“La noche de la luna llena”
1982
“Espacio”
1992
“Biselados”
1993
“Triller Gardeliano”
1994
Carlos Gorriarena
el lector interesado en la obra de
Gorriarena puede visitar este
sitio dedicado a pintores argentinos
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En reiteradas oportunidades –en el deslumbramiento
por cada muestra de Gorriarena, siempre otra vuelta de tuerca; en el
comentario de un cuadro o en una charla– el redactor de esta nota se ha
empeñado en recordar, tal vez porque cada vez se le juntaba en el
recuerdo la imagen del furioso Roberto Arlt, un pensamiento, una frase de
Carlos Gorriarena que decreta: “Un cuadro debe romper la pared”. Ahora,
frente a los cuarenta y ocho trabajos que forman, en el Museo de Arte
Moderno, una antología de lo que Carlos Gorriarena ha pintado en los últimos
diez años, se podría anotar que, todos juntos, sus cuadros no rompen las
paredes pero las habitan, las cargan de sentido –de historias, de
registros, de acontecimientos–, las marcan de contemporaneidad.
Eso, si contemporaneidad quiere decir estar en el mundo,
medirlo, agregarle cosas, modificarlo. Carlos Gorriarena –sintetiza un
currículum– ha realizado veintitrés exposiciones individuales y ha
participado en ciento noventa colectivas en la Argentina, en Cali
(Colombia), en México, en España, y ha obtenido, entre otros premios y
distinciones, la beca John Simon Guggenheim Memorial Fondation en 1987, el
Primer Premio Nacional a la Pintura Argentina 1982/83 Union Carbide
(1983), el Gran Premio de Honor Salón Nacional de Pintura, Salas
Nacionales (1986), el premio al Artista del ‘89 de la Sección Argentina
de la Asociación Internacional de Críticos de Arte (1990), y el I Premio
Bienal de Pinturas de la Fundación Konex (1992). Esa cadena de
reconocimientos está, de algún modo, sugiriendo que, por fin, el maestro
Gorriarena está siendo reconocido como lo que es: uno de los pocos
pintores argentinos vivos que ha burilado un estilo (si estilo es algo más
que forma repetida, sello de fábrica; si estilo es, como quería André
Gide, una “visión del mundo”) que es en sí mismo una firma, algo
reconocible a la legua, una manera clarísima de decir “yo estoy aquí”.
Por supuesto, se sabe que Gorriarena no “está aquí”
para decorar el mundo, sino para develarlo. Hombre de pasiones políticas
–de pasiones que ahora, según él mismo, lo han entusiasmado pero lo
han dejado en un borde propio, como siguiendo un camino que Joyce marcaba
para cualquier creador contemporáneo, al mismo tiempo que definía su
propia, intrincada obra: primero está el grito, la lírica, pero al final
el autor se decide por una tercera persona perfecta, lejana, como Dios mirándose
las uñas mientras el mundo sucede, abajo–, capaz de hacer
intencionalmente que en un cuadro aludiera y hasta quisiera cambiar el
entorno en el que estaba siendo producido, Gorriarena (quien en un
reportaje que puede oírse ahí mismo, en el Museo, en un video, declara
no haberse sentido nunca un pintor profesional, aunque su gesto reconozca
que la pintura es su vida y en las palabras se apresure a decir que la
pintura no agota su vida) es, ante todo, un animal visual. Pablo Suárez
lo definía una vez más o menos así: “El pinta. El va y pinta. Hay un
muerto, y él va y lo pinta”. Pero en ese animal, en ese puro gesto, hay
órdenes que la cabeza ya ha procesado –no en una simple operación
mental, sino en un juego de espejos repetidos entre la cabeza y las manos,
que aceptan mutuamente y vigilan sus impulsos– y que son la teoría en
movimiento del artista. Fuera de toda técnica, ese andamiaje oculto, esa
primera actitud, podría estar definida por el mismo Gorriarena cuando, en
un reportaje, dice que, antes que las estéticas, prefiere una ética.
Esa ética, está claro, es propia. Un código que
incluye al mundo y al pintor, a la pintura y al espectador, y aun a cada
obra del pintor frente a cada obra. Abierto a lo nuevo pero poco adicto a
modas –y aun a las discusiones sobre las modas, que termina por ser otra
moda–, Gorriarena se para frente a la tela con toda la libertad que él
mismo se ha creado pero sabe lo que está haciendo. La historia de su
pintura –alguna vez retrató los personajes que detectaban
declaradamente el poder aun sabiendo que “el poder está en todos lados”;
luego, en una de las tantas veces en las que su pintura giró sobre sí
misma, se ocupó de ciertos rastros del jet-set que anda por las galerías
de artes, rozó personajes que mezclan lo fellinesco con el posmodernismo,
se asomó al tibio fenómeno punk de los suburbios de Buenos Aires, y
ahora mismo sus cuadros rescatan una pareja perdida en una luz, o retratan
una pareja que simplemente está en la cama, que simplemente existe– es
la historia de una pelea contra las formas impuestas, contra la quietud,
que es aceptación: “Cuando el pintor –recordó en 1989 que había
escrito hacía más de veinticinco años– por intermedio de la poética,
comienza a descubrirse tal cual es en un momento de su vida, comienza a
transitar el peligro. Con la concreción de una poética personal el
artista ha iniciado la construcción de su propia cárcel. Poética y
estilo correspondiente pueden negarnos la necesaria conexión a la siempre
móvil y fluctuante realidad”. Y en ese mismo 1989 podía hacer esta síntesis,
negada a la exégesis de cualquier estudioso: “Alrededor de los años
sesenta yo había roto los puentes con la realidad fenoménica.
Disconforme con mi pintura anterior (de algún modo naturalista), pero
también con esa especie de expresionismo abstracto al que me había
conducido una múltiple ‘destrucción’ de la figura humana en el ‘64
o ‘65 comienzo una vuelta distinta a la figuración. Trataba de expresar,
fundamentalmente, las circunstancias que vivíamos. Banderas, cajones,
seres ‘aspirinados’ participaban simbólicamente dentro de un espacio
dual en el que el color se va liberando y la organización comienza a ser
una consecuencia de la internación. Estaba planteando las coordenadas de
mi pintura actual”.
Su pintura actual está, ahora, con todo su proceso, a
la vista. Solitaria, recortada de “la gran información existente sobre
lo que se ha hecho o se hace” que “abarrota todo”, elaborada con la
conciencia de que “la realidad siempre arroja sobre la palestra una
serie de elementos constituidos por ella misma, imponiendo exigencias”
–según dice el artista– esa pintura viene de la vida más cercana,
menos abstracta, plantada en situaciones reconocibles, en atmósferas que
envuelven al que mira de un modo sutil –invadiéndolo como algo íntimo,
como algo inexpresado que se lleva adentro– en una alquimia de la que sólo
el maestro Gorriarena es capaz.
MIGUEL BRIANTE
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