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lías Gábalo era un buen
tipo. Trabajador, honesto, dadivoso. No tenía mayores ambiciones, pero aspiraba
a una vida tranquila, con una buena mujer al lado, varios hijos, cierto
bienestar, en fin, nada del otro mundo. Y Elías Gábalo empezó por encontrar
esa buena mujer con la que soñaba. Era una chica de hogar, educada en colegio
de monjas, habilidosa, discreta, honrada, no demasiado fea, algo gordita y, por
sobre todas las cosas, muy trabajadora. En la casa, se entiende. Le encantaba la
cocina. Elías Gábalo era feliz. Había encontrado su cara mitad. Su alma
gemela. El adoraba comer. Y comer bien.
El primer año de casados todos sus regalos eran en
función del arte culinario. Y el segundo también. Y el tercero. Emilita --ése
era su nombre-- gobernaba en la cocina con todos los elementos que cualquier ama
de casa pudiera soñar. Sartenes, peroles, cacerolas, ollas a presión, grandes,
chicas, medianas. Aparatos para batir, picar, cortar, moler, trozar, rallar,
amasar, rellenar. Frascos, pomos, mangas, cucharones, potes. Cuchara grande,
enorme, o pequeñita, diminuta. Cuchillo inmenso, liso, dentado, chico, eléctrico,
de cualquier tamaño y color. Y allí estaba Emilita limpiando sesos bajo el
chorro de agua fría, quitando la telita que los recubría, esfumando todo
vestigio de sangre. O hirviendo espárragos, picando cebolla, reduciendo el
tomate a puré, enmantecando asaderas, rallando queso, sazonando con laurel.
Siempre firme en la cocina entre zapallos, perejil, dientes de ajo, pimentones o
nuez moscada. Nada la hacía más feliz que revolver el caldo o espesar la
salsa. Y Elías Gábalo le festejaba todos y cada uno de sus riquísimos platos.
-- ¿Qué comemos hoy? --era el saludo habitual de Elías Gábalo a su mujer. Y
no porque no la quisiera. Al contrario, la adoraba. Pero le parecía que con esa
pregunta todo estaba dicho: "Buen día, mi amor, te quiero mucho, te extrañé
tanto ¿qué sorpresa me espera?". Y Emilita así lo interpretaba también
porque inmediatamente contestaba --como si fuera un disco-- el nombre del plato
que había preparado. Al principio eran cosas fáciles, claro. Pero a medida que
transcurría el tiempo y ella se perfeccionaba, los platos iban sofisticándose
más y más. Y el diálogo entre ellos también. Si bien su conversación
siempre había girado alrededor de la comida, de los ingredientes, las salsas,
hortalizas o hierbas aromáticas, algunas veces mechaban con algún comentario
del barrio, de la familia, de la situación general del país. Pero poco a poco
el tema de conversación se fue reduciendo, estrechando, limitando a una sola y
única cosa: la gastronomía. --"Un sobre de crema de hongos, medio litro
de agua, medio litro de leche, una porción de champignons al natural, una
tajada de jamón cocido, pimienta" quería decir: --"Gorda, me parece
que tenemos que invitar a tu madre a comer el próximo domingo, no te olvides
que fue el cumpleaños y no fuimos a verla" y --"Deshuesar totalmente
un pollo crudo y cortarlo en rodajas, salpimentar. Agregar un poco de tomillo y
macerarlo en coñac y oporto", era la contestación, que a su vez
significaba: --"No tengo ganas de que venga mamá. La última vez se quejó
porque las berenjenas estaban crudas". Se habían fabricado un diccionario
tan insólito que los vecinos cuando presenciaban un diálogo entre ellos --por
casualidad-- permanecían atónitos, perplejos. Los consideraban totlamente
insanos. Alguno aventuró a anotar en una libretita los significados de ciertas
palabras. Había descubierto, por ejemplo, que "hacer picadillo' quería
decir "hace frío", y "cortar rodajitas", "hace
calor". "Carne mechada" era "buenos días" y "huevos
rellenos", "buenas noches". Y así siguiendo.
El barrio entero estaba intrigado con los Gábalo. Una
extraña fascinación los dominaba a todos. Por lo tanto, se dedicaron a
espirarlos. Entonces descubrieron que Emilita deshuesaba un pollo en cincuenta y
cinco segundos, o batía claras de nieve en tan sólo ocho. O que guardaba
toneladas de aves, carnes y achuras en una de las enormes congeladoras que le
había regalado Elías Gábalo para su último aniversario.
Pero también se percataron de que Emilita, por fin,
merced a los ruegos de madre y suegra, había quedado embarazada. No era gordura,
cosa que al principio se pensó. No, no. Esta vez era seguro. Esperaba un bebé.
Esa panza alargada, puntuda, caída, no era grasa. Era el estado. ¿Dejaría un
poco la cocina ahora que estaba así? ¿Dejaría de comer tanto? Y dejó.
Milagrosa y misteriosamente Emilita dejó de atender la cocina. Estaba
embelesada con el bebé que pronto llegaría. Elías Gábalo, en cambio, no se
conformaba. Quería comer. Soñaba con albóndigas, puchero, ravioles, chuletas,
presas de pollo, jardineras, salsas, guisos, consomés, ensaladas, salpicones,
arrollados, panqueques, gelatinas, purés. Y tenía que soportar, sin embargo,
la visión de montones de pañales, mamaderas, baberos, pañoletas, colchitas,
sonajeros, cochecitos, ositos peludos y pelados, muñecos de goma, figuritas,
cuadritos, escarpines blancos, rosas, celestes, amarillos. Y cuando reclamaba su
bocado, su sostén vital, la razón de su vida, Emilita le alcanzaba un biberón
con leche por todo alimento. ¡Ah! no, Elías Gábalo no podía tolerar tamaña
impertinencia. Tan luego a él. El, que se había desvivido por comprarle todos
los elemntos culinarios imaginables. El que había agrandado la cocina hasta
convertirla en la única habitación de la casa (en un rincón de la misma había
colocado las camas) tirando abajo paredes, medianeras, puertas, zócalos,
ventanas, arcadas. No, no y no. Esto no podía ser. Ya iba a ver la gorda.
Y así fue como un día se levantó de la cama, salió
de la cocina, se puso la cacerola, dijo "achicoria" y se fue. Y no
volvió.
A la hora señalada Emilita tuvo su niño. Una criatura
rozagante, rellenita, de tez rosada. Pesaba ocho kilos seiscientos. Una ballena
en miniatura. Y el parto fue normal. Al principio Emilita estaba tan entretenida
con su elefantito que no reparó en la falta de Elías Gábalo, pero en cuanto
comenzaron a salirle dientes al niño (acto que vino acompañado de un hambre
feroz y no había comida que le alcanzara) comenzó a sentir nostalgia de su
media naranja. La cocina-casa retomó su vieja fisonomía. Emilita sabía
--porque era un gorda sabia-- que Elías Gábalo no tardaría en aparecer.
Y no se equivocó. Corriendo la cortina de ajos y
cebollas, tropezando con melones, paltas y pomelos, atravesando botellas, latas
y cajones de mercadería fresca o envasada, se fundió en un interminable abrazo
que apretó hasta hacer palidecer las carnes de su amada familia. Frases como
"escalopes", "canelones", "villeroi", "provenzal",
"maryland", eran intercambiadas con entusiasmo frenético por el
matrimonio. Hasta el pequeñín inauguró su primera palabra --"mondongo"--
que emocionó hasta las lágrimas a los progenitores.
Y así las cosas, adivinará el lector que, colorín
colorado, este cuento se ha acabado. Pero no con un sorpresivo --acaso
esperado-- final explosivo (vesículas reventadas, colesterol, ataque a la
cabeza). No. Nada de eso. Los componentes de la familia Gábalo terminaron sus días
felices.
Comiendo perdices.