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Muchacha de otra parte
Cuando
me contestó que no era de acá, yo pensé, sin demasiada imaginación, que
estaba hablando de Buenos Aires. Es el destino, le dije, yo tampoco soy de acá,
y agregué que era un buen modo de empezar una historia de amor. Ella me miró
con una expresión que sólo puedo describir como de desagrado, como suelen
mirar las mujeres muy jóvenes cuando el tipo que está con ellas y al que
acaban de conocer dice alguna estupidez. La edad, más tarde, les enseña a
disimular estos pequeños gestos helados, estas barreras de desdén, de ahí que
asienten, consienten y a la larga hasta nos estiman, cuando lo que de veras
sucede es que han crecido y ya no esperan demasiado del varón. Lo que estoy
contando sucedió hace quince años, en otoño. Sé que era otoño porque la
encontré en Parque Lezica y una de las primeras cosas que dijo fue que el
camino del puente siempre está cubierto de hojas, como este sendero de la plaza.
Le pregunté que puente, y ella me lo describió. Al bajar del tren, tomando a
la derecha, hay un camino con una doble hilera de plátanos, en seguida está el
puente de madera. Después habló de los medanos. Yo no le presté mucha atención.
Estaba considerando seriamente si esa chica me gustaba o no, lo que sólo podía
significar que no me gustaba, cosa que (hoy lo sé) era realmente la peor manera
de empezar una historia de amor. No hay más que ir descubriendo virtudes,
transparencias, hermosuras parciales en una mujer, para que esa mujer se
transforme en una fatalidad. Ya he cumplido cincuenta años; ella, hoy, no tendría
más de treinta. Con esto quiero decir que la noche del parque andaría por los
dieciséis, aunque no sé por que escribo que hoy no "tendría". Tal
vez porque sólo la concibo como era entonces, una adolescente un poco demasiado
intensa para mi gusto, más bien sombría, alta, de pelo muy negro y piernas
delgadas. No había nada en su rostro, salvo quizá la nariz, que llamara mucho
la atención. Tenía eso que suele describirse como una nariz imperiosa. Sus
ojos, vistos de frente, no eran grandes ni de uno de esos colores hipnóticos e
inhallables como el malva, por ejemplo, ni siquiera verdes. Vivió a mi
alrededor durante dos años y no tengo ningún recuerdo sobre el color de sus
ojos. Tal vez fueran pardos, aunque podían virar a un tono más oscuro que los
volvía casi negros. O acaso esta impresión la daban sus pestañas, y por eso
he dicho que sus ojos, vistos de frente, no tenían nada de particular. Vistos
de perfil, en cambio, eran asombrosos. Y esta fue la primera belleza parcial que
descubrí en ella. La segunda, fue el pie. No hay en todo el arte gótico un
modelo adecuado para un pie desnudo como el que se me reveló esa misma noche en
uno de los hoteles de las cercanías del parque. Imagino que alguien estará
pensando que, si ella tenía dieciséis años, su aspecto no debía ser muy
infantil, o no la hubieran dejado entrar en un hotel conmigo. Lo cierto es que
nunca supe su edad real, parecía de dieciséis. Y nunca dejó de parecerlo.
Claro que a esa edad crecer uno o dos años es lo mismo que crecer un día, así
que no tenía por que cambiar demasiado, aunque ya hace mucho tiempo que empecé
a preguntarme si su primera confesión de esa noche (no soy de acá) no
significaba algo distinto de lo que yo imaginé. Hay otros mundos, es cierto.
Son tan reales como este; y no diré ninguna novedad si aseguro que están en
este.
En cuanto al hotel, requiere alguna explicación. En esa época
las mujeres usaban aquellos bolsos enormes, tipo mochila. Nunca supe qué metían
ahí adentro; pero era como si se desplazaran por Buenos Aires con la casa
encima, como los caracoles. Lo increíble solía ser su peso. Y bastaría
reflexionar un segundo sobre el peso de aquellos bolsos de Pandora y sobre la
cantidad de cuadras que eran capaces de caminar llevándolos a cuestas, para
dudar seriamente de la fragilidad física de las mujeres, al menos de las de mi
tiempo. Si no fuera por la cara que tenés, te propondría ir a dormir a un
hotel, le había dicho yo. No creo haber pronunciado en mi vida una frase tan
directa ni con menos intención de ser tomada en serio. Ella me miró,
frunciendo las cejas, como si considerase el aspecto práctico del problema. Estábamos
sentados en un banco de la plaza; ahí mismo abrió su bolso, sacó unos
anteojos negros, sacó una impresionante capelina de paja, la restituyó a su
forma original con dos o tres toques parecidos a pases mágicos, sacó unas
sandalias doradas de taco más que mediano, que cambió rápidamente por sus
zapatillas de tenis y sus medias de jugador de fútbol, se puso la capelina y me
dijo: "Vamos." El poder mimético de las mujeres no es un
descubrimiento mío. Con poseer dos o tres atributos básicos, cualquier chica
que ordeña vacas puede transformarse en condesa, si la visten adecuadamente; y
la historia del mundo prueba que esto ocurre a cada momento. Unos segundos antes
yo tenía sentada a mi lado a una adolescente de pantalones bombachudos, chiripá
y zapatillas de delincuente juvenil; ahora tenía, de pie frente a mí, a una
altísima joven de babuchas más o menos orientales, capelina, chal sobre los
hombros y anteojos negros. Una actriz de cine dispuesta a no revelar su
identidad o una princesa de la casa de Mónaco viajando de incógnito por la
Argentina. En la media luz violeta de la concerjería del hotel, era realmente
un espectáculo sobrecogedor. Acaso aún parecía algo joven; pero nadie en el
mundo se hubiera atrevido a importunarla preguntándole la edad. De más está
decir que a estas alturas el bolso faraónico lo cargaba yo. Ella llevaba en la
mano una carterita, que luego resultó ser de útiles relativamente escolares y
que podía pasar por ese otro tipo de objetos misteriosos, por lo liliputiense,
que las mujeres llevan a las fiestas y que acaso contiene un pañuelito de diez
centímetros cuadrados, un geniol, una estampilla. Subimos y caí extenuado
sobre la cama, a causa de la mochila. Y ahora tal vez debo decir que he visto
desnudarse a algunas mujeres. No tantas como me gustaría hacerle creer a la
gente; pero he visto a algunas. Nunca vi a ninguna que se desnudara, por primera
vez, como ella. Ni artificio ni cálculo ni erotismo: se desvistió como una
chica que se va a pegar un baño, cosa que por otra parte hizo. Cuando por fin
se acercó a la cama, envuelta en un toallón, yo dije la segunda de las muchas
estupideces que iba a decirle en mi vida. Le pregunté cuántas veces había
practicado el número transformista de las sandalias, los anteojos y la capelina.
No recuerdo si habló; recuerdo que abrió los ojos y se llevó las manos al
pecho, como si se ahogara. Las pupilas le brillaban en la oscuridad como las de
un animal aterrorizado. En más de una ocasión sospeché que estaba algo loca o
que no era del todo real; esa noche fue la primera. Calmarla me llevo mucho
tiempo; acostarme con ella, también. Más tarde le pregunte por que había
aceptado venir. "Por el modo en que me lo pediste", dijo sonriendo. Lo
que pasó esa noche, lo que pasó hasta la madrugada de ese día y de otros días,
prefiero no recordarlo con palabras. Lo que una mujer hace con un hombre,
cualquier mujer lo ha hecho y lo hará con cualquier hombre. Sólo los imbéciles
creen que esa fatalidad es la pobreza del amor, no saben que ahí reside su
eternidad, su linaje, su misterio. Tal vez no todas las mujeres murmuran casi
con odio no soy de acá, no soy de acá, cuando el sexo las pierde en esa región
que sólo ellas conocen; pero, digan o callen lo que quieran, cualquier hombre
ha sentido que cuando por fin todo termina parecen volver de otro lugar. Ella, a
veces, me lo describía. Hay allá la cúpula de una pequeña iglesia, que se ve
entre los árboles si uno se detiene en el lugar adecuado del puente. Hay a
veces un arroyo de aguas traslúcidas entre cuyas piedras nadan pececitos negros,
que acaso son pequeños renacuajos, aunque a ella esa idea le resultara
desoladora. Otras veces no había arroyo, y sí largas veredas arboladas de
moras. Sólo una vez hubo un faro. Esas inesperadas variantes, que al principio
me parecían caprichos, distracciones o mentiras, dibujaron con el tiempo un
mapa preciso que ahora yo puedo reconstruir árbol por árbol, casa por casa, médano
por médano. Porque los médanos estaban siempre, en sus palabras y en sus sueños.
Como estaba siempre el camino dc los plátanos dobles, cubierto de hojas y, al
terminar ese camino, el puente de madera desde donde se ve el campanario de la
pequeña iglesia. De la primera noche no recuerdo estas cosas, sino de otras
noches, en las que volvíamos de un cine de barrio, caminábamos por el puerto y
nos despertábamos en mi departamento o en cualquier hotel donde la capelina había
sido reemplazada por un vestido rojo de escote escalofriante y los ojos
maquillados como un oso panda.
Sé que lo que voy a escribir ahora suena pueril, novelesco,
demasiado fácil de ser escrito; pero nunca supe su verdadero nombre. Tampoco
supe dónde vivía ni con quién. Con un abuelo muy viejo, me dijo a desgano una
tarde en que insistí casi con enojo. El abuelo, por lo menos esa tarde, estaba
casi ciego y apenas tenía contacto con la realidad, lo que significaba que ella
podía volver a cualquier hora y hasta faltar de la casa uno o dos días, con
tal de no dejarlo morir de hambre. Una madrugada le propuse acompañarla. Me
preguntó si estaba loco. Qué iba a pensar la tía Amelia si la veían llegar
con un hombre que era casi una persona mayor después de haber faltado un día
entero de su casa. Esa noche me había hablado del faro; me desperté de golpe y
la vi sentada en la cama, mirándome desde muy cerca, con los ojos muy abiertos.
"Volví a soñar con el faro", me dijo. Yo dije que no era cierto y la
oí gritar por primera vez. "Qué sabés de mí", gritó. "No
sabes nada de mí. Volví a soñar con el faro y era el faro al que iba a jugar
cuando era chica; ahora ya no está, pero era el mismo faro." Le conteste
que no era posible que hubiese vuelto a soñar con un faro, ya que nunca me había
hablado antes de ningún faro. Me miró con rencor, después me miró con miedo.
Comenzó a vestirse y parecía desconcertada. "No puedo haber soñado con
el faro", dijo de pronto. "Lo inventé todo." Ésa fue la
madrugada en que le propuse acompañarla y ella me habló de la tía Amelia. Le
hice notar que hasta hoy había vivido con el abuelo. Me miró sin ninguna
expresión, o quizá con la misma mirada desdeñosa del primer día. "No
voy a volver a verte nunca más", me dijo. Y, por un tiempo, no volvió. Si
no hubiera vuelto nunca, tal vez yo ahora no estaría buscando el pueblo que está
más allá de la arboleda y el puente; pero un día, al llegar a mi departamento,
la encontré sentada en mi cama. Miraba fascinada una revista de historietas y
estaba comiendo una torta de azúcar negra. Tenía el pelo más largo. Levantó
una mano y, sin apartar los ojos de la revista, me saludó moviendo apenas los
dedos. No tuve tiempo de asombrarme porque sucedieron dos cosas. Verla ahí, tan
irrefutable y casual, me hizo tomar conciencia de que si ella no hubiera vuelto
yo no habría tenido manera de encontrarla. La otra, fue algo que dijo. Yo le
había preguntado dónde estuviste todo este tiempo, y ella, con distraída
alegría, contestó de inmediato: "En casa." No fueron las palabras,
sino el tono con que las pronunció. Supe que no hablaba de la casa del abuelo
ciego o la tía Amelia, admitiendo que existieran. Ni siquiera pensaba la
palabra casa en el mismo sentido que yo, en el sentido convencional de objeto
para habitar. Había dicho casa como una sirena diría que ha vuelto unos meses
al mar. Iba a preguntarle cómo había entrado pero me callé. Desde ese día
aprendí a callarme. Para empezar, me resultaba un poco alarmante admitir que su
casa, su casa real, en algún barrio de Buenos Aires, me importara mucho menos
que el lugar con el que soñaba y del que me hablaba a veces, como si hablara en
sueños, sin poner ninguna atención en que ciertos detalles descriptivos
coincidieran o no. En segundo lugar, noté algunas cosas que podría haber
notado mucho antes, lo que de paso agravó mi temor retrospectivo, el miedo
inesperado de lo que podría faltarme si ella no hubiera vuelto. Me di cuenta,
por ejemplo, de que la quería, y me parecía inconcebible haberlo descubierto
gradualmente. También me di cuenta de que no había que hostigarla con
preguntas, ni atemorizarla. La violencia le daba miedo, y la ironía y la
vulgaridad la llenaban de tristeza. Hoy sé que cuando un hombre comienza a
tener en cuenta estas cosas mejora mucho su visión general de la vida o se
vuelve idiota. Yo sigo pensando que la vida es horrible; tal vez por eso estoy
buscando el pueblo. Una o dos semanas después de ese regreso me preguntó, por
primera vez, qué me pasaba. No era de hacer este tipo de preguntas, lo que bien
mirado podía ser un rasgo de egoísmo infantil, en el que la palabra infantil
explica, mejor que ninguna otra cosa, lo que digo más arriba sobre la visión
generosa del mundo y la idiotez. Tuve una intuición súbita y le dije que no,
que no me pasaba nada, que sólo estaba pensando en si habría vuelto a ver el
faro cuando estuvo allá. Después la tomé del hombro y le señalé el baldío
de una demolición. Mirá aquella pared, le dije, con los dibujos que quedan en
la medianera uno puede reconstruir cómo era la casa. "Sí", dijo,
"es cierto, pero no se puede saber si eso es lindo o triste. No, el faro no
está más y yo creo que nunca lo vi, debe ser una de esas historias que me
cuenta el abuelo". Le pregunté por qué habrían plantado una hilera doble
de moreras a los costados del camino. Se rió y me preguntó de qué estaba
hablando. "No son moras", dijo, "son plátanos altísimos y viejísimos,
la calle de las moras es la de la vieja Eglantina, la que nos regalaba semillas
de mirasol". Yo insinué que los médanos, al correrse con el viento, debían
taparlo todo. Seguía riéndose. Los médanos están hacia el otro lado, como
quien sale del pueblo. Y no tapan las casas pero es cierto que se mueven, a la
noche, y cuando uno despierta todo está cambiado y es como si el pueblo entero
se hubiera ido a otro lugar. Se calló. Me estaba mirando con desconfianza, no
lo sentí en sus ojos, que no veía, sino en la rigidez de su piel bajo mi mano.
Era como si cualquier lugar de su cuerpo estuviera tramado con la misma materia
sensible e intensa. Le dije que tenía sueño, que tal vez debiera ponerse la
capelina. Me dijo que no había traído la capelina ni los anteojos negros ni
las pinturas y que odiaba los hoteles. Iba a contestarle que la última vez no
parecía odiarlos tanto, pero reconocí con cautela que, si lo pensaba un poco,
yo también les tenía rencor. Caminamos hacia mi departamento. Yo subo, le dije
en la puerta. Me siguió. Cuando llegamos al dormitorio tuve otra intuición. Y
ahora te ponés la capelina y me mostrás el pie. Volvió a reírse. Y, por lo
menos esa noche, sentí que a veces poseo cierta habilidad natural para hacer
bien algunas cosas.
Todos tenemos tendencia a creer que la felicidad está en el
pasado. Yo también he sentido que algunos minutos de ese tiempo fueron la
felicidad, pero no podría vivir si pensara que todo lo que se me ha concedido
ya sucedió. Un día de estos voy a envejecer de golpe, lo sé; pero también sé
que si cruzo aquel puente ella podrá reconocer mi cara. Ya conozco el lugar
como si yo mismo hubiera nacido en él, no con exactitud porque la memoria
altera, sustituye y afantasma los objetos, pero con la suficiente certeza como
para saber cuáles son sus formas esenciales. Una vez leí que todos los pueblos
se parecen. El que escribió eso debe odiar a la gente. No hay un solo pueblo,
tenga médanos o no, que sea idéntico a otro, porque es uno el que inventa sus
lugares, levanta sus casas, traza sus calles y decide el curso de sus arroyos
entre las piedras. Todos los que no somos de acá, sabemos esto. Me costó más
de cuarenta años aprender esta verdad, que una alta chica loca de pie árabe
conocía a los dieciséis. Cuando ella por fin desapareció, yo todavía
ignoraba estas cosas, pero ya conocía los detalles, la topografía, el color
del pueblo. A las siete de la tarde, en otoño, uno entrecierra los ojos en los
médanos, y es como una ceniza apenas dorada. Cuando existe el arroyo, la zona
del puente, a la noche, parece un cielo invertido, de un azul muy oscuro, móvil,
porque las luciérnagas se reflejan en el agua y es como si las constelaciones
salieran de la tierra . Hay dos molinos. El viejo Matías tiene un caballo
matusalénico, de más de treinta años. "Tiene casi tu edad,
Abelardo", me dijo alarmada una de las últimas noches que nos vimos. Yo le
contesté que los caballos, por lo menos en algún sentido, no son siempre como
las personas. Ya he dicho que el tono irónico la molestaba o la desconcertaba.
"Por qué decís en algún sentido", me preguntó. Yo estaba cansado y
algo distraído esa noche, hice una broma acerca del comportamiento sexual que
ciertas jóvenes de su edad consideraban natural en el varón. Tardé una hora
en explicarle que era una broma, y otra hora en convencerla de que debía
acostarse conmigo. El cansancio produce efectos paradójicos, el pudor herido de
las mujeres también. Aquello fue como ser sacrificado y asesinar al mismo
tiempo a una deidad loca, como cambiar el alma por un cuerpo y vaciarse en el
otro y llenarse de él y despertar diez veces en un cielo y en un infierno
ajenos. Lo que aún no conocía del lugar, lo conocí esa noche. No sólo porque
ella habló horas en el entresueño, sino porque lo vi. Lo vi dentro de ella
mientras yo era ella. Cuando se despertó, a las cuatro de la mañana, simulé
estar dormido. Cuando salió de casa, me vestí a medias, me eché un sobretodo
encima y la seguí. El cansancio me daba la lucidez y la decisión de un
criminal. No era sólo el afán de saber adónde iba cuando me dejaba; era la
voluntad de recuperarla cuando no volviera. Porque esa noche supe también que,
por alguna razón, aquello no podía durar mucho tiempo más, y que ella, sin
saberlo, decidiría el momento de la separaeión. Vi su casa, su casa real, en
un sórdido y real barrio casi en el límite de Buenos Aires. Era una casa baja,
en una cuadra de tierra de esas que aún quedaban, o todavia existen, por la
zona de Pompeya. Tenía una verja de alambre tejido y, al frente, un jardín con
malvones y un arbolito raquítico. Ella cortaba algo del arbolito y lo iba
poniendo en la palma de su otra mano. Después se llevó la palma de la mano a
la boca y entró en la casa sin encender la luz. Esperé más de una hora y no
volvió a salir. Ahí vivía y no sabía que la había seguido. Cuando llegué a
mi departamento iba repitiendo el nombre de la calle y la numeración de la
cuadra. No era ese el modo de volver a hallarla, pero uno se aferra hasta el último
momento al consuelo de lo real. Volví a verla, por supuesto; algunas veces.
Nada cambió. Ni los cines de barrio ni los encuentros en el parque ni siquiera
el rito de la capelina en los hoteles. Un día me dijo que el abuelo estaba muriéndose,
y supe, por fin, lo que ni ella sabía: que ya no iba a verla más. Dejé pasar
un tiempo y fui hasta Pompeya. Pensé algo en lo que no había pensado hasta ese
momento. Me van a decir que no la conocen, que nunca la vieron. La conocían,
sin embargo. La chica del pelo negro, que visitaba al abuelo de la casa amarilla.
Ya no andaba por allí, a decir verdad no vivía en la casa, venía y se iba, y
cuando murió el señor no volvió más. Pregunté por la tía Amelia. Nunca
hubo una tía Amelia, eran ellos dos. En realidad, él solo; la chica venía a
veces.
Y es todo. Esto fue hace quince años; desde hace diez estoy
buscando el pueblo. Sé que existe, porque ella soñaba con él y sabía cómo
se llega. Tengo también otras razones, que ustedes no compartirán. En una
cortada de tierra, en Pompeya, vi unos plátanos. El árbol del jardín de la
casita era una mora.