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Fuegia
Al
Norte no había montañas ni bosques sino estepas con buenos pastos y un río
llamado Agrio. Los canaleses raramente llegaban ahí, pues era dominio de los
parrikens. Estos detestaban a los canaleses, le tenían horror al agua, se habían
olvidado de navegar y comían poco pescado. Se relamían, en cambio, por un
insignificante conejo llamado coruro, debido a lo cual eran conocidos como
"tragacoruros" por sus vecinos del Sur.
Cierto día llegó a Río Agrio un promotor de espectáculos.
Se llamaba Bongard y venía en busca de algunos caníbales para presentar en la
Exposición Universal de París. Después de bastante trabajo, logró capturar a
una familia de parrikens.
Acostumbrado al acoso de escenógrafos y utileros, Bongard
resolvió que llevaría también a sus perros y sus pieles de guanaco, además
de un kauwi completo y hasta una canoa inservible que halló tirada en la playa.
Los parrikens hicieron furor en París, aunque no movían un
dedo en favor del espectáculo. Para desilusión de Bongard, se negaron de
entrada a cumplir el programa, según el cual tirarían al blanco, encenderían
fuego con pedernal y plumón de ganso y tallarían una piragua frente al público.
Tampoco hubo modo de hacerlos armar su propio kauwi, por lo que Bongard llamó a
un carpintero. Aunque luego se declaró satisfecho, el resultado no era muy
claro. El kauwi del carpintero local tenía un aspecto equívoco, mezcla de
wigwam cheyenne con bungalow africano.
Por la mañana, cuando las mujeres barrían el pabellón, los
parrikens estiraban un rato las piernas y curioseaban a través de las rejas del
boulevard Sabathier. Desde ahí se veían los parroquianos del Café Chaumontel.
Un negro antillano lustraba de mesa en mesa. Los parrikens ardían de curiosidad:
no habían visto un negro en su vida y mucho menos un negro como aquél. El
negro pegaba un corcovo en cuanto ellos sacaban la nariz. Los apuntaba con el
cepillo y sus clientes parpadeaban sorprendidos al descubrir a los parrikens.
Cuando lograba olvidarse de ellos el negro lustraba con mucho ritmo,
tamborileaba con el cepillo y todo el mundo le festejaba el concierto. Luego los
parrikens volvían adentro; más tarde llegaba la gente y la Exposición cobraba
color.
Los caníbales de Bongard ocupaban un sector con palmeras y un
estanque cristalino. Las orillas estaban cubiertas de musgo y en medio del agua
reposaba una flor del Paraguay. Los visitantes tomaban el té bajo una glorieta
celeste. Era una escala encantadora en pleno pabellón de Sudamérica, siempre
que no se pelearan los perros o que los parrikens dieran la nota con alguna
cochinada. Bongard se deshizo finalmente de los perros y empezó a dejar sin
comer a los parrikens que culearan en público o mearan en el estanque. Repartió
un poncho boliviano a cada uno, para remediar su manía de soltarse el quillango
en el momento menos pensado. Los parrikens ya no se pasaban las horas tirados.
El espectáculo fue mejorando, hasta que un día Bongard consiguió que los
propios caníbales atendieran las mesas con sus ponchos bolivianos. Pero ya nada
alcanzaba para competir con las funciones de teatro, los desfiles de modelos,
los números de acrobacia y los concursos de orquídeas que se ofrecían en los
demás pabellones. Una tarde tocó la banda del acorazado Dugueselin y el
francés descubrió que sus mesas estaban vacías. Mientras los fuegos
artificiales reventaban el cielo y llenaban de horror a sus artistas, Alain
Bongard decidió que había llegado la hora de buscar nuevos rumbos. Dedicó una
mirada final a su glorieta celeste y se largó para siempre.
Al día siguiente, el negro del Café Chaumontel esperó inútilmente
a sus enemigos. La Exposición duró hasta el otoño y a su término se
desarmaron los pabellones y se perdió todo rastro de los parrikens. Al poco
tiempo fueron vistos en el puerto de Vigo. Habían oído que para llegar a su
isla era preciso viajar a Montevideo. Se pasaban el día en el muelle, por si
alguien quería llevarlos. Cuando atracaba algún barco, una mujer se apartaba
del grupo y preguntaba con indecible dulzura: "¿Muntivideu?"
Cuando
les resultó evidente que habían echado mano a los mejores campos del mundo,
los criadores de toda la isla resolvieron cruzar sus mediocres ovejas con
padrillos europeos. Para entonces ya nadie soñaba con transformar a los lugareños
en sus pastores perfectos. En realidad, a los parrikens les sobraban condiciones
para el puesto: corrían treinta kilómetros de un tirón, podían dormir al
sereno en invierno y resistían sin probar bocado como el más bruto de los
galeses. Pero nada aborrecían más en el mundo que el trabajo de ovejeros, de
modo que los criadores olvidaron por fin el asunto y junto con los padrillos
importaron pastores de Escocia, quienes trajeron hasta los perros.
Los criadores tenían sus propias ideas sobre el tipo de
ovejas que requería Sudamérica. Ante todo, se proponían trasladar las
virtudes de la oveja europea a sus salvajes productos malvineros. Así compraron
una gran variedad de carneros que nunca se aclimataron: no pasaba semana sin que
algún padrillo vistoso bajara meneando el culo por la planchada. El más célebre
de todos fue Tiberio, hijo de Mameluke y Pretty Maid y nativo del condado de
Wesley. Aunque llegó con varios kilos de menos, los entendidos le vieron todas
las condiciones impuestas por el Manual del Ovejero a un padrillo superior:
porte aplomado, cabeza con pelo fino, cuello imbatible, patas abiertas, lomo
generoso y prometedores testículos .
Los dominios de Tiberio iban desde la cordillera hasta el mar.
Al cabo del tiempo, aquel sitio contaría con embarcadero privado y un
ferrocarril hasta el Atlántico. Tendría también unos imponentes galpones de
esquila y más adelante vendría el teléfono y un convertible Panhard Levassor
que brillaría todas las tardes junto al invernadero. Pero hasta entonces sólo
había dos millones de hectáreas con aquellas ordinarias ovejas que clamaban
por buenos padrillos.
Se llamaba Quartermaster. En setiembre, cuando los gansos negros entraban en
celo, era el mejor lugar de la isla. Los parrikens partían por las colinas en
busca de pájaros, como espíritus mañaneros entre la bruma. Nadie sabía muy
bien adónde se dirigían. Para el otoño volverían mucho más gordos, con sus
collares de huesos de benteveo. Los de collares más largos serían los más
gordos de todos y algunos traerían collares de cuatro vueltas.
Sus encuentros con los criadores todavía eran pacíficos. Los criadores parecían
inquietos por la soberbia con que cruzaban sus campos. Los parrikens se veían
pasmosamente serenos y tenían una mirada que corría por el cuello.
Empezó a crecer la sospecha de que el negocio caminaría
mejor con la isla desocupada. Los criadores finalmente se preocuparon por
aquellas figuras que transitaban a peligrosa distancia de los carneros. Por el
momento, los parrikens sólo iban tras los guanacos, que bajaban hacia la costa
en invierno y volvían a la montaña en verano. Eran demasiados guanacos para la
paciencia de los criadores, cansados de lidiar con los alambres tumbados y la
voracidad de aquellas criaturas. Cuando sacaron la cuenta del pasto que consumían,
redoblaron sus esfuerzos para eliminarlos y pronto las enormes manadas dejaron
sus campos y se perdieron en la Cordillera del Humo.
Los problemas empezaron al poco tiempo. Los parrikens se
comieron un padrillo Rambouillet y colgaron la cabeza en un alambrado. Su dueño
se lanzó tras ellos y esa misma noche, mientras los bandidos roncaban, pudo
meterles sus perros adentro del kauwi. Estos pusieron tanto entusiasmo que el
dueño del Rambouillet no debió gastar ni una bala. Pero una semana después
aparecieron trescientas ovejas desgarronadas. Estas cosas se hicieron costumbre.
El Grisú vibraba de historias: alguien había dejado en la costa una vaca
marina adobada con cianuro y los parientes de los finados, como desquite, le
robaron quinientas ovejas y les rompieron las patas. Un parroquiano enseñó
varias fotos que mostraban a los parrikens en plena comilona sobre una ballena
varada. Al parecer la fiesta llevaba unos días, pues muchos dormían cómodamente
entre los pliegues de grasa mientras otros se alejaban cargados de carne. Un
tipo llevaba un pedazo de lomo sobre los hombros, con la cabeza asomada por un
agujero. Otra foto dejaba ver a dos parrikens boca abajo, comiéndose la ballena
entre un enjambre de perros.
Ya no se ahorraban palabras sobre la falta de devoción, la
estupidez y el desapego al trabajo de aquella gente. Los armadores ingleses
sacaron a relucir otro asunto: toda la isla era un nido de vulgares rateros de
playa. Denunciaron sus costas como las peores del mundo y los aseguradores
doblaron las primas. El caso del Talismán vino a confirmar este punto. Dos
sobrevivientes del naufragio cayeron en manos de los parrikens. La policía de Río
Agrio halló una tarde a las víctimas en la Ensenada del Negro. Sólo uno
estaba con vida. Los parrikens le habían cortado los labios.
Con la misma elocuencia que usaban para lamentarse por la
crueldad del clima, la ruindad del suelo, el abandono oficial y la falta de créditos,
los ovejeros pidieron que los parrikens fueran declarados Calamidad Nacional.
Pero su tono quejoso había cambiado. Mandaron una advertencia al gobierno.
Mientras los parrikens siguieran allí, era de balde que se hablara de paz y
progreso.
Bueno: la isla se llenó de fantasmas. Cada tanto, algún
forastero preguntaba por ellos. Periodistas, profesores de historia, gente por
el estilo. Querían averiguar la suerte de Camilena Kippa y de Tatesh Wulaspaia,
mientras tomaban toda clase de notas acerca de los misioneros de Abingdon o de
Beltrán Monasterio. Pero su principal objetivo era la matanza de Lackawana.
Muchos los escuchaban incrédulamente, convencidos de que a las víctimas se las
había llevado la gripe o sus propias desavenencias. Sostenían que Camilena
Kippa sobrevivía en una caleta perdida junto a un hombre treinta años más
joven. Pero todo era bastante difuso y los forasteros terminaban el día
comiendo una fritada en el Grisú, en compañía de algún comedido que los
llevaría hasta Lackawana.
Camilena Kippa con su madre
La bahía quedaba cerca de Río Agrio y sus visitantes siempre
llegaban con tiempo para ver la bajamar. Había veinte metros de diferencia
entre marea y marea y durante el reflujo Lackawana se transformaba en un sitio
extraño. El fondo del mar emergía rápidamente y el agua retrocedía por
canales profundos. Algunos capitanes aprovechaban entonces para limpiar el casco
y los barcos tumbados en el barro parecían los restos de una tragedia. Con un
caballo habilidoso se podía llegar sin problemas hasta el islote Grappler, pero
convenía estar muy atento al bramido que anunciaba el retorno del océano. En
el pasado, este islote había sido el rincón preferido de los lobos forasteros.
Al empezar cada año, los parrikens marchaban a Lackawana para su célebre cacería.
Mucha gente aseguraba que Thomas Jeremy Larch los había agarrado en este sitio.
De vez en cuando estallaba la polémica. Por algunas semanas,
Los diarios metían bastante ruido. Durante uno de aquellos bochinches, un cura
piadoso escribió a Buenos Aires: "¿De qué sirve remover todo esto? Ya no
resucitaremos a los pobres desgraciados. Y aquellos que los mataron ya no están
entre nosotros, pero ahora convivimos con sus descendientes. Querido padre: no
le temo a la verdad. Pero prefiero decirla entre líneas, para no faltar a la
caridad".
Durante la temporada de esquila, Los criadores triplicaban su
gente. Los fondeaderos se llenaban de cargueros matriculados en Liverpool. También
recibían curiosas visitas, como una goleta fletada para estudiar el paso de
Venus o alguna goleta polar que huía del pack. El Grisú desbordaba de
capitanes gritones que organizaban almuerzos a bordo. Sólo así alguien podía
salvarse del capón a la parrilla o del infaltable puchero de oveja, a cambio de
un Irish stew o de un Foie de mouton sauce bordelaise. Los
capitanes de Liverpool daban pequeños paseos en break hasta Punta de los
Apuros. Allí había un torrero con quien charlaban un rato. Este jamás
olvidaba mostrar su trofeo: un reloj con dedicatoria del Almirantazgo Británico
por sus servicios a los barcos procedentes del Pacífico.
Punta de los Apuros era un paraje siniestro. A lo largo de medio siglo el
torrero había sido testigo de incontables desgracias que se obstinaban en
hacerle recordar. Ahora estaba achacoso y ya no servía para ese trabajo. Subía
despacio par la escalera, mientras la marejada castigaba su faro amenazando con
arrancarlo. En los contados días sin viento el viejo sacaba una silla al balcón
y daba unos cabezazos al sol. A través del estrecho se divisaba la Isla de la
Mujer y las lanchas a vapor que acechaban a los veleros. Con tiempo calmo, estos
veleros eran arrastrados por la correntada y únicamente las lanchas podían
zafarlos.
Pero la tarifa de los lancheros era extorsiva y los capitanes
tozudos terminaban sobre las rocas. Desde el faro reververaban los techos de Río
Agrio y el imponente contorno del islote Grappler. El torrero había contemplado
este panorama millones de veces, pero nada sabía de una matanza.
A menudo, en mitad de la noche, era sacudido par los chorlitos
que se estrellaban contra los cristales. Odiaba estos despertares, porque no hay
escena más lúgubre que una tormenta nocturna contemplada desde la torre de un
faro. Pero igual se levantaba, por si la nubazón ya cubría la linterna. En tal
caso no volvía a la cama. Ponía la pava en el fuego y sorbía un mate tras
otro. Su mayor obsesión era ésta: que la luz matinal le trajera la imagen de
un barco sobre la costa, destrozado por culpa de su faro del carajo.
Alguna gente palidecía al saber que Thomas Jeremy Larch seguía
en la isla, rozagante como un muchacho. A tantos años del episodio de Lackawana,
aún vivía en Río Agrio el matador de parrikens. Cualquiera podía topárselo
par la playa, donde solía pasear con su perro en los días serenos.
Su mucamo parriken los vigilaba desde la casa mientras pasaba
el plumero. Se llamaba Beltrán Monasterio. A veces dormitaban los tres en la
galería, pero las caminatas sobre la costa estaban reservadas al perro.
Decían que Beltrán había sido criado por Larch y que se había
vuelto tan fino como un camarero de la Kosmos Li'~e. Era uno de los pocos
ejemplares auténticos que aún quedaban en la isla. Los invitados aprovechaban
para estudiarlo a sus anchas cuando servía la mesa. Beltrán vivía orgulloso
de su peinado impecable y de su cardigan ajustado. Pero los forasteros parecían
esperar otra cosa del último parriken. Cada tanto lo ponían a prueba. Una vez
Larch le rogó que bajara la calavera del aparador, que tenía junta a sus
descoloridos diplomas del British Museum y de la National Geographic. Todos
apostaron que Beltrán perdería el aplomo, pero éste agarró el cráneo
tranquilamente, le pasó una gamuza y lo entregó con delicadeza. El cráneo
llevaba una etiqueta pegada: "Tatesh Wulaspaia. Recuerdo de Lackawana".
Cuando Larch estaba en vena era capaz de seducir a cualquiera
con sus historias del archipiélago. Si alguien pretendía escarbar su pasado,
el propio Larch le facilitaba la cosa con un prolijo resumen de las fábulas en
boga. A través de su boca, la leyenda negra sonaba ridícula. No daba el tipo
de matador. Y sin embargo, jamás conseguía desvirtuarla del todo. Con el tono
reprimido y suave de algunos tipos violentos, por momentos parecía resuelto a
defender su mala fama. Pero la noche no transcurría en vano y después de caer
en contradicciones flagrantes, iba perdiendo su aureola y al final sólo quedaba
como un viejo macaneador.
Para sus dos vecinos más próximos era solamente un buen
compañero de pesca. Vivían al otro lado del río y admiraban a Larch por cosas
tan simples como su pericia para caminar por la orilla sin que las truchas lo
vieran. Daban por hecho que a los ochenta un hombre había purgado sus culpas y
se había ganado el derecho a que nadie lo jodiera. El inglés disponía de
mucho talento para tratar con los perros o para tasar de un vistazo una hebra de
lana, de modo que disfrutaban charlando sobre carnadas y ovejas con una botella
en el medio. En cuanto a Beltrán Monasterio, no le prestaban mayor atención
que al zumbido del viento y sólo se acordaban de él poco antes de retirarse,
cuando era preciso llevar al viejo a la cama. Luego Beltrán se metía en su
pieza. Tenía prohibido tirarse en el piso, de modo que dormía en un catre
tendido con un sobado quillango. Se acostaba vestido y permanecía de espaldas,
con los ojos clavados en el tragaluz. En otros tiempos solía despertarse en el
suelo. Pero ahora tenía un perfecto dominio y ya no le importaba dormir en lo
alto. Sobre el tragaluz se juntaba la nieve. Muchas veces, a través de los
vidrios, veía pasar sus recuerdos. Por ejemplo, su madre corriendo a los perros
mientras se doraba la carne, o el estrépito de una fogata al revivir en la
noche. El fuego se consumía con ramas muy pobres que debían reponer todo el
tiempo, hasta que repuntaba de pronto encandilando a la gente. Había un boquete
encima del fuego. Cuando empezaba la nieve, Beltrán miraba los copos que se metían
adentro. A menudo resultaba difícil ubicarse junto a las llamas, pero cuando
alguien conseguía un buen sitio lo dejaban tranquilo. Durante la noche podían
pasar otras cosas. Era normal despertarse con hambre y salir por un pedazo de
carne para poner en el fuego. La carne pendía de un árbol y cualquiera podía
servirse. Otras noches eran muy plácidas y caía mansamente la nieve y los
copos entraban por el boquete y flotaban sobre el rescoldo.
Una tarde pasaron los amigos de Larch por la casa. Primero lo habían buscado en la playa, pero sólo vieron algunas gallinas que mariscaban en la bajamar. Revisaron la galería y encontraron al inglés sobre un charco de sangre, tan tieso como su perro. Presintieron de inmediato que Beltrán Monasterio había partido. Antes de marcharse había cortado los testículos de su patrón y se los había dejado en la boca. Nadie volvió a verlo jamás.