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La mujer de Wakefield

 

Personajes principales

Elizabeth Wakefield
Charles Wakefield
Amelia, criada de la señora Wakefield
Franklin Flantery, paje de la señora Wakefield
Dorothy Flantery, madre de Franklin
Georgiana, hermana de Elizabeth
Ashley Allen Royce, cuñado de Elizabeth
Señora Korngold, huésped de Charles Wakefield
Procurador Waterton. jefe de Wakefield
Kirby, Beswick, Cooper y demás compañeros de trabajo de
Wakefield
Inspector Jefe de la policía
Smite, amigo de Franklin
Sally, cocinera de Royce y Georgiana
Ida y Clarissa, hijas de Royce y Georgiana
Ralph Collins, investigador
General Bennett y otros huéspedes de la señora Korngold
Señora Marston. costurera
Reverendo Webster
Señor Norton. ropavejero
Juez y notario
Verdugo
Condenados
Cocheros y viajantes
Multitud de Londres





   1


Martes. Después de beber dos o tres tragos del té con que su esposa lo recibe cada día de la semana al regreso del trabajo, Charles Wakefield arruga los labios y dice con su voz más calma: «A propósito, esta misma noche debo partir en viaje de negocios, no creo que vuelva antes del viernes».
    No es así, no es de este modo como planeó el anuncio, pero así ha resultado y es la dictadura de los labios sobre el rincón más frío de la razón.
    A la señora Wakefield no le extraña que su esposo deba emprender un viaje perentorio. En cambio, sí le sorprende mucho que para comunicarlo haya encabezado la frase con ese «a propósito», como si estuviera retomando un diálogo iniciado horas antes consigo.
    Charles Wakefield informa taciturno que tomará la última diligencia de la noche, la que va hacia el noroeste. «Hacia el noroeste», repite ella mecánicamente, queriendo acostumbrarse a la idea. Entonces hace sonar una campana y acude Amelia, la única criada, dando pasos cortos y atolondrados.
    –Amelia, quiero que prepares una pequeña maleta con una muda de ropa.
    –No, Amelia –interviene Wakefield–. Ya la preparé yo mismo esta mañana.
    –Entendido, señor. ¿Algo más, señora?
    –Sí, quizá Franklin... –comienza a decir Elizabeth cuando un gesto del marido vuelve a interrumpirla, esta vez para explicar que Franklin no hará falta.
    La muchacha devuelve presurosa una genuflexión y se retira meneando la cabeza, o eso le parece a la señora.
    –No comprendo, Charles. ¿En qué momento preparaste la maleta?
    Como toda respuesta, él da un último y escueto sorbo al té, deja la taza con cuidado en el plato, se acerca un poco sin levantarse de la butaca y, suavemente, apoya la mano derecha sobre la rodilla de su esposa.

 




   2


En sus diez años de apacible matrimonio, la señora Wakefield nunca ha hecho preguntas a su esposo sobre las tareas que desempeña fuera del hogar. Como es corriente en estos tiempos (estoy hablando, estimado lector, de la segunda década del siglo XIX), el trabajo de un hombre resulta a su esposa un mundo recóndito y vedado. Aun así, la señora sabe que el despacho donde Charles pasa los días depende de cierto tribunal. Conoce vagamente la calle del despacho y hasta cree recordar que, un año atrás, en presencia de su cuñado Royce, Wakefield mencionó al pasar el presupuesto que el gobierno asigna a las colonias penitenciarias con un grado de precisión que, en ese mismo instante, ella juzgó fruto de sus saberes profesionales, más cuando Wakefield nunca antes había revelado conocimientos fuera de lo corriente sobre ninguna materia.
    Desde el exacto día de su boda, entre Charles y Elizabeth Wakefield ha quedado establecido algo así como un pacto implícito: ella nada pregunta acerca del trabajo, él nada acerca de los quehaceres domésticos. No obstante, esta tarde de fines de octubre, algo despierta la curiosidad de ella. ¿Por qué impide Charles que Amelia vaya por Franklin cuando últimamente, en todos los viajes, siempre es él quien lo ha llevado y traído con alguna berlina alquilada o prestada? ¿Por qué en esta oportunidad preparó él mismo el equipaje? ¿Por qué, a diferencia de otras veces que ha partido, hoy Wakefield la ha puesto en aviso con tan sólo dos horas de antelación? El mayor inconveniente de ser una mujer discreta, reflexiona la señora, es que no hay vuelta atrás posible. «Más vale celar desde un principio», se dice, satisfecha de la idea que le vino. Más vale celar desde un principio porque los hombres, sigue pensando, no aceptan que una mujer permisiva, prototipo de la abnegada esposa, tal como ella se jacta de ser, se atreva de pronto a pedir explicaciones.
    Por más que decide aceptar el anuncio de Wakefield, incluido ese «a propósito» tan impertinente, la señora hace el tibio intento de averiguar más datos; pero no sólo conspira la falta de costumbre, sino que la única pregunta que de manera oblicua roza la cuestión –algo sobre el clima de «la región» adonde viaja Wakefield– resulta tan vaga en boca de ella, que al esposo le basta un monosílabo para demoler la precaria estrategia. Por lo tanto, cuando Charles mira el reloj y enarca las cejas, cuando se calza el gabán gris amarillento sobre el traje marrón, cuando toma el paraguas, el sombrero, la maleta y sale decidido a la calle en penumbras, donde para colmo ningún carruaje espera, para ese entonces la señora Wakefield ha perdido la esperanza de saber ya sea el lugar al que marcha su esposo, ya sea el motivo del viaje o mucho menos la fecha del retorno.

 




   3


Son las ocho de la noche y una niebla baja y maciza envuelve la luz débil de las farolas de calle.
    –Elizabeth, ¿lo ves?, ha llegado el otoño –comenta él, sin énfasis alguno, como quien confirma algo bien sabido. Por un momento deja en el suelo la maleta negra y busca en un bolsillo del abrigo sus guantes de cuero; luego parece dudar, avanza con dos pasos hacia ella y le captura la mano derecha con sus manos largas, quebradizas, aún sin enguantar.
    Es un gesto de cariño que ambos hacen de memoria. Así y todo, ella vuelve a asombrarse como el primer día cuando siente, una vez más, esa desproporción insólita pero tan propia de Wakefield entre el frío exagerado de su mano izquierda y el calor razonable de su mano derecha. Un caso único, supone, aunque ningún hombre más que su esposo la ha tomado con dos manos al mismo tiempo.
    El propio Charles supo bromear cuando joven que, si su mano helada era la izquierda, esto quería decir que también su corazón era de hielo... pero quién sabe si la broma no esconde una verdad: es que Wakefield, aunque empeñoso y fiel en su rol de marido, ha sido siempre alguien muy parco a la hora de mostrar las emociones.

 




   4


–¿Cómo, no viene ningún carruaje? –pregunta ella con tono belicoso al ver que, tras haberse calzado los guantes, Wakefield hace ademán de marcharse.
    Él responde que es tarde, que irá a pie hasta el puesto de las diligencias. Y, sin que medie más que una áspera mueca, le da la espalda y comienza a alejarse hacia allá donde la calle Chiswell deja de ser recta, da diez pasos que son desparejos igual que sus manos, el pie izquierdo tiene un tranco sin duda más corto y timorato, y cuando todo hace pensar que está de más esa mirada que Elizabeth sigue posando sobre su espalda en fuga, justo cuando ella también está por darse vuelta (quedarían a la distancia, estimado lector, espalda frente a espalda, las dos espaldas yéndose), de pronto Wakefield gira, un movimiento brusco e imprevisto, y le envía una sonrisa lejana y de escasa cordura, una sonrisa que en el acto la señora sabe que recordará y repasará por años, como se revisan sin remedio los hechos que nos obsesionan en el tiempo.
    Sin tregua, esa misma noche, ella reexamina lo ocurrido y califica la sonrisa de desmesurada. Es la sonrisa de alguien más habituado a la desdicha que a la felicidad, la boca de alguien que no sabe bien qué hacer con un raro arrebato de alegría.
    «La gente se divide entre aquella que tiende a la tristeza y aquella otra que tiende a la felicidad», escribe en su diario, que no es de verdad un diario, a la mañana siguiente. «Los que tienden a la tristeza nunca saben qué hacer si la alegría se les sube a las faldas. Les incomoda como una piedra al cuello. Los que tienden a la alegría, en cambio, rechazan la tristeza como una enfermedad. Les basta ver su reflejo en cualquier rostro que ya sienten ansias de escapar.»
    La señora Wakefield guarda, un tanto avergonzada y lejos de todo alcance, esta especie de diario íntimo que no es una contabilidad de su existencia, sino más bien un pensum cotidiano, un registro de ideas y reflexiones. Se trata de un cuaderno grueso, inaugurado tantos años atrás que en la primera página se lee todavía su nombre de soltera: Elizabeth Peabody.

 




   5


   Hace rato que amaneció y Elizabeth Wakefield permanece sin prisa en su habitación apabullada por la luz. La habitación queda en la segunda planta y da a la calle. La señora acaba de tender las sábanas sin ayuda de Amelia. Se viste. Se peina ante el espejo. Luego cruza caminando cerca de la ventana, echa casualmente una mirada y cree reconocer a Charles en un hombre parado en la manzana de enfrente con un gabán gris amarillento. Su vista nunca ha sido buena, así que vuelve a acercarse a la ventana y con esfuerzo entorna los párpados..., sí, el hombre se parece a Charles pero también parece de estatura más baja y de menor edad; no obstante, si no es él, se dice la señora, por qué mira con tanta insistencia en dirección a la ventana.
    La presencia de aquel hombre, su parecido con Wakefield, tanto la intimidan que da un paso atrás y ya no consigue ver nada.
    –Amelia –llama, y la muchacha acude solícita.
    –Amelia –sigue diciendo–, ese hombre parado allí enfrente, ¿ese hombre es mi marido?
    La muchacha se asoma, con cierta pereza.
    –¿Qué hombre, señora? No hay nadie parado en la calle.

 




   6


Es viernes 1º de noviembre, fecha que Wakefield fijó para el regreso, y la señora tiene una premonición: «Charles no va a volver». En consecuencia da órdenes a Amelia para que suspenda todos los preparativos de la cena de bienvenida.
    –Pero, señora... –intenta objetar la criada.
    –Se suspende, Amelia –reafirma ella, con voz concluyente.
    Lo mismo ocurre sábado y domingo. La señora no podría decir cómo ni cuándo comenzó a dudar sobre el regreso de Charles, pero su vaticinio se confirma día tras día. ¿Es pura y simple intuición o toda la base de su sospecha anida acaso en ese primer «a propósito» y en esa última mirada? Hasta a Amelia le sorprende la calma con que su señora ve transcurrir los días sin que reaparezca Wakefield.
    No trae novedades el fin de semana. Recién el lunes por la tarde la muchacha recibe la orden de preparar una «gran cena»; y sin embargo, a diferencia de otros agasajos similares, la señora no le pide en esta oportunidad que cocine lentejas, el plato predilecto de Wakefield.
    A eso de las siete Amelia tiende la mesa, coloca una vela apagada en el centro y pone a hervir la carne y las legumbres. Fuego bajo. Sólo falta el arribo de Wakefield, pero pronto el reloj da las doce y Elizabeth debe reconocer que hay algo a todas luces anormal en este viaje sin regreso de su esposo.

 




   7


El martes por la noche, un ruido. En nada se parece a los ruidos educados que suele hacer Charles Wakefield las veces que vuelve tarde. La señora se despierta y, con presteza, baja las escaleras que conducen a la puerta exterior. «Soy yo», dice Franklin y logra tranquilizarla. Ocurre que, a diferencia de Amelia, el muchacho no duerme en la casa ni posee un cuarto para su uso, aunque sí tiene una llave que le proporcionó Wakefield y que, de cuando en cuando, le sirve para visitar a la criada por las noches.
    Franklin trabaja para los Wakefield desde el último marzo. Antes de esto trabajaba en una fábrica textil. Una mañana de febrero, la víspera de su decimosexto cumpleaños, le notificaron que estaba despedido. El motivo, escuchó decir, no era tanto la introducción de dos máquinas nuevas que permitían a un solo hombre cumplir con la tarea de cinco o seis, sino la crisis general fruto de la guerra contra Bonaparte y de una sequía persistente, la tercera consecutiva desde 1809. Contratar a Franklin, a cambio de una paga semanal de seis chelines, fue idea de Charles Wakefield, luego de que una tarde de sábado el muchacho, en compañía de su madre, se presentó para ofrecerse como cazador de ratas. «Las atrapa y les arroja arsénico. Ya verá, señor, cómo las extermina», dijo la madre, con voz algo imperiosa. A Wakefield le impresionó que Franklin, ante su negativa, se ofreciera a realizar cualquier otra labor. Le contestó que volviera el domingo, conversó esa misma noche con su esposa –aunque en su fuero íntimo ya había tomado una decisión, entrometiéndose por única vez en algo referido a la vida doméstica–, y requirió los servicios del muchacho para que se ocupara del abastecimiento de carbón y de las compras en el mercado de Billingsgate. Más adelante, le propuso también que hiciera de cochero en sus inaplazables viajes de negocio, y así Franklin pudo revelarse como un acompañante respetuoso y eficiente.
    «Tal vez Charles sufrió en el viaje un accidente», piensa la señora, hecha un ovillo en la cama. «Un accidente por haber viajado solo.» En cuestión de horas se cumplirá una semana de la partida de Wakefield; y sin embargo Elizabeth rehúye la idea de visitar su despacho, la idea de presentarse ante sus compañeros de trabajo, la de pedir ayuda o tan siquiera una pesquisa. Le preocupa el escándalo público, la perspectiva de que otros se burlen o fabulen una infidelidad para explicar la ausencia de su marido ¿No es verdad que asuntos similares llegaron a debatirse en tumultuosos consejos de iglesia?
    «Mi esposo se ha demorado», «mi esposo se ha accidentado», repite una y dos y tres veces, como quien aprende de memoria una lección. Pero las excusas que se memorizan están hechas para los demás. A Elizabeth, semejantes palabras («demorado», «accidentado») no la conforman por su evidente torpeza.