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        La muerte de
        Sardanápalo 
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            En La muerte de Sardanápalo, que pintó
        Delacroix allá por 1827, un caudillo bárbaro muere en su cama mirando
        tranquilo, sabio, al espectador que es el horizonte y es el infinito; a
        su lado, se encabritan caballos, esclavos lloran de dolor, hombres
        violan a mujeres sedosas; todo es tormentoso y confuso, como la vida,
        que sigue. De lejos parece una pintura serena. En un edificio antiguo de
        Suipacha y Arroyo, en las cornisas de los pisos altos –siete, ocho–,
        hay angelitos que se trenzan en batallas con el demonio, hay detalles en
        los que un frentista italiano se demoró –libre en su oficio–
        pensando que tal vez nadie, nunca, lo iba a mirar. En la galería Ruth
        Benzacar, y en estos días, en Buenos Aires, diez esculturas repiten el
        lejos clásico y el cerca agónico –esa intrincada trama de vida– de
        aquel cuadro de Delacroix y se atreven a la libertad combinatoria de
        aquel frentista copado que desafió el vacío. 
           A distancia, las esculturas que ahora presenta
        Norberto Gómez parecen un remedo de lo clásico, y hasta de lo clásico
        popular, si se entiende por popular ese despliegue de heráldicas, de símbolos
        religiosos –leones, santos, angelitos, armas, escudos que a su vez
        repiten esos leones, esos santos, esos angelitos, esas armas– que
        pueblan Roma y, gracias al oficio de aquellos frentistas que llegaron
        con la inmigración a la Argentina, pueden estar en cualquier casa de
        cierta edad del barrio de Mataderos. Uno mira desde algunos metros y se
        dice –como el mismo Gómez ha pensado–: “Esta cara ya la ví”;
        pero de cerca –como él dice, también– “no es cerca”. 
           Es lejos, y está acá. Escudos, águilas, armas,
        llegan en etiquetas de cualquier whisky; los leones, las águilas,
        acechan en cualquier edificio, en cualquier jardín. Son mutaciones de
        una cultura que siguen mutando infinitamente, siempre en falso. Gómez
        las ha tallado en yeso pero las ha patinado como si fueran madera,
        metal, otra materia, y además tienen un solo lado porque atrás –como
        en las escenografías– son huecas; son esculturas que sólo pueden ser
        colocadas contra la pared, para que no se les vea la espalda. Claro que
        sobra con el frente, porque ahí pasa de todo. El oficio de Gómez se
        presenta –minucioso, obsesivo, artesanal hasta el vértigo, hasta dar
        bronca– y se denuncia, se narra a sí mismo en toda su capacidad de
        artificio. 
           La impostura del arte –y a veces también de la política,
        de la palabra, de los actos– ha sido siempre la materia de Gómez.
        Alguna vez, en épocas del Di Tella, Gómez derritió paralelepípedos
        de apariencia inofensiva, mansa en su geometría, que al expandirse
        –en la medida justa, sin azar– mostraban formas inquietantes; después,
        en épocas de la dictadura, moldeó en resina epoxi entrañas humanas
        que podían estar asándose en una mesa de living que era una parrilla,
        y también tuvo la etapa en que exhumó grandes huesos prehistóricos
        –o absolutamente contemporáneos–; después hizo ver que en el diseño
        de las catedrales –en sus torres, en sus relieves, en la huella de los
        artesanos medievales– estaba el diseño de todos los instrumentos de
        tortura inventados por el hombre, desde el cepo hasta la silla eléctrica;
        eso lo hizo en una muestra en que todas las piezas –atroces al
        levantarlas, porque parecían pesadas, metálicas, y tanteadas por la
        mano hablaban, en su ilógica levedad, de otro mundo– estaban hechas
        de cartón. “Cartón pintado”, decía él, por esas piezas,
        introduciendo de palabra y de hecho el territorio de la ficción. Luego
        comenzó con sus frisos; una tuerca encontrada en la calle, un pedazo de
        escultura o las molduras de algunos frentes, volcadas en moldes, servían
        para integrarse –como piezas que se desprendieran del mecanismo del
        Universo– a un gran friso en el que Gómez iba tejiendo en un tablero
        incesante su visión de la condición humana. Visión que se continúa
        en su muestra actual, donde se entrecruzan los símbolos y se caen los
        dioses, clavados por la irónica, despiadada impronta de Gómez como
        mariposas en una vitrina que se está quemando, o como en aquellos
        murales en los que Ulises vio su propia fatalidad. 
           Distintas e iguales a toda la obra de Gómez, estas
        esculturas de ahora parecen resumir todos los anteriores pasos, en un
        corte contundente, ineludible, que parece definitivo pero que, encima,
        promete más, mucho más. Su obra y el mundo, su oficio y su clara,
        profunda, manera de pensar, se juntan aquí para marcar un hito en la
        carrera de postas de la plástica nacional. 
          MIGUEL BRIANTE 
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