran tantos y ocupaban tanta tierra, levantándose entre ellos algunas liebres (que las hay en abundancia en esta tierra) las tomaban a manos vivas y las llevaban a Ojeda, el cual las daba al General, el cual dixo: «El cobarde, por mucho que huya, viene a manos del animoso.»

De allí pasó a otros pueblos que están asentados en el alaguna e allí vieron la mucha priesa con que infinitas canoas metían en los pueblos varas tostadas, flechas, piedras y otras municiones. Dieron los indios tlaxcaltecas en los aposentos reales, robaron más de quinientos cueros de grandes tigueres e mucho oro y ropa rica. Desto dió aviso Ojeda a Cortés, porque vio a muchos de los tlaxcaltecas vestidos de ropa rica, de que ellos carescían, y que en las cabezas y brazos traían piezas de oro, que por su pobreza nunca usaron. Iba con Ojeda su compañero Joan Márquez. Díxoles Cortés: «¡Oh!, pese a vosotros, cataldos y tomaldes el oro, que no han menester, y dexaldes los cueros y ropas con que se vestan, y honren, en premio de su esfuerzo y diligencia.»



 

 

Capítulo LXXIX

Cómo Ojeda y Joan Márquez cataron a los indios tlaxcaltecas, y del oro que les hallaron, y cómo por esto muchos dellos se ausentaron.

No dixo Cortes a sordos lo que está dicho arriba, porque luego con toda diligencia, porque se les había de pegar algo comenzaron a catar los indios; recogieron hasta tres mill pesos de oro; pero otro día, cuando volvieron a hacer lo mismo, hallaron que se habían ido, porque no los catasen, más de diez mill hombres, que a lo que se podía presumir, según lo pasado, llevaban más de veinte mill pesos; pero catando a algunos de los otros, hallaron mill y sietecientos pesos, y cuando vino el otro día faltaban ya más de cincuenta mill hombres, que también se cree llevaban grandísima cantidad de oro. Andando desta manera Ojeda, halló a unos indios al rincón de un cu, que tenían escondida detrás de un pilar una carga de ropa rica, liada en un cacastle. Comenzóla a desliar; díxole un indio que le dexaxe, que era naboría del General. Ojeda vió que mentía, porque por menos lo suelen hacer; descogió la carga, y dentro della halló un mástil blanco, que sirve de pañetes pequeños; tomólo el indio, metióselo debaxo del brazo. Disimuló Ojeda hasta ver qué más había en la carga, y cuando vio que todo era ropa, quitóle el mástil; halló dentro dos ídolos de oro, muy fino, con sus alas, envueltos en algodones, y los algodones y ellos salpicados de sangre. Pesaban los ídolos casi cuatrocientos pesos. Halló asimismo media braza de chalchuíes, piedras entre ellos ricas; había al pie de ciento, ensartados todos en un hilo grueso de oro que pesaba once o doce castellanos. El indio, como vio el pleito mal parado, díxole, que también lo saben hacer con muy buenas palabras: «Señor, pues me has tomado el oro, dame parte destos chalchuíes.» Ojeda corrió la mano por el cordón y dióle la mitad dellos, con que el indio quedó bien contento. No se prosiguió más en catarlos porque ya faltaban casi la tercia parte, aunque los señores, o porque no los cataron, o por vergüenza, no se osaron ir.

La ropa que llevaron de despojo en este tiempo, valía más de trescientos mill ducados. Ojeda, guardando los chalchuíes, llevaba descubiertos los ídolos para darlos al General; topó con Cristóbal de Olid, que salía de con él, el cual le dixo: «¡Oh, qué buenas joyas, Ojeda! Dádmelas, que yo las daré al Capitán.» Dióselas Ojeda, y como era río vuelto, no supo si las vio Cortés. Halló Ojeda entre los chalchuíes uno labrado con una cara de hombre, que le daban por él en Tlaxcala quince esclavas, y si quisiera ropa, más de docientas cargas.



 

 

Capítulo LXXX

De lo que Ojeda escribe que acaeció a Cortés en Tacuba cuando se subió a un alto, y de la gracia que Pedro de Ircio dixo a su Alférez.

Estando Cortés en Tacuba, dice Ojeda que muchas veces mandaba subir una silla a lo alto de un cu, y que asentado en ella, mirando hacia México, daba mill sospiros, acordándosele del gran desmán que por su culpa y presunción le había subcedido. Arrasábansele los ojos de agua, y, cierto, con razón, porque para en aquel tiempo ningún Capitán en el mundo hizo tan gran pérdida. Revolvía consigo, como el que tan gran negocio traía sobre sus hombros, por qué vía podría restaurar el mal pasado, señorearse de aquella tan rica, tan fuerte y tan poderosa ciudad; y escarmentado de lo pasado, como algunas veces yo le oí, aunque tenía más gente y a punto los bergantines, nada confiado desto, lo encomendaba todo a Dios, y así le subcedió [que] un día, juntándose los mexicanos y los nuestros en la calzada, trabaron una muy brava escaramuza, y por socorrer los nuestros al Chichimecatl, señor de Tlaxcala, y a otros señores que estaban en gran riesgo, ainas cogieran a manos a tres españoles, donde un Joan Bolante, que no debía de ser muy hidalgo, Alférez de Pedro Dircio, soltó la bandera en el agua. Iba en la bandera una imagen de Nuestra Señora. Pedro Dircio, aunque se vio en aquel aprieto, recogiendo la bandera, se volvió al Alférez, diciendo: «¡Oh, traidor; crucificaste al Hijo y quieres ahora ahogar a la Madre!» Este dicho, contándose después al Emperador, dixo, como era prudentísimo: «Capitán que en tal aprieto decía gracias, consigo las tenía todas.»

Esta misma tarde llegó una canoa junto a la calzada. Echó en tierra sólo un indio, bien dispuesto de cuerpo y a su modo bien armado, el cual en su lengua, haciendo fieros, comenzó en voz alta a maltratar [a] los españoles, desafiando a cuantos estaban en el real, que uno por uno saliesen a matarse con él. Dichas estas palabras, comenzó a jugar de su espada y rodela, y acabando de decir e hacer esto, dixo: « ¡Ea, cristianos!; ¿qué estáis parados?; salga ya alguno de vosotros con quien este día haga yo fiesta y sacrificio a mis dioses, que están ya sedientos de la sangre de vosotros, por las muchas ofensas que después que venistes les habéis hecho.»

Salió luego a él un bien determinado soldado que se decía Gonzalo Hernández, el cual se fue derecho a él con buen denuedo, pero cuando el indio vio que ya se acercaba, o porque le hubo miedo, o porque para él y para otros tenían armada celada, saltó en el agua. El español, enojado de la burla, echándose en pos dél, aunque huía bien, le alcanzó y dio de estocadas, e ya que le estaba cortando la cabeza, acudieron muchas canoas de gente de guerra; pero como esto, vieron los nuestros, acudieron luego algunos, y, finalmente, si no fuera por los ballesteros y las voces que el General daba, y que un Diego Castellanos había muerto de un xarazo a un señor, con cuya muerte se ocuparon y aun desmayaron, sacaran y llevaran vivo al Gonzalo Hernández, el cual, como, salió de su poder con hartos golpes, aunque había dado muchas heridas, luego los de las canoas se retraxeron, metiendio en una dellas al indio desafiador, alcual con la mayorr honra que pudieron llevaron a su casa.



 

 

Capítulo LXXXI

Cómo Cortés entró en Tezcuco y del regocijo con que fué rescebido.

Hechos así los negocios Cortés durmió en un pueblo cerca de Tezcuco, para otro día de mañana entrar en él. Súpolo aquella noche Sandoval, que había quedado con la demás gente por General en lugar de Cortés. Mandó hacer aquella noche regocijos y que para el día siguiente todos estuviesen a punto para rescebir a Cortés, a quien ya los suyos deseaban ver, porque dél ni de los demás que con él habían ido hasta estonces habían sabido cosa, como tampoco Cortés dellos, y así los unos con deseo de entrar en Tezcuco y los otros con deseo de salirlos a rescebir, fue cosa de ver cómo todos, para cuando se encontrasen, se adereszaron. Salió Sandoval media legua larga de la ciudad, porque más no convenía, a caballo, con algunos caballeros, y los demás españoles por su orden, con sus atambores y banderas tendidas. Salieron con ellos muchos vecinos y personas principales de la ciudad, también con su música de caracoles y trompas.

Salió Cortés de donde había dormido, no de mañana, porque mandó ordenar todo el real, los tlaxcaltecas por hilera, de veinte en veinte, y los texcucanos entre ellos, todos muy lucidos, los más vestidos de camisas y mantas ricas que ellos antes no alcanzaban, tomadas en los saltos y batallas que con los mexicanos habían temido. Llevaban oro y mucha sal, de que siempre habían estado nescesitados. La mitad de los señores de Tlaxcala, ricamente adereszados con plumajes ricos y otros despojos, iban en la retroguarda, y la otra mitad, por la misma manera, en la vanguardia, los Capitanes y Alféreces cada uno con su compañía, y como la gente era mucha y tan lucida y campeaba tanto, por ir vestida de blanco, lucía mucho y parescía muy bien; tomaban mucha tierra.

Cortés partió los de a caballo y de a pie, de manera que él con los unos se puso en la delantera de los indios, y los otros mandó que fuesen en la rezaga, de manera que siempre llevaban a los indios en medio, a los cuales regía su Capitán Ojeda. Iban las trompetas y atambores delante y detrás, y cerca de Cortés su bandera y estandarte. Iban los indios muy contentos, como era razón, de muchas cosas, que eran haber puesto los bergantines en salvo, vencido batallas y en ellas muerto a muchos de sus capitales enemigos, haciendo la salva para los muchos que después habían de matar en el cerco de México; iban cargados de despojos ricos de joyas y sal. Desta manera, marchando los unos y los otros, se vinieron a juntar media legua de Tezcuco, donde Sandoval, inclinando su bandera, se apeó para besar las manos a Cortés; abrazáronse con grande amor, y lo mismo los unos españoles con los otros. Fue cosa de contento ver el alegría y ruido de música con que se rescibieron y cómo honraron los de Tezcuco a aquellos señores tlaxcaltecas, mirándolos y respectándolos como a más que indios.

Desta manera a horas de comer entró Cortés en Tezcuco, donde lo que después hizo, se dirá en los capítulos siguientes.



 

 

Capítulo LXXXII

Cómo los tlaxcaltecas se despidieron de Cortés, y cómo vinieron mensajeros de Chalco a pedir socorro.

Como la provincia de Chalco era tan provechosa a los señores de México, así por la mucha renta que della tenían, como porque della se proveían de maíz, madera, leña y otras cosas, la cual tiene dos puertos, para provisión de México, muy principales, el uno se llama Chalcoatengo, y el otro Ayocingo, pesábales mucho que los vecinos de aquella provincia se hubiesen rebelado y pasado a los españoles, y así, pensando por mal hacer lo que no podían por ruegos ni halagos, determinaron de juntarse gran cantidad dellos, para destruirlos. En este comedio, que fue dos días después de entrado Cortés en Tezcuco, los tlaxcaltecas, como venían ricos y contentos, pidieron licencia a Cortés para volverse a su tierra y gozar lo que llevaban con sus hijos y mujeres, diciendo que cuando fuese tiempo volverían para hacer la guerra a México. Cortés los despidió con mucha afabilidad y contento, trayéndoles a la memoria lo mucho que dellos confiaba y lo bien que les iría en el despojo de México, como de lo pasado lo habían entendido.

No hubieron acabado de salir los tlaxcaltecas, cuando, de parte de los señores de Chalco, vinieron mensajeros a Cortés, haciéndole saber cómo los de Culhúa con gran poder venían sobre ellos, por las razones ya dichas, pidiéndole que pues ellos eran ya vasallos del Emperador y servidores y amigos suyos, que con toda presteza, antes que los negocios viniesen a peor, los socorriese, porque ellos estaban determinados de morir primero que volver a la servidumbre mexicana y dexar de ser vasallos de un tan poderoso y buen señor como él les había dicho, ni dexar el amistad de tan valientes y esforzados amigos, con cuyo favor e ayuda pensaban, no sólo resistir a sus enemigos, pero vengarse dellos, como las injurias rescebidas merescían. Cortés rescibió bien los mensajeros, holgóse de que los de Chalco estuviesen tan enojados con los mexicanos y tan firmes el amistad con los españoles, porque pensaba en el cerco de México (como lo hizo) ayudarse mucho dellas, y así, sin más dilación, despachó luego a Sandoval con veinte de a caballo y trecientos peones, al cual encargó que marchase a toda furia y con todo cuidado y diligencia favoresciese aquellos señores, pues eran amigos y tan leales vasallos del Emperador. Sandoval partió luego, hizo noche en Tlalmanalco, seis leguas de Chalco, que es la cabecera, seis leguas adelante de la cual estaba la guarnición mexicana en Guastepeque.



 

 

Capítulo LXXXIII

Cómo Sandoval llegó a Chalco y allí ordenó lo que había de hacer, y de un bravo recuentro que hubo con los mexicanos.

De Tlamanalco caminó Sandoval a Chalco, donde halló mucha gente junta, así de aquella provincia como de las de Guaxocingo y Guacachula, que estaban esperando el socorro, y dando orden en lo que se había de hacer; partiéronse luego, tomaron su camino hacia Guastepeque, donde estaba la guarnición de Culhúa, de donde hacían gran daño a los de Chalco. La guarnición que era de mucha gente, salió al encuentro contra los de Chalco y los nuestros a un pueblo cerca de Guastepeque. Los de Chalco, como llevaban las espaldas seguras con los españoles, con grande ánimo rompieron con los mexicanos. Adelantáronse Sandoval y Andrés de Tapia, que aquel día hicieron maravillas. No pudieron los mexicanos sufrir mucho tiempo las muchas lanzadas y bravas cuchilladas de los españoles, desampararon el campo, retraxéronse a aquel pueblo de donde habían salido. Los nuestros los siguieron, mataron a muchos y a los vecinos del pueblo echaron dél, los cuales ya habían sacado las mujeres y niños.

Reposaron y comieron los españoles, aunque los indios amigos, especialmente los tlaxcaltecas, algunos de los cuales holgaron de venir esta jornada, se ocupaban en buscar ropa, porque aquella tierra es de mucho algodón.

Estando así los españoles descuidados y los amigos ocupados en robar, volvieron los enemigos de repente con gran furia y grita; entraron en el pueblo hasta la plaza de los aposentos principales, echaron muchas varas, flechas y piedras, con que hirieron, primero que se apercibiesen, a muchos de los nuestros, los cuales tocando al arma se recogieron, y con ellos los amigos, e así juntos salieron a grande priesa, los cuales lo hicieron tan bien que antes de una hora los echaron otra vez del pueblo; siguieron el alcance más de una legua; mataron muchos dellos. Volvieron aquella noche harto cansados, a Guastepeque, donde estuvieron descansando dos días.



 

 

Capítulo LXXXIV

Cómo Sandoval fué a Acapistla, donde requirió a los mexicanos se diesen de paz, y de la batalla que con ellos hubo.

Supo allí Sandoval que en un pueblo más adelante, dos leguas de Guastepeque, que se decía Acapistla, había mucha gente de guerra de los enemigos. Fue allá por ver si darían de paz e a requerirles con ella. Este pueblo, según después Cortés escribió al Emperador, era muy fuerte y puesto en un alto, aunque Motolinea dice que en llano. Como los mexicanos vieron que los de caballo no podían subir a lo alto donde ellos estaban, sin esperar a requerimientos de paz, cuanto más a responder, llegando los nuestros, comenzaron con gran grita y palabras afrentosas a pelear con ellos, echándoles desde lo alto muchas galgas, varas y flechas, con que de sí arredraban a los nuestros. Los indios amigos no se osaban acercar, por la dificultad de la subida y peligro que en ello corrían, lo cual, como vieron Sandoval y Andrés de Tapia, que muy valientes y animosos eran, apeándose de los caballos y embrazando las rodelas, dixeron, volviendo la cara a los compañeros: «Hidalgos, grande mengua será la nuestra, que estos perros, porque no los podemos acometer con caballos, piensen que han de hacer burla de nosotros. Bien será que sepan que no hay lugar fuerte para españoles. Subamos, caiga el que cayere, que nunca mucho costó poco.» Desta manera los dos juntos, apellidando «¡Sanctiago, Sanctiago y a ellos!» comenzaron a subir, rescibiendo muy duros y graves golpes; siguiéronlos otros muchos; rodaban unos, arrodillaban otros; finalmente, tiniéndose unos a otros, porfiaron tanto, que con el ayuda de Dios, aunque fue mucha la defensa, entraron en el pueblo. Fueron heridos de los hombres señalados en esta entrada Andrés de Tapia, Hernando de Osma; los otros eran muchos. Los indios amigos, como vieron subir a los españoles con tanto ánimo y que iban ganando tierra a los enemigos, siguiéronlos de tropel, y así los unos y los otros hicieron tan gran matanza en los enemigos y dellos se despeñaron tantos de lo alto, que todos los que allí se hallaron afirman que un río pequeño que cercaba casi aquel pueblo, por más de una hora fue tan teñido en sangre, que no pudieron beber por estonces los nuestros dél, aunque estaban bien sedientos por el cansancio y el gran calor que hacía. Motolinea (por [que] no quiero dexar de decir lo que hallé escripto) dice que echaron a los mexicanos del pueblo a lanzadas y cuchilladas y fueron en su alcance media legua hasta un río pequeño, de grandes barrancas, de donde se despeñaron muchos, tanto que de todos (que eran muchos,) quedaron pocos vivos por no querer la paz o por no merescerla, y que de dos arroyos el uno fue tinto en sangre y del otro bebieron. En esto tiene gran crédito lo que Cortés escribió, o por verlo él por sus ojos, o por saberlo de muchos testigos de vista.

Hecho esto, Sandoval. se volvió a Tezcuco, quedándose los de Chalco muy contentos en su tierra y con deseo de volverse a ver otra vez con los mexicanos. Fueron Sandoval y Andrés de Tapia más bien rescebidos de Cortés que nunca, porque cierto, así ellos como los demás mostraron bien el grande y singular esfuerzo que en semejantes trances la nación española suele mostrar.



 

 

Capítulo LXXXV

Cómo ido Sandoval, los mexicanos revolvieron sobre los de Chalco, y cómo antes que allá fuese Sandoval los de Chalco habían vencido.

En sabiendo que supieron los de México que los españoles y los de Chalco habían hecho tanto daño en su gente, determinaron de inviar sobre ellos ciertos Capitanes con mucha gente, y esto tan presto, que los españoles no tuviesen lugar de poder socorrerlos. Como los de Chalco tuvieron aviso desto, inviaron a toda priesa a suplicar a Cortés les tornase a inviar socorro; Cortés lo hizo así con el mismo Sandoval, y así con la misma gente de pie y de caballo. En el entretanto que los de Chalco despacharon, llegaron las guarniciones mexicanas. Salieron los de Chalco al campo con ánimo español más que índico, como los que habían andado en compañía de españoles y los tenían cerca, y que por horas los esperaban. Presentóse la batalla de una parte y de la otra en un gran campo, con mucho ardid y ánimo; los mexicanos, por tener en poco a los de Chalco y haber tanto tiempo antes que los tenían subjectos y tener espiados a los españoles, que para aquel tiempo no podían venir en socorro; los de Chalco, no estaban menos animosos, ni con menos coraje salían a la batalla, porque como ya libres de la antigua subjección y aliadas con gente tan valiente, les habían perdido todo temor y respecto; antes cebados en ellos, deseaban tomar venganza de todo.

Encendidos desta manera los unos y los otros, rompieron, según sus fuerzas, con gran furia los unos con los otros; trabóse de tal suerte la batalla que por grande espacio, no se pudo conoscer la victoria. Finalmente, muriendo muchos de los mexicanos, quiso Dios que los de Chalco saliesen victoriosos. Siguieron el alcance buen trecho, haciendo gran matanza, como los que tenían a España en el cuerpo; tomaron cuarenta vivos y entre ellos un Capitán.

Fué para ellos esta victoria de tanta importancia, porque alanzaron de su tierra a los que los trataban peor que a esclavos, que no se puede creer. Cuando Sandoval llegó, halló los campos poblados de muertos y huyendo por el agua en canoas los mexicanos que quedaron. Llegado que fue, los de Chalco muy ufanos por la victoria pasada, mostrándole los muertos, le entregaron los vivos y con aquel Capitán dos principales, y esto hicieron para que luego los inviase a Cortés, porque sabían que dello había de rescebir contento. El invió dellos y dellos dexó consigo, por asegurar más a los de Chalco. Estuvo con toda la gente en un pueblo que era frontera de los mexicanos, y después que le paresció que no había nescesidad de su estada, se volvió a Tezcuco, trayendo consigo a los otros prisioneros que le habían quedado.



 

 

Capítulo LXXXVI

Del socorro que vino a Cortés, y cómo de los prisioneros invió dos a los mexicanos.

Como ya el camino para la villa de la Veracruz desde Tezcuco estaba seguro, de manera que podían ir e venir por él, los de la Villa tenían cada día nuevas de Cortés y él dellos, lo que antes no podían. Inviáronle con un mensajero ciertas ballestas, escopetas y pólvora, con que hubieron gran placer, y desde a dos días le inviaron otro mensajero, haciéndole saber que al puerto habían llegado tres navíos y que traían mucha gente y caballos y que luego los despacharían; creo que eran los mismos de quien atrás hemos hablado. Con todo esto, procuraba Cortés, por todas las vías y formas que podía, atraer a los mexicanos a su amistad, por no destruirlos y descansar de los trabajos de las guerras pasadas, y así, dondequiera que podía haber alguno de México, le prendía, y sin hacerle mal, sino todo buen tratamiento, le tornaba a inviar a México, para que por aquella vía los mexicanos se ablandasen y viniesen a lo bueno. Persistiendo en esto, el Miércoles sancto, veinte y siete de Marzo del año de quinientos e veinte e uno, hizo traer ante sí a aquellos principales de México que los de Chalco le habían inviado. Díxoles si algunos dellos querrían ir a México, que les daría libertad con tal que le prometiesen hablar de su parte a Guatemucín y a los otros señores mexicanos y les dixesen que no curasen de tener más guerra con él, pues habían de llevar siempre lo peor, y que se diesen, como antes lo habían hecho, por vasallos del Emperador, porque no los quería destruir ni había venido a eso, sino a ser su amigo. Ellos, aunque se les hizo de mal, porque tenían temor que yendo con aquel mensaje los matarían, dos dellos se determinaron de ir, pidiéndole una carta, no porque los mexicanos la habían de entender, sino porque viesen que Cortés los había soltado e inviado libres, encargándoles aquel mensaje. Cortés escribió la carta y cerrada se la dio, dándoles a entender con la lengua que lo que en la carta iba era lo mismo que él de palabra les había dicho, e así se partieron, y Cortés mandó a cinco de a caballo saliesen con ellos hasta ponerlos en salvo; pero ni de los mensajeros ni de la carta hubo repuesta, antes, como hombres empedernidos y obstinados, cuando más con paz, los convidaban, tanto más respondían con guerra, como luego se dirá.



 

 

Capítulo LXXXVII

Cómo los mexicanos revolvieron sobre los de Chalco, e haciéndolo saber a Cortés, respondió que él quería ir al socorro.

El Sábado sancto los de Chalco y otros sus aliados e amigos inviaron a decir a Cortés que los de México venían sobre ellos, porfiando de vengarse. Mostráronle pintados en un paño blanco grande los pueblos con sus nombres que contra ellos venían e los caminos que traían; rogáronle con grande instancia, por ser sobrada la gente, que en todo caso los socorriese. Cortés les respondió que desde a cuatro o cinco días inviaría socorro. Ellos al tercero día de Pascua de Resurrección volviendo, le dixeron que era menester que con toda brevedad los socorriese, porque a más andar se acercaban los enemigos. Cortés les dixo que él quería ir a socorrerlos e mandó pregonar que para el viernes siguiente estuviesen apercebidos veinte y cinco de a caballo y trecientos peones.

Estando los negocios desta manera, el jueves antes vinieron de paz a Tezcuco, traxeron gran presente de ropa los mensajeros de las provincias de Tucupán e Mexcalcingo e Autlán, grandes pueblos, con otros sus vecinos que estaban en su comarca. Dixéronle y con muy gran voluntad que venían a darse por vasallos del gran señor de los cristianos y a ser sus amigos, porque ellos no habían muerto español, ni ofendido en otra manera a Cortés, el cual los rescibió y trató muy bien. Respondióles alegremente y en breve, porque estaba de partida para Chalco, que él en nombre de Su Majestad los rescebía y ampararía contra sus enemigos, como al presente quería hacer por los de Chalco, y con esto se fuesen en buen hora, hasta que más despacio los pudiese hablar. Ellos se despidieron muy contentos dél, porque pocos o ningunos iban menos.

El viernes siguiente, que fueron cinco de Abrill del dicho año, salió Cortés de la ciudad de Tezcuco con treinta de a caballo y trecientos peones, que estaban ya apercebidos, y dexó en ella otros veinte de a caballo e trecientos peones, y por Capitán dellos a Gonzalo de Sandoval. Salieron con Cortés más de veinte mill amigos tlaxcaltecas y tezcucanos y en su ordenanza, como siempre solía. Fue a dormir a una población de Chalco, llamada Tlalmanalco, donde fue bien rescebido y aposentado, y allí, porque estaba una buena fuerza, después que los de Chalco fueron nuestros amigos, siempre tuvieron una buena guarnición, porque era frontera de los de Culhúa.

Otro día, que se le llegaron más de otros cuarenta mill amigos, llegó a Chalco a las nueve del día, sin detenerse más de hablar a aquellos señores y decirles que su intención era dar una vuelta en torno de las lagunas, porque para estonces estarían ya los bergantines prestos, y si alguna falta tenían, enmendados. Como les hubo dicho esto, aquel día, a vísperas, partió de allí e llegó a una población de la misma provincia donde asimismo se les llegó mucha gente. Durmió allí aquella noche; y porque los naturales de aquella población le dixeron que los de Culhúa le estaban esperando en el campo, mandó que al cuarto del alba toda la gente estuviese en pie apercebida.



 

 

Capítulo LXXXVIII

Cómo otro día partió Cortés de allí, y cómo halló un peñol muy fuerte, y de la manera que tuvo en acometerle.

Otro día, en oyendo misa, comenzó a caminar Cortés, tomando él la delantera, con veinte de a caballo, mandando ir en la rezaga los diez que restaban, y así, con gran cuidado, pasó por entre unas sierras muy agras. Como a las dos, después de mediodía, llegó a un peñol muy alto e muy agro, encima del cual estaba mucha gente de mujeres y niños, y todas las laderas llenas de gente de guerra. Comenzaron luego, como suelen, a dar grandes alaridos, haciendo muchas ahumadas, tirando a los nuestros con hondas y muchas piedras, flechas y varas, por manera que llegándose cerca rescebían mucho daño, y aunque Cortés había visto que no le habían osado esperar en el campo, parescíale que era otro el camino y que le había errado, según los de Chalco le dixeron, que no menos que en el campo le esperarían. Estuvo Cortés muy dubdoso qué haría, porque pasar adelante sin hacerles algún mal sabor y que los indios amigos pensasen que de cobardía lo hacía, parescíale mal caso, y acometer, cosa temeraria por la terrible fortaleza que el peñol tenía, era atrevimiento demasiado. Finalmente, queriendo más morir que dar muestra de temor, comenzó a dar una vista en torno del peñol, que tenía casi una legua; vióle tal que le paresció locura ponerse a ganarlo, y aunque pudiera, cercándole, poner en nescesidad de darse a los que en él estaban, no quiso, por no detenerse, y así, abrazándose con aquel dicho que dice: «Al mayor temor, osar», determinó de subir el risco por tres partes que él bien había visto. Mandó a un Cristóbal Corral, Alférez de sesenta hombres, que él siempre traía consigo, que con su bandera acometiese y subiese por la parte más agra, y que ciertos escopeteros y ballesteros le siguiesen. Mandó a Joan Rodríguez de Villafuerte y a Francisco Verdugo, Capitanes, que con sus gentes e con ciertos ballesteros y escopeteros subiesen por la otra parte, y que asimismo Pedro Dircio y Andrés de Monjaraz, Capitanes, acometiesen por la otra parte con los ballesteros y escopeteros que quedaban, e que todos a una, en oyendo soltar una escopeta, aunque Motolinea dice tocar una trompeta, acometiesen con grande furia e ímpetu, determinados de morir primero que volver atrás; e luego, en disparando la escopeta, fue cosa de ver, apellidando ¡Santiago, y a ellos! con cuánto esfuerzo acometieron los nuestros. Ganaron a los enemigos dos vueltas del peñol, que no pudieron subir más, porque con pies y manos no, se podían tener, a causa de la increíble aspereza y agrura del cerro, especialmente que los de arriba, como gente fortalescida, echaban de lo alto con ambas manos, y muchas veces dos y tres hombres juntos, tan grandes piedras que haciéndose pedazos por el camino hacían gran daño. Finalmente, fue tan recia la defensa, que habiendo herido más de veinte españoles, mataron dos, el uno de los cuales perdiendo el sentido, de una pedrada que le habían hundido los cascos, Cortés con un cuchillo de escribanía se los levantó, y desta manera tuvo lugar, primero que muriese, de confesarse; y a tener los enemigos más entendimiento, no quedaba español vivo, y en fin, como Cortés vio que en ninguna manera podía pasar de las dos albarradas e que se iban juntando muchos de los contrarios en socorro del peñol, que todo el campo estaba lleno dellos, hizo señal de recogerse. Baxaron los Capitanes con su gente, arremetieron los de caballo a los que en el campo estaban, rompiéronlos y alanceándolos los echaron del campo, y matando en ellos, duró el alcance más de hora y media.



 

 

Capítulo LXXXIX

Cómo Cortés combatió otro peñol, y cómo ambos se le dieron de paz, y de lo que le dixeron y él les dixo.

Como era mucha la gente que los de caballo siguieron, derramáronse a una parte y a otra, y a esta causa reconoscieron mejor la tierra, de manera que después de haberse juntado, hubo algunos que dixeron que habían visto otro peñol no tan grande ni tan fuerte, con mucha gente, una legua de allí, y que por lo llano, cerca dél había gran poblazón y que no podían faltar las dos cosas que en el otro habían faltado, la una el agua, y la otra la facilidad de poderle entrar. Informado desto Cortés, aunque harto mohino de haber hecho tan poco en el otro peñol, se holgó con aquellas nuevas, por suplir en lo uno lo que había faltado, en lo otro, y así, sin más detenerse, partió luego de allí e fuese aquella noche cerca del otro peñol, adonde él y la gente pasó harto trabajo, porque tampoco halló agua ni en todo aquel día habían bebido ellos ni sus caballos; y como la cena que llevaban no era muy grande, pasaron aquella noche con no menos hambre que sed, oyendo a los enemigos el grande estruendo que con atabales e caracoles e grita hacían, y en siendo de día claro, Cortés con algunos Capitanes, comenzó a mirar el risco, el cual le paresció no menos fuerte que el otro, pero tenían dos padrastros más altos que él, que por todas partes le señoreaban, y no tan agros de subir. En éstos había mucha gente de guerra para defenderlos. Cortés con sus Capitanes y con otros hidalgos que le acompañaban, embrazando sus rodelas, se fueron a pie hacia el un padrastro, porque los caballos los habían llevado a beber una legua de allí. El intento de Cortés era ver estonces la fuerza del peñol y por dónde se podía combatir, y como la demás gente lo vio ir así, aunque no se les había dicho nada, siguieron tras dél, y como por entre los padrastros llegaron hasta la falda del peñol, los que estaban en los padrastros como en lugar menos fuerte aunque alto, creyendo que los nuestros querían acometer, desamparáronlos, o por miedo, o por socorrer a los suyos, que estaban en el peñol. Como Cortés vio el desconcierto de los enemigos y que tomados aquellos dos padrastros se les podía hacer desde allí mucho daño, muy al descuido y sin bullicio mandó a un Capitán que de presto con su gente tomease el padrastro más agro y fuerte. Hízolo así el Capitán, y Cortés con la otra gente comenzó a subir el cerro arriba, donde estaba la más fuerza de la gente. Ganóles luego una vuelta y púsose en una altura que casi igualaba con lo alto, de donde los enemigos peleaban, lo cual así a los españoles como a los indios paresció cosa imposible, y de lo que más se maravillaron que fuese tan sin sangre y peligro de los nuestros.

En este comedio un Capitán se dio tan buena maña que con su gente puso su bandera en lo más alto del cerro, y desde allí comenzando a soltar escopetas y ballestas, hacía tan mala vecindad a los enemigos, que ellos viéndose apretados por lo alto y por lo baxo, e que si el negocio iba adelante habían de perescer todos, hicieron señal, poniendo las armas en el suelo, que se querían dar. Visto esto por el General, como siempre era su motivo traerlos por bien, aunque ellos eran malos y los más merescían muerte, mandó hacer señal también de paz.



 

 

Capítulo XC

Do se prosigue cómo los deste peñol se dieron de paz y con ellos los del otro, y lo que más pasó.

Los indios, como vieron esto, dexadas las armas, baxaron todos a lo llano, donde los Capitanes y principales, pidieron en nombre de todos los demás, perdón a Cortés por lo pasado, diciendo que en lo de adelante lo enmendarían, y que bien vían que era trabajar en balde tomarse con los españoles, que tan fuertes y valientes eran, pues para contra ellos no había fuerza, castillo ni sierra que ellos luego no lo allanasen, y que lo que habían de hacer por fuerza y a costa de su sangre y vida, lo querían hacer de su voluntad, para que con razón se lo agradesciese; y que para que viese cuán de voluntad se le daban y querían ser sus amigos y vasallos del Emperador, inviaron luego a los del otro peñol a decirles que luego se diesen de paz, y lo mucho que lo acertaron en hacerlo. Cortés a este punto mostró más contento; díxoles que él se holgaba mucho de que entendiesen de las españoles dos cosas, la una que para ellos no había cosa fuerte, la otra que cuando son vencedores, son benignos y clementes y que con gran facilidad perdonan las injurias y agravios, amparando y defendiendo como a bienhechores los que se les rinden, y que hiciesen luego lo que decían, porque si los del otro peñol perseveraban en su mal propósito, pagarían cruelmente por sí y por los otros. Respondiendo a esto, luego cuatro o cinco Capitanes, con muchos que los acompañaron, a toda priesa fueron al otro peñol. Dixéronles lo que había pasado y que los españoles tenían alas, que subían adonde los páxaros no podían, que se diesen luego, como ellos habían hecho, y que los españoles eran de tan buen corazón que en rindiéndoseles los ofensores no sabían levantar el espada ni acordarse de agravios rescebidos, como con ellos habían hecho, y que, como lo entenderían adelante, aquellos cristianos hasta vencer eran bravos y crueles, pero que después de vencedores eran clementes y piadosos, y que siendo esto así, valía más hacer de grado luego lo que después habían de hacer por fuerza.

Los del peñol, oídas estas razones de sus naturales y amigos, aunque estaban muy fortalescidos, como les faltaba el agua, y cercados habían de perescer de sed, baxados del peñol los Capitanes y hombres principales, se fueron con sus amigos do Cortés estaba, al cual pidieron con lágrimas perdón de lo pasado. El los rescibió y perdonó con gran afabilidad, mostrando bien por la obra ser verdad lo que los que habían ido a traerlos habían dicho de palabra. Hecho esto, estuvo allí dos días, de donde invió a Tezcuco los heridos, e otro día se partió para Guastepec.



 

 

Capítulo XCI

Cómo Cortés partió para Guastepec y de cómo allí fué rescebido, y de la frescura deste pueblo, y cómo de allí pasó a Yautepec.

Aquel día a las diez de la mañana que partió del peñol llegó Cortés a Guastepec, do fue bien rescebido. Aposentóse en una gran casa que estaba en la huerta del señor y los demás en otros aposentos alderredor de aquella casa, que era muy principal y fabricada conforme a la grandeza y frescura de la huerta, la cual en aquel tiempo era la mejor que en todo este Nuevo Mundo ni en el antiguo hallar se podía, porque tenía de circuito dos grandes leguas y por medio corría un hermoso río poblado de la una parte y de la otra de muchos y frescos árboles, y de trecho a trecho, como dos tiros de ballesta, había aposentos e jardines graciosísimos, poblados de muchas verduras y flores e rosas y de todas las flores e frutas que la tierra llevaba. Había dentro caza de conejos y liebres y venados mansos, aves las que se podían haber, muchas sementeras, muchas fuentes de clara y hermosa agua, especialmente una que regaba la mayor parte de la huerta, con caños encalados; es una de las buenas fuentes del mundo. Finalmente, tenía esta huerta, aliende de los edificios, peñascos graciosos, y labrados en ellos escaleras, cenaderos, oratorios y miradores, todo lo que se puede pedir y desear para hacer muy apacible y deleitosa cualquiera muy sumptuosa y real huerta, y así Motezuma la tenía en mucho y con aparato real se iba a recrear a ella.

En esta huerta reposó aquel día Cortés con todo su exército; haciéronle los naturales todo el placer y servicio que pudieron, especialmente el señor, que muy rico y comedido era. Otro día de mañana se partió, y a las ocho del día llegó a una poblazón bien grande que se dice Yautepec, en la cual mucha gente de guerra de los enemigos le estaba esperando; y como llegó, paresció que querían hacer alguna señal de paz, o por el temor que tuvieron, o por engañar a los nuestros, pero luego sin más acuerdo, ni hacer resistencia, comenzaron a huir, desamparando su pueblo. Cortés no se quiso detener; siguiólos con treinta de a caballo, dio tras dellos bien dos leguas hasta encerrarlos en otro pueblo que se dice Xiutepec, donde alancearon y mataron mucha gente.

En este pueblo hallaron los nuestros la gente muy descuidada, porque llegaron primero que sus espías; mataron algunos que se quisieron poner en defensa, tomaron muchas mujeres y muchachos, y todos los demás huyeron. Cortés estuvo dos días en este pueblo, creyendo que el señor dél se viniera a dar de paz, y como nunca vino, cuando se partió hizo poner fuego al pueblo, que esto convenía estonces; e antes que dél saliese, vinieron ciertas personas del pueblo, de atrás, llamado Yautepec, los cuales le rogaron los perdonase e que ellos de su voluntad querían ser vasallos del Emperador de los cristianos e amigos verdaderos de los nuestros. Cortés los rescibió de buena voluntad, porque en ellos se había hecho buen castigo, y así no les dixo más de que por el castigo pasado verían cuánto les convenía perseverar en el amistad que ofrescían.



 

 

Capítulo XCII

Cómo Cortés fué a Quaunauac, fuerte y grande pueblo, y cómo por el ánimo de un indio tlaxcalteca vino a ser señor dél.

Aquel día que Cortés se partió, llegó a las nueve de la mañana a vista de un pueblo estonces muy fuerte, que se llama Quaunauac, dentro del cual había mucha gente de guerra, muy lucida, y era tan fuerte el pueblo por la cerca de muchos cerros y barrancas que la rodeaban (porque había alguna de diez estados y más de hondo) que ningún hombre de a caballo podían entrar sino por dos partes, y éstas estonces los nuestros no las sabían, y aun para entrar por aquéllas habían de rodear más de legua y media. También se podía entrar por puentes de madera, pero teníanlas, por miedo de los nuestros, alzadas, y a esta causa estaban tan fuertes, y a su parescer, y aun al de los nuestros, tan a su salvo, que aunque fueran diez veces más los españoles e indios amigos no los tuvieran en nada, y así, cada vez que los nuestros se atrevían a llegarse hacia ellos, los enemigos a su placer les tiraban muchas varas, flechas y piedras, haciendo más daño que rescebían, aunque con todo esto, siempre porfiaron los nuestros, paresciéndoles (como fue) que no había de faltar manera cómo les poder entrar, y así, estando en la furia del combate, un indio tlaxcalteca, muy valiente y animoso, pasó por un paso muy peligroso, de tal manera que los enemigos nunca le vieron, e como ellos de súbito y sin pensarlo le vieron cerca de donde ellos peleaban, creyendo que los españoles les entraban por allí, ca nunca pudieron dar en que indio se atreviese a pasar por allí, y así ciegos, desatinados y espantados, comenzaron a ponerse en huída, y el indio tras dellos, en pos del cual siguieron luego tres o cuatro mancebos, criados de Cortés, e otros dos soldados de una capitanía. Pasaron de la otra parte Cortés con los de caballo; comenzó a guiar hacia la sierra para buscar entrada, y como entre los nuestros y los enemigos no había más que una barranca a manera de cava, estándose tirando los unos a los otros muy embebecidos, sin atender, como diestros en guerra, a más de lo que hacían los españoles que habían pasado tras del indio, de improviso, con grande ánimo y grita, desnudas las espadas, hiriendo y matando, dieron sobre ellos, los cuales, como salteados y fuera de todo pensamiento que por las espaldas se les podía hacer alguna ofensa, porque no sabían que los suyos hobiesen desamparado aquel paso por donde los nuestros entraron, embazaron y perdieron de tal manera el ánimo, que no acertaban a pelear. Los nuestros mataban en ellos y hacían sin resistencia gran carnicería, y desque reportándose un poco, cayeron en la burla, comenzaron a huir e ya la gente española de a pie con muchos tlaxcaltecas estaba dentro en el pueblo, quemando y saqueando las casas. Los enemigos que en ellas estaban, a toda furia las desampararon, y huyendo, se acogieron a la sierra, aunque murieron muchos dellos, y los de caballo, siguieron y mataron también muchos, y después que hallaron por donde entrar al pueblo, que sería a mediodía, aposentáronse en las casas de una huerta, porque lo hallaron todo casi quemado, e ya bien tarde el señor de aquel pueblo, con algunos otros principales, viendo que en cosa tan fuerte no se habían podido defender, temiendo que allá a la sierra los irían a buscar, acordaron de venir a darse de paz, prometiendo de guardar de ahí adelante el amistad. Cortés los rescibió muy bien y reprehendiéndoles que por qué habían querido que los destruyesen y quemasen sus casas, respondieron (cosa cierto donosa) que por satisfacer más por sus culpas y delictos, quisieron más consentir primero se les hiciese daño, porque hecho, los nuestros después no tendrían tanto enojo dellos.



 

 

Capítulo XCIII

Cómo Cortés fue a Suchimilco, y del trabajo que en el camino pasó, y de la guerra que hizo a los del pueblo.

Después de haber Cortés dormido aquella noche en el pueblo, siguió su camino hacia México por la mañana e por una tierra de pinares despoblada e sin ningún agua e con un puerto que tiene casi tres leguas de subida. Pasáronle los nuestros con grandísimo trabajo y sin beber, tanto que muchos de los indios amigos perescieron de sed. Pararon a siete leguas de donde habían salido, en unas estancias, aquella noche, y por ir con la fresca y sentir menos el camino, salieron en amanesciendo; llegaron temprano a vista de una gentil ciudad que se dice Suchimilco, la cual está asentada en el alaguna dulce; y como los vecinos della estaban avisados de la venida de los nuestros, tenían hechas muchas albarradas e acequias e recogida mucha munición de varas, flechas y piedras y alzadas las puentes de todas las entradas de la ciudad, la cual está de México cuatro leguas.

Estaba dentro mucha y muy lucida gente, determinada de se defender o morir. Cortés les invió a decir, lo que siempre solía, que era mejor se diesen de paz, excusando los daños que se les podían seguir, que no perseverar en su mal propósito, pues tendrían entendido lo que les había subcedido a los demás. Ellos, como eran tantos y tan fortalescidos, hicieron las orejas sordas, dando por repuesta el tirar flechas y varas. Cortés, visto esto, ordenó su gente, hizo apear a los de caballo, y puestos todos en orden y concierto, se apeó él y con ciertos peones escopeteros, ballesteros y rodeleros, que llevaban cargo de rodelar a los ballesteros y escopeteros, acometió la primera albarrada, detrás de la cual había infinita gente de guerra, y como comenzaron a disparar los ballesteros y escopeteros, diéronles tanta priesa e hiciéronles tanto daño, sin rescebir casi ninguno, que los del albarrada, no pudiéndolo sufrir, feamente la desampararon, e los españoles, con ánimos de tales, se echaron luego al agua y pasaron, aunque bien mojados, adelante por donde hallaban tierra firme, y en media hora poco más, que pelearon con los enemigos, les ganaron la principal parte de la ciudad e una muy fuerte puente en la cual estaba la principal fuerza. Los que la defendían se echaron en el agua, metiéndose en sus acales, y los demás retrayéndose e haciendo lo mesmo, pelearon fuertemente con los nuestros hasta la noche. Unos daban voces pidiendo paz, e otros peleaban valientemente; e moviendo tantas veces paz e peleando, juntamente, cayeron los nuestros en el astucia y ardid, que era por entretener a los nuestros y alzar ellos sus haciendas y poner en cobro las joyas y ropas que tenían guardadas, y también por dilatar tiempo en el entretanto que les venía socorro de México.

Este día mataron los indios dos españoles, porque se desmandaron de los otros a robar y vinieron en tanta nescesidad que nunca pudieron ser socorridos. Esto suele hacer la demasiada cobdicia.



 

 

Capítulo XCIV

Do se prosigue la batalla y se trata de un caso extraño que subcedió a Cortés.

En la tarde pensaron los enemigos cómo podían atajar a los nuestros de manera que no pudiesen salir de su ciudad con las vidas, e juntos muchos dellos determinaron venir por la parte que los nuestros habían entrado, los cuales como los vieron venir tan de súbito, espantáronse de ver su ardid y presteza. Cortés estonces, viendo que el negocio iba perdido, con seis de caballo arremetió a ellos, rompiólos, y muchos, de temor de los caballos, se pusieron en huida, aunque otros fueron tan valientes que con sus espadas y rodelas esperaban a los de a caballo. Abrió Cortés el camino para que todos los suyos pudiesen salir tras dél, los cuales, cuando se vieron fuera de la ciudad, aunque había muchos trampales, hirieron y mataron a muchos de los enemigos, y como eran tantos, trabóse de tal manera la batalla, que los nuestros, no solamente se cansaban de matar y herir, pero los caballos andaban ya fatigados de tal manera que el de Cortés, como trabajaba más, andando de acá para allá, no pudiendo sufrir el trabajo, se dexó caer en el suelo. Cortés se apeó con gran presteza, y tomando la lanza con ambas manos, la jugó de manera que no menos mal hacía con el regatón que con el hierro. Defendiéndose desta manera un rato de muchos que le tenían rodeado, llegó allí un tlaxcalteca con su espada y rodela, que no supo por dónde entró. Díxole: «No tengas miedo, que yo soy tlaxcalteca.» Ayudóle luego a levantar el caballo, que estaba ya algo alentado, e a subir en él a Cortés. Acudió luego un criado suyo, y tras él muchos españoles. Miró Cortés en el indio, que le paresció bien alto y muy valiente.

Revolvió Cortés con los compañeros sobre los enemigos; dióles tanta priesa que desampararon el campo sin volver a su ciudad, y en el entretanto que los que tenían caballos para ello y los tlaxcaltecas seguían el alcance, Cortés, con otros de a caballo que no podían seguirle, se volvieron a la ciudad, y aunque era ya casi noche y razón de reposar, mandó cegar de tierra y piedra las puentes alzadas por do iba el agua, para que los de a caballo pudiesen entrar y salir sin estorbo, y no se partió de allí hasta que todos aquellos malos pasos quedaron muy bien adereszados y con mucho aviso y recaudo de velas. Pasó aquella noche durmiendo a ratos, rescibiendo a los que del alcance volvían, aunque no fue grande, porque ya anochescía cuando se acabaron de romper los enemigos.

Otro día por la mañana cabalgó Cortés, buscó con gran cuidado por sí y por las lenguas aquel indio que le había ayudado, para honrarle y favorescerle, agradesciéndole lo que por él, en tan gran peligro, había hecho, y después de haberle buscado con toda la diligencia posible, ni entre los vivos ni entre los muertos lo pudo hallar, porque llevarle preso los indios no lo acostumbraban. Creyó, según Cortés era devoto de Sant Pedro, que en aquella aflición y trance le socorrió e ayudó en figura de tlaxcalteca. Duróle a Cortés el cuidado hartos días de saber de aquel indio, y jamás pudo saber nada más de lo que presumió.



 

 

Capítulo XCV

De un bravo y soberbio razonamiento que Guautemucín, señor de México, hizo a los suyos, persuadiéndolos y exhortándolos a que de improviso diesen sobre Cortés en Suchimilco.

Como supo Guautemuza que los nuestros estaban a Suchimilco, llamando a los señores y Capitanes, para animarlos e indignarlos contra los nuestros, para que con la presteza posible se efectuase lo que él tanto deseaba, les dixo con gran coraje: «¿Qué es esto, señores y valientes Capitanes, que estando nosotros vivos, en nuestra gran ciudad de México, cabeza del mundo, después de vencidos rotos y desbaratados y muertos más de seiscientos destos perros cristianos, vuelvan delante de nuestros ojos a rodear nuestra ciudad, robar, destruir y quemar nuestros pueblos, levantar otros que en nuestro servicio teníamos, vencieron los fortalescidos en los peñoles, que no bastaran nuestros dioses a hacerlo, [y] por doquiera que van, como tigres y leones, son vencedores? Las manos me quiero comer de rabia y pelarme las barbas, de que no hayamos puesto remedio. ¿Qué esperamos, señores, sino que vencidos y rendidos los pueblos y ciudades que están alderredor de la nuestra, con mayores fuerzas vendrán sobre nosotros estos perros cristianos, enemigos nuestros y de nuestros dioses? Ya el negocio está puesto en términos que, no solamente nos conviene pelear por nuestros amigos, por nuestra gloria y fama, por nuestra hacienda, por nuestra ciudad, por nuestras mujeres y hijos, sino por nuestras vidas, por nuestra libertad y, lo que más es, por nuestros dioses. ¿Para qué queremos las haciendas, los triunfos ganados, los amigos, las mujeres y hijos y las vidas, si hemos de perder la libertad y permitir que nuestros buenos dioses, de quien tantas mercedes hemos rescebido, sean tan gravemente ofendidos, que ellos con sus templos tan afrentosamente sean quemados y deshechos? Si os duele su honra, si os acordáis que sois mexicanos, señores del mundo; si tenéis en la memoria las victorias ganadas y los grandes reinos y señoríos que vosotros y vuestros antepasados ganaron, no sé cómo os podéis sufrir sin que, como leones furiosos, arremetáis y saltéis contra tan malos hombres. Cuando faltaren los arcos, las varas, las macanas y rodelas, las piedras y las demás armas, de que asaz tenéis abundancia, aguzad los dientes, dexad crescer las uñas, para que despedazando, con los dientes y deshaciendo con las uñas a estos perros, venguéis a vos y a vuestros dioses de las injurias rescebidas, atajando las que os pretenden hacer, y para esto ninguna ocasión se ha ofrescido tan buena como la presente, que están Cortés y los suyos en Suchimilco, como en su casa, descuidados. Acometámoslos de súbito, por el agua y por la tierra con todo nuestro poder, que no se nos puede escapar hombre dellas que no muera, y así muertos con su Capitán, los que están en Tezcuco quedarán para sacrificarlos vivos a nuestros dioses, los cuales, volviendo por su honra, no dubdéis sino que serán en nuestra ayuda y favor.»



 

 

Capítulo XCVI

De lo mucho que los mexicanos se encendieron contra los nuestros con el razonamiento de su señor, y de cómo luego pusieron por obra lo que les dixo.

Pudo, tanto y tuvo tanta fuerza el soberbio razonamiento de Guautemuza con los suyos (que valiente y facundo era) que no se podría decir cuán encendidos quedaron todos a poner por la obra, sin faltar punto, todo lo que su señor les dixera; y como naturalmente y tan de atrás eran enemigos de los nuestros, la plática brava de su señor hizo en sus pechos y corazones lo que en el fuego encendido,hace el aceite, y así, ciegos de enojo y ardiendo en ira, no respondiendo palabras compuestas y ordenadas, como en otros casos hacían, saliendo como furiosos de ayuntamiento y congregación, olvidados de la comida, sin decir más que: «¡Mueran los perros cristianos!», los unos apercibieron las canoas, que eran más de dos mill, en las cuales entró luego la gente de guerra, que serían más de doce mill hombres; los otros apercibieron y juntaron los que habían de ir por tierra, que casi no tenían cuento; y para no ser sentidos, primero que llegasen a Suchimilco, no llevaron por el camino las banderas levantadas ni tocaron los instrumentos de guerra ni hicieron otros alborotos por donde fuesen sentidos, sino como diestros cazadores, fueron callando, por no levantar la caza, teniendo por entendido que si los nuestros no huían, no podían escapar de muertos o presos.

Salieron desta manera, haciéndoseles larga la jornada, aunque era bien corta, braveando, como ellos suelen, más que los de otras nasciones, los unos con los otros, diciendo cómo habían de matar y hender. Cortés, que en el entretanto no dormía, tiniendo sus espías dobladas, supo cómo venía gente. Subióse a una torre de un templo, para ver, como sagaz Capitán, qué gente y en qué orden y por dónde venía y por qué partes podría acometer, para proveer en lo que más conviniese. Vio como langosta muy espesa, así por el agua como por la tierra, venir tanta gente que a otro que no fuera de su ánimo y esfuerzo pusiera gran terror y espanto. Abaxó muy alegre, desimulando en su pecho el peligro que se ofrescía; dixo a sus Capitanes: «Estos perros vienen por el agua y por la tierra, pensando que nosotros estamos descuidados; armémoslos con quesos, que este es el día en que se han de hallar muy nescios.» Dichas estas palabras, sin hacer ruido, por que los enemigos entendiesen que estaban descuidados, ordenó su gente española e indica, púsola en dos o tres partes, por donde le paresció que le podían acometer los enemigos. Acabado de hacer esto y de haberse él comendado a Dios, andando de una parte a otra, vio llegar los que venían por el agua y los que venían por la tierra, casi a un tiempo, que los unos cubrían el agua y los otros la tierra. Fuése a los suyos, díxoles palabras de gran virtud y esfuerzo. Los Capitanes que de los enemigos venían delante traían desnudas en las manos las espadas que en la muerte grande de los españoles habían tomado; llegáronse poco a poco con gentil denuedo, apellidando los nombres de sus provincias y apellidando todos «¡México, México! ¡Tenuxtitlán, Tenuxtitlán!», paresciéndoles que con solo el apellido de México Tenuxtitlán los nuestros habían de desmayar. Amenazáronlos, dixéronles palabras injuriosas, y entre ellas, que con aquellas espadas, que la otra vez en México les habían tomado, los habían de matar y sacar los corazones para ofrescer a sus dioses. Los nuestros callaron, guardándose para la obra, y como, los enemigos se fueron acercando, se trabó la batalla bien brava y reñida, como diré.



 

 

Capítulo XCVII

Cómo se trabó la batalla y cómo la vencieron los nuestros.

Después que todo lo tuvo Cortés tan a punto como convenía y vio que los enemigos se acercaban, y con tanta furia, a trecho de romper, viendo que por la tierra firme acudía la mayor fuerza del exército, mandando hacer señal, salió con veinte de a caballo e con quinientos indios tlaxcaltecas, los cuales repartió en tres partes, para romper por otras tantas. Mandóles que desque hubiesen rompido, se recogiesen al pie de un cerro que estaba media legua de allí, donde también había muchos de los enemigos. Díxoles: «Caballeros: De otros tan grandes y mayores trances como éste nos ha sacado Dios con victoria; pocos son éstos para los que nosotros en su virtud y nombre podemos vencer.» Divididos en la manera dicha e dichas estas palabras, cada escuadrón, apellidando, «¡Sanctiago!» rompió con gran furia por su parte por los enemigos, a los cuales desbarataron, alancearon y mataron muchos. Recogiéronse al pie del cerro, donde Cortés mandó a ciertos criados suyos muy sueltos y ligeros, que, bien arrodelados, procurasen de subir por lo más agro dél, y que él, entretanto, con los de a caballo rodearía por detrás, que era más llano, y tomarían a los enemigos en medio, y fue así que como los enemigos vieron que los españoles les subían el cerro, volvieron las espaldas, y creyendo que huían a su salvo, toparon con los de a caballo, y así embazaron y casi se les cayeron las armas de las manos. Hicieron los nuestros y los indios tlaxcaltecas tan grande estrago en ellos, que en breve espacio mataron más de quinientos; los demás se salvaron huyendo a las sierras.

Los de a caballo, que eran quince, porque los otros seis acertaron a ir por un camino ancho y llano, alanceando en los enemigos, los cuales, a media legua de Suchimilco, dieron sobre un escuadrón de gente muy lucida, que venía en su socorro, desbaratáronlos asimismo e alancearon algunos, e ya que se hubieron todos juntado donde Cortés les había dicho, que serían las diez del día, volvieron a Suchimilco e a la entrada hallaron a muchos españoles que con gran deseo estaban esperando a Cortés, deseosos de saber lo que le había subcedido. Contáronles el grande aprieto en que se habían visto con los enemigos y cómo habían hecho más que hombres por echarlos del pueblo y que habían muerto gran cantidad dellos y tomádoles dos de las espadas españolas con que ellos estaban tan soberbios. Dixéronles asimismo cómo los ballesteros no tenían ya saetas ni almacén.

Estando en esto, llegó Cortés, el cual, antes que se apease ni hablase palabra, por una calzada muy ancha asomó un grandísimo escuadrón de los enemigos dando grandes alaridos. Arremetió a ellos Cortés con sus compañeros, a los cuales rompiendo, forzó a que por el un lado y el otro della se echasen al agua. Quedaron muertos los que no hicieron otro tanto, que fue en gran cantidad. Hecho esto, muy cansados se volvieron a la ciudad, la cual Cortés mandó quemar luego, no dexando cosa en ella más de los aposentos donde él y los suyos estaban, para que no hubiese dónde meterse los enemigos. Desta manera estuvo allí tres días sin pasarse mañana ni tarde que dexase de pelear.



 

 

Capítulo XCVIII

Cortés salió de Suchimilco y cómo todavía los enemigos le seguían, y cómo revolvió sobre ellos hasta que le dexaron y cómo entró en Cuyoacán.

Pasados los tres días, dexando quemada y asolada toda la ciudad, que puso gran espanto después a los moradores della, porque, cierto, según dicen los que la vieron, tenía muchas y muy fuertes casas, grandes y sumptuosos templos de cal y canto y otras cosas muy notables, que el mismo Cortés en la Relación que desto escribió dexa de decir, por seguir su brevedad, salió al cuarto día por la mañana a una gran plaza que estaba en la tierra firme, junto a la ciudad, donde los naturales hacían sus tiánguez, y estando dando orden cómo, diez de caballo fuesen en la delantera e otros diez en medio de la gente, y él con otros diez en la rezaga, los de Suchimilco, con gran grita dieron sobre los nuestros por las espaldas, creyendo que de miedo se iban huyendo. Cortés con los diez de a caballo de su compañía, revolvió sobre ellos, e habiendo alanceado muchos dellos, los compelió a volver las espaldas, e así los siguió hasta meterlos en el agua, de tal manera que tuvieron por bien de no volver a probar más su ventura. Volvió Cortés, y por el orden que había comenzado prosiguió su camino, e así llegó a las diez de la mañana a la ciudad de Cuyoacán, que está de la de Suchimilco dos leguas. Hallóla despoblada; aposentóse en las casas del señor y estuvo allí aquel día que llegó, porque en estando que, estuviesen prestos los bergantines, pensaba de poner cerco a México, y así le venía muy a cuenta ver la dispusición desta ciudad y las entradas y salidas della y por dónde los españoles podían ofender o ser ofendidos, y así otro día que llegó, tomando consigo cinco de a caballo y docientos peones, se fue hasta el alaguna, que estaba muy cerca, que entra en la gran ciudad de México, donde vio tanto número de canoas por el agua, y en ellas tanta gente de guerra, que ponía espanto, aunque a él más que aquéllo no lo acobardaba.

Llegó a un albarrada que los enemigos tenían hecha en la calzada, mandó a los peones que la combatiesen, y aunque fue muy recia de combatir y en la resistencia hirieron diez españoles, al fin la ganaron y mataron muchos indios, aunque los ballesteros y escopeteros se quedaron sin saetas y pólvora, que a revolver los enemigos sobre los nuestros, pudieran hacer muy gran daño, aunque adonde podían andar los caballos, hacían gran estrago y ponían gran espanto. Desde aquí vio Cortés cómo la calzada iba derecha por el agua, bien legua y media, hasta dar en México, y cómo ella y la otra, que va a dar a Estapalapa, estaban llenas de gente sin cuento. Visto bien el sitio y disposición de la ciudad, entendió lo mucho, que convenía para poner el cerco a México, asentar allí una parte de su real de la gente de pie y de a caballo. Hecha esta consideración, recogiendo los suyos, se volvió quemando las casas y torres de aquella ciudad y destruyendo y haciendo pedazos cuantos ídolos podía topar.



 

 

Capítulo IC

Cómo Cortés fué a Tacuba y de los recuentros que tuvo con los vecinos de la ciudad, y de cómo le llevaron dos españoles vivos.

Deseoso Cortés de volver adonde había dexado los demás compañeros, determinó desde Cuyoacán dar la vuelta por la ciudad de Tacuba, aunque ya la había visto otra vez, por ver la comodidad que podría haber para asentar otra parte de su real para el cerco de México, donde se endereszaban todos sus pensamientos y cuidados, como el que veía que toda la suma de sus negocios consistía en señorearse de aquella ciudad, y así, otro día se partió para la ciudad de Tacuba, que estaba dos leguas pequeñas de allí, a la cual llegó a las nueve del día, alanceando y matando por unas partes y por otras indios que a nubadas, como pájaros, salían del alaguna, por dar en los indios de carga que llevaban el fardaje de los nuestros, a los cuales no pudieron empecer, a causa de la buena orden que llevaban; antes, su atrevimiento les costaba muy caro, porque a los que más se atrevían les costaba la vida. Hostigados desta manera algunos, los demás dexaron libremente pasar a los nuestros. Ojeó Cortés lo mejor que pudo de camino el asiento donde podría poner la otra parte de su real y no se quiso detener más en Tacuba para este efecto, pues bastaba lo que había visto, y para otro no había para qué.

Los de México, que se extendían por tierra muy cerca de los términos de Tacuba, como vieron que los nuestros no paraban en aquella ciudad, creyendo que de miedo pasaban adelante, cobraron grande ánimo, y así, con gran denuedo, acometieron a dar en medio del fardaje, pero como los de a caballo venían bien repartidos y todo por allí era llano, revolvieron de tal suerte sobre ellos, que aunque eran casi infinitos, los desbarataron, aprovechándose bien dellos, sin rescebir, que fue cosa maravillosa, los de a caballo ningún daño, aunque para Cortés y mayor para ellos, subcedió una gran desgracia a dos mancebos, criados suyos, que le seguían a pie, por ser ligeros; que apartándose dél, lo que nunca habían hecho, los tomaron los indios vivos, sin ser vistos de los nuestros. Lleváronlos do nunca más parescieron; créese les darían cruda muerte. Pesó mucho a Cortés desta desgracia, porque a la verdad eran muy valientes, muy sueltos, y en los recuentros y batallas pasadas se habían mucho mostrado, y quisiera Cortés agradescerles y pagarles sus buenos servicios. Salió de los términos desta ciudad sin rescebir más daño que el dicho. Comenzó a seguir su camino por entre otras poblaciones, donde tampoco le faltaron recuentros, porque todo hervía de enemigos.

Aquí dice Cortés que alcanzó la gente suya que había dexado, y que allí supo cómo faltaban aquellos dos mozos que tanto él amaba, y así, muy enojado, por vengar su muerte e porque los enemigos, todavía le seguían como canes rabiosos, se puso con veinte de a caballo detrás de unas casas en celada, y como los enemigos vieron a los otros diez con toda la gente de pie y fardaje ir adelante, cebados en la caza que pensaban hacer, iban en su seguimiento a toda furia por el camino adelante, que era muy ancho y muy llano, no se temiendo de cosa alguna. Pasado que hubieron buena parte dellos, apellidando Cortés «¡Sanctiago, Sanctiago!» dió reciamente en ellos, de manera que antes que se le metiesen en las acequias que estaban cerca, había muerto más de cient principales por extremo lucidos, cuyas armas y ropas tomaron los Capitanes tlaxcaltecas, que volvieron a la refriega, sabiendo que el General quedaba atrás, delante del cual (tanto confiaban de su valor) que peleaban como leones. Los enemigos, no sabiéndoles bien tan mala burla, no curaron más de porfiar en su propósito; volviéronle a cencerros atapados, como dicen, sin ir peleando, que lo hacen sin discreción e sin oirse unos a otros cuando tienen algún buen subceso.

Este día durmió Cortés dos leguas adelante, en la ciudad de Guatitlán, que allí los suyos llegaron bien cansados y trabajados de dos cosas, la una de siempre pelear y no ir hora seguros, la otra de la mucha agua que aquella tarde les dio encima, de manera que les entraba por los cabezones y les salía por las piernas. Hallaron la ciudad despoblada; ninguna cena. Comenzaron a hacer fuegos, en que no trabajaron menos que en lo pasado, por estar la leña mojada, y así, se hincheron más de humo, que se calentaron ni enjugaron.

Otro día, porque deseaba que amanesciese, hechos patos de agua, comenzaron a caminar bien de mañana, alanceando de cuando en cuando algunos indios que les salían a gritar, como haciendo burla de que fuesen tan mojados, con que muchos dellos se amohinaban tan de veras, que hicieron a hartos de los enemigos que la risa y mofa se les volviese en muerte.



 

 

Capítulo C

Cómo Cortés prosiguió su camino y aquella noche fué a dormir a Tezcuco, y de cuán bien fué rescebido.

Prosiguiendo Cortés su camino sin acontescerle cosa memorable, llegó a una ciudad que se dice Citlaltepec. Hallóla despoblada; descansó allí un día, donde se acabaron de enxugar los mojados, e otro día a las doce llegó a una ciudad que se dice Aculma, subjecta a la ciudad de Tezcuco, donde fue aquella noche a dormir.

Supieron los que estaban en la ciudad la venida de Cortés; saliéronle a rescebir, una hora antes que se pusiese el sol, los que pudieron, porque los demás convenía que quedasen en la ciudad, por los rebatos, como diré, que habían tenido; y topándose los unos con los otros, se dieron la bienvenida y llegada, abrazándose tan amorosamente que no sabían los unos apartarse de los otros. Desta manera los unos y los otros, poco antes que anocheciese, por dar contento con su llegada a los que estaban en Tezcuco, se dieron priesa a entrar antes que el sol se pusiese. Fué rescebido Cortés como padre, como señor, como amigo, como Capitán, como triunfador, que de todos estos títulos era digno el que en todo se mostraba tal. Hizo el alegría mayor la pena que todos antes habían tenido en no saber los unos de los otros. Contóles Cortés sus prósperos y dichosos subcesos, dando gracias a Dios que en todo tanto le había favorescido, prometiéndoles, como si lo viera presente, que en breve, según iban los negocios, se habían de ver señores de aquella gran ciudad, de la cual tan afrentosamente y con tanta pérdida de los suyos habían sido echados. Enterneciéronse todos mucho a esto, con la memoria de lo pasado; contóles por orden los muchos y grandes rebatos en que se había visto después que salió de aquella ciudad, y ellos a él lo mucho que habían echado menos su presencia, porque habían tenido grandes sobresaltos, aunque todo les había subcedido bien, como los naturales de la ciudad andaban de mala, y como cada día les decían que los de México Tenuxtitlán con todo su poder habían de venir sobre ellos, que no poco temor causaba a los más, especialmente viéndolo ausente, pero que o en su buena ventura o porque Dios no había querido alzar la mano dellos, siempre habían sido victoriosos.

Con estas y otras razones gustosas para todos, bien tarde se fueron [a] acostar, aunque no tenían colchones mollidos.



 

 

Capítulo CI

De lo que pasó a Cortés, y cómo fueron tratados en Chinantla Barrientos y Heredia, y de la astucia de Barrientos, con que se hizo temer.

Halló Cortés en Tezcuco muchos españoles que de nuevo a seguirle en aquella jornada habían venido. Traxeron algunas armas y caballos, e decían que todos los otros que en las islas estaban morían por venir a servirle, aunque Diego Velázquez lo impedía a muchos. Cortés les hizo todo el placer que pudo, dióles de lo que tenía, con que volaba tanto su nombre, que se tenía por dichoso el que a servirle venía.

En este comedio vinieron muchos pueblos a ofrescerse, unos por miedo de no ser destruídos, otros por temor que a mexicanos tenían, otros por ser favorescidos y vengarse a su tiempo. Desta manera se halló Cortés con buen número de españoles y con grandísima multitud de indios, que no poco hacía al caso. E porque lo que adelante diré de la carta e industria de Barrientos, no se puede entender sin que primero diga otras cosas, es de saber que después que la primera vez que Cortés entró en México, procuró luego informarse de algunas provincias y de las granjerías, así de labor como de minas, que se podían hacer para el adelantamiento de la Hacienda real. Invió después de bien informado, por consejo de Motezuma, a una provincia que se dice Chinantla, que es hacia la costa del Norte, la cual no era subjecta al imperio de Culhúa, encima de la Villa Rica, treinta leguas, dos españoles, que el uno se decía Hernando de Barrientos y el otro Heredia, para que descubriesen oro e hiciesen relación de los secretos de la tierra, y trocándose aquel próspero tiempo de Cortés con la afrentosa y sangrienta salida de la ciudad de México, los de las otras provincias mataron cruelmente a los españoles que Cortés había inviado (que había sido a diversas partes) y alzáronse con las granjerías, y como se habían rebelado todos, ni Cortés pudo saber de Barrientos ni Barrientos dél por más de un año.

Fueron venturosos aquellos dos españoles en caer en aquella provincia que no reconoscía al imperio mexicano, antes era grande enemiga suya. Rescibiéronlos muy bien y tratáronlos mejor que a sus naturales, tanto que el señor de la provincia hizo Capitán a Barrientos contra los de México, sus enemigos, que le daban guerra, por tener españoles consigo, y esto después que Motezuma murió, porque antes no osaban. Salía siempre vencedor. Tenía el compañero en otro pueblo, que también peleaba y era Capitán de los indios. Susustentaron los dos aquella provincia, así para que no viniese en poder de los mexicanos, como para que no se levantasen contra los nuestros. Confirmólos en este propósito con el ardid de que un día usó, porque como acostumbrase a llamarlos al sonido de la escopeta, disparando, y no viniesen, recelándose de alguna traición, derramó por el suelo de un aposento un poco de pólvora, y llamando allí a los principales, estando sentados, como suelen, en cuclillas, tiniendo una varilla en la mano encendida por el un cabo, les dixo muy enojado: «Vosotros, ¿qué pensáis? ¿Entendéis que yo no sé vuestros pensamientos y que no sé por qué dexastes de venir cuando hice señal con la escopeta? Mirad cómo andáis y no os engañe el diablo, que yo soy poderoso, tocando con esta vara en este suelo, de quemaros a todos, sin que yo resciba daño, y porque lo veáis, mirad lo que hago.» Diciendo esto, pegó fuego a la pólvora, la cual, en un momento encendida, les quemó las nalgas, y como era poca y echada con tiento, fue mayor el espanto que les causó que el daño que les hizo.

Aprovechó tanto este ardid, que de allí adelante le temieron, reverenciaron y obedescieron como a cosa del cielo, diciendo que del cielo era venido, pues sacaba fuego del suelo, y así cuando supieron que muertos tantos españoles, los demás con dificultad se habían escapado de las manos de los mexicanos e ido a Tlaxcala heridos y destrozados, le dixeron a él y a sus compañeros Heredia que no saliesen de la provincia, porque sabían que los otros sus compañeros eran muertos y que quedaban muy pocos vivos. Ellos se estuvieron quedos y daban muchas gracias a Dios por no haberse hallado en aquella refriega, aunque no creyéndolo luego por no parescerles posible, adelante se certificaron.



 

 

Capítulo CII

Cómo los de Chinantla inviaron dos indios, y con ellos la carta de Barrientos, y de lo que más subcedió.

Después desto, sabiendo los indios de Chinantla que había españoles en la provincia de Tepeaca, por darle contento, lo dixeron a Barrientos y a su compañero, los cuales, no creyéndolo, no les dieron crédito ni mostraron el contento que mostraran estando certificados dello, lo cual viendo los indios, les dixeron que pues no lo creían, aunque la tierra estaba peligrosa, que ellos inviarían dos indios valientes, grandes caminantes, que de noche caminasen y de día se escondiesen, donde de los enemigos no pudiesen ser habidos. Barrientos holgó mucho dello y se lo agradesció, y así escribió luego a los españoles que en Tepeaca podían estar, una carta del tenor siguiente, trasladada al pie de la letra de su original:

«Nobles señores: Dos o tres cartas he eescripto a vuestras Mercedes, y no sé si han aportado allá o no, y pues de aquéllas no he visto repuesta, también pongo dubda haberla de aquésta. Fágoos, señores, saber cómo todos los naturales desta tierra de Culhúa andan levantados y de guerra e muchas veces nos han acometido, pero siempre, loores a Nuestro Señor, hemos siedo vencedores, y con los de Tustebeque y su parcialidad de Culhúa tenemos guerra. Los que están en servicio de sus Altezas y por sus vasallos, son siete villas. Yo e Nicolás siempre estamos en Chinantla, que es la cabecera. Mucho quisiera saber adónde está el Capitán, para le poder escrebir y hacer saber las cosas de acá; y si por ventura me escribiéseredes adonde él está e inviáredes veinte o treinta españoles, irme hía con dos principales, naturales de aquí, que tienen deseo de ver y hablar al Capitán, y sería bien que viniesen, porque como es tiempo ahora de coger el cacao, estórbanlo los de Culhúa con las guerras. Nuestro Señor las nobles personas de vuestras Mercedes guarde como desean. De Chinantla, a no sé cuántos del mes de Abril de 1521 años. A servicio de vuestras Mercedes, Hernando de Barrientos.»



 

 

Capítulo CIII

Cómo el Capitán que estaba en Tepeaca, rescibió la carta y la invió a Cortés, y de lo que con ella se holgó.

Los indios que llevaron esta carta diéronse tan buena maña que caminando fuera de camino y por despoblado, no llevando otra carga consigo que la comida, en pocos días, sin subcederles desgracia ni ser sentidos, llegaron a Tepeaca. Dieron la carta al Capitán que Cortés allí había dexado. Leyóla con gran contento y alegría y envióla luego a Tezcuco donde Cortés estaba, con ciertos españoles, para que con más seguridad la llevasen. Leyóla muchas veces, y así la puso en la tercera carta y Relación que el Emperador invió.Holgó por extremo de que Barrientos fuese vivo, así porque era valiente y sabio en las cosas de la guerra, como por tener de tan larga experiencia tan conoscida de fidelidad de los de Chinantla, porque como en tanto tiempo no había sabido de Barrientos, y la incostancia de los indios es grande, tenía dél, como de los demás españoles, tragada la muerte.

Escribió luego a Barrientos el estado en que estaban sus negocios y lo mucho que se había holgado que fuesen vivos y que hobiesen salido victoriosos en las batallas que en aquella tierra habían tenido, y que a los de Chinantla les agradescería a su tiempo lo bien que lo habían hecho, y que ellos se holgasen y no tuviesen pena aunque por todas partes estuviesen cercados de enemigos, porque, placiendo a Dios, más presto de lo que pensaba les aseguraría el camino como libremente y sin daño alguno pudiesen ir y venir. Con estas cosas les escribió otras particularidades que a hombres tan cercados y tan deseosos de verse con su Capitán y con los suyos dieron gran contento y esperanza.



 

 

Capítulo CIV

Cómo Cortés, después de haber vuelto a Tezcuco entendió en acabar de aprestar los bergantines para la guerra.

Después que Cortés hubo dado vuelta a las lagunas, en que tomó muchos avisos para poner el cerco a México por la tierra y por el agua, comenzó a fornescerse lo mejor que pudo de gente y de armas, dando priesa en que se acabasen de aprestar los bergantines, de los cuales he hablado antes, según la relación de algunos; y ahora, por no dexar cosa por tratar, que pertenezca a la verdad desta historia, diré lo que el mismo Cortés dice, que lo tengo por más cierto, porque dello paresce no haberse los bergantines echado al agua.

Luego, pues, que Cortés llegó a Tezcuco, aunque de antes la tenía comenzada, prosiguió una zanja, bien media legua en largo, desde donde los bergantines se armaban hasta la laguna. Andaban en esta obra ocho mill indios cada día, naturales de la provincia de Culhuacán y Tezcuco. Tardaron en abrir la zanja cincuenta días porque tenia más de dos estados de hondo y otros tantos de ancho. Llevábanla toda chapada y estacada por los lados, de manera que pusieron el agua que por ella iba en el peso del alaguna, y así, sin trabajo y peligro, los bergantines se podían llevar, aunque Martín López, por cuya industria ellos se hicieron, dice lo que atrás tengo dicho, que se hicieron presas y artificio para el salto del agua. Finalmente, dice Cortés, y con razón, que la obra fue grandísima y mucho para ver, y que se acabaron los bergantines y se pusieron en la zanja a veinte y ocho de abril del aquel año, y según dice Motolinea, por el número dicho, entendieron en la obra cuatrocientos mill indios.

Echó Cortés los bergantines al agua con la cerimonia y solemnidad que diximos, e luego entendió en hacer alarde de la gente, del cual [se] trata así en el capítulo siguiente.



 

 

Capítulo CV

Cómo Cortés hizo alarde de la gente que tenía y eligió Capitanes para los bergantines.

Como los bergantines, ya del todo aprestados, se hubieron echado al agua, determinó Cortés hacer alarde, así de los hombres como de armas y caballos. Apercibiólos dos o tres días antes, para que tuviesen lugar de poder adereszar sus armas y hacer otras cosas para aquel caso, nescesarias. Venido el día, mandó Cortés tocar su trompeta; juntóse mucha gente de fuera, por ver el alarde, que fué bien nuevo y aun espantoso a los naturales.

Púsose a caballo Cortés, aunque otros dicen que se sentó en una silla con un Escribano que escrebía los nombres de los soldados, armas y caballos. Halló que eran nuevecientos españoles, de los cuales los ochenta y seis eran de a caballo; ciento y diez e ocho ballesteros y escopeteros, (Motolinea dice dos más) y sietecientos y tantos peones, piqueros y espadas y rodelas y alabarderas, sin los puñales que algunos traían. De los principales, llevaban algunos cotas, y otros cotas y armas de algodón encima. Halló tres tiros de hierro gruesos e quince pequeños de bronce, con diez quintales de pólvora y muchas pelotas. Había herreros que hicieron muchos casquillos e otros que hicieron saetas. Esta fue la gente, y no más, con que el muy valeroso y bien afortunado Cortés cercó a la más fuerte, a la más rica, la más grande, la más poblada y la más insigne ciudad de todas las hasta hoy descubiertas en este Nuevo Mundo, y tiene partes para serlo también entre las del antiguo.

Hecho desta manera el alarde, fortalesció luego los bergantines, puso en cada uno un tiro, e en la capitana dos en la proa; los demás dexó para el exército. Eligió Oficiales del campo y Capitanes, así para las guarniciones de tierra como [para] las del agua. Nombró por Maestro de campo a Cristóbal de Olid, natural de Baeza; por Capitán a Pedro de Alvarado, natural de Badajoz; a Gonzalo de Sandoval, natural de Medellín, que siempre fué Alguacil mayor, Capitán; pero de tal manera a estos tres, que fueron como Generales de sus guarniciones en Tacuba, Cuyuacán y Tepeaquilla, porque en estas tres partes se repartió todo el exército. Fueron Capitanes de infantería Jorge de Alvarado, hermano de Pedro de Alvarado; Andrés de Tapia, natural de Medellín; Pedro Dircio natural de Briones; Gutierre de Badajoz, natural de Ciudad Rodrigo; Andrés de Monjaraz, vizcaíno, nascido en Escalona; Hernando de Lema, gallego.

De los bergantines fueron Capitanes Joan Rodríguez de Villafuerte, natural de Medellín; Joan de Xaramillo, de Salvatierra en Extremadura; Francisco Verdugo, de tierra de Arévalo; Francisco Rodríguez Magarino, de Mérida; Cristóbal Flórez, de Valencia de Don Joan; Garci Holguín, de Cáceres; Antonio de Carvajal, de Zamora; Pedro Barba, de Sevilla; Jerónimo Ruiz de la Mota, de Burgos; Pedro de Briones, de Salamanca; Rodrigo Morejón de Lobera, de Medina del Campo; Antonio de Sotelo, Joan de Portillo, natural de Portillo. Dio Cortés a Sandoval y a Alvarado seis bergantines, y déstos pusieron dos en la calzada que va de Tlatelulco a Tenayuca, de lo cual trataré más largo adelante.

Esta relación, tan debida a los que bien trabajaron, debo yo a Jerónimo Ruiz de la Mota, varón sagaz, muy leído y cuerdo y de gran memoria y verdad en lo que vio.



 

 

Capítulo CVI

Cómo, hecho el alarde y elegidos Capitanes, mandó pregonar de nuevo, las ordenanzas, y de las armas falsas que hizo dar.

Hecho el alarde y elegidos los Capitanes y Oficiales del exército, según dicho tengo, mandó Cortés, con toda la solemnidad que pudo, pregonar las Ordenanzas que atrás están escriptas. Encargó mucho a los Capitanes que las guardasen e hiciesen guardar, trayéndoles a la memoria cómo ninguna cosa se podía hacer acertada en la guerra no guardándose con toda severidad las leyes y reglas con que la guerra se sustenta y mantiene en el deber. Habló por sí a cada una de las personas principales, diciéndoles que si habían de ser sus amigos y darle contento, que fuesen ellos los primeros en el cumplir y guardar aquellas Ordenanzas, porque a su imitación y exemplo, los demás las guardarían enteramente, y que no se descuidasen, porque cada uno, según la calidad de su persona sería castigado, y que en lo que él hiciese, que sería el primero en cumplirlas, verían los demás lo que debían hacer; y cierto, ninguno las guardó tan bien como él, ca da gran fuerza y vigor a la ley cuando el que la hizo la cumple. Publicadas desta manera las Ordenanzas y encomendadas con tanto cuidado, los mejores las obedescieron y guardaron con gran cuidado que fue la causa por qué la guerra se hizo más acertadamente.

Estando, después de hecho esto, Cortés asentando los negocios y cosas que convenían para el cerco, como sagaz y sabio Capitán, deseoso de saber si para cualquier rebato los suyos estaban prestos, de secreto, comunicándolo con muy pocos, dio un arma falsa. Dióle gran contento ver la presteza con que los de a caballo cabalgaron y el ánimo con que salieron por aquellas calles, los unos yendo al alaguna a ver si los enemigos habían desembarcado, y los de a pie acudiendo a su bandera y Capitán para ver lo que se les mandaba. Esto, hizo ciertas veces, al cabo de las cuales se ordenó aquella conjuración, de que traté muchos capítulos antes déste, que aquí tornaré a referir, por no dexar cosa que de nuevo tenga entendida que pertenezca a la verdad desta historia; y así dicen que muchos de los que con Narváez vinieron, amigos y servidores de Diego Velázquez, tomando de secreto por cabeza de la conjuración al tesorero Alderete, criado que había sido de don Don Fulano, de Fonseca, Obispo de Burgos, el cual favorescía a Diego Velázquez, por industria de un Villafaña, y según dicen, ayudándole Garci Holguín, tomando firmas, unas verdaderas y otras falsas, trataron de matar a Cortés y elegir por Capitán, sin que él lo supiese, a Francisco Verdugo. Acometieron también de secreto a Alonso de Avila, el cual, como leal y buen caballero, se lo reprehendió mucho, diciéndoles que de motines nunca se habían seguido, sino muchos desconciertos y que tenían el General que habían menester y que se engañaban en querer otro que por ventura, tiniéndole, según son todas las cosas, estarían más descontentos. Finalmente, descubierta la acusación, como en ella había, con verdad o con mentira, muchas personas principales, el que más lo bullía que era el Villafaña, aunque se comió las más de las firmas al tiempo que le prendieron, otro día amanesció ahorcado a una ventana. Con la muerte déste se apaciguó el motín, y Cortés, como dixe, fue tan cuerdo que de ahí adelante habló y trató mejor [a] aquellos de quien tenía sospecha. Dicen los que lo oyeron a la boca de Cortés, que supo de quién le avisó que Alderete con los de su bando tenían concertado que estando en misa, al tiempo del alzar, echasen una toca a Cortés a la garganta, y que luego le diesen de puñaladas. Cortés habló [a] aquellos de quien se fiaba y tenía por amigos; mandóles que uno a uno y dos a dos, armados de secreto, entrasen en la iglesia, y él entró con solos tres o cuatro. Miró a Alderete, que ya estaba allá, con tanta severidad que luego se salió de la iglesia y no hubo efecto la traición y subcedió lo que dicho tengo.



 

 

Capítulo CVII

Cómo Cortés invió a Alonso de Ojeda a Cholula a cierto negocio, y de ahí a que apercibiese a los de Tlaxcala y a los demás amigos para ir sobre México.

Luego que se apaciguó aquella conjuración, vinieron ciertos principales de Cholula a quexarse a Cortés de los de Topoyanco, vecinos suyos, porque se les entraban en sus términos, alegando lo mismo los de Topoyanco. Invió Cortés luego, porque deseaba dar contento a los indios, a Ojeda, al cual llamó un paje, dicho Bautistilla. Venido, le dixo que fuese a Cholula y desagraviase a los que hallase agraviados, o los concertase lo mejor que pudiese, de manera que quedasen amigos, y que hecho esto se partiese luego a Tlaxcala y apercibiese la gente de guerra para que dentro de diez días todos estuviesen en Tezcuco para ir sobre México; y para incitarlos más dixo que les avisase que si dentro de aquel tiempo, no venían, que haría la guerra sin ellos y no gozarían de la victoria y despojos que pensaba haber de sus capitales enemigos.

Ojeda fue a Cholula, donde fue muy bien rescebido, así dellas como de los otros contendores, y dexando algunas menudencias que acontescieron. Ojeda dio las tierras a cúyas eran, dexando a los unos y a los otros amigos. Traxéronle en presente cuatro hermosas mujeres con guirnaldas de rosas en las cabezas, costumbre usada entre ellos cuando querían hacer algún gran servicio.

Habló a los de Topoyanco y a los de Cholula; díxoles que de ahí adelante no se quexasen más, porque se enojaría mucho el General y les podría costar caro, y que viesen qué gente podrían dar de guerra para poner el cerco a México. Los de Topoyanco prometieron doce mill hombres, y hartos más los de Cholula, porque era y es muy gran poblazón.

Hecho esto, se partió luego a Tlaxcala, do fue muy bien rescebido, porque los de aquella provincia fueron los que más amaban a los españoles; y después de haber descansado aquella noche, estando otro día de mañana juntos en las casas del Capitán general Xicontencatl los señores y Capitanes de aquella Señoría y provincia, los saludó en su lengua, de parte de Cortés, con mucha gracia y comedimiento, con que ellos mucho se holgaron. Díxoles cómo ya se iba cumpliendo su deseo de verse vengado de sus enemigos los mexicanos, y que supiesen que si dentro de diez días no inviaban la gente de guerra, que sin ella Cortés comenzaría la guerra contra los mexicanos y que se quedarían sin la gloria y despojos de aquella victoria; por tanto, que procurasen, pues eran los más valientes indios del mundo, hallarse los primeros en cosa tan señalada y por ellos tan deseada, tan honrosa y provechosa, y que luego sin más dilación los Capitanes inviasen sus señas para que recogiesen y apercibiesen toda la gente en el entretanto que él iba a apercebir otros pueblos.

Dado este recaudo, Xicotencatl y su hermano Teotlipel, que gobernaba por Tiangueztatoa, hijo de Magiscacín, y Chichimecatleque, el de Ocotelulco, y Aguaoloca, señores y cabezas, respondieron lo que se sigue:



 

 

Capítulo CVIII

De lo que Xicotencatl, en nombre de toda la senoría de Tlaxcala, respondió a Ojeda.

Dado por parte de Cortés en esta manera el recaudo, Xicotencatl, como Capitán general, y de su condisción orgulloso, sin hacerse mucho de rogar, tomando la mano para responder por sí y por la Señoría de Tlaxcala, dixo:

«Mucho nos hemos holgado estos señores e yo de que los negocios estén en tal estado, que sea menester que nosotros vamos y tan presto, y asimismo no holgamos de que no otro, sino tú, nos lo venga a decir, porque te queremos mucho, aunque estamos corridos de que piense Cortés, hijo del sol, o que somos tan poco sus amigos, o tan poco enemigos de los mexicanos, que por cosa alguna habíamos de perder ocasión tan deseada, en la cual rescibiremos dos muy grandes contentos; el uno, satisfacer y contentar a nuestros corazones, tomando venganza de aquellos perros; el otro, servir a tu valeroso e invencible Capitán, a quien amamos y queremos tanto los tlaxcaltecas que moriremos por él; e ya que él no lo meresciera, por ser enemigo de nuestros grandes enemigos, cualquiera otro que contra ellos nos pidiera ayuda, se la diéramos, porque nuestro contento y gloria es andar en guerra, especialmente tiniendo tan justas causas como ahora tenemos, y como tú sabes, pues nunca hemos vuelto la cara ni a ellos ni a otros enemigos, no hay razón para pensar que luego que nos avisases no nos habíamos de aprestar, y así, antes que vayas de aquí verás cómo luego despachamos nuestras señas y banderas, e que con toda brevedad salgamos a lo que tanto habemos deseado.»

Concluyó Xicotencatl con estas palabras, que bien parlero era, y diciendo lo mismo los otros señores, Ojeda, contento de la repuesta, salió a entender en lo que más le quedaba.



 

 

Capítulo CIX

Cómo Ojeda entendió en recoger la gente y de lo que con ella le acontesció.

Era Ojeda muy diligente, y como con amor hacía lo que Cortés le mandaba, no dormía ni comía con reposo hasta hacerlo lo mejor que podía, y así, saliendo de dar aquel recaudo, invió luego a llamar a los señores de Zacotepec, que eran de Chichimecatlequi y Tequepaneca, a los cuales con gran cuidado les encargó que con toda brevedad despachasen la más gente de guerra que pudiesen. Prometiéronlo y hiciéronlo así. Apercibió también al señor de Compancingo, que se decía Axiotecatl, el cual también con harto cuidado y voluntad aprestó luego su gente. Salió Ojeda por la comarca [a] dar priesa a los que habían de ir a la guerra, volviendo luego a Tlaxcala, donde, desde que entró hasta que salió, estuvo seis o siete días, en los cuales dio a los tlaxcaltecas la priesa posible; y como vio que no se despachaban tan presto como él quería, porque tiene tal costumbre que diciendo: «Luego, luego», se tardan en concluir lo que prometen, tomó los que pudo, que estaban apercebidos, por delante; llevólos hasta Guaulipa, aunque ellos le decían no tuviese pena, que presto vendrían los demás. Estando, pues, en Guaulipa con los señores que llevó por delante y obra de cuatro mill hombres entre sirvientes y apaniaguados, a una hora de la noche que hacía buena luna, entró mucha gente, de manera que amanescieron al pie de treinta mill hombres, y en aquel mismo día, cuando anochesció, había más de sesenta mill, y cuando el otro día vino, en la noche se hallaron al pie de docientos mill, todos contados por xiquipiles.

Partió luego, Ojeda de Guaulipa. Fue a dormir a Capulalpa, yendo en la delantera todos los señores en ordenanza. Era tanta la gente y tan bien ordenada que los señores habían entrado en Capulalpa y los de la rezaga no había acabado de salir de Guaulipa, con ir el camino lleno y el trecho del un pueblo al otro ser muy grande, que paresce cosa increíble. Fuéle forzado esperar allí aquel día, esperando que acabase de entrar la gente de la retroguarda. Partió otro día de Capulalpa; vino a dormir dos leguas de Tezcuco, de cuya entrada será bien hacer capítulo, porque la prolixidad no dé fastidio.



 

 

Capítulo CX

Cómo entró Ojeda con los tlaxcaltecas y Cortés los salió a rescebir.

Había Cortés despachado otros mensajeros para otros pueblos de los confederados, haciéndoles saber que pues los bergantines con que a los mexicanos había de hacer tan gran guerra estaban acabados, y ellos habían dado su palabra de en siendo llamados acudir luego, que lo hiciesen, pues les iba en ello verse libres de la servidumbre y tiranía de los mexicanos. Respondieron los más muy bien, aprestándose luego a lo que se les mandaba, por el deseo grande que tenían de verse a las menos con sus enemigos, y así, como más cercanos, llegaron primero los de Cholula y Guaxocingo. Viniéronse a Chalco, porque así Cortés se lo había mandado, porque junto por allí habla de entrar a poner el cerco a México.

Poco después comenzaron a entrar los tlaxcaltecas. Adelantóse Ojeda; halló a Cortés en el acequia, que iba por los acipreses, que era por donde echaron los bergantines; díxole cómo los tlaxcaltecas llegaban muy cerca. Holgóse mucho Cortés; preguntóle si traía buen recaudo, y como le respondió que traía todos los señores y más de ciento y ochenta o docientos mill hombres, a la cuenta que los señores daban, dixo muy alegre: «Volved luego y deteneldos, porque yo quiero salir a rescebir a esos señores y a su gente.» Cabalgó luego Cortés con ciertos de a caballo. Salió al rescebimiento y vió la más bien lucida y más bien ordenada gente que jamás había visto. Dixo a los caballeros que con él iban: «Grandes muestras nos da Dios de que hemos de hacer gran negocio.» Topó luego con los señores, que venían ricamente adereszados. Abrazólos, díxoles muchas y muy buenas palabras y volvió acompañado dellos, hablando muchas cosas, hasta entrar en su aposento. Mandólos luego aposentar lo más regaladamente que pudo, de que ellos se tuvieron por bien pagados. Entraron cinco o seis días antes de Pascua de Espíritu Sancto. La demás gente, según dice Ojeda, no acabó de entrar en los tres días siguientes ni cabían en Tezcuco, aunque es pueblo muy grande.

Fue cosa de ver el ánimo y deseo de pelear con que entraban los tlaxcaltecas, como después por la obra lo mostraron. Espantábanse los unos de los otros, viendo que eran tantos.



 

 

Capítulo CXI

De una solemne plática que Cortés hizo a los suyos antes que cercasen a México.

Estando ya toda la gente junta y los bergantines aprestados, mandó Cortés que se juntasen todos los españoles y con ellos los señores tlaxcaltecas, para que después supiesen por las lenguas lo que Cortés había dicho a los suyos, y desque todos estuvieron juntos, les habló en esta manera:

«Caballeros, hermanos y amigos míos: Nunca, después que entramos en aquesta nueva tierra, se ha ofrescido ocasión tan importante como al presente tenemos, para que yo más de propósito y con más cuidado pensase de antes lo que ahora os diré, porque como el negocio presente, que presto, con el favor de Dios, intentaremos, es el mayor y de más riesgo que yo me acuerdo haber visto, oído, ni leído, así conviene que con toda prudencia y esfuerzo de ánimo se trate y vosotros me estéis muy atentos; pues del persuadiros ser así, como ello es, lo que os diré, depende toda vuestra honra, adelantamiento y descanso. Bien sabéis, tomando el negocio de atrás, cómo Dios fué servido que ni Diego Velázquez ni Francisco Hernández de Córdoba, ni Joan de Grijalva, ni otros que lo intentaron, saliesen como nosotros, ni entrasen en este Nuevo Mundo con tan dichosos y bien afortunados principios, que no podían dexar de prometer grandes y prósperos fines, a los cuales, no llegamos, o por mi soberbia, confiando de la mucha gente que tenía, menospreciando a Motezuma, o por pecados nuestros y oculto juicio de Dios, el cual después acá, o por conoscer nosotros nuestras faltas, o por usar de mayor misericordia y creer que por otros medios que nosotros pensábamos, el demonio perdiese su antigua silla, fue servido, saliendo tan pocos y tan destrozados de aquella gran matanza, guardarnos y poner en corazón a los tlaxcaltecas, siendo tan persuadidos a ello, que no nos matasen. Tráxonos sanos y recios a esta ciudad, donde después que llegamos sin saber cómo, sino por su inefable providencia, así de las Islas como de España, viniendo por otros fines, se hayan juntado tantos y tan buenos caballeros e hijosdalgo con armas, caballos y otras cosas para la guerra nescesaria, que tenemos para de tantos por tantos el más lucido y fuerte exército que entre romanos y griegos yo he leído. Tenemos trece bergantines, acabados y echados al agua, que son, después de vuestra fuerza, la mayor fuerza que pudiéramos tener para combatir tan grande y tan fuerte ciudad, contra los cuales no habrá cosa fuerte, porque con ellos entraremos por sus calles, que son todas de agua; batiremos las casas fuertes, amontonaremos y desharemos sus canoas aunque son infinitas; la comida para algunos meses, así de los nuestros, como de los indios amigos, yo la tengo en casa, y grande aparejo, cercada México, para que nos venga de diversas partes y en ella no pueda entrar; de manera que cuando con la espada no pudiéremos, con la hambre nos enseñorearemos de nuestros enemigos. Armas y munición tenemos bastante, docientos mill indios amigos, y los más dellos tlaxcaltecas, muy valientes, como sabeís, y por extremo deseosos de vengarse de los mexicanos. En sitio, somos mejores y más fuertes que nuestros enemigos, porque con los bergantines somos señores del alaguna, y con los caballos, del campo, para podernos, lo que nuestros enemigos no pueden, retirarnos, cuando se ofrezca, por tierra firme. Pues tratar de vuestro esfuerzo y valentía y buena ventura en la guerra no hay para qué, pues muchos menos de los que estáis ahora juntos habéis salido con grandes empresas. Este negocio, principalmente, es de Dios, a quien venimos a servir en esta jornada, procurando como católicos, con su favor e ayuda, alanzar el Príncipe de las tinieblas destos tan grandes y espaciosos reinos, lo cual, como espero, hecho, se le hará gran servicio.

«Fuera deste fin y motivo, que es y debe ser el principal, considerad, caballeros, a lo que os obliga el nombre de españoles, nada inferior del de los romanos y griegos; considerad cuán bien os estará vengar las muchas y crueles muertes de los vuestros; considerad que ya el volver atrás es peor, y no solamente ha de ser con afrenta, pero con muerte desastrada; considerad que todas las victorias habidas y trabajos pasados, no rindiendo a México, han de ser de ninguna ayuda y provecho, porque desta ciudad se mantienen y gobiernan todas las demás provincias y reinos, como del estómago en el cuerpo humano se sustentan los demás miembros; considerad, finalmente, que nunca mucho costó poco y que conviene que cada uno tenga prevenida y tragada la muerte, porque en tales casos es forzoso el morir y derramar sangre. Los que muriéremos, moriremos haciendo el deber, y los que viviéremos, quedando, como espero, victoriosos, tendremos descanso, quietud y honra para nos y para los que de nosotros descendieron, contentos yalegres, como deben los caballeros y hijosdalgo, de haber, por la virtud de nuestras personas, adelantado nuestra hacienda, ennoblescido nuestro linaje, illustrado nuestra nasción, servido a nuestro Rey; por lo cual conviene que, pues los premios que se prometen son tan grandes, que en vosotros cresca el ardid, esfuerzo y orgullo, poniendo toda vuestra esperanza en Dios, ordenando vuestras conciencias y perdiendo rancores, si algunos hay; que con estos presupuestos, según de vuestra natural inclinación sois de animosos, invencibles, deseosos de honra y gloria, creo ya estáis tan persuadidos, que por mejor decir, tan encendidos, que ya creo que os habrá parescido largo mi razonamiento con el deseo que tenéis de veros ya a las manos con vuestros enemigos; pero he dicho lo que habéis oído como aquél, que como vuestro Capitán y caudillo, estoy obligado a ello, no por añadiros ánimo, que éste siempre le tuvistes, sino para que trayéndoos a la memoria quién sois y lo que intentáis, lo emprendáis con mayor alegría y contento.»



 

 

Capítulo CXII

Del público consentimiento, y alegría con que Cortés fué oído y de lo que muchos, unos a otros, se dixeron.

Como Cortés hubo hecho este razonamiento, y los antiguos y los que poco antes vinieron entendieron la mucha verdad que trataba, contentos y alegres, mirándose los unos a los otros, sin determinarse, especialmente los caballeros, cuál dellos tomaría la mano para responder en nombre de los demás, se fueron a Cortés algunos de los más principales, como fueron Pedro de Alvarado, Gonzalo de Sandoval, Alonso de Avila y otros desta suerte. Dixéronle que ya no deseaban cosa tanto como verse con los enemigos, pues el morir en tal demanda no había de ser menos honroso que el quedar con la vida vencedores. Alabáronle mucho las muchas y buenas cosas que había dicho, el celo y voluntad con que las había tratado y cuán clara y evidentemente, como sabio y valiente Capitán, había tratado los negocios de la guerra. Dixéronle, en reconoscimiento desto, que aunque de lo pasado tenían tanta experiencia, que para lo que les mandaba en lo por venir, los hallaría tan a su mano que ninguna cosa tendrían por tan principal como seguir su voluntad, en lo cual creían que acertarían mucho y que tendrían la dicha y ventura que en otras cosas, siguiéndole, habían alcanzado; y que pues todo estaba ya tan a punto, que no restaba más que sitiar a México, le suplicaban lo hiciese luego, pues la oportunidad y coyontura estaban tan en las manos.

Cortés, muy contento de ver cuán bien estaban todos en el negocio, respondiéndoles con la gracia que solía, les dixo que él era no más de un hombre y no para más que otros, y que el autoridad que tenía, en nombre del Rey y por el Rey, la había rescebido dellos, y que así, sin ellos, no podía acertar en lo que pretendía y deseaba, por lo cual estaba muy alegre, así de que todos estuviesen de su parescer, como de que para executarle y ponerle por obra, por la mayor parte fuesen todos tan valientes y de tanto esfuerzo y consejo, que no sin razón, mediante el favor divino, se pudiese tener por cierta la victoria; y que en lo demás el quería sitiar luego la ciudad por tres partes, como antes tenía con ellos comunicado.

Con esto, aquellos caballeros, con los cuales había ido otra mucha gente, se despidieron de Cortés. Los demás, todos llenos de grandes esperanzas, los unos con los otros comunicaban el negocio, y como de todos era tan deseado, aunque eran diversos los paresceres, porque muchos en negocios dubdosos, cuyas salidas son inciertas, no pueden tener todos un parescer, en esto, a lo menos unánimes y concordes, venían todos en que, muriendo o viviendo, les convenía no mudar pie del cerco hasta señorearse de México, o que todos quedasen muertos. Hicieron los celosos de sus conciencias y los que tenían de qué, luego sus testamentos, dexando los unos a los otros el cuidado de cumplirlos. Confesáronse también muchos y reconciliáronse los que estaban entre sí discordes y enemigos, y hechas estas diligencias, con gran contento y alegría, se comenzaron a disponer al negocio que ya entre las manos tenían, esperando cómo Cortés ordenaría y dispondría su exército.



 

 

Capítulo CXIII

Cómo Cortés ordenó su exército, y cómo primero salieron todos los españoles en orden a la plaza con los indios amigos.

Para este fin mandó Cortés tornar a salir a la plaza toda la gente española e índica en orden de guerra, para repartir la gente en sus capitanías, lo cual hizo el segundo día de Pascua por el orden siguiente: Repartió (dexando para sí trecientos hombres, con los cuales había de meterse en los bergantines y ser caudillo dellos por el agua) en tres Capitanes como Generales o Maestres de campo toda la demás gente, para que por tres partes, como diré, sitiasen a México. A Pedro de Alvarado dio, treinta de a caballo y ciento e cincuenta peones de espada y rodela e diez e ocho ballesteros y escopeteros, con sus Capitanes, dos tiros de artillería y más de treinta mill indios tlaxcaltecas, aunque Cortés dice en su Relación más de veinte y cinco mill, para asentar en Tacuba. A Cristóbal de Olid, en compañía del tesorero Alderete, dio treinta y tres de a caballo, diez e ocho ballesteros y escopeteros, ciento y sesenta peones, dos tiros y cerca de treinta mill tlaxcaltecas, para que se pusiese en Cuyoacán. A Gonzalo de Sandoval, su Alguacil mayor, dió treinta y tres de a caballo, aunque él dice veinte y cuatro, cuatro escopeteros, trece ballesteros, ciento y cincuenta peones de espada y rodela, los cincuenta dellos mancebos escogidos, que él traía en su compañía, con toda la gente de Guaxocingo, Cholula, y Chalco, que a lo que dice Motolinea, eran más de cuarenta mill indios, y éstos habían de ir a destruir la ciudad de Estapalapa y tomar asiento do mejor le paresciese, para su real, juntándose primero con la guarnición de Cuyoacán y pasando adelante por una calzada del alaguna, con favor y espaldas de los bergantines, para que después, entrando Cortés con ellos por el alaguna, más a su placer y con menos riesgo asentase, como dixe, Sandoval, do mejor le paresciese. Para los trece bergantines con que él había de entrar escogió, fuera de los Capitanes, los más de los trecientos hombres, que fuesen hombres de la mar y exercitados en navegaciones, diestros, valientes y de huir consejo, de los cuales halló muchos, especialmente a Martín López, que fue hombre que dixo y hizo, el cual tenía todo el cuidado de la flota como aquel por cuya industria se habían hecho los bergantines, en cada uno de los cuales iban veinte y cinco españoles con su Capitán y Veedor y seis ballesteros y escopeteros.



 

 

Capítulo CXIV

Cómo se partieron los maestros de campo, y de ciertas diferencias que hubo entre ellos.

Dada la orden que tengo dicha, los dos Capitanes que habían de estar con su gente en las ciudades de Tacuba y Cuyoacán, después de haber rescebido las instrucciones de lo que debían hacer, se partieron de Tezcuco a veinte y dos días de Mayo. Fueron a dormir dos leguas y media de allí, a una poblazón buena que se dice Aculma, donde aquellos Capitanes, sobre el alogamiento de sus gentes, tuvieron pasión, que para en aquel tiempo, pasando adelante, fuera bien dañosa. Cortés, como lo supo, porque luego fue avisado, para que el negocio no fuese adelante, invió un caballero (créese que era Alonso de Avila) a que los reprehendiese mucho y dixese el enojo con que quedaba. También dicen que les escribió y afeó bien el negocio. Aquel caballero, ido adonde los dos Capitanes estaban, los reprehendió y apaciguó, y como respectaban tanto a Cortés, aunque tenían los pechos acedos, no lo osaban mostrar.

Hubo también, antes que estos Capitanes saliesen de Tezcuco, en todo el real de Cortés alguna alteración y murmuración, por haber querido ser General de la flota, paresciendo a algunos principales de su compañía (que iban por tierra) que ellos corrían mayor peligro (tanto, donde quiera que iba, valía su persona), y así le riquirieron que fuese en el exército por tierra y no en el alaguna en la flota. Respondió que más peligroso era (como ello es) pelear por el agua, que por la tierra, y de más, cuidado mirar por la flota que no por el exército, y que a esta causa convenía más que su persona fuese en el armada, que no en el exército por tierra, pues a todos convenía mirar por lo que más cumpliese. Convencidos con esta repuesta, callaron, vista la razón que tenía, porque por la tierra muchas veces habían probado su ventura, y por el agua hasta estonces nunca.

Los Capitanes, al parescer muy amigos, después de la reprehensión, otro día fueron a dormir a un pueblo que hallaron despoblado, del cual se había ido la gente a México. Luego, al tercero día, entraron temprano en Tacuba, que también estaba, como todos los pueblos de la costa del alaguna, desierto. Aposentáronse en las casas del señor, que son muy hermosas y grandes, y aunque era ya tarde, los naturales de Tlaxcala dieron una vista por la entrada de las calzadas de la ciudad de México y pelearon dos o tres horas valientemente con los de la ciudad, hasta que la noche los despartió y se volvieron a Tacuba sin daño.



 

 

Capítulo CXV

Cómo los dos Capitanes fueron a quitar el agua dulce a México y adereszaron algunos malos pasos, y de otras cosas que hicieron.

Otro día de mañana los dos Capitanes acordaron (como Cortés les había mandado) de ir a quitar el agua dulce que por caños de madera, guarnescidos de cal y canto, entraba en la ciudad de México. El uno dellos fué al nascimiento de la fuente con veinte de a caballo y ciertos ballesteros y escopeteros. Llegó el Capitán, y aunque había mucha gente en defensa, cortó y quebró los caños, peleando bravamente con los que se lo procuraban estorbar, lo cual hacían por el alaguna y por la tierra. Murieron muchos indios, y de los nuestros salieron heridos algunos, pero al fin, después de haberse reñido aquella batalla con grande porfía de los unos y de los otros, los nuestros acabaron de romper los caños y quitaron el agua a la ciudad, que les hizo más daño que les pudieran hacer muchos enemigos que sobre ellos fueran. Fue este grande ardid e hizo mucho efecto.

En este mismo día los dichos Capitanes hicieron adereszar algunos malos pasos, puentes y acequias que por allí alderredor del alaguna estaban, porque los de a caballo pudiesen libremente y sin peligro correr por una parte y por otra. Hecho esto, en que con aquel día se tardaron otros cuatro, en los cuales siempre tuvieron grandes rencuentros con los de la ciudad, de los cuales murieron muchos, y de los nuestros fueron algunos heridos, ganáronles muchas albarradas y puentes. Hobo entre los de la ciudad y los de Tlaxcala bravas hablas y desafíos, diciéndose los unos a los otros cosas bien notables y para oír.

El Capitán Cristóbal de Olid con la gente que había de estar en guarnición en la ciudad de Cuyoacán, que está dos leguas de Tacuba, se partió, y el Capitán Pedro de Alvarado se quedó en guarnición con su gente en Tacuba, donde cada día tenía escaramuzas y peleas con los indios. Llegó aquel día Cristóbal de Olid a Cuyoacán a las díez de la mañana; aposentóse en las casas del señor de allí. Hallaron despoblado el pueblo.



 

 

Capítulo CXVI

Cómo otro día de mañana salió Cristóbal de Olid a dar una vista, y de lo que le subcedió.

Otro día de mañana salió Cristóbal de Olid con hasta veinte de a caballo y algunas ballesteros e con seis o siete mill tlaxcaltecas a dar una vista a la calzada que está entre México y Eztapalapa, que va a dar a México. Halló muy apercebidos los contrarios, rota la calzada y hechas muchas albarradas. Pelearon con ellos, y los ballesteros hirieron y mataron a algunos, y esto continuaron seis o siete días, que en cada uno dellos hubo muchos recuentros y escaramuzas, e una noche al medio della, llegaron ciertas velas de los de la ciudad a gritar a los de nuestro real. Las velas de los españoles apellidaron luego: «¡Arma!» Salió la gente y no hallaron a los enemigos, porque mucho antes del real habían dado la grita, la cual, como era de noche y todo estaba sosegado, paresció a los nuestros, como la oían tan bien, que estaba cerca. Púsoles algún pavor, por ser cosa tan de repente y ser cosa tan pocas veces usada, y como la gente de los nuestros estaba dividida en tantas partes, los de las guarniciones deseaban la venida de Cortés con los bergantines. Con esta esperanza estuvieron aquellos pocos de días hasta que Cortés llegó, como adelante diré. En estos seis días jamás tarde y mañana faltaron recuentros y notables desafíos, para su modo, entre los unos indios y los otros. Señaláronle mucho los tlaxcaltecas, así porque de antiguo eran más valientes que los mexiecanos, como por el ánimo que los nuestros les ponían. Los de a caballo corrían la tierra, y como estaban cerca los unos reales y los otros, alancearon muchos de los enemigos, cogiendo de la sierra todo el maíz que podían para sustentarse a sí y a sus caballos y aun para proveer a los demás.

Es el maíz, como he dicho, trigo de los indios, buen mantenimiento para hombres y caballos y que hace gran ventaja al de que se sustentan los de las Islas.



 

 

Capítulo CXVII

De la consulta que Guautemucín tuvo en México con los de su reino sobre la guerra, y de una plática que les hizo pidiéndoles su parescer.

Viendo el nuevo señor de México, Guautemucín, cómo cada día se le iban muchas gentes a Cortés, que solían, aun de su voluntad, ser del imperio mexicano, y que de lexos tierras le venían mensajeros de muchos señores, ofresciéndole su amistad, y gente de guerra, y que por otra parte, por su grande esfuerzo y consejo, había conquistado y puesto debaxo de su señorío de César, su señor, muchas provincias, todas pacificadas, y que ya tenía los bergantines en el agua, que fué lo que más pena le dió, a tan grande exército de españoles e indios amigos para sitiar a México, determinó de juntar los Capitanes y señores de su reino, para tratar del remedio; y cuando los tuvo a todos juntos, les habló desta manera:

«Valientes y esforzados Capitanes, poderosos señores, que habéis reconoscido y reconoscéis al imperio mexicano: He querido que nos juntemos hoy todos, para que como hijos desta gran ciudad nuestra, donde nascimos, demos orden cómo la libremos de la servidumbre y crueles tratamientos de los cristianos, que tienen los negocios puestos en tales términos que nos conviene mirar mucho por lo que de hemos hacer, ca por la una parte veo que está más poderoso Cortés; tiénenos quitada el agua, estamos forzados a hurtarla con canoas, y esto con gran peligro nuestro; acúdele mucha gente de nuestros naturales; ofrescénsele muchos señores; su exército de españoles tiene muy fornido; tiene echados los bergantines al agua, que es la mayor fuerza con que nos puede hacer daño; sítianos por todas partes, para que repartida nuestra gente sea menos fuerte y nosotros no podamos proveernos de mantenimientos y armas sin mucho riesgo. Por otra parte, veo que estamos en nuestra casa, que somos muchos y muy bien adereszados, y que para echarnos della, haciendo nosotros el deber, es menester mucha más gente. Nuestra ciudad no es como las otras, porque aliende de que es muy grande y populosa, está toda fundada sobre agua, y aunque entren bergantines, cada casa es una fortaleza; los de caballo no tienen por donde corran; las puentes tenemos rotas, pues cegarlas no pueden sin muchas muertes dellos. Nuestros dioses, si no resistimos, se volverán contra nosotros. Por nuestra patria, libertad y religión conviene que muramos, y si, lo que no puedo creer, los cristianos pudieren más, con morir defendiéndonos, quedaremos contentos, pues es peor perder la hacienda, honra, libertad y tierra, que la vida, caresciendo destas cosas, que la hacen contenta y ufana; muchos, por no vivir mucho tiempo con alguna grave pena, se matan de su voluntad, por no vivir vida penosa, queriendo perderla, siendo tan amable, de una vez, que morir mucho tiempo viviendo. Yo os he puesto delante de los ojos el pro y el contra deste negocio, y he dicho a lo que más me inclino. Ahora vosotros decir vuestro parescer, para que escojamos lo que fuere mejor.»



 

 

Capítulo CXVIII

De la respuesta de los Capitanes y señores mexicanos y de la diversidad de paresceres que entre ellos hubo.

Después que Guautemucín, que con gran cuidado fue oído, acabó su razonamiento, comenzaron todos a hablar muy quedo entre sí, y como su señor les daba libertad para decir su parescer y no todos sintiesen una cosa, comenzaron, hablando recio, a decir lo que sentían, y variando los unos de los otros, porque los que de sí mucho confiaban [y] ya había persuadido la postrera parte del razonamiento, respondieron que la guerra en todas maneras se debía proseguir, para de una vez concluir el negocio, por las razones que Guautemucín había dicho y por otras muchas que se podían decir. Otros, que con más cordura y peso consideraban lo uno y lo otro, deseosos de la salud y bien público, fueron de parescer que no sacrificasen los españoles que tenían presos, sino que los guardasen, para hacer las amistades con los españoles, volviéndoselos sanos y libres. Otros, que no se osaban determinar a la una ni a la otra parte, dixeron que en el entretanto que ni lo uno ni lo otro se hacía, que hechos sus sacrificios, consultasen a sus dioses sobre lo que debían hacer, y que conforme a lo que respondiesen, aquello les parescía se debía hacer.

El rey Guautemucín, aunque, por lo que mostró, parescía inclinarse a la guerra, todavía quisiera paz. Finalmente [paresciendo] bien a todos aquel medio, Guautemucín dixo que tendría su acuerdo con los dioses.



 

 

Capítulo CXIX

Cómo Guautemuza sacrificó cuatro españoles y cuatro mil indios, y cómo se determinó de seguir la guerra.

Luego otro día por la mañana, sin que en otra cosa se entendiese, mudadas las ropas, el rey Guautemucín con todos los principales de su consejo se fue al templo, a aquella parte dél donde estaban los dioses de la guerra, el cual, aunque mancebo, iba con harto mayor cuidado que su edad demandaba, revolviendo en su pecho grandes cosas e inclinándose, a lo que después dél se entendió, más a hacer algún concierto con Cortés, que a romper con él, temiéndose de lo que después le subcedió; pero por no dar su brazo a torcer, viendo que los más de los suyos eran de parescer contrario, como entró en el templo, mandó luego sacrificar cuatro españoles que tenía vivos y enjaulados, los cuales murieron como cristianos, dando gracias a Dios que morían por su fee. Mandó luego, después que los sacerdotes, con gran cerimonia y contento, les hubieron sacado los corazones y ofrescídolos a los ídolos, que se hiciese el acostumbrado sacrificio de indios, donde, según la más común opinión, fueron sacrificados cuatro mill. Hecho este sacrificio, o por mejor decir, carnicería, hizo su oración al demonio, el cual dicen que le respondió que no temiese a los españoles, pues vía cuán pocos eran y tenía entendido ser mortales como él, y que tampoco se le diese nada por los indios que con ellos venían, porque no perseverarían en el cerco, y que al mejor tiempo se irían, que no era creíble que aunque eran sus enemigos, no lo fuesen más de los españoles, que en todo les eran contrarios, e que con grande ánimo saliese a ellos y los esperase, porque él también ayudaría a matarlos, pues le eran tan enemigos.

Con esta repuesta tan falsa y tan mentirosa, como dada por el padre de mentira, Guautemucín salió muy contento; mandó alzar las puentes, hacer albarradas, meter bastimentos, velar la ciudad, armar cinco mill canoas. Con esta determinación e adereszo estaba cuando llegaron Pedro de Alvarado y Cristóbal de Olid a combatir las puentes e a quitar el agua a México, e así confiado en aquella repuesta, no los temió, antes, teniéndolos en poco, los amenazaba, diciendo: «Malos hombres, robadores de lo ajeno; presto perderéis lo ganado y la furia, si porfiáis, en vuestra locura. Con vuestra sangre aplacaremos a nuestros dioses y la beberán nuestras culebras, y de vuestra carne se hartarán nuestros tigres y leones, que ya están cebados con ella»; e a los tlaxcaltecas, que era cosa de reír, decían a unos: «Cornudos, esclavos, putos, gallinas, traidores a vuestra nación y a vuestros dioses, pues sois tan locos que no os arrepentís de vuestro mal propósito, levantándoos contra vuestros señores; aquí moriréis mala muerte, porque, o vos matará la hambre, o nuestras espadas, o vos prenderemos y comeremos, haciendo de vosotros sacrificio, en señal del cual os arrojamos esos brazos y piernas de los vuestros, que por alcanzar victoria sacrificamos, con promesa que os hacemos de no parar hasta ir a vuestra tierra y asolar vuestras casas y no dexar hombre ni mujer en quien reviva vuestra mala casta y linaje.»



 

 

Capítulo CXX

De lo que los tlaxcaltecas respondieron, y de lo que siente Motolinea acerca de la repuesta de los dioses.

Los tlaxcaltecas, que se tenían por más valientes, riéndose destas bravezas, les respondían: «Más os valdría daros, que porfiar en resistir a los cristianos, que sabéis cuán valientes son, y a nosotros, que tantas veces os hemos vencido, y si porfiáis en vuestra locura, no amenacéis como mujeres, y si sois tan valientes como presumís, haced y no habléis, porque es muy feo blasonar mucho y llevar luego en la cabeza; dexad de injuriarnos y hablar de talanquera y salid al campo y en él veremos si hacéis lo que decís, y estad ciertos que ya es llegado el fin de vuestras maldades y que se acabará muy presto vuestro tiránico señorío, y aun vosotros, con vuestras casas, mujeres y hijos, seréis destruídos y asolados, si con tiempo, como os avisamos, no mudáis de parescer.»

Estas y otras muchas palabras pasaron entre los mexicanos y tlaxcaltecas, aunque hubo también obras, por los desafíos y recuentros que entre ellos pasaron, en los cuales las más veces se aventajaban los mexicanos.

Ahora, viniendo a lo del aparescer del demonio, diré lo que Motolinea escribe, que con cuidado de muchos años lo escribió después de haberlo bien inquerido, e yo en esta mi Crónica deseo dar a cada uno lo que es suyo. Dice, pues, y así es probable, que el demonio no aparescía a los indios, o que si les aparescía era muy de tarde en tarde, y que los sacerdotes, por su interese y para atraer a los señores y al pueblo al culto y servicio de sus dioses, fingían que el demonio se les aparescía y hablaban con él, y así nunca decían al pueblo sino cosas de que rescibiese contento, para que ofresciese sus ofrendas e intereses, los cuales tienen gran mano en las cosas sagradas, cuanto más en las profanas, de adonde es de creer que los sacerdotes que estonces estaban en el templo, porque no cesase su falsa religión y grande interese, o fingieron que el demonio decía que se hieciese la guerra, o usaron de alguna maña y ardid para que hablando ellos paresciese hablar el demonio, especialmente entendiendo que los más de la ciudad estaban inclinados a que la guerra se hiciese.



 

 

Capítulo CXXI

Cómo Xicotencatl, Capitán de sesenta mill infantes, se volvió a Tlaxcala, de donde le traxeron; y traído, le mandó Cortés ahorcar.

Dicho he cómo la gente de Tlaxcala tardó tres días de entrar en Tezcuco y cómo después que toda estuvo junta, ordenando Cortés las guarniciones que habían de estar en el cerco de México, inviando a Pedro de Alvarado que sitiase la ciudad con treinta mill tlaxcaltecas, cuyo Capitán era Xicotencatl, que nunca, hasta que lo pagó todo, anduvo de buen arte, y cómo Gonzalo de Sandoval por la parte de Iztapalapa asimismo fue a poner cerco con muchos indios amigos, y con ellos por Capitán Chichimecatl andando para esto la gente española y la índica revueltas, subcedió que por cargar un indio, primo hermano de un señor llamado Piltechtl le descalabraron dos españoles. Apaciguóle Ojeda, con promesa que le hizo de darle licencia que se volviese a Tlaxcala, porque a saberlo Cortés, sin dubda los ahorcara o afrentara malamente. Ido, pues, aquel señor a su tierra, Xicotencatl, que estaba con Pedro de Alvarado, supo la ida de aquel señor, y como siempre tuvo el pecho dañado y nunca había hecho cosa que no fuese por fuerza, procurando cuanto podía dañar a los españoles, secretamente una noche, sin que nadie lo supiese, con algunos amigos y criados se descabulló, procurando con su ausencia resfriar las voluntades de los que él tenía a cargo, y que poco a poco se fuesen todos tras dél. Pedro de Alvarado le echó luego menos por la mañana; sintió mal del negocio y escribiólo luego a Cortés, el cual, a la hora, porque también le paresció muy mal, inviando a llamara Ojeda y a su compañero Joan Márquez, los despachó para Tlaxcala, mandándoles que luego, sin detenerse punto, se partiesen y le traxesen preso a Xicotencatl y a los demás señores que hallasen haberse ausentado del exército. Ellos se partieron luego a Tlaxcala, a la cual llegados, prendieron a Xicotencatl, y luego él se demudó y turbó, dándole el corazón en lo que había de parar. Díxoles, lo que suelen los que para su culpa no tienen disculpa, que por qué no prendían también a Piltechetl, que también se había venido del exército. Ojeda le respondió que aquel señor se había venido a curar, y con su licencia, y que él no había tenido para qué venirse; con todo esto, no osaron hacer otra cosa que llevar también a Piltechtl, porque ya estaba sano.

Llegados que fueron a Tezcuco con los presos, Cortés no los quiso ver. Mandólos echar en el cepo, y desde a dos horas mandó que a vista de todos los indios, en una horca alta ahorcasen a Xicotencatl y que el intérprete en voz alta dixese la causa de su muerte y traxese a la memoria las maldades y fieros que en Tlaxcala había hecho cuando los españoles se vieron en tanta nescesidad. Murió, aunque era orgulloso y valiente, con poco ánimo, conosciendo bien que sus malos pasos le habían traído al punto en que estaba, y así, no acertó a pedir perdón de sus delictos. Ya que estaba muerto, acudieron muchos indios, tanto que sobre ello se herían a tomar de la manta y del mástil, y el que llevaba un pedazo dél, creía que llevaba una gran reliquia.

Atemorizó la muerte deste Capitán mucho a todos los indios, así amigos como enemigos, porque era mucho estimada y temida de los unos y de los otros la persona de Xicotencatl. Y porque el lector deseará saber qué es lo que se hizo con Piltechtl, decirlo he en el capítulo siguiente.



 

 

Capítulo CXXII

Cómo Cortés quiso ahorcar a Piltechtl y cómo riñó ásperamente a Ojeda cuando supo lo que había pasado.

Ahorcado Xicontencatl, que fue gran freno para que de ahí adelante ninguno desamparase su caudillo, por amedrentar más a los indios de su exército, determinó también de ahorcar a Piltechtl; mandóle sacar del cepo y que le pusiesen dende al otro; pero Ojeda, a quien como cristiano remordía la conciencia, aunque por otra parte temía de Cortés o castigo o ásperas palabras, cuales oyó, le dixo la poca culpa que Piltechtl tenía, porque él había dado licencia para que se fuese a Tlaxcala, por excusar que su Merced no mandase ahorcar a dos soldados españoles que eran de los valientes de su exército, y que, por tanto, le suplicaba no hiciese justicia de aquel señor. Cortés se halló algo atajado, porque le pesó de haber determinádose de mandar ahorcar a Piltechtl y haberle puesto en aquella aflición. Enojóse mucho conOjeda y tratóle ásperamente de palabra, diciendo que fuera bien que luego que traxo los presos, le dixera la poca culpa que Piltechtl tenía, o no le traxera en son de preso, aunque él había mandado que todos los que hallase en Tlaxcala traxese consigo. Ojeda le replicó lo que pudo, y finalmente, Cortés, considerando otros buenos servicios que había hecho, no le castigó, y hablándole algo blandamente, Ojeda le dixo: «Pues ahora sepa vuestra Merced otra cosa; que Xicotencatl me daba dos mill ducados porque le soltase, y si me diera cient mill no lo hiciera, porque no osara.» Estonces Cortés, sonriéndose, le dixo: «Pues, majadero, ¿por qué no tomastes los dineros y luego le traíades, que quien había de perder la vida, poco se le diera de dexaros los dineros?» Con esto se despidió Ojeda y se comenzó a entender en dar furia a la guerra.



 

 

Capítulo CXXIII

Cómo Cortés se embarcó, y de una notable victoria que en el peñol hubo.

En sabiendo que supo Cortés que sus guarniciones estaban en los lugares donde les había mandado asentar, aunque quisiera ir por tierra, para dar orden en los reales, determinó con los trecientos hombres que le quedaban embarcarse, porque en aquel negocio donde se requería gran concierto y cuidado y donde había más riesgo y ventura, y así, otro día después de la fiesta de Corpus Christi, viernes, a las cuatro, del alba, hizo salir de Tezcuco a Gonzalo de Sandoval, Alguacil mayor, con su gente, para que se fuese derecho a la ciudad de Iztapalapa, que estaba de allí seis leguas pequeñas. Llegó a ella a poco más de medio día. Comenzó a quemar la ciudad y a pelear con la gente della, la cual, como vio el gran poder que Sandoval llevaba, acogióse al agua en sus canoas, y Sandoval se aposentó en la ciudad y estuvo en ella aquel día esperando lo que Cortés le mandaba y lo que le subcedía. Despachado desta suerte Sandoval, Cortés se metió en los bergantines y se hizo a la vela y al remo, y al tiempo que Sandoval andaba quemando la ciudad, llegó a vista de un muy fuerte y grande peñol que estaba cerca de aquella ciudad, todo rodeado de agua y por lo alto muy fortalescido de albarradas y en ellas mucha gente de guerra que consigo tenían sus mujeres y hijos, determinados de morir primero que de rendirse. Habían concurrido allí de los pueblos del alaguno, porque ya sabían que el primero rencuentro había de ser con los de Iztapalapa y estaban allí para defensa suya y para ofender a los nuestros si pudiesen, y no pudiendo, morir, como lo hicieron; y como vieron llegar la flota, comenzaron a pedir socorro, haciendo grandes ahumadas, porque todas las ciudades del alaguna lo supiesen y estuviesen apercebidos, y aunque el motivo de Cortés era de ir a conibatir la ciudad de Iztapalapa por la parte que estaba en el agua, revolvió sobre el cerro, porque le tiraban muchas piedras y flechas. Saltó con ciento y cincuenta compañeros, púsolos en orden, e yendo él adelante, aunque era el peñol muy agro y alto, le comenzó a subir con mucha dificultad. Porfió tanto que les ganó las albarradas que en lo alto tenían hechas para su defensa; entró de tal manera que ninguno de los enemigos escapó, ecepto las mujeres y niños, a quien mandó que no tocasen. Hiriéronle veinte y cinco españoles; no murió ninguno, que fue muy gran cosa, y así la victoria fue una de las más señaladas que Cortés alcanzó y que más espanto puso a los enemigos, porque les paresció que aquéllos eran inexpugnables.



 

 

Capítulo CXXIV

De otra muy señalada victoria que Cortés hubo de los mexicanos por el agua.

Como los de Yztapalapa y del peñol habían hecho ahumadas, luego los de México y de las otras ciudades que están en el alaguna conoscieron que Cortés entraba ya por el alaguna con los bergantines, y de improviso, como los que estaban apercebidos, se juntó una muy gran flota de canoas. Era cosa de ver, que el agua estaba toda casi cubierta, y los cerros, con los fuegos y ahumadas, parescían arder.

Ciertos señores y principales tomaron quinientas canoas de las mayores y más fuertes; adelantáronse para pelear con los nuestros, pensando vencer, e si no, tentar lo que podían navíos de tanta fama. Las demás canoas, que eran muchas, en gentil concierto, iban siguiendo. Cortés, como vio traían su derrota hacia él, a gran furia, con el despojo del peñol, se embarcó con los suyos; mandó a sus Capitanes que en ninguna manera fuesen adelante, sino que juntos, en buen concierto, estuviesen quedos para que pasando los enemigos, que de miedo no osaban acometer, acometiesen sin orden ni concierto, y así, acercándose, dieron, como suelen, gran grita, bravoceando y diciendo palabras feas. Con todo esto, no pararon a tiro de arcabuz, esperando que las demás canoas llegasen, porque con las suyas no se atrevían.

Estando así queda la una flota y la otra, deseando Cortés que aquella victoria naval, en la cual había de consistir todo el negocio, fuese muy señalada, porque si no era con los bergantines no se podía alcanzar, quiso Dios que aunque traían sus canoas empavesadas y en tan gran número que no se podían contar, que de improviso sobreviniese un viento terral, por popa de los bergantines, tan favorable a tiempo que parescía milagro. Estonces Cortés, alabando a Dios, dixo a sus Capitanes: «¡Ea, caballeros, que Dios es con nosotros, pues tan claramente nos favoresce! Tiéndanse las velas, apréstense los remos, y con mucho concierto rompamos por estos enemigos de Dios y nuestros.» Hizo señal, e luego todos con gran furia embistieron en las canoas, que con el tiempo contrario comenzaban a huir; deshicieron, con el grande ímpetu que llevaban los bergantines, muchas canoas; echaban otras a fondo, haciendo maravilloso y espantoso estrago; mataron infinita gente; siguieron el alcance, como el viento les era tan favorable, más de tres leguas, hasta encerrarlos en las casas de México; prendieron algunos señores y a muchos caballeros e otra gente. Los muertos no se pudieron contar, más de que el alaguna estaba tinta en sangre. Fue causa esta segunda victoria de que de ahí adelante los nuestros fuesen señores del agua y los enemigos perdiesen gran parte del ánimo. Fuéles el viento contrario, y como eran tantas canoas, estorbábanse las unas a las otras.



 

 

Capítulo CXXV

De otra tercera victoria que Cortés hubo de los mexicanos.

Los de la guarnición de Cuyoacán, que podían mejor que los de Tacuba ver cómo venían los trece bergantines, como vieron el buen tiempo que traían y cómo venían desbaratando todas las canoas de los enemigos, que era, según después dixeron, cosa de ver y de que mayor contento rescibieron; y porque también estaban con gran deseo de ver a Cortés, que consigo traía tanto favor, porque los de Cuyoacán y Tacuba estaban entre tanta multitud de enemigos, que milagrosamente Dios los anima[ba] para que no desfalleciesen, y enflaquescía los ánimos de los enemigos para que no se determinasen a acometer a los nuestros en su real, que si lo hicieran, según eran infinitos, no pudieran dexar de perescer los españoles, aunque siempre estaban apercebidos y determinados de morir o ser vencedores, como aquellos que se hallaban muy apartados de toda manera de socorro, salvo de aquel que de Dios esperaban; y así como de la guarnición de Cuyoacán vieron cómo con su flota Cortés seguía las canoas, tomaron su camino hacia México, así los de a pie como los de a caballo, e trabaron una brava pelea con los indios que estaban en la calzada y les ganaron las albarradas que tenían hechas y les tomaron ambas puentes que tenían alzadas, y con el favor de los bergantines, que iban cerca de la calzada, los indios de Tlaxcala seguían bravamente a los enemigos y dellos mataban y dellos prendían e otros se echaban al agua, de la otra parte donde no iban los bergantines, y así fueron siguiendo esta victoria más de una gran legua, hasta llegar a la entrada donde Cortés había parado con los bergantines, como después diré.



 

 

Capítulo CXXVI

Como Cortés saltó en tierra y sacó tres tiros gruesos, y de lo que con ellos hizo.

Como los bergantines anduvieron bien tres leguas, dando caza a las canoas, las cuales escaparon, metiéndose entre las casas de la ciudad, e como era ya después de vísperas, mandó Cortés recoger los bergantines; llegó con ellos a la calzada, y allí determinó de saltar en tierra con treinta hombres, por les ganar unas dos torres de sus ídolos, pequeñas, que estaban cercadas con su cerca baxa de cal y canto, de adonde los enemigos pelearon bravamente con los nuestros, por se las defender, pero al fin, aunque con harto peligro y trabajo, se las ganaron, y luego Cortés hizo sacar en tierra tres tiros de hierro gruesos que él traía; y porque lo que restaba de la calzada desde allí a la ciudad, que era media legua, estaba todo lleno de enemigos e de la una parte y de la otra de la calzada, que era agua, todo lleno de canoas, con gente de guerra, hizo asestar el un tiro de aquellos, y después de cebado lo mandó soltar por la calzada adelante. Hizo mucho daño en los enemigos, a causa de estar la calzada cuajada dellos; atemorizó mucho aquella gente, tanto que por estonces no osaron más pelear, aunque si supieran la desgracia, porfiaran a vengar el daño que el tiro había hecho, porque al dispararle se descuidó el artillero de tal manera que se emprendió toda la pólvora que quedaba, aunque era poca. Tuvo estonces Cortés gran sufrimiento de no tratar mal al artillero, que lo merescía, por no desabrirle y ser persona diestra en aquel menester, y luego esa noche proveyó que fuese un bergantín a Iztapalapa, donde estaba Gonzalo de Sandoval, que era dos leguas de allí, para que traxese toda la pólvora que había; y aunque al principio deste negocio la intención de Cortés había sido, luego que entrase con los bergantines, irse a Cuyoacán y dexar proveído cómo anduviesen a mucho recaudo, haciendo el mayor daño que pudiesen, pero como aquel día había saltado en la calzada y les había ganado aquellas dos torres, determinó de asentar allí real e que los bergantines estuviesen allí junto a las torres e que la mitad de la gente de Cuyoacán e otros cincuenta peones de Sandoval viniesen otro día.



 

 

Capítulo CXXVII

Cómo aquella noche, fuera de su costumbre, los enemigos dieron sobre Cortés.

Proveído esto, aquella noche estuvo Cortés muy a recaudo con su gente, porque estaban en muy gran peligro, e toda la gente de México acudía allí por la calzada e por el agua. Avino, pues, que a la media noche, fuera de su costumbre y uso, confederados para esto y habiéndolo tratado de antes, pensando que los nuestros dormirían descuidados y que tendrían la caza en las manos, dieron en canoas y por la calzada gran multitud de enemigos sobre Cortés, y como no saben acometer ni toman ánimo sino dando grita, fueron primero sentidos e oídos que pudiesen hacer algún daño, aunque por venir tan sin pensarse, pusieron a los nuestros en gran temor y rebato, porque si no era cuando tenían muchas y grandes victorias y se iban señoreando de sus enemigos, jamás acometían de noche; pero como los nuestros estaban muy apercebidos, comenzaron a pelear con ellos, así por tierra como desde los bergantines, y como cada bergantín traía un tiro pequeño de campo, comenzaron a dispararlos y a tirar los ballesteros y escopeteros, y como estas municiones alcanzaban más que las flechas de los indios y ellos eran tantos, aunque los nuestros tiraban a bulto, por la escuridad de la noche, hicieron mucho más daño que rescibieron, y así los indios tuvieron por bien, hallándose burlados en lo que pensaron, retraerse, no osando ir aadelante, porque rescibieran mayor daño, y así dexaron a los nuestros lo que quedó de la noche sin acometerlos más. En este sobresalto se vio bien el admirable esfuerzo y reportamiento de Cortés, que, como si fuera de día y estuviera con grandes ventajas, guió el negocio, en el cual se señalaron muchos, y entre ellos Alonso de Avila y Martín López, que era el que regía la flota, y otros de cuenta, de los cuales en su lugar haré mención.



 

 

Capítulo CXXVIII

De la brava refriega que otro día Cortés tuvo con los mexicanos, y de cómo les ganó una puente e un albarrada.

Otro día en amanesciendo llegaron al real de la calzada donde Cortés estaba quince ballesteros y escopeteros y cincuenta hombres de espada y rodela e siete o ocho de a caballo de los de la guarnición de Cuyoacán, e ya cuando llegaron hallaron que Cortés y los suyos andaban muy a las manos con los enemigos de la ciudad, que venían en canoas, y con los que estaban en la calzada, los cuales eran en tanta multitud que por el agua y por la tierra no vían salvo gente de guerra. Daban tantos gritos y alaridos que parescía hundirse el mundo.

Cortés, que ya tenía los oídos a estas voces, y los ojos a ver millares de hombres, esforzándose para que los suyos no desmayasen, peleó bravamente, poniéndose en la delantera por la calzada adelante; ganóles una puente que tenían quitada e un albarrada que tenían hecha a la entrada. En estos pasos, que eran tan peligrosos y dificultosos, por la gran resistencia que los enemigos hacían, mostraron bien los nuestros su gran esfuerzo y espantoso porfiar, los cuales con los tiros y con los de a caballo hicieron tanto daño en los enemigos, que casi lo encerraron hasta las primeras casas de la ciudad; y porque de la otra parte de la calzada, como los bergantines no podían pasar, andaban muchas canoas, que hacían gran daño con varas y flechas en los nuestros, hizo Cortés romper un pedazo de la calzada, junto a su real, e hizo pasar de la otra parte cuatro bergantines. Fue esta diligencia y aviso de tanta importancia, que como pasaron de la otra parte, se dieron tan buena maña, que encerraron todas las canoas en las casas de la ciudad, de tal manera que por ninguna vía osaban salir a lo largo, e por la otra parte de la calzada los otros bergantines pelearon bravamente con las demás canoas, que eran más y de más gente. Finalmente, después de haber muerto muchos de los enemigos, y deshecho muchas casas de la ciudad, atreviéndose a entrar por las calles, que hasta estonces no lo habían osado hacer, por los muchos baxos y estacas que había, pero como hallaron canales por donde entrar seguros, fueron siguiendo el alcance de las canoas tomando algunas dellas, quemando algunas casas del arrabal, de donde rescibían daño, allanando por allí el camino para proseguir adelante. Desta manera vino la noche, que los despartió.



 

 

Capítulo CXXIX

De la refriega que Sandoval hubo, y de la industria que Cortés tuvo para que pasase la gente.

Estando desta manera la guerra trabada, sin esperanza alguna de confederación y concierto, otro día Sandoval con la gente que tenía en Iztapalapa, así de españoles como de indios amigos, se partió para Cuyoacán, de adonde hasta la tierra firme viene una calzada que dura casi legua y media. Caminando Sandoval por esta calzada, a obra de un cuarto de legua, llegó a una pequeña ciudad, que también estaba en la alaguna, aunque por muchas partes della se podía andar a caballo. Los vecinos salieron de allí e comenzaron a trabar batalla con Sandoval. Duró la batalla buena pieza e al cabo los desbarató y mató muchos dellos, e porque los que quedaban ni sus vecinos no se atreviesen a pelear otra vez con españoles e quedasen de aquello bien escarmentados, les destruyó e quemó toda la ciudad sin dexarles casa donde se meter; y porque Cortés había sabido que los indios habían rompido mucho de la calzada y la gente no podía pasar sin gran dificultad, invióle dos bergantines para que le ayudasen a pasar, de los cuales hicieron puente por donde los peones pasaron, lo cual hicieron con harta contradición de los enemigos, e desque hubieron pasado, se fueron a aposentar a Cuyoacán, y Sandoval con diez de a caballo tomó el camino de la calzada donde Cortés tenía su real. Hallóle peleando, apeóse luego con sus compañeros y comenzaron a pelear con los de la calzada, con quien los de Cortés andaban revueltos. Allí los enemigos con una vara tostada arrojadiza atravesaron un pie a Sandoval e hirieron muchos de los nuestros, pero con los tiros gruesos e ballestas y escopetas hicieron tanto daño, que ni los de las canoas ni los de la calzada osaban ya llegar con aquel atrevimiento y orgullo que solían.

Desta manera estuvieron los nuestros seis días en continuo combate con los enemigos, ayudando mucho los bergantines, porque iban quemando alderredor de la ciudad todas las casas que podían, y, lo que importó mucho, descubrieron canal por donde podían entrar alderredor y por los arrabales de la ciudad, y llegaron a lo grueso della; y esto y el buen pelear de los nuestros hizo por aquellos días que no acudiesen ni con un cuarto de legua las canoas de los enemigos al real de los nuestros, que de antes venían tantas que era espanto.



 

 

Capítulo CXXX

Cómo Cortés invió a Sandoval a que acabase de cercar a México, y lo que sobre esto pasó.

Otro día Pedro de Alvarado, que estaba por Capitán de la guarnición que estaba en Tacuba, hizo saber a Cortés cómo por la parte de Tepeaquilla, por una calzada que iba a unas poblazones de tierra firme e por otra pequeña que estaba junto a ella, los de México entraban y salían cuando querían, y que creía que viéndose en aprieto se habían de salir todos por allí, aunque Cortés más deseaba esto, que se hiciesen fuertes, porque en tierra firme se podía mejor aprovechar dellos, donde los caballos se enseñoreaban del campo y las resistencias duraban poco; pero porque estuviesen del todo cercados y no se pudiesen aprovechar en cosa alguna de la tierra firme, proveyéndose, entrando y saliendo, de lo que menester habían, aunque Sandoval estaba herido, le mandó que fuese a asentar su real a un pueblo pequeño adonde iba a salir la una de las dos calzadas, el cual se partió con veinte y tres de a caballo e cient peones y diez e ocho ballesteros, quedando cincuenta peones a Cortés de los que tenía de antes y en llegando que fué otro día, asentó su real donde Cortés le había mandado, y en una calzadilla que estaba a partes quebrada, entre Sandoval y Alvarado, se pusieron Cristóbal Flórez e Jerónimo Ruiz de la Mota con sus dos bergantines, de que eran Capitanes, los cuales defendieron la entrada y salida y ofendieron cuanto pudieron.

Desta manera quedó cercada por todas partes la muy poderosa y muy fuerte ciudad de México, de modo que sin ser sentido o visto ninguno de los enemigos podía salir ni entrar.



 

 

Capítulo CXXXI

Cómo Cortés determinó de entrar por la ciudad adentro, y de las victorias que aquel día alcanzó.

Repartidos los exércitos y tomados sus asientos o hechos fuertes en ellos, como Cortés vio que tenía algo encerrados a los enemigos, y por la otra parte la mucha gente de guerra de amigos que le acudía, determinó de entrar a la ciudad por la calzada, todo lo más que pudiese y que ellos al fin de la una parte y de la otra se estuviesen para hacer espaldas a los nuestros, mandando que algunos de a caballo y peones de los que estaban en Cuyoacán, se viniesen al real, para que entrasen con él. Ordenó asimismo que diez de a caballo se quedasen a la entrada de la calzada, para asegurar las espaldas, así a él como a algunos que quedaban en Cuyoacán, parque los naturales de las ciudades de Suchimilco y Culhuacán, Yztapalapa, Ocholobusco, Mexicalcingo, Cuitlauac y Mezquique, que estaban en el agua y se habían rebelado, eran en favor de México, y no les hiciesen daño por las espaldas, e quitábales el peligro la provisión de los diez de a caballo que habían de andar en la calzada e otros tantos que había siempre mandado estar en Cuyoacán con más de diez mill indios amigos. Mandó, por consiguiente, a Sandoval y a Pedro de Alvarado que por sus estancias acometiesen aquel día a los de la ciudad, porque él quería por su parte ganarles lo que más pudiese, y así salió por la mañana del real y entró a pie por la calzada adelante con tanto ardid y esfuerzo que a los suyos ponía gran ánimo y a los enemigos temor. Topó luego con los enemigos, que estaban en defensa de una quebradura que tenían hecha en la calzada, tan ancha como una lanza, y otro tanto de hondura, y en ella tenían hecha un albarrada, con que estaban bien fortalescidos. Pelearon allí gran rato los unos y los otros valientemente, habiendo muchos heridos de la una parte y de la otra; pero al cabo los españoles, como canes rabiosos, viendo derramar su sangre, con gran coraje, olvidados del trabajo, se dieron tanta priesa y porfiaron tanto, que ganaron el albarrada y siguieron por la calzada adelante a los enemigos hasta llegar a la entrada de la ciudad, donde, porque hubo otra más notable victoria, la dexaré para el capítulo siguiente.



 

 

Capítulo CXXXII

Cómo Cortés ganó una torre e una puente muy fuertes.

Prosiguiendo Cortés (según está dicho) por la calzada adelante, llegó a la entrada de la ciudad, donde estaba una torre de ídolos muy fuerte y al pie della una puente muy grande levantada, con una muy fuerte albarrada. Por debaxo de la puente corría con mucho ímpetu gran cantidad de agua que ponía miedo mirarla, y así, luego que llegaron los nuestros, con la dificultad que se les representó, tuvieron alguna desconfianza, la cual perdieron luego que vinieron a las manos, con el valor del pelear. Eran innumerables las flechas y varas e piedras que desde la torre y de la otra parte de la puente los enemigos tiraban, y para que hubiese remedio de ganarles aquel paso tan peligroso, dio orden Cortés cómo ocupando los rodeleros y detrás dellos los escopeteros y ballesteros a los enemigos, los bergantines, que estaban de la una parte y de la otra, se juntasen, y así hubiese lugar de hacer más daño y desde los bergantines saltar en el albarrada, y así, sin peligro y con menos dificultad mucho de la que pensaban, ganaron aquella torre y albarrada, que fuera imposible ganarla sin los bergantines, pues como los enemigos vieron ganado aquel paso, desmayando, comenzaron a desamparar el albarrada. Los de los bergantines salieron luego en tierra, e Cortés con los suyos pasó el agua y también los de Tlaxcala y Guaxocingo, Cholula y Tezcuco, que serían más de ochenta mill hombres, los cuales cegaron con piedras y adobes aquella puente.

Aquí Diego Hernández, aserrador, que se halló en el hacer de los bergantines, trabajó más que mill indios. Era hombre de espantosas fuerzas, porque con una piedra tamaña como una naranja, que él tiraba por medio de los enemigos, no hacía menos daño ni lugar que si la echara un tiro de artillería; tenía grande ánimo, aunque no tanto consejo. Conoscíle yo harto viejo y fue mi vecino algunos años, y en aquella edad parescía ser cierto lo que dél algunos de sus compañeros me dixeron.

En el entretanto que esto se hacía, los nuestros, yendo adelante, ganaron otra albarrada que está en la calle más principal y más ancha de toda la ciudad, y como aquélla no tenía agua, fue más fácil de ganar. Siguieron los nuestros el alcance por la calle adelante, hasta llegar a otra puente que tenían alzada, salvo una viga ancha por donde pasaban, e puestos por ella y por el agua en salvo quitáronla luego.



 

 

Capítulo CXXXIII

De la brava refriega que en este paso hubo, y cómo Cortés ganó otros pasos hasta llegar a la entrada de la plaza.

Tenían los enemigos de la otra parte de la puente hecha otra grande albarrada de barro y adobes. Los nuestros, como llegaron a ella y no pudieran pasar sin echarse al agua (y esto era muy peligroso), repararon probando su ventura con pelear cuanto pudiesen, que lo habían bien menester, por la gran priesa que los enemigos les daban, porque aliende de que de la una parte y de la otra de la calle había infinitos dellos, que con mucho coraje peleaban, desde las azoteas, que también estaban cubiertas dellos, con las piedras y varas hacían gran daño en los nuestros. Estuvieron desta manera los unos y los otros dos horas, e viendo Cortés que ya se sustentaban los enemigos, defendiéndose más de lo que convenía, mandó asestar dos tiros a la calle e que el artillero los disparase lo más a menudo que pudiese, y que lo mismo hiciesen los ballesteros y escopeteros. Diéronse los unos y los otros tanta priesa y hicieron tanto daño en los enernigos, que en breve perdieron mucho del ánimo y afloxaron algo. Los nuestros lo conoscieron, y así, ciertos dellos, armados con armas de algodón, que eran bien pesadas, se arrojaron al agua; pasáronla, aunque no sin harto peligro e golpes que de los contrarios rescibieron, los cuales, como vieron tan gran atrevimiento y que con él habían salido los nuestros, desampararon el albarrada y azoteas, que por dos horas habían defendido; huyeron bien sin orden; dieron lugar a que el resto del exército de Cortés pasase sin peligro. Hizo cegar aquel paso con los materiales del albarrada e con otras cosas que a la mano halló. En el entretanto que esto se hacía, porque era cargo de los indios amigos y de algunos españoles que con ellos iban, los demás con algunos indios tlaxcaltecas prosiguieron el alcance la calle adelante, hasta que a dos tiros de ballesta llegaron a otra puente que ni estaba levantada ni tenía albarrada; estaba junto a una de las principales plazas y aposentos de la ciudad. Estaba esta puente desta suerte así, porque los mexicanos no creyeron ser posible que los nuestros pudiesen ganar tantas puentes ni llegar hasta allí, y así lo pensaron los nuestros, a quien Dios daba más victorias que podían pedir ni pensar.

Vista esta coyontura y que allí era todo tierra firme, mandó Cortés asestar un tiro en la boca de la plaza, con el cual los enemigos, que eran tantos que no cabían en ella, rescibieron gran daño, porque no se disparaba tiro que no matase a muchos y hiciese gran daño. Con todo esto, los nuestros no se osaban determinar de entrar en la plaza, porque, como dicen, estaban en sus casas y eran innumerables; pero Cortés, que ya no temía el agua, porque allí no la había, y le parescía que no era de perder aquella ocasión ni mostrar cobardía a los contrarios, dixo a sus compañeros, que estaban cansados de pelear: «Caballeros, ¿dónde podemos, mejor que aquí, aventurar nuestras personas y dar a entender a estos perros lo mucho que Dios puede y hace por nosotros, pues los tenemos arrinconados siendo tantos, que si esperan, los unos a los otros se estorbarán?» Diciendo estas palabras, sin esperar más repuesta, como el que sabía lo que tenía en los suyos, diciendo: «¡Sanctiago, y a ellos!», acometió.



 

 

Capítulo CXXXIV

Cómo Cortés entró en la plaza y huyeron los enemigos y revolviendo luego sobre los nuestros los hicieron retirar.

Acometió Cortés con su gente con tanta furia, que, como los de la ciudad vieron la determinación de los nuestros tan puesta en obra y vieron la gran multitud de sus enemigos y amigos nuestros, aunque dellos sin los españoles tenían muy poco temor, volvieron las espaldas, y los nuestros y los indios amigos dieron en pos dellos hasta encerrarlos en el circuito del templo de sus ídolos, el cual estaba cercado de cal y canto y era tan grande como una villa de cuatrocientos vecinos, el cual desampararon luego por la gran priesa que los españoles y los indios amigos les daban. Estuvieron en él y en las torres un buen rato, pero como los mexicanos vieron que no había gente de a caballo, que ellos mucho temían, volvieron sobre los nuestros, y por fuerza los echaron de las torres y de todo el patio y circuito, en que se vieron en muy grande aprieto y peligro, aunque en semejantes trances Cortés los animaba mucho, e como iban más que retrayéndose, hicieron rostro debaxo de los portales del patio, e como los enemigos los aquexaban tan reciamente, los desampararon y se retraxeron a la plaza y de allí los echaron por fuerza hasta meterlos por la calle adelante de manera que el tiro que allí estaba desampararon, no pudiendo sufrir la fuerza de los enemigos, y así se retiraron con muy gran peligro, el cual rescibieran de hecho, si no acudieran tres de a caballo, los cuales arremetieron con gran furia y grita por la plaza adelante. Como los enemigos los vieron, creyendo ser más, echaron a huir. Los de a caballo mataron algunos dellos, ganáronles el patio y circuito de donde habían echado a sus compañeros, y haciéndose fuertes diez o doce indios principales es una muy fuerte y alta torre que tenía cient gradas y más hasta lo alto, cuatro o cinco españoles se la subieron por fuerza, y aunque los indios se la defendieron gran rato valientemente, se la ganaron, e sin dexar hombre a vida los mataron a todos, e si no acudieran luego otros cinco o seis de a caballo, los enemigos revolvieran, ya desengañados de que no había más de los tres de a caballo.

Los que acudieron y los tres que estaban echaron una celada en que mataron de una vez más de cuarenta de los enemigos, e como ya era tarde, Cortés mandó hacer señal de recogerse. Su gente lo hizo, y a este tiempo cargó tanta de los enemigos, que a no hacer rostro los de a caballo, fuera imposible no rescebir los nuestros muy gran daño, y a no haber antes Cortés prevenido que se cegasen los malos pasos que atrás quedaban, estaba cierta la victoria por parte de los enemigos. Cegáronse tan bien aquellos pasos, que los nuestros pudieron en buen orden retraerse, revolviendo de cuando en cuando los de a caballo, lo cual hicieron cuatro veces o cinco, alanceando a los que quedaban en la retroguarda.



 

 

Capítulo CXXXV

Cómo los enemigos fueron siguiendo a Cortés y cómo a otra parte pelearon Sandoval y Alvarado.

Con todo esto, los enemigos iban tan emperrados y tan sedientos de la sangre de los nuestros, que aunque siempre rescibían daño, los nuestros no los podían detener que no los dexasen de seguir. Todo el día se gastara en esto, si los enemigos, para aventajarse y hacer daño a los nuestros a su salvo, no tomaran ciertas azoteas que salían a la calle, de donde llovían piedras tan espesas como granizo. Los de a caballo sintieron luego que eran muy ofendidos y que si paraban se habían de ver en gran peligro; salieron a toda furia, y tras dellos los demás españoles, arrodelándose las cabezas, y los indios amigos cubriéndose lo mejor que podían, y así sin peligrar ningún español, aunque hubo hartos heridos, llegaron a su real, dexando puesto fuego a las más y mejores casas de aquella calle, para que cuando otra vez volviesen por allí, de las azoteas no fuesen ofendidos.

En este mismo día Gonzalo de Sandoval y Pedro de Alvarado, cada uno por su parte, con su gente, pelearon valerosamente y acontescieron cosas de notar, de las cuales adelante haré particulares capítulos, porque hubo personas, así de cargos, como particulares, que en este memorable cerco hicieron cosas señaladas, y aunque estaban los reales y sitios de los españoles unos de otros apartados más de legua y media (que tanto por todas partes se extendía la población de la ciudad), era tanta la gente de los enemigos que a todas partes acudía, que parescía que en cada una dellas estaba el poder del mundo, y así paresció milagro el vencimiento y venganza que dellos tomó Dios, en castigo y penas de tantas veces y con tan feos pecados como había sido ofendido, por mano de los españoles, a los cuales, como paresce por lo dicho y parescerá por lo que se dixere, proveyó de grande esfuerzo, sufrimiento y consejo.



 

 

Capítulo CXXXVI

Cómo Don Fernando, señor de Tezcuco, acudiendo con mucha gente en favor de Cortés hizo una plática a sus hermanos, y lo que respondió el mayor dellos.

Dicho he mucho atrás cómo Don Fernando, señor de Tezcuco, era muy aficionado a los españoles, y que aunque muchacho, procuraba contentarlos, atrayendo, así a los suyos, como a otros, a su amistad, reconosciendo bien la merced que Dios le había hecho, por mano de Cortés, en darle tan gran señorío, habiendo otros que no con menor título lo podían pretender, y así, correspondiendo a lo que tan obligado estaba, procuró cuanto pudo cómo todos sus vasallos acudiesen a la parte de Cortés y peleasen con los mexicanos, sus vecinos, amigos antiguos y parientes, y para hacer esto con más autoridad y concordia de todos los de su estado como tenía seis o siete hermanos mancebos, bien dispuestos y valientes y que cada uno tenía muchos amigos, juntándolos a todos, les habló en esta manera:

«Muy queridos y amados hermanos míos, que sois la gloria y fuerza de mi reino y con quien debo comunicar mis pensamientos: Juntado os he en este lugar para deciros lo que todos vosotros habéis visto y entendido de mí, y es, que si me amáis como a hermano y señor vuestro, rescibiré extremado contento en que toméis esta guerra en favor del invencible Cortés, contra los mexicanos, por propia vuestra, pues sabéis que los mexicanos han sido siempre tiranos y nos tienen más por vasallos que por amigos, procurando que así nosotros como todos los comarcanos, y aun los que están bien lexos, pierdan su antigua libertad, en que sus antepasados les dexaron. A los cristianos, como tienen razón y son buenos, clementes y piadosos, favoresce mucho su Dios, y me paresce, a lo que de lo pasado he visto, que este Dios suyo los ha inviado de tan lexas tierras por azote y castigo destos tiranos y para vengarnos de los agravios que nosotros y otros muchos hemos rescebido dellos, los cuales vencidos y deshechos, como presto lo veréis, nosotros, siendo en favor de Cortés, quedaremos libres y muy señores y más poderosos contra los que se nos atrevieren, que yo sé que han de quedar muy corridos y aun temerosos los que no hubieren favorescido a Cortés. Por tanto, tú, Yztlixuchll, que eres el mayor de tus hermanos y tan valientes y exercitado en la guerrea como todos sabemos ser tan bueno en ella, serás General de todo el exército y lo repartirás entre tus hermanos, para que todos vayan por Capitanes, y Cortés y los mexicanos entiendan el gran poder de Tezcuco y lo que amamos a los unos y aborrescemos a los otros». Dichas estas palabras, callando los demás hermanos, con gran reverencia respondió el mayor así:

«Muy poderoso señor nuestro y muy amado hermano: No hay cosa que tú mandes, que nosotros, los ojos por el suelo, no la hagamos, aunque fuera contra razón, cuanto más habiendo tanta. Yo te beso las manos muchas veces por la merced que me haces y por la confianza que de mí tienes; yo procuraré, jutamente con mis hermanos, darme tan buena maña en este negocio que tú [te] tengas por muy bien servido y Cortés quede muy obligado a siempre conoscer la buena obra que le haces.»

Era este mozo de veinte y cinco o veinte y seis años, y como dice Motolinea, que le conosció, muy esforzado e un poco alocado. Llamóse después Don Fernando, como su hermano; fue muy amado y temido. Salió con cincuenta mill combatientes muy bien adereszados y armados; tomó él los treinta mill para entrar por la calzada por donde Cortés estaba, y los otros veinte mill, partidos igualmente, fueron con sus Capitanes a los otros dos reales.



 

 

Capítulo CXXXVII

Cómo Cortés rescibió al General y a los otros Capitanes sus hermanos, y de lo que más pasó.

Como este socorro era tan nescesario y llegó a tan buen tiempo, Cortés, que muy bien sabía acariciar a sus amigos y honrarlos cuando convenía, no contentándose con salir él a rescebir al General, dio con toda presteza aviso a otros Capitanes de los dos reales que hiciesen lo mismo que él, y que a los Generales y demás personas principales dixesen muy buenas y comedidas razones, agradesciéndoles la venida. Salió, pues, Cortés, acompañado de los más principales caballeros de su real, buen trecho, a rescebir al General tezcucano, hermano de Don Fernando; abrazáronse con gran amor y voluntad, lo cual después que hubo hecho Cortés con muchos de los otros Capitanes y personas señaladas, el General tezcucano le dixo estas palabras:

«Invencible Capitán de los cristianos, amigos nuestros: Don Fernando, mi Rey, señor y hermano, por mí te saluda muchas veces y dice que tu Dios, como él espera, te dé victoria contra estos tiranos que al presente cercanos tienes; ofréscete cincuenta mill combatientes y dice que cuando fueren menester más, te los inviará, porque ya tiene a todos los de su reino tan inclinados a tu servicio y tan contrarios de los mexicanos, que sin mandárselo muchas veces, de su voluntad vendrán a ayudarte. Esto es lo que el Rey, mi señor, me mandó que dixese; lo que yo de mí tengo que decirte es que no se ha ofrescido jornada ni empresa de guerra que como ésta me haya dado alegría y contento, porque veo que entre otras muchas causas, hay dos muy principales: la una, ser tú y los tuyos tan buenos y tan valientes; la otra, ser los mexicanos tan malos y habernos hecho malas obras, y así, te doy la fee y palabra como caballero, hijo de Rey y hermano de Rey, de no te faltar ni volver desta guerra hasta quedar muerto o salir vencedor.»

Mucho se alegró Cortés con tan buenas palabras, y tornándole a abrazar, tratándole como a Príncipe, le respondió así: «Gran señor y valentísimo Capitán: Tú seas muy bien llegado a este mi real, donde de mí y de los míos serás como señor y hermano nuestro tratado. Al Rey, tu hermano, beso muchas veces las manos por la merced e ayuda que de presente me hace y por la que me ofresce para cuando sea menester. Nunca entendí menos del amor que me tiene, y así, en lo que se ofresciere me hallará tan adelante, que a ninguno tanto, y porque esto ha de parescer por la obra, quiero ahora responderte a ti. En merced grande te tengo la gran voluntad con que a ayudarme has venido, y a ninguno pudiera el Rey, tu hermano, como a ti, cometer tan grande empresa, porque aliende que eres de alto linaje, has mostrado tu persona en las batallas que se han ofrescido muy valerosamente, y así, tengo entendido que en ésta, que es la mayor y más importante que hasta hoy se te ha ofrescido, has de ganar inmortal gloria y fama, de suerte que, como espera en Dios, vivo y sano y muy triunfante, volverás al reino de tu hermano.»

Acabadas de decir estas palabras, que grandemente alegraron y animaron al General tezcucano, con gran ruido de la una música y de la otra, le llevó a su tienda. Los Generales de los otros dos reales rescibieron a los tezcucanos cuanto puedieron alegre y honrosamente, donde se ha de considerar el contento y alegría que con tan buen socorro los nuestros rescibirían, y el pesar y dolor que sentirían los mexicanos en ver venir contra ellos y con tanta determinación tantos y tan bien apuestos enemigos, a los cuales ellos habían subjectado y tenían por vasallos y por amigos, y aun muchos dellos, que hacía su dolor más grave, parientes, hermanos, padres y hijos; quebrantándose en esto el vínculo y fuerza de la consanguinidad, que tanto, cerca de todas las nasciones, puede.



 

 

Capítulo CXXXVIII

Cómo vinieron los de Suchimilco y otros amigos, y de lo que a Cortés dixeron, y él les respondió.

Estaban muchos indios a la mira, aguardando a ver a lo que se determinarían los tezcucanos, que eran muchos y poderosos, y como vieron que tantos y con tanta voluntad seguían la parte de Cortés, los vecinos de Suchimilco, ciudad situada en la alaguna, que está cuatro leguas de México, y ciertos pueblos otomíes, que es gente serrana y en gran cantidad, esclavos del señor de México, determinaron hacer lo que los tezcucanos, porque tenían más nescesidad de ser libertados y redemidos de las grandes vexaciones que, a la continua, de los mexicanos rescebían, y como estaban recelosos y aun temerosos de no haberlo hecho antes, probando, como dicen, el vado, los unos y los otros inviaron a Cortés sus embaxadores, los cuales, después que le hubieron ofrescido ciertos presentes, como lo tienen de costumbre, le dixeron que los señores de Suchimilco y los pueblos de aquella serranía, que llamaban otomíes, le besaban las manos y que le suplicaban les perdonase el no haberse ofrescido antes a su servicio, y que lo habían dexado de hacer, no por falta de amor que le tuviesen, ni por no estar más nescesitados que otros de su favor y amparo, siendo hasta estonces gravemente oprimidos, sino porque esperaban la coyontura que al presente tenían para mejor servirle y ellos hacerlo sin que los mexicanos y sus amigos les pudiesen ir a la mano; que si les daba licencia, vendría luego los más que pudiesen a servirle en aquella guerra y que también traerían vitualla. Cortés, después que los hubo oído con mucha atención y buena gracia e vio que los negocios desta manera se iban prósperamente encaminando, tratando muy bien a los embaxadores, les dixo que de muy buena voluntad les admitía su disculpa y les agradescía mucho que a tan buen tiempo se hubiesen determinado de venirle a ayudar, porque para ellos sería lo mejor, ca tenía entendido que muy presto, con el ayuda de Dios, se venían vengados y libres de los agravios y tiranías que habían rescebido. Díxoles que luego viniesen, porque de ahí a tres días pensaban combatir la ciudad a fuego y a sangre.

Con esto, muy alegres los embaxadores, prometiéndole de volver con toda presteza con los demás sus señores y amigos, se despidieron, los cuales, vista la repuesta tan a su gusto, se aprestaron con tanta diligencia, que otro día entraron por el real de Cortés más de veinte mill hombres de guerra, con mucha vitualla, como lo habían prometido. Fueron rescebidos de Cortés con gran contento, porque, como luego diré, proveyeron parte del real y le aseguraron el que estaba en Cuyoacán.



 

 

Capítulo CXXXIX

Cómo Cortés repartió los bergantines para el combate de la ciudad, y de la plática que hizo a los suyos antes que la combatiese.

Como por el real de la calzada donde Cortés estaba, había quemado con los bergantines muchas casas de los arrabales de la ciudad y no osaba asomar canoa ninguna, por todo aquello, parescióle que para suficiente seguridad de los suyos, bastaba tener en torno de su real siete bergantines, y así, acordó de inviar al real de Sandoval tres bergantines, y otros tantos al de Pedro de Alvarado, encomendando mucho a los Capitanes dellos que porque por la parte de aquellos dos reales los de la ciudad se aprovechaban mucho de la tierra en canoas y metían agua, fructa, maíz e otras vituallas, que corriesen de noche y de día los unos y los otros del un real al otro, y que demás de impedir que no entrase provisión a la ciudad, harían espaldas a las gentes de los reales todas las veces que quisiesen entrar a combatir la ciudad. Desta manera se fueron donde mandó los seis bergantines, que fue cosa bien nescesaria y provechosa, porque no se pasaba día ni noche que no se hiciesen muy buenos saltos en los enemigos tomándoles muchas canoas e mucha provisión, haciendo en ellos todo el estrago que podían.

Estando ya todo a punto y proveído lo nescesario y acabada de venir toda la gente de los indios amigos que venían en su socorro, juntos todos los españoles que tenía en su real, Cortés les habló desta suerte:

«Caballeros y hermanos míos: Ya veis cómo Dios favoresce nuestro negocio, y [por] mejor decir el suyo, haciéndonos merescedores de que seamos instrumento cómo su sacro Evangelio se predique y extienda por este Nuevo Mundo y se desarraigue la falsa y cruel religión destos idólatras, que tan hondas y tan esparcidas había echado sus raíces. Si El es con nos, como paresce tan claro por la obra, ¿quién será contra nos? Para no perder su ayuda, sin la cual no podemos nada, conviene que de nuestra parte hagamos todo nuestro poder en purificar y limpiar nuestras conciencias, para que seamos dignos de ser favorescidos y amados de Dios, que, sin merescerlo nosotros, tan benigno y clemente se nos muestra, tiniendo principalmente los ojos y el corazón puestos en su servicio y en la conversión destos indios mexicanos, que no han querido admitir ni rescibir quien les predique, por la cual razón, ya que otras cesasen, pueden justamente ser conquistados. Tras este motivo, que es en quien habemos de poner todo nuestro pensamiento, se siguirá la prosperidad de bienes temporales, con los cuales los espirituales se sustentan, y pues para venir a esto es nescesario venir a las manos con nuestros enemigos, bien será, caballeros y hermanos míos, que no es menester decíroslo, os animéis y esforcéis mucho a resistir y vencer las muchas y grandes dificultades que se han de ofrescer hasta tomar esta ciudad, que después que estuviere en nuestras manos y debaxo de nuestro poder, todos los trabajos pasados nos serán suaves y sabrosos con el premio que esperamos; y porque cerca desto me paresce que no es nescesario deciros más, os advierto, para que hagáis lo que dicho tengo, que de aquí a dos días comenzaremos a combatir esta ciudad a fuego y a sangre, pues para nuestro fin no tenemos otro medio.»

Hecha esta plática, que animó y esforzó tanto a los suyos que ya los dos días que quedaban hasta verse con los enemigos les parescían años, mandó a la lengua o intérprete que dixese a los Generales y Capitanes y a las demás personas principales que presentes estaban, que se apercibiesen y apercibiesen a los suyos, porque desde a dos días comenzaría el combate de México, donde conoscería si lo que hasta estonces les habían dicho conformaba con las obras, y que ya tenían dónde meter las manos para ser muy ricos y vengar sus injurias y mostrar el valor de sus personas, y que tendría gran cuenta con los que más valientemente lo hiciesen, para honrarlos y ponerlos en mayor estado, y que, por el contrario, al que viese cobarde le mataría primero que con su muerte los enemigos se animasen, y que pues en tan cruda y brava guerra no se excusaba el morir y rescebir heridas que procurasen morir como valientes, ca desta manera tendrían cierta la victoria y los muertos quedarían honrados y los vivos ricos y estimados.

Con estas palabras, rescibiendo nuevo ánimo y esfuerzo, respondieron que a eso habían venido, o a morir, o salir victoriosos, y que por la obra vería cuán determinados venían de hacer esto, pues entendían cuánto les importaba concluir y acabar este negocio. Con esto se deshizo aquella junta y cada uno procuró apercebirse para el combate lo mejor que pudo.



 

 

Capítulo CXL

Cómo pasados los dos días, Cortés comenzó el combate, y de lo que aquel día pasó.

Pasados los dos días, el tercero por la mañana Cortés y los suyos con gran devoción oyeron misa, encomendándose a Dios, podiéndole favor e ayuda y perdón de sus culpas y pecados. Hizo oración el sacerdote, suplicando por la victoria, y vuelto a Cortés y los suyos, les dixo pocas y muy sustanciales razones, trayéndoles en suma a la memoria lo que Cortés poco antes les había dicho, encomendándoles mucho que los unos fuesen bien con los otros, y que su principal intento en aquel combate fuese atraer a los enemigos a paz e conoscimiento de su engaño y error. Esto hecho, que mucho inflamó y encendió a los nuestros, salió Cortés de su real con veinte de a caballo y trecientos españoles e con gran muchedumbre de amigos y tres piezas de artillería, e prosiguiendo en gentil orden y concierto por la calzada adelante, a tres tiros de ballesta del real, toparon con los enemigos, que ya los estaban esperando. Rescibiéronlos con los mayores alaridos del mundo, haciendo gran burla dellos, confiados de la gran fortaleza en que estaban, que ésta siempre da mayor esfuerzo a los que desde ella se defienden, porque como los tres días antes no se les había dado combate, aunque no faltaron algunos rencuentros, habían abierto todo lo que los nuestros habían cegado del agua y teníanlo de tal manera reparado, que estaba muy más fuerte que de antes y muy peligroso de ganar; pero Cortés, a quien estos peligros ni otros no desmayaban, porque estuvo siempre muy entero, mandó repartir los bergantines con mucho concierto, y que juntos, fuesen por la una parte y por la otra de la calzada basta llegar al primer paso, do había gran multitud de enemigos, y que llegados allí los rodeleros arrodelasen a los escopeteros y ballesteros y que hiciesen todo el daño que pudiesen, y él con los tres tiros asestados contra el albarrada comenzó a ofender, y como por tres partes se vieron los enemigos tan aquexados, porque los nuestros, como ellos eran tantos, no perdían tiro y caían como moscas, comenzaron a afloxar, así en los gritos como en la obra, y apretándolos los nuestros, comenzaron a desamparar el fuerte.

Los españoles e indios amigos, ganada aquella albarrada y puente, pasaron de la otra parte, y como iban victoriosos, dieron con gran ánimo en pos de los enemigos, hiriendo y matando en ellos a su placer hasta que se fortalescían en otra puente y albarrada de las muchas que tenían hechas, de las cuales, aunque con más trabajo, ganaron los nuestros algunas. Echaron a los enemigos de toda la calle e de una plaza de unos aposentos muy grandes de la ciudad. Reparó allí Cortés, y como sagaz, para no verse en peligro a la vuelta, mandó que de allí no pasasen los suyos, y él entendió luego en cegar con piedras y adobes todos los pasos que los enemigos habían abierto. Tuvo tanto que hacer en esto, que aunque le ayudaban más de diez mill indios, cuando acabó era ya más de vísperas, y en todo este tiempo los españoles e indios amigos jamás dexaron de pelear, escaramuzando con los de la ciudad y echándoles celadas, en que mataron muchos dellos. Cortés, de rato en rato, con los de caballo alanzeaba cuantos podía, hasta que los acorraló y retraxo a los aposentos, de manera que no osaban llegar adonde los nuestros estaban.



 

 

Capítulo CXLI

Cómo Cortés, por consejo del General de Tezcuco, quemó muchas casas, y de lo que le movió a ello.

Porfiando los enemigos en su propósito, fortalesciéndose en las azoteas, de donde hacían gran daño a los nuestros, el General tezcucano dixo a Cortés que nunca se haría cosa buena si, como iban ganando tierra a los enemigos, no les iban derribando las azoteas. Cortés, viendo que los mexicanos estaban muy rebeldes y que mostraban determinación de morir o defenderse, coligiendo dello cosas, la una, que había poco o nada de la riqueza que al salir de México habían perdido; la otra, que le daban ocasión y aun forzaban a que totalmente los destruyese, aunque desta postrera tenía más sentimiento en el alma, determinó de tomar el consejo del General, que fué bien seguro, y excusó en el discurso de la guerra muchas heridas y muertes de los nuestros y de los amigos.

Movió a Cortés poner por obra este consejo, como él lo escribió al Emperador Don Carlos quinto, el querer atemorizar y espantar, pues por buenas razones no podía, a los mexicanos, para que viendo el daño que de aquella manera comenzaban a rescebir, para excusar su destruición, viniesen en conoscimiento de su yerro, y así, comenzó luego a poner fuego a todas las casas y a aquellas grandes de la plaza, de donde la otra vez e de la ciudad echaron a los nuestros, que eran tan grandes, fuertes y espaciosas que cualquier Príncipe con más de seiscientas personas de su casa y servicio se podía aposentar en ellas. Quemó asimismo otras casas que junto a ellas estaban, que aunque eran algo menores, eran muy hermosas y frescas y donde Motezuma tenía todas las diferencias de aves que en estas partes había, y aunque desto pesaba a Cortés, pesaba mucho más a los enemigos, que grandemente lo mostraron, así los de la ciudad como los otros sus aliados, porque éstos ni otros nunca pensaron ni jamás pudieron entender que fuerzas de hombres, siendo ellos vivos, bastaran a entrar tan adentro de la ciudad y quemar tan grandes y fuertes edificios, lo cual les puso harto miedo y los desmayó mucho.

Cortés, como era ya tarde, recogió su gente, para volver a su real. Los enemigos tenían de la quemazón de las casas tan gran coraje, que viendo que los nuestros se volvían, con grande ímpetu cargaron sobre ellos, dando en la retroguardia; pero como toda la calle estaba buena y para correr, revolvían de cuando en cuando los de a caballo y de cada vuelta alanceaban muchos, aunque con todo esto no dexaban de porfiar, dando grita a las espaldas.

Este día, aliende de la pena que rescibieron los mexicanos de ver entrar a los nuestros tan adentro en su ciudad y quemar edificios que ellos tenían en tanto, sintieron gran dolor y afrenta en conoscer a los de Chalco, Cuchimilco, otomíes y los de los otros pueblos, que habían sido sus pecheros y tributarios, apellidar cada uno su nombre y derramar la sangre de aquellos a quien como a señores solían respectar y obedescer. Dióles asimismo pena lo que los tlaxcaltecas les decían, mostrándoles los brazos y piernas de los muertos a sus manos, los cuales decían que aquella noche cenarían de sus carnes y que lo que sobrase guardarían para almorzarlo otro día, como de hecho lo hicieron.

Desta manera volvió Cortés a su real con los suyos, sin haber perdido ningún español e pocos de los indios amigos, que fueron los que de cubdiciosos se cargaron demasiadamente de los despojos que tomaron. Los nuestros llegaron a su fuerte ya que anochescía, cansados, pero contentos, y los enemigos se volvieron tristes, cansados y afrentados, y con todo esto, tanta fue su dureza y pertinacia, que no quisieron pedir paz, aunque la matanza deste día fué muy grande y no menos la quema de las casas, porque, sin las principales que dixe, quemaron otras muchas.

Los Capitanes de los otros dos reales con los seis bergantines hicieron mucho en divertir los enemigos, para que no se juntasen todos a una parte, porque fuera imposible vencerlos, porque aun así, aunque morían muchos, eran tantos que no parescía que faltaba alguno. Todos, finalmente, se retraxeron a sus reales sin rescebir daño ni acaescerles desgracia, que fue gran cosa para haber durado tanto la batalla y haber sido con tantos.



 

 

Capítulo CXLII

Cómo Cortés volvió otro día al combate, y del trabajo que pasó en tornar a cegar lo que los enemigos habían abierto.

El otro día que se siguió, por la mañana, después de haber Cortés oído misa, que nunca la perdía pudiendo oirla, tornó lo más presto que pudo a combatir la ciudad por la misma orden y con la misma gente que el día pasado, porque los contrarios no tuviesen lugar de abrir las puentes que él había cerrado y hacer las albarradas; mas por bien que Cortés madrugó, madrugaron más los enemigos, ca de las tres partes y calles de agua que atravesaban la calle que iba del real hasta las casas grandes de la plaza, las dos dellas estaban ya como los días antes y más fortalescidas, porque hubo más cuidado de defenderlas, tanto que muchos dellos perescieron de cansancio, de hambre y falta de sueño, porque toda la noche ocupaban los que así perescían en rehacer lo que los nuestros deshacían y no podían hacer otra cosa, porque el rey Guautemucín daba gran priesa y lo más de la noche andaba con los obreros. Por esta causa el combate de aquel día fue más recio y de muy mayor peligro y tanto que duró desde las ocho horas de la mañana hasta la una después de mediodía, y como el sol tomaba a los unos y a los otros sobre cansados, padescieron tan gran trabajo que se encalmaron muchos de los enemigos. Gastaron los nuestros toda la munición y almacén, de suerte que ni pólvora, ni pelotas, ni saetas les quedaron; quebraron las más de las picas, traxeron casi deshechas las rodelas, abollados los cascos, de las macanas y piedras, y las espadas maltratadas. Con todo esto, ganó Cortés dos puentes y dos albarradas, y como él dice en su Relación, éste y los demás combates fueron más peligrosos que los de otras partes, porque para ganar cualquiera de las albarradas y puentes era forzado echarse a nado los españoles y pasar de la otra parte, y esto no lo podían ni osaban hacer todos, porque era fácil a los enemigos alcanzarlos a cuchilladas, a cuya causa fuera casi imposible la victoria, si por los lados no hubieran quemado los nuestros las azoteas, de donde los que saltaran en tierra rescibieran gran daño. Con todas estas dificultades, los españoles, así por tener presente a Cortés, que les daba gran ánimo, como porque ya estaban determinados de morir o vencer, hicieron aquel día maravillas, y las mismas hicieron Alvarado y Sandoval con sus gentes por su parte, porque ganaron otras dos puentes y albarradas.

Con esta victoria se volvió Cortés, dexando cegadas las dos puentes, aunque al retirarse rescibió algún daño, porque cargaban los enemigos como si los nuestros fueran huyendo, los cuales venían tan ciegos que no miraban en las celadas que los de caballo les ponían, en que caían y murieron muchos dellos. Este día, aunque muy cansados y más heridos que el pasado, se recogieron los nuestros más temprano al real.



 

 

Capítulo CXLIII

Donde se dice qué fue la causa por qué Cortés, tomadas y cegadas las puentes, no llevaba el real adelante, volviéndose siempre a su puesto.

Podrá dubdar alguno, y con razón, que hubiere leído los dos combates pasados, qué sea la causa por qué Cortés, como iba ganando tierra, no asentaba luego su real, volviendo de nuevo a un mismo trabajo, ganando con tanta dificultad y riesgo tantas veces unas mismas albarradas y puentes, que paresce, como él dice en su Relación, que o era negligente, o no era para sustentar lo que una vez ganaba, y así, no faltaron en aquel tiempo algunos que no lo entendían, que culparon a Cortés porque no iba mudando el real como iba ganando, diciendo que le pudiera poner la primera vez en la plaza. Responde él mismo, como el que tan bien sabía hacer sus negocios, que por dos causas era imposible hacerlo, o que ya que lo hiciese, estaba cierto el perdimiento de todos; la una causa era ser los españoles muy pocos para sustentar y defender de noche las albarradas y puentes, porque todos eran nescesarios para pelear el día, y cansados y sin dormir era imposible hacer algo de noche ni de día; la otra, puesto el real en la plaza de la ciudad, aliende de que no tuviera Cortés de dónde se proveer de bastimentos y municiones con la facilidad que donde había asentado, los enemigos eran infinitos, y el cercador (como dice Motolinea) quedara cercado y acorralado para no poderse valer, ca de noche y de día, a todas horas, dieran sobre él los enemigos como hombres que estaban en su casa y tenían dónde se recoger, y desta manera, habiendo de estar en vela y pelear de noche y de día y a todas horas, no pudiera ser posible sustentarse muchos días, cuanto más conseguir la victoria, y así tuvo Cortés por mejor el ganar muchas veces unas mismas puentes que llevar el exército adentro de la ciudad, ca estando siempre donde estuvo les quitaba las vituallas y municiones, y con hambre y con guerra, poco a poco, como lo hizo, iba comiendo los enemigos hasta acabarlos.



 

 

Capítulo CXLIV

De la mucha gente de los pueblos del alaguna, que vino en favor de Cortés, y de cómo formó un grueso exército de indios amigos, y lo que hicieron.

Por todo este tiempo los vecinos de Iztapalapa, Ocholobusco, Mexicalcingo, Mezquique, Cuitlauaca e los naturales de otros pueblos que estaban en el alaguna dulce habían estado neutrales, de manera que ni hacían daño a los cristianos ni favorescían a los mexicanos, no determinándose a la una ni a la otra parte hasta ver cómo se ponían los negocios de los cristianos, y como vieron que eran tan poderosos y que todo les subcedía bien, tanto que por ser sus amigos los de Chalco eran poderosos para hacerles mal y daño, determinaron de declararse por amigos de los españoles, así por excusar el inconveniente dicho, como por gozar de la libertad en que vían se habían puesto sus vecinos, y para esto, de conformidad, inviaron sus mensajeros a Cortés, los cuales, en nombre de aquellos pueblos, le suplicaron los perdonase por no haber hecho antes esto y que mandase a los de Chalco y a los otros sus vecinos que no les hiciesen más daño, y que de ahí adelante los podía mandar como a criados, porque ellos venían con determinación de servirle tan bien como los de Chalco.

Cortés les respondió que él no tenía enojo dellos, sino sólo de los mexicanos, porque porfiaban en no querer ser sus amigos, y que para que él creyese que de veras se le ofrescían, porque era su determinación no levantar el real hasta tomar por paz o por guerra a la ciudad de México y ellos tenían muchas canoas para le ayudar, le hiciesen placer de apercebir todas las que pudiesen con toda la más gente de guerra que en sus pueblos había, para que por el agua, en compañía de los bergantines, anduviesen de ahí adelante en su ayuda. Rogóles asimismo que porque los españoles tenían pocas y ruines chozas donde recoger y cargaban las aguas, que hiciesen en el real todas las más casas que pudiesen, trayendo con las canoas, de las casas más cercanas de la ciudad, adobes y madera.

A lo uno y a lo otro respondieron con muy buena gracia, diciéndole que las canoas de guerra estaban a pique y que las casas las harían luego. Con esto se despidieron, y otro día, que fué bien de ver y que dio harta pena a los mexicanos, vinieron con gran multitud de canoas y piraguas, a su modo muy bien armadas, y así madera y adobes, de los cuales con gran presteza hicieron para los españoles tantas casas de la una parte y de la otra de las dos torres de la calzada do Cortés estaba aposentado, que desde la primera casa hasta la postrera había más trecho que cuatro tiros de ballesta. Había más de dos mill personas con españoles e indios de su servicio en estos aposentos, porque todos los demás, que eran ya casi docientos mill indios amigos, se aposentaron en Cuyoacán, que estaba legua y media del real y cerca de los otros reales.

También estos indios proveyeron de algunos mantenimientos a los españoles, de que tenían estrecha nescesidad, porque ochenta y más días que duró el cerco se mantuvieron con cerezas, de que hay grandísima cantidad y duran más tiempo que las de España, y de tortillas, de las cuales no se hartaban. Fue por algunos días gran regalo algún pescado, de que éstos mismos proveyeron, porque se entienda que no solamente los españoles pelearon con infinidad de enemigos, pero con la hambre y con el frío y calor e otros trabajos, que merescen para sus descendientes gran remuneración.



 

 

Capítulo CXLV

Cómo Cortés determinó de combatir la ciudad por tres o cuatro partes, para que se les diese de paz, e de lo que sobre esto pasó.

Después que ya no quedaba pueblo que algo valiese en la comarca de México, que no se hubiese dado a Cortés, de suerte que libremente los indios de aquellos pueblos entraban y salían de los reales de los españoles, unos por ayudar, otros por comer, otros por robar y por ver y mirar lo que pasaba, a que los hombres suelen ser naturalmente inclinados, Cortés, que dos o tres días arreo había entrado por la parte de su real en la ciudad de México, sin otras tres o cuatro que había acometido, llevando siempre lo mejor y hecho gran estrago en los enemigos, creyendo que de cada hora se movieran a pedir paz y amistad, la cual deseaba como la vida, y viendo que esto no aprovechaba, determinó de ponerlos en más nescesidad, por ver si podría hacerlos venir a lo bueno, y así, proponiendo de que no se le pasase día que no combatiese la ciudad, ordenó, con la gente que tenía, entrarles por tres o cuatro partes, y para esto hizo venir todos los hombres de guerra de aquellos pueblos del alaguna con sus canoas, e ya que por la mañana se habían juntado en su real más de cient mill combatientes, diciéndoles por la lengua que los mexicanos, obstinados en su error, no querían paz, que tanto les convenía, sino ser pasados a cuchillo e quemados en sus casas, que pues por bien no querían hacer la razón, que por mal, apretándolos cuanto pudiese, les quería forzar a ella; por tanto, que les rogaba mucho que no apartándose de los bergantines, como él lo ordenaría, hiciesen todo su poder hasta rendir o acabar todos los enemigos. Ellos respondieron con gran ánimo que así lo harían e que no habían venido a otra cosa. Visto esto, Cortés mandó que los cuatro bergantines con la mitad de las canoas y piraguas, que serían hasta mill y quinientas, fuesen por la una parte, y por los otros tres con la otra mitad fuesen por la otra e corriesen todo lo más de la ciudad en torno, quemando y abrasando las casas y haciendo el mayor daño que pudiesen, y él entró por la calle principal adelante; hallóla toda desembarazada; fue hasta las casas grandes de la plaza, porque ninguna de las puentes estaba abierta; pasó adelante a la calle que va a salir a Tacuba, en que había otras seis o siete puentes, e de allí proveyó que Alonso de Avila entrase por otra calle con sesenta o setenta españoles e que seis de a caballo fuesen a los españoles, para los asegurar. Fueron con ellos diez o doce mill indios amigos. Mandó a Andrés de Tapia que por otra calle hiciese lo mismo, y él con la gente que le quedaba siguió por la calle de Tacuba adelante. Ganaron tres puentes, las cuales cegaron luego e porque ya era tarde se volvieron al real con la victoria que aquel día Dios les había dado, dexando para otro día lo que les quedaba de hacer.



 

 

Capítulo CXLVI

De la victoria que otro día tuvieron los reales españoles y de la porfía grande de Guautemuza.

Deseaba mucho Cortés que toda la calle de Tacuba se ganase, porque la gente del real de Pedro de Alvarado se juntase y comunicase con la suya e pasasen del un real al otro, y que lo mismo hiciesen los bergantines, ca desta manera tenía entendido que con mayor brevedad concluiría en negocio, y así, el día siguiente volvió a entrar en la ciudad por el orden que el día pasado, y acometió con tan gran denuedo, que por doquiera que iba, como a león furioso, le hacían lugar. Retraxéronse este día tanto los enemigos hasta lo interior de la ciudad, que paresció a los nuestros tenerles ganadas las tres cuartas partes de la ciudad. No menos buen subceso tuvieron los del real de Alvarado e Sandoval, porque ganaron muchas puentes y albarradas y se señalaron mucho y rescibieron muy poco daño. De aquel día y del pasado tuvo para sí Cortés que resultara el quererse dar de paz los enemigos, la cual él, con victoria y sin ella, la deseaba y procuraba, dando dello todas las muestras que podía, inviando por momentos, como dicen, recaudos al rey Guautemucín, diciéndole muchas y muy buenas cosas, acariciándole unas veces y amenazándole otras; pero todo era trabajar en balde, porque estaba tan emperrado y tan ciego de ira y enojo, que siempre cerró los oídos al buen consejo, diciendo: «Morir o vencer»; lo cual fué causa de que muchos de los suyos, deseándolo, no se osasen dar. Ganadas, pues, muchas victorias, este día los nuestros se volvieron a sus reales con mucho placer, aunque con pena de ver que los mexicanos estuviesen tan determinados de morir, que no quisiesen salir a ningún partido.



 

 

Capítulo CXLVII

De la desgracia que a Pedro de Alvarado acontesció por quererse aventajar y señalar.

La fortuna, que nunca por mucho tiempo muestra el rostro de una manera, se trocó con Alvarado en la manera siguiente, el cual cebado (que es lo que a los más engaña) con las victorias pasadas y prósperos subcesos, paresciéndole que siempre había de ser así, se descuidó en lo que Cortés, su General, más le había avisado. Como, pues, hubiese ganado muchas puentes y albarradas y para sustentarlas pusiese velas de pie y de caballo, de noche, en ellas, e la otra gente se fuese al real, que estaba tres cuartos de legua de allí, e como este trabajo era insufrible, acordó de pasar el real al cabo de la calzada que va a dar al mercado de México que es una plaza harto mayor que la de Salamanca, toda cercada de portales a la redonda, y para llegar a ella no le faltaba de ganar sino otras dos o tres puentes aunque eran muy anchas y peligrosas, y así estuvo algunos días, que siempre peleaba y había victoria; y como de los días antes había conoscido flaqueza en los enemigos, así por la priesa que él les daba, como por los bravos combates con que Cortés los apretaba, determinó de les pasar e ganar una puente de más de sesenta pasos de ancho y de hondo dos estados; pasóla, aunque con gran dificultad, y así por la furia con que acometió, como por lo mucho que los bergantines le ayudaron, ganada esta puente, siguió tras de los enemigos, que iban puestos en huída, si no la figieron para hacer lo que luego hicieron. Dio priesa Alvarado que se cegase aquel paso, pero como no reparó hasta verle bien ciego, como convenía para que los caballos pudiesen entrar y salir, siguiendo la victoria, quedó por cegar, y como los enemigos vieron el peligro que atrás quedaba y que los españoles que habían pasado no eran más de cuarenta o cincuenta con algunos amigos y que los de a caballo no podían pasar, revolvieron sobre ellos tan sin pensar y con tanto ímpetu que les hicieran volver las espaldas y echarse al agua. Tomaron vivos tres o cuatro españoles, que a vista de los nuestros luego sacrificaron. Fue cosa harto lastimosa que, pidiendo favor, no pudiesen ser socorridos. Murieron diciendo palabras de muy cristianos, aunque no les dieron lugar a muchas, porque luego les sacaron los corazones, y así Alvarado perdió esta vez, por adentarse, sin la consideración que convenía. Retráxose a su real, llevando bien aguado el placer que de las victorias pasadas había rescebido.



 

 

Capítulo CXLVIII

Cómo Cortés supo esta desgracia, y de lo que con Alvarado pasó.

Llegado que fue Cortés a su real, supo luego, como estaba ya más cerca del de Alvarado, el desmán que le había subcedido, que fue la cosa de que más le pesó por caer en Alvarado, a quien él mucho quería, y más, como era razón, por haber dado ánimo y esfuerzo a los enemigos, que tan de caída iban, porque como ello fue, volvieron tan sobre sí, que de ahí adelante por muchos días anduvieron muy orgullosos y desvergonzados, de suerte que mofando de los nuestros, los contrahacían y remedaban diciendo: «Manda, Capitán», y lo demás no acertaban; otros decían: «¡Ay sancta Malía!» (que la r no la pronuncian); otros decían: «Sayo, bonete, zapatos!» y cierto, este desmán paresció ser principio de otros que después subcedieron.

Pasó Cortés bien mohino al real de Alvarado, para informarse mejor de lo que pasaba y reprehenderle, porque unos le culpaban mucho, y otros no tanto. Miró do había pasado su real, y como le halló tan metido dentro de la ciudad y consideró los muchos y malos pasos que había ganado, se maravilló, y viendo cuán valerosamente lo había hecho y que fueran malas gracias reprehenderle, como lo había pensado, alabóle lo que había hecho y con amor y blandura le reprehendió el descuido de no haber cegado por su persona aquel paso sin encomendarlo a nadie, como a muchas veces se lo había dicho. Encargóle encarescidamente tuviese de allí adelante especial cuidado, y comunicó con él otras cosas muy importantes a la conclusión del cerco. Defendióse Alvarado, aunque en algo confesó su descuido, con la gran priesa que los suyos le daban, conoscida la flaqueza de los enemigos, a que primero que Cortés ganase el mercado, se aventajase en cosa tan importante de todos los demás que combatían la ciudad, porque ganado el mercado, restaba poco de hacer y lo que quedaba de la ciudad no se podía sustentar, a cuya causa Alvarado, por no contradecir a tantos que así le ahincaban, puso el pecho al negocio, y como tengo dicho, con el gusto de las victorias pasadas y las importunaciones y persuasiones de los que [le] incitaban, no advirtió a lo que tanto convenía, descuidándose con encargarlo a otros.

Esto mismo acontesció a Cortés en su real, que fue muy importunado de todos los de su compañía que tomase el mercado y se metiese cuanto pudiese la ciudad adentro; pero él, que mejor que ellos entendía los negocios, hacía como dicen, orejas de mercader, disimulando unas veces y contemporizando otras, encubriéndoles el porqué no lo hacía, representándoles; algunas veces los grandes inconvenientes que se ofrescían, porque para entrar en el mercado había muchas azoteas, puentes y calzadas rompidas, de tal manera que cada casa por donde había de pasar estaba hecha como isla en mitad del agua, cosa que después puso a los nuestros en grande aprieto.



 

 

Capítulo CIL

De algunas entradas que Cortés hizo, y de lo que respondió al tesorero Alderete, que le importunaba se metiese más en la ciudad.

Pasado esto, Cortés hizo algunas entradas en la ciudad por las partes que solía. Combatían los bergantines y canoas por dos partes y él en la ciudad por otras cuatro. Mató muchos de los contrarios, porque cada día le venía gente de refresco, señalándose mucho, no sólo él y sus Capitanes, como en su lugar diré, pero otras personas particulares, de las cuales no se esperaban hazañas tan extrañas. Desta manera pasaron algunos días que Cortés y sus Capitanes volvían siempre con victoria, que fue causa que todos los españoles, y entre ellos principalmente el tesorero Alderete, porfiasen importunadamente se metiese la ciudad adentro y tomase el mercado. Dilatábalo Cortés cuanto podía, por dos cosas: la una, por ver si Guautemuza y los suyos mudarían propósito; la otra, porque los enemigos estaban muy juntos y muy fuertes e muy determinados de morir, y que cada casa dellos, por el agua de que estaba cercada, era un fuerte. Con todo esto, como los españoles por veinte días enteros no habían hecho otra cosa que pelear, y casi siempre se hallaban en un mismo puesto, abriendo los enemigos de noche lo que ellos con tanto trabajo cegaba de día, como la tela de Penélope, sentían esto tanto, por concluir con trabajos tantas veces repetidos, que, no satisfechos de las razones que Cortés les daba, le porfiaron, tomando a poner por intercesor a Alderete, o que les diese otras razones más bastantes, o que hiciese lo que todos le suplicaban. Cortés respondió estonces a Alderete y a otras personas de calidad que con él venían: «Señores: vuestro deseo y propósito es muy bueno, y ninguno de vosotros ni todos juntos lo deseáis tanto como yo, e veo que para importunármelo tenéis razón, y pues tanto me apretáis que me hacéis decir lo que no querría, sabed que lo he dexado de hacer, porque no todos como vosotros pondrán el hombro a este negocio que es tan peligroso. y dificultoso, que me recelo que algunos que mucho bravean han de perder y hacernos perder, que es lo que yo mucho sentiría porque en la guerra hace más daño el que huye que provecho el que va venciendo; y si con todo esto os paresce que acometamos, como decís, porque no digáis que yo sólo me quiero extremar en contradecir lo que todos pedís, veldo bien, que a lo que os determináredes me hallaréis, y acordaos que si vinierdes en ello, os digo que habemos menester bien las manos.» Alderete le replicó que todo lo tenían visto y que ninguno había que no estuviese de aquel parescer, y que más querían ponerse a cualquier peligro, por grande que fuese, que trabajar tantas veces sin provecho, y que no había hombre dellos que no tuviese tragada la muerte, para no dexar por temor della de hacer todo lo posible, o para vengarla, o salir con la victoria. Al fin pudieron tanto estas y otras razones, que Cortés respondió: «Sea, pues, así, caballeros; encomendámonos a Dios, que con varones tan determinados doquiera me podré yo arrojar.»



 

 

Capítulo CL

Cómo otro día Cortés dio orden en lo que se había de hacer para dar el combate.

Determinado ya Cortés de echar el negocio a un cabo, llamó a consejo a las personas más principales y de más saber en

las guerras, con las cuales comunicó y trató el cómo se había de dar el combate, para que viniese en execución su deseo; y tratado lo hizo saber a Gonzalo de Sandoval y a Pedro de Alvarado, diciéndoles cómo otro día siguiente había de entrar en la ciudad y trabajar cuanto pudiese de llegar al mercado. Escribióles como por vía de instrucción, inviando, para más satisfacción suya, dos criados bien informados, a que Gonzalo de Sandoval por la parte de Tacuba se viniese con diez de a caballo a cient peones e quince ballesteros y escopeteros al real de Pedro de Alvarado, y que en el suyo quedasen otros diez de a caballo, dexando concertado con ellos que otro día que había de ser el combate, se pusiese en celada detrás de unas casas, haciendo que levantaban el real y que huían con el fardaje, porque los de la ciudad saliesen tras dellos y las celadas les acometiesen por las espaldas; e que con los bergantines que tenían y con los otros tres de Pedro de Alvarado ganase aquel mal paso donde Pedro de Alvarado había sido desbaratado, e que sin apartarse de allí, a toda priesa le cegase; y hecho esto, con gran tiento pasasen adelante, de suerte que en ninguna manera se alexasen ni ganasen paso sin dexarlo primero ciego y adereszado, e que si pudiesen sin mucho riesgo y peligro ganar hasta el mercado lo procurasen, y esto no era menester decírselo, que no deseaban otra cosa, porque él había de hacer lo mismo; pero que supiesen que aunque les inviaba a decir esto, no era para obligarles a que ganasen paso de que les pudiese venir algún desbarato o desmán, y que esto decía porque conoscía de sus personas que habían de poner el rostro donde él les dixese, aunque supiesen perder las vidas; y porque ellos habían de combatir por sola una parte y él por muchas, les invió a pedir setenta o ochenta hombres de pie, para que otro día entrasen con él, los cuales vinieron con los criados de Cortés aquella noche a dormir al real, como les había mandado.



 

 

Capítulo CLI

Del razonamiento que Cortés hizo a los suyos y del orden que dio en el combate.

Oída misa, que fue bien de mañana. estando todos juntos, Cortés les dixo: «Caballeros y amigos míos: Bien sabéis los que estáis presentes y saben los demás que están en los otros reales, cómo muchas y diversas veces me habéis persuadido, rogado e importunado que nos metamos la ciudad adentro y procuremos tomar el mercado, porque ganado este, la ciudad será nuestra. Yo, como habéis visto, por todas las vías que he podido lo he excusado, por las causas y razones que ya os he dicho; pero al fin habéis podido más que yo e no puedo dexar de hacer lo que me rogáis. Ya está dada la traza de lo que han de hacer Gonzalo de Sandoval y Pedro de Alvarado. Ahora resta que conforme a la que diéremos, pues hemos de combatir por muchas partes, nos dispongamos más que nunca a hacer el deber, de suerte que los Capitanes no pasen de lo que se les mandare y los soldados no hagan más de lo que ellos les dixeren, porque por querer aventajarse un Capitán o un soldado, no gobernando el ánimo con discreción, muchas o las más veces se pone en peligro de donde no sale, o si sale, con mucha pérdida y a gran riesgo de la compañía y algunas veces de todo el exército. Lo que intentamos y emprendemos es muy dificultoso; pero después del favor divino, con dos cosas lo alcanzaremos, conviene a saber, con seso y esfuerzo, y es bien que de una vez, estando como estáis determinados, probemos nuestra ventura. Muchos acuden en nuestro favor; armas y municiones no nos faltan; los enemigos aunque están fortalesecidos, están acorralados, y ganado el mercado y algunas casas, siempre valdrán menos. Encomendémonos a Dios y a Sant Pedro y Sanctiago, nuestros abogados; sean en nuestra ayuda, que creo si serán, pues de nuestra parte habemos hecho todo lo que ha sido en nosotros. Ahora, si hay algo de que me avisar, haceldo, por que no quede cosa por intentar que convenga.»

Ellos, contentos de haberle oído, le respondieron que no quedaba más de que mandase e ordenase lo que se debía hacer, y así ordenó luego Cortés que los otros bergantines guiasen las tres mill canoas y piraguas, como la otra vez, por las calzadas. Repartió la gente de su real en tres compañías, porque para ir a la plaza del Tatelulco, había tres calles; por la una había de entrar el Tesorero e Contador con sesenta españoles e veinte mill indios, ocho caballeros, doce azadoneros e muchos gastadores para cegar las acequias, allanar las puentes y derribar las casas; por la otra calle había de entrar Andrés de Tapia e Jorge de Alvarado con ochenta españoles e más de diez mill indios e ocho de a caballo, e a la boca desta calle, que era la de Tacuba, habían de quedar dos tiros para asegurarla. Cortés había de ir por la otra calle angosta con cient peones e ocho de a caballo. Entre los peones había veinte y cinco ballesteros y escopeteros e con infinito número de amigos, avisados los de a caballo, que a la boca de la calle se habían de detener, sin que en ninguna manera le siguiesen hasta que él se lo inviase a mandar.



 

 

Capítulo CLII

Cómo Cortés acometió con su gente y del bravo y peligroso combate de aquel día.

Desta manera ordenado todo, según dicho es, después que Cortés hubo entrado

bien adentro sin hallar resistencia, se apeó del caballo y tomó una rodela, y con los suyos en buen concierto y denuedo acometió a una albarrada bien fuerte y con mucha gente que estaba del cabo de una puente. Asestóle un tiro pequeño y con los ballesteros y escopeteros que llevaba le dio por un buen rato recio combate hasta que la ganó. Pasó adelante por una calzada que tenían rota por dos o tres partes, las cuales estaban todas fortalescidas por los enemigos. Dividió su gente Cortés; combatió todas tres partes; no las defendieron mucho, porque los indios amigos, que eran en gran cantidad, les entraban por las azoteas e por otras partes, que parescía que ya la victoria era por los nuestros, porque como todos entraron a un tiempo y cada cuadrilla por su cabo, hicieron maravillas, matando hombres, deshaciendo albarradas, ganando puentes y destruyendo casas. Los indios amigos siguieron la calle adelante sin hallar quien se lo contradixese. Cortés se quedó con obra de veinte españoles en una isleta que allí se hacía, porque vio que ciertos españoles andaban envueltos con los enemigos, los cuales los retraían algunas veces hasta echarlos en el agua, porque eran muy muchos y les tenían ventaja en el lugar; pero con el favor de Cortés revolvieron sobre ellos hasta echarlos lexos de sí. Demás desto se detuvo allí Cortés por guardar que por ciertas traviesas de calles los de la ciudad no saliesen a tomar las espaldas a los españoles que habían seguido la calle adelante, los cuales a este punto inviaron a decir a Cortés que habían ganado mucho de la ciudad y que se hallaban cerca de la plaza del mercado, y que en todas maneras querían pasar adelante, porque ya oían el combate que Gonzalo de Sandoval y Pedro de Alvarado, daban por su parte. Cortés les invió a decir que en ninguna manera pasasen adelante sin que primero las puentes que ganasen cegasen muy bien, de manera que si tuviesen nescesidad de retraerse, lo pudiesen hacer sin peligro, pues sabían que en aquello consistía el vencer o perderse. Ellos le replicaron que las puentes que habían ganado las tenían cegadas muy bien y que si se quería certificar dello que viniese a verlo, porque hallaría ser así lo que le decían.



 

 

Capítulo CLIII

Del gran riesgo y peligro en que Cortés se vio, por no estar bien ciega una puente.

Al tiempo que los de Cortés habían pasado una puente que tenía doce pasos en ancho y el agua que por ella pasaba era de hondura de más de dos estados, hinchéronla de madera e cañas de carrizo e poca tierra e adobes, y como pasaban pocos a pocos e con tiento, no se había hundido la madera y cañas, y ellos, con el gusto de la victoria, iban embebecidos, sin atender a lo que tanto les importaba y de que tantas veces, con tanta diligencia les había avisado Cortés. Pensando, pues, que todo quedaba fixo, llegó Cortés a aquella puente, que con justo título, de ahí adelante se pudo llamar la puente desdichada, donde, como diré, murieron tantos españoles. Halló que ya los suyos venían en huída, porque los enemigos entendieron el peligro grande que de la mal cegada puente atrás quedaba, los cuales, como perros rabiosos, dieron en ellos. Cortés, como los vio venir tan desvalidos e tan sin tiento, comenzóles a dar voces diciendo: «¡Tened, tened!, ¡volved, volved el rostro a los enemigos!» Ellos, o porque pensaron que la puente quedaba bien ciega, o porque el miedo no les dio lugar a oir y reparar, dieron consigo en la puente, la cual, como había estado llena de madera y carrizo, abaxóse toda aquella faxina e quedó tan llena de agua como de antes. Ya Cortés llegaba a este lugar, cuando halló que el agua estaba llena de españoles e indios, de manera que parescía no haber echado en ella una paja. Los indios, que más que todos los hombres del mundo se encarnizan en los vencidos (señal grande de ser cobardes), cargaron tanto, que matando en los españoles se echaban al agua tras ellos. Acudieron luego, que fue lo que hizo muy gran daño, gran cantidad de canoas de los enemigos, que tomaban y llevaban vivos a los españoles sin poder por ninguna vía ser socorridos. Cortés, como vio tan súbito tan no pensado desmán, determinó de parar allí y morir peleando, aunque en lo que estonces pudo más aprovechar él y los que con él iban, eran en dar las manos a algunos miserables españoles que se allegaban, para que saliesen afuera. Unos salían heridos, otros medio ahogados, otros sin armas, y otros que acabando de salir expiraban. Invió Cortés a los que podía adelante, mandándoles que no parasen hasta llegar al real.

En esto, sin los que había (que eran muchos) acudieron tantos de los contrarios y cargaron con tanta furia, que cercaron a Cortés y a otros doce o quince españoles que consigo llevaba; y como él y ellos estaban tan embebecieclos en ayudar a los que estaban caídos en el agua (que con grandes voces pedían socorro) no miraron ni advirtieron el gran peligro en que estaban y al daño tan cierto que podían rescebir, aunque estaban en la calzada, porque de las canoas habían saltado innumerables enemigos hasta venir a tomar a manos a los nuestros, como luego diré.



 

 

Capítulo CLIV

Do se prosigue y dice el peligro que de ser preso o muerto Cortés tuvo, y de cómo Olea murió defendiéndole, y de lo que hizo Cortés sobre esto.

Fuéronse los enemigos por todas partes acercando tanto a Cortés, que ciertos dellos le echaron mano, diciendo a voces: «¡Malinche, Malinche!», e cierto, le llevaran vivo, como él confiesa en su Relación, si no fuera por un criado suyo, hombre muy valiente, que se decía, Francisco de Olea, que de una cuchillada cortó las manos a un indio que le tenía asido, el cual luego, por darle la vida, perdió allí la suya. Ayudó también (según dice Motolinea), un indio tlaxcalteca que se llamaba Baptista, hombre muy esforzado, que después fue buen cristiano y el primero que rescibió el sacramento de la Extramaución. En su entierro, delante del cuerpo, llevaron sus parientes y deudos una lanza levantada, en memoria de su gran esfuerzo y valentía.

Viendo, pues, Cortés, que habían muerto a Olea e a lo s que le habían librado, se quiso echar al agua a pelear, y Antonio de Quiñones, Capitán de su guarda de cincuenta hombres, le abrazó y por fuerza le volvió atrás, diciendo: «Yo tengo de dar cuenta de vos, Cortés, y no otro.» Respondióle Cortés: «Déxame, Quiñones; ¿Dónde puedo yo morir mejor que con los míos, que por darme a mí la vida la perdieron ellos? ¿No veis cómo estos perros matan a los nuestros?» Replicóle Quiñones: «No se puede remediar eso, perdiendo vos la vida; salvemos vuestra persona, pues sabéis que sin ella ninguno de nosotros puede escapar.» Con todo esto, no podía con él hasta que medio por fuerza le sacó de allí, e así él y los demás peleando, se vinieron retrayendo. Murieron en este mal paso cuarenta y cinco españoles, las cabezas de los cuales pusieron los enemigos entre unos palos en el sacrificadero, los cuales iban hiriendo en los nuestros con gran furia. Rodelaba Cortés no sólo su persona, pero la de otros. Peleó este día por más que diez hombres, como enojado y como el que peleaba, no solamente por su vida, sino por la de los suyos.

En esto llegó un criado suyo a caballo, hizo un poco de lugar; pero luego, desde una azotea baxa le dieron una lanzada por la garganta, que le hicieron más que de paso dar la vuelta. Fue este conflicto tan grande, que cayeron en el agua dos yeguas; la una salió nadando, y la otra mataron los indios. Murió allí un Fulano de Guzmán, mayordomo de Cortés, cuya muerte él sintió mucho y todos los del real la lloraron, porque era muy bastante y muy bienquisto.

Esperando Cortés que la gente pasase por aquella calzadilla a ponerse en salvo, y él y los suyos deteniendo a los enemigos, llegó un mozo suyo para que cabalgase, porque era tanto el lodo que había en la calzadilla, de los que entraban y salían por el agua, que no había persona que se puediese tener, mayormente con los empellones que los unos a los otros se daban por salvarse. Cortés cabalgó, pero no para pelear, porque allí era imposible a pie, cuanto más a caballo, y, si pudiera ser, antes de la calzadilla. En una isleta se habían hallado los ocho españoles de a caballo que Cortés había dexado, que no pudieron hacer otra cosa que volverse, y aun la vuelta fue tan peligrosa, que aquí, como dixe, cayeron las dos yeguas en el agua.

En este mismo lugar, dice Cortés en su Relación, que le mataron a Guzmán, viniendo a traerle un caballo para en que se salvase, la muerte del cual, como antes dixe, se sintió tanto que Cortés dice [que] hasta hoy está reciente el dolor de los que le conoscieron.



 

 

Capítulo CLV

De cómo Alvarado y Sandoval pelearon este día, e de lo que subcedió con el bergantín de Flórez, e cuánto ayudó el Capitán Mota.

Este mismo día, que tan aciago fué para Cortés, Alvarado y Sandoval se hallaron juntos con sus compañías y con dos bergantines, los cuales todos acertaron a estar a la parte del norte que viene de Tacuba al Tlatelulco, y para apartar las muchas canoas que de [la] parte del sur les fatigaban, pasaron el bergantín de Pedro de Briones por cierta abertura de la calzada, que estaba casi ciega. Lleváronle (como eran muchos), como en las manos, los indios amigos. Combatióse muy bien por aquella parte; llegaron muy cerca del mercado y siempre con prosperidad, que jamás le mataron español, como dicen otros. Repararon allí; pelearon bravamente gran parte del día, hasta que vieron sacrificar muchos españoles, y desde a poco espacio les llegaron dos de caballo, que Cortés inviaba, haciéndoles saber su desgracia y que se retraxesen como mejor pudiesen. No fue esto oculto a los indios amigos, porque luego se pusieron en cobro, desamparando el bergantín, que por la mañana había de volver a la otra parte. Los mexicanos, como venían con victoria y dexaban al General y a los de su compañía retirados, cargaron todos sobre los de Sandoval y Alvarado y su gente con tanto ímpetu, que se tomó por remedio que Sandoval con ciertos de a caballo se opusiese a los enemigos, entre el bergantín y la ciudad, corriendo sobre ellos todo el espacio que correr se podía, rescibiendo cuando volvían mucho daño de las varas y piedras que les tiraban, y en esto estuvieron hasta casi la noche, que los españoles solos acabaron de pasar el bergantín, que se retruxeron, y Sandoval con los mensajeros que Cortés le había inviado, se fue a ver aquella noche con él.

Los dos bergantines que guardaban la calzada de Tenayuca, anduvieron aquel día juntos y entraron por un canal de agua hasta cerca del templo, do ahora es el monesterio de Sanctiago, y acaso el capitán Flórez se halló adelante, y pensando que a cuanto más peligro se ponía ganaba más, con su compañero Jerónimo Ruiz de la Mota metió su bergantín por una calle angosta, donde paró por no poder navegar más, dexando a Mota atrás en una como placeta de agua, y así estuvieron hasta casi las tres o las cuatro de la tarde, que vieron sacrificar los españoles en la gran torre de su templo; y de ahí a poco ciertos indios echaron unas calzas y jubón con sus agujetas, de una azotea, en el bergantín de Flórez, que no poco pavor dio a los que en él estaban.

Los indios principales, que habían rompido al General y a los de su compañía,

acometieron por mar y tierra con gran braveza y alaridos al bergantín de Flórez, que más cerca tenían, lanzando en él tantas piedras y adobes de lo alto de las casas vecinas, que sufrieron mucho ellos y el bergantín, el cual quisieron sacar ciando, y no pudiendo gobernar, dio en un carrizal, donde cargaron sobre él, como cosa rendida, los indios. Mota, que no menos valiente que sesudo era, por socorrer al temerario compañero, mandó con gran presteza bordar su bergantín contra los enemigos, y como la gente fuese con más espacio que la nescesidad pedía, saltó desde la proa en tierra tanto trecho, que fuera de aquel ímpetu e furia con que iba, no lo saltara en dos saltos. Siguióle el Veedor e otros cuatro o cinco, e algunos con ballestas, e como acometieron con gran denuedo y tan de súbito, pusieron turbación en los mexicanos, los cuales dieron lugar a que Flórez y su bergantín saliesen libres, aunque con hartas heridas. Con esto, como ya la noche se acercaba, se retraxeron como quien escapa de las uñas del gavilán, quedando enseñado Flórez de ahí adelante a no ponerse a más de lo que buenamente pudiese.



 

 

Capítulo CLVI

Cómo Cortés salió a la calle de Tacuba peleando, y de lo quee invió a decir a los otros Capitanes de su compañía, y de lo que los enemigos hicieron.

Con todos estos trabajos salió Cortés con los que quedaban a la calle de Tacuba, que era bien ancha, y recogida la gente, se quedó en la retroguarda, conoscido bien que los enemigos habían de porfiar en su seguimiento, los cuales venían tan furiosos que parescía que no habían de dexar hombre a vida, e retrayéndose lo mejor que pudo, amparando [a] los suyos, invió a decir al Tesorero y al Contador que hiciesen lo mismo a que fuese[n] con mucho concierto hasta recogerse en la plaza. Lo mismo invió a decir a Andrés de Tapia e Jorge de Alvarado, que habían entrado por la calle que iba al mercado. Los unos y los otros pelearon valientemente e ganaron muchas albarradas y puentes que habían muy bien cegado, lo cual fue causa de no rescebir daño al retraerse. Puso espanto a algunos, cuando el Tesorero y Contador combatían un albarrada, poco antes que se retraxesen, ver que los de la ciudad, por encima de la misma albarrada, echaron tres cabezas de cristianos, aunque por estonces, según estaban desfiguradas, no supieron si eran del real de Pedro de Alvarado o del de Cortés.

Recogidos todos a la plaza, por todas partes tante gente de los enemigos sobre los nuestros, que tenían bien que hacer en apartarlos de sí, y llegó su atrevimiento a tanto, que acometían por aquellos lugares y partes donde antes deste desbarato no osaban esperar a tres de a caballo y diez peones. Luego que esto pasó, los sacerdotes de los ídolos se subieron a los templos e torres altas del Tlatelulco, y a su costumbre, como hacían cuando conseguían victoria, encendieron muchos braseros y echaron mucho copal, que se hace de cierta goma que hay en estas partes, que paresce mucho al anime, lo cual ofrescieron muy regocijados, como dando gracias a sus ídolos por la victoria que de los nuestros habían alcanzado, e aunque los españoles quisieran mucho estorbárselo, no pudieron, porque ya los más dellos con la demás gente de amigos se iban hacia el real.

Murieron en este desbarato los españoles que arriba dixe, aunque Cortés en su Relación (a quien se debe más crédito) dice que fueron treinta e cinco o cuarenta, a más de mill indios amigos; hirieron más de treinta españoles, e Cortés salió herido en una pierna. Perdióse el tiro pequeño de campo, que había llevado, y muchas ballestas, escopeteros y otras armas, que echaron harto menos después.

Hecha la cerimonia de los sahumerios, por hacer desmayar a Sandoval y Alvarado, que estaban más cerca y frontero de los templos, llevaron los de la ciudad todos los españoles vivos y muertos al Tlatelulco, que es el mercado, y en las torres altas de los templos, para que mejor pudiesen ser vistos, desnudos en carnes los sacrificaron, así a los muertos como a los vivos; abriéndolos por los pechos, les sacaron los corazones, y con grande contento y reverencia los ofrescieron a sus ídolos, lo cual Sandoval y Alvarado y los demás sintieron en las entrañas; púsoles gran tristeza y desmayo, viendo especialmente lo que los vivos hacían, aunque por la gran distancia no los podían oír. Retraxéronse a su real, habiendo peleado aquel día cuanto tantos hombres podían contra tanta infinidad de enemigos. Ganaron hasta casi el mercado, el cual se acabara de ganar aquel día si Dios, por sus ocultos juicios, o por los pecados de los nuestros, no permitiera tan gran desmán. Cortés llegó a su real tan triste como cuando la primera vez salió por fuerza de México; lo uno, aunque no fue tan grande esta pérdida, porque le decían que los bergantines, en quien estaba la fuerza y esperanza de vencer, eran perdidos, aunque después supo que no, puesto que, como después se dirá en su lugar, se vieron en grande estrecho; lo otro, porque los enemigos cobraban grande ánimo y se atrevían a lo que nunca habían osado, derramando la victoria que habían habido por toda la tierra. Fue este día, como alegre y regocijado a los enemigos, así triste y lloroso a los nuestros y la noche llena de planto y congoxa.



 

 

Capítulo CLVII

De las alegrías que los enemigos hicieron y de las palabras que dixeron y recaudos que inviaron a otras provincias.

Aquel día y la noche siguiente los de la ciudad celebraron su victoria con el extremo que suelen sus pérdidas y desastres, que en lo uno y en lo otro son demasiadamente alharaquientos. Encendieron muchos y grandes fuegos por todas las torres de los templos, que hacían la noche tan clara como si fuera de día; tocaron tantas bocinas y atabales e otros instrumentos que resuenan mucho, que parescía hundirse la ciudad; saltaron y bailaron, cantando cantares de regocijo y alegría, dando gracias a sus ídolos por la victoria, pidiéndoles favor para adelante, prometiéndoles de hacerles un gran sacrificio de corazones de cristianos e comer con chile en un gran banquete los cuerpos de los tlaxcaltecas. Recontaron las hazañas de sus antepasados, e cotejándolas con la suya decían que nunca sus dioses habían rescebido, tan gran servicio, ni sus pasados habían muerto tan valientes y esforzados hombres. Animábanse en los cantares los unos a los otros a que de ahí adelante peleasen valientemente, porque como habían muerto a aquellos cristianos así harían a los demás, e que si así no fuese lo mejor era morir, que venir en poder de extraña gente. Con esto abrieron todas las calles y puentes del agua, como de antes las tenían, y llegaron a poner sus fuegos y vela de noche a dos tiros de ballesta del real de los nuestros, y como todos salían tan desbaratados y heridos e casi sin armas, había nescesidad de que descansasen y se rehiciesen.

En el entretanto que esto hacían los nuestros, los de la ciudad, con gran consejo, se dieron gran priesa a fortalescerse e a inviar sus mensajeros a muchas provincias a ellos subjectas, haciéndoles saber la victoria que de los cristianos habían habido, y como los mensajeros no eran de los que menos hablaban, acrescentaban de tal manera el negocio, que de una mosca hacían elefante, diciendo cómo los mexicanos, señores del mundo, habían muerto muchos cristianos y que presto acabarían los que quedaban; por tanto, que los que de miedo se querían dar a los cristianos, que mudasen parescer, y que los que no tenían pensamiento de rendirse a los nuestros, que se holgasen, porque en breve verían vengados sus corazones y sus dioses más servidos y reverenciados que nunca, y que los unos y los otros no tratasen de paz con los cristianos si no querían que, después de muertos los mexicanos, los destruyesen, y sus hijos, mujeres y casas y heredades diesen a otros; e por que viesen que esto era así, iban mostrando (por dondequiera que iban, diciendo estas palabras) las dos cabezas de los caballos que habían muerto e algunos de los cristianos. Fueron de tanta eficacia estas palabras, juntamente con las claras muestras que vían de lo que decían, que los unos por temor [a que] si venciesen a los mexicanos serían destruídos y asolados, los otros por el odio y enemistad que a los nuestros tenían, estuvieron muy firmes en su contumacia y rebeldía, tratando de ahí adelante de ofender a los nuestros y jamás ayudarlos.

En el entretanto que esto pasaba, después que los nuestros por algún tanto hubieron descansado y adereszándose de armas, porque los de la ciudad no tomasen más orgullo y se ensoberbeciesen, como de menores cosas solían, y para que no sintiesen flaqueza en los nuestros, ca a saberla, con facilidad (según eran muchos y buen adereszados) cumplieran lo que amenazaban, cada día salían algunos españoles de los que más sanos y descansados estaban, así de pie como de a caballo, con muchos de los indios amigos, a pelear con los de la ciudad, aunque nunca podían ganar más de algunas puentes de la primera calle antes de llegar a la plaza.



 

 

Capítulo CLVIII

Cómo sabido el desbarato de los españoles por la comarca, los indios de Marinalco e otros se rebelaron, y cómo Cortés invió contra ellos al Capitán Andrés de Tapia, el cual los venció, y de la confederación de sus veinte compañeros.

No hubieron bien pasado dos días después del desbarato y rompimiento de los españoles, cuando luego (porque el mal vuela) lo supo toda la comarca subjecta al imperio mexicano, y así los vecinos de Marinalco e los pueblos de la provincia de Coisco comenzaron a hacer brava guerra a los indios de la provincia de Cuernauaca, subjectos a la ciudad de México, porque se habían dado por amigos de los cristianos y les ayudaban en lo que se ofrescía, e como ya no podían sufrir las molestias los de Cuernauaca de sus malos vecinos, ca les destruían sus panes y frutales, que cuando a ellos hubiesen muerto darían sobre los cristianos, determinaron inviar sus mensajeros a Cortés, pidiéndole socorro, porque no tanto se tenrían del mal que de presente padescían, cuanto del que se les allegaba, por irse juntando tanta gente contra ellos. Cortés, oído el mensaje, le pesó mucho que en tal tiempo le pidiesen socorro, porque habiendo tan poco antes subcedido aquel desbarato, tenía más nescesidad de ser socorrido que de socorrer; pero con todo esto, así por no mostrar flaqueza de que los enemigos habían de rescebir nuevo ánimo, como por no faltar a sus amigos, que con tanta voluntad se le habían ofrescido y tanta nescesidad tenían de su socorro, determinó, aunque tuvo muchos contradictores, de inviar al Capitán Andrés de Tapia, hombre de consejo y esfuerzo, con ochenta españoles de a pie y diez de a caballo, al cual encargó mucha la guerra y la brevedad della, dándole no más de diez días de término para ir a volver, representándole la nescesidad en que quedaba y la contradicción de muchos. Andrés de Tapia se partió luego, y llegando a una poblazón pequeña, que está entre Marinalco y Cuernauaca, halló que le estaban esperando los enemigos en campo raso, confiados demasiadamente en su poder. El ordenó la gente que llevaba, e con algunos de Cuernanaca les representó la batalla, la cual se trabó bien sangrienta; pero desde a poco rato, como los de a caballo eran señores del campo, los nuestros desbarataron a los enemigos y siguieron el alcance, hiriendo y matando muchos hasta meterlos en Marinalco, que estaba asentado en un cerro muy alto y donde los de a caballo no podían subir, e viendo esto, atacaron y destruyeron cuanto hallaron en el llano, volviendo muy alegres dentro de los diez días con victoria a su real, vengados los de Cuernauaca e perdido el orgullo los de Cuernauaca, digo los de Marinalco, e quitada la esperanza a los demás de rebelarse, como pensaban.

Era Marinalco pueblo grande y de poca agua. Engañóse Gómara en decir que tenía muchas fuentes, porque después acá, por la falta y trabajo de traer el agua, se baxó a lo llano.

Usó Andrés de Tapia en el discurso de la guerra de un muy avisado ardid y consejo para emprender mayores cosas que otro y salir con ellas, y fue que se juramentó con los mayores vínculos y firmezas que él pudo con veinte escogidos soldados de su compañía, los cuales contaré después, en esta manera; que juntos todos acometiesen y ninguno se apartase del lado del otro e que todos muriesen por uno e uno por todos, mirando de tal suerte los unos por los otros que a ninguno dexasen matar sin que todos los demás, con toda fidelidad, hasta librarle, se pusiesen al mismo riesgo, y así los de esta compañía entraban y salían con mucha victoria e acontescíales no solamente ayudarse a sí, pero a los de otras compañías. Cúpole a este Capitán la conquista que hoy va de Sant Francisco a lo alto del Tlatelulco, y la echó por tierra y al principio della edificó su casa, que fue de las primeras que se hicieron en México, y así por esto aquella calle en la traza de México se llama la calle de Tapia, el cual dexó hijos y poca renta para lo que sus servicios merescieron.



 

 

Capítulo CLIX

Cómo vinieron a Cortés mensajeros de los otomíes, quexándose de los de Matalcinco, y cómo determinó de inviar a ello a Sandoval.

En el entretanto que el Capitán Andrés de Tapia fue y vino al socorro que Cortés le había inviado, algunos españoles de pie y de a caballo entraban a pelear a la ciudad hasta llegar a las casas grandes que estaban en la plaza, y de allí, aunque llevaban consigo muchos indios amigos, no podían pasar, porque los de la ciudad tenían abierta la calle de agua, que está a la boca de la plaza, que estaba muy honda e ancha, y de la otra parte tenían una muy ancha y fuerte albarrada e allí peleaban los unos con los otros hasta que la noche los despartía, y luego desde a dos días que Andrés de Tapia vino de la guerra de Marinalco, llegaron al real de Cortés diez (e según Motolinea, quince) mensajeros de los otomíes, que eran como esclavos de los mexicanos, a quexarse de los de la provincia de Matalcingo, sus vecinos, de quien rescibían grandes daños, por la cruda guerra que les hacían, a causa de haberse dado por amigos de los cristianos e por vasallos del Emperador, y que la guerra iba tan adelante que les destruían la tierra y les habían ya quemado un pueblo y llevado alguna gente y que venían destruyendo cuanto podían y con intención de dar en el real de los cristianos, para que saliendo juntamente los mexicanos los acabasen. A los más desto dio crédicto Cortés, porque de pocos días [a] aquella parte todas las veces que los nuestros entraban a pelear a la ciudad, los indios los amenazaban con los de la provincia de Matalcingo, diciéndoles: «Ya, perros cristianos, vendrán presto sobre vosotros los de la provincia de Matalcingo, que son muchos y muy valientes y tan enemigos vuestros como nosotros; tomaros han por las espaldas y nosotros os acometeremos por delante y desta manera no escapará ninguno de vosotros y haréis con vuestros cuerpos alegres nuestros banquetes; por tanto, si no queréis morir, alzad vuestro real e íos.»

Los nuestros, acordándose de palabras y de lo que los mensajeros habían dicho, aunque no tenían mucha noticia desta provincia, bien sabían que era grande y que estaba veinte y dos leguas de su real, y entendieron de la quexa que los otomíes daban, que pedían favor e ayuda contra aquellos sus vecinos, e aunque le pidieron en tan recio tiempo, Cortés, que en semejantes trances no desmayaba, confiando en la ayuda de Dios, aunque, como antes está dicho, no le faltaban contradictores, se condolió de aquella miserable y perseguida gente, determinando de favorescerlos; les dixo: «Dios, que no nos faltó contra Marinalco, tampoco nos faltará contra Matalcingo, pues hace tuerto y sinrazón.» Movióle a esto, aliende de que hacía lo que debía a sus amigos, el deseo que tenía de quebrar en algo las alas a los de la ciudad, que cada día amenazaban con los desta provincia, mostrando gran esperanza de ser socorridos por los della y con su ayuda executar sus amenazas, y este socorro no le podían tener de otra parte que de allí, porque por todas las obras habían de topar primero con provincias y pueblos de los amigos confederados con los cristianos, y así, por no poner el negocio en condisción, mandó a Gonzalo de Sandoval, su Alguacil mayor, de quien confiaba mucho, que con diez e ocho de caballo e cient peones españoles, en que había un solo ballestero, fuese contra los de Matalcingo y amparase a los otomíes y volviese con toda la presteza que fuese posible, el cual, como no se dormía en cosa, salió otro día bien de mañana con su gente, llevando por delante los mensajeros otomíes, para que diesen aviso a los suyos cómo iba e que con su armas estuviesen a punto.



 

 

Capítulo CLX

De lo que los españoles sintieron esta partida, y cómo Sandoval venció.

Como Sandoval salió, que era persona de tanta importancia para los negocios, y llevó consigo tantos españoles, los demás lo sintieron mucho y nunca desmayaron tanto como estonces, aunque lo disimularon cuanto pudieron, así porque los enemigos no cresciesen en su soberbia e orgullo, como por no dar su brazo a torcer a los indios amigos, que, como dicen, andaban siempre mirando a la boca a los nuestros, los cuales, como españoles y hombres que respondían al antiguo linaje de donde descendían, decían muchas veces enojados de la dilación y estorbos que se ofrescían para conseguir sus deseos: «¡Oh, pluguiese a Dios, que quedando con las vidas solamente, aunque quedásemos en cueros, tomásemos esta ciudad y acabásemos ya de vencer a estos perros emperrados que tan porfiadamente se nos defienden sin dar lugar a buena razón! ¡Oh, si saliésemos ya con esta empresa, aunque ni en la ciudad ni en toda la tierra hallásemos oro ni plata, ni otro interese!» De donde se conoscerá claro la extrema nescesidad y peligro en que estaban sus personas e vidas e que no era su principal intento, como algunos pensaron, el enriquecer, sino hacer el deber.

Partido, pues, Sandoval, aquel día fue a dormir a un pueblo de los otomíes, e otro día, muy de mañana, salió de allí y llegó a unas estancias de los mismos otomíes, las cuales halló sin gente y mucha parte dellas quemadas, e acercándose más lo llano, junto a una ribera halló mucha gente de guerra de los enemigos, que habían acabado de quemar otro pueblo, los cuales, como vieron a los nuestros, se pusieron en huída. Siguiólos Sandoval y su gente, y como les daban priesa, dexaban las cargas en el camino, e así casi a cada paso topaban los nuestros con cargas de maíz e muchos niños asados en barbacoa, que traían para su provisión, e otras cosas que ellos habían robado. Pasaron un río y repararon de la otra parte, haciendo rostro, pensando que estaban muy fuertes. Sandoval con los de a caballo pasó el río, rompió por ellos y desbaratólos de tal manera que los puso en huída, corriendo a fortalescerse en su pueblo de Matalcingo, que estaba de allí tres leguas. Por todas duró el alcance sin cansarse los de caballo, hasta encerrar los enemigos en el pueblo, donde Sandoval esperó a los españoles de a pie y a los indios amigos, los cuales venían matando en los que los de a caballo atajaban y en los que de cansados quedaban atrás. Murieron en este alcance más de dos mill de los enemigos.

Llegados los de pie, que parescía que habían venido volando e que, como si fueran inmortales, no venían cansados, lo mismo se puede decir de los indios amigos que pasaban de diez mill, comenzaron todos de ir hacia el pueblo, donde los enemigos hicieron rostro, en tanto que las mujeres, niños e viejos y sus haciendas se ponían en salvo en una fuerza que estaba en un cerro muy alto, cerca del pueblo, pero como los nuestros dieron de golpe sobre ellos, hiciéronlos también retraer a la fuerza que tenían en que era muy agra y fuerte y quemaron y robaron el pueblo (como eran tantos los que acometían) en muy breve tiempo, e como ya era tarde y los nuestros de haber peleado todo aquel día estaban cansados, no quiso Sandoval combatir la fuerza. Los enemigos, como por estonces estaban tan siguros, disimulando su afrenta, o porque así lo tenían de costumbre, todo lo más de la noche ocuparon en dar voces y alaridos, tocando otros a la contina atabales y bocinas con que hicieron grandísimo estruendo, que fue para hacer lo que en el capítulo siguiente se dirá.



 

 

Capítulo CLXI

Cómo otro día por la mañana, queriendo Sandoval combatir la fuerza, no halló a nadie, y de lo que más subcedió.

Otro día, bien de mañana, creyendo Sandoval que los contrarios estaban en la fuerza y que no podía dexar de ser el combate sangriento y dificultoso, por el gran peligro que había en subir a lo alto, y que a esta causa habían de desmayar algunos de los suyos, juntos todos para que no hiciesen esto, les dixo: «Señores y hermanos míos: Ya sabéis a lo que somos venidos y la gran confianza que de nosotros tiene nuestro General. No será bien que decaigamos della, por la dificultad que se nos representa de poder subir por tan áspero peñol, pues somos nosotros mismos los que con otras tan dificultosas cosas y más hemos salido victoriosos; a vencer venimos, o a morir, y pues lo uno o lo otro no se excusa, bien será que al que cayere la suerte de morir, muera como varón, haciendo el deber, honrando su persona, su linaje y nasción, volviendo por la fee que profesamos y en que hemos, para ser salvados, de morir. Ya sabéis lo mucho que el buen ánimo hace y lo mucho que alcanza el bien perseverar; acometamos como españoles, que los que quedáremos vivos volveremos victoriosos, cumpliendo a lo que venimos.» Dichas estas palabras, todos le respondieron que ya era tarde para acometer.

Invió Sandoval, ordenada su gente, indios espías, grandes corredores, a ver el orden y fortaleza que tenían los contrarios, los cuales volviereon y dixeron que no había hombre alguno en lo alto, de lo cual pesó mucho a algunos españoles y a muchos de los indios amigos, porque quisieran mostrarse aquel día en negocio tan arduo y peligroso. Sandoval, para certificarse más, invió algunos españoles; volvieron y dixeron lo mismo. Movió con esto Sandoval su real e dio sobre un lugar que estaba de guerra, el señor del cual, como vio la pujanza de los nuestros, dexo las armas, abrió las puertas, rescibió a los nuestros con buen semblante, dióse y prometió de traer de paz a los matalcingas e a los de Marinalco, e no, como dice Gómara, a los de Coixco, que estaban de México treinta leguas, y estas poblaciones están diez hacia el ocidente.

Cumplió su palabra aquel señor, porque luego los habló y atraxo y después los llevó a Cortés, el cual los perdonó y ellos le sirvieron muy bien en el cerco México y le proveyeron de mucha comida, porque Toluca es abundantísima de maíz, que es la cabeza y tiene mucha tierra y mucha gente; e, según dice Motolinea e otros testigos de vista, Toluca tiene un tan gran valle, que en él hay muchas estancias de vacas, que él dice casi ciento, e pocas menos de ovejas, y en las unas y en las otras grandísimo número de ganado, el cual bebe de un río que corre por medio e de otros muchos arroyos y fuentes. Entra este río por la provincia de Mechuacán y hácese muy grande; llámanle el río de la Barranca.

Mucho se sintieron los mexicanos que los de Matalcingo y Marinalco se ofresciesen tan de veras a los cristianos, y desmayaron mucho, porque toda la esperanza de socorro tenían puesta en estas poblaciones, que la una dellas hacía provincia.

Con esta victoria se volvió Sandoval al real de Cortés; fue rescebido como tal varón merescía, e aquel día que él entró algunos españoles estaban peleando en la ciudad, y los mexicanos habían dicho que fuese allá la lengua; éste era Joan Pérez de Artiaga, que de los cristianos ninguno la deprendió tan presto ni tan bien; fue muy provechoso antes y después del cerco. Llamáronle los indios Joan Pérez Malinche, porque fue el primero que entendió a Marina. Llegado la lengua, dixeron los mexicanos que querían hablar sobre la paz, la cual, según paresció, no querían sino con condisción que los cristianos dexasen la tierra, y en demandas y respuestas entretuvieron a los nuestros algunos días y se fortalescieron, que lo habían bien menester, aunque nunca jamás se entendió dellos que tuviesen voluntad de no pelear, y esto paresció bien por un día, que, hablando con ellos Cortés tan cerca que no había en medio más de una puente quitada, diciéndoles que mejor era la paz que la guerra, e que excusasen la hambre que ya comenzaban a padescer, un vicio, dellos, a vista de todos, sacó de su mochila muy despacio pan y otras cosas, que comió con gran reposo, dando a entender que no tenían necesidad, despidiendo a los nuestros de toda esperanza de paz. Aquel día se pasó en esto y no hubo combate.



 

 

Capítulo CLXII

Cómo los tlaxcaltecas, después de venido Sandoval, pelearon sin los españoles con los mexicanos, e de una plática que su General antes hizo, e de cómo los mexicanos acometieron a los nuestros de súbito.

Llegado que fue Sandoval, Chichimecatl, uno de los Príncipes tlaxcaltecas que siempre estuvo con su gente en el cuartel de Sandoval, viendo que después del desbarato los españoles habían afloxado algo de pelear con los mexicanos, determinando de ganar honra con los unos y con los otros, llamando a los Capitanes y personas principales que debaxo de su maner tenía, les dixo: «Esforzados y muy valientes Capitanes: Ofrescídose ha ocasión en que si, como siempre habéis hecho, lo hacéis, ganemos inmortal gloria para nuestros descendientes, nación y patria, que es lo que los caballeros guerreros suelen siempre procurar. Visto habéis cómo los cristianos después de aquel desbarato, aunque son muy valientes, han afloxado en apretar a estos perros mexicanos, más enemigos nuestros que de otros ningunos. Conviene que ahora mostremos nuestro valor y esfuerzo y que solos, sin los cristianos, los combatamos hoy, para que estos perros entiendan que sin ayuda de los cristianos, somos, como habemos sido, más poderosos que ellos, aunque ellos muchos más que nosotros, y los cristianos conoscan que también sin ellos podemos pelear y vencer; por tanto, salgamos en buen concierto, como los hacen los cristianos, e queden cuatrocientos flecheros en nuestra retroguarda, para que cuando nos retraxéremos, peleando de refreseco, detengan la furia de los enemigos, y así cerca desto me podéis dar vuestro parescer y decir lo que sentís, porque paresciéndome tal, lo haré.»

Hecho este breve razonamiento, dos de los más ancianos de aquellos Capitanes le dixeron en nombre de los demás: «Valentísimo Príncipe e General nuestro, debaxo de cuya dichosa bandera militamos: No se puede decir el contento que todos hemos rescebido, y así creemos que nuestros buenos dioses te lo han inspirado, en que hoy, entre otras muchas buenas cosas que has dicho muy acertadas, digas ésta, que tanto al honor de nosotros importa. No hay que te responder más de que mandes y ordenes lo que luego se ha de hacer, porque nosotros donde tú murieres moriremos, e donde peleares pelearemos.» Chichimecatl luego sin más detenerse, concertó su gente, dexando, como dixe, cuatrocientos flecheros desta parte de una puente abierta de agua; pasóla con la demás gente, que para cazarle allí, al retraerse los mexicanos, no la defendieron mucho, e acometió luego con mucha grita otra puente, apellidando su linaje y ciudad, donde hubo un bravo rencuentro.

Aquí dice Motolinea que dexó los cuatrocientos flecheros. Ganóla, aunque no sin mucha sangre de los uno y de los otros. Siguió los enemigos, que de industria, para cogerle a la vuelta, huían, e ya cuando le tuvieron buen trecho apartado de la puente, revolvieron sobre él. Trabóse una muy gentil escaramuza, porque los unos y los otros, como eran de una nasción, aunque no de un apellido y linaje, peleaban bravamente; los mexicanos por defender su ciudad, y los tlaxcaltecas por echarlos della. Hubo muchos heridos y muchos muertos, y lo que fue más de ver las pláticas, desafíos, amenazas y denuestos que de la una parte a la otra había, porque se decían cosas muy extrañas y nuevas a los oídos de los españoles; e ya que se hacía tarde, los tlaxcaltecas, que habían llevado lo mejor, se comenzaron a retraer. Cargaron sobre ellos, que ansí lo hacen, aunque sean vencidos, muy de golpe, los mexicanos, pensando, como dicen, que los tenían en el garlito, porque al pasar de otra puente como aquella habían sido desbaratados los españoles. Pasó Chichimecatl con todos los suyos casi sin perder ninguno, por la gran resistencia que los cuatrocientos flecheros hicieron.

Perdieron este día mucha honra los mexicanos, quedaron muy corridos y espantados de una no vista osadía de los tlaxcaltecas, aunque al fin entendieron que con las espaldas que los cristianos les hacían se podían poner a más que aquello, y fue así que españoles hubo para socorrerlos si en algún trabajo los vieran; pero con todo esto los nuestros honraron mucho aquel día a los tlaxcaltecas y alabaron el ardid y destreza de su General. Los mexicanos, como los nuestros no peleaban como solían, pensando que de cobardes o enfermos lo hacían, o por falta de bastimentos, otro día al cuarto del alba dieron en el real de Alvarado un buen rebato. Sintiéronlo las velas, dieron al arma, salieron los de dentro, de pie y de a caballo, y a lanzadas los hicieron huir. Ahogáronse muchos dellos, e otros muchos volvieron bien heridos, e todos conoscieron por experiencia que a ningún tiempo se descuidaban los cristianos, antes estaban apercebidos.



 

 

Capítulo CLXIII

Del peligro en que se vieron algunos bergantines y de lo bien que lo hizo Martín López, e de la muerte del Capitán Pedro Barba.

Después que los españoles que estaban heridos convalescieron a los que estaban cansados tomaron algún aliento, volvieron como de antes al combate, hallando a los enemigos no menos porfiados e indignados que de antes. Tomáronles los nuestros otra vez las entradas y salidas, de que resciberon tanta mohina y enojo, que desesperados juntaron gran cantidad de canoas y piraguas e por aquella parte donde Cortés estaba, acometieron con muy gran furia a los bergantines, que estaban los unos de los otros apartados. Fue tan grande el ímpetu con que acometieron y pelearon tan como rabiosos, que los nuestros pensaron que aquel día les ganaran los bergantines, que fuera el mayor desastre que en aquel tiempo les pudiera subceder. Zabordó la fusta capitana en un madero grueso, acudieron muchos de los enemigos, y el Capitán della, Joan Rodríguez de Villafuerte, la desamparó y se pasó a otra, pensando de no poder escapar en la suya. Martín López, que regía y gobernaba toda la flota e iba en la capitana a manera de piloto mayor, dióse con los demás compañeros tan buena maña, que como muy valientes y esforzado la defendió y sacó fuera. Echó al agua dos españoles, porque quisieron desamparar la capitana e hirió a ocho porque como pusilánimos y cobardes se metían debaxo del tendal. Hizo aquel día maravillas, porque era hombre de grandes fuerzas y mucho ánimo y muy membrudo y de gran persona. Mató a un indio Capitán, que era después de Guautemuza el principal, el cual defendía un paso que era la llave de la ciudad, por donde los nuestros habían de pasar. Quitóle un plumaje e una rodela toda de oro; mató asimismo otros Capitanes y señores; pero la muerte de aquél hizo gran daño a los mexicanos y fue causa de que más en breve se tomase la ciudad. Hízole Cortés y con muy gran razón Capitán de la capitana, y públicamente le hizo grandes favores.

Mandó, visto lo que heabía pasado aquel día, que los bergantines anduviesen de cuatro en cuatro. Movióle a esto aunque antes lo tenía mandado, el peligro en que también cerca de Tepeaquilla se vio el bergantín o fusta de que era Capitán Cristóbal Flórez, que a no acudir el bergantín en que iba por Capitán Jerónimo Ruiz de la Mota, se lo llevaran los enemigos en las uñas, porque ya le tenían tomados los remos, rompida la vela, y dentro muchos de los enemigos a cercado por todas partes de más de docientas canoas, aunque Flórez defendía su parte muy como valiente. Rompieron los dos Capitanes, después de librado Flórez del peligro en que se había visto, por dos lados por las canoas, y piraguas, dieron a fondo con muchas dellas, trabóse una brava batalla naval, que duró más de tres horas, porque pelearon los unos y los otros valientemente. Quitaron los nuestros los remos a los enemigos y con ellos hicieron harto estrago. Finalmente, aunque bien cansados y heridos, salieron los nuestros vencedores. Este mismo día, que tuvo de todo, apretaron tanto los enemigos a otro berglantín, cuyo Capitán era Pedro Barba, que el defenderle como caballero le costó la vida, porque ocupado en pelear con un montante en las manos, de una azotea le arrojaron una tan gran piedra sobre la cabeza, que luego cayó muerto, pero no vencido, porque los suyos vengaron bien su muerte, saliendo de aquel aprieto con victoria, aunque con pérdida de tan buen Capitán, la cual lloró Cortés y los otros Capitanes y personas principales tan tiernamente que por muchos días duró el sentimiento della, y al contrario, como tenían ojo en él los enemigos, la regocijaron diciendo palabras e haciendo con los cuerpos meneos y señales de gran contento o menosprecio de los nuestros, de manera que por la obra viene a ser cierto lo que dixo aquel filósofo: «De lo que tú te ríes, llora otro.»



 

 

Capítulo CLXIV

Cómo estando la guerra en estos términos Cortés invió a Ojeda e a Juan Márquez a Tlaxcala por bastimentos, e del gran Peligro en que se vieron al salir de México.

Padescían los reales de Cortés gran nescesidad de bastimentos, porque, como he dicho, apenas se hartaban de cerezas de la tierra e algunas tortillas, que comían a deseo, a causa de la infinidad de gente que al cerco acudió, y así, para algún proveimiento, determinó Cortés de inviar a los dos compañeros, Ojeda y Joan Márquez a Tlaxcala, a que traxesen todo el más maíz que pudiesen y juntamente los bienes de Xicotencatl, el que ahorcó en Tezcuco. Partieron estos dos diligentes y atrevidos compañeros luego por la tarde del día que se les mandó, atravesaron por una calzadilla que sale hacia Chapultepec, fueron aquella noche al real de Alvarado, donde estuvieron dos o tres horas, e a la media noche salieron de aquel real con solos veinte indios tlaxcaltecas, rodearon gran parte del alaguna, porque por otra parte no podían tomar el camino, y entre Tepeaquilla y otro pueblo donde Sandoval tenía asentado su real, sintieron un mormullo de mucha cantidad de gente, que como abejones hacían ruido. Agacháronse cuanto pudieron, para ver qué sería, e vieron luego descender de la sierra más de cuatro mill hombres cargados de armas y de mantenimientos, y en el agua, entre los carrizales, metidas más de tres mill canoas, rescibiendo y cargando armas y bastimentos para socorro de la ciudad. Los dos amigos y los demás indios a gatas por el suelo se fueron encubriendo hasta meterse en unas matas, donde estuvieron con harto miedo, esperando la muerte por momentos, porque los del agua y los de la tierra eran más de diez mill hombres, pero como era de noche y no clara y andaban embebecidos en aquel socorro, e Dios que no permitió que estonces muriesen, no fueron sentidos ni vistos, y así se estuvieron quedos hasta que todos se acabaron de embarcar, que sería media hora antes que amanesciese, y cuando los dos compañeros vieron que ya no había gente ni ruido della, atravesando, llegaron a Tepeaquilla, donde estaba el real de Sandoval, el cual andaba a caballo e con él un Fulano de Rojas, e como los vio, que sería una hora o poco más después del sol salido, les dixo: «¿Qué buena venida es ésta?» Ellos le respondieron a lo que iban y le contaron lo que les había acaecido. Holgóse Sandoval del aviso del socorro, porque luego, proveyó cómo siete u ocho de a caballo guardasen aquella entrada para que de allí adelante, como fue, no entrase bastimento en la ciudad. Espantóse de la buena ventura que habían tenido en no ser sentidos.

Partiéronse de ahí a poco, despidiéndose de Sandoval, e llegaron aquella noche a Oculma, e partiendo otro día de madrugada durmieron en Gualipán, e otra día entraron en la ciudad de Tlaxcala, donde fueron muy bien rescibidos. Recogieron los bastimentos que pudieron, que fueron quince mill cargas de maíz y mill cargas de gallinas e más de trecientas de tasajos de venados, juntamente con los bienes de Xicotencatl, que estaban aplicados al Rey, en que había buena cantidad de oro, pumajes ricos, chalechuitles e mucha ropa rica, treinta mujeres entre hijas, sobrinas y criadas suyas. Partieron de Tlaxcala y llegaron con todo esto a Tezcuco, bien acompañados de gente de guerra, sin subcederles desmán alguno. Entregaron lo más del bastimento a Pedro Sánchez Farfán y a María de Estrada, que allí estaban por mandado de Cortés, y lo demás llevaron a Cuyoacán, e de allí fueron a ver a Cortés, el cual por extremo se alegró con el buen recaudo que traían.



 

 

Capítulo CLXV

Cómo prosiguiéndose el combate, una Isabel Rodríguez curaba, y de lo que acontesció a un Antonio Peinado.

Prosiguiéndose el combate, como eran tan continuas las refriegas, salían de la una parte y de la otra muchos heridos, de tal manera que no había día que, especialmente de los indios amigos, no saliesen cient heridos, a los cuales una mujer española, que se decía Isabel Rodríguez, lo mejor que ella podía les ataba las heridas y se las sanctiguaba «en el nombre del Padre y del Hijo e del Espíritu Sancto, un solo Dios verdadero, el cual te cure y sane», y esto no lo hacía arriba de dos veces, e muchas veces no más de una, e acontescía que aunque tuviesen pasados los muslos, iban sanos otro día a pelear, argumento grande y prueba de que Dios era con los nuestros, pues por mano de aquella mujer daba salud y esfuerzo a tantos heridos, y porque es cosa que de muchos la supe y de todos conforme, me paresció cosa de no dexarla pasar en silencio. También acontesció con españoles llevar abiertos los cascos y ponerles un poco de aceite y sanar en breve, porque no había otras medicinas, y aun con agua sola sanaron algunos, que todo esto da bien a entender lo mucho que Dios favorescía este negocio, para que su sacro Evangelio fuese de gentes en gentes.

Solían los mexicanos, como he dicho, aunque fuesen vencidos, el retraerse los nuestros, volver con gran furia sobre ellos, y para esto usaban de celadas y emboscadas los nuestros, quedándose entre las casas, saliendo al disparar de una escopeta; esto se hizo muchas veces, hasta que ya, por el daño que rescibían, cayeron los indios en la cuenta, y así, al tiempo que los nuestros se retiraban, aunque no dexaban de acometer, venían dando saltos como cuervos, descubriendo lo que había por las casas y paredones; e un día, al retraerse la capitanía de Andrés de Tapia, deteniéndose los ballesteros, apretando la nescesidad de proveerse a un soldado que se decía Antonio Peinado, se metió en una casa, e ya que la capitanía se había retraído buen trecho, salió a la puerta e como se vio perdido, aunque no de consejo y buen juicio, comenzó a dar gritos y golpes en la rodela con el espada, volviendo la cabeza hacia la casa, haciendo señas que saliesen los que dentro estaban. Los enemigos, pensando que, como las otras veces, era celada de españoles, se echaron todos al agua, no confiándose de correr por la calzada. A la grita volvió el capitán Andrés de Tapia, mató con su gente más de sesenta de los contrarios y guaresció a Peinado que aquel día no le peinasen, y si no fuera por buenos terceros y porque en tanto aprieto estuvo tan en sí, corriera riesgo de que Cortés le mandara azotar.



 

 

Capítulo CLXVI

De la muerte de Magallanes y de lo que subcedió al Tesorero Alderete, y del ánimo y esfuerzo de Beatriz de Palacios.

Estando un día peleando los nuestros cerca de la casa de Guautemucín, sería a hora de misa, el tesorero Alderete se apeó del caballo, el cual dio a Ojeda y mandó a un paje que se llamaba Campito le armase la ballesta. Tiró a ciertos indios principales que estaban en las azoteas, que daban bien que hacer a los nuestros, por las muchas varas y flechas que les tiraban, con que les hacían daño. Empleó todas las xaras hasta gastar cuanta munición tenía; mató muchos e hizo aquel día mucho. Ojeda cabalgó en el caballo y no paró en él mucho por los corcovos y vueltas que echaba alderredor, desatinado de una piedra que desmandada le había dado en la cabeza. Apeóse de presto e aseguró el caballo. Subió en él el Tesorero, y como si tuviera entendimiento, furioso con el dolor de la pedrada, peleaba más que su amo, mordiendo y tirando coces a los enemigos. A estas vueltas vino también una vara desmandada, dio por la garganta e un muy valiente y diestro soldado que se decía Magallanes, la cual le degolló e forzó a que se baxase de unos paredones, derramando mucha sangre por la herida. Llegó adonde estaba el cuerpo del real; echóse en los brazos de aquella piadosa mujer, Isabel Rodríguez, y diciendo: «A Dios me encomiendo y al Capitán», dio el ánima a Dios. Pesó mucho a Cortés y a los otros Capitanes de la muerte deste soldado, la cual vengó luego otro, que se decía Diego Castellanos, muy certero en tirar piedra, ballesta y escopeta. Asestó a un indio muy valiente, que le paresció que había muerto a Magallanes, dio con él muerto del azotea abaxo. Viendo esto los contrarios, embravesciéronse tanto, por vengar la muerte de aquel indio, que debía de ser Capitán, que apretaron de tal manera a los nuestros, que pocas veces lo habían hecho tanto, de manera que los españoles se animaban unos a otros, diciendo: «Tened, señores, tened, que no nos monta nada retraernos, antes es dar más ánimo a los enemigos, y si hemos de morir, muramos peleando y no huyendo.» Desta manera hicieron rostro y pelearon valerosamente hasta que fue hora de retraerse para el real, que estonces era cuando en más trabajo se vían, como ya tengo dicho.

Ayudó grandemente, así cuando Cortés estuvo la primera vez en México, como cuando después le cercó, una mujer mulata que se decía Beatriz de Palacios, la cual era casada con un español llamado Pedro de Escobar. Dióse tan buena maña en servir a su marido y a los de su camarada, que muchas veces, estando él cansado de pelear el día y cabiéndole a la noche la vela, la hacía ella por él, no con menos ánimo y cuidado que su marido, y cuando dexaba las armas salía al campo a coger bledos y los tenía cocidos y adereszados para su marido y para los demás compañeros. Curaba los heridos, ensillaba los caballos e hacía otras cosas como cualquier soldado, y ésta y otras, algunas de las cuales diré adelante, fueron las que curaron e hicieron vestir de lienzo de la tierra a Cortés y a sus compañeros cuando llegaron destrozados a Tlaxcala, y las que, como Macedonas, diciéndoles Cortés que se quedasen a descansar en Tlaxcala, le respondieron: «No es bien, señor Capitán, que mujeres españolas dexen a sus maridos yendo a la guerra; donde ellos murieren moriremos nosotras, y es razón que los indios entiendan que son tan valientes los españoles que hasta sus mujeres saben pelear, y queremos, pues para la cura de nuestros maridos y de los demás somos nescesarias, tener parte en tan buenos trabajos, para ganar algún renombre como los demás soldados»; palabras, cierto, de más que mujeres, de donde se entenderá que en todo tiempo ha habido mujeres de varonil ánimo y consejo. Fueron éstas Beatriz de Palacios, María de Estrada, Joana Martín, Isabel Rodríguez y otra que después se llamó doña Joana, mujer de Alonso Valiente, y otras, de las cuales en particular, como lo merescen, hará mención.



 

 

Capítulo CLXVII

De lo que otro día subcedió, y del desafío de un indio y de cómo le mató Hernando de Osma.

Otro día volvieron los nuestros al combate y dieron sobre las mismas casas de Guautemuza, e hiciéronlo tan bien, aunque los mexicanos se defendían bravamente, que las desampararon y los nuestros tuvieron lugar de derribar parte dellas. Arrinconáronlos, que había hartos días que no lo habían hecho; tomaron lo mejor de la ciudad, porque llegaron al patio del templo de Uchilobos, viendo lo cual los mexicanos y que si las rasas de Guautemucín y el templo se acababan de tomar les quedaba poco reparo y defensa, comenzaron a hacer tablados en el agua, en la cual entraban más de una braza, y sobre ella tenían de alto dos paredes y de allí se defendían y ofendían. Aprovechóles mucho, aunque no para más de entretenerse en su porfía algunos días más.

Estando la guerra desta manera, dice Ojeda en la Relación que me dio, que estando Cortés sentado en una silla mirando cómo los suyos daban el combate, subió un indio en un azotea algo más alta que las otras, muy dispuesto y membrudo, vestido todo de verde, con un plumaje que le salía de las espaldas, alto, sobre la cabeza una vara también verde, con más de seiscientas plumas, llenas todas de argentería, el más bello que hasta aquel tiempo se había visto. Comenzó con gran denuedo a jugar de la espada y rodela; la espada era de las nuestras, que argüía mayor valentía en él. Dixo, que las lenguas lo pudiesen entender: «¡Ah, perros cristianos! ¿Hay alguno entre vosotros que sea tan valiente que ose salir aquí conmigo en desafío? Venga, que aquí lo espero, que yo le mataré con esta espada que vosotros, de cobardes, perdistes, y sabed que no me iré de aquí hasta que uno a uno mate muchos de vosotros, o muera yo en la demanda.» Dichas estas bravosas palabras, hizo señal con la rodela de que saliese el que quisiese de los cristianos, y aunque entre ellos había muchos que lo pudieran hacer, como se halló más cerca un soldado que se decía Hernando de Osma, no lo pudo sufrir sin que luego, yendo de azotea en azotea, llegase do el indio estaba. Echaron ambos mano, e el indio le tiró un altibaxo que Osma rescibió en la rodela, que fue con tanta fuerza (aunque no con destreza), que la hendió hasta la manija, y rescibiendo este golpe el soldado le tiró por abaxo una estocada que le pasó un palmo de espada de la otra parte del cuerpo. Cayó luego el indio muerto e Osma le tomó el plumaje y el espada española, paresciéndole que arma de gente tan valiente no había de quedar en poder de hombres que tan mal sabían usar della. Volvió como había ido, pero cargó tanta gente que temió mucho Cortés no le llevasen vivo los enemigos, e así dio muy grandes voces e a muy gran priesa mandó que los ballesteros e otros compañeros que arriba estaban, le socorriesen. Hizo maravillas, como venía con victoria, con los que le seguían, sin perder el plumaje y la otra espada, que fue más mucho que lo que antes había hecho, a lo cual le animó mucho ver que su General le estaba mirando e que ya otros venían en su ayuda. Llegó do Cortés estaba, ofrescióle el plumaje, diciéndole que tan rica pieza no era digna de otro que de él. Cortés le abrazó y tomando el plumaje en las manos se lo volvió, diciendo: «Vos le ganastes muy como valiente y buen soldado y vos le merecéis, y a mí me pesa en las entrañas de no haberos conoscido tan bien como ahora, porque os hubiera honrado mucho, como de aquí adelante lo haré, y no os hubiera ofendido con el rigor y severidad militar.»

Esto dixo Cortés porque por cierta cosa que había hecho, le había mandado afrentar, lo cual de allí adelante recompensó bien, haciéndole muchos favores, aunque él siempre se hizo digno de más, porque aprobó muy bien en lo que restó de la guerra.



 

 

Capítulo CLXVIII

Cómo la guerra andaba tan encendida que hasta los niños y mujeres de los mexicanos peleaban y de lo que pasaron con Castañeda y Cristóbal de Olid, y del esfuerzo de Cristóbal Corral, alférez.

Andaba la guerra tan trabada y tan encendida, especialmente por parte de los mexicanos, que cuanto peor les iba, tanto más porfiaban, de manera que hasta las viejas que casi no se podían menear, barrían las azoteas, echando la tierra y polvo hacia nosotros por cegarlos; decían cosas en su lengua muy de viejas y muy donosas. Los niños y los muchachos tenían concebido contra los españoles tan grande odio, mamado en los pechos de sus madres y enseñado de las palabras y obras de sus padres, que, como podían, tiraban piedras e varas, y los que más no podían, terrones, diciendo las palabras que oían a sus padres, no tiniendo cuenta con la muerte, aunque caían algunos dellos queriendo matar los españoles a sus padres.

Tuvieron cuenta muy grande los mexicanos con Rodrigo de Castañeda, que fue uno de los que mejor deprendieron la lengua, y como en la viveza y orgullo parescía mucho a Xicotencatl y traía un plumaje a manera de los indios, decíanle muchos denuestos, llamándole «Xicotencatl cuilone». El sonreíase e decíales gracias, y desta manera los aseguraba y entretenía y de rato en rato disparaba la ballesta, no errando tiro, derrocando como pájaros muchos de los enemigos. Esto hizo muchas veces hasta que ellos se desengañaron e desabobaron, desviándose dél cuanto podían, diciendo que sabía muchas ruindades y que era bellaco, que con palabras graciosas les quitaba las vidas, que no los burlaría más.

Otros muchachos y mujeres que, o por estar coxos o mancos, no podían andar por las azoteas, no entendían en otro que en hacer piedras de manos y para las hondas, que tiraban con mucha fuerza. No dexaban los enemigos de usar todos los ardides que podían para amedrentar a los nuestros y ponerles desconfianza, porque conosciendo a Cristóbal de Olid, a quien por su gran valentía tenían en mucho, le llamaron por su nombre, e respondiéndoles, le dixeron en la lengua que si quería comer, e diciéndoles que sí, baxó uno e tráxole unas tortillas e unas cerezas, dando claro a entender que pues ofrescían comida, que les debía de sobrar. Cristóbal de Olid se apeó, tomó las tortillas, e haciendo burla del presente y dándoles a entender lo que dellos querían que él entendiese, con menosprecio las dio a un su criado, e asentándose en una parte donde no podía ser ofendido, hizo que comía de las tortillas y cerezas y después que estuvo un poco sentado, levantándose, alcanzando las faldas del sayo, motejándolos de putos y de lo poco en que los tenía, les mostró las nalgas, aunque cubiertas con las calzas. No lo hubo hecho, cuando los enemigos, muy afrentados, le tiraron muchas piedras y varas que parescían que llovían, y de nuevo se tornó a trabar otra escaramuza tan brava que parescía que se abrasaban, porfiando los mexicanos en morir, que otro partido no querían; y como gente rabiosa, aquel día hicieron daño en los nuestros, aunque lo rescibieron mayor, abriendo las puentes y cegándolas con palos, pajas y otras cosas livianas, para que los nuestros cayesen como en trampa.

Llevaba estonces la bandera Cristóbal Corral, un muy valiente soldado, el cual, entrando descuidadamente en una puente, cayó. Acudieron los enemigos, y como era hombre muy reportado, a los primeros que llegaron despachó con una daga, e así tuvo lugar, estribando en un madero, de dar un recio salto hacia atrás, que para él fue bien adelante; púsose sobre la calzada y de allí avisó a los que le seguían, campeando la bandera, aunque estaba bien mojada. Espantáronse los enemigos que un hombre se hubiese dado tan gran maña que se librase de un tan gran peligro. Confesaron y dixeron los que entre ellos llaman tiacanes (que quiere decir «valientes»), que más quisieran tomarle la bandera que matarle a él, porque como entre ellos, perdiéndose la bandera y no tiniéndola a ojo, todos desmayan y huyen, así tenían entendido que habían de hacer los españoles.



 

 

Capítulo CLXIX

Cómo viniendo los españoles huyendo, Beatriz Bermúdez salió a ellos y los avergonzó, y volviendo, vencieron.

No es digno de pasar en silencio, pues de semejantes cosas se adornan y ennoblescen las historias, el hecho de una mujer española y de noble linaje, llamada Beatriz Bermúdez de Velasco, mujer de Francisco de Olmos, conquistador, ca estando los mexicanos, por los españoles, que por mar y tierra les daban recio combate, como desesperados y que les parescía que para vencer o morir de presto no les quedaba otro remedio sino como perros rabiosos meterse de tropel con los españoles, hiriendo y matando cuantos pudiesen, lo cual hicieron de común consentimiento, y así revolvieron con tanta furia sobre dos o tres capitanías, que les hicieron afrentosamente volver las espaldas, e ya que, más que retrayéndose, volvían hacia su real, Beatriz Bermúdez, que estonces acababa de llegar de otro real, viendo así españoles como indios amigos todos revueltos, que venían huyendo, saliendo a ellos enmedio de la calzada con una rodela de indios e una espada española e con una celada en la, armado el cuerpo con un escaupil, les dixo: «¡Vergüenza, vergüenza, españoles, empacho, empacho! ¿Qué es esto que vengáis huyendo de una gente tan vil, a quien tantas veces habéis vencido? Volved, volved a ayudar y socorrer a vuestros compañeros que quedan peleando, haciendo lo que deben; y si no, por Dios os prometo de no dexar pasar a hombre de vosotros que no le mate; que los que de tan ruin gente vienen huyendo, merescen que mueran a manos de una flaca mujer como yo.» Avergonzáronse tanto con estas tan avergonzantes palabras los nuestros, que volviendo sobre sí como quien despierta de un sueño, dieron la vuelta sobre los enemigos ya victoriosos, que en breve se trabó una brava batalla; los mexicanos, por no volver artás, y los españoles por ir adelante e volver por su honra, que de tanto por tanto fue la más sangrienta y reñida que jamás hasta estonces se había visto. Finalmente, al cabo de gran espacio, los españoles vencieron, poniendo en huida a los enemigos, siguiendo el alcance hasta donde los compañeros estaban peleando, a los cuales ayudaron de tal manera que todos salieron aquel día vencedores, de donde se entenderá lo mucho que una mujer tan valerosa como ésta hizo y puede hacer con hombres que tienen más cuenta con la honra que con la vida, cuales entre todas las nasciones suelen ser los españoles.



 

 

Capítulo CLXX

Cómo los mexicanos tomaron a un español, y de lo que hicieron con él y con otros, y de la batalla que se trabó por tomar el cuerpo de un señor que Martín López mató.

Los diversos subcesos, así prósperos como adversos, que en este cerco tan largo acontescieron, no podrán en esta historia llevar el orden del día y tiempo en que subcedieron, así por no poner opiniones contrarias, como por no ser prolixo y tratar demasiadas menudencias y porque de lo que pasó en los tres reales no pudo tan claro entenderse, por no poder ser testigos los unos de los otros. Un día, pues, de los siniestros y desgraciados que Cortés tuvo, porque la fortuna nunca estuvo en un ser, tiniendo nescesidad de un caballo, porque le habían muerto el que tenía, llamó a un Maestresala suyo, que se decía Guzmán (dicen algunos que éste fue el que en la gran refriega pasada murió), el cual no se atreviendo a entrar, Cortés le dixo que no era Guzmán, sino vil y cobarde, pues estando a caballo no osaba entrar do él estaba a pie. Corrido desto el Guzmán, baxando la cabeza y dando de espuelas al caballo, dixo: «La vida me ha de costar, pero no me dirán otra vez cobarde», y así entró donde le mataron luego a él y al caballo, y como era persona de cuenta, en la grita que los enemigos daban y burla que de los nuestros hacían, decían: «Guzmán, Guzmán.» Los nuestros creyeron que lo tenían vivo, pues tantas veces lo nombraban, y después se supo muy de cierto que muerto el caballo le llevaron vivo y guardaron con otro caballero que vivo habían tomado, que se decía Saavedra, e por hacer burla dellos y de los nuestros, los hacían bailar y servir en las cosas más viles que ellos podían. No los guardaron así mucho, que de ahí a poco los sacrificaron.

En este día, o según otros antes dél, mató Martín López un señor y Capitán mexicano en una plaza; acudieron luego suyos a llevarle, viéronlo los españoles, que ya se retiraban, dieron mandado a Martín López, el cual con sus diez compañeros aguijó a quitárselo, y tras dél indios amigos. Trabóse desta suerte, los unos por llevarlo, y los otros por quitárselo, una tan reñida pendencia, que de la una parte y de la otra murieron más de cient indios y de los españoles salieron algunos descalabrados. Echaron a Martín López desde un azotea una galga o losa sobre la cabeza, de que cayó luego en tierra, e a no llevar una muy buena celada le hacían pedazos la cabeza; con todo esto, le llevaron bien descalabrado y sin sentido; sanó desta herida. De ahí a ciertos días le dieron unas calenturas que le tuvieron en cama; sangróle un ballestero con una punta de un cuchillo, y aquel día estuvo en punto de perderse la flota, por la falta que él hacía con su ausencia. Cortés fue a su aposento, importunóle y rogóle mucho entrase en la capitana; respondióle Martín López que cómo podía entrar estando sangrando y con tanta brava calentura. Cortés le replicó que no quería que pelease, que bien vía que no estaba para ello, sino que rigese y gobernase la flota. Húbolo de hacer Martín López, por la nescesidad que le paresció que había, tiniendo por mejor morir él solo, que permitir que por su falta subcediese algún desmán.



 

 

Capítulo CLXXI

Cómo Cortés, hecha consulta con ciertos capitanes, por muchas partes acometió la ciudad, y de cómo se señalaron algunos dellos.

Aquel día les subcedió bien a los nuestros, porque salieron pocos heridos y mataron muchos de los enemigos, aunque no ganaron tanto de la ciudad cuanto pensaron; y así, viendo Cortés que la toma de aquella ciudad se le dilataba, de que estaba bien mohino, llamó a todos los Capitanes de los tres reales, así los de tierra como los del agua, a los cuales, tiniendo juntos, dixo: «Para lo que, señores, os he llamado es que ya tenéis entendido los muchos días que ha que estamos sobre esta ciudad sin haberla podido tomar, y que habiéndonos puesto a ello, aunque no sea sino por los comarcanos, estamos obligados o a morir todos, o acabar este negocio; y pues los medios que hasta ahora hemos tenido en la manera de dar el combate no han bastado, soy de parescer, si así, señores, os paresciere, que todos nosotros con los indios que nos caben, así por mar como por tierra, por todas las partes que pudieren ser combatidos, demos a estos obstinados y empedernidos un repentino y no pensado combate, porque derramándose e acudiendo a diversas partes, serán menos en cada una y podrán menos y será imposible que no hallemos alguna parte flaca, por donde algún Capitán entre y tome lo más fuerte de la ciudad, y porque todos podamos acudir a una, saldremos cuando yo mandare disparar un tiro.»

Paresció muy bien a todos los Capitanes lo que Cortés quería hacer, porque no menos que él estaban ya mohinos y aun casi corridos de que aquel cerco hubiese durado tanto, y así, cada uno con su compañía, se pusieron por tal orden y concierto que rodearon toda la ciudad, la cual acometieron con gran ímpetu y furia luego que oyeron disparar el tiro, e como los enemigos no dormían y todavía eran muchos, acudieron a todas las partes por donde eran acometidos, y como los que peleaban por su vida, patria y libertad y estaban determinados de morir primero que rendirse, hubo aquel día bravísimo combate, ca en él pensaron los nuestros de concluir y no tener más que hacer. Señalóse entre otros el Capitán Pedro Dircio, que con algunos compañeros, a pesar de los enemigos y con trabajo suyo, echándose al agua, les ganó tres o cuatro puentes. Señalóse asimismo Joan de Limpias Carvajal, que estonces iba por Capitán de un bergantín, en compañía de otros bergantines, e yendo hacia una calzada que va a Tenayuca topó con unas torres de ídolos, do estaba mucha gente de guerra en guarda de otra mucha gente que hacía munición y siempre allí la habían hecho para contra los nuestros. Dióles batería, púsoles en aprieto e tomara las torres si no acudiera luego gran socorro, e haciéndose a lo largo dos bergantines, dexando la gente en tierra, él, como muy valiente, esperó con su bergantín y recogió toda la otra gente en él, e a no hacer esto, murieran allí todos. Salió herido y no menos los que esperaron, aunque mataron muchos de los enemigos. Señaláronse Alonso de Avila, Pedro de Alvarado, Gonzalo de Sandoval, porque cada uno en su puesto ganaron a los enemigos algunas puentes y pelearon muy valerosamente, metiéndose en el agua muchas veces hasta los pechos. Mataron ciertos Capitanes mexicanos que hicieron a los suyos gran falta.

Señalóse mucho Andrés de Tapia con su compañía, porque aliende de que ganó puentes y pasos peligrosos, por su persona mató muchos indios y defendió a dos de sus compañeros que estaban en gran riesgo y peligro. Jorge de Alvarado hizo maravillas este día, porque era muy diestro y muy valiente, y aunque Martín López no estaba bien sano, por la parte donde él gobernaba los bergantines, lo hizo como siempre solía. Cortés en la parte que cayó, que fue en una calzada ancha, así a pie como a caballo, porque todo lo hizo aquel día, gobernó y peleó cuanto un hombre valentísimo y muy sabio podía; ganó dos puentes y albarradas muy fuertes. Y, finalmente, aunque todos este día hicieron más que nunca y entraron más en la ciudad, sin acabar lo que pensaban, por la gran defensa que hallaron, se volvieron a sus reales.



 

 

Capítulo CLXXII

Cómo determinó Cortés de combatir otro día la ciudad por dos partes, y de lo que también este día se señalaron algunos Capitanes.

Con todo esto, Cortés no paraba, buscando nuevos medios cómo salir con su intento, y viendo que el pasado no le había aprovechado, tornando a hacer junta de sus Capitanes, les dixo cómo determinaba de que por solas dos partes, dividido el exército igualmente, se diese el combate otro día, porque así podría ser que hiciesen más hacienda, y que lo que a esto le movía era no dexar cosa por intentar, para que en ningún tiempo, pues la peor quexa es de sí propio, les pasase de no haberlo probado todo.

Concertado así esto y repartido los bergantines en dos partes, quedando él en la una como General, y en la otra Pedro de Alvarado, porque a Gonzalo de Sandoval, Andrés de Tapia, Cristóbal de Olid e otros tomó consigo, mandando que Pedro Dircio y Alonso de Avila e Jorge de Alvarado e otros quedasen con Pedro de Alvarado, e que así puestos todos y ordenados, en haciendo la señal, acometiesen con la mayor furia que pudiesen, y concertado así esto y hecha la señal, acometieron con tanta furia que parescía que ya se llevaban en las manos la ciudad; pero los enemigos estaban tan fortificados, así con las torres como con los tablados que habían hecho, que dieron bien que hacer a los nuestros, y tanto que parescía que estonces comenzaban a pelear. Ardíase la ciudad a voces y gritos, y los españoles, por concluir, se pusieron a grandes peligros, y los contrarios, por morir defendiéndose, como leones, se venían a los nuestros. Murieron este día más de veinte mill indios y ellos prendieron ochenta y dos españoles, y a los vivos sacrificaron a vista de los nuestros.

Este día Pedro Dircio, antes que la señal se hiciese, dixo al Capitán de un bergantín que estuviese presto allí, a par dél, para cuando fuese menester, y así, en oyendo la señal, saltó en el bergantín con su Alférez, diciendo al Capitán dél que embistiese hacia una torrecilla donde estaban más fuertes los enemigos, el cual lo hizo así; e como los contrarios estaban en alto tiráronle tantas flechas y varas, que parescía que llovían del cielo, de tal manera que él y los suyos por un gran rato no se ocuparon en otra cosa que en guardar los ojos hasta que los de la torre hubieron gastado la mayor parte de la munición; y aunque él y los suyos estaban por muchas partes del cuerpo heridos y molidos de los palazos, peleó tan bravamente que desde el bergantín saltó en la torre, siguiéndole su Alférez y los demás. Mataron muchos de los que se defendían, y los demás desampararon la torre, e así fue peleando hasta ganar otra que estaba sobre una puente, que no faltaba ya otra para llegar a la gran torre y fortaleza de Uchilobos. Ganárase aquel día esta fortaleza si por la parte donde Pedro de Alvarado estaba y otros Capitanes, los enemigos no los desbarataran, por haberse metido por una parte angosta, donde los unos no podían valer a los otros, rescibiendo de las casas gran daño, y aquí fue donde de los españoles muertos y presos murieron los más. Prosiguiendo hacia un lado, Pedro de Ircio vio gran cantidad de los contrarios en una isleta donde se hacían fuertes e de donde notablemente hacían gran daño a los nuestros; acometió hacia allí con algunos de los suyos, que eran hombres escogidos, saltó en el agua, que le daba a los pechos, e rescibiendo muchos flechazos y golpes de macanas, les tomó la isleta, mató muchos y echó los otros al agua.



 

 

Capítulo CLXXIII

Do se prosigue lo que Cortés hizo y cómo se señalaron algunos otros Capitanes.

Cortés por su parte peleó cuanto pudo, y aunque pudo mucho, porque ganó muchas puentes, no pudo, por la gran resistencia de los enemigos, que concluyese el negocio y dexase él y muchos de los que con él estaban, de salir heridos. Gonzalo de Sandoval, a quien aquel día había tomado por compañero, peleó valientemente, quitando a algunos de los españoles de las manos de los indios. Señalóse también Cristóbal Martín de Gamboa, que por hallarse a caballo y ser muy animoso, aunque sacó muchas heridas, defendió a Cortés que no le llevasen, que ya le tenían cercado, más de cient indios, y fuérales fácil, porque estaba cansado y los compañeros se habían apartado algo, tiniendo todos las manos llenas, y como los enemigos le traían sobre ojo ninguna cosa tanto procuraban, aunque fuese a costa de las vidas de muchos, que matarle e tomarle a manos pretendían, porque desta manera tenían entendido, como ello fuera, que habiendo división entre los españoles, los acabaran todos presto y quedaran vengados y tiranos como de antes, porque como al principio desta historia dixe, vinieron de fuera, echando a los otomíes de su casa.

Señalóse, aunque persona particular, un soldado de un bergantín, que se decía Alonso Nortes, el cual, por la mucha priesa que los enemigos daban, viendo que el Capitán y otros le desampararon, determinando de morir primero que hacer tal fealdad, se quedó con muy pocos y defendió el bergantín por gran pieza hasta que llegaron indios amigos. Salió con siete heridas e una mortal, y después de estar curado, aunque tan herido, salió a socorrer dos bergantines que estaban a punto de perderse, y por saltar del suyo en uno de los otros, cayó en el agua, donde cargaron luego muchas canoas de enemigos y, cierto, le matarán si a somorgujo no se escapara de la furia de los enemigos, porque era gran nadador, y con todo esto, revolvió sobre la calzada e hizo harto provecho, aunque él no rescibió ninguno mojándosele las heridas acabadas de curar.

Casi por esta misma manera se señaló grandemente otro soldado que se decía Andrés Núñez, el cual, huyendo a tierra el Capitán del bergantín donde él iba, quedando él, peleó tan valientemente que venció y desbarató los enemigos que a su Capitán habían hecho huir; y luego, después desta victoria, llevando ya de vencida los enemigos dos bergantines y tomados ciertos españoles, arremetió con el suyo con tanto ánimo y esfuerzo que desbarató los enemigos y guaresció dos españoles, que se decían el uno Domingo García y el otro Castillo, y después, volviendo su Capitán al bergantín, no le quiso rescebir, diciéndole: «Pues al peligro os fuistes, no es razón que ya que salí dél, seáis vos mi Capitán, no meresciendo ser soldado; y si otra cosa os paresce, íos a quexar al General, que cuando él sepa la verdad, dará por bien hecho lo que yo ahora hago; y si por fuerza queréis serlo, aquí estamos para ver quién llevará el gato al agua, que quien no quiso pelear con indios, bien sé que no se osará tomar comigo.» Volvióse el otro harto avergonzado, y aunque él no quiso, sabiendo Cortés lo que había pasado, confirmó en la capitanía al Andrés Núñez, el cual en otra refriega que hubo, con su bergantín desbarató más de tres mill de los enemigos y fue harta parte para que con más brevedead se tomase la ciudad.

Señalóse Francisco Montaño, de quien en lo de la pólvora trataré bien largo, que siendo Alférez de Pedro de Alvarado subió con la bandera a una torre o cu muy alto y le ganó, y así le trae hoy por armas, y fue causa este hecho de que con más facilidad Pedro de Alvarado ganase después el Tlatelulco.



 

 

Capítulo CLXXIV

Cómo Cortés se retiró y de lo que hizo Pedro Dircio y de lo que Andrés de Tapia trabajó.

Ya que los unos y los otros estaban cansados de pelear y Cortés vio que aquel día había habido de todo, porque aunque había entrado bien adentro de la ciudad, había perdido algunos españoles e volvían muchos heridos, mandó hacer señal de recogerse, y porque le habían dicho que por la parte de Pedro de Alvarado habían hecho más daño los enemigos, retrayéndose, pues, con el mejor concierto que pudo, por no perder su costumbre, los enemigos dieron sobre él. Salía a ellos de rato en rato, hasta que todos los nuestros se recogieron al real, y de camino hizo Pedro Dircio una cosa bien digna de poner en memoria, y fue que hallando un bergantín atravesado en una puente de agua y que los que en él estaban no le podían sacar, y que a acudir los enemigos se lo llevaban o lo quemaban (que fuera, para lo que estonces importaban los bergantines, muy gran daño), aunque estaba muy herido y harto cansado, se metió en el agua, e como era hombre de grandes fuerzas y de buena maña, ayudándole algunos de los suyos, que eran pocos, puso el hombro al bergantín con tanto ímpetu que lo sacó en peso hasta ponerlo de la otra parte de la puente. Ya a este tiempo habían acudido muchos contrarios, y aunque le fatigaron bien, no quiso salir del agua hasta poner en salvo el navío, como lo hizo.

Trabajó grandemente este día y otros muchos antes Andrés de Tapia, porque estando una vez Alvarado temeroso de que por aquella parte donde él estaba los enemigos lo habían de fatigar demasiadamente y que podría ser le rompiesen, que era lo que podía escurecer lo mucho que había trabajado, invió a suplicar a Cortés le inviase algún socorro, el cual le invió a Andrés de Tapia con su fuerte y señalada compañía, y en solos dos días que con él estuvo, hizo retraer los enemigos muy gran espacio, tanto que pudiera el postrero día [entrar] en el Tlatelulco, y por no arriesgar y poner en condisción el negocio, dexó de hacerlo, y así, dándose Alvarado por seguro, se volvió, y en el camino había más puentes de ganar que por ninguna otra parte y el agua más honda que en otro lugar alguno de la ciudad. Hiciéronle desde las canoas los enemigos gran guerra, y con todo esto les cegó muchas puentes, y al cegarlas este día y otro, aliende de lo que por su persona peleaba, que era su mucho, para hacer que sus compañeros se pusiesen a todo, tomaba el azadón y trabajaba con él, tanto que muchas veces le corría sangre de las manos, de suerte que de dolor no podía algunas veces apretar la espada, forzado por esto a traerla con fiador atado a la muñeca. Fue siempre a los peligros y trabajos uno de los primeros.

Destas y otras cosas hicieron muchas en este cerco personas de gran valor y esfuerzo, cuyos hijos y descendientes padescen hoy harta nescesidad.

Cortés, después que se hubo recogido y visto los heridos, que desto tenía gran cuidado, estuvo por buen rato imaginando qué modo y traza tendría para acabar de salir con lo que en las manos tenía, y así, comunicándolo con sus Capitanes y con los Capitanes tlaxcaltecas que en guerra contra indios tenían parescer y le podían dar, se determinó de volver al combate y no ganar puente sin que primero quemasen y echasen por el suelo las casas cercanas, para que desta manera los enemigos no tuviesen de dónde ofender ni defenderse.



 

 

Capítulo CLXXV

Cómo Cortés determinó de asolar la ciudad y del socorro que para esto le vino.

A esta sazón aportó un navío de Joan Ponce de León a la Villa Rica, que habían desbaratado en la tierra de La Florida, el cual vino a tan buen tiempo que más no se pudiera pensar, porque traía pólvora y ballestas y otras municiones de que Cortés tenía extrema nescesidad, y como rescibió las cartas desto al tiempo que él había determinado de aventurarlo todo para salir con lo que había intentado, fue grande su contento y dixo a los Capitanes: «Gran cuidado tiene Dios, caballeros, de hacer nuestro negocio, o, por mejor decir, el suyo, pues a tan buen tiempo nos provee de lo que tenemos tanta nescesidad. La comarca toda está en nuestro favor, no podemos dexar de tener gran esperanza de la victoria, pues, a lo que yo puedo alcanzar, hemos hecho todo nuestro deber. Estos están tan rebeldes que ahora, que pueden menos, están con mayor determinación de morir que nunca, ni sé yo de lo que he leído e oído que haya en el mundo, generación tan empedernida y porfiada. Todos los medios que he podido, como, señores, habéis visto, he buscado para quitarnos a nosotros de peligro y a ellos de no destruíllos y acaballos; no ha aprovechado decirles que no levantaremos los reales, ni los bergantines cesarán de darles guerra, y que destruímos a los de Matalcingo y Marinalco, de donde pensaban ser socorridos, y que ya no tienen de dónde les pueda venir socorro ni de do proveerse de maíz, carne, fructas ni aun agua; y cuanto más destas cosas les decimos, menos muestras vemos en ellos de flaqueza, antes, en el pelear y en todos sus ardides los hallamos con más ánimo que nunca. Siendo, pues, esto así y que nuestro negocio va muy a la larga y que ha más de cuarenta y ocho días que estamos en este cerco, abriendo los enemigos de noche lo que nosotros cegamos de día, y que a cabo de tantos días no hemos hecho más que trabajar e derramar nuestra sangre y perder nuestros compañeros, que es lo que más siento, determino, como ya con vosotros, señores, y con los Capitanes tlaxcaltecas, tengo acordado, de no dar paso sin que por la una parte o por la otra asolemos las casas, haciendo de lo que es agua tierra firme, y dure lo que durare, que peor es, no haciendo nada, consumirnos y acabarnos, y para esto llamaré a todos los señores y principales nuestros amigos; decirles he que luego hagan venir mucha gente de sus labradores y que traigan sus coas (coas son unos palos que sirven de azadones) para que derrocando las casas, echen la tierra y adobes en las acequias, dexando rasas las calzadas, para que los caballos puedan correr.»

Paresció por extremo bien a todos los Capitanes con quien comunicó este negocio, el ardid e industria que Cortés tenía pensado, y le dixeron que aquél era el postrer remedio y que si aquél no, no se podía imaginar otro, y que luego les parescía que inviase a llamar a los señores y principales tlaxcaltecas y a los otros amigos, para que con toda brevedad previniesen a los labradores que habían de servir de azadoneros. Hízolo así luego Cortés, e juntos que fueron aquellos señores, les dixo lo que tenía pensado y cuánto importaba, para que del despojo, quedasen ricos e con grande honra, y volviesen a sus tierras e dexasen más de trabajar; que con toda presteza llamasen los más labradores, que pudiesen, de sus tierras, para que cegasen las acequias con las coas, de la tierra y adobes que ellos derrocasen de las casas. Oído esto, como llevaba tanto camino y razón, se espantaron, diciéndole que su Dios le había avisado de cosa tan buena, y que sin más decirle iban luego a mandar lo que tan bien a todos estaba.



 

 

Capítulo CLXXVI

Cómo pasados cuatro días desta determinación, combatió Cortés la ciudad, y de cómo se entretenían los mexicanos, y del ardid que usaron.

En el entretanto que los gastadores venían y se concertaban otras cosas, pasaron cuatro días que los nuestros no salieron al combate, de donde entendieron bien los contrarios que debían de reposar parea dar mayor asalto, ordenando algunos ardides y celadas para mejor hacer su hecho, y así ellos, como después paresció, se desvelaron en hacer nuevos reparos para su defensa, y lo que ellos sospecharon de los nuestros, los nuestros sospecharon dellos. Concertadas, pues, todas las cosas, después de haber oído misa, Cortés ordenó toda la gente, así la que tenía designada para combatir por el agua, como la que había de combatir por la tierra; dixo a los Capitanes pocas palabras y tráxoles a la memoria lo que estaba concertado, y así tomó el camino para la ciudad, y en llegando al paso del agua e albarrada que estaba cabo las casas grandes de la plaza, queriéndola combatir, los de la ciudad dixeron que estuviesen quedos, porque querían paz. Cortés, que no deseava cosa tanto, mandó a la gente que no pelease y dixo a los mexicanos que hiciesen venir allí a Guautemucín, su señor, para que con él se diese asiento en todo y la paz fuese perpetua. Respondiéronle que la iban a llamar, y desta manera le detuvieron más de una hora, y a la verdad ellos no querían paz, porque luego, estando los nuestros quedos como ellos pedían, comenzaron con gran furia a tirar flechas, varas y piedras. Viendo esto Cortés, comenzó muy enojado a combatir el albarrada; peleó por diez hombres aquel día, aunque halló gran resistencia; ganósela, entró por la plaza, hallóla toda sembrada de piedras, por que los caballos no pudiesen correr; halló una calle cerrada con piedra seca y otra también llena de piedras, a fin que los nuestros en manera alguna se pudiesen aprovechar de los caballos, e con todo este estorbo se hizo bien la guerra aquel día, porque cegaron los nuestros aquella calle del agua, que salía a la plaza, de tal manera que nunca después los de la ciudad la pudieron abrir, y de allí adelante los nuestros comenzaron a asolar poco a poco las casas y cerrar y cegar muy bien lo que tenían ganado, y como aquel día Cortés llevaba más de ciento e cincuenta mill hombres e gran cantidad de gastadores, hizo mucha cosa e gran principo, de donde se podía colegir el próspero y deseado fin que después tuvo. Los bergantines también hicieron mayor daño en los enemigos que nunca, y así todos muy contentos, a buena hora, se volvieron a reposar al real.

En este día, entre otras cosas señaladas que subcedieron, hubo un desafío no digno de poner en olvido, porque salió un indio Capitán muy valiente, así de cuerpo como de ánimo, con una espada y rodela de Castilla e con muchos y ricos plumajes, e haciendo señal de que todos se sosegasen, por la lengua pidió a Cortés le diese el más valiente Capitán o soldado que tenía, con quien se matase, porque, muriendo o viviendo, quería por su persona ganar honra para siempre. Cortés le respondió, muy como estonces convenía, que viniese con diez como él y que estonces les daría un soldado que matase a todos. Replicó el indio: «Tan valiente soy yo como ese que tú puedes dar; por tanto, mándale salir.» Estonces Cortés le tornó a decir: «Bien porfías tu muerte, y por que veas que los muchachos de los españoles son poderosos para matar a ti y a otros tan valientes Capitanes como tú, saldrá este muchacho, paje mío (que, como vee, no le ha apuntado el bozo) e que te mate, pues no quieres venir con diez.» Llamábase este paje Joan Núñez Mercado, que después mató otro Capitán. Aceptó el indio el campo, aunque enojado; salieron los dos a la calzada; hubieron su batalla a vista de un mundo de gente, e aunque el indio era de grandes fuerzas y muy osado (pero no diestro) a poco rato dio el paje con el indio en tierra, de una estocada; matóle y tomóle las armas y plumajes, las cuales traxo consigo hasta donde Cortés estaba, el cual y los demás Capitanes de ahí adelante le hicieron grande honra.

Quedaron desto muy afrentados y corridos los mexicanos, y aun para lo de adelante lo tuvieron por ruin agüero, viendo que un muchacho hubiese muerto un Capitán en quien ellos tenían tanta confianza.



 

 

Capítulo CLXXVII

Cómo otro día tornó Cortés a combatir la ciudad e se subió a una torre para que los enemigos le viesen, e de un hazañoso hecho que hizo Hernando de Osma.

Otro día siguiente, con la misma orden, entró Cortés por su parte y Pedro de Alvarado por la suya, e llegadoes [a] aquel circuito e patio grande donde estaban las torres de los ídolos, mandó Cortés a los Capitanes que con su gente no hiciesen otra cosa que cegar las calles de agua y allanar los pasos malos que tenían ganados, y que los amigos dellos quemasen y allanasen las casas e otros fuesen a pelear por las partes que solían y que los de caballo guardasen a todos las espaldas, y él se subió a una torre la más alta de aquéllas, por que los enemigos le viesen y rescibiesen pesar dello, que, cierto, lo rescibieron muy grande. Desde allí animaba a los suyos y a los indios amigos, e como lo veía todo, inviaba socorro a los unos y a los otros, porque como peleaban a la continua, a veces los contrarios se retraían, y a veces los nuestros, los cuales luego eran socorridos con tres o cuatro de a caballo, que les ponían gran ánimo para revolver sobre los enemigos, e desta manera y por esta orden entró Cortés cinco o seis días arreo, e siempre al retraerse echaba los indios amigos delante, haciendo que algunos de los españoles se metiesen en celada en algunas casas y que los de a caballo quedasen atrás, haciendo que se retiraban, por sacar a los contrarios a la plaza. Con esto y con las celadas de los peones, cada tarde alanceaban los nuestros muchos de los enemigos.

Un día déstos hubo en la plaza siete u ocho de a caballo; estuvieron esperando que los enemigos saliesen, e como vieron que tardaban en salir, sospechando que se recelaban, hicieron que se volvían, pero ellos, con miedo que a la vuelta serían alanceados, como solían, se pusieron por las paredes y azuteas de las casas, el número de los cuales era infinito, y como los de a caballo revolvían a los enemigos, tenían de lo alto tomada la boca de la calle, y desta causa no podían seguir a los enemigos, porque desde lo alto les hacían mucho daño y desta manera fueron forzados a retraerse, de que los enemigos tomaron grande ánimo para encarnizarse en ellos, aunque iban tan sobre aviso, que cuando revolvían los de a caballo, se acogían adonde no rescibían daño, el cual, como rescibían grande los de a caballo, desde lo alto, se vinieron retrayendo más que despacio, llevando heridos dos caballos, lo cual dio ocasión a Cortés a que, como después diré, les armase una brava celada.

En el entretanto, no quiero callar lo que en este día hizo Hernando de Osma, el cual, estando confrontados los indios tlaxcaltecas con los mexicanos, yendo los unos contra los otros, sobre los terrados de las casas, que estaban muy juntas, y viendo que los mexicanos hacían retraer a los tlaxcaltecas, diciéndoles palabras afrentosas, no pudiéndolo sufrir, se salió de entre los españoles, que estaban en la calzada peleando con los demás, sin que fuese sentido ni haber dado dello noticia al General. Pasó a nado, armado, una acequia bien honda, y metiéndose en una casa, por el humero della, que salió bien tisnado, salió arriba; topó luego con un Capitán mexicano, que traía espada y rodela; hubo con él su batalla, a vista del exército español, sin poderle socorrer ninguno de los nuestros; hirióle tres o cuatro veces, y al cabo le mató de una estocada, que era la que ellos no sabían tirar. Con esto los tlaxcaltecas tomaron grande ánimo, revolvieron sobre los mexicanos, yendo por Capitán delante dellos Hernando de Osma, el cual fue causa que aquel cuartel de los tlaxcaltecas venciese a los mexicanos y que se les aguase el contento que habían rescebido de haber retirado los de caballo e herirles los caballos. Maravilláronse mucho, y con razón, estando una acequia tan honda en medio, ver tan de repente español sobre sus azoteas, y así decían que aunque morían los cristianos como ellos, que parescían más espíritus que hombres.



 

 

Capítulo CLXXVIII

De lo que otro día hizo Cortés, poniendo celada a los enemigos, e de lo que hallaron los españoles en una sepoltura, y de lo mucho que la celada atemorizó a los mexicanos.

Vuelto Cortés a su real, quedando los enemigos en alguna manera ufanos de lo pasado, para urdirles una celada, hizo luego mensajero a Gonzalo de Sandoval, para que antes del día viniese donde él estaba, con quince de a caballo de los que entre él y Pedro de Alvarado tenían. Sandoval vino antes que amanesciese con los de a caballo, e Cortés tenía ya de los de Cuyoacán veinte y cinco, que por todos hacían cuarenta. A los diez dellos mandó que luego por la mañana saliesen con toda la otra gente y que ellos y los bergantines fuesen por la orden pasada a combatir, derrocar y ganar todo la que pudiesen, y que él, cuando fuese tiempo de retraerse, iría allá con los treinta de a caballo. Díxoles que pues sabían que estaba gran parte de la ciudad ganada, que cuanto pudiesen siguiesen de tropel a los enemigos hasta encerrarlos en sus fuerzas y calles de agua, y que allí se detuviesen peleando con ellos hasta que fuese hora de retraerse, y que él y los treinta de a caballo pudiesen, sin ser vistos, meterse en celada en unas casas grandes de la plaza. Los españoles lo hicieron así; pelearon muy como tales, retrayendo a los enemigos hasta do Cortés les había dicho, e allí peleando los entretuvieron.

Cortés salió de su real poco después de la una de mediodía, entró en la ciudad, puso los treinta de a caballo en aquella casa, y él, para asegurar el negocio, se subió en la torre alta, como solía, y en el entretanto que se hacía tiempo de darles señal, algunos de los españoles abrieron una sepultura. Hallaron en ella, en cosas de oro, más de mill y quinientos castellanos.

Venida la hora de retraerse, Cortés mandó a los suyos que muy reportados y con mucho concierto lo hiciesen y que los de caballo se estuviesen retraídos en la plaza; hiciesen que acometían y que no osaban llegar, y que esto hiciesen cuando viesen que había mucha gente alderredor de la plaza y en ella. Los de la celada estaban ya deseando que se llegase la hora, porque tenían deseo de señalarse y eran todos personas de cuenta y estaban ya cansados de esperar. Cortés se metió con ellos, por gozar de tan buena caza, e ya se venían retrayendo por la plaza los españoles de pie y de caballo y los indios amigos, que habían entendido la balada.

Los enemigos venían con tantos alaridos, como si ya fueran señores de la victoria, que parescía que hundían el mundo. Los de a caballo hicieron que arremetían tras ellos por la plaza adelante, e por cebarlos mejor de golpe se tornaron luego a retraer. Hicieron esto dos veces, de que los enemigos tomaron tanto ánimo que en las ancas de los caballos les venían dando con las macanas, e así con toda furia se metieron en el matadero, porque gran número dellos entró por la calle donde estaba la celada. Estonces Cortés y los compañeros, como vieron pasar tanta gente y luego oyeron disparar un escopeta, que tenían por señal, salieron con gran furia, apellidando: «¡Sanctiago, y a ellos!», y como tan de súbito se vieron los enemigos salteados de tantos de caballo, embazaron. Cortés y los suyos alancearon muchos principales, derrocaron e atajaron infinitos, para que los indios amigos que estaban avisados los tomasen.

Hicieron, así los nuestros como los tlaxcaltecas, grande estrago en los mexicanos, porque los tenían en la plaza, la parte donde mejor podían andar los caballos y donde acorralados estaban.

Fue esta montería muy de ver a los que de alto la miraban, y muy provechosa a los indios amigos, porque ninguno fue sin un brazo o una pierna al hombro, para cenar aquella noche. Murieron en esta celada más de seiscientos de los enemigos, los más principales, esforzados y valientes. Fue tan grande el espanto y admiración de los que quedaron vivos y de los demás que lo vieron o no pudieron socorrer, que en toda aquella tarde no alzaron cabeza, enmudesciendo como si no tuvieran lengua, ni se osaron asomar en la calle ni en azotea donde no estuviesen muy seguros.



 

 

Capítulo CLXXIX

Cómo primero que los nuestros se retraxesen, los enemigos inviaron espías y los nuestros las tomaron, y de lo que se supo de una señora muy principal que Joan Rodríguez Bejarano prendió, e lo que de ciertos indios se entendió.

Ya que era casi de noche, que los nuestros con esta victoria se iban retrayendo, los principales de la ciudad mandaron a ciertos esclavos suyos, que lo más desimuladamente que pudiesen mirasen si los nuestros se retraían o qué hacían, e como se asomaron por una calle, barruntando los nuestros lo que era, arremetieron diez o doce de a caballo y siguiéronlos de manera que ninguno se les escapó, de que los de la ciudad quedaron muy corridos y escarmentados de no inviar a otros, e de lo uno y de lo otro cobraron tanto temor que nunca más, en todo el tiempo que duró la guerra, no osaron entrar en la plaza para ir en alcance contra los de pie o contra los de a caballo, ni cuando se retiraban ni cuando hacían que huían, aunque fuese uno solo el que viesen, ni jamás osaron salir a los indios amigos, creyendo que de entre los pies se les había de levantar otra celada; y esta de este día con tanta victoria y buen subceso fue bien principal causa para que la ciudad más presto se ganase, porque los naturales della rescibieron mucho desmayo, y los nuestros y sus amigos doblado ánimo, especialmente con lo que de una señora muy principal supieron, que Joan Rodríguez Bejarano, peleando muy como valiente, entrando por fuerza en una casa fuerte de un señor, sacó del patio principal della, y trayéndola a Cortés, haciéndole él todo regalo y buen tratamiento, porque luego se supo que era muy principal, le dixo que no tuviese miedo, ni estuviese con pesar, porque los españoles trataban muy bien a las mujeres, aunque fuesen madres o hijas de sus enemigos, o casadas con ellos, porque el hombre que en mujer ponía las manos era más afeminado que la mujer, y que pues era señora, y a la calidad de su persona no era dado mentir, debaxo de todo secreto le pedía le descubriese qué pensamiento tenía Guautemuza y los demás principales de su ciudad, y qué manera tendría si no quisiesen darse y venir en amistad con él, para acabarlos de vencer, y que si le decía lo que acerca desto sentía y sabía, le haría toda merced y la pondría en libertad, para que si quisiese se volviese a la ciudad, o después de tomada, la casaría con algún español e que haría todo lo que ella le pidiese.

Ella, como era señora, y estando presa vio el regalo con que Cortés la trataba y la honra que le hacía y que no le había dicho amenazas, baxados los ojos, sacando del pecho un templado sospiro, le dixo: «Gran señor, no puedo, aunque parezca que ofendo a mi patria, dexar de agradescerte mucho la honra que me haces, pudiéndome tener por tu esclava; en reconoscimiento de lo cual, te diré todo lo que siento y he visto, para que veas lo que te conviene hacer, y si te fuere bien dello, acordarte has de hacerme las mercedes que te pidiere. Muchos y los más han estado y están de parescer de dársete, aunque con algunos buenos subcesos le han mudado, pero Guautemuza y sus deudos y otros principales, por no desagradarle, han estado y están muy duros, determinados de morir primero que rendirse. Ya muchos pelean contra su voluntad e todos comienzan a padescer gran nescesidad de comida; vales faltando la munición, e otrosí, están discordes entre sí. Conviene, si no se te dieren, que creo no darán, les aprietes sin cesar por todas partes y tengas tomados todos los pasos por donde de comida o de agua o de munición se puedan proveer. Han levantado casas de madera, porque les vas asolando las de tierra; pegarles has fuego, o cortarás los palos sobre que se fundan, y aunque no duermas, de día ni de noche los fatiga, porque con la hambre, que ya comienzan a padescer, y con los sobresaltos de noche, no dormirán y desta suerte no se podrán defender. Hete dicho lo que siento, así como porque soy señora y no tengo de mentir, como porque veo la poca razón de Guautemuza y que los de mi linaje son contrarios de su parescer.»

Mucho se holgó Cortés con esta repuesta. Regalóla y acaricióla mucho, mandando que todos la tratasen con mucho respecto y se le diese lo que hubiese menester, encargando a las mujeres españolas que hiciesen lo mismo e la tuviesen consigo, de que ella rescibió gran contento, e vino después a decir otras muchas cosas que sabía. Tomó Cortés su consejo e aprovechó mucho, porque quiso Dios, para que su nombre fuese conoscido de gente tan ciega, que del monte (como dicen) saliese quien el monte quemase. E porque este capítulo no sea más largo que los otros, diré en el siguiente lo que resta.



 

 

Capítulo CLXXX

Do se prosigue lo que resta del pasado.

En este día, aunque hubo tanta victoria, no hobo desmán notable con que se aguase, ecepto que al tiempo que los de la celada salían se encontraron dos de a caballo e cayó el uno de una yegua en que iba, la cual se fue derecha a los enemigos y ellos la flecharon, e muy herida, como vio la mala obra que le hacían, se volvió a los nuestros y aquella noche murió. El caballero caído peleó muy como diestro en aquel menester, aunque pesó mucho a los nuestros por la muerte de la yegua, porque los caballos e yeguas eran los que daban la vida, por lo mucho que con ellos se hacía, aunque el pesar no fue tan grande porque murió entre los nuestros, ca se pensó muriera en poder de los enemigos, por haberse ido a ellos, los cuales como de cualquiera cosa pequeña, cuanto más desta, haciendo fiesta y regocijo, dieran pena a los nuestros.

Los bergantines y las canoas de los amigos hicieron grande estrago, rompiendo por las canoas y piraguas de los enemigos, e mataron tantos dellos sin rescebir daño notable, que mucha del agua estaba tinta en sangre.

Con este subceso tan próspero, bien alegres, como era razón, se recogió Cortés a su real, e pasada una hora de la noche, las centinelas tomaron dos indios de poca suerte, que de su voluntad se venían al real a que los tomasen; lleváronlos delante de Cortés, el cual los amedrentó, preguntándoles si eran espías. Ellos le dixeron que no, sino que eran unos pobres hombres que salían de noche a pescar por entre las casas de la ciudad e que andaban por la parte que della los cristianos tenían cegada, buscando leña, hierba y raíces que comer. Cortés, así por lo que la señora había dicho, como por la manera de hablar déstos, entendió que no venían con malicia; preguntóles si tenían hambre; respondiéronle que muy grande y que ella los había forzado a meterse por entre sus enemigos; de adonde dixo bien el Cómico: «Dura espada es la nescesidad». Cortés les mandó dar luego de comer, aunque ni a él no a los suyos sobraba. Mirábanse el uno al otro, como maravillados de que el Capitán de sus enemigos les hiciesen tan buena obra cual ellos a sus amigos apenas hicieran. Preguntóles Cortés cómo estaban los de la ciudad; respondiéronle que con muy gran nescesidad de comida, pero que muy determinados de morir primero que darse, y que por horas iban cresciendo la hambre.

Pesó mucho a Cortés de que teniendo los de la ciudad dentro de su casa un tan bravo enemigo, quisiesen también tener por enemigos los españoles, poniéndolos el enemigo de casa en tanta flaqueza, que no pudiesen pelear con los de fuera: tanto puede una ciega porfía y obstinación.

Entendido esto, Cortés mandó llamar a los Capitanes con quien principalmente consultaba los negocios de guerra; díxoles lo que con los indios había pasado e cómo conformaba con lo que aquella señora había dicho. Espantáronse mucho de la ciega determinación de los mexicanos, e aunque quisieran que conoscieran cuán bien les estaba el mudar parescer, viendo que era ya por demás, dixeron a Cortés que no perdiese punto de apretarlos cuanto fuese posible, pues lo más estaba hecho, hasta acabarlos o ponerlos en término que, aunque les pesase, se diesen. Cortés, viendo que no podía hacer otra cosa e que no era razón de perder más tiempo, dexó ordenado aquella noche lo que luego de mañana se había de hacer.



 

 

Capítulo CLXXXI

Cómo Cortés al cuarto del alba dio sobre los enemigos, poniendo primero espías, y cómo derrocó con los bergantines muchos de los tablados que tenían hechos.

Con esta determinación, siguiendo el parescer de aquella señora, acordó Cortés de entrar al cuarto del alba e hacer todo el daño que pudiese e que los bergantines saliesen antes del día. Cortés con quince de a caballo y ciertos peones españoles e algunos amigos entró de golpe, habiendo puesto primero ciertas espías, las cuales, siendo de día, estando puesto él y los suyos en celada, le hablan de hacer señal de salir, e fue así que, viendo la señal, dio sobre infinita gente, pero como eran de aquellos miserables que salían a buscar de comer, los más venían desarmados, y entre ellos algunas mujeres y muchachos, pero con todo esto, sin poderlo evitar, se hizo gran daño en ellos, y el mismo por doquiera que iba de la ciudad, tanto que de presos y muertos pasaron de ochocientas personas. Hacía Cortés esto por ver si apretándolos tanto, vendrían a lo bueno.

Los bergantines, como estonces soplaba el viento y era hora desacostumbrada, hicieron más daño, porque como iban a vela y remo, con la furia e ímpetu grande rompían por los tablados, dando con ellos en el agua, donde, con la pesadumbre de la madera e con el acudir de los bergantines que atrás venían, se ahogaban los más. En éstos no hubo cuenta, porque como quedaban debaxo del agua, no se podían contar. Tomaron otra gente mucha e muchas canoas que andaban pescando, en las cuales hicieron grande estrago los Capitanes y las otras personas principales de la ciudad. Viendo andar a los nuestros a hora tan desacostumbrada, quedaron tan espantados como de la celada pasada, diciendo que los cristianos, aunque comían y bebían como ellos, no se sabían cansar ni debían de dormir, pues al tiempo que todos los hombres del mundo reposan, velaban e trabajaban ellos, e así ninguno osó salir a pelear, y desta manera los nuestros todos se volvieron al real con mucha presa y mantenimiento para los indios amigos.



 

 

Capítulo CLXXXII

Cómo Cortés tornó otro día al combate y cómo se acabó de ganar la calle de Tacuba, e quemó las casas de Guatemuza y lo demás.

Otro día de mañana tornó Cortés a entrar en la ciudad, e como ya los indios amigos veían la buena orden que Cortés y los suyos llevaban, y como el negocio estaba ya puesto en términos de que, según lo que habían visto, no podía dexar de subceder prósperamente, acudieron de los de fuera tantos en favor e ayuda de Cortés, que no se podían contar, y de cada día venían casi sin cuento, de suerte que casi ya estorbaban [más] que ayudaban: tanto era el odio y enemistad que a la tiranía del imperio mexicano tenían; y con verse así los mexicanos oprimir y que ninguno venía que no fuese su enemigo, porfiaron tanto que hasta ser asolados no dieron muestra de arrepentimiento de su porfía y endurescimiento, diciendo que rindiéndose a los españoles, perdían su libertad (y desto paresce ahora lo contrario) y que dándose a los tlaxcaltecas e a otros, desta suerte hacían gran vileza y poquedad, e que más querían que después de muertos en la guerra, o de hambre, sus enemigos los comiesen, pues no lo habían de sentir, que verse vivos en poder de aquellos a los cuales ellos mandaban y de los cuales habían tan reconoscidos y respectados.

Finalmente, aquel día acabó Cortés de ganar toda la calle de Tacuba y de adereszar los malos pasos della en tal manera que los del real de Alvarado se podían comunicar por la ciudad con los del real de Cortés. Ganáronse otras dos puentes en la calle principal que iba al mercado; cegóse muy bien el agua e quemó Cortés las casas del Rey y señor Guautemuza, subcesor de Motezuma, y quemándolas, según eran grandes e reales (aunque convenía así) rescibió Cortés y muchos de los suyos gran pena, porque arruinaron el más bravo y soberbio edificio que había en este Nuevo Mundo.

Era Guautemuza estonces de edad de diez e ocho años hasta veinte, de donde se entenderá el invencible ánimo que en tan tierna edad tenía y el poco que en tanta prosperidad Motezuma mostró, aunque algunos lo atribuyen a prudencia, ofresciéndosele casos en que si la pusilanimidad y flaqueza de ánimo no fueran naturales, fuera prudencia mostrar ánimo y coraje, efectos de fortaleza.

Eran las casas no menos fuertes que grandes y hermosas, porque estaban cercadas de agua y las murallas eran muy gruesas y fuertes, y así se hizo mucho y fue de grande efecto ganarlas, porque en ellas se fortalescían mucho los enemigos y dellas habían hecho gran daño.

Ganáronse otras dos puentes de otras calles que iban cerca desta del mercado; cegáronlas muy bien, e así cegaron otros muchos pasos, de manera que de cuatro partes de la ciudad, ya los nuestros tenían ganadas las tres, y así los enemigos no hacían sino retraerse hacia lo más fuerte, que era las casas que les quedaban en el agua, porque los tablados no los hallaban tan buenos, por la gran fuerza con que los bergantines los derrocaban. Con todo esto, viéndose los enemigos ir de vencida y que cada día se apocaban, o con la rabia de la muerte, o por las causas que tengo dichas, sacando fuerzas de flaqueza, se defendían bravamente, contra los cuales se señalaron en este día casi todos los Capitanes, así los del agua, como los de tierra, creo que porque ya vían la presa en las manos, y que por no dexarla les convenía, aunque quedasen algunos allí (que no quedaron) hacer todo su deber, dando buen fin y remate a lo que hasta estonces habían trabajado.



 

 

Capítulo CLXXXIII

Cómo otro día Cortés ganó a los enemigos una gran calle e de cómo revolvieron sobre Cortés y de lo que decían a los indios amigos.

Otro día siguiente, que fue día del Apóstol Sanctiago, tornó Cortés a entrar en la ciudad por la orden que antes, siguió por la calle grande que iba a dar al mercado, ganó una calle muy ancha, de agua, en que los enemigos tenían gran confianza y pensaban tener toda seguridad, y así se tardó gran rato en ganar y no con poco peligro y sin pocas heridas de la una parte y de la otra, y como era tan ancha no se pudo acabar de cegar, de manera que los de a caballo pudiesen pasar de la otra parte, e como estaban todos a pie y los de la ciudad vieron que los de a caballo no habían pasado, vinieron de refresco con gran furia sobre los nuestros muchos dellos y muy lucidos (que aún no habían acabado de perder su antigua gallardía). Hiciéronles rostro los nuestros, que tenían consigo copia de ballesteros, y como los indios vieron tanta resistencia e que les iba mal en la refriega, dieron vuelta a sus albarradas y fuerzas, donde se hicieron fuertes, aunque muchos dellos primero que a ellas llegasen, cayeron muertos con las xaras que llevaban en el cuerpo. Fueron de gran provecho en esta refriega y en otras las picas que los españoles de pie llevaban, las cuales Cortés había mandado hacer después que lo desbarataron, porque como los que las jugaban eran diestros dellas, hacían a veces más daño que los escopeteros.

Aquel día lo que restó del pelear se empleó todo en quemar y allanar las casas que de la una parte y de la otra había, cosa (como tengo dicho, y Cortés escribe en su Relación) lastimosa de ver, ca en pocos días, con grande estrago de sus moradores, se vio quemada y asolada, y lo que era agua hecho tierra, la más grande, la más insigne y poblada ciudad deste Nuevo Mundo, pero no se podía hacer otra cosa, aunque con todo este tan grande estrago, estaban en su obstinación, tan porfiados y duros, que animándose los unos a los otros, decían a los indios amigos y mortales enemigos suyos: «Quemad, talad y destruid edificios y casas de tantos años, que nosotros os haremos que las tornéis a hacer de nuevo y mejores, porque si nosotros vencemos ya vosotros sabéis que esto ha de ser así, pues lo tenéis entendido del imperio y subjección que sobre vosotros hemos tenido, y si los cristianos vencieren también las habéis de hacer para ellos», y desto postrero plugo a Dios que saliesen verdaderos, aunque los mexicanos han sido los que principalmente las han edificado con harto provecho y adelantamiento suyo, pagándoles su trabajo.

Otro día, luego de mañana, volvió Cortés a la ciudad, y llegado a la calle del agua que había cegado el día antes, hallóla de la manera que la había dexado. Pasó adelante dos tiros de ballesta, ganó dos acequias grandes de agua, que tenían los enemigos rompidas en lo sano de la misma calle, y llegó a una torre pequeña de sus ídolos, y en ella halló ciertas cabezas de los cristianos que habían muerto y sacrificado, que pusieron harta lástima a los nuestros, porque allí muchos conoscieron a sus amigos y se les refrescaron las llagas. Desde aquella torre iba la calle derecha, que era la misma donde Cortés estaba, a dar a la calzada del real de Sandoval, e por la mano izquierda iba otra calle a dar al mercado, en la cual ya no había agua, excepto una que defendían los enemigos, e aquel día no pasó Cortés de allí, pero él y los suyos pelearon mucho, aunque los enemigos llevaron lo peor.

Volvióse Cortés con esto, sin hacer otra cosa, porque la noche sobrevenía, aunque habían peleado tanto que aunque volvieran más temprano lo habían bien menester.



 

 

Capítulo CLXXXIV

Cómo Alvarado ganó ciertas torres cerca del mercado, y el peligro en que se vieron los de a caballo, y lo que Cortés hizo.

El otro día siguiente, estando Cortés apercibiéndose para entrar en la ciudad, a las nueve horas del día, vio desde su real que salía humo de dos torres muy altas que estaban en el Tlatelulco o mercado de la ciudad. El humo era mucho y mayor harto del que solía salir cuando los indios incensaban a sus dioses y les hacían sacrificios. No podía Cortés pensar qué fuese, y así estuvo vacilando un rato y echando diversos juicios con los que con él estaban. Les paresció a todos (y fue así) que Pedro de Alvarado y su gente debía de haber subido a aquellas torres; e cierto, aquel día Pedro de Alvarado y los suyos se señalaron grandemente, porque paresce que pelearon más que por hombres, ca quedaban muchas puentes y albarradas por ganar, e siempre acudía a las defender toda la mayor parte de la ciudad, e como vio Alvarado que por la parte de Cortés los españoles iban estrechando a los enemigos, trabajó cuanto pudo por aventajarse y entrar al mercado, donde tenían toda su fuerza, diciendo a los suyos que en aquel día y de aquella vez habían de ganar todos inmortal fama y nombre si de tal manera ponían el pecho al negocio, que, o quedasen muertos, o saliesen con él, y que era muy justo que, pudiendo, se aventajasen a los de Cortés, pues querer y procurar exceder a otros en virtud y valentía era cosa loable. Con haber, pues, hecho más que nunca, no pudo llegar más de a vista del mercado y ganarles aquellas torres y otras muchas que estaban junto al mismo mercado. En lo alto de las dos mandó hacer fuego, para que Cortés y los suyos entendiesen adónde había llegado, y para dar dolor y pesar a los de la ciudad y desmayarlos para no proseguir más en su defensa.

Los de caballo en esta victoria, aunque pelearon como Cides, se vieron en gran aprieto y trabajo, tanto que les fue forzado retirarse, y al retraerse les hirieron tres caballos, y con tanto se volvieron, y Alvarado con ellos a su real.

Peleó Cortés como siempre, ganó algunos pasos y no quiso aquel día ganar una puente y calle de agua que solamente quedaban para llegar al mercado, ocupándose tan solamente en cegar y allanar los malos pasos, diciendo que jamás le acaecería otra como la pasada, e que, a trueco de un día más, quería asegurar el juego, llevando las espaldas seguras con dexar todo lo de atrás fixo, como convenía. Al retraerse, le apretaron reciamente los enemigos, aunque fue bien a su costa, porque mataron muchos dellos. Despartiólos la noche, que venía, porque todavía estaban tan emperrados, que las muertes de los primeros no fueran parte para hacer volver las espaldas a los segundos: tanto ciega el rancor y deseo de venganza.



 

 

Capítulo CLXXXV

Cómo Cortés entró en la plaza y Alvarado, por otro camino, vino a ella, y del placer que los unos con los otros rescibieron, y cómo Cortés, de piedad, entretuvo el combate.

Otro día entraron los Capitanes lo más de mañana que pudieron en la ciudad, y como no había por la parte que Cortés iba qué ganar, sino una traviesa de calle con agua, con su albarrada, que estaba junto a una torrecilla, comenzóla a combatir, e un su Alférez e otros dos españoles se echaron al agua, y hallando poca resistencia, pasaron de la otra parte porque los contrarios desampararon aquel fuerte, que pudieran por buena pieza defender, y se retiraron la ciudad adentro. Cortés se detuvo en cegar aquel paso de su espacio, y adereszarle de manera que los de a caballo pudiesen salir y entrar por él a su salvo. Estando haciendo esto, llegó Pedro de Alvarado por la misma calle con cuatro de a caballo. No se puede decir (y así lo escribió Cortés) el placer que los unos con los otros rescibieron, así por haber hallado camino, sin pensarlo, cómo el un real se comunicase con el otro, como porque aquel camino era el más breve y más seguro para acabar de dar conclusión en la guerra y a negocio tan importante y tan bien porfiado.

Dexó Pedro de Alvarado recaudo de gente a las espaldas y lados, así para su defensa, como para conservar lo ganado, y como luego se adereszó el pasó, Cortés, con algunos de a caballo, se fue a ver el mercado, mandando a la gente de su real que en ninguna manera pasase adelante hasta que él dello diese aviso, y después que hubo un rato andádose paseando por la plaza con algunos de a caballo, mirando los portales della, los cuales por lo baxo estaban tan vacíos como llenos por lo alto, porque no cabían de los enemigos, los cuales, como la plaza era muy grande e vían que los de a caballo eran señores della, no osaron baxar ni desde lo alto acometer, mirándose los unos a los otros, como esto vio Cortés, se subió a una torre grande que estaba junto al mercado, y en ella y en otras halló cabezas de cristianos e de indios tlaxcaltecas, ofrescidas y puestas ante sus ídolos. Rogaron allí él y los suyos por ellos, que desto entre los nuestros se tenía gran cuidado. Miró Cortés desde aquella torre o cu que Pedro de Alvarado ganó, lo que tenían ganado de la ciudad, que era de ocho partes las siete.

Era esta torre o cu la principal de lo que se dice el Tlatelulco, y en la otra Francisco Montaño, Alférez de Pedro de Alvarado, con gran peligro de su persona, subió la bandera, con que grandemente animó a los que le siguieron, y así fue parte para que luego Alvarado ganase el Tlatelulco.

Viendo, pues, Cortés que tanto número de enemigos no era posible sufrirse en tanta angostura, especialmente que aquellas casas que les quedaban eran pequeñas y puestas cada una dellas en el agua, y que por las calles y en el agua había montones de cuerpos muertos, sin infinitos que en sus casas tenían escondidos, cuyo hedor fue tan pestilencial que mató a muchos, y que la hambre que padescían era insufrible, porque por las calles hallaban los españoles roídas las raíces y cortezas de los árboles, determinó de no combatirlos aquel día ni aun otros y ofrescerles partido por donde no peresciese tanta multitud de gente.



 

 

Capítulo CLXXXVI

De lo que Cortés invió a decir a los de la ciudad y de lo que ellos respondieron.

Muchas veces (según paresce de lo dicho) había Cortés convidado con la paz e con otros muchos medios para tenerla con los mexicanos, e aunque todas ellas se las negaron, siempre deseó y procuró de buscar medios nuevos para no ponerlos en el estrecho y trabajo en que ya los tenía, el cual ellos procuraron por sus manos, pues a sabiendas y como desesperados, siendo tan amable la vida y tan aborrecible la muerte, querían más morir que vivir. Ya, pues, que por su culpa los tenía puestos en tanta estrecheza, que en ninguna manera podían dexar, o de morir a cuchillo, o de hambre, o venir las manos puestas pidiendo perdón, y paresciéndole que si no eran más indómitos y fieros que tigres, la gran nescesidad en que estaban los había de compeler a mudar propósito, les invió los mensajeros más elocuentes y facundos que pudo hallar, para que, aunque la verdad desnuda pudiera moverlos, adornada de elegantes palabras y modo de decir, los moviese más fácilmente.

Llegados los mensajeros, saludaron al Rey Guautemucín e a los otros señores principales, que con él estaban. Suplicáronles que pues venían a tratar con ellos negocio de gran peso y el mayor que se les podía ofrescer, que los oyesen con muy gran atención y cuidado y que no respondiesen luego hasta que hubiesen pensado bien la repuesta, pues della, siendo buena, o mala, pendía el no volver ellos más con otra embaxada.

La suma de lo que dixeron, prometiendo Guautemucín de oirlos, fue la que se sigue, porque, como son verbosos, decirlo todo daría fastidio. «Gran señor, en quien el imperio mexicano ha subcedido, y vosotros, Príncipes, señores y caballeros de la Corte imperial de Culhúa: En nombre del invencible y bien afortunado Cortés, os saludamos. Díceos por nosotros que ya sabéis las muchas veces que con la paz os ha rogado, y que como siempre la habéis negado, así os ha ido de mal en peor, hasta casi estar vuestra ciudad echada por el suelo, vuestros innumerables vecinos muertos y vosotros puestos en tan gran aprieto, que, porfiando, o de hambre, que ya padescéis estrechísima, o de la furia y saña de vuestros contrarios los cristianos, no podéis escapar vivos. Ruégaos mucho, condolesciéndose de vuestro trabajo, que volváis sobre vosotros, y que pues tenéis tiempo, uséis dél, ca no es valentía, sino temeridad, faltando toda esperanza de vencer, porfiar los hombres en querer morir. Dice Cortés que si ahora os dais, que os tratará, no como a sus enemigos y tantas veces rebeldes, sino como a muy queridos amigos y de quien hubiese rescebido muy buenas obras; y que si no hallardes esto ser así, podréis, como hombres libres, rebelaros contra él y hacer de nuevo la guerra, pues estáis en vuestra tierra y casas. Dice más: que no querría ya ensangrentar su espada en vosotros, que estáis más para pedir perdón de lo hecho, que para pelear y tomar armas, y que pues en esto no habéis de perder honra, pues habéis hecho todo lo que ha sido en vosotros, y que todo lo demás que justo sea os lo concederá, ruégaos una y muchas veces que no echéis, como dicen, la soga tras el caldero, queriendo morir como fieras y no como hombres que usan de razón, y que él con esto cumple con su Dios, con su Rey, con vosotros y con sus amigos y vuestros, y que si así no lo quisierdes hacer, él no puede dexar de acabaros hasta que ninguno quede vivo. A esto, si os paresce, como al principio os suplicamos, responderéis mañana.»

Guautemucín, que muy mozo y orgulloso era, aunque había estado bien atento, no dando lugar a más dilación ni a que los otros señores le contradixesen, que había muchos que lo hicieran, respondió muy enojado y dixo:

«Diréis a Cortés que no hable en amistad ni la espere jamás de nosotros, porque estamos tan determinados de ver el fin deste negocio, peleando, que aunque no quede más de uno, ha morir haciendo esto. Perdido hemos lo más; que perdamos lo menos, no es mucho. No queremos vida sin libertad y sin la conversación y compañía de nuestros amigos y deudos que en esta guerra hemos perdido. Si muriésemos, para eso nascimos e iremos más presto e gozarnos con ellos, diciéndoles que los imitamos e hecimos lo que ellos; y también le diréis que primero que esto sea, todo nuestro tesoro y riquezas echaremos en el agua, donde jamás parezca (y así lo hicieron), porque no queremos que perdiendo nosotros las vidas, él y los suyos se huelguen con nuestras haciendas. Con tanto, os podéis ir para no volver jamás, porque será excusado pensar que hayamos de hacer otra cosa.»

Bien mohinos y aun corridos volvieron a Cortés con la repuesta los mensajeros, de la cual, aunque mucho pesó a Cortés, viendo que no podía hacer otra cosa, determinó de proseguir el combate.



 

 

Capítulo CLXXXVII

Cómo Cortés mandó hacer un trabuco por falta de pólvora y cómo se erró, y de lo que pasó con los mexicanos.

Cortés entretuvo algunos días la guerra, ocupado en hacer un trabuco, por la falta de pólvora que tenía para los tiros y escopetas, y aunque había quince días antes tratado dello, quiso estonces ponerlo por obra, así porque la nescesidad de pólvora la apretaba, como porque los enemigos estaban tales que aunque dexase de combatirlos no podían hacerle daño. Llamó los carpinteros, y como no le habían hecho, cada uno hablaba diferentemente del otro, y aunque Cortés entendió lo que después fue, como le porfiaron que no se perdería nada en probarlo, consintió que se hiciese. Tardó en hacerse cuatro días, que fueron los que se dieron más de larga a los de la ciudad, para que aunque cesase el combate, la hambre más los afligiese.

Hecho el trabuco, le llevaron a la plaza del mercado; sentáronle en uno como teatro, que estaba en medio della hecho de cal y canto cuadrado, de altura de dos estados y medio; tenía de esquina a esquina casi treinta pasos. Hacíanse en este asiento las fiestas y juegos de los mexicanos, para que los representadores dellas fuesen vistos a placer de toda la demás gente del mercado, que era infinita.

Puesto, pues, allí el trabuco, que tardó en asentarse tres días, salió tan mal acertado que espantaba los de fuera y mataba los de dentro, despidiendo la piedra hacia atrás, habiendo de echarla adelante. Esta falta, así los indios amigos, como los españoles, desimularon tan bien, que asentándose el trabuco y después de asentado, los indios amigos amenazaban a los de la ciudad, diciéndoles: «¡Ah, perros, pues queréis morir como venados, con este ingenio que veis os mataremos a todos y acabaremos de asolar esas pocas casas en que os hacéis fuertes! ¡Ea, pues, no porfiéis tanto en vuestra nescedad; acabad, daos; que mejor es vivir que morir!» Los de la ciudad respondían lo que siempre, aunque el ingenio les puso harto miedo y aun por él creyó Cortés que se dieran, y en todo se engañó, porque ni él ni los carpinteros salieron con lo que porfiaron, ni los de la ciudad, aunque tenían temor, movieron partido alguno ni salieron a los que les ofrescían; e diciendo ellos al cabo de dos o tres días: «¿Cómo no nos matáis con ese ingenio?»; respondían los indios amigos por boca de los españoles: «Porque os tenemos lástima y deseamos que con tiempo miréis por vosotros.» Replicaban a esto ellos lo que otras veces decían: «Morir o vencer.»

Pasados estos días volvió Cortés a combatir la ciudad, y como había cuatro días que no lo había hecho, halló las calles por donde iba (cosa, cierto, de lástima) llenas de mujeres y niños y otra gente miserable, que se morían de hambre y salían traspasados e, como dicen, en los huesos, a buscar de comer. Cortés, que muy piadoso era, mandó a los indios amigos que no les tocasen, diciéndoles que no era valentía en gente tan flaca executar su saña. Hiciéronlo así, que no hicieran si no oyeran estas palabras.

La gente de guerra no salió a pelear, antes se estuvo queda donde no podía rescebir daño, porque se subieron a las azoteas de sus casas, donde se estuvieron quedos, cubiertos con sus mantas y sin armas. Cortés estonces, con las lenguas y con un Escribano y muchos testigos, les requirió con la paz, los cuales respondían con disimulaciones, ni diciendo sí, ni diciendo no, gastando el día en falsos entretenimientos, lo cual, como vio Cortés, muy enojado, les invió a decir que pues eran tan malos y tan falsos y mentirosos, que él los quería combatir; por tanto, que hiciesen retraer aquella miserable gente, si no, que daría licencia a los indios amigos para que los matasen.



 

 

Capítulo CLXXXVIII

De lo que los mexicanos respondieron y del bravo combate que les dieron Cortés y Alvarado.

Los indios mexicanos, con el doblez y engaño que solían, respondieron se detuviese y no hiciese mal a aquella pobre gente, que ya querían paz. Cortés, como escarmentado de tantas, les replicó que él no vía allí a su Rey y señor, con quien la paz se había de tratar; que le llamasen, y que venido, haría todo lo que más conviniese a la paz e quietud dellos, los cuales hicieron como que inviaban a llamar, y muy de priesa, a Guautemucín, pero como era burla, se paresció presto, porque todos estaban apercebidos para pelear, y así fueron los primeros que acometieron; enojado Cortés de lo cual, mandó a Pedro de Alvarado que con toda su gente entrase por la parte de un gran barrio que los enemigos tenían, en que había más de mill casas, y él entró a pie por otra, porque no había espacio donde los caballos anduviesen. Dixo a los suyos: «¡Ea, amigos, acabemos ya con estos perros, que tantas nos han hecho y con quien, como fieras, no vale razón! Echemos ya este negocio a un cabo o acabemos aquí todos, que ya no hay quien lo sufra.» Fue el intento de Cortés estrechar a los enemigos cuanto pudiese, para hacerlos venir, si posible fuese, a que todos no acabasen.

Hubo por la una parte y por la otra tan bravo y recio combate y tan gran resistencia en los contrarios, que por muchas horas, duró más que otro alguno, con tanto derramamiento de sangre y tantas muertes, especialmente de los mexicanos, que a porfía se metían por las espadas, que las calles y el agua, todo, nadaba en sangre.

Señaláronse este día muchos de los españoles e muchos de los tlaxcaltecas, que no parescían hombres, sino iras del cielo. Ganaron los nuestros todo aquel barrio, aunque con gran trabajo y muchas heridas, porque peleaban con desesperados y con hombres que no deseaban más que morir, vengando cuanto pudiesen sus muertes. Cortés, por su parte, los arrinconó mucho, haciendo en ellos horrible y espanto estrago. Finalmente, fue tan grande la mortandad que se hizo en ellos, que muertos y presos, pasaron de doce mill hombres, con los cuales los tlaxcaltecas e los otros indios amigos usaron de tanta crueldad, que por ninguna vía, a ninguna suerte de persona, mujer, niño o viejo, daban la vida, aunque Cortés y los otros Capitanes más los reprehendiesen y castigasen, respondiendo que aquéllos eran sus mortales y antiguos enemigos y que mataban a todos porque ni hubiese mujeres dellos que pariesen ni criasen, ni que en ninguna manera pudiesen ser provechosas, y que los niños no habían de crescer ni vivir para ser tan malos como sus padres, y que los viejos no hacían menos mal con los consejos que los mozos con las armas, y que por esto era bien que dellos no quedase memoria, y cierto, aunque decían esto, la causa principal era su condisción natural ser tan vengativos y tan poco inclinados a perdonar, que por muy pequeñas causas hay entre ellos mortales enemistades, no condolesciéndose los unos de los otros, aunque los vean en extrema nescesidad, bastante prueba, dexada la ley cristiana, que a lo contrario nos obliga, de mujeril y afeminado ánimo, vil y ajeno de toda grandeza y nobleza de hombres dignos de tal nombre.



 

 

Capítulo CLXXXIX

Cómo otro día Cortés volvió a la ciudad y de cómo los enemigos le llamaron, y de lo que le dixeron.

Otro día siguiente tornó Cortés a la ciudad; mandó a los suyos que en ninguna manera peleasen ni hiciesen mal a los mexicanos, los cuales, como vieron tan gran multitud de gente sobre sí y conoscieron que sus mismos vasallos a quien ellos solían mandar los venían a matar, y los habían puesto y ponían en tan estrecha nescesidad cuanta mayor no podía ser, pues asolada ya casi toda su ciudad, no tenían donde poner los pies, sino sobre los cuerpos muertos de los suyos, decían y clamaban: «Habed ya, cristianos, e vosotros, nuestros naturales (aunque mortales enemigos) misericordia de nosotros; despenadnos ya y sacadnos de tanta desventura; acabadnos ya; quitadnos la vida, porque la muerte es mejor que ella.»

Dichas estas palabras, ciertos principales dellos a mucha priesa rogaron a ciertos españoles que más cerca estaban que en todas maneras les llamasen a Cortés, porque le querían hablar, e como todos los españoles deseaban que ya aquella guerra se concluyese y tenían gran lástima del mal que aquéllos padescían, holgaron mucho de ir a llamar a Cortés, pensando que ya querían paz.

Llegados los españoles do Cortés estaba, con mucho contento le rogaron e importunaron se llegase a un albarrada donde estaban ciertos principales que con grande ansia le deseaban hablar, el cual, aunque sabía que había de aprovechar poco su ida, determinó de ir, así por complacer a los que se lo importunaban, como porque no dixesen que no hacía todo lo que era en sí para atraer a sus contrarios, aunque estaba cierto que en el señor y en otros tres o cuatro principales estaba y había de estar la endurescida porfía, porque la otra gente, muertos o vivos, deseaban ya verse fuera de allí.

Llegado, pues, al albarrada, dixéronle los indios principales, que pues ellos le tenían por hijo del sol, y el sol con tanta brevedad como era un día y una noche daba vuelta a todo el mundo, que por qué él así, brevemente, no los acabada de matar y los despenaba, porque aunque la muerte siempre la habían huido, como a cosa tan aborrescible y temerosa, ahora la amaban y deseaban mucho mas que la vida cuando estaban en su prosperidad, y que ya entendían que podía ser tan mala la vida que fuese peor la muerte, y que pues ellos viviendo morían, le suplicaban, si como decían era clemente y piadoso, que en todo caso muy presto los acabase, porque ellos se querían ir al cielo con su dios Uchilobus (este era el principal ídolo que ellos adoraban) que los estaba allá esperando para darles descanso y agradescerles mucho haber muerto en su servicio, ceguera, cierto, lastimosa y digna de llorar.

Cortés a estas palabras les respondió muchas cosas, desengañándolos del error en que estaban; ofrescióles mucha amistad, gran tratamiento y la libertad que quisiesen; y ninguna cosa aprovechó, tanto puede el demonio, viendo en los nuestros más muestras y señales de paz que jamás ningunos vencidos mostraron, con ser ellos, por la bondad de Dios, siempre vencedores.



 

 

Capítulo CXC

Cómo Cortés invió un principal mexicano que tenía preso a la ciudad, y de lo que le dixo, que hiciese, e cómo los suyos le sacrificaron.

Puestos, pues, los enemigos en el extremo que tengo dicho, como estaban tan determinados de morir, imaginaba Cortés cómo podría apartarlos de tan mal propósito, y así, revolviendo consigo muchas cosas, halló que era bien inviarles una persona muy principal que dos o tres días antes había preso en el combate, un tío de Don Fernando, señor de Tezcuco, para que éste, como persona tan señalada y a quien respectarían y darían todo crédicto, les persuadiese a que mudasen parescer, e así como lo pensó, lo llamó, al cual dixo: «Yo sé que tú eres caballero y de los más principales de la ciudad; estás mal herido; hante curado por mi mandado, porque así lo tenemos los cristianos de costumbre, especialmente con las personas tan principales como tú; en mi poder estás, para hacer de ti lo que quisiere; yo quiero, por que veas que no pretendemos más que vuestra amistad, que tú escojas lo que más quisieres, o estarte con nosotros en la libertad y autoridad que tenías en tu ciudad, o, aunque no estás bien sano, volverte a ella con algunas cosas que yo te daré; e si esto último quieres, hasme de dar la palabra, como caballero, de hacer lo que yo te rogare.»

El prisionero se alegró mucho con lo que Cortés le dixo, y como el amor de la patria puede tanto, le dixo que la una merced y la otra eran muy grandes y que cada una dellas le obligaban a morir por él, cuanto más a hacer lo que le mandase, e que pues le daba a escoger, que él quería volver a la ciudad con los suyos, donde había nascido, y que en lo demás le daba su palabra, como caballero, e por sus dioses inmortales prometía, de hacer con toda fidelidad lo que le mandase.

Entendido esto por Cortés, le dixo: «Lo que te ruego mucho que hagas es que cuando te veas con Guautemucín le digas el tratamiento que yo te he hecho, y pues vees que no pueden escapar de morir, si no se dan por nuestros amigos, le persuadas cuanto pudieres se dexe de porfiar más, porque yo le dexaré tan gran señor como ahora es, porque yo no pretendo más que su amistad. Cata aquí ropas ricas y plumajes que lleves, para que con verdad puedas decir lo bien que contigo lo he hecho, e irán contigo de mis soldados hasta ponerte donde Guautemucín está.»

Tornó a replicar el prisionero que aquello él lo haría, por lo bien que les estaba y porque él se lo mandaba, y que antes de dos días después dél llegado sabría la fidelidad con que él lo hacía. Con esto se despidió bien alegre y bien acompañado.

Los españoles le entregaron a los de la ciudad, los cuales lo rescibieron con mucho acatamiento, como a persona tan señalada; lleváronle luego delante de Guautemucín, su señor, y como en su presencia comenzó a tratar el buen tratamiento que había rescebido y a decir cuán bien sería que se tratase de paz, Guautemucín, muy enojado, no dexándole pasar adelante con su razón, le mandó luego sacrificar; de manera que él, que quiso más volver a su patria y tan herido, que quedar con tan buen tratamiento entre los extraños, murió por hacer el deber, queriendo lo que no quisiera, si supiera lo que escogía. Con esto, la respuesta que dieron fue venir con grandes alaridos, diciendo que no querían sino morir, tirando contra los nuestros muchas varas, piedras y flechas, peleando tan bravamente que mataron un caballo con un dalle que uno traía, hecho de una espada de las nuestras, pero, al cabo, les costó caro, porque murieron muchos dellos.



 

 

Capítulo CXCI

Cómo otro día entró Cortés en la ciudad, y de lo que dixo a ciertos principales della y de lo que ellos, llorando, le respondieron.

Otro día Cortés tornó a entrar en la ciudad, e ya estaban los enemigos tales, que a los indios amigos no se les daba nada de quedarse a dormir en la ciudad. Llegado, pues, Cortés a vista de los enemigos, no quiso pelear con ellos, sino andarse paseando por la ciudad, porque tenía creído que cada hora se habían de salir della y venirse donde los nuestros estaban, y por más inclinarlos a ello, se llegó cabalgando cabo una albarrada que tenían bien fuerte. Llamó a ciertos principales que estaban detrás, a los cuales él conoscía; díxoles que pues se vían tan perdidos y conoscían que, si él quisiese, en un hora no quedaría ninguno vivo dellos, que por qué no venía a hablarle Guautemucín, su señor, que él prometía de no hacerle mal ninguno, e que queriendo él y ellos venir de paz, que serían dél muy bien tratados y que cobrarían todo lo que por su culpa habían perdido, y que estuviesen ciertos que esto sería así, porque era costumbre muy antigua entre los Capitanes españoles cumplir la palabra que diesen, e que pues el señor, como ellos decían, su enemigo, tenía tanta lástima dellos, que era más razón que ellos la tuviesen de sí, pues con sólo querer paz (que no solamente los hombres, pero los brutos animales, en su género, siempre conservan), vendrían a tener todo lo que deseaban. Estas y otras muchas razones les dixo Cortés, con que los provocó a muchas lágrimas, y así, llorando, le respondieron que bien conoscían su yerro y perdición e que ellos querían ir a hablar a su señor; que no se fuese de allí, porque presto volverían con la repuesta.

Cortés holgó mucho desto, aunque quedó dubdoso si Guautemucín vendría o no. Los indios volvieron desde a un rato; dixéronle que porque ya era tarde su señor no venía, pero que otro día a mediodía vendría, sin dubda, a hablarle en la plaza del mercado. Creyólo Cortés, porque se lo dixeron con gran vehemencia, mostrando gran contento a venir con aquella respuesta.

Volvióse Cortés con los suyos al real, e para que Guautemucín y aquellos señores entendiesen lo mucho que deseaba su amistad y lo mucho en que los tenía y deseaba honrar, proveyó luego que para otro día, que en aquel cuadrado alto que estaba en medio de la plaza donde se puso el trabuco, se adereszase un estrado el más sumptuoso que ser pudiese, como los indios señores lo acostumbraban, donde Guautemucín y los otros señores se asentasen, e por que no faltase nada, entendiendo que no les había sobrado la comida, mandó se adereszase muy bien de comer. Hízose todo, para en aquel tiempo bien espléndidamente.



 

 

Capítulo CXCII

Cómo Cortés salió a lo puesto e Guautemucín no vino, e de lo que invió a decir e Cortés respondió, y de las demás cosas que pasaron.

Otro día de mañana fue Cortés a la ciudad, avisando primero a la gente que estuviese apercebida, porque si los de la ciudad tuviesen tratada alguna traición, debaxo de paces, no los tomasen descuidados, y lo mismo mandó avisar a Pedro de Alvarado, que todos habían de ir juntos, aunque por diferente partes, a dar asiento en aquel negocio.

Como Cortés llegó al mercado invió a decir a Guautemucín cómo él estaba esperando, el cual, como inconstante y mudable (como los más de su nación), aunque Rey, había mudado propósito, determinando de no ir, pero por no hacer clara fealdad, invió a Cortés cinco muy principales señores, que Cortés de nombre y comunicación bien conoscía, los cuales, de parte de Guautemucín, le dixeron que en todas maneras le perdonase porque no venía, que tenía mucho miedo y empacho (palabras naturales de los indios) de parescer delante dél, y que también estaba mal dispuesto, y que ellos estaban allí. Esto dixeron aquellos señores de su parte, que viese lo que mandaba, porque ellos lo harían con toda voluntad; e aunque el señor no vino, holgó mucho Cortés que aquellos señores viniesen, porque paresció que habría camino de dar presto conclusión a lo que él tanto deseaba.

Rescibiólos con muy alegre semblante, honrólos mucho, mandólos sentar en aquel estrado, hízoles dar luego de comer y beber, en lo cual mostraron bien el deseo y nescesidad que dello tenían; y después de haber comido les dixo que hablasen a su señor y le dixesen que pues a ellos había rescebido con tanta voluntad y se había holgado con ellos, que qué haría con él; por tanto, que no se excusase con decir que tenía temor, porque él le prometía de no hacerle ningún enojo, ni decirle cosa que le pesase, sino antes darle todo contento y placer, y que pues sin su presencia no se podía dar asiento en cosa, que le porfiasen a que viniese. Acabado de decir esto, les mandó dar algunas cosas de refresco que llevasen para comer, los cuales se despidieron de Cortés, haciéndole grandes promesas de procurar que en todas maneras su señor viniese.

Contaron a Guautemucín todo lo que había pasado, diéronle el refresco que llevaban; volvieron desde a dos horas, traxeron a Cortés ciertas mantas de algodón ricas e dixéronle que en ninguna manera Guautemucín su seño vendría ni pensaba venir y que era excusado hablar más en ello.

Cortés, replicando, dixo que él no sabía la causa por qué Guautemucín tanto se recelaba de venir ante él, pues vía que a ellos, que él sabía haber sido los principales causadores de la guerra y que la habían sustentado, les hacía tan buen tratamiento, dexándolos ir e venir tan seguros y sin rescebir enojo; por tanto, les rogaba tornasen a hablar a Guautemucín e cargasen mucho la mano en suplicarle de su parte viniese y como Rey cumpliese su palabra, pues a él y a ellos les convenía y les iba el todo en hacerlo y él no alineaba por otra cosa que por su provecho. Ellos le respondieron que así lo harían e que de suyo le dirían otras muchas cosas e que otro día volverían con la repuesta, e así se fueron y también Cortés a su real.



 

 

Capítulo CXCIII

Cómo, volviendo, aquellos señores, dixeron a Cortés se viniese a ver con Guautemucín, e de cómo volvió a faltar, e cómo Cortés combatió unas albarradas e de la gran matanza que en los enemigos hizo.

Otro día, bien de mañana, aquellos señores vinieron al real de Cortés; dixéronle que se fuese a la plaza del mercado de la ciudad, porque su señor quería venir a hablarle allí. Cortés, aunque tantas veces burlado, engañándose con el gran deseo que tenía de verse con Guautemucín, creyendo que fuera así, cabalgó para allá. Estúvole esperando más de cuatro horas y nunca quiso venir ni parescer ante él, e como vio la burla y que ya se hacía tarde y que ni los señores de Guautemucín, venían, invió a llamar a los indios amigos, que habían quedado a la entrada de la ciudad, casi una legua de donde él estaba. Habíales mandado que no pasasen de allí, porque los de la ciudad le habían pedido que para hablar en las paces no querían que ninguno dellos estuviese dentro, y como estaban a pique, hechos ya a la presa, no tardaron nada, ni tampoco los del real de Alvarado, y como todos llegaron, díxoles Cortés: «¡Ea, tiacanes (que quiere decir «valientes»), pues estos perros no quieren paz, démosles guerra!» Con esto comenzó a combatir unas albarradas y calles de agua que tenían, porque ya no les quedaba otra mayor fuerza. Entróles Cortés y los indios amigos, e al tiempo que Cortés salió de su real, dexó proveído que Gonzalo de Sandoval entrase con los bergantines por la otra parte de las casas donde los enemigos se hacían fuertes, por manera que estuviesen cercados, y habíale avisado que no los combatiese hasta que viese que él los combatía.

Comenzado el combate, estando los enemigos así cercados y apretados, no tenían paso por donde andar, sino por encima de los muertos y por las azoteas que les quedaban, y a esta causa, ni tenían ni hallaban flechas, ni varas ni piedras con que ofender a los nuestros. Andaban los indios amigos con espadas y rodelas entre los nuestros, y como estaban favorescidos, hacían maravillas.

Fue tanta la mortandad que en los enemigos los nuestros y ellos hicieron, así por el agua como por la tierra, que aquel día pasaron de más de cuarenta mill hombres los muertos y presos, y era tanta la grita y lloro de los niños y mujeres, que no había persona a quien no quebrasen el corazón, especialmente a los nuestros españoles, que entre todas las nasciones, de su natural condisción, son más clementes y piadosos, e así tenían más que hacer en estorbar a los indios amigos que no matasen ni fuesen tan crueles, que no en pelear.

Estaban los indios amigos tan encarnizados que fue más de fieras que de hombres su crueldad, tanto que por ninguna vía podían ser estorbados, antes como sangrientos leones, mataban y despedazaban a los mexicanos, que eran sus naturales y de su ley e nasción, e así, escribiendo esto Cortés, dice que en ninguna generación se vio crueldad tan fuera de toda orden de naturaleza.

Hobieron este día gran despojo, en que los nuestros tampoco fueron parte para estorbárselo, porque ellos eran más de ciento y cincuenta mill hombres e los nuestros hasta nuevecientos, e así no bastó ningún recaudo ni diligencia para estorbarles que no robasen, aunque los nuestros hicieron todo lo posible, e una de las cosas por qué Cortés los días antes había rehusado de venir en rompimiento con los de la ciudad, era porque, tomándolos por fuerza, habían de echar, como lo hicieron, toda su riqueza en el agua, y donde hasta hoy nunca ha parescido, que fue, según algunos dixeron, increíble, e por el estrago que los indios amigos, por robar, habían de hacer en ellos, que son a hurtar tan inclinados, que a cualquier cosa, por chica que sea, se abalanzan; e porque ya era tarde y los nuestros no podían sufrir el mal olor de los muertos (que era pestilencial), se fueron a sus reales, pesándoles de no haber hallado voluntad en Guautemucín para que aquel estrago tan grande, que ellos no habían podido evitar, se excusase.

Aquella tarde, que volvió temprano, proveyó Cortés que para el día siguiente que había de entrar en la ciudad se aparejasen tres tiros gruesos para llevarlos por delante, porque temió que como los enemigos estaban tan juntos y no tenían por donde se rodear, queriéndoles entrar por fuerza, podrían entre sí ahogar a los españoles, e quería desde afuera con los tiros hacerles algún daño para provocarlos a salir de allí contra los nuestros. Proveyó asimismo que Sandoval entrase con los bergantines por un lago de agua grande que se hacía entre unas casas adonde estaban todas las canoas de la ciudad recogidas, e ya tenían tan pocas casas donde poder estar, que el señor de la ciudad andaba en una canoa con ciertos señores y principales, que no sabía qué hacer de sí.



 

 

Capítulo CXCIV

Cómo otro día Cortés volvió a la ciudad, como lo tenía ordenado, y cómo un gran señor que se decía Ciguacoacín hablé a Cortés, y de lo que él proveyó para que los indios amigos no hiciesen estrago en los que se daban.

Siendo ya de día hizo Cortés, según tenía ordenado, apercebir toda la gente y llevar los tiros gruesos, inviando a mandar a Pedro de Alvarado que le esperase en la plaza del mercado y no diese combate hasta que él llegase, y estando ya todos juntos y los bergantines apercebidos, fue en buen orden con todos ellos por detrás de las casas del agua, donde estaban los enemigos. Mandó que en oyendo soltar un escopeta, entrasen por una pequeña parte que estaba por ganar y echasen los enemigos al agua hacia donde los bergantines habían de estar a punto, avisándoles mirasen mucho por Guautemucín y trabajasen de lo tomar vivo, porque de aquello pendía cesar la guerra e venirse de paz otras muchas provincias.

Cortés se subió en un azotea, e antes del combate habló con algunos principales de la ciudad, que conoscía. Díxoles con palabras muy amorosas e con que mostraba condolescerse mucho de su miseria y aflicción, que por qué causa Guautemucín no quería venir y estaba tan rebelde en lo que a él y a los suyos tanto convenía; que les rogaba que antes que a todos los destruyese, pues se vían casi sin armas y de todas partes cercados, que le traxesen a Guautemucín, y de su parte le dixesen que ningún temor hobiese de parescer delante dél, porque le trataría muy como a señor, e que donde no, que mirase por sí, pues no podía vivo o muerto escapar de sus manos.

Movieron mucho estas palabras aquellos principales, dos de los cuales, sin responder palabra, paresció que lo iban a llamar, e desde a poco volvió con ellos uno de los más principales de todos ellos, que se llamaba Ciguacoacín, Capitán y Gobernador de todos ellos, por cuyo consejo se seguían todas las cosas de la guerra. Cortés le mostró muy buen rostro, para que se asegurase y no tuviese temor de decir lo que quisiese, e al fin, después de muchas razones comedidas, dixo que en ninguna manera Guautemucín vendría ante su persona, porque tenía determinado de morir primero que hacer otra cosa, y que a él le pesaba mucho desto, porque no podía alcanzar otra cosa de su señor; por tanto, que hiciese lo que quisiese.

Cortés, como vio esto, enojado, y con razón, le replicó: «Ahora, pues sois tan malos, tan rebeldes y tan sin juicio, apercebíos, que yo os quiero luego combatir e no dexar hombre de vosotros a vida; volveos y decid esto a Guautemucín.» Ellos se fueron, y como en estos conciertos pasaron más de cinco horas, e los de la ciudad estaban todos encima de los muertos y otros en el agua, e otros nadando e otros ahogándose en aquel lago donde estaban las canoas, que era espacioso, era tan grande la pena, miseria y trabajo que padescían, que los nuestros, sin gran tristeza, no los podían mirar, e así, no pudiendo sufrir el terrible hedor y el verse acabar, sin respecto ni miramiento del señor, por momentos salía infinito número de hombres y mujeres, niños y viejos hacia los nuestros, e por darse priesa a salir, unos a otros se cebaban en el agua y se ahogaban entre aquellos cuerpos muertos, los cuales, por haber bebido agua salada e padescido tan gran hambre e atosigados con el pestilencial hedor de los que primero morían, vinieron a ser tantos que pasaron de sesenta mill, e porque los nuestros no entendiesen la nescesidad en que estaban, ni echaban los cuerpos muertos al agua, porque los bergantines no topasen con ellos, ni los sacaban fuera de sus casas, porque los nuestros no los viesen en las calles, fue causa de que entre ellos hubiese mayor mortandad; e así, no pudiendo ya desimular el negocio, vinieron los nuestros a hallar por las calles montones de cuerpos muertos, y lo mismo dentro de las casas, de manera que los nuestros no tenían dónde poner los pies, sino sobre cuerpos muertos, e como se salía tanta gente, proveyó Cortés, como hombre tan piadoso y cristiano que era, que por todas las calles estuviesen españoles de guarda para estorbar que los indios amigos no se encruelesciesen y encarnizasen, como solían, en aquellos miserables. Lo mismo mandó a todos los Capitanes de los indios amigos, y no se pudo tanto estorbar, como eran tantos los unos y los otros, que aquel día no matasen y sacrificasen más de quince mill.



 

 

Capítulo CXCV

Cómo Cortés, vista la rebeldía de los mexicanos, los combatió, e cómo Garci Holguín prendió a Guautemucín e al gobernador y de lo que más pasó.

En esto, todavía los principales y gente de guerra de la ciudad se estaban arrinconados en las azoteas y casas que les quedaban, que eran bien pocas, donde ya no les aprovechaba la desimulación ni había ya lugar de inventar ardides con que, estando flacos, fingiesen fortaleza, porque ya su perdición y flaqueza estaba clara, y con todo esto, como se venía la tarde y ellos no se querían dar, hizo Cortes asestar los dos tiros gruesos hacia ellos, para ver si se darían. Hizo esto por dos causas: la una por espantarlos y amedrentarlos; la otra, por hacerles menos daño, que le rescibieran muy grande, dando licencia a los indios amigos que les entrasen.

Hicieron los tiros algún daño, pero como tan poco aprovechó, mandó disparar la escopeta, y en disparándola fueron acometidos por los nuestros e tomaron y ganaron aquel rincón que tenían y echaron al agua los que en él estaban, y otros que quedaban sin pelear se rindieron, y los bergantines entraron de golpe por aquel lago, rompiendo con gran furia por medio de la flota de las canoas, y la gente de guerra que en ella estaba, turbada, confusa y desfallecida, no sabía dónde estaba ni levantaba las manos a tomar armas, e así los de los bergantines no hicieron más de rendirlos.

En esta victoria fue grande la ventura de un Capitán que se decía Garci Holguín, el cual, viendo que una canoa, en la cual le paresció que iba mucha gente de manera, y que a toda furia huía de entre las otras canoas, aguijó con su bergantín, que iba a vela y remos, y acercándose, como llevaba en la proa del bergantín dos o tres ballesteros, mandó que encarasen contra los de la canoa, los cuales hicieron luego señal que no tirasen, porque estaba allí Guautemucín. Saltó de presto Garci Holguín en la canoa y luego tras dél dos o tres compañeros; prendió a Guautemucín y a Ciguacoacín y al señor de Tacuba y a otros principales que con él iban.

Estuvo muy en sí Guautemucín, mostrando semblante de muy valiente Príncipe, contento, como después diré, de haber hecho todo lo que pudo. Tratóle Garci Holguín con mucho comedimiento, costumbre de los españoles cuando rinden a sus contrarios, porque conoscen (como ello es) ser varia la fortuna de la guerra y que el que hoy vence puede mañana ser vencido, lo que muchos, ciegos con la prosperidad presente, no consideran.



 

 

Capítulo CXCVI

Cómo Garci Holguín llevó preso a Guautemucín a Cortés y de lo que entre los dos pasó.

Muy alegre, como era razón, y muy acompañado, así de indios amigos como de españoles, Garci Holguín llevó a Guautemucín delante de Cortés a un azotea donde estaba, que era junto al lago. Iban con Guautemucín otros señores muy principales presos, que en su rostro y semblante mostraban más pesar de ver a su señor preso que de irlo ellos.

Cortés le rescibió con alegre rostro, no mostrándole riguridad de vencedor. Mandóle asentar a par de sí, e primero que le hablase palabra, levantándose Guautemucín, le dixo muy reportado y con gran ánimo: «Invencible y muy venturoso Capitán: Hasta este punto yo he hecho todo lo que de mi parte era obligado para defender a mí y a los míos contra su gran poder. Si mis dioses o mi fortuna, o tu Dios, que debe ser muy poderoso, me han sido contrarios, no tengo yo la culpa, de que estoy muy contento. En tu poder me tienes; tu prisionero soy; haz de mí a tu voluntad», e poniendo la mano en un puñal que Cortés traía, le dixo que la mayor merced que le podría hacer sería matarle con aquel puñal, porque él iría muy descansado donde estaban sus dioses, a rescebir dellos la honra y gloria que su firmeza merescía, especialmente habiendo muerto a manos de un tan famoso Capitán.

Cortés, que tan piadoso era como sabio, desimulando el sentimiento que de la mudanza de fortuna con tan gran señor en su pecho sentía, le dixo: «Muy valiente y poderoso Rey: No es de fuertes y valerosos Capitanes, cuando son vencidos por otros, pedir la muerte, que tanto, no solamente los hombres, pero los brutos animales procuran evitar, y estonces los valientes caballeros le han de tener en poco cuando, o no la pueden excusar, o, viviendo, quedan afrentados. Tú has hecho el deber y no tienes tú culpa, sino tu fortuna, y así, no te tendré yo en menos, siendo vencido, que si fueras vencedor. Por tanto, alégrate y no desmayes, que más te quiero vivo que muerto y el tiempo te dirá lo bien que yo te he querido.»

Mucho se alegró Guautemucín con estas palabras, porque mostró luego otro semblante, y como así le vio Cortés, le rogó que desde aquella azotea hiciese señal a los suyos que se diesen. El lo hizo con mucha voluntad, y ellos, que serían hasta setenta mill, dexaron las armas, aunque ya estaban tales, según tengo dicho, que poco o nada se podían aprovechar dellas; e así preso este tan gran señor, cesó luego la guerra de México, con grande espanto de los de la ciudad y maravilla de todos los de la comarca.



 

 

Capítulo CXCVII

En qué día se tomó México y cuánto duró el cerco della, y de la memoria que hoy se hace de su victoria, y de otras cosas.

Tomóse México martes, día de Sant Hipólito, trece de Agosto del año de mill y quinientos y veinte e uno. Duró el cerco hasta este día, que fue (según escribe Cortés) desde treinta de Mayo del mismo año, setenta y cinco días, e muchos conquistadores dicen que pasaron más de ochenta. Sea lo uno o lo otro, lo que consta y está claro de lo pasado, es el gran trabajo que los nuestros tuvieron, los peligros y desaventuras que tuvieron, la porfía y tesón que hubo en los unos y en los otros, donde los españoles mostraron sus personas tan aventajadamente como atrás queda dicho, aunque en la antigua España no faltaron émulos, como los tienen todos los claros hechos, que dixeron no haber hecho mucho Cortés y los suyos en haber conquistado hombres desnudos; y vino a tanto la envidia déstos, que dixeron haber peleado con gallos de papada, habiendo hecho la más memorable y hazañosa hazaña que tantos por tantos hicieron en el mundo, porque decir, aliende de otros grandes bienes, el que hicieron en abrir puerta para dar a la Corona Real de Castilla tantos reinos y señoríos como hay en las tres partes del antiguo mundo, sería nunca acabar.

Edificaron luego los nuestros una iglesia, en memoria y comemoración de aquella tan insigne y nunca oída victoria, a Sant Hipólito, en aquella parte y lugar donde saliendo los nuestros de México, murieron dellos más de seiscientos, a la mano derecha de la calzada, saliendo de la ciudad, aunque, como tengo atrás dicho, donde los más murieron, que es un poco antes en la misma calzada, un conquistador edificó una ermita. Ambos templos están hoy en pie, aunque mal reparados.

Acostumbra casi desde estonces el Regimiento y Cabildo desta ciudad sacar el estandarte la víspera deste sancto y el día siguiente por la mañana, con la mayor pompa y autoridad que puede; sácanle los Regidores por su orden, aunque por merced particular de Alférez, le sacó una vez Rodrigo de Castañeda. Acompáñanle el Visorrey, Audiencia, Arzobispo y Obispos que al presente se hallan, con todas las demás personas principales de la ciudad. Sácanle de las casas de Cabildo e vuélvenle a ellas. Hay misa cantada y sermón aquel día, e yo he predicado algunas veces.

Tuvo Cortés sobre México, cuando menos, docientos mill hombres de indios amigos, y de españoles cuando más nuevecientos, ochenta caballos, diez e siete tiros de artillería, trece bergantines y seis mill canoas. Murieron de los españoles hasta cincuenta, y seis caballos, y de los indios amigos, para ser tan grande el número, no muchos. De los contrarios murieron más de docientos mill, porque no había cuento con los que mató la hambre y pestilencia.

Notaron los nuestros una cosa no digna de olvidar, que los recién muertos hedían y después no hacían gusanos, tanto que como carne momia se enxugaban en muy breve, de manera que tomando a uno por el pie le levantaron entero, como si fuera hecho de cañahexas. La causa desto se cree que era el comer poca carne o ninguna, sino era la que de cuando en cuando comían de los que sacrificaban, porque de la de los suyos siempre se abstuvieron; su cotidiana comida era tortillas y agi, comida muy enxuta y que engendraba pocos humores, y caer los cuerpos sobre tierra salitrosa. Murieron muchos nobles, porque fueron los que más porfiaron. Bebían ruin agua, mas no de la salada, porque es peor que la de la mar. Dormían entre los muertos, de cuyo hedor inficcionados morían luego, inficcionando a otros.

No menos que ellos porfiaron las mujeres, queriendo morir con sus maridos y padres, tiniendo en poco la muerte, después de haber trabajado en servir los enfermos, curar los heridos, hacer hondas y labrar piedras para tirar. Peleaban como romanas, desde las azoteas, tirando tan recias pedradas como sus padres y maridos.

Mandó Cortés que así españoles como indios saqueasen la ciudad. Los españoles tomaron el oro, plata y plumas, y los indios la otra ropa y despojo, que fue en gran cantidad, y mandó en lugar de luminarias, señal de pública alegría, hacer grandes fuegos en las calles y plazas, y fueron tan grandes que estaba la ciudad tan clara como de día.

Aprovecharon mucho tantos y tan grandes fuegos para purificar el aire, que con el hedor de tantos muertos encalabrinaba a los nuestros. Enterraron los muertos como mejor pudieron, herraron algunos hombres y mujeres por esclavos con el hierro del Rey; en México fueron pocos, y asimismo en todo el tiempo que Cortés gobernó, porque volviendo Montejo de España con el hierro del Rey, hizo junta en Sant Francisco, de letrados, e cuanto pudo estorbó no se hiciesen esclavos, y a esto (como escribe) se halló presente Fray Toribio Motolinea.



 

 

Capítulo CXCVIII

Cómo Cortés mandó guardar los bergantines, y de los pronósticos que precedieron de la destruición de México.

Hecho esto, mandó Cortés varar los bergantines en tierra, poniendo en goarda dellos a Villafuerte con ochenta españoles para que indios no los quemasen, e a toda priesa mandó hacer unas atarazanas donde hasta hoy día están guardados y tan buenos y tan enteros como estonces.

Tiene hoy la tenencia destas atarazanas y fuerza el Alcaide Bernardino de Albornoz, que también es Regidor de México, y en estas y otras cosas se detuvo Cortés cuatro o cinco días, y después pasó el real a Cuyoacán. Allí acudieron los señores y principales de las provincias que se habían hallado en el cerco y toma de México; vinieron muy de fiesta, dieron la norabuena a Cortés, alegrándose con su buen subceso; dixéronle muchas palabras de amor, ofresciéndose para cuando en otra cosa fuesen menester.

Cortés, que muy alegre estaba (que cierto no hay cosa que más contento haga al Capitán que la victoria de sus enemigos) los abrazó uno a uno, y después a todos juntos les dixo que les tenía en gran merced, así lo que por él habían hecho, como la voluntad con que de nuevo se le ofrescían, e que así él miraría de ahí adelante por sus personas y estados como por sus cosas proprias, y que estuviesen ciertos de que procuraría cuanto en él fuese con el Emperador y Rey, su señor, de favorescerlos, para que señores y vasallos, todos de ahí adelante viviesen muy contentos, libres de toda opresión y tiranía. Con esto les dixo que se fuesen a sus tierras, pues al presente no había en qué le pudiesen ayudar, porque la guerra era acabada, e que cuando la hobiese los inviaría a llamar. Con tanto, se despidieron casi todos muy contentos de lo que Cortés les había dicho y porque también iban ricos del despojo y ufanos en haber destruído a México, que tan aborrescible les era.

No son de callar los pronósticos que uno o dos años antes predescieron de la ruina y destruición de tan grande y tan temida ciudad, prueba grande de la variedad e inconstancia de la fortuna, que jamás sabe [estar] mucho tiempo en un ser.

En aquel año que México se ganó oyeron aquellos vecinos dél algunas noches gemir y llorar con muy grandes sospiros y gritos, y esto de la media noche abaxo. Despertaban los vecinos despavoridos e oían las voces lamentables e no hallaran a quien las daba, de que tenía gran congoxa e gran recelo de lo que después subcedió. Vieron en el mismo año muchas cometas en el cielo, que venían de hacia oriente e gran cantidad de mariposas, langostas y palomas torcazas que pasaban de vuelo hacia el ocidente, cosa bien nueva a los mexicanos; y en este mismo año paresce que, por remate y fin desta tan dañada religión, hubo más sacrificios que muchos años de los de atrás. Subcedió asimismo, que es lo más horrible y espantoso, que, viniendo unos indios, grandes hechiceros, de hacia la costa de la mar Océano que se dice Guatusco, hicieron delante de Motezuma muchas maneras de juegos nunca vistas, y entre otras se cortaban los pies y las manos, que parescía muy claro correr la sangre y estar apartados los miembros cortados de los otros, y los juntaban luego como si nunca los hubieran cortado, e Motezuma, por ver si era ilusión o que realmente era lo que parescía, mandó luego tomar de aquellos miembros y echarlos a cocer en agua hirviendo e que luego se los diesen, para ver sí los juntaban como de antes. Desto se enojaron e agraviaron mucho, diciendo que les daba mal pago por los servicios que le habían hecho, mas que ellos se verían vengados por gente extraña y nunca vista y que él perdería el imperio y cuando menos catase vería la laguna tinta en sangre y sus casas quemadas y asoladas; con esto se fueron. Rióse Motezuma, pero levantándose una mañana, trayéndole agua a manos, desde un corredorcillo donde se solía lavar, vio la laguna y acequias coloradas como la sangre y muchas cabezas, manos, pies y brazos cortados de indios; temorizóse mucho, acordándose de lo que los hechiceros le habían dicho, y con grande espanto e voces llamó a la gente de su guardia para que viesen lo que él había visto e vía, e venido no vieron nada más de a su señor extrañamente turbado y con mayor pena que antes, en que no viesen los demás lo que él había visto. Quedó tal de allí adelante que de ninguna cosa rescibía contento; invió a llamar a toda furia a los hechiceros; excusáronse cuanto pudieron, creyendo que Motezuma los mandara matar, pero al fin porfiados y asegurados con buenas palabras y dones, vinieron, y aunque quisieran darle algún contento, no pudieron, por ser las señales de suyo tan horrendo y espantosas. Dixéronle que en aquel año habría grandes guerras en su ciudad, con gentes nuevas, de extraño traje y vestidura, e que de la una parte y de la otra se derramaría mucha sangre, e por no desconsolarle y desmayarle más, callaron el triste subceso que este pronóstico mostraba. Mandóles Motezuma por esto relevar los tribuctos que pagaban por toda su vida y hízoles mercedes de mucha cantidad de ropa e joyas ricas, con que ellos fueron tan alegres como él quedó triste y congoxoso.

Libro sexto



 

 

Capítulo I

De un extraño caso que a Motezuma acaesció estando determinado de salirse de México.

Como Motezuma andaba ya con tan gran cuidado y tan sin contento por lo que había visto, entendiendo que en él se había de acabar el imperio mexicano, trataba consigo mismo muchas cosas, unas contrarias de otras, persuadiéndose unas veces que aquellos pronósticos habían de ser en su favor, e como el corazón le daba siempre lo contrario, desmayaba, e para no verse en tan grandes males, determinó de ausentarse, y para hacerlo de manera que de nadie fuese conoscido ni sentido, a la media noche se metió en una recámara donde tenía todas sus riquezas. Desnudóse sus ropas e vistióse un cuero de hombre, que ellos solían curar para vestirse (los que habían sido valientes y hecho cosas señaladas) en su areitos y bailes; púsose un collar de oro con mucha pedrería, e tomó un báculo de palo, con ciertos cascabeles al cabo, que solían traer sus papas, e un encensario en la otra mano, con brasas y encienso (que llaman copal). Desta manera salió sin ser sentido, tomando el camino de la calzada de Chapultepeque; no se sabe para do iba, más de que iba llorando y dando grandes sospiros, volviendo el rostro de rato en rato hacia la ciudad de México, sintiendo grandemente los males en que se había de ver.

En el entretanto el demonio, que no quería que Motezuma se ausentase de la ciudad, acordó de aparescerse a un indio, pobre pescador, que andaba con una canoa pequeña buscando mariscos, y estando cansado de andar en este exercicio, se echó a dormir sobre la misma calzada, e a media noche lo comenzó el demonio a llamar por su nombre, Quahutín; díxole que dexase de dormir e viniese luego a su llamado. Despertó el indio, e como oía la voz e no vía quién le llamaba, temió mucho y no osaba levantarse ni ir hacia donde le llamaban; el demonio le tornó a llamar más recio, diciéndole no temiese, que era uno de sus dioses y el gran dios y su señor, y que si no venía le mataría luego. El indio se animó; fue hacia do el demonio estaba; no se sabe qué figura tomó, mas de que le dixo: «Yo te tengo escogido para que me hagas un gran servicio; por tanto, sé hombre para ello, que yo te haré grandes mercedes. Motezuma ha de venir por aquí disfrazado y solo, que no le conoscerás; abrázate con él, llámale por su nombre y dile que adónde va, y procura de hacer que se vuelva diciéndole que Uchilobos está muy enojado y te mandó que cuando de su voluntad no volviese, le volvieses por fuerza, e dieses mandado a los mexicanos.» El indio dixo que así lo haría. El demonio se despidió, e de ahí a poco, aunque hacía grande obscuridad, el indio devisó a Motezuma, e ya que llegaba donde él tenía la canoa, le salió al camino; abrazólo fuertemente e díxole: «¿Dónde vas, Motezuma, que dexas la ciudad desamparada, huyendo como cobarde?; vuélvete, que el Rey y Emperador como tú no ha de hacer tan gran vileza; no dexes a los tuyos, pues ellos no te dexan a ti; ten corazón y no hayas miedo de las gentes extrañas que vienen, que en tu casa y reino estás; espera y anima a los tuyos, que placiendo a nuestros dioses, tendrás victoria.»

Motezuma se espantó mucho, porque yendo tan desconoscido le conosciesen y llamasen por su propio nombre y dixesen su pensamiento. Rogó al indio le dixese cómo se llamaba y quién le había dicho su nombre y pensamiento. El indio no curó de responderle a esto; porfióle se volviese a su casa y que en ella le diría lo que pasaba; finalmente, pudo tanto, aunque resistía mucho Motezuma, que le hizo volver, e metidos en la recámara, le contó muy por extenso lo que el demonio le había dicho y mandado. Motezuma, viendo que por ninguna otra vía podía ser conoscido y que era aquella la voluntad de Uchilobos, determinó de esperar lo que viniese; dio al indio las joyas y plumas que llevaba, mandándole que otro día volviese a su casa, y que, so pena de la vida, de lo que había pasado, no diese cuenta a nadie, porque luego sería descubierto, pues lo había sido él saliendo más secreto. El indio calló por muchos días.

Volvió luego otro día a casa de Motezuma, hablóle a solas, llamándole primero Motezuma, porque le conosció; cargóle de mucha ropa, y de pobre hombre le hizo caballero rico. Déste descienden hasta hoy ciertos indios principales que viven en el barrio de Sant Joan de México.



 

 

Capítulo II

De la diligencia que puso Cortés en saber del tesoro de México, y de otras cosas.

Tomada la ciudad (según dicho es) y cumplidos los pronósticos de su destruición, Cortés y los suyos con toda diligencia procuraron saber, así del tesoro, e que valía más de sietecientos mill ducados, que a la sazón que salieron de México habían perdido, como del que Motezuma y otros señores y los ídolos tenían; y fue cosa muy de notar que siendo el un tesoro y el otro tan grandes, con cuanta diligencia los nuestros pusieron, no pudieron hallar rastro dellos; y como Cortés y los suyos deseaban quedar ricos, en premio de sus largos y grandes trabajos, e inviar al Emperador de su quinto gran cantidad de oro y plata e joyas, para que entendiese la prosperidad de la tierra y el gran servicio que le habían hecho, a instancia de los Oficiales de la Real Hacienda, mandó Cortés dar tormento a un señor, vasallo de Guautemucín, y al mismo Guautemucín, el uno puesto frontero del otro. Era el tormento de fuego, e apretando más al vasallo que a Guautemucín, no le pudieron hacer confesar dónde el tesoro estaba, o porque no sabía dél (que esto no es muy creíble) o porque (que esto es más cierto) tienen tan gran fidelidad y lealtad los vasallos y criados a sus Reyes y señores, que primero se dexan matar que descubrir secreto que sus señores les confían; pero como el fuego le iba siempre fatigando más, volvió los ojos dos o tres veces a Guautemucín como dándole entender le diese licencia de descubrir lo que sabía, e no permitiese que acabase la vida con tan rabiosa muerte. Guautemucín, que le entendió, le miró con rostro airado e le dixo: «Caballero vil, apocado e inconstante, ¿qué me miras, como si yo estuviese en algún baño o en otro algún deleite?; haz lo que yo, pues soy tu señor.» Pudieron tanto estas palabras, que el caballero sin descubrir cosa ninguna, con gran esfuerzo y constancia acabó la vida; e paresciéndole a Cortés que era gran crueldad poner en los mismos términos a Guautemucín, le mandó quitar del tormento. Fue después Cortés acusado desta muerte en su residencia, e descargóse bastantemente con probar que el Tesorero Julián de Alderete se lo había requerido, y porque paresciese la verdad, porque muchos de los compañeros de Cortés afirmaban que él tenía usurpado el tesoro.

Finalmente, después de hechas grandes diligencias e buscándole por muchas partes, no pudieron hallar más de una gran rueda de buen oro e ciertas rodelas también de oro, con algunas piezas de artillería de las que los indios habían tomado a los nuestros con lo demás a la salida de México, que hallaron en una acequia que estaba junto a las casas de Guautemucín. Lo demás, que dicen ser de increíble prescio y estima, hasta hoy nunca ha parescido, ni se cree parescerá; de donde se colige que siendo tanto, e que no podían dexar de saberlo muchas personas, ser espantoso el secreto que estos bárbaros guardaron, pues, ni aun muriendo, lo quisieron descubrir a sus hijos.



 

 

Capítulo III

De lo que se hubo del despojo de México, y de lo que cupo al Emperador de su quinto.

Pasó Cortés a la ciudad de Cuyoacán después de haber descansado en su real cuatro o cinco días, dando orden en muchas cosas que convenían, y después que tuvo recogido el despojo de oro y plata, con parescer de los Oficiales del Rey, lo mandó fundir. Hecho esto y pesado, montó ciento y treinta mill castellanos. Repartiólos Cortés entre los que habían servido, según la calidad y méritos de cada uno. Cupieron al Rey de quinto veinte y seis mill castellanos, sin los esclavos e otras cosas muchas de plumajes, joyas, mantas de algodón ricas e algunas piedras, aunque no de mucho valor, aliende de una vaxilla de oro, labrada con piedras, en que había tazas, jarros, platos, escudillas, ollas e otras piezas de vaciadizo, harto extrañas de ver, unas como aves, otras como peces y como animales e otras como fructa y flores, todas tan al vivo, que parescían naturales, sin otras muchas joyas de hombres y mujeres e algunos ídolos e cebratanas de oro e plata, todo lo cual valía ciento e cincuenta mill castellanos, aunque otros dicen que dos tantos. Cupiéronle asimismo muchas máscaras musaicas de pedrecitas turquesas, que ni son de tumbo ni de mucho prescio; tenían algunas puntas razonables con las orejas de oro y los ojos de espejos y los dientes de hombres, sacados de algunas calavernas, muchas ropas de diversas maneras y colores, texidas de algodón y de pelos de conejo, que es del pelo de las liebres, de la barriga, que en estas partes son grandes y berrendas, aunque también de la misma parte pelan algunos conejos.

Inviaron con esto huesos de grandes gigantes, de los cuales después acá se han visto algunos, especialmente una calaverna en que cupo más de dos arrobas de agua, y aun dicen muchos (que yo no la vi) que cuatro. Inviaron tres tigres, uno de los cuales se soltó e mató dos hombres e hirió seis y se echó a la mar; mataron los otros, por excusar otro daño como el pasado.

Muchos inviaron dineros a sus parientes, e Cortés invió cuatro mill ducados a sus padres con Joan de Ribera, su secretario.

Llevaron esta riqueza Alonso de Avila e Antonio de Quiñones, Procuradores generales de México y de todo lo conquistado, en tres carabelas, los dos de las cuales que llevaban el tesoro, tomó, por gran ventaja que llevaba, un cosario francés llamado Florín, y esto más allá de las islas de los Azores, el cual casi en el mismo tiempo tomó también otra nao que iba de las islas con setenta y dos mill ducados, seiscientos marcos de aljófal y perlas y dos mill arrobas de azúcar.



 

 

Capítulo IV

De lo que con los procuradores escribió Cortés al Emperador, y de lo que de Cortés le escribió el Cabildo de México.

Con este presente (muestra clara de la fertilidad y grandeza de la tierra que había conquistado), aliende de la Relación que inviaba, escribió Cortés una muy avisada e cristiana carta al Emperador, la cual, entre otras muchas cosas que contenía (que sería largo decir) principalmente trató dos cosas: la una, de que fuese servido que, porque aquella tan fértil y populosa tierra parescía a España, fuese servido se llamase (como hoy día se llama) Nueva España; aunque, como muy bien dice Motolinea, tomando la denominación de más atrás, con mejor título se pudiera llamar la Nueva Hesperia, a imitación deste nombre que la antigua España en sus primeros tiempos tuvo, por una estrella que en esta tierra sale al occidente, que se llama Esper. La otra cosa (y en que principalmente, como era razón, hacía grande estribo) era que Su Majestad le inviase Obispos, clérigos y flaires letrados, para el asiento y conversión de los naturales y para que con más presteza se fundase en estas partes la nueva iglesia que, por la bondad de Dios, en tan pocos años como ha que esta tierra se fundó, especialmente la iglesia mexicana, de donde todas las demás han tomado dechado, ha venido en tanto aumento, que paresce a la más antigua que en Europa se ha fundado.

Vinieron luego que esto escribió Cortés doce flaires Franciscos, que por su gran bondad, vida, letra y exemplo, los nuestros los llamaron los doce Apóstoles. Hicieron gran fructo, y así los que después de su Orden y de las otras vinieron, entre los cuales, así de Prelados como de ministros, ha habido e hay notables personas, y en las iglesias catedrales muchos prebendados de grandes letras y exemplo, de todos los cuales, así flaires como clérigos, acabado de concluir la historia destas partes, si viniere al estado de la pacificación, hablaré más particularmente, porque no menos bien merescen los que sustentan lo conquistado, que los que de nuevo lo adquirieron.

Escribió también (con lo que tengo dicho) Cortés, y muy largo y con muy encarescidas palabras, el gran servicio que sus vasallos españoles en la conquista deste Nuevo Mundo le habían hecho, lo mucho que merescían, la fidelidad que habían guardado, los grandes trabajos que habían padescido, la sangre que habían derramado, la firmeza y constancia que habían tenido, y cómo con el favor de Dios habían hecho más que hombres, y que por esto y por otras muchas razones eran merescedores de que Su Majestad los ennoblesciese mucho, honrase y perpectuase en parte de lo que habían ganado.

No fue oculto lo que Cortés escrebía a los Cabildos de las Villas que ya estaban fundadas, que por no ser desagradescidos a su caudillo y Justicia mayor, despacharon luego con los mismos Procuradores cartas para el Emperador, suplicándole mandase dar asiento en tierra tan buena, de suerte que los grandes servicios de Cortés y los suyos fuesen remunerados, afirmando, como ello era, que ningún Capitán griego ni romano había ganado tanta ni tan populosa tierra como Cortés, ni ennoblescido e illustrado tanto su tierra y nasción. Estas cartas y las que Cortés escribió, como iban duplicadas, aunque el cosario tomó los dos navíos, llegaron a España; pusieron en gran admiración a los que las leyeron e oyeron, e así movieron a muchos a que dexadas sus tierras, se viniesen a ésta, donde los que han trabajado y vivido virtuosamente se han aventajado de como estaban en las suyas.



 

 

Capítulo V

Cómo fue preso Alonso de Avila y llevado a Francia, y del gran ánimo que tuvo un año entero con una fantasma que de noche se echaba en su cama.

Memorable cosa es y digna de la grandeza desta historia referir lo que a Alonso de Avila, que iba por sí apartado de su compañero, por si algo subcediese, como subcedió, le acontesció, el cual apartado del otro navío, topó, saliendo de las islas de los Azores, con Florín, francés, cosario, de quien atrás tengo hecha mención, el cual, como venía a robar traía gente y artillería con que aventajarse a los que iba a buscar. Dixo luego (como el que iba con ventaja) a Alonso de Avila, que amainase y se rindiese. Alonso de Avila, como era valeroso, aunque conosció la ventaja, se puso en defensa; peleó gran rato, matáronle los contrarios cinco o seis de los compañeros, que pocos o ninguno quedaron con él, y aun dicen por más cierto que sólo un criado suyo. Entró el cosario en el navío, haciendo Alonso de Avila en defensa dél todo lo que pudo y era obligado, y como era hombre de muy buena persona e iba bien tratado, pretendiendo el cosario más su rescate que su muerte, no le mató, como pudiera, antes le hizo buen tratamiento, diciéndole que era usanza de guerra que el Capitán vencedor vendiese al Capitán vencido, porque hoy era la victoria de uno y mañana de otro, y como vio luego la gran riqueza que en el navío había, creyendo ser de Alonso de Avila, no contentándose (según es grande la cobdicia humana) con lo que presente vía, tiniendo ojo al gran rescate que por hombre tan principal podía pedir, se volvió luego a Francia, donde dixo que traía un gran señor preso. El Rey lo mandó poner en una fortaleza a gran recaudo, donde no solían estar presos sino señores, y pensando ser tal, pidieron por él cuatrocientos mill ducados.

Estuvo tres años enteros preso en aquella fortaleza, aunque bien tratado, pero guardado con gran diligencia, por que no se fuese; y el primer año, casi desde el primero día que en aquella fortaleza entró, todas las noches sin faltar ninguna, después de apagadas las velas, de ahí a poco, sentía abrir la cortina de su cama y echarse a su lado una cosa que, al parescer del andar e abrir la cama, parescía persona; procuró las primeras noches de abrazarse con ella, y como no hallaba cuerpo, entendió ser fantasma. Hablóla, díxola muchas cosas e conjuróla muchas veces, y como no le respondió, determinó de callar y no dar cuenta al Alcaide ni pedirle otro aposento, porque no entendiese que hombre español y caballero había de tener miedo.

Pasados ya muchos días que, sin faltar noche, le acontesció esto, estando una tarde sentado en una silla, muy triste y pensativo, se sintió abrazar por las espaldas, echándole los brazos por los pechos; le dixo la fantasma: «Mosiur, ¿por qué estás triste?» Oyó la voz e no pudo ver más de los brazos, que le parescieron muy blancos, e volviendo la cabeza a ver el rostro, se desaparesció.

A cabo de un año que esto pasaba, viendo el Alcaide por la conversación que con él y con otros caballeros tenía, que podía fiarse ya algo dél, consintió que un clérigo que mucha se había aficionado a Alonso de Avila, quedase a gran instancia suya a dormir aquella noche en el aposento, donde hecha la cama, frontero de la de Alonso de Avila, apagadas las velas e cansados ya de hablar, ya que el clérigo se quería dormir, sintiendo que persona, abriendo las puertas, entraba por el aposento, habiéndolas él cerrado por sus manos, y que abría la cortina y se echaba en la cama, despavorido y espantado desto, levantándose con gran presteza, abrió las puertas y salió dando grandes voces; alteró la fortaleza; despertó al Alcaide, el cual acudió con la gente de guarda, pensando que Alonso de Avila se huía. Llegado el Alcaide, el clérigo pidió lumbre, diciendo que el demonio andaba en aquel aposento. Metida una hacha encendida, no se halló cosa más de a Alonso de Avila en su cama, el cual, sonriéndose, contó lo que le había pasado un año continuo, y la causa por qué había callado. Maravillóse mucho el Alcaide y los que con él venían, y tuvieron de ahí adelante en más su persona, y así miraban por él con menos recato.



 

 

Capítulo VI

De lo que más subcedió, y cómo Alonso de Avila fue rescatado.

Mucho pesó después a Alonso de Avila de haber descubierto lo que había pasado, porque jamás sintió la fantasma, y como le había abrazado y hablado tan amorosamente, pensó que a no haber descubierto el secreto, le dixera alguna cosa en lo tocante a su prisión, en la cual estuvo dos años después, porque no había tanto dinero como el que pedían para ser rescatado y no se querían los franceses acabar de desegañar, creyendo siempre que era algún gran señor y no un particular caballero. Salió algunas veces con licencia del Rey a exercicios de guerra, donde se señaló mucho; tenía muchos amigos por su gran bondad y valor, aunque también no le faltaban émulos, que de los unos y de los otros (según halla los pechos) suele ser causadora la virtud. Supo bien la lengua francesa, y de ninguna cosa le pesaba más en su prisión que de no tener que gastar, en lo cual le paresce harto su subcesor y sobrino Alonso de Avila, Regidor desta ciudad.

Pasados casi tres años de su prisión, subcediendo entre españoles y franceses aquella memorable batalla de Pavía, donde rotos los franceses, su Rey Francisco de Valois con muchos señores y caballeros fue preso, y así, por concierto y conveniencia fueron resgatados caballeros franceses por caballeros españoles, desta manera salió de la prisión Alonso de Avila.

Vino a España, hízole el Emperador mucho favor, volvió por su mandado a la Nueva España, y como ya México y las demás provincias a ellas comarcanas estaban ya pacíficas y de paz, apetesciendo mayores cosas, renunció los pueblos que tenía en encomienda por sus servicios, en su hermano Gil González de Avila; y como estonces era tan señalada la conquista de Guautemala, aunque estaba muy lexos, fue a ella, donde se señaló como siempre mucho, donde después de pacificada se le dio repartimiento de indios.



 

 

Capítulo VII

Cómo ganada México, no tiniendo Cortés pólvora para conquistar las demás provincias, invió diversas personas por azufre, y de lo que con Montaño y Mesa pasó.

Ganado ya México y despachados los procuradores, como está dicho, Cortés se retiró a Cuyoacán, donde se comenzó a informar de los reinos y provincias que quedaban por conquistar, y como para tan alto y engrandescido pensamiento, era menester pólvora, sin la cual no se podía hacer la guerra, porque la que había traído y la que le había venido se había acabado, pensaba, como el que tan gran máquina traía sobre sus hombros, qué modo tendría para socorrer a tan estrecha nescesidad; e así, parte por la nescesidad (que es maestra de ingenios), como porque era muy sagaz, dio en que no podía dexar de haber azufre en el volcán, que está doce leguas de México, de que atrás tenemos hecha mucha mención, por el grande humo y fuego que dél vía salir muchas veces; y como el principal material para la pólvora era el azufre, llamó a algunas personas de quien para aquel efecto tenía crédicto; rogóles subiesen al volcán, e díxoles que si le traxesen azufre, serían dél muy bien galardonados, los cuales fueron, y como la subida era tan agria y tan larga, se volvieron sin hacer nada, desconfiados de que ellos ni otros podrían subir. Fue cosa que a Cortés dio gran pesar, pero como la nescesidad le forzaba a no dexar cosa por probar, llamó a Montaño y a Mesa, su artillero, a los cuales dixo así: «Amigos y hermanos míos: Ya sabéis que no tenemos pólvora, y que sin ella ni nos podemos defender, ni conquistar un mundo, nuevo que nos queda, de que podamos ser señores, y nuestros descendientes para siempre queden ennoblescidos; temo en gran manera que los indios, así amigos como enemigos, sepan la falta que de pólvora tenemos, porque a sola el artillería y los caballos temen como furia del cielo. También sabéis los muchos hombres que he inviado a que suban al volcán, para traer azufre, que no puede dexar de haberlo, que no solamente no han hecho nada, pero desmayan a mí e a los demás, como si hubiese cosa en el mundo tan dificultosa que hombres de seso y esfuerzo no la puedan acabar. Quien no hace más que otro, no meresce más que otro. Disponeos, os ruego, a este negocio, que el ánimo me da que habéis de salir con él y que habéis de ser confusión de los que han ido y de los que los han creído y, lo que tengo en más, que habéis de ser instrumento para que por vuestra industria, Dios mediante, salgamos con el mayor negocio que españoles han emprendido. Visto os habéis en grandes peligros, y mayores son los que nos quedan si nos falta la pólvora, porque los amigos y enemigos se volverán contra nosotros, sabiendo que con el artillería y escopetas no los podemos ofender. En vosotros, después de Dios, está conservar lo ganado y el adquerir grandes reinos y señoríos; por tan grandes premios, bien se sufre aventurar las vidas, que no podemos dexar de perder si vosotros con gran firmeza, no aventuráis las vuestras, que volviendo con ellas (como espero en Dios) y trayendo recaudo, yo os mejoraré entre todos los demás, como tan notable servicio merescerá.»

Dichas estas palabras, con las cuales encendió los pechos de los dos, respondiendo Montaño por ambos, le dixo: «Señor: Visto tenemos lo que nos habéis dicho, e nosotros de nuestra voluntad nos queríamos ofrescer a ello, e aunque otros han ido tan bastantes y más que nosotros, estad cierto que estamos determinados de tomar este negocio tan a pechos, que o habemos de traer recaudo, o quedar allá muertos, porque donde tanto va, como, señor, habéis dicho, y nosotros entendemos, bien se emplearán las vidas.»

Cortés no lo dexó pasar adelante; abrazólos con gran regocijo, agradesciéndoles mucho el ofrescimiento y prometiéndoles grandes mercedes. Movió a Cortés llamar a Montaño saber que había subido en la isla de Tenerife al volcán que en ella hay, que se llama el Pico de Teida, e que había dicho que en él había gran cantidad de azufre, y que pues se había atrevido sin interese alguno a subir allí, que mejor lo haría acá, donde tanto a él y a los demás importaba.



 

 

Capítulo VIII

Cómo Montaño y Mesa e otros compañeros se adereszaron para subir al volcán, y de lo que al principio les subcedió.

Luego con toda presteza se adereszaron los dos para la partida, llevando consigo tres compañeros, uno de los cuales se decía Peñalosa, Capitán de peones, y el otro Joan Larios. Tomaron treinta y seis brazas de guindalesa en dos pedazos, que pesaban dos arrobas, y un balso de cáñamo para entrar en el volcán, e cuatro costales de anjeo, aforrados en cuero de venado curtido, en que se traxese el azufre. Fuése Cortés con ellos hablando hasta salir de la ciudad de Cuyoacán, donde estaba asentado el real; díxoles muchas y buenas palabras, viendo en ellos la buena gana y determinación con que iban. Llegaron aquel día antes que anochesciese, a la provincia de Chalco; hicieron noche en un pueblo que se dice Amecameca, que está dos leguas de la halda del volcán, y otro día partieron para ir encima del puerto, porque desde él comienza la subida para el volcán. Fueron con ellos muchos señores y principales de aquellas provincias, acompañados de más de cuarenta mill hombres, por ver si eran otros de los que antes habían pasado y vuelto sin hacer nada, y como vieron que eran otros, determinaron de hacer sus ranchos alderredor del volcán, para ver si aquellos españoles eran tan valientes que hiciesen lo que todos leos otros no habían hecho, ni ellos jamás, habían visto ni oído.

Montaño y los otros sus compañeros, acordando de subir aquel mismo día, anduvieron mirando por donde mejor podrían subir, y siendo poco más de mediodía, encomendándose de todo corazón a Dios, llevando a cuestas las dos guindalesas, el balso y costales e una manta de pluma, que los indios llaman pelón, para cubrirse con ella donde la noche los tomase, comenzaron a subir mirándolos infinidad de indios, abobados y suspensos, diciendo entre sí diversas cosas, desconfiando los unos y teniendo confianza los otros. En esto, y habiendo subido la cuarta parte del volcán con muy gran trabajo, aunque con muy gran ánimo, les tomó la noche, y como en aquel tiempo y en aquel altura era tan grande el frío que no se podía sufrir, pensando si se volverían a baxar a tener la noche en lo más baxo del volcán, acordaron de abrir el arena y hacer un hoyo donde todos cupiesen, e tendidos y cubiertos con la manta pudiesen defenderse e del frío, e así, a una, desviando el arena hasta en hondura de dos palmos, e dieron luego en la peña, de que es todo el volcán; salió luego tan gran calor y con él tan gran hedor de azufre, que era cosa espantosa, pero como era más insufrible el frío que el calor y hedor que salía, tendiéndose todos juntos, tapando las narices, calentaron, y no pudiendo ya más sufrir el calor y el hedor, levantándose a la media noche, acordaron de proseguir la subida, que era tan dificultosa que a cada paso iban ofrescidos a la muerte.



 

 

Capítulo IX

Cómo prosiguiendo la subida del volcán, uno de los compañeros cayó en un ramblazo, e cómo otro dellos se quedó en el camino desmayado, e cómo esperaron allí hasta que vino el día.

Y así como iban a escuras y los hielos eran grandes, deslizando uno de los compañeros, cayó en un ramblazo, más de ocho estados en alto, e vino a encaxarse en medio de unos grandes hielos de carámbanos tan duros como acero, que a quebrarse fuera rodando más de dos mill estados abaxo; dióse muchas heridas, comenzó a dar grandes voces a los compañeros, rogándoles que le ayudasen. Los compañeros acudieron con harto riesgo de caer; echáronle la guindalesa con una lazada corrediza, que con mucha dificultad metió por debaxo de los brazos e con muy mayor, ayudándose con los pies e las manos e diciendo que tirasen, le pudieron sacar, lleno de muchas heridas. Viéndose así, desta manera, casi perdidos, no sabiendo qué hacerse, porque de cansados no se podían menear, encomendándose a Dios, determinaron de no pasar adelante, sino esperar que amanesciese, que a tardar algunas horas más de salir el sol, no quedara hombre vivo, según ya estaban helados del grandísimo frío que hacía. En el entretanto, vueltos los rostros los unos a los otros, con el vaho de la boca calentaban las manos, haciéndose calor los unos a los otros, tiniendo los pies y piernas tales que no los sentían de frío.

Salido el sol, esforzándose lo mejor que pudieron, comenzaron a proseguir la subida, e a cabo de media hora poco más salió gran humareda del volcán, envuelta con gran fuego; despidió de sí una piedra encendida, del tamaño de una botija de una cuartilla; vino rodando a parar donde ellos estaban, que paresció inviársela Dios para aquel efecto; pesaba muy poco, porque con la manta la detuvieron, que a tener peso, según la furia que llevaba, llevara tras sí al que la detuviera. Calentáronse a ella de tal manera que volvieron en sí; tomando nuevo esfuerzo y aliento (como suelen españoles con pequeño socorro) prosiguieron la subida, animándose e ayudándose unos a otros, y no pudieron tanto perseverar en el trabajo, que el uno dellos de ahí a media hora no desmayase. Es de creer que debía de ser el que cayó. Dexáronle allí los demás, diciéndole que se esforzase, que a la vuelta volverían por él, el cual, encomendándose a Dios, porque le parescía que ya no tenía otro remedio, les dixo que hiciesen el deber, que poco iba que negocio tan importante costase la vida a alguno. Ellos fueron subiendo, aunque con pena, por dexar al compañero, e a obra de las diez del día llegaron a lo alto del volcán, desde lo alto de la boca del cual descubrieron el suelo, que estaba ardiendo, a manera de fuego natural, cosa bien espantosa de ver.

Habrá desde la boca hasta donde el fuego paresce ciento y cincuenta estados. Dieron vuelta alderredor, para ver por dónde se podría entrar mejor, y por todas partes hallaron tan espantosa y peligrosa la entrada, que cada uno quisiera no haber subido, porque estaban obligados a morir, según habían prometido, o no volver donde Cortés estaba; y como en los hombres de vergüenza puede más el no hacer cosa fea, que el peligro, por grande que sea, determinaron, por no echar la carga los unos a los otros, de echar suertes cuál dellos entraría primero. Cúpole la suerte a Montaño, lo cual, cómo entró y lo que hizo, se dirá en el capítulo que se sigue.



 

 

Capítulo X

Cómo Montaño entró siete veces en el volcán, y la cantidad de azufre que sacó, e cómo entró otro e asimismo sacó azufre, y cómo el Montaño anduvo buscando por dónde pudiesen todos decendir.

Entró, pues, Montaño, colgado de una guindalesa, en un balso de cáñamo, con un costal de anjeo, aforrado en cuero de venado, catorce estados dentro del volcán; sacó de la primera vez casi lleno el costal de azufre, y desta manera entró siete veces hasta que sacó ocho arrobas y media de azufre. Entró luego otro compañero, y de seis veces que entró sacó cuatro arrobas poco más, de manera que por todas eran doce arrobas, que les paresció que bastaban para hacer buena cantidad de pólvora, y así determinaron de no entrar más, porque, según me dixo Montaño, era cosa espantosa volver los ojos hacia abaxo, porque aliende de la gran profundidad que desvanecía la cabeza, espantaba el fuego y la humareda que con piedras encendidas, de rato en rato, aquel fuego infernal despedía, y con esto, al que entraba, para aumento de su temor, le parescía que o los de arriba se habían de descuidar, o quebrarse la guindalesa, o caer del balso, o otros siniestros casos, que siempre trae consigo el demasiado temor.

Estaban todos muy contentos, porque, libres deste miedo, se apercebían para descendir, pero luego se les recresció otro grave cuidado, acompañado de harto temor, que era buscar la baxada, la cual era muy peligrosa (aunque no hubieran de baxar cargados). Para esto entraron en su acuerdo e determinóse Montaño de dar una vuelta a la boca del volcán en el entretanto que los compañeros hacían los costales, e andando con gran cuidado, de ahí a poco volvió a los compañeros; visto que no había senda ni baxada cierta, les dixo que para descendir con menos peligro, lo mejor era baxar rodeando el volcán, aunque desta manera se detendrían mucho más. Parescióles bien a todos, y así cada uno se cargó de lo que pudo llevar, sin dexar cosa alguna; descendieron con gran tiento, porque casi a cada paso había despeñaderos, dexándose ir de espaldas muchas veces, con la carga sobre los pechos, deslizándose hasta topar donde parasen con los pies. Anduvieron desta manera gran espacio, viendo muchas veces la muerte a los ojos, por los pasos peligrosísimos que de rato en rato topaban, reparando y tratando por dónde sería mejor descendir, y algunas veces eran forzados dar la vuelta atrás o hacerse a un lado o a otro, porque de otra manera estaba la muerte cierta.



 

 

Capítulo XI

Cómo por gran ventura toparon con el compañero, que había quedado desmayado, y del gran contento que él y ellos en toparse rescibieron, y cómo acabaron de descendir, y del espanto de los indios.

Andando aquellos atrevidos hombres en estos términos, vinieron a parar adonde habían dexado el compañero desmayado, el cual, aunque ya estaba desconfiado de la vida, ocupado solamente en pedir a Dios perdón de sus pecados, en el ruido y habla de los compañeros, no creyendo que era verdad, sino que lo soñaba, les dixo primero que ellos le hablasen: «¿Son mis compañeros los que vienen?», respondiéndole ellos: «Somos», replicó él: «Bendicto sea Dios, que hoy he nascido.» Pararon todos un rato, y cierto, con grande alegría, dando gracias a Dios que así los había guiado. Desta manera prosiguieron su embaxada, ayudándole los compañeros a veces, que lo había bien menester, por que no tenía fuerzas para más que alegrarse, por verse entre sus compañeros. Fue tan grande el espanto que aquella noche rescibió de cosas que o las vía o las imaginaba (tanto puede la imaginación), que en muchos días después (según Montaño me dixo), no acabó de volver en sí.

Desta manera, a las cuatro horas de la tarde, siendo mirados de gran multitud de indios que los estaban esperando, llegaron al pie del volcán. Corrieron a ellos con muy grande alegría los caciques y la demás gente que con ellos estaba; diéronles allí luego de comer, porque desde el día antes por la tarde hasta estonces no habían comido bocado. Acabado que hubieron de comer, a cada uno pusieron en unas andas, e los costales de azufre dieron a los indios de carga. Lleváronlos en hombros, como acostumbraban a los grandes señores, acompañándolos por la una parte y por la otra muchos indios, que algunas veces tropezaban e caían unos sobre otros por irlos mirando a la cara, espantados de que hubiese hombres de la figura y faición dellos, que hubiesen hecho una cosa tan espantosa, nunca hasta estonces jamás vista ni oída, y así lo sería ahora, porque nadie ha llegado más de hasta la mitad del volcán.

Anduvieron seis leguas hasta llegar a un embarcadero, donde se metieron en canoas con gran cantidad dellas, que los acompañaban. Vinieron a amanescer a la ciudad de Cuyoacán, donde el General tenía asentado su campo, el cual ya tenía nueva por muchos mensajeros que los señores le habían hecho, del buen recaudo que los suyos traían y de lo mucho que habían trabajado, y como el que sabía (para animar a otros) agradescer los trabajos, saliólos a rescebir fuera de la ciudad. Abrazólos, agradescióles mucho lo menos que habían hecho, prometióles de gratificárselo muy bien diciéndoles que habían hecho mucho más de lo que pensaba, porque habían sido causa, así de dar a entender a los indios amigos y enemigos que no había cosa imposible a los españoles, como del quitarles el atrevimiento y osadía en que estaban ya puestos de levantarse contra los nuestros, por la falta de la pólvora, con que principalmente se había de hacer la guerra y sustentar lo ganado. Ellos, como victoriosos, entendiendo de su Capitán que su servicio y trabajo era tan grato, dando por bien empleado lo que habían padescido, olvidados (como las que paren) del peligro pasado, se ofrescieron de nuevo a otro que tan grande o mayor fuese (que esta es la condisción y propiedad del ánimo español). Cortés los tornó a abrazar, admirado de que no habiendo acabado de descansar, se ofresciesen a nuevos trabajos.

Con estas pláticas y otras, alegres y regocijadas (cuales suelen tratarse de negocios peligrosos que tienen dichosos y bien afortunados fines) llegaron a la ciudad de Cuyoacán, donde, así de los demás españoles que en su guarda quedaron, como de los indios, fueron alegremente rescebidos, mirados y tratados, como hombres que habían hecho lo que apenas de hombres se podía esperar. Mandó Cortés les diesen de cenar y que se les hiciese para en aquel tiempo todo el regalo posible. Mandó apurar y afinar el azufre; quedó en diez arrobas y media; hízose dél tanta cantidad de pólvora que bastó para acabar de ganar la mayor parte de las provincias de la Nueva España, porque en el entretanto acudió provisión desta munición y de otras.

Díxome Montaño muchas veces que le parescía que por todo el tesoro del mundo no se pusiera otra vez a subir al volcán y sacar azufre, porque hasta aquella primera vez le parescía que Dios le había dado seso y esfuerzo, y que tornar sería tentarle; y así, hasta hoy jamás hombre alguno ha intentado a hacer otro tanto, de donde, como otras veces tengo dicho, se puede bien entender haber sido la conquista deste Nuevo Mundo milagrosa, y por esto los que le conquistaron dignos de gran premio y de otro coronista de mayor facundia que la mía.



 

 

Capítulo XII

De la orden y diligencia que Cortés tuvo y puso para asegurar lo que había ganado, y saber lo que quedaba por ganar.

Hecho Cortés señor de México y seguro que ya no le podía faltar pólvora, por la mucha cantidad que del azufre se había hecho, no ensoberbeciéndose nada por la gran victoria que había alcanzado, porque suele ser antigua querella de la próspera fortuna mudar la condisción a los que favoresce, antes se dio tan buena maña que a los que más le temían, viéndole ya tan señor, hizo mejor tratamiento y aventajó en mercedes, porque sabía que para dar el vuelo que pretendió y consiguió, le era nescesario estribar sobre los hombros de sus compañeros, y fuele tan natural el hacer bien esto, que con los indios amigos y enemigos se hubo de la misma manera, y así entre los amigos que le habían ayudado repartió gran cantidad de cacao, mantas y otros bastimentos, e a los Capitanes e a los que como valientes se señalaron dio ricas rodelas, plumajes, brazaletes e otras joyas con que mucho los obligó, e por asegurar su juego, a los que tenía presos, hizo mercedes e invio a sus tierras, haciendo mensajeros a los pueblos que no le habían sido muy amigos, diciendo a los señores que ya él, en nombre del gran señor de los cristianos, el Emperador, había conquistado y ganado la gran ciudad de México, cabeza del imperio índico, y que los más de los pueblos comarcanos le obedescían y servían, y que haciendo ellos esto, los tratarían como a hermanos, donde no, que supiesen que para no ser asolados no tenían defensa y que sin que él hiciese más que mandarlo, sus mismos vecinos los destruirían.

No fueron menester mucho estos mensajeros, porque con la nueva de la victoria, los más de los señores de las provincias y pueblos inviaron sus mensajeros, y algunos dellos vinieron ofresciendo amistad y suplicando a Cortés se sirviese de sus personas y haciendas contra los que no le obedesciesen. Cortés los rescibió alegremente y dio de las cosas que tenía, para más atraerlos a sí e asegurar lo mucho que había hecho e lo mucho que pensaba hacer. Repartió entre sus soldados, a cada uno conforme a la calidad de sus servicios y persona, muchas preseas, oro y plata, con que los más quedaron muy contentos, aunque nunca le faltaron quexosos, o porque pedían más de lo que merescían, o porque un hombre, por bastante que sea, no puede contentar a todos (que esto trae consigo la fragilidad humana).

Repartió Cortés sus Capitanes y gente; mandóles poblar ciertas villas y él no quiso (porque era la fuerza de todo el resto) salir de México, de donde regía, gobernaba y proveía lo que convenía hacerse; trató de inviar Capitanes, como adelante diré, a provincias remotas, como a Pánuco, a Guatemala e Honduras, con instrucciones muy católicas, cuyo principal motivo era que gentes tan bárbaras conosciesen un solo y verdadero Dios. Despachó mercaderes indios que, como mensajeros, iban seguros por donqueriera que entraban, para que le traxesen razón de las provincias y reinos que viesen, de los cuales supo poco, o porque no volvían, o porque no acertaban a entrar por donde había poblaciones, aunque supo de ciertos indios que hacia el Norte había grandes poblaciones; quisieron decir lo que ahora se va descubriendo de la provincia de Copala o de la tierra de la Florida, de quien tantas cosas se han dicho y tan pocas se han visto; de cuyo descubrimiento y conquistas diré en su lugar.

Supo de una provincia que se dice Zacatecas, que tenía gentes extrañas y que muchos negros de los que de los españoles se habían huido estaban entre ellos e que habían puesto cruces; pero esto y lo de Copala no pudo ser luego que Cortés ganó a México, porque estonces no había negros, ni aún habían acudido españoles. E porque así de Copala como de Zacatecas pienso hablar muy largo en su tiempo y lugar, continuaré lo que Cortés, con ánimo invencible, fue haciendo; el cual, viendo que los indios mercaderes le habían traído poca razón, invió a un español que se llamaba Villadiego, que sabía la lengua medianamente, con algunos indios amigos, para que con las cosas de rescate que llevasen, fuesen descubriendo tierras y conosciendo gentes, para volver con la razón de lo que viesen, dándoles por instrucción que topando con alguna nueva gente no pasasen adelante, sino que viendo bien su tierra, trato y comunicación, le diesen luego nueva dello; pero ellos hicieron la ida del cuervo, porque jamás volvieron ni se supo dellos, como si nunca fueran. Créese, por la grande enemistad que los indios tenían a nuestra nasción, que los mismos que acompañaron al Villadiego le mataron, e que ellos por no poder dar buena cuenta dél, se metieron la tierra adentro, donde nunca más parescieron.



 

 

Capítulo XIII

Cómo un español acaso descubrió la provincia de Mechuacán, e de cómo Cortés invió a Montaña con otros españoles allá.

Antes desto, o muy poco después, queriéndolo así la buena ventura de Cortés, yendo un español con ciertos indios amigos a recoger gallinas para proveer el exército (llámase el español Porrillas), hombre gracioso y de buen ánimo, muy querido de los indios, los moradores del pueblo de Matalcingo, poco a poco le llevaron, recogiendo gallinas, hasta llegar a la raya de la provincia de Mechuacán, adonde ningún español había llegado, porque por muchos días después de ganado México ninguno salió de la ciudad más de hasta Chapultepec, porque así convenía, hasta tener noticia de alguna provincia. Los de aquella raya holgaron mucho de ver al español; miráronle con gran cuidado, tocándole con las manos, como a cosa nunca vista, representándoseles que muchos como aquel eran bastantes para vencer y subjectar mayores ciudades que las de México, e por señas y por la lengua le preguntaron muchas cosas, a las cuales él respondió, poniéndolos en gran admiración. El les preguntó qué tierra era la que tenían atrás e qué gente la moraba, y después que hubo sabido muchas cosas, les preguntó si tenían plata y oro, y ellos, en testimonio de que la tenían, le dieron alguna labrada, y para que viesen más por extenso lo que el español les había dicho le dieron dos indios, prometiendo él que los trataría muy bien e que volverían muy presto. Los indios fueron muy contentos.

Llegado que fue con ellos donde Cortés estaba, fue muy bien rescebido, porque con la relación de lo que él tanto deseaba, traía consigo hombres de aquella tierra, a los cuales él mandó tratar muy bien e que los traxesen por todo el real, para que viesen la gente, armas, artillería y caballos, mandando que delante dellos escaramuzasen algunos de caballo e disparasen dos o tres escopetas, de que ellos no poco se espantaron. Finalmente, hechas estas diligencias, les dio muchas cosas de resgate, e por la lengua les dixo que como los cristianos eran muy valientes y espantosos contra sus enemigos, así amaban y querían mucho a los que se les daban por amigos, defendiéndolos e amparándolos en sus peligros y nescesidades, y que así haría con todos los de su nasción y que presto los iría a ver y enseñar cuán errados habían vivido los que adoraban dioses y sacrificaban hombres, y que con esto se podían ir en buen hora a su tierra e que hasta allá irían con ellos algunos indios mexicanos o los que ellos quisiesen, si éstos, por ser generales enemigos de todas las provincias, no los querían. Ellos, por extremo alegres de lo que habían visto, y del tratamiento que habían rescebido, le besaron las manos, diciendo que no querían mexicanos; tomaron tlaxcaltecas en su compañía. Destos dos indios supo el Cazonci, señor de Mechuacán y mortal enemigo de Motezuma, el discurso de lo pasado, lo cual fue causa de que, como diré, inviase a Cortés sus embaxadores. Cortés, con la nueva que tuvo de aquellos dos indios, determinó de inviar a llamar a Montaño y sus compañeros, como hombres que tenían ya en el negocio pasado tan bien probado su intención; díxoles que él los quería inviar a que descubriesen la provincia de Mechuacán y la de las Amazonas, que los indios llaman Ciguatlán, y que les daría veinte señores indios con un intérprete que sabía tres lenguas, mexicana, otomí y tarasca, que ésta era y es la que los indios de aquella provincia hablan; dióles muchas cosas de rescate, para que con ellas tuviesen entrada en aquella tierra; rogóles que procurasen ver y hablar al señor della y tratar con él amistad y ver desimuladamente la multitud de la gente, las armas, fuerzas, contrataciones, fertilidad y disposición de la tierra, y que pudiendo hablar despacio con el señor, le diesen razón de quién era el Emperador de los cristianos y el Sumo Pontífice, y de que él venía, a hacer bien y no mal e desengañarlos de muchas cosas en que estaban ciegos y que, por no haber querido los mexicanos rescebir tanto bien, había querido el gran Dios de los cristianos destruirlos y asolarlos, como haría con todos los que los imitasen. Prometió con esto a Montaño y a sus compañeros, si traían buen recaudo, de hacerles grandes mercedes, y luego, delante dellos por la lengua dixo muchas cosas a los veinte señores, y entre otras lo que principalmente les rogó y encargó fue que yendo con aquellos cristianos, que eran muy valientes y hermanos suyos, los sirviesen e guardasen y que nunca los dexasen, porque desto rescibiría él gran contento y le pondrían en obligación de que, volviendo, los haría mayores señores, y como para aquel negocio el intérprete era tan importante, aunque era hombre de baxa suerte, le encargó mucho que en las demandas y repuestas dixese y tratase toda verdad, y que si se viese con el señor de aquella provincia, como testigo de vista le contase el poder de los cristianos y cuán bien le estaría darse por vasallo del Emperador dellos. Después de haberle instruido en esto y otras cosas (viendo lo que acerca de todos los hombres el premio mueve), le prometió de hacerlo caballero y señor de un pueblo (como después lo hizo).



 

 

Capítulo XIV

De lo que Montaño y los demás respondieron a Cortés, y cómo se despacharon y partieron.

Montaño y sus compañeros, como habían hecho lo que era más, muy contentos de hacer lo que era menos, por obligar más a Cortés (o por mejor decir, al Emperador) respondieron diciendo que no solamente aquello, pero todo lo demás que se ofresciese en servicio de Dios y de su Rey lo harían hasta perder la vida; que les diese cosas de rescate y que luego se querían partir, porque en la tardanza no hubiese riesgo. Cortés los abrazó y se lo agradesció mucho, tornándoles a decir que tan buenos servicios no perderían galardón; dióles luego cosas de rescate y esperó lo que los veinte señores responderían, de los cuales el más anciano, que siempre se tuvo entre ellos este respecto, respondiendo por sí y por los demás, aunque dixo muchas cosas (que en esto son prolixos), la suma fue que todo, como lo mandaba, harían y cumplirían sin discrepar en cosa, y porque la obra lo magnifestaría, no le querían encarescer de presente el amor grande que ellos le tenían y lo mucho que lo deseaban servir, y que por el ofrescimiento que les hacía, que volviendo los adelantaría en mayores estados, le besaban los pies, y que sin tan gran merced estaban obligados a servirle en cosas muy mayores y de más peligro que aquella que les mandaba.

Cortés les agradesció mucho la buena repuesta, e por inviarlos más contentos les dio algunas cosas, y lo mismo hizo al intérprete, el cual, agradesciendo la merced presente (que era prueba de la que esperaba) respondiendo a lo que Cortés con tanto cuidado le había encargado, le dixo: «Señor, son tan buenas las obras que nos haces, que aunque yo no tuviera gana de servirte, me obligas y fuerzas a que no pase de cosa que mandares el secreto y fidelidad que debo guardar en declarar lo que me dixeren y responder lo que tus compañeros mandaren; miraré con tanto cuidado y diligencia, como si mis dioses me lo mandasen y por quebrantar cualquiera cosa hubieran de abrasarme vivo, inviando fuego del cielo, y así por ellos te prometo que en breve por las obras veas cómo no he sido largo en las palabras.» Cortés, tornando a repetir lo que le había prometido, le dixo que él estaba muy cierto de aquello, y que así lo fuese él, que en volviendo sería señor de un muy buen pueblo, y que de vasallo y pechero le haría señor de vasallos y pecheros a quien mandase, porque no todos los señores heredaban señoríos sino que muchas veces muchos los venían a alcanzar y conseguir por el gran valor de sus personas y por notables hechos que en servicio de sus Reyes hobiesen hecho, y que esta era la mejor entrada para conseguir honra y estado para sí y para sus descendientes, al revés de lo que a algunos subcedía, que de grandes estados, por sus vicios y maldades, vinieron a perderlos y dexarlos apocados y a sus hijos con ellos.

Todas estas palabras paresció a Cortés que convenía decir [a] aquel intérprete, porque era de buen entendimiento y había entendido dél que aspiraba a mayores cosas, y con esto lo encendió con ofrescimiento tan debido y con palabras que tanto le animasen, a lo cual todo replicó el intérprete que no tenía más que decir que lo dicho, y que ya se le hacía tarde para ir a cumplir lo que su Merced le mandaba.

Aprestados, pues, todos, salieron los cuatro cristianos, los veinte señores y el intérprete otro día por la mañana, juntos, muy alegres y contentos, del real; salió Cortés con ellos y algunos de los suyos, hasta dexarlos puestos en el camino, donde al despedir dixo a los veinte señores y al intérprete que allí los saldría a rescebir cuando volviesen, y que les encomendaba mucho hiciesen lo que les tenía rogado, porque así haría él lo que les tenía prometido.



 

 

Capítulo XV

Cómo a cabo de cuatro días llegaron a un pueblo que se dice Taximaroa, en la raya de Mechuacán y de la cerca del pueblo, y del rescibimiento que los dél les hicieron, y de la matanza que en un tiempo los de Mechuacán en él hicieron en los mexicanos.

Caminaron cuatro días los españoles e indios juntos, sin apartarse los unos de los otros; no les subcedió cosa de que hacer memoria. Llegaron cerca de aquel pueblo que dice ser raya de Mechuacán, el cual se llamaba Taximaroa, y como el señor y los vecinos dél tenían tan buena relación de los cristianos, por lo que los dos indios habían dicho, determinaron salir de paz a rescebirlos; fue mucha la gente, porque aun hoy el pueblo es muy grande y muy poblado. El señor y Gobernador dél con muchos principales que le acompañaban, abrazó primero a los cristianos; dióles (como tienen de costumbre) rosas o ramilletes, que en esta historia llamo súcheles, y luego abrazó a aquellos indios señores. Pararon un rato, y por la lengua que los nuestros llevaban, el señor de Taximaroa dio la bienvenida a los españoles, diciéndoles que se holgaba mucho que a su ciudad y casa hubiesen llegado tan buenos huéspedes; que se holgasen, porque él los serviría y regalaría cuanto pudiese, y que estuviesen ciertos de que él deseaba mucho conoscer a su Capitán y por él ser criado, y vasallo del señor de los cristianos, porque vía que su poder era tan grande, que estando su persona tan lexos de México, con pocos criados y vasallos suyos hubiese subjectado la más fuerte ciudad que en estas partes había, y que así tenía entendido que harían todos los demás reinos y provincias, y que supiesen que desde aquel pueblo adelante comenzaba el reino y provincia de Mechuacán, subjecta a un gran señor, que se decía el Cazonci, capital enemigo de los mexicanos, y que la tierra era grande y fértil y muy poblada de hombres valientes y muy diestros en el flechear, y que tenía entendido que aquel gran señor inviaría presto sus embaxadores a Cortés, ofresciéndole su persona, casa y reino. Desto los españoles rescibieron gran contento, porque vieron que de tales muestras no se podía seguir sino próspero y alegre subceso; dixéronle que con el tiempo vería el gran valor de Cortés y que por él y por sus compañeros conoscería el gran poder del Emperador de los cristianos, y que presto, comunicándose todos, se desengañarían de los errores en que estaban.

En estas y otras pláticas, todos muy alegres, aunque harto más los españoles, dieron la vuelta hacia la ciudad, de la cual será bien decir algo, por ser extrañamente murada; la causa era la guerra que con los mexicanos tenían. Estaba, aunque era muy grande, cercada de una cerca de trozos muy gruesos de encina, cortados a mano; tenía de alto dos estados e uno de ancho; parescía muy antigua; renovábase cada día, sacando los trozos muy secos y metiendo otros recién cortados, para lo cual había maestros y peones diputados que en ninguna otra cosa se ocupaban, salariados para esto del dinero de la república. Por lo alto y por el lienzo de afuera y de dentro iba tan igual y tan tupida la cerca, que no pudiera ser mejor labrada de cantería. Acostumbraban desde su principio, por las victoria que contra los mexicanos tenían, de no quemar la leña vieja y seca que sacaban, sino en sacrificio de sus dioses, haciendo ciertas cerimonias cuando metían la nueva, como significando que con su favor se haría aquel muro tan fuerte que sus enemigos nunca entrarían por él y que dél saldrían los vecinos y volverían victoriosos.

Entrados que fueron en el pueblo los nuestros, los de la ciudad les traxeron mucha comida y les hicieron grandes regalos y tan buen tratamiento que ellos quedaron espantados, pero con todo esto aquella noche se velaron por sus cuartos, como hombres de guerra que querían estar seguros, pues muchas veces, debaxo de muestras de muy mayor amor que aquel, está encubierta la muerte de los que nesciamente se confían, como en un tiempo acaesció a los mexicanos, tiniendo guerra con los mechuacanenses o tarascos; que yendo un grueso exército dellos, por mandado de Motezuma, sobre el reino y provincia de Mechuacán, pensando que de aquella vez le destruirían, llegando a este pueblo y poniendo su real sobre la guarnición del Cazonci, que en esta frontera estaba, fingió que huía, dexando en la ciudad mucha ropa, muchos bastimentos y gran cantidad de vino. Los mexicanos entraron, pensando que les huían, y como era dos horas antes que el sol se pusiese, dieron saco a la ciudad, y en lo que más metieron la mano fue en el comer y beber, que hartos y borrachos cayeron casi todos sin sentido, y cuando estaban en lo más profundo del sueño, hacia la media noche dieron con gran furia los enemigos sobre ellos, y como no hallaron resistencia en pocas horas hicieron tan gran matanza que apenas escapó hombre dellos, e otro día, porque no hediesen en la ciudad, los echaron en el campo, cuyos huesos cubrieron la tierra y casi hasta hoy hay grandísima cantidad dellos. Puso este estrago de ahí adelante tanto miedo a los mexicanos, que jamás después osaron asomar a la raya de Mechuacán.

Otro día bien de mañana los nuestros, hicieron mensajeros a Cortés, escribiéndole lo que pasaba, de lo cual rescibió extraño contento, diciendo a muchos de los principales de su exército, que al leer de la carta se hallaron presentes: «¡Bendicto sea Dios, caballeros, que tan bien encamina nuestros negocios! Yo espero en Su Majestad Divina que ha de ser muy servido en estas partes.»

Mucho regocijaron aquellos caballeros la buena nueva hasta buena parte de la noche.



 

 

Capítulo XVI

Cómo aquel día los cuarto españoles con la demás gente se partieron en demanda de la ciudad de Mechuacán, y cómo en ella fueron rescebidos.

En este mismo día Montaño y sus compañeros se partieron en demanda de la ciudad de Mechuacán; tardaron en llegar seis días sin subcederles cosa que de contar sea, más de que cada día los acompañaban más gente de la provincia, que de los pueblos comarcanos al camino salían a ver los cristianos, que tan gran negocio habían acabado con sus enemigos los mexicanos.

De la llegada de los nuestros a Taximaroca, el Gobernador della, que era vasallo del Cazonci, le hizo muchos mensajeros, y lo mismo los Gobernadores de los otros pueblos por donde pasaban, hasta inviarle pintados los españoles, cómo iban, cómo comían, cómo dormían, las armas y vestidos que llevaban; e ya que llegaban media legua pequeña de la ciudad de Mechuacán, aquel gran señor, que por momentos estaba avisado para mostrar su poder y la voluntad que a los nuestros tenía, mandó salir ochocientos señores vestidos de fiesta, que cada uno tenía a diez e a doce mill vasallos; salieron con ellos tantos de los suyos y del gran señor, que cubrían los campos, juntándose con los nuestros, e abrazándose. Uno dellos, que parescía tener más edad y más autoridad, dándoles primero unas rosas, les dixo: «El Cazonci, gran señor nuestro, cúyos todos los que aquí estamos (siendo señores) somos vasallos, nos mandó os saliésemos a rescebir y que os dixésemos fuésedes muy bien venido, y que así por particulares mensajeros, desde que llegastes a Taximaroa, hasta llegar donde ahora estáis, os ha inviado a visitar, significándoos el contento que con vuestra venida tiene; díxonos que entrando en su gran ciudad seréis tratados como en la vuestra, donde os ruega reposéis y descanséis y que os hace saber que de lo que deseáis entender y saber os dirá gran parte, a que así rescibirá gran merced de que de Cortés y del muy gran señor suyo el Emperador le deis copiosas nuevas, ca desea mucho ser amigo del uno y vasallo del otro.» Los españoles, que gran deseo llevaban de ver y hablar al Cazonci, holgando por extremo deste mensaje, no reposando, respondieron pocas palabras, aunque muy amorosas, no viendo la hora que verse con aquel gran señor. Lleváronlos a unos aposentos muy grandes y extrañamente labrados, que bien parescían ser de tan gran Príncipe; aposentáronlos allí, trayéndoles con grandes cerimonias de crianza y reverencia gran variedad de manjares que para aquel tiempo tenían adereszados; tocaron sus instrumentos músicos, que son muchos y muy sonoros, y luego que hubieron comido, el gran señor los fue a ver, aunque dice Montaño en su Relación, que antes que les traxesen de comer salió con gran majestad a verlos el Cazonci, y haciéndoles señal de paz, no consintiéndolos llegar a él, les dixo que reposasen, y que volvería luego a hablarles despacio; y de lo que pasó dirá el capítulo siguiente.



 

 

Capítulo XVII

Cómo el Cazonci salió otra vez a ver a los nuestros y ellos lo salieran a rescebir, y de lo que les dixo y ellos respondieron.

De ahí a dos horas que los nuestros hubieron comido, el Cazonci, que por instigación del demonio, que tanto perdía en la conversión de aquellos indios, no tiniendo el pecho sano, tornó a salir a ver los españoles; esto sería a las diez de la mañana, y como antes (aunque ellos le salieron a rescebir), no consintiéndolos llegar a él, les dixo por la lengua con gran severidad: «¿Quién sois? ¿De dónde venís? ¿Qué buscáis? ; que tales hombres como vosotros ni los hemos oído ni visto hasta ahora. ¿Para qué venís de tan lexos? ¿Por ventura en la tierra donde nacistes no tenéis de comer y beber, sin que vengáis a ver y conoscer gentes extrañas? ¿Qué os hicieron los mexicanos, que estando en su ciudad los destruistes? ¿Pensáis hacer lo mismo comigo?; pues yo tan valiente y poderoso soy, que no lo consentiré, aunque he tenido siempre guerra con los mexicanos y han sido grandes enemigos míos.»

Los españoles no se holgaron nada con estas palabras, y aunque se alteraron y no poco, uno dellos por la lengua le respondió: «Gran señor, a quien tus dioses prosperen y en mayores reinos adelanten: No hay por qué te receles, que tus servidores somos, inviados por el Capitán Cortés no a otra cosa que a servirte y que le conozcas y tengas por amigo, que le hallarás tan en todo lo que se ofresciere a ti y a los tuyos; y pues en pocas palabras nos has preguntado muchas cosas a que no te podemos responder sino despacio, suplicámoste que con benegnidad nos oyas, que después que lo hayas hecho no te pesará.

»Nosotros somos cristianos, nascidos en una tierra que se llama España. Venimos por mandado de un muy gran señor, que se dice el Emperador de los cristianos, a quien nuestro Dios puso en corazón que viniésemos a ver estas tierras nuevas, no porque en la nuestra nos falta lo que hemos menester, que antes nos sobra para pasar la vida humana; venimos, después que tuvimos noticia de las tierras que hemos descubierto, a dos cosas principalmente; la una a comunicaros y teneros por amigos, dándoos de lo que nosotros tenemos que vosotros no tenéis acá, rescibiendo nosotros, por vía de contratación y amistad, de vosotros lo que nosotros en nuestra tierra no tenemos, como se hace e usa en todas las tierras del mundo y vosotros, según hemos entendido, usáis los de un reino con los de otro, lo cual es causa que los reinos se ennoblescan; pero la segunda cosa es la que más importa, que resulta del trato y comunicación que con vosotros deseamos tener, que es el desengañaros de una gran ceguedad y error en que el diablo os tiene metidos, haciéndoos adorar dioses falsos y quebrantar en muchas cosas la ley natural, que acerca de todos los hombres tanta fuerza tiene; y aunque al principio os parezca esto áspero, por la costumbre que en vuestro error tenéis, cuando nos hayáis comunicado se os hará fácil y sabroso; y si hecimos guerra y destruímos a los mexicanos, fue porque nos quebrantaron muchas veces el amistad, y por traición y maldad nos quisieran matar, y por castigar las injurias y tiranías que contra muchas nasciones que nos pidieron socorro e ayuda habían usado, y así, aunque eran muchos y muy poderosos y puestos en ciudad tan fuerte, no fueran parte para defenderse ni para ofendernos, porque nuestro Dios, que es uno y solo poderoso, peleaba contra ellos y contra sus dioses o, por mejor decir, diablos perseguidores crueles de los hombres; y si quieres, gran señor, más claro saber cómo no deseamos ni procuramos hacer mal a nadie, infórmate de cuán buenos amigos y favorescedores hemos sido de los que se nos han encomendado y dado por amigos, y así entenderán, que queriéndolo tú ser nuestro, como lo has inviado a decir, te holgarás mucho con nuestra amistad, y no hay para que des oídos a los demonios ni a otros malos consejeros, para que hagas otra cosa de lo que debes a tu real persona, que nosotros en lo dicho te hemos tratado toda verdad, y si no, pues tienes intérpretes mexicanos, pregúntalo aparte a estos señores que con nosotros vienen, que ellos te lo dirán, aunque no son de nuestro linaje ni nuestros amigos.»

Muy atento estuvo el Cazonci, revolviendo en su pecho grandes cosas, porque de las que había oído en la repuesta de aquellos españoles, unas le daban contento y otras le ponían en temor y alteración, y así, reparando un poco, como pensando en alguna cosa, les respondió que se holgaba de haberlos oído y que reposasen y se holgasen, que él daría la repuesta cuando le paresciese y fuese su voluntad, y diría lo que debían hacer; y con esto, sin haberse sentado, se despidió dellos, los cuales, aunque no quedaron nada contentos ni seguros de tal repuesta y amistad, no mostraron punto de flaqueza, por no caer de una gran opinión en que estaban puestos, que era tenerlos por inmortales e hijos del sol; que muchas veces por descuidos y atrevimientos demasiados de los nuestros, se desengañaron. Comenzaron a tratar entre sí qué harían, y, finalmente, como los que no podían salir a parte ninguna de noche ni de día que no fuesen sentidos, vistos y presos, determinaron (encomendándose a Dios) de estar a lo que les subcediese, lo cual fue bien notable, como luego diré.



 

 

Capítulo XVIII

Cómo el Cazonci mandó guardar a los nuestros de noche y de día y con dos señores les invió a decir no saliesen sin su mandado, y del temor que tuvieron de ser muertos.

Poco después que el Cazonci se fue su aposento, proveyendo desde el principio, que lo tenía pensado, que ochocientos hombres principales, no sin armas secretas, de noche y de día, estuviesen en guarda de los españoles en el patio, desimulando la guarda asentados en asientos de madera labrados y pintados, como hoy los tienen, mandó a dos caballeros de los más señalados de su casa que, haciendo una raya a la puerta de la entrada por donde habían entrado, dixesen a los españoles que el gran señor Cazonci les mandaba que en ninguna manera, de noche ni de día, por ninguna causa ni razón, pasasen ni atravesasen aquella raya sin su licencia.

Mucho se alteraron desto aquellos españoles, porque les paresció que eran palabras pesadas y sangrientas y que amenazaban muerte, pero desimulando lo mejor que pudieron el temor, el uno dellos con rostro muy alegre y palabras muy comedidas dixo: «Decid a Su Alteza que en su casa y en su reino estamos y que mensajeros somos y que con voluntad de servirle venimos, y que así no discreparemos punto de lo que Su Alteza manda y que si quiere que no salgamos deste aposento lo haremos con tanta voluntad como lo que ahora nos manda.»

Con esta repuesta, bien contentos los mensajeros volvieron a su señor, el cual a hora de vísperas comenzó a hacer grandes fiestas por toda la ciudad y en los cúes encender muchos fuegos y quemar muchas cosas olorosas, sacrificando en ellos a sus ídolos gran cantidad de hombres, mujeres, muchachos, muchachas, niños y niñas, con gran estruendo y ruido de cornetas y caracoles, con continuos bailes y danzas de noche y de día, con canciones tan tristes y pavorosas que parescían del infierno. Duraron estas fiestas y sacrificios diez e ocho días. Hízolas el Cazonci con pensamiento y voluntad que a cabo de los veinte sacrificaría a los españoles y vería si eran mortales o no; pero como Dios quería que ya comenzase a cesar el cruel y sangriento señorío que el demonio en aquellas partes tenía, queriendo guardar aquellos españoles y a otros que habían de ser instrumento del remedio de aquellos infieles, puso en el corazón de un gran señor, viejo de sesenta años, que por el Cazonci gobernaba todos sus estados y le era muy acepto y por cuyo consejo se regía, que una noche, al cabo de los diez e ocho días, le dixese:

«Gran señor, a quien los dioses inmortales han puesto en tan alto estado, que muerto Motezuma y deshecho su imperio, tú solo eres el mayor señor deste Nuevo Mundo: Bien será que con mucho acuerdo pienses primero lo que intentas hacer, que es cosa cruel y no digna de tan gran Rey como tú, que quieras matar a los que te vienen a visitar y conoscer, sin que primero estés muy cierto si vienen con buen ánimo o malo. Mira que estos hombres y los que quedan con su Capitán Cortés son muy valientes, pues siendo tan pocos han vencido infinitos indios; cierto, su Dios (que dicen que no tienen más que uno) debe ser muy poderoso, pues ha quemado y destruido los dioses de México y aquel gran dios (llamado Uchilobos) que con tanta reverencia los mexicanos adoraban. Cierto, yo creo que estos cristianos deben ser hijos del sol, y por tanto, contra sus enemigos han sido tan poderosos; mi parescer es (que pues siempre, por me hacer merced, has seguido mi consejo, que te detengas y antes hables bien a esto, cristianos que les hagas mal, porque desto no se te puede seguir daño alguno, antes asegurarás tus negocios para ver lo que te convenga, y no habiendo razón por qué, no hagas enemigos a los que te podrían ayudar y favorescer.»

Mucho contentaron estas palabras al Cazonci, porque eran muy verdaderas y de mucho peso y dichas por un hombre de tanta autoridad y de quien él tanto se fiaba y así, agradesciéndole con muy buen semblante el consejo, mandó luego que cesasen las fiestas y que los sacrificios no pasasen adelante, inviando a cuatro principales al aposento donde los españoles estaban, diciéndoles que luego le inviasen cuatro de aquellos principales indios que entre los veinte consigo habían traído, porque los quería hablar e informarse dellos de ciertas cosas que mucho convenían. Los españoles, no menos congoxados desto que de lo pasado, como vieron que no podían hacer otra cosa, dixeron a los mensajeros que de ahí a poco se los inviarían, porque quería escoger los que más sabios fuesen, para dar relación a Su Alteza de lo que quería saber dellos; y aunque días había que estaban industriados de lo que debían decir, apartando a los cuatro que les parescieron ser más avisados y desenvueltos y tener más afición a los cristianos, les dixeron lo siguiente:



 

 

Capítulo XIX

Cómo aquellas españoles industriaron a los indios, y del recelo con que en el entretanto quedaron.

«Hermanos nuestros que tan verdaderos amigos nos habéis sido, así en nuestros trabajos, como en nuestras prosperidades: Muchas veces por el camino y después acá en este aposento donde estamos os hemos advertido de lo que debéis de hacer y decir cuando os veáis con el Cazonci. Ahora, según vemos, lo que habíades de hacer por nosotros, es forzoso lo hagáis por vosotros, si queréis vivir, porque, a lo que entendemos, el Cazonci ha querido o quiere sacrificarnos, y así será bien que cuando os pregunte por nosotros le representéis la manera de pelear nuestra, las armas, los caballos, los tiros, las escopetas y ballestas, y cómo un cristiano con cualquier arma déstas puede más y es más valiente que diez mill indios. Decirle heis (porque os preguntará cómo destruímos a México) que por mucho que porfió y resistió, que con un tiro muchas veces morían cient indios, y cómo los caballos no pelean menos que los caballeros, y el gran destrozo que los perros hacen en los indios enemigos de los cristianos, y decirle heis cómo somos de tal propiedad y calidad los cristianos, que no nos sabemos cansar en la guerra, pasándonos sin comer y beber dos y tres días, y que no sabemos dormir cuando es menester, y cómo en las cosas de la guerra somos tan industriosos y venturosos que jamás (como habéis visto) hemos sido vencidos, sino siempre vencedores. Diréis con esto, que hasta vencer a nuestros enemigos, a fuego y a sangre los asolamos, pero después que piden misericordia y paz, se la damos y guardamos, no menos que si fuesen nuestros hermanos, defendiéndolos y amparándolos de sus enemigos como a nosotros proprios. Diréisle también cómo el Emperador de los cristianos, que invió a nuestro Capitán con la gente que hoy tiene, cada día le envía armas de las de aquella tierra y muchos y muy esforzados caballeros, para que ningún Rey ni señor, por poderoso que sea, ni muchos juntos, se atrevan a ofenderlos, y cómo ninguno ha intentado esto, que no haya sido muerto o haya perdido su estado, y, finalmente, pues sois testigos de vista, le persuadiréis procure el amistad de Cortés, si quiere conservarse en su estado y señorío y que no haga cosa de que después se arrepienta. Estas y otras cosas que se ofrescerán le diréis para ponerle miedo y espanto, y si todavía vierdes que está de mal propósito, diréisle que nosotros cuatro somos bastantes para matar a todos los que nos tiene puestos por guarda y a otros más que vengan, aliende de que nuestros Capitán vendrá luego y le matará y destruirá su reino. Con esto id con Dios y hablad con grande ánimo y no tengáis pena, que aquí estamos nosotros.»

Con esto se fueron los cuatro indios con los que habían venido por ellos. Entraron do el Cazonci estaba, al cual, a su modo, no menos que a los dioses, hicieron reverencia y acatamiento, y luego, llamados los intérpretes, delante de algunos de su consejo y de aquel prudente y buen Gobernador, les preguntó muchas cosas, a las cuales ellos respondieron tan bien y con tanto esfuerzo y libertad como si Cortés estuviera con su exército a la puerta.

Mucho se espantó el Cazonci y aquellos señores de lo que los indios dixeron, y creyéronlo todo, porque de mucho dello tenían larga relación, y en especial aquel Gobernador se holgó más, por haber sido causa de que el Cazonci no hiciese tan gran desatino como pensaba, y volviéndose a su señor, le dixo: «¿Qué te paresce, gran señor, si te aconsejé bien y cuánto lo hubieras errado si de otra manera lo hicieras?» El Cazonci le alabó el consejo y tuvo en más su persona e mandó luego tratar bien aquellos indios, porque le dixeron que eran señores, diciéndoles por dos o tres lenguas lo mucho que se había holgado de hablar con ellos y de estar cierto de lo que estaba dubdoso, y que se estuviesen en su palacio hasta que él mandase se fuesen con los cristianos. En el entretanto, los españoles, como había pasado día y medio que sus indios no volvían, estaban muy temerosos de morir, aunque, como españoles, conjurados y determinados de vengar de tal suerte primero sus muertes, que el Cazonci y los suyos, cuando se desengañasen de ser inmortales, entendiesen cuán caro les costaba la muerte de cada uno dellos, sin lo que después al Cazonci costaría, viniendo Cortés a vengarlos; pero al tiempo que más ocupados estaban en hacer estas consideraciones, cuando no se cataron, vieron entrar sus indios por la puerta del aposento muy alegres y contentos, que les parescieron, como debía de ser así en aquella sazón, ángeles y no hombres. Abrazáronlos, no vieron la hora que preguntarles qué nuevas había, a lo cual dixeron: «Muy buenas, que espantado dexamos al Cazonci y [a] aquellos señores con lo que a sus preguntas respondimos, y tenemos por cierto que presto, y aun con ricos presentes, nos inviará a nuestro General, queriendo procurando su amistad más que él la dellos.



 

 

Capítulo XX

Cómo de allí a tres horas, viniendo de montería el Cazonci, fue a visitar aquellos españoles y cómo les dio la caza, y de lo que por la lengua les dixo.

De ahí a tres horas que esto pasó, vino el Cazonci con cuarenta o cincuenta señores, e por pajes diez o doce mancebos muy bien dispuestos, y en seguimiento suyo más de veinte mill hombres, todos con arcos y flechas y enramados, llenos de guirnaldas, con una grita como gente vencedora. Los españoles no las tuvieron todas consigo, creyendo que por cerimonia venían de aquella manera, para matarlos y sacrificarlos a sus ídolos. Apercibiéronse desimuladamente, y el uno dellos tuvo de trailla un lebrel muy bravo, cebado en indios, con determinación, si acometían, de soltarle, pero avínoles muy de otra manera de lo que temieron, porque entró el Cazonci por el patio hacia donde ellos estaban con muy buen semblante y con otro rostro del que hasta entonces les había mostrado. Llevaba su arco en la mano, todo lleno de engastes de esmeraldas, y a las espaldas una aljaba de oro, cuajada de pedrería, que con el sol el arco y aljaba relumbraban mucho, y solo, yendo algo apartado dél por los lados y espaldas aquellos señores sus más privados, entró por los aposentos donde los españoles estaban, los cuales no osaron salir a rescebirle más adelante de adonde la raya estaba hecha. Hiciéronle grande acatamiento con rostros muy alegres, y él, rescibiéndolos así, se apartó a un cabo, mandando poner por orden gran cantidad de venados muertos y vivos y gran cantidad de conejos, codornices y aves de otras muchas suertes, muertas y vivas, que pusieron a los nuestros gran admiración porque era la montería y caza mejor que en toda su vida habían visto ni oído.

Estando todavía en pie, llamando a las lenguas y mirando a nuestros españoles, les hizo un razonamiento; otros dicen que por la majestad suya, le hizo a su Capitán general, y el Capitán lo declaró al intérprete de los españoles, y esto es lo más cierto. Lo que contenía el razonamiento en suma era pedir perdón a los nuestros por haberlos detenido tantos días y que la causa había sido haber estado aquel tiempo ocupado en las fiestas y sacrificios de sus dioses, que cada año acostumbraba hacer en aquel mismo mes, y que en lo que tocaba a pasar ellos adelante, a ver la tierra de las Amazonas, que no lo consintiría ni permitiría por vía alguna, porque si algo les subcediese en que fuesen heridos o muertos, no quería él ser la causa, sino inviarlos tan sanos y tan buenos a su Capitán como habían venido, al cual les rogaba dixesen que él le era muy aficionado y deseaba servir en todo y ser vasallo y criado del Emperador de los cristianos, que tan poderoso señor era, pues inviaba tal Capitán y tales hombres que más parescían dioses que hombres, pues siendo tan pocos, según había oído, en tan breve tiempo se habían hecho señores de todo el imperio mexicano, que tantos reinos y provincias tenía subjectas, y que porque era costumbre de los Reyes de Mechuacán no inviar vacíos a los mensajeros que los venían a visitar, que otro día por la mañana los despacharía con dones para ellos y presente para su Capitán, al cual besaba las manos y suplicaba rescibiese lo que inviaría, más por prenda y señal de amistad, que por el valor, porque todo su reino era poco para quien tanto merescía, y que lo más presto que pudiese iría a besarle las manos y darle la obidiencia en nombre del Emperador; y en el entretanto quería inviar con ellos ciertos señores. Hecha esta plática, les dio toda la caza e les dixo que a su voluntad la repartiesen.

No se puede decir el contento que desto los españoles rescibieron, porque, esperando morir, verse libres y tan regalados, les parescía sueño más que verdad; y así le respondieron, aunque no con muchas palabras, con muestras de grande agradescimiento, diciéndole que besaban los pies a Su Alteza y que en todo había mostrado quién era, lo cual más largamente contarían a su Capitán, y que desto serían buenos testigos los señores que con ellos inviase, cuando volviesen con la respuesta de la embaxada. Desta manera se despidieron, y el Cazonci mandó que les traxesen gran cantidad de comida guisada que había para cuatrocientos hombres, inviándoles a decir que se holgasen, porque sin dubda otro día los despecharía sin haber más dilación, y que él quedaba escogiendo los señores de su reino que con ellos habían de ir, los cuales irían con el adereszo de comida que para todos convenía hasta llegar a México, y que para su contento irían cazadores.

Los españoles, aunque no se les cocía el pan hasta verse fuera de aquel reino, porque siempre estuvieron con recelo, respondieron que besaban las manos a Su Alteza por la merced que de nuevo les hacía, y que estando en su real casa no podían dexar de holgarse. Con este entretenimiento pasaron el resto de aquel día y la noche, esperando el tan deseado subceso de que estaban dubdosos.



 

 

Capítulo XXI

Cómo otro día muy de mañana vinieron muchos señores, y del gran presente que traxeron, y de lo que a los nuestros dixeron cerca del tratamiento de los señores que con ellos iban.

Luego venido el día, vinieron muchos señores principales; traían consigo muchos indios cargados, y como el patio era grande y cuadrado, mandaron descargar por partes iguales en los cuatro ángulos del patio toda la ropa que traían. Había en cada parte veinte cargas de ropa de la muy estimada y veinte asientos de madera, por maravilla bien labrados, y cinco cargas de calzado que ellos usan de muy lindo cuero de venado, de blanco y amarillo y colorado, y cincuenta marcos de joyas de platea y oro baxo. En el medio de los cuatro montones pusieron muchas esteras, que los indios llaman petates, muy ricas y delgadas, arrolladas, y muchas mantas blancas, muy ricas, sobre las cuales pusieron tanta cantidad de piezas de plata y oro baxo y fino, que valdrían cient mill castellanos.

A este tiempo ya había venido el Cazonci, el cual, por su Capitán general y el Capitán general por otro privado suyo y el privado por el intérprete, dixo a los españoles que la ropa y joyas que estaban en las cuatro partes del patio el gran señor Cazonci les hacía merced della, y que la que estaba en medio del patio la diesen a Cortés su Capitán, y le dixesen que le suplicaba que tuviese más cuenta con la voluntad y amor que le inviaba aquel presente, que no con lo poco que valía, y que como tenía prometido, él en persona, cuando más lugar tuviese, iría a besarle las manos. Dichas estas palabras, tomó a ocho señores de los que allí estaban, e apartándolos de los otros, mandóles que fuesen a ver y visitar aquel gran Capitán de los cristianos, y los entregó a los cuatro españoles, diciéndoles por el intérprete, que aunque tenía entendido que ellos tenían tan buen corazón que no era menester encomendarles aquellos ocho señores, que eran de los más queridos y favorescidos de su casa, que todavía, por lo que él debía a su persona y a lo que [a] aquellos señores quera, les encargaba y encargaba muchos los tratasen muy bien por el camino, y que después que hobiesen llegado donde su Capitán estaba, le suplicaba mucho de su parte se los tornase a inviar sin hacerles mal alguno ni desabrimiento, sino que cuando ellos se quisiesen volver, pudiesen libremente, y que desde aquella hora quedaba por su amigo y vasallo del Emperador, y que vueltos que fuesen aquellos señores, él mismo, como tantas veces había dicho, iría a besarle las manos.

A esto, con mucho comedimiento y reverencia, porque aún no creían lo que veían, todos cuatro con muestras de grande alegría, respondieron que no eran ellos tan malos que, habiendo rescebido tantas mercedes en su casa, y a la postre haberlos dado tantas y tan buenas joyas, no mirasen por aquellos señores, como estaban obligados, como si fueran sus hermanos, y que llegados que fuesen donde su Capitán estaba, verían el buen tratamiento y las cosas que les daba, porque no sabía rescebir sin luego gratificar, y que vueltos que fuesen a su casa real, le dirían con verdad haber ellos en este prometimiento quedado cortos, y Su Alteza se holgaría de haberlos inviado y se arrepentiría de no haber ido luego. El Cazonci delante de los españoles dixo pocas y muy graves palabras al despedirse de aquellos señores; en suma, fueron: «Mi autoridad y crédicto lleváis para visitar a ese hijo del sol; hacerlo heis con mucha cordura, dándole a entender lo que otras veces os he dicho, que le soy servidor y amigo y que así me hallará cuando menester sea, y miraréis bien en su persona y tratamiento, para que a la vuelta me deis cuenta.»

A los señores se les arrasaron los ojos de agua, y el Cazonci, sin decir palabra, con buen semblante, a los españoles, haciéndoles con la cabeza cierta manera de inclinación, se despidió dellos y se fue a su aposento, reprimiendo el alteración que en enviar aquellos señores rescibió. Mandó luego ir ochocientos hombres para que llevasen las cargas y la comida, los cuales, como hoy también usan, en cargándose, salieron luego de la casa real, uno en pos de otro, como cigüeñas, sin ir dos juntos, por aquellos llanos, que hacían un hilo tan largo que no se acababa de divisar.



 

 

Capítulo XXII

Cómo ya que los españoles querían salir, el Cazonci les invió a pedir el lebrel, y lo que pasó en dárselo, y cómo lo sacrificó.

Estando en esto, ya que los españoles queran salir al patio, el Cazonci invió ciertos señores a mucha priesa, rogando con muy gran instancia a los españoles que, por cuanto aquel lebrel que tenían le había parescido el más hermoso animal que jamás había visto, le hiciesen tan gran placer de se le dar, que por él inviaría todo el oro y plata que le pidiesen, porque animal tan valiente y que había venido en compañía de tan fuertes y valerosos hombres, no podía dexar de ser muy bueno para la defensa y guarda de su persona y casa y que a ellos no les faltara otro como aquél que él sabía que en el exército de Cortés había muchos que peleaban, y que en ninguna manera le dixesen de no, porque le pesaría mucho dello.

Mucho pesó a los españoles deste mensaje, porque era tan bueno el lebrel, que en aquel tiempo no tenía prescio, por ser muy grande, muy animoso y muy diestro en la guerra, y tan temido de los indios, que en soltándole, aunque hubiese diez mill indios delante, no osaban para, y era con esto tan presto y tan ligero y tan cebado en los indios, que lo primero que hacía era derrocar todos los que topaba y después que vía que se le alexaban mucho los que iban delante, revolvían sobre los que se levantaban, haciendo siempre presa en la garganta. Y como el ruego del señor sea mando y fuerza, estuvieron dubdando qué harían, y Peñalosa, que así se llamaba el dueño del lebrel, estuvo gran rato más firme y duro que su nombre en darle, aunque mucho se lo porfiaban sus compañeros, temiendo (como ello fuera) que si no le dieran, fueran todos presos y sacrificados. Con todo esto, estuvo muy porfiado Peñalosa, diciendo que más quería morir que darle; pero como era hombre de razón, al cabo le vinieron a convencer aquellos señores indios que sacaron de México, diciéndole que, sin dubda, el Cazonci tenía enojados a sus dioses, por no haber sacrificado en aquellas fiestas aquellos hombres estraños, tan grandes enemigos suyos, y que por aplacarlos quería sacrificar aquel lebrel, por matar cosa que fuese de los cristianos, y que tenían entendido que si no daba el lebrel, que todos morirían y también el lebrel, y que para esto mejor era que a costa del lebrel, pues era un animal, se salvasen todos ellos. Peñalosa dio el perro muy contra su voluntad, pudiendo más (como era razón) el temor de la muerte, que su excusada porfía; y porque no estaba para responder, uno de aquellos otros sus compañeros dixo a los señores que venían por el lebrel: «Decid a Su Alteza que aunque este animal es el más presciado que teníamos, que de muy buena gana le servimos con él, para que tenga alguna prenda nuestra y se acuerde de nosotros, y que si de lo que tenemos le paresce otra cosa bien, se sirva della, pues le debernos mucho más», y que en lo que decía que inviaría oro o plata, que harto les había dado y que no eran hombres que a quien tanto debían de vender aquel lebrel; el cual aquellos señores llevaron con muy gran contento; y en el entretanto que el lebrel no los vio, salieron los nuestros de aquel patio como hombres encarcelados, no viendo la hora que verse fuera; y fue causa haber dexado el lebrel, que por todo el camino fuesen temerosos, creyendo que ya que el Cazonci le tenía en su poder, inviaría por ellos para sacrificarlos; acrecentóles este miedo saber por cosa cierta, al cabo de dos días que habían salido, que el Cazonci había hechos unas solemnes fiestas, en las cuales, con grandes cerimonias, pidiendo perdón a sus dioses, había sacrificado al lebrel, al cual sacrificio concurrieron de otros pueblos comarcanos infinitos hombres y mujeres, diciendo que iban a ver cómo moría aquel animal tan bravo que tantos indios había muerto.

Hicieron este sacrificio particularmente los sacerdotes, con nuevas cerimonias, diciendo al perro, como si los entendiera: «Ahora con tu muerte pagarás las muertes de muchos; cesarán las de los que más mataras, y nuestros dioses perderán la saña que contra los nuestros tenían por no haber sacrificado a los cristianos que en nuestro poder teníamos.» Dicho esto, tendiéndole (como hacían a los hombres) de espaldas sobre las gradas del templo, tentándole el lado del corazón, con gran destreza, con una navaja de piedra, se lo abrieron, y sacándole el corazón, untaron los rostros de sus ídolos, haciendo luego un baile y cantando, como solían, tan tristemente como en las tristes muertes de los que no eran en culpa dellas solían hacer, cosa, cierto, espantosa y que la razón natural rehuye contarla, cuanto más verla y hacerla.



 

 

Capítulo XXIII

Cómo hasta llegar do Cortés estaba, los españoles se velaban cada noche, y de cómo le escribieron y de cómo los salió a rescebir, y de lo que pasó con ellos.

Los españoles prosiguieron su camino, y aunque se vían fuera de la cárcel, que tal lo era aquella casa real de Cazonci, estaban tan cuidadosos y la barba tan sobre el hombre, que no pudieron gozar del pasatiempo del camino y de los servicios que los indios del Cazonci les hacían, pensando que todo aquello era falso, y para llamarlos cuando menos pensasen, o para que descuidándose aquellos ocho señores mechuacasenses los matasen, pues llevaban consigo, sin los de carga, más de ochocientos hombres, y a esta causa, de día iban con cuidado, sin apartarse uno de otro, y de noche se velaban.

Desta manera acabaron su jornada hasta llegar a cuatro leguas de Cuyoacán, donde Cortés estaba, al cual escribieron, en suma, lo que les había pasado y cómo traían consigo ocho señores, criados del Cazonci, a los cuales convenía hiciese todo regalo y buen tratamiento, porque conformase con lo que ellos al Cazonci habían dicho, y que la gente que habían visto era mucha y muy buena y la tierra muy fértil y espaciosa, y que de lo demás cuando llegasen le darían muy particular cuenta.

Grandísimo contento dio esta carta a Cortés y a todos los de su real, porque tenían ya por muertos aquellos españoles, y saber que fuesen vivos, siendo tan necesarios, y que viniesen sin pensarlo, aumentaba su alegría (aliende de la mucha que recibieron con las buenas nuevas que inviaban y por la buena maña que se habían dado). Cortés les invió al camino cuatro hombres de a caballo, con algún refresco de lo que él tenía (que era bien poco). Topáronlos en la mitad del camino, apeáronse los de a caballo y abrazáronse los unos a los otros con tan grande amor (porque, a la verdad, Cortés les invió los más amigos) que por un gran rato, de alegría y contento, estuvieron llorando, cosa que los españoles, por ser más duros de corazón que las otras nasciones, en los casos y negocios muy tristes pocas veces suelen hacer, y aunque las más veces el dolor y pesar suele ser causa de lágrimas, la terneza del amor, con el contento de verse los que bien se quieren, también las causan, y más, como digo, en los españoles, por la firmeza y constancia grande que con sus amigos tienen. Hablaron los de a caballo a los señores mechuacanenses, abrazáronlos, diéronles la bienvenida, preguntáronles por su señor, con la repuesta de los cuales y con otras pláticas, entre los españoles bien suaves y sabrosas, llegaron cerca de Cuyoacán, de donde a tiro de arcabuz salió Cortés con algunos caballeros a rescebirlos; abrazólos tan entrañablemente como si los hubiera engendrado, y entre él y ellos fueron muchas las lágrimas, aunque él, como tan valeroso, las procuraba reprimir. Díxoles, abrazándolos: «Seáis muy bien venidos, amigos del corazón, que cierto os tenía por tan muertos como a los que están enterrados; huélgome tanto de veros y deseaba tanto saber de vosotros, que me paresce que sueño lo que veo, porque ha más de treinta días que no sabía de vosotros, y como cosa no esperada ni pensada me distes una tan grande y repentina alegría que me alteró tanto que no me maravillo de los que con súbito placer han muerto o enfermado; tenía determinado y jurado, sabiendo que érades muertos, vengar tan cruelmente vuestras muertes cuales jamás otras fueron vengadas, y pues Dios os ha hecho tanta merced de traeros vivos y sanos y con tan buenas nuevas a nuestro real, y a mí ha dado tanto contento que vivos os vea, en nombre del Emperador, nuestro señor a quien tan notable servicio habéis hecho, yo os haré muy grandes y crescidas mercedes.» Con estas tan buenas, tan amorosas y tan favorables palabras, dieron aquellos españoles por muy bien empleados los trabajos, peligros y temores que habían padescido, tomando con ellas nuevo esfuerzo y ánimo para ponerse en otros mayores, que, cierto, el buen Capitán no menos anima y esfuerza con tales palabras, que con grandes y crescidas dádivas, y así, le respondieron que aunque de sus trabajos no tuviesen otra paga más de haberlos rescebido con tanto amor y dicho tan favorables palabras, quedaban obligados a servirle en mayores peligros que los pasados. Pasado esto, Cortés rescibió muy bien a los embaxadores y dixoles que en su casa, porque venían cansados, más despacio le darían la embaxada del Cazonci, su señor.



 

 

Capítulo XXIV

De lo que más pasé con aquellos españoles y de la alegría que con su venida hubo en el real, y de la embaxada de aquellos señores, y cómo Cortés les respondió.

Y así, después que hubo rescebido el gran presente y tratado muy particularmente con Montaño y sus compañeros lo que les había parescido de la tierra y de la gente y cómo el Cazonci los había querido sacrificar y cómo había pedido el lebrel y por qué, y todo lo demás que arriba queda dicho y lo que sobre esto se había de hacer y cuánto convenía rescebir bien aquellos señores y tratarlos con afabilidad, y hechos grandes regocijos en el real, como tan buena nueva y subcesos demandaban, ya que entendió que habrían descansado, los invió a llamar, y para representar el autoridad que entre los suyos tenía (porque esto hacía mucho al caso, para con aquella gente) púsose una ropa larga de terciopelo, sentóse en una silla de espaldas y mandó que por toda la sala donde él estaba todos los españoles estuviesen en pie y destocados, con las gorras en las manos, y estando desta suerte con esta representación de autoridad, entraron los embaxadores de dos en dos, uno en pos de otro; hicieron a la entrada de la sala un muy gran comedimiento e a la mitad della asimismo, y cuando llegaron donde Cortés estaba, él se levantó a ellos, y uno a uno, con muy buena gracia, los les dixo dixesen a lo que venían. Estonces uno dellos, que de más edad y autoridad parescía, haciendo a su modo y costumbre cierta manera de representación de cerimonia, que a una también hicieron los demás, habló desta manera:

«Inmortal e invencible Capitán, hijo, a lo que pensamos, del sol: El Cazonci, gran Rey de Mechuacán y sus subjectos, muy amado y querido señor nuestro, por nosotros te besa las manos y dice que por la gran fama de tus maravillosos hechos, que por todo este mundo vuela, te es tan aficionado que no hay cosa que tanto desee como verte y serte amigo y servidor y criado y vasallo del Emperador de los cristianos, cúyo vasallo y criado tú eres, y dice que no es mucho que sea tan poderoso Emperador tiniendo tales vasallos y criados como tú, y que así le ha espantado mucho que con tan poca gente de cristianos hayáis vencido y asolado la más fuerte y poderosa ciudad del mundo, donde sus moradores estaban tan soberbios que les parescía, que el poder de sus dioses no bastaba a humillarlos, de adonde vinieron, casi no hallando contradición, sino fue en el Cazonci, nuestro Rey y señor, por tiranías, a dilatar tanto su imperio, que algunas partes se extendía más de docientas leguas. Dice también que lo más presto que pueda te vendrá a besar las manos y a ofrescerte su persona, reino y amigos, que tiene muchos y muy buenos, y que de la comunicación y amistad que contigo tendrá resultará el entender lo que acerca de su religión le conviene hacer, y porque de los cristianos que le enviaste y en su casa tuvo te informarán más largo de la voluntad y amor que te tiene, cerca desto no decimos más, suplicándote nos respondas y despaches cuando te parezca».

Cortés a esta embaxada, con la gracia a él posible, agradesció a ellos la venida, diciéndoles que se holgaba mucho que tales caballeros como ellos criados y vasallos de tan gran señor, hubiesen venido a su real, para pagar en parte lo mucho que al Cazonci debía por el buen tratamiento que a sus españoles hizo y por el presente que le invia, y que así le rogaba que aunque podían irse cuando quisiesen, descansasen algunos días y viesen despacio el asiento de su real, las armas, los caballos y los exercicios de guerra, y que en lo demás deseaba por extremo ver personalmente a tan gran señor, que tan poderoso fue contra el imperio mexicano, y que de haber venido no le pesaría, porque sabría y entendería cosas que a él y a su reino mucho conviniesen, y que en el ofrescerse por amigo suyo y vasallo y criado del Emperador de los cristianos hacía más de lo que pensaba, porque por este vía sería más poderoso señor que nunca, y que en prendas de amistad, como él decía, le inviaría algunas cosas de la tierra de España, que aunque no fuesen muy ricas, por su novedad y extrañeza le darían gran contento. Respondiéndoles desta manera, mandó luego hacer una escaramuza de a caballo y otra de a pie y disparar algunos tiros y escopetas, que fueron cosas espantosas y extrañas para aquellos señores, que con muy gran cuidado y atención las miraban. Esto hizo Cortés, como otras veces, para poner espanto a los que venían de fuera, y para que contándolo a sus señores les pusiesen tan gran temor que no osasen emprender cosa que contra el poder de los cristianos fuese. De ahí a poco, rescebidas las joyas que Cortés inviaba y saliendo con ellos algunos españoles, despidió Cortés muy contentos a aquellos señores, los cuales fueron causa de que el Cazonci inviase a un su hermano a ver a Cortés, como luego diré.



 

 

Capítulo XXV

Cómo Cortés hizo señor del pueblo de Xocotitlán al indio intérprete para tenerle grato en las cosas de Mechuacán, y de cómo un hermano del Cazonci vino a ver a Cortés y de lo que pasó con él.

Despachados los embaxadores del Cazonci, con quien dice Motolínea que invió Cortés dos españoles, al que tomasen lengua de la mar del Sur, que es al poniente de México, determinó de cumplir la palabra que al intérprete había dado, y así, en nombre del Emperador, le hizo Gobernador y cacique del pueblo de Xocotitlán, así porque lo había muy bien merescido por la verdad y fidelidad que en negocio tan importante había tenido, como por animarle para en lo que en el reino de Mechuacán pudiese subceder. Juntóse a esto el contento grande que dello rescibieron todos los que de los indios eran amigos de Cortés, entendiendo de aquella liberalidad que a cualquiera que de los señores en su amistad perseverase le haría mayores mercedes, y así esta merced tan bien debida fue causa que muchos, contra su natural condisción, perseverasen en la palabra que tenían dada.

Los embaxadores del Cazonci, que en el entretanto llegaron donde su señor estaba, le dixeron tantas y tan grandes cosas en honra y alabanza de Cortés, que le pusieron en grande admiración; preguntóles muy particularmente por todo lo que habían visto, y como ellos no habían ido a otra cosa, diéronle tan particular cuenta, como si hubieran estado muchos meses, y así quiso venir luego a ver a Cortés si no se lo estorbaran los de su consejo, porque haciendo llamamiento dellos, hecho primero cierto sacrificio para que con voluntad de los dioses fuese su partida, los más dellos y de los que él más crédicto tenía, fueron de parescer que un tan gran señor como él, se hubiese de ir, no fuese tan presto, sin que primero, por los que él inviase, entendiese Cortés el señorío y majestad suya, y aunque hubo otros que porfiaron en que fuese luego, por haberlo inviado a decir tantas veces, pudo más, como acaesce en todas las consultas, el parescer de los más, aunque todos vinieron en que el Cazonci inviase a un hermano suyo, que se llamaba Uchichilci, Capitán general del exército, el cual después fue con Cortés a Honduras.

Invió el Cazonci con su hermano más de mill personas de servicio y muchos caballeros, que para su servicio también llevaron más de otras mill personas. Dióle para que presentase a Cortés mucha ropa de pluma y algodón, cinco mill pesos de oro baxo, e mill marcos de plata revuelta con cobre, todo esto en piezas de aparador, e joyas de cuerpo. Díxole muchas cosas en público y otras en secreto; créese las de secreto debían de ser mirase con cuidado si era tanto, lo que de Cortés se decía, como sus embaxadores le habían contado, para ver si podía él ser parte, ya que el imperio mexicano estaba deshecho, a estarse en su reino sin reconoscer a nadie y apoderarse de otras ciudades, haciéndose mayor señor.

Con esto salió Uchichilci de la ciudad de Mechuacán, no sin cerimonias y sacrificios que primero se hiciesen a los ídolos. Acompañóle el Cazonci, su hermano, con grandísima cantidad de caballeros; despidióle con muchos abrazos un razonable trecho de la ciudad. Era este Capitán muy valiente y muy discreto, y como llevaba gran voluntad de ver a un hombre tan valiente y sabio como Cortés, dióse la mayor priesa que pudo hasta llegar do estaba; el cual, como tuvo nueva de su venida, invió caballeros españoles con el intérprete a rescibirle y darle la bienvenida, y él, por guardar su autoridad, se estuvo en su palacio hasta que supo que entraba por él. Salióle a rescebir a la primera sala; abrazólo e hízole grandes caricias, e tomándole por la mano, le asentó cerca de sí y le mandó traer de comer y beber. Mostró al vino buen rostro, porque no hay nación en el mundo, que aunque no lo haya bebido no le sepa bien, y después que hubo algún tanto descansado, Cortés por la lengua le dixo que aunque deseaba mucho ver a su hermano el Cazonci, como él se lo había prometido, que se holgaba mucho, con su venida, pues era su hermano y tenía gran noticia del valor y esfuerzo de su persona y de cuán bien se había habido en las cosas de la guerra, especialmente contra los mexicanos. El se holgó mucho con esto; besó las manos a Cortés por ello, diciéndole que delante dél no había ningún valiente, pero que con su persona y con todo cuanto tenía le serviría todas las veces que se lo mandase, y que le suplicaba le oyese lo que de parte de Cazonci su hermano y señor le venía a decir, suplicándole primero rescibiese aquel presente que allí lo traía. Rescebido y dádole las gracias Cortés, él le habló desta manera, tiniendo en el modo de su decir la autoridad y reposo que su hermano y otro mayor señor pudiera tener:

«Muy poderoso e invencible Capitán Cortés: Muchos días ha, después que tus españoles fueron a aquella nuestra tierra, que el Cazonci mi señor e yo te hemos deseado ver y hablar, por los maravillosos y espantosos hechos que de tu persona y de los tuyos se cuentan. El viniera luego si no le estorbaran ciertos negocios muy importantes de su reino, pero vendrá, a lo que entiendo, muy presto, y te hago cierto que te es tan servidor y te será tan buen amigo, que en lo que se te ofresciere, los tlaxcaltecas, de quien has conoscido tanta voluntad, no le harán ventaja. De mí, lo que te puedo decir es que me has parescido tan bien, que juntamente con lo que de ti he oído, no habrá cosa en que tanta merced resciba como en que me mandes y te sirvas de mí, porque para acá entre los de mi nasción yo te podré hacer algún servicio como los Capitanes tlaxcaltecas; y porque los embaxadores que mi hermano te invió contaron extrañas cosas de las armas y manera de pelear de vosotros los cristianos, rescibiré gran merced me lo mandes mostrar todo y aquellas grandes canoas con que combatiste la gran ciudad de México.» Cortés, que no deseaba otra cosa, después de haberle con muy buenas palabras dado a entender lo mucho en que tenía su ofrescimiento, le dixo que el día siguiente, después que hubiese descansado, le mostraría todo lo que deseaba, y así mandó luego apercebir sus Capitanes para que otro día hiciesen una trabada escaramuza de pie y de caballo y una salva de artillería, que aunque parte desto solía hacer con otros embaxadores, más de propósito lo quiso hacer con este Capitán general, por el motivo y razón que ya tengo dicho.



 

 

Capítulo XXVI

De lo que otro día se hizo y de cómo Cortés mostró a este Capitán los bergantines y la destruición de México, y lo mucho que dello se espantó.

El día siguiente, luego por la mañana, como la gente toda estaba apercebida, Cortés invió a llamar [a] aquel Capitán general, e llevándole consigo a una plaza muy grande, desde un pretil mandó que se comenzase la escaramuza de caballo, la cual se hizo tan reñida como si de veras fuera. Mucho se maravilló y aun espantó el hermano del Cazonci, porque los de caballo con la furia y grita que traían le ponían pavor, paresciéndole que aun allí donde estaba no estaba seguro. Luego la infantería, hecha una muy linda roseña, se partió en dos partes, ambas con sus atambores y pífaros; rompieron una batalla con tanto ardid y destreza, con tanto ruido de los atambores y pífaros, que muy bobo y como atónito estaba aquel Capitán, tras de lo cual se siguió luego una fingida batería, donde con gran ruido de los atambores arremetieron a un alto, como si fuera castillo, donde estaban otros españoles en defensa, y dieron el asalto, que fue cosa muy de ver para aquel que jamás lo había visto. Dispararon desde lo llano el artillería gruesa, cuyo ruido hacía estremecer el lugar donde Cortés estaba con el hermano del Cazonci, el cual, como discreto, desimuló el pavor, aunque no dexó de alterarse, como en cosa que de suyo era tan espantosa, especialmente para el que jamás se había visto en ello.

Acabado todo esto, de lo cual concibió en su pecho mayor opinión de los cristianos de la que había oído (aunque era muy grande), Cortés se metió con aquel Capitán en una canoa entoldada e muchos de sus caballeros en otras, con gran música de trompetas, e por una acequia muy grande vino a México, donde Cortés, mostrándole el grandísimo sitio de la ciudad y las casi infinitas casas y cúes quemados y deshechos y las muchas puentes que había cegado y cómo habían quedado tan pocos vecinos que apenas había quien paresciese por la ciudad, paresció que no fuerzas de hombres, sino furia del cielo, había hecho tan grande estrago. Dicen que con tan miserable espectáculo el hermano del Cazonci no pudo contener las lágrimas, considerando la vuelta de la fortuna, e viendo que aquella ciudad, cabeza y conquistadora deste Nuevo Mundo, tan poderosa tantos años atrás, estuviese tan caída, y siendo tan poblada que parescía que el agua y tierra producía hombres, estuviese tan asolada, tan destruida y desamparada de favor; ofresciósele, según se puede creer, aquella antigua soberbia, grandeza y pujanza de aquella ciudad, que tan grandes Emperadores había tenido, la grande e increíble riqueza, los triunfos y victorias habidos de tantos reinos y señoríos y la gran prosperidad en que tantos años se había sustentado; que todo esto viniese a acabarse en poco más de ochenta días, cosa, cierto, miserable y que, cierto, al que lo oyere, cuanto más al que lo viera, pusiera gran lástima y dolor, de donde vino a entender lo que los muy poderosos Príncipes debían considerar que los imperios señoríos que con injurias, agravios y tiranías se amplían, extienden y engrandescen, cuando no se catan, por justicia divina, como los edificios muy grandes mal fundados, que su gran pesadumbre los ayuda a caer, vienen de tal manera a ser destruídos, que aun las reliquias, para la memoria de su destruición, no quedan; y así debía de considerar aquel Capitán que, pues contra tan gran poder había sido poderoso Cortés, que sería bien que su hermano no ignorase esto, para que no se pusiese en defensa.

Cortés, como le vio en alguna manera afligido y tan espantado, le dixo por la lengua: «No te maravilles, esforzado Capitán, de la ruina y caída desta tan gran ciudad, que sus maldades y pecados lo han merescido, que ya el Dios verdadero, a quien los cristianos adoramos, aunque por tantos años los desimuló, no lo pudo más sufrir, y como has visto, a nuestras personas, armas y manera de pelear pocos son los que en el mundo pueden resistir, especialmente cuando tenemos razón y tratamos negocio que toca a nuestro Dios. Muy muchas veces convidé con la paz a los mexicanos y estuvieron siempre tan porfiados, que hasta que los destruí no quisieron volver sobre sí, y tengo entendido que era porque no quedasen sin el castigo que sus grandes maldades y tiranías merescían. Ahora vamos a ver las grandes canoas, o acales, que vosotros decís que yo mandé hacer para pelear por el agua, en que tanto los mexicanos con la infinidad de sus canoas confiaban.» Mostróle los trece bergantines, las velas y remos; hizo entrar en uno dellos cuarenta o cincuenta soldados, y en poco espacio aquel Capitán vio y entendió la poca parte que podrían ser muchas canoas contra un bergantín, así en fuerza como en ligereza, y con cuánta facilidad con todos los que topase por delante podía echar a fondo. Paseóse por uno de aquellos bergantines, mirólos todos con mucho cuidado y no hizo más de maravillarse y espantarse. Con esto se volvieron todos.

Ahora diremos cómo este Capitán general, más espantado que los embaxadores de su hermano, se despidió de Cortés, y lo que pasó con el Cazonci, siendo causa que luego viniese a ver a Cortés.



 

 

Capítulo XXVII

Cómo el hermano del Cazonci se despidió de Cortés y llegado do su hermano estaba, contándole lo que había visto, le hizo venir.

De ahí a pocos días el hermano del Cazonci determinó volverse, sólo por hacer que su hermano viniese y se hiciese amigo y servidor de un tan valeroso hombre como Cortés, a quien él cada día se iba más aficionando, lo cual le forzó que al despedirse de Cortés, con juramento hecho a sus dioses, le prometiese de volver con su hermano y quedarse en su servicio (como Motolinea dice que lo hizo). Cortés le dio algunas cosas para inviarle más grato; salió con él hasta sacarle de la ciudad; caminó hasta llegar a Mechuacán lo más que pudo, despachando cada día desde que salió mensajeros a su hermano el Cazonci, el cual le salió a rescebir con toda su corte cerca de la ciudad de Mechuacán, donde, a su costumbre y uso, hubo muchos bailes y danzas. El hermano, hecha cierta reverencia, que en tales rescibimientos a su Rey y señor (aunque hermano) debía hacer, le abrazó luego; en suma, yendo hablando el Capitán general hasta entrar en la ciudad, fue diciendo al Cazonci grandes maravillas e increíbles cosas para lo de acá de Cortés y su gente, a las cuales el Cazonci estaba muy atento y no con poco placer de haber dexado de sacrificar a aquellos españoles, cuyas muertes fueran causa de su total destruición.

Otro día, después de llegado este Capitán general, el Cazonci hizo llamar a todos sus consejeros, los cuales sentados por su orden y antigüedad sentado cerca dél el Capitán general su hermano, les dixo:

«Ya señores, sabéis cómo queriendo yo ir a ver a Cortés, Capitán de los cristianos, los más de vosotros me lo estorbastes, diciendo que no convenía que un tan gran señor como yo fuese a ver un hombre extraño, sin estar primero muy cierto del valor y ser de su persona, aunque bastante prueba era de lo mucho que vale, tener nuevas tan ciertas de la destruición de México, hecha por sus manos; y fuistes de parescer que, para que en todo me sanease, mi hermano, que presente está, fuese a visitarle y ver con mucho cuidado la manera de su persona y la de los suyos, la suerte de armas y la manera de pelear; y viene tan espantado que por todo mi reino no quisiera (como tenía pensado) haber sacrificado a aquellos cuatro cristianos, porque soy cierto (según son poderosos y valientes los cristianos), que Cortés no dexara hombre vivo de nosotros; por tanto, yo estoy determinado, si a vosotros os paresce, de irle a ver y ofrescer mi persona y reino, y por que veáis cuánto nos conviene, ruego que oigáis a mi hermano algo de lo mucho que a mí me ha dicho.»

Ellos, que no deseaban cosa tanto, estándole muy atentos, dixo el Capitán general: «Yo, como sabéis, señores, fui a ver a Cortés sólo por entender lo que al Rey nuestro señor ya todos nos convenía, y cierto, aunque había oído cosas espantosas, las que vi me espantaron tanto que no se cómo os lo decir, porque en todo son los cristianos tan diferentes de nosotros, que el menos valiente dellos, según son animosos y diestros en el pelear (y con armas que en mucho hacen ventaja a las nuestras) puede pelear con cient valientes Capitanes de los nuestros y salir vencedor. Las armas son de muchas maneras, pero hay unas muy espantosas que cuando dan un gran tronido matan muchos indios. Esto decía porque no sabía cómo se llamaban las escopetas y los tiros. Fuera desto suben sobre unos animales muy mayores que ciervos y tan ligeros como ellos, que hacen todo cuanto mandan los que van encima. Tienen también muchos animales de la suerte de aquel que traxeron los cuatro cristianos, que nosotros, por aplacar a los dioses, sacrificamos. Vi la manera de pelear suya, que pone gran miedo mirarla, y después vi trece grandes acales, que en el menor dellos cupieran docientos de nosotros. Con éstos Cortés venció y conquistó los mexicanos, que tan fuertes estaban con su laguna. Por otra parte miré mucho en ello que siendo tan valientes los cristianos, son muy nobles, muy humanos, muy liberales y dadivosos, de donde entiendo que son buenos para amigos y malos para enemigos; y así, soy de parescer que el Cazonci mi hermano vaya lo más presto que pudiere a visitar a tal hombre y tenerle por amigo.»

Todos, oídas estas palabras, que tuvieron gran crédito, fueron de parescer que el Cazonci se adereszase luego con toda la majestad posible para la jornada y llevase grandes presentes, de que nada pesó a los nuestros. Salidos con esta determinación de aquella junta, el Cazonci mandó adereszar para el camino todo lo nescesario, dexando en el entretanto quien gobernase su reino.



 

 

Capítulo XXVIII

Cómo el Cazonci fue a ver a Cortés y cómo dél fue rescebido, y de su muerte algunos años después.

No se pudo el Cazonci dar tanta priesa para adereszarse, que no se detuviese algunos días, aunque fueron pocos, en comparación del adereszo y aparato con que partió. Vino por su jornadas con toda la majestad a él posible, inviando cada día, de donde llegaba a hacer noche, sus mensajeros a Cortés, diciéndole cómo ya iba y adónde quedaba, y otras palabras de mucho comedimiento, y así, llegando cerca del real de los nuestros, Cortés con los principales de su exército, determinó salirlo a rescebir; llevó consigo la música que tenía, porque sabía que el Cazonci traía la suya. Salió Cortés poco más de media legua, e cuando los unos reconoscieron a los otros, fue cosa muy de ver la salva que con la música se hicieron, no cesando hasta que Cortés y el Cazonci se vinieron a juntar, y estonces, habiendo gran silencio, como si hombre no estuviera en el campo, el Cazonci se humilló mucho a Cortés, e Cortés le abrazó e mostró gran amor, e luego por los intérpretes el Cazonci le dixo:

«Muy valiente y muy esforzado caballero, capitán y caudillo de muy valientes y esforzados caballeros, inviado por el mayor señor que jamás he oído: Suplícote cuanto puedo perdones mi tardanza en no haberte venido a ver cuando prometí, por que, cierto, muchas veces (como te habrá acontescido) los hombres (especialmente que gobiernan) piensan uno y hacen otro. Yo vengo a servirte y a ser vasallo, como tú lo eres, del Emperador de los cristianos, tu Rey e señor, y así, puedes mandarme de hoy en adelante en todo lo que se ofresciere, que toque al servicio del gran Emperador de los cristianos, y porque de lo que te ofrezco han de dar testimonio las obras, en prueba de que corresponderán a mis palabras, rescibirás hoy ciertos presentes de oro, plata, joyas e otras cosas que en mi reino hay, para que entiendas que ofresciéndote mi persona, es lo menos servirte con mi hacienda.»

Cortés, tan alegre de las palabras y obras del Cazonci como era razón, le tornó a abrazar, e por los intérpretes respondió que no se maravillaba de que no pudiese haber venido antes a verle, aunque lo hubiese prometido, por la razón que él decía que era muy justa y muy cierta, y que cada día solía subceder, y que desto no tuviese pena, porque él con su venida estaba tan alegre y regocijado, que no querría que le hablase en aquello y que le besaba las manos y tenía en mucho así el ofrescimiento como las obras, y que el Emperador y Rey, su señor, le haría muy grandes mercedes, y que por la comunicación que adelante tendrían con los cristianos vería y conoscería el gran bien que a él y a los suyos dello redundaría, porque se desengañaría de grandes y perversos errores en que el demonio por tantos años los tenía engañados.

En estas y otras pláticas volvieron hacia los aposentos de Cuyoacán con mucha música y regocijo; aposentóle Cortés todo lo mejor que pudo e hízole toda la fiesta que su posibilidad y aquella tierra sufrían; mandó a todos los españoles principales que en lo que pudiesen diesen gusto y contento a los señores y deudos que con el Cazonci venían, para que todos con el buen tratamiento se aficionasen a la conversación y amistad de los cristianos, con los cuales ellos en todo o en lo más tenían gran semejanza.

Comía el Cazonci y algunos de los más principales deudos y señores con Cortés; sabíanles bien las comidas de Castilla y más el vino, a que hasta hoy son todos tan aficionados que es menester gran rigor para que no se emborrachen. Mandó Cortés (como lo había hecho con su hermano) en aquellos días que allí estuvo el Cazonci [que] hubiese escaramuzas de los nuestros de a pie y a caballo y algunas salvas de artillería y escopetería, que no menos que a su hermano le pusieron pavor, aunque (como luego diré) vuelto a su tierra, instigándole los suyos y el demonio, que hacía la mayor guerra, no estuvo con aquella firmeza y fidelidad que había prometido. Dice Motolínea que se batizó y que él lo vio.

Pasados después algunos años, viniendo a gobernar Nuño de Guzmán, presidente del Audiencia real de México, en la revolución y rebelión del reino de Jalisco, que por otro nombre dicen la Nueva Galicia, prendió al Cazonci con intento, según muchos dicen, de sacarle oro y plata, fingiendo que había muerto veintidós españoles y que con los cueros dellos hacía areitos y que con su sangre, revuelta con muchas semillas, a su costumbre, había hecho un ídolo, que con gran reverencia, alegría y contento él y los suyos adoraban; y como vio que no le podía sacar el dinero que quería, le mandó quemar, debaxo de lo que dicho tengo, el cual, dicen, que cuando vio que le querían quemar y que ya no tenía remedio su vida, dixo a sus criados «Después que yo esté hecho polvos, os encargo muy y mando como señor vuestro, los llevéis a mi casa y los ofrescáis a mis ídolos.» Los cristianos que a su muerte se hallaron, sabido esto, por no dar lugar a aquella idolatría, barriendo muy bien el suelo, echaron los polvos en un río. Fue después por esta muerte preso Nuño de Guzmán y en España muy fatigado, porque paresció haber hecho gran crueldad, aunque dio los descargos que pudo.

Dexó el Cazonci dos hijos, los cuales aprendieron Gramática y nuestra lengua castellana, y el mayor, habiendo tenido el señorío de su padre algún tiempo, murió sin dexar hijos y subcedióle el segundo, que se decía Don Antonio, a quien yo muy familiarmente traté. Era grande amigo de españoles, muy querido y obedescido de los suyos, muy bien enseñado en la fee católica; presciábase de tener muchos libros latinos, los cuales entendía muy bien. Era muy gentil Escribano y especialmente en castellano escrebía con mucho aviso una carta, y no menos en latín. Y porque de las cosas de Mechuacán hablaré más largo cuando tenga recogidas las Memorias y papeles de aquella provincia, cerca del Cazonci por ahora no diré más, viniendo a las provincias que Gonzalo de Sandoval conquistó y pobló.



 

 

Capítulo XXIX

De las provincias que Gonzalo de Sandoval conquistó y pobló.

Al tiempo que los mexicanos echaron a los españoles de su ciudad con el estrago y matanza que en su lugar dixe, los pueblos y provincias subjectas a México y las con él confederadas hicieron gran daño en los españoles que por la tierra toda estaban derramados buscando minas de oro y plata. Y porque no es razón dexar de contar algunas grandes crueldades que a su costumbre (como hombres muy vengativos) hicieron en los nuestros, diré algunas, para que se entienda la razón que de castigarlos tuvo Cortés.

En Tututepec, que es a la costa de la mar del Sur, juntándose gran cantidad de indios, de súbito dieron sobre ciertos españoles, e presos, los desnudaron en carnes y metieron en un patio cercado de un pretil almenado, de un estado en alto, e poniéndose alderredor más de dos mill indios, como a toros, con varas tostadas los comenzaron a agarrochear, y como es tan terrible la muerte, que no hay animal que no la huya, procurando los miserables escaparse, se abrazaban con las almenas, procurando salir fuera, no haciendo otro fructo que dexarlas ensangrentadas, para memoria de su miserable muerte y ferina, crueldad de sus enemigos. Finalmente, viendo que no podían dexar de morir y que no tiniendo otras armas que las manos heridas y ensangrentadas, guardándolas para mejor menester, hincándose todos de rodillas, levantándolas al cielo y animándose unos a otros, acabaron la vida muy como cristianos.

En otros pueblos, como no andaban los españoles tan juntos, a los que asían pensaban (como sedientos de nuestra sangre) con qué novedad de tormentos los podrían acabar, y así, a unos tenían muchos días en lo más secreto de una casa fuerte encerrados, sin darles de comer dos o tres días, y después, cortándoles un miembro de su cuerpo, cocido o asado se lo daban a comer: tanta era la sed de su más que mujeril venganza. A otros asaban vivos a poco fuego, por que más durase el tormento. A otros desollaban vivos (como en nuestro tiempo hacen los chichimecas) que han hecho gran daño en el camino de México a los Zacatecas. Finalmente, como toda crueldad sea más de fieras que de hombres, y el ánimo generoso las aborrezca, por no indignar al lector e yo por no enternecerme, dexando las demás bestiales crueldades, prosiguiré lo que cerca desto Cortés ordenó, el cual en el año de mill y quinientos y veinte e uno, en fin de Octubre, desde Cuyoacán invió a Gonzalo de Sandoval con docientos españoles de a pie y treinta y cinco de a caballo, con muchos indios amigos, a Tututepec y a Guatuxco (que eran los pueblos más culpados), los cuales, como en la destruición y huída de México se habían (como dicho tengo) ensoberbecido y encruelecido, así, vista la mudanza de fortuna y el poder que los nuestros tenían, asolado México, le salieron a rescebir, puestas las manos, rindiéndosele, pidiéndole perdón de las cosas pasadas, jurando de ser de ahí adelante muy obedientes, diciendo que en lo pasado los había engañado el demonio. Sandoval los rescibió con buen rostro, castigando a los que notoriamente halló culpados, representando a los demás (como dicen) el pan y el palo, diciéndoles el bien que se les siguiría de ser buenos de ahí adelante y el mal que les vendría de hacer lo contrario.

Fue Tututepec una muy gran población, a do Motezuma tenía una gran guarnición de gente para la seguridad de muchos pueblos e provincias ricas que hay en aquella comarca, aunque en Tututepec no hay hoy con mucho tanta gente como estonces, a causa de la guarnición que estonces a la continua allí residía. Está de México cerca de ochenta leguas, y no ciento y veinte, como otros dicen; y donde se pobló Medellín es más abaxo y no muy lexos de la Veracruz, porque el año de mill y quinientos y veinte y cinco se pasó Medellín a la Veracruz. De Tututepec pasó a poblar a Guazaqualco, creyendo que los de aquel río estaban en el amistad de Cortés, como con toda solemnidad de juramento tenían prometido a Diego de Ordás cuando fue allá en vida de Motezuma. No halló Sandoval el acogimiento que pensó; díxoles que los iba a visitar de parte de Cortés e a saber si habían menester algo. Ellos, no aplaciéndoles estos comedimientos (como al enfermo de cólera le amarga la miel) con gran desabrimiento le respondieron que no tenían nescesidad de su gente ni de su amistad y que volviesen con Dios y no estuviesen más allí. Sandoval con toda blandura les replicó se acordasen de la palabra que habían dado a Diego de Ordás, trayéndoles a la memoria cuánto les convenía tener amistad con los cristianos y salir de la falsa religión en que vivían, ofresciéndoles paz, la cual ellos no quisieron, armándose e amenazando a Sandoval y a los suyos que si luego no salían los matarían cruelmente.



 

 

Capítulo XXX

Cómo Gonzalo de Sandoval salteó de noche un pueblo y prendió una señora, y de cómo ganó y conquistó otras provincias.

Sandoval, como vio que buenas razones ni comedimientos no bastaban, salteó de noche un pueblo, poniendo más pavor que haciendo daño, que este era su intento, donde prendió una señora, que fue gran parte para que los nuestros llegasen al río sin contraste y se apoderasen de Guazaqualco e sus riberas. Pobló Sandoval cuatro leguas de la mar una villa que llamó del Espíritu Sancto, que hoy está poblada, aunque de muy pocos vecinos, porque los indios se han ido apocando. Aportan allí algunos navíos y hallan refrigerio.

Atraxo Sandoval a su amistad a Quechullán, Ciuatlán, Quezaltepec y Tabasco, que duraron poco en el amistad, porque vueltas las espaldas los nuestros, se rebelaron con otros muchos pueblos que se habían encomendado en los pobladores del Espíritu Sancto por cédulas de Cortés.

Casi en este mismo tiempo invió Cortés a Francisco de Orozco, hermano de Villaseñor, con treinta de caballo y ochenta peones de a pie, acompañado de muchos indios amigos, a conquistar la provincia de Guaxaca con su hermoso valle, del cual después tomó el título de Marqués el Capitán general, con la cual confina la muy rica provincia de la Misteca, con otras provincias, que todas, por la excelencia de la Misteca, se llaman así, aunque cada una tenía su nombre, Mixtecapan, porque daban guerra, no como algunos dicen a Tepeaca, que está muy lexos, sino a otros indios amigos.

Halló el Capitán Orozco en Guaxaca una muy gran guarnición de indios mexicanos con sus casas, mujeres y hijos, que sojuzgaba y oprimía todas aquellas provincias. Fortificáronse cuando los españoles llegaron, en un peñol que tenía una cerca de cal y canto, de una legua en torno; tenían dentro, como forzados de galera, más de mill mistecas, no para otro oficio sino para dar grita de noche en la vela y en las batallas, ca, cierto, perturbaba mucho al que no estaba acostumbrado a ella. Túvolos cercados Orozco ocho días arreo, dándoles de noche y de día combate, quitándoles el agua, e con todo esto no se querían dar, hasta que Orozco, según unos dicen, invió mensajeros a Cortés, los cuales volvieron al fin de los ocho días, y de parte de Cortés, hablando a los cercados que se diesen, porque así se lo rogaba el Capitán general, y así ellos, quiriendo ganar aquella honra (aunque ya no podían al hacer) se dieron en ausencia a Cortés, viéronse en tan gran aprieto, especialmente de sed, que bebían lo que orinaban, y así cuando baxaron al río a darse, bebiendo murieron muchos.

Pocos días antes que esta victoria consiguiese Orozco, Miguel Díaz de Aux, muy valiente soldado y hombre de mucho punto, paresciéndole que estaba afrentado debaxo de la bandera de Orozco, habiendo él sido antes Capitán de Francisco de Garay, intentó de levantarse contra Francisco de Orozco y alzarse con la capitanía, paresciéndole que en ella se diera mejor maña que Orozco, el cual luego, como lo entendió, le echó grillos y envió con una hamaca con guarda de españoles a Cortés, el cual desimuló el delicto, porque la persona de Miguel Díaz era bastante para cualquier negocio de guerra. Era bien determinado, murió en esta ciudad muy viejo, y de allí adelante Cortés jamás le apartó de consigo y hallóse muy bien con él.

Motolinea dice que Sandoval tuvo tres encuentros con estos indios, en los cuales murieron dellos muchos primero que se diesen ni consintiesen a los españoles poblar en su tierra; todo pudo ser, pero Orozco los halló, como dicho tengo, empeñolados. Asentó por estonces aquella tierra e volvió con mucha honra donde su General estaba, inviándole él a llamar.



 

 

Capítulo XXXI

Cómo Cortés invió a descubrir la mar del Sur por otro camino, e tenida relación invió a Pedro de Alvarado, e de cómo se dio de paz el señor de Teguantepec.

Gran deseo tenía Cortés de descubrir la mar del Sur por el grande interese (como diré) que pretendía, y así, aunque había inviado por otra parte cuatro españoles a descubrirla, teniendo de nuevo noticia que no estaba muy lexos de allí, invió otros cuatro españoles con indios mexicanos; los dos fueron a Zacatula, cient leguas de México; los otros dos a Teguantepec, que dista ciento y veinte leguas, aunque por otras partes, estonces ocultas, estaba más cerca la mar del Sur, por la cual Cortés pensaba descubrir islas muy ricas de oro y piedras presciosas, especias e otras grandes riquezas e traer por aquel viaje a la Nueva España la especería de los Malucos, como después lo intentó en el año de mill y quinientos y veinte y siete, inviando tres navíos bien adereszados, de los cuales el uno volvía muy rico, cargado de especería, e por no saber la navegación para volver, no pudo navegar y tornó a arribar a los Malucos, de do había salido.

Llegados, pues, los españoles, aunque tomaron posesión, pusieron cruces, pidieron oro e otras cosas que traer a Cortés; traxeron indios de aquella costa, que Cortés rescibió y trató muy bien, e después de algunos días, dándoles cosillas de rescate, se volvieron muy alegres a sus tierras, llevando como todos los demás, por doquiera que iban, buenas nuevas de Cortés. El uno de los españoles que volvió más rico, que vive hoy en Guaxaca, se dice Román López, el cual perdió un ojo por llevar (como subceden las cosas humanas) su prosperidad bien aguada.

El señor de Teguantepec, que ya de las buenas nuevas de Cortés estaba bien informado, viendo los dos españoles, se holgó mucho con ellos. Preguntóles muchas particularidades de Cortés, dióles un gran presente de oro, pluma, algodón y armas, que en su nombre ofresciesen a Cortés y le dixesen que él con su persona, casa y señorío quedaba muy a su servicio y que desde luego se daba por vasallo del Emperador de los cristianos, su Rey e señor, y que como tal le suplicaba le inviase socorro de españoles y caballos contra los de Tututepec que le hacían guerra, y la causa era porque habían sentido dél que tenía afición y amor a los cristianos. Cortés, que no poco holgó con el presente y la embaxada, despachó luego a Pedro de Alvarado con docientos españoles, cuarenta de a caballo y dos tiros de campo, e por la instruición que llevaba se fue por Guaxaca, que ya tenía Orozco pacificada, aunque halló algunos pueblos que le resistieron, pero no mucho, e pasando adelante llegó a Tutepeque, el señor del cual le rescibió muy bien, con muestras de grande amor. Quísole aposentar dentro de la ciudad en unas casas suyas grandes y buenas, pero cubiertas de paja, con intento de quemar [a] los españoles aquella noche al primer sueño; pero Alvarado, o porque lo sospechó o porque le avisaron, no quiso quedar allí, diciendo que no era bueno para sus caballos, y así, se aposentó en lo baxo de la ciudad e detuvo al señor e a un su hijo presos, los cuales se resgataron después en veinte e cinco mill pesos de oro, porque es tierra rica de minas.

Pobló Alvarado hacia la costa de la mar en Tututepec una villa que llamó Segura de la Frontera, con el mismo regimiento que había en la otra Segura de la Frontera, que estaba en Guaxaca, y así la villa de Segura se mudó tres veces: la primera se puso en Tepeaca: la segunda, en Guaxaca, y la tercera en Tututepec, y después de Tututepec volvió a Guaxaca, donde ahora está. No tuvo Alvarado dicha de asegurar a Segura en Tututepec, porque los vecinos se mudaron, como luego diré.



 

 

Capítulo XXXII

Cómo Alvarado se volvió y los vecinos se mudaron, y Cortés invió a Diego de Ocampo, e de lo que acontesció a la vuelta a Pedro de Alvarado con un señor de indios chontales.

Vuelto Pedro de Alvarado, estuvo la villa poblada con el mismo regimiento que antes casi seis meses. La ocasión que los vecinos tuvieron de despoblarla fue que habiéndoles Alvarado repartido la tierra, Cortés hizo novedad, tomando para sí (según algunos se quexaban) lo mejor. Fue el que principalmente a esto los induxo un Regidor que se decía Hernán Ruiz. Y por que se entienda lo poco que estonces los naturales entendían, no quiero pasar por una cosa donosa, y es que estando en aquel pueblo Pedro de Alvarado mal dispuesto de un ojo (o por mejor decir de cobdicia) le preguntó el señor qué medicina sería menester para aquella su enfermedad e respondiéndole Alvarado que tejuelos de oro, el señor, por más de quince días, le traxo cada día cinco o seis tejuelos, que pesaban a ciento y treinta castellanos, unos más y otros menos, y él poniéndoselos sobre el ojo, decía al señor que ya iba mejorando. Dióle asimismo una cadena que pesó siete mill y quinientos castellanos, la cual Alvarado echó al cuello de su caballo, porque él no la podía sufrir en el suyo, ni aun el caballo mucho tiempo, y así la guardó do no se la hurtaron.

Invió luego Cortés a Diego de Ocampo, su Alcalde mayor, por pesquesidor contra los que habían despoblado la villa; condenó a uno a muerte; créese fue el Regidor que dixe, porque fue la principal parte. Apelló, en grado de apellación se presentó ante Cortés, el cual le mudó la muerte en destierro.

En este comedio murió el señor de Tututepec, por cuya muerte se rebelaron algunos pueblos de la comarca. Dice Motolínea que tornó a ella Pedro de Alvarado, e después de algunas muertes de españoles, los reduxo como antes estaban, pero Segura (como dixe) no se pobló más hasta que Nuño de Guzmán le mandó poblar y llamar Antequera. Alvarado a esta vuelta invió a Francisco Flórez y a Diego de Coria a visitar aquella tierra, e yendo por Guaxaca, visitando hasta Teguantepeque, volvieron por la costa, y en un pueblo antes de llegar a Teguantepeque, que se dice Tecquecistlán, que es de chontales, queriéndolo visitar, procuraron matarlos, y reprehendiéndolos y amenazándolos por esto con el Tonatio, que es «hijo del sol», que así llamaron los indios a Pedro de Alvarado, como a Cortés llamaban Malinche, respondió el señor dellos muy enojado: «¿Qué diablos, Tonatio, Tonatio, teutes, teutes, sois los españoles, que nuestros dioses no fornican, ni quieren oro, ni ropa, ni comen ni beben, aunque solamente beben sangre de corazones? Venga el Tonatio, que en el campo me hallará con cuarenta mill hombres»; y así lo cumplió, porque dende a dos meses vino sobre él Pedro de Alvarado con ciento y cincuenta españoles y cuarenta de caballo, donde le halló en la delantera. Resistió al principio con gran furia; derramóse mucha sangre, aunque más de los enemigos, e finalmente, después de muy bien reñida aquella batalla, quedando vencido aquel señor, los suyos con él, perdiendo el brío que tenían, conosciendo por la obra lo que de palabra habían oído, quedaron pacíficos.



 

 

Capítulo XXXIII

Cómo Cortés invió a la mar del Sur a hacer dos bergantines y cómo invió a Joan Rodríguez de Villafuerte, e Sandoval fue a Upilcingo e a Zacatula y de lo que más pasó.


FIN DE LA OBRA