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RAFAEL GRILLO HERNANDEZ
- EL REVERSO DE EDIPO.
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- Yo soy un asesino, y esta es mi confesión. No la escribo
porque tenga muchas ganas de hacerlo sino porque me obligan, me han dicho
que lo haga y punto, quieren que escriba con la mayor exactitud posible qué
hice, cómo lo hice, por qué lo hice, y otras cosas que caben en un etcétera,
por eso digo que es una confesión, o sea una colección de etc que explican
un crimen, porque yo cometí un crimen, es eso lo que me convierte en un
asesino. Y empiezo declarándome como tal porque no quiero andar con rodeos,
ni con misterios, después de todo, no veo nada extraordinario ni enigmático
en lo que hice, claro que eso se lo debo a muchas personas que en estos últimos
días se han encargado de hacerme entender, y, de veras que ya no creo me
resulte difícil explicarme, y entonces ¿por qué darle vueltas al asunto?
En definitiva, esto no es un cuento policíaco sino una confesión, y yo soy
un asesino y no un escritor, y punto.
- ¿Por qué cometí el crimen? Prefiero empezar por ahí
porque me parece que eso es lo que más les importa a todos, incluso a los
que va dirigido este escrito; así, como ya conocen, en alguna medida ,qué
pasó, podrían, si lo desean, leerse el principio y, si no les interesa
nada más, lo dejan y punto. Tengo una razón muy personal además, el por
qué me resulta lo verdaderamente interesante ¿Yo cometí el crimen, no es
verdad? Entonces, todo lo otro lo conozco demasiado bien, lo viví
personalmente, mientras que el por qué recién ahora lo sé, gracias a la
amabilidad de los señores psicólogos y psiquiatras que se exprimieron las
sienes, y exprimieron las mías, para llegar al meollo del asunto y...punto.
Me estoy extendiendo demasiado y me rogaron ser conciso.
- Según ellos, y debo especificar aquí que no me queda más
remedio que tomarles prestadas sus palabras y conclusiones para explicar el
origen de esta tragedia (así le llamaban), el origen debe localizarse en
los primeros años de mi vida, de los cuáles apenas me acuerdo, excepto de
dos o tres cosillas que ellos, con gran habilidad, debo decirlo, me hicieron
recordar: primero, que yo quería mucho a mi mam y lloraba cuando ella me
dejaba solo; segundo, que, a veces, mi pap se me antojaba, sobre todo cuando
iba de uniforme, un ser enorme, y me aterraba cuando me regañaba o
castigaba; y tercero, que teniendo apenas cinco años, o seis quizás, deseé
matarlo por primera vez; el hecho en cuestión me resulta algo difuso, yo
hice algo malo, no sé muy bien qué (son tantas las cosas que no deben
hacer los niños), y él empezó a regañarme furioso y a prometerme algún
castigo seguramente terrible, yo, asustado, le vomité encima, de su
uniforme especifícamente, y él me zarandeó violentamente, me gritó algo,
y me pegó... o no me pegó y sólo me sacudió, no podría afirmarlo con
seguridad, si creo recordar que deseé que desapareciera, no exactamente que
se muriera (no debía saber entonces qué era la muerte), que desapareciera
como las palomas de los magos, que le pasara como a mi abuelo o a mi hermano
menor que, de pronto, ya no estuvieron más. Este fue el despertar,creen
ellos, de mis "deseos homicidas", algo con lo cual no estuve de
acuerdo al principio porque yo no maté a mi...bueno, si estan enterados de
lo que pasó en definitiva pueden imaginarse la causa de mi desconcierto
inicial.
- Pero lo cierto es que ellos lograron, con una paciencia
admirable, extraer de mi memoria otros hechos que les permitieron rastrear,
mientras yo parloteaba como una cotorra en el diván, " la evolución y
desarrollo de mis impulsos homicidas". Les conté a los señores
psiquiatras cómo volví a tener deseos de matar a mi padre cuando amagó
romperme los juguetes acusándome de haberle extraviado un no sé qué que
utilizaba para no sé qué, y yo, les aseguro, ni sabía que esa cosa existía;
cómo él me reprochaba a menudo que mis calificaciones en la escuela podían
haber sido más altas (el máximo, quería decir), y en ese momento yo
pensaba que debía irse para la guerra como Mambrú, el de la canción;
también lo deseaba cuando me prohibía utilizar ropa a la moda por
considerarla extravagante, o cuando me obligaba a cortarme el cabello (hasta
una vez él mismo me lo cortó, me hizo un pelado desastroso, yo ni quería
ir así a la escuela, y él decía, orgulloso de sí mismo: "ahora si
te asemejas a un hombrecito, y no como antes que lucías pájaro"),
claro que yo siempre, luego de imaginarme, a veces hasta con lujo de
detalles su muerte y entierro, sentía culpa y me recriminaba por esos malos
pensamientos. A ellos les dije también, y a este dato le dieron mucha
importancia, que yo sentía lástima por mi mamá, más que resentimiento,
cuando ella le daba la razón a él, en mi contra, pues suponía debía
sentir tanto miedo como yo de contrariarlo.
- Otros sucesos de mi vida completaron mi " historial
psicopatológico ", o sea el cuadro de mis traumas mentales (o así fue
como lo entendí), donde se podía encontrar el "complejo de Edipo clásico
", "froidiano" (¿), "no resuelto", con la
consiguiente y esperada "agresividad reprimida", que se
manifestaba mediante "desplazamientos", en "actos hostiles"
contra objetos, animales y personas. Ejemplos de tales actos fueron
considerados:
- _ La muerte de mi perro, o como ellos lo nombraron:
"mi primer asesinato", o sea el primer acto criminal generado por
mi "latente pasión homicida", aunque, en este punto, yo me defendí
alegando que le lanzé la pelota de béisbol a mi perro porque huía de mi
con mi media favorita en la boca, y que no quería matarlo, sino sólo que
se detuviera para arrancarle la media y no me la destrozara.
- _ Los dos o tres pajaritos, o que sé yo cuantos, pero en
todo caso pocos (nunca fui de los mejores tiradores), que derribé con mi
tirapiedras,por supuesto que me defendí también de esta acusación haciéndoles
ver que matar pájaros era uno de los pasatiempos de los muchachos de mi
barrio, y, que yo supiera, ninguno había matado a su ... a ninguna persona.
- _ Sobre los pajaritos, también les confesé que un día
sentí lástima de uno que había derribado, y caído en tierra, lo ví
estremecerse algunos segundos antes de morir. Acordamos en ese instante mis
amigos del barrio y yo ... , y me gustaría aclarar que siempre he tenido
amigos, tanto en el barrio, como en la escuela primaria, y en la secundaria,
y desearía que fuera así en el preuniversitario, aunque no sé si después
de lo que ha pasado pueda seguir en la escuela, probablemente no, y lo
lamentaría, me gusta estudiar, y he sido buen alumno (he obtenido buenas
calificaciones sería mejor decir), sobre todo en las asignaturas de letras,
porque tengo excelente ortografía (debe ser a causa de que leo mucho, y de
todo: libros, periódicos, el diccionario), y hasta me conozco muchas
palabras raras que asombran a mi maestra, ella dice que tengo "estilo"
para escribir, que "si no fuera por mi mal genio podría llegar a ser
escritor", y lo dice con razón porque cuando me provocan yo...y punto,
no divago más, regreso a la concreta, al tema quiero decir, pues mis amigos
y yo decidimos... antes de esto lo que yo quería decir era que me resulta
extraño cómo he podido tener amigos y nunca me hayan rechazado, o no se
hayan percatado de esos "impulsos criminales inconscientes" míos,
hasta una vez tuve novia, aunque fueron unos días nada más (las mujeres
son muy extrañas, excepto mi mamá, creo). Terminando con lo de mis
amistades, yo pienso que puede suceder que ellos también posean esos "deseos
homicidas" pero no se les han manifestado como me ocurrió a mi.
Regresando al pajarito: abrimos un huequito en la tierra, lo enterramos, y
punto. De este acontecimiento los psicólogos sacaron la conclusión de que
el pajarito era yo,"simbólicamente", claro, y que el "entierro
simbólico" explicaba mi posterior intento suicida. Aquello me pareció
tan bello, interesante, y lo decían con tanta convicción, que no tuve más
remedio que darles la razón en todos sus argumentos, y punto, no protesté
más.
- _Le prestaron especial atención al hecho de que,
accidentalmente, hubiera tumbado, con el cabo de la escoba, el portarretrato
con la foto del matrimonio de mis padres que estaba sobre el televisor.
Estuvieron de acuerdo todos ellos, y a estas alturas ya me habían
convencido, con suficientes argumentos, de su sabiduría, de que aquello no
había sido una casualidad sino que era "la manifestación de un deseo
inconsciente que había burlado las defensas del yo".
- _Donde me dejaron realmente perplejo fue con la explicación
que ofrecieron al piñazo que le dí en la cara a un muchacho en la
secundaria. Ocurrió que él estaba llorando, lo habían estado molestando cómo
sucedía a menudo, lo habían golpeado, y estaba llorando en una esquina del
patio, me acerqué a él, sentí pena por él, quise consolarlo, pero me
empujó, y entonces lo desprecié, lo odié, y le pegué con todas mis
fuerzas, hasta deseé sacarle los ojos, lo pensé, pero no llegué a hacerlo
ni nada por el estilo. Brillante explicación proporcionaron a ese acto: lo
que me sucedió fue que se "activó un mecanismo de defensa de
identificación con el agresor", primeramente me "identifiqué
inconscientemente" con él, y eso me hizo sentir débil y miserable
pero, al rechazarme, se "rompió esa identificación y la trasladé
hacia mi padre, me identifiqué entonces con él, y actué como él se
portaría con los débiles y miserables", por eso le pegué, y punto.
Esto pasó solo unos pocos días antes del crimen, y, consideran ellos,
demuestra claramente "qué en mi interior ya estaba todo dispuesto para
que se produjera el crimen".
- Creo que por qué cometí el asesinato ya ha sido explicado,
para mayor claridad voy a hacer uso nuevamente de las palabras de los
psiquiatras, ellos refieren que cometí el crimen " bajo un estado
alterado de conciencia, generado en un individuo de sistema nervioso
hipersensible, con un desarrollo anormal de la personalidad, y desencadenado
por una situación traumática", o sea que soy un "perturbado
mental", porque si fuera una persona normal yo no hubiera matado a mi
madre, todo el mundo quiere a su madre, hasta yo, pero nadie la mata, y yo
lo hice, y punto.
- Hasta ahora no había dicho que mi crimen consistió en
matar a mi madre, y si lo había callado, no era por mantener ninguna
intriga: estoy consciente de que esto no es un relato de misterio, y, por
demás, los que van a leer estas líneas saben muy bien que la persona que
maté era mi madre, sólo que si lo hubiera hecho antes quizás hubiera
perdido el hilo, o sea, la lógica de lo que contaba, y empezado a hablar de
algo que sólo ahora creo llegado su turno: qué hice, cómo lo hice. No lo
evito más, llegó la hora... , y punto.
- El día del crimen pudo haber sido como otro cualquiera.
Salí de la escuela y me dirigí directo para la casa. Cuando llegué, ella,
mi madre, estaba llorando, mucho, con sollozos hondos y lágrimas que le
inundaban la cara, no soportaba verla llorar, se volvía fea, vieja y
triste. El no estaba, siempre se marchaba cuando discutían, si hubiera
estado allí me habría atemorizado, colérico era imponente: gritaba,
agitaba las manos, caminaba de un lado a otro, amenazaba con partir y no
regresar más. Como no estaba, en vez de miedo, sentí odio, un odio intenso
que su ausencia convertía en un desafío interior. Me arrimé a mi madre,
sentía mucha lástima por ella, hasta ese momento todo había sucedido como
en otro día cualquiera en mi casa, hubiera querido abrazarla, mimarla,
acurrucarme en sus brazos como un bebé, sólo intenté besarla, y entonces
hizo como el niño de la escuela, me rechazó, y me gritó: "Fue por tu
culpa otra vez, se enteró que tú..." , y siguió hablando pero yo no
escuché más, no quería escuchar más, no podía escuchar más, estaba
atolondrado, como si un enjambre de abejas zumbara alrededor de mi cabeza, y
la tuviera cubierta con una malla densa que me protegiera de sus picadas, y,
a través de esa malla la veía a ella, escupiendo palabras venenosas como
aguijones de abejas. Caminé hasta la cocina, despacio, debo haberlo hecho
como los robots de las películas, el cuchillo estaba a la vista, el
cuchillo grande y afilado de cortar las carnes, lo tomé sin saber que iba a
hacer con él, lo supe después cuando, de nuevo al lado de ella, la miré a
través de la malla que cubría mis ojos, y mientras las abejas seguían
zumbando sin piedad, saqué el cuchillo que ocultaba en la mano tras la
espalda y lo hundí en su vientre, una, dos, tres veces, o que sé yo
cuantas, pocas en todo caso, pero suficientes. La vi caer y estremecerse
unos segundos antes de morir. Debía haber mucha sangre, en el suelo, en el
cuerpo de ella, en mis manos, pero no le presté mucha atención, no me
impresionaba como la de las películas. Dejé caer el cuchillo y me incliné
hacia ella, sentía l stima por ella, después los psicólogos me
preguntaron si sentí amor por ella en ese momento, pero no lo sé, si
recuerdo que, en aquel instante, pensé que había sido él, y no yo, quién
la había matado, y un dolor muy grande se me clavó en el pecho, como si
una piedra me hubiera pegado duro, justamente bajo mi tetilla ¿ese dolor
era el amor? ¿es el amor? no lo sé, subí las escaleras corriendo, y ya en
la azotea seguí corriendo aún cuando dejé de sentir piso bajo mis pies.
Eso fue todo, quizás me disgregué un poco, podía haber dicho: maté a mi
mamá y me tiré de la azotea y punto. Pero he querido contarlo todo,
supongo que sea porque ahora sí puedo hacerlo, tengo una imagen tan nítida
de los acontecimientos de ese día, demasiado, hasta la caída: volando
lejos, fuera, por primera vez, del nido de mis padres, y el impacto en el
suelo, simplemente como cuando la luz se apaga en la noche, y la oscuridad
me adormece, y me duermo, y punto.
- No me morí, tuve tanta suerte, o no la tuve, no sé. Me
pregunto si eso es bueno o malo, pero me cuesta trabajo responderlo, no creo
que sea fácil, tampoco lo fue aclararle a ellos si había deseado matarme
cuando me lancé de la azotea, o si sólo quise huir, les dije que tuve
deseos de morir pero ahora dudo, quizás no, o quizás fueran las dos cosas
a la vez, no sé si eso ser posible, quizás ellos puedan saberlo mejor que
yo, de lo que sí estoy completamente seguro es de que no he vuelto a sentir
deseos de morirme, es posible hasta que ahora me sienta alegre, es una alegría
rara, no como las de antes, no creo que sea tampoco esa felicidad de que
hablan los adultos, imagino que nadie pueda sentirse feliz después de haber
matado a su madre, por muy "psicópata" o "perturbado mental"
que sea. De todos modos, no estoy triste por no haberme muerto, y gracias a
eso, y a la amabilidad de los señores psicólogos y psiquiatras que,
generosamente, y con enorme paciencia, me han ayudado a entenderlo todo,
puedo escribir esto, y poner en orden mi cabeza, comprender, sobre todo, por
qué, si siempre deseé matar a mi padre, terminé matando a mi madre, dicen
que en ese momento me "identifiqué" con él, que "actué
transformado "en él, y eso me alivia de culpas, de responsabilidad por
lo que hice, me dicen también que lo hice por amor, y sé que ellos, que lo
saben todo y son muy sinceros, no lo dicen para consolarme. El hecho de que
le encajara el cuchillo en el vientre a mi madre tiene, me aseguran, un
significado sexual, eso me desconcierta un poco, lo confieso, no era nada de
eso lo que consideraba yo sexo, o lo que me hacían ver las películas y los
libros, pero yo no conozco mucho de sexo, lo reconozco, y ellos sí deben
saber ; dicen que intenté matarme para reunirme con ella en el más allá,
puede ser verdad, aunque nunca me creí de veras eso del ciclo , y de que
allí están los muertos, tampoco me parece que lo creyeran mis padres,
cuando digo esto algunas personas se escandalizan, y afirman que, si no
quise matarme por "arrepentimiento" o "salvación espiritual",
constituyo una "persona potencialmente muy peligrosa para la sociedad",
pero de esto no estoy seguro, probablemente exageran. Me imagino que debo
preguntarlo. No lo sé.
- Ellos sí deben saber, y punto.
-
- DE
COMO EL PSICOANALISIS SALVARA A LA HUMANIDAD
- (Artículo que aparecerá en una revista del año 2056)
-
- No se extrañe usted, amigo lector. Confieso que soy yo el
primer sorprendido con el título que he decidido ponerle a mi artículo.
También todo lo que voy a decirles aquí me resultó, en un inicio,
descabellado, y ridículo. ¿Cómo una presunta ciencia del pasado, de la cuál,
seguramente, la mayoría de los lectores, ni siquiera han oído hablar nunca,
y sólo unos pocos tendrán una vaga noción de qué es el psicoanálisis, o
quiénes fueron Freud o Lacan (dos de sus principales pensadores); cómo una
teoría psicológica, que cuenta actualmente con apenas mil defensores en
todo el mundo, agrupados en una asociación fantasma: la Sociedad Psicoanalítica
Internacional, de muy dudosa reputación dentro de la comunidad científica
mundial; cómo un engendro tal, tildado de literaturesco e irracional, y tan
sólo actualmente con un valor histórico (o prehistórico quizás), va a
presentarse ahora como el probable descubridor de la causa y métodos de
curación de la terrible enfermedad correctamente nombrada por la opinión pública
"el mal del siglo" y "la asesina de talentos", en espera
de que los prominentescientíficos, embarcados en su estudio, logren ponerse
de acuerdo, siquiera, en cómo nombrarla?
- Lo cierto es que los psicoanalistas tienen sus respuestas.
Están lidereados por Fredmundo Segis, uno de los pocos en activo,
considerado por sus seguidores "el nuevo Freud", y adorado como
una especie de Mesías o salvador del psicoanálisis, no sólo por la
similitud de su nombre con el del célebre fundador Segismundo Freud, sino
porque, de ser ciertas sus suposiciones, el psicoanálisis quedaría
reinvindicado, y una nueva era de esplendor comenzaría para él.
- Los psicoanalistas han elaborado una hipótesis, si bien
poco confiable para las mentes del hombre de hoy, al menos coincidente con
los presupuestos psicoanalíticos básicos, coherente en su esencia, y
esperanzadora para la humanidad entera, que observa, con temor y
desconfianza, el desconcierto de los más grandes hombres de ciencia de todo
el mundo, que prefieren callar por toda respuesta, cuándo se les indaga
acerca de este nuevo e infernal reto, esta criminal enfermedad, que escoge jóvenes
de considerable talento y futuro para ensañarse en ellos, privándoles,
poco a poco, del deseo de actuar, sumándolos en una indiferencia tal, que
son incapaces hasta de motivarse por aquellos estímulos que garantizan la
vida misma: el agua, el alimento, el movimiento, arrastrándoles a una
muerte cruel, inexplicable, y lenta, si no perecen antes de alguna
enfermedad, conocida y presuntamente curable, que se resiste a ser vencida
por los métodos tradicionales, como si en ese cuerpo hubiera encontrado las
condiciones ideales para volverse inexpugnable.
- Para esta afección, que, como sabrán ustedes, ha
arrancado la vida a más de diez mil personas, a un ritmo creciente, entre
ellas promisorias figuras de la más nobel generación de investigadores, teóricos,
científicos aplicados, y políticos, los psicoanálistas han hallado una
explicación, bien alejada de lo que consideran médicos prestigiosos, empeñados
en encontrar una deficiencia orgánica, o un agente viral o bacteriano que
la cause. "El problema - aseguran los discípulos de Segis - es psicológico
y no biológico. Se trata de una epidemia, pero de una epidemia mental; se
trata de una enfermedad cuyo origen no está en el funcionamiento orgánico
de las personas, sino en el funcionamiento de sus mentes; ni siquiera en el
funcionamiento mental de un individuo aislado, sino que se trata de la
enfermedad mental de la sociedad de nuestro tiempo. Las personas no enferman,
son sólo vehículos que expresan la insania latente de la sociedad, son
emergentes".
- ¿Cómo pueden afirmar esto con tanta seguridad? - se
preguntarán ustedes, hijos de una sociedad basada en la racionalidad, en la
lógica más lúcida y consecuente, segura de su ciencia penetrante, pragmática,
y tecnologizada, que ya supo enfrentar y vencer desafíos tales como el cáncer,
el SIDA, y manipular los genes humanos. ¿Cómo? Esta respuesta la obtuve
por boca del propio Fredmundo Segis.
- Debo confesarles que llegué hasta él, casualmente, movido
sólo por pura curiosidad periodística; necesitaba, en aquel entonces,
solamente un tema, quizás sensacional o extravagante, para llenar mi
espacio en la revista. Un simpático anuncio (simpático, sólo eso me
pareció entonces), en la puerta de una modesta casa de la parte vieja de la
ciudad, me motivó a acercarme a ella. El cartel decía: " Antes de
morir , done su inconsciente. Psicoanalícese ". Las palabras
"psicoanálisis" e "inconsciente" las recordaba
vagamente, y tenían ese sentido extravagante y sensacionalista que buscaba
para mi artículo; por eso toqué a la puerta. No podía imaginar entonces
que este acto implicaría: primero, que no podría entregar mi artículo en
tiempo, con la consiguiente riña con el editor; segundo, que pasaría más
de quince días, como una huraña rata de biblioteca, enredado con volúmenes
viejos y difíciles de asimilar, escritos por señores llamados Freud, Jung,
Fromm, Lacan, y otros, que, a la postre, resultaron ser reveladores, y
terminaron convenciéndome para escribir esto; y tercero, que surgiría en
mi, lenta pero implacable, una convicción que me ha llevado a dedicar,
todas las semanas, una hora, tendido en un diván, a relatarle a un señor,
nacido con la virtud, rara en estos tiempos, de escuchar todos mis sueños,
verdaderos o inventados, todos mis recuerdos, reales o no, todos mis actos,
todos mis deseos, todas las cosas que se me ocurren, en fin, toda mi vida...
¿cierta o falsa? Pero eso no tiene demasiada importancia.
- No podía prever nada de esto cuándo, ante mi toque
insistente, se abrió la puerta para mostrarme a un viejo, que aparentaba
unos setenta y cinco años (después supe que superaba los noventa), con un
aspecto bastante común sino fuera por su mirada, inusualmente enérgica, y
su cabeza calva y alargada como una pelota de rugby ; su vestimenta era
tremendamente sencilla, algo descuidada. Un aire singular que escapaba del
conjunto de su figura me desconcertó; creí al principio que se trataba de
esa atmósfera sobrehumana y celestial, por demás casi siempre artificial y
engañosa, que envuelve a los místicos; más me convencí, más tarde, de
que estaba verdaderamente ante un iluminado, una criatura excepcional. Me
presenté, le dije nombre y profesión. " Segismundo Freud... digo
Fredmundo Segis "- se presentó a su vez, cometiendo algo que luego
sabría que se le llama "acto fallido". "¿Vienes por el
anuncio?". Le respondí que sí. "¿Sólo para chismear o para
psicoanalizarse?". Le dije que lo que deseaba era entrevistarlo acerca
del significado del cartel. Hizo un gesto desaprobatorio con la cabeza, pero
una alegría, desmesurada me pareció entonces y comprensible ahora, se
apoderó de sus vivaces ojos, como si hubiera llegado quizás la oportunidad
de su vida y no fuera a dejarla escapar. Y no lo hizo; empezó a hablarme,
con una elocuencia y una claridad inesperada para mí, y logró cautivarme
con aquella disertación que lograba acercarse a los aspectos más enigmáticos
de la misteriosa enfermedad, brindándoles una explicación lúcida y
reveladora; no me ahogó tampoco con fraseología psicoanalítica (yo no
hubiera podido comprenderlo) sino sólo me trasmitió conceptos esenciales
para entender cómo pretendía curar él la enfermedad a través del psicoanálisis.
Tanto me interesó, que permanecí en su casa, sin percatarme, varias horas;
supuse luego que debí sentirme, entonces, como los discípulos de antaño
en presencia del maestro filósofo.
- No voy a reproducir completamente todo lo que me argumentó
sino solamente aquello que pueda ayudarles a ustedes a responderse la
pregunta que gravita en sus mentes . "La causa de este mal está
encajada en lo más profundo del alma de la sociedad entera, tanto que
corroe su cuerpo entero. Vivimos en una sociedad lógica, analítica, que sólo
cree en los dictados de una razón pragmática y tecnologizada. El hombre
vive en una maraña de palabras que toma equivocadamente por sus propios
pensamientos, y de cifras, que le brindan los instrumentos que ha creado,
alejándose de las cosas mismas, desconfiando de su propia percepción, de
su propia capacidad para penetrar las cosas y llegar a la verdad. Los datos
sustituyen a las cosas, las palabras a la intuición creadora, las máquinas
a los brazos, a los actos propios, el mundo falso de la realidad virtual al
mundo verdadero, la ambición por el dinero a la ambición por la
verdad". "Somos una sociedad enferma -continuó hablando- peor aún
es que somos inconscientes de esa enfermedad, pero lo peor de todo es que,
precisamente, ese conocimiento, ahora imprescindible, es lo único
inconsciente que nos queda; y esa es la causa de la enfermedad: nos quedamos
sin inconsciente, vivimos sin inconsciente, hasta nacemos sin él; por eso
mueren de este mal sólo los jóvenes, los que nacieron en esta sociedad
corroída en sus raíces más profundas, nacieron sin inconsciente, o sea
sin sueños que realizar o entender, sin conflictos íntimos que resolver,
sin impulsos o deseos instintivos que satisfacer o sublimar, sin la fuente
de energía que nos conducía al abismo o a la gloria, sin la memoria
arcaica de una especie que, en algún momento, vivió en el Paraíso y
desearía regresar a él, sin, ni siquiera, impulsos sexuales, casi
desaparecidos ya, de tanto reprimirlos por considerar al sexo higiénicamente
pernicioso. Por todo esto la enfermedad hace presa en los más jóvenes, y
perdona a los viejos, a los que todavía tenemos inconsciente, a los que no
hemos podido vencerle, destruirle totalmente a lo largo de nuestra vida. El
mal paraliza, y postra, hasta la muerte, a los enfermos, porque no tienen
energía, ni motivos, para enfrentarse a él. Somos una gran mente ociosa,
que se revuelve despreocupadamente, creyéndose protegida dentro de las
paredes del propio ego, sin brazos, o sin fuerzas para utilizarlos en la
transformación de la realidad, además no tenemos por qué hacerlo, vivir o
morir da lo mismo. Quizás ya ni el dinero pueda alentarnos: nos toca a tan
pocos, y ni siquiera esos pocos pueden comprar con él la ansiada felicidad,
ese Paraíso que buscábamos hasta que en algún momento nos extraviamos en
el camino... o siempre anduvimos errados ¿quién sabe?". Segis terminó
diciendo: "Que no busquen más el mal en el cuerpo, aún si lo
hallaran, sería sólo la traducción de lo que ocurre en el alma. Vivimos
bajo el imperio del Tánatos, sólo sirviendo al Eros, en la batalla por su
supervivencia, podremos salvarnos".
- En cuanto a cómo curar la enfermedad, la clave está en el
enunciado del cartel. Segis dice: "Cuando el gran Freud descubrió el
papel de los procesos inconscientes en la vida humana, y creó la teoría y
la práctica psicoanalítica, sólo pretendió que nos conociéramos mejor a
nosotros mismos, y que fuéramos capaces de mejorarnos con ese conocimiento,
de dominar, hasta cierto punto, los impulsos inconscientes, para encauzarlos
en la superación de nosotros mismos. Pero la sociedad humana ha ido más
lejos; no nos basta conocerlo y pulirlo, tuvimos que eliminarlo como a un
estorbo, precisamente por revelarnos nuestra debilidad, nuestra imperfección".
Ahora, a los nuevos psicoanalistas, que han ido incorporando, lentamente,
adeptos convencidos, les toca la enorme tarea de, así como los médicos
transfunden la sangre para imprimirnos nueva vitalidad, o nos implantan órganos
sanos que restituyan a los enfermos, transfundir e implantar inconsciente,
teniendo ante sí un escollo difícil de superar, pues reconocen que el ser
humano aún es incapaz de transmitir contenidos psíquicos directamente de
mente a mente; pero ellos confían en la capacidad del hombre, sólo dormida
y no extinguida, para producir sueños, para imaginar utopías, para
recordar, para desear, y para compartir todo esto con los otros, difundirlo.
- Por lo pronto, Fredmundo y sus seguidores están luchando
por hacerse oír en los reacios círculos científicos, con una voluntad
empecinada. El propio Segis ha comenzado a escribir una especie de
"Diario del Inconsciente" que recoger lo que él llama su
"mente profunda", y ha conminado a hacerlo tanto a los
psicoanalistas como a sus, todavía desgraciadamente pocos, pacientes y
voluntarios; y los carteles, como el que vi en su casa, ya andan diseminados
por el mundo, en las puertas de todos los miembros de la Sociedad Psicoanalítica,
deseando que acudan pronto, muchas personas, al urgente llamado.
- Y usted, amigo lector ¿se atrevería a dejar a un lado sus
prejuicios y presentarse? Quizás pueda contribuir a erradicar la enfermedad
y salvarnos a todos. Quizás sea usted un héroe anónimo en esta batalla
por el futuro de la humanidad. En lo más hondo de sí mismo ¿no le gustaría
ser heroico?
- Por mi parte, ya no sólo me sumé al grupo de
"donantes voluntarios", sino que, cuando concluya de escribir este
artículo, voy a continuar mi lectura de "La interpretación de los sueños",
para relatar, e interpretar, en mi propio "Diario del
Inconsciente", mi sueño de anoche; aunque no creo que esto sea muy
complicado, mis sueños son bastante parecidos a la vida real, no como los
de los pacientes de Freud, "pero al menos sirven para empezar"- me
asegura mi psicoanalista.
-
- DIOS
Y EL SEXO TRAS EL HUMO DEL CIGARRO
-
- Calmosamente, encendió el cigarro. Parecía querer seducir
al tiempo, y obligarlo a detenerse, con el movimiento de la mano, lento y
estudiado, que llevó el encendedor hasta la punta del cigarro. Absorbió el
humo, no con ansiedad sino paladeándolo, y lo retuvo en sus pulmones el
tiempo justo para sentirse inundado de aquella sustancia que, desde hacía
muchos años, no le era ajena a su cuerpo sino necesaria. Cuando lo exhaló,
intentó puerilmente armar anillos: puso su boca en forma de círculo, y lo
fue expulsando poco a poco, pero sólo logró que el humo saliera en difusas
bocanadas intermitentes. No se sintió decepcionado, no le frustraba fallar
siempre sus intentos, sólo se reía para sí del infantilismo de aquellas
tentativas. Estaba solamente siguiendo con detenimiento todos los pasos de
un rito privado, tantas veces repetido que había acabado quedando
totalmente desprovisto de significado y sentimientos, desnudo y obstinado
como todas las obsesiones íntimas. Pretender formar círculos de humo era sólo
el momento final, el toque maestro, si se quiere, que despojaba a toda
aquella minuciosidad de repulsiva solemnidad y la convertía en una especie
de juego, de reconciliación entre el niño que habitaba en él y los vicios
de su adulto.
- Se consideraba a sí mismo un fumador verdadero, distinguiéndose
de las personas que acuden al cigarro solo para enfrentarse a una ansiedad
volátil y devastadora, pudiendo entonces sustituirlo. No, él disfrutaba
realmente el acto de fumar. Había terminado identificando el aroma y el
sabor del cigarro con el aroma y sabor, irritante y ríspido pero
cautivador, de su propia alma en soledad. Porque fumar lo recogía dentro de
sí, lo aislaba de su circunstancia, detenía el transcurrir y el
movimiento, lo envolvía en la niebla protectora de sus propios
pensamientos. Viajaba a través de sí mismo, se descubría con cada bocado
de humo que tragaba, y se perdía con cada espiral de humo que se disolvía
en el aire como si encontrara la ruta inextricable de su frágil pensamiento
yla siguiera hasta extinguirse en la nada (o la incógnita) que acecha al
finalde todos los caminos. Quizás por todo esto le resultaba tan difícil
apartarsede aquel hábito que reconocía pernicioso; lo más curioso es que
pensara, sin embargo, que podía abandonarlo, no cuando quisiera pero sí
cuando la búsqueda de su vida hubiera llegado a término.
- También le gustaba combinar el cigarro con una taza de café,
aspirarel humo y sorber el líquido, alternativamente, hasta acabarlos al unísono.
Hubiera deseado hacerlo ahora pero era imposible: habría sido una falta
imperdonable que abandonara el lecho, en este preciso instante para preparar
café; ella hubiera malinterpretado su acto, y no le gustaba herir la
sensibilidad ajena, prefería reprimir su deseo. Se quedó acostado,
disfrutando el advenimiento de su voz interior, el regreso de su intimidad
proveniente sin duda de los complicados arabescos del techo que la cortina
de humo dejaba entrever. Había concluído de hacer el amor y, sin prisas,
como de costumbre, esperando se aquietaran los desordenes que el sexo genera
en los cuerpos, se había separado de ella, tendiéndose a su lado para
ejecutar, a manera de epílogo, la maniobra descrita.
- No había hecho el amor, y esta fue la primera conclusión,
insoportable pero veraz, que su entendimiento, despertado por el cigarro, se
apuró en brindarle. Había realizado el acto sexual con aquella mujer y
nada más, descubría que no la amaba, ni había colmado aquel encuentro sus
expectativas. Se reconocía decepcionado. Había perseguido a esa mujer
varios meses con una desesperación casi adolescente, creía estar
enamorado, y además poseído por una lascivia sorda y profunda que
ablandaba sus entrañas, la deseaba como si con su posesión alcanzaría la
anhelada redención espiritual. Ahora que ella había sido, al fin, suya, se
percataba de su renovado autoengaño: como otras tantas veces se había
dejado cegar por la esperanza de la realización de un sueño inalcanzable.
Pero ella no tenía la culpa, eso lo alcanzaba a discernir claramente, y de
nada vale culpar a los demás de las derrotas propias. En este momento sólo
hubiera deseado que ella le permitiera engullir su frustración a la
velocidad perezosa con que se consumía su cigarro.
- Pero ella no lo dejaría. No podía hacerlo, perdida como
estaba en suspropios laberintos. Lo veía sumido en su autismo
introspectivo, absorto, como si ella no estuviera ahí, al parecer solamente
interesado en observar las fugaces volutas de humo que se posaban sobre
ellos. La venció su fantasma insumiso: la inseguridad.
- - ¿Qué te pasa? ¿No te has sentido bien? - le preguntó.
- El se demoró en contestar. Percibió el resquemor, la duda
sensible que arrastraba la pregunta. Hubiera preferido callar a tener que
mentir pero sabía que el silencio iba a ser tomado como una confirmación
de insatisfacción. No le gustaba mentir pero no dudaba en hacerlo si con
ello evitaba dañar a otra persona. Aunque esta vez no estaba seguro de que
su respuesta la calmaría, quizás el tono de su voz lo traicionaría, más
no tenía otra opción.
- - No, no pasa nada. Me siento bien - respondió. Luego pensó
que debió haber dicho algo más, algo así como "¿Por qué me haces
esa pregunta?" o "!A qué viene esa tontería!", algo que la
obligara a ponerse a la defensiva o que le restara importancia a la
pregunta. Pero no dijo nada más.
- - Es que te has quedado mudo. Tú no eres así ¿Por qué
no me dices la verdad? No te he gustado, esperabas más de mí ¿No es eso?
- Su temor no la dejaba callar, la incertidumbre de ser una amante torpe le
llenaba la boca de frases infelices - Has encendido ese cigarro y estás
distraído, como si anduvieras por otra parte, y no al lado mío.
Seguramente piensas que yo...
- La interrumpió. Comenzaba a molestarle grandemente aquel
interrogatorio que lo arrancaba de sí mismo e interrumpía su plácido
ritual. Trató de agarrarse de algo - Estoy fumando porque siempre lo hago.
Eso no significa nada.
- Aquella respuesta tenía la sólida y aplastante concisión
de lo verosímil, y él pudo lograr su propósito: ella calló, se echó
hacia atrás sobre su espalda, y tapó con la sábana su cuerpo desnudo con
un pudor repentino y comprensible.
- El prosiguió su rutina, contento de poder recobrar la
lucidez que la situación otorgaba a su pensamiento. "Aunque estés
casi convencido de que es en vano, sigues buscando a Dios en el
orgasmo" - pensó. Dios era sólo una metáfora. No era creyente, y, si
lo fuera, nunca se le hubiera ocurrido buscar a Dios en la satisfacción
carnal. Hablaba de Dios porque intuía la semejanza entre su búsqueda y la
de los filósofos, los místicos y los religiosos. El buscaba una
experiencia sublime, un máximo de intensidad que otorgara sentido a la vida
misma. La Felicidad, el Absoluto, el Paraíso, tantas palabras para
denominar la misma cosa. Probablemente sea esto lo que buscan todos los
hombres, pero cada uno escoge su camino particular. El había escogido el
sexo porque había sido ahí, precisamente, donde más cerca se había
hallado de alcanzar su meta. Cuando lo hacía, unas veces más que otras, se
sentía próximo a su objetivo; en el clímax casi lo veía llegar, surgía
el rostro de Dios, se revelaban sus contornos, difusamente pues nunca
lograba percibir todos los detalles de su cara, y se desvanecía rápidamente
tras el orgasmo, dejando tan sólo esa sensación de derrota que nunca es
tan honda ni tan destructora como cuando uno ha estado muy cerca del
triunfo. A veces pensaba que la solución era el amor, que no había amado a
nadie nunca y esa era la causa de su fracaso, creyó que sólo en la
conjunción del amor y el sexo, que sólo el sexo con amor era la solución.
Más tuvo que reconocer luego que si aceptaba el hecho de no haber amado
nunca, que si aceptaba que las palpitaciones en el corazón, el temblor en
las piernas, el deseo irresistible de ver, ser visto, poseer, ser poseído,
morir, ser muerto, los celos, los sufrimientos que había sentido por
algunas mujeres a lo largo de su vida no eran amor, entonces no debía estar
capacitado para amar, o el amor era algo tan elevado, tan esquivo y sutil,
que era prácticamente inalcanzable. Y si esto era así ¿debía renunciar?
No. Fue en ese momento que se inventó el mito de la mujer ideal.
- - ¿Me quieres? Dime ¿me quieres? - ella volvía a la
carga. Ahora escondiendo, bajo el disfraz de la sadomasoquista curiosidad
femenina, la imperiosa necesidad de escuchar del hombre la confirmación,
casi siempre engañosa, de ser amada.
- El conocía de sobra, esa maniobra, manida y absurda, y
aunque era capaz de entenderla sintió repugnancia. Nuevamente inquirido ,
casi lo vence el impulso de mandarla al diablo o de levantarse de un tirón
de la cama y marcharse, más se controló pero sin poder evitar que su
respuesta fuera brusca y trasluciera desprecio:
- - ¿Por qué no me dejas en paz de una vez y no haces más
preguntas?
- Ella se viró de costado, de espaldas a él, y rompió a
llorar, con un llanto reprimido, entrecortado, que lo tornaba más dramático,
más desgarrador.
- El se sintió compulsado a compadecerla, se arrepintió
para sus adentros de su tosquedad, sentía culpa, y dolor por el dolor
ajeno, pero no hizo nada. Trató de imaginarse consolándola y lo que le
vino a la mente fue la imagen de un león, una bestia bruta y feroz, que de
pronto regresara sobre sus pasos para arrullar a una flor que pisaron sus
zarpas. Aquello le pareció ridículo. Maldijo entonces al condenado
cigarro, que no acababa de quemarse, y lo mantenía atado a aquel lecho
extraño. Regresar a su ensimismamiento era la única manera de soportar
aquella situación.
- "La mujer ideal, la mujer perfecta, la mujer escondida
bajo cualquier rostro de mujer que pudiera transportarme a los cielos, una
mujer única, que debía estar en alguna parte y que yo debía encontrar.
Empezar a saltar de cama en cama, de sexo en sexo, en una trágica batalla
contra el tiempo limitado de mi existencia, siempre buscando, siempre
creyendo haber encontrado, y siempre fracasando... hasta llegar aquí. Hasta
cuando debo continuar para acabar de convencerme de que mi pretensión es un
absurdo. Y si se acabaran las mujeres - se rió para sí como a quién se le
ha ocurrido un desatino - entonces continuaría con los hombres, de hombre
en hombre buscando ahora no una princesa sino un príncipe azul que me eleve
hasta el Infinito." - un calor peligroso entre los dedos de la mano le
anunció que el lazo que lo encadenaba a ese sitio estaba terminando de
quemarse y las cenizas dispersas anunciaban su liberación ¿todavía la
deseaba? Un repentino insight en su conciencia le hacía dudar ¿si su búsqueda
no tendría fin, era lógico seguir buscando? ¿si era su método
irracional, no debía abandonarlo? ¿podría haber en verdad algo más allá
de ese arrobamiento, de ese éxtasis providencial que lo sobrecogía en el
clímax del placer? ¿y si fuera aquello el máximo de intensidad que la
vida nos puede otorgar o que podríamos soportar? Pensó que la spera
soledad en que se refugiaba era también su cárcel y su desamparo, sólo el
roce de otra piel lo hacía sentirse menos solo, aunque más solo, más él
mismo, pero más deseando reunirse con el otro.
- Ella se había acercado a él y lo tocaba suavemente, tanteándolo,
temiendo su reacción. El expulsó de un golpe, sin detenerse a hacer
anillos, la última bocanada de humo, y tiró la colilla minúscula en el
suelo, adonde había ido a parar toda la ceniza. Se volvió hacia ella, tenía
unas ganas inmensas de que lloraran juntos, no sabía por qué, hubiera
deseado enjugarle sus lágrimas, pero ella ya no lloraba y se contuvo de
hacerlo. Ella ahora lo miraba fijamente a los ojos. El jugó a prever lo que
vendría: un hermoso, y hasta dudoso, arranque de sinceridad femenina.
- - Sabes, yo quería decirte algo, aunque quizás no deba,
pero no me importa, sólo te pido que, por favor, no vayas a mentirme, y a
decirme lo mismo sólo por lástima. Me he sentido muy bien contigo. Creo
que nunca me había sentido así. - dijo ella y le puso un dedo sobre los
labios, con esa romántica teatralidad propia exclusivamente de las mujeres.
- No por esperado a él le pareció menos halagador, sabía
que no debía repetir algo similar a sus palabras aunque se sintiera tentado
a hacerlo, y no por lástima sino por agradecimiento, porque empezaba a
pensar que también la había pasado bien. Pero todo lo que hizo fue darle
un beso corto y decirle, a modo de chiste, algo que creyó sólo él podría
entender:
- - Entonces encontraste a Dios - y se sonrió, de una manera
transparente, sin rastros de burla ni superioridad en su mirada.
- Aquello la tomó por sorpresa, pero se recuperó enseguida
de su asombro, y ripostó con esa rotundamente simple pero implacablemente
acertada lógica femenina.
- - No estoy segura de qué quieres decirme con eso... pero
no, no encontré a Dios, tampoco lo andaba buscando.
-
- LA MUERTE DEL ESPEJO
-
- Nunca hubiera podido ni vislumbrar siquiera que fuera la
rotura de ese espejo lo que le generara tal inquietud. Había transitado en
pocos minutos de la rabia a la frustración, y de ahí a esa cenagosa y
devastadora incomodidad que ni un presunto sentimiento de culpa, ni el valor
real del objeto podían explicar. Se sentía atrapado, perdido de súbito
entre la tupida arboleda de su propia y desconocida identidad.
- Cierto es que aquel espejo tenía para él un significado
especial, oculto ala luz de su conciencia: lo prefería sin saber por qué,
no sólo lo prefería sino que era el único espejo en que se reconocía a sí
mismo y podía soportar la contemplación de su imagen; detestaba el resto,
una sensación de bochorno, de ridículo, lo obligaba a apartar la vista de
su reflejo en cualquier otro espejo extraño.
- Pero es que él no se había percatado, y mucho menos
hubiera podido comprenderlo ahora, que de todas las cosas existentes es quizás
el espejo la más parecida al hombre mismo por su capacidad inaudita de
reflejar siempre la mirada ajena y nunca la suya propia, por eso los espejos
son tan individualizables como el propio hombre. Aunque esto pueda parecer
descabellado, me atrevo a afirmar que no todos los espejos son iguales, ni
en todos puede uno encontrarse y descubrir su ser íntimo. Cada hombre tiene
su espejo particular con el que se identifica, y en el que se reconoce, pero
nadie es capaz de hallarse a sí mismo hasta que no se mira con los ojos de
su espejo, y un espejo sólo es capaz de devolverte la mirada cuando se
rompe en pedazos. Esos trozos de cristal azogado que yacían ahora en el
piso alrededor de nuestro protagonista eran los ojos de su espejo que,
acusadores, querían obligarlo a distinguir su individualidad irrepetible.
- El tambaleante entendimiento de nuestro personaje buscaba
la explicación a su turbio desasosiego en el suceso que había precedido a
la muerte del espejo y en su decisión repentina, increíble, de expulsar de
su lado a la mujer que pretendía amar. Ella le había confesado su
infidelidad, y él había reaccionado, agresiva y puerilmente, lanzando
aquel zapato que fue a incrustarse contra el espejo, haciéndolo añicos
mientras este exhalaba un quejido amenazador. Podía discernir sin embargo
que no debía culparla, que ella sólo había querido vengarse, defenderse
de los múltiples engaños y humillaciones que él le infligía. Creía
descubrir que su estúpida reacción de ira no era motivada por el dolor del
amor traicionado sino por su orgullo lastimado, su vanidad dislocada. También
por eso la había obligado a marcharse, en medio de ofensas y empujones ¿o
había sido por el destrozo del espejo? El no alcanzaba a distinguir esa
posible relación a pesar de que sólo pensó en sacarla de allí luego de
que viera con disgusto el reguero de cristal por el suelo: los innumerables
fragmentos devolviendo hacia su rostro molestos reflejos de luz o imágenes
incompletas de sí mismo, de ella, del cuarto, de la situación entera.
- No podía achacarle su estado de ánimo ni al
arrepentimiento ni a la culpaestos son sentimientos demasiado fáciles de
identificar, transparentes y sólidos; lo suyo tenía el carácter inconexo
de los sueños, la zafiedad de la memoria, la viscosa materia de la vida
percibida desde adentro. Como le ocurre a la mayoría de las personas, nunca
había podido lograr suficiente desapego respecto a la experiencia propia
para poder valorarla con objetividad como hacía con la vida de los otros.
No podía entender entonces el origen de esta crisis que enlodaba sus
vivencias. Estaba atravesando una de esas crisis en las que uno no puede
detenerse a reflexionar porque no se cuenta con amarras para atar el
pensamiento, y este vaga, perdido como una barca, por los oscuros mares de
la inconsciencia. Es en esos momentos en los que uno comete un acto
desesperado, extraídas las energías de demoníacos impulsos cautivos de
pronto liberados, un acto que resultaría imprevisible hasta para los más
allegados, un acto incomprensible hasta para uno mismo si estuviera fuera de
las circunstancias, un acto que parecería reservado sólo para situaciones
excepcionales y que surge engañosamente como la única opción salvadora.
- Nadie conoce a su espejo hasta que lo rompe como mismo el
hombre no es capaz de reconocer su esencia última hasta que no se cierne
sobre él la sombra ineludible de su muerte, tan única y privada como su
misma vida, así también, aunque parezca una paradoja, sólo es capaz el
hombre de descubrirse y aceptarse a sí mismo cuando conoce a su espejo,
ahora quebrado, y lo rearma, rehace en una totalidad íntegra los pedazos
dispersos, como quién recompone la discontinuidad recién descubierta, que
la vivencia unificadora del Yo escondía, para reinsertarnos en una
necesaria ilusión de indestructible unidad.
- Nosotros podemos comprender todo esto porque estamos en uno
de esos remansos de calma que la vida nos concede, en los que la razón se
convierte en un magnífico instrumento para discernir la realidad, pero
nuestro hombre no, él estaba angustiado, y ciego, y solo en medio de su
crisis. Por eso tuvo que hacer lo que hizo.
- Barrió cuidadosamente las astillas de cristal que
inundaban el suelo, como queriendo restituir el orden alterado, como si
quisiera dejar limpio el escenario, sin posibles detalles distractores, para
que el acto final ganara en grandilocuencia a los ojos de futuros
espectadores. Guardó para sí el trozo mayor, aquel en que su rostro
pudiera adivinarse casi entero, y se sentó en el borde de la cama, enfrente
mismo al espacio vacío donde otrora podía mirarse con holgura. Intuía
borrosamente lo que haría con el pedazo de espejo que retenía entre sus
manos. No se encerraría en el baño como la mayoría de los suicidas.
-
- GAME IS OVER
-
- Encima del juego y los aciertos
- en un cuadrado de estigma sin medidas
- esperas el holocausto de la noche
- sin zapatos con hebillas
- en las copas en la inercia
- que rebosa la intemperie
- la jugada la estocada final
- el artificio que te dar la ciudad
- su madrugada que sabe de triunfos y renuncias
- la mañana que sabes sin prisas
- aletargada en una esquina
- del reloj de la semana
- como una esponja sin razón que absorbe todo
- lo que quieres lo que no
- lo que prometes cada vez que te marchas
- encima del juego y los aciertos
- a las preguntas que no se pronuncian
- y escuchas el sábado casi inútil
- el mismo el único
- las preguntas que adivinan tus deseos
- recogidos escondidos
- protegidos del juicio y el desafío
- en las copas en la inercia de una madrugada
- que tentó a la mañana a la intemperie
- que sabe sin prisas de los artificios
- del reloj de la semana para plegarse
- como esponja defenderse de la estocada final
- la última pregunta sedienta de vacío
- de dejarte sin fuerzas en las primeras
- horas de un domingo inútil como sábado
- sin zapatos con hebillas
- que hablen de obsesivos de rituales
- de cuadrados como estigmas de señales
- que digan cuando termina la espera
- cuando empieza la noche del polvo
- del iluminado que escucha las preguntas verdaderas
- no sus deseos de triunfos y renuncias
- aletargados en una esquina de jadeos y lamentos
- de turbios esfuerzos como juegos
- que absorben todo lo que quieres
- lo que no es esta inútil madrugada de domingo
- que empezó a tejerse el sábado en la noche
- cuando pensaste "si fuera diferente"
- diferente el olor y las pisadas
- diferente el ritmo y los rostros
- iguales las preguntas pero ciertas ya sabidas
- empujado el holocausto de la ciudad
- como juicio que se marcha cuando lo prometes
- sin prisas ¿ tanto sabe de esperas y de triunfos
- o sólo anuncia la estocada final
- la última pregunta el primer bostezo
- y el último porque llega la mañana ?
- y te quedas a la intemperie aletargado
- en una esquina en la inercia
- rebosado de copas hastiado del juego y los aciertos
- ¿tic tac ? marca el reloj de la semana
- y suena así
- como una primera pregunta
- como otro desafío
- como la próxima renuncia.