La que espera
LA vida, mi
querido Castillo, la vida es algo más que cadenas de ácido
desoxirribonucleico, enzimas y combinaciones de moléculas. La vida es
un misterio, decía en voz baja el doctor Cardona, con esa rara entonación
de secreto que le daba a cualquier tontería un matiz de revelación de
ultratumba, de modo que ahora empieza una especie de cuento fantástico,
pensé al oírlo. Lo que llamamos enfermedad, decía, lo que llamamos
locura, son estrategias del cuerpo y de la mente para sobrevivir, para
que se cumpla el único designio de la vida, que es continuar viviendo.
Oímos que un hombre tose o estornuda y pensamos que está enfermo,
cuando lo que en realidad sucede es que su cuerpo está defendiéndose
de la enfermedad y, por consiguiente, de la muerte. Con la locura pasa
exactamente lo mismo. Vea, si no, este caso. Usted los conoció a los
dos, me refiero a los protagonistas. Vivían precisamente allí, en ese
viejo caserón de la esquina, el del mirador. Los hermanos Lanari,
exacto. Cuando usted se fue de este pueblo ellos ya eran bastante
mayores, andarían por los cuarenta años. Ella, Asumpta, era una mujer
alta y delgada, usaba el pelo recogido, como las bailarinas. En su
juventud había sido muy hermosa, y aunque usted debió de ser un chico
en ese tiempo, no puede haberla olvidado. ¿No la tiene muy presente?
Entonces no la vio nunca. Vivían los dos solos en esa casa. Quedaron huérfanos
en la adolescencia, o un poco después, y ninguno de los dos se casó. Y
no por falta de oportunidades, por lo menos no en el caso de ella. Lo sé
porque yo fui, durante años, una de esas oportunidades. Es curioso,
Castillo. La cercanía física entre hermanos de distinto sexo, cuando
se prolonga demasiado en el tiempo, suele producir relaciones equívocas.
¿Qué quiere decir equívocas? Quiere decir relaciones que terminan
pareciéndose al matrimonio. Más que al matrimonio al amor. Usted habrá
visto que los matrimonios largos y bien avenidos transforman la pasión
del amor en una especie de hermandad incestuosa. Con los hermanos pasa
al revés. Con esto no quiero sugerir que entre los Lanari hubiera nada
anormal, no al menos en ese sentido, aunque Dios sabe que la gente de
nuestro pueblo ha hecho ciertos comentarios desagradables al respecto.
¿Por qué? No sé por qué. Supongo que porque ella, Asumpta, era una
mujer demasiado hermosa: demasiado mujer, para decirlo de alguna manera.
Será un prejuicio, pero uno no se resigna a aceptar que cierto tipo de
mujeres pueda prescindir de un hombre, me refiero a un hombre real, no a
un hermano. Y no estoy nada seguro de que sea un prejuicio. Hay algo un
poco monstruoso en una mujer sola, si es hermosa: algo que no es del
todo moral. No ponga esa cara, hombre, siempre imaginé que los
literatos eran capaces de comprender cualquier idea. No digo compartir o
aceptar, digo comprender. El caso es que ella no se casó nunca y que
vivió para él. ¿Cómo era él? Nada del otro mundo. Un sujeto
bastante intrascendente. Más bien bajo, sí. Exactamente, con una ceja
un poco levantada, a causa de un accidente. Usted sí que es un tipo
inesperado, mi amigo: resulta que se acuerda del hermano y no de ella.
No tenían demasiados amigos, ni siquiera se puede decir que tuvieran
amistades en el sentido social de la palabra. Creo que yo fui una de las
personas que más los trató, y eso por mi condición de médico. El era
un poco hipocondríaco, pero tenía eso que se llama una salud de hierro.
Ella era demasiado delicada, demasiado frágil. Siempre me hizo pensar
en un objeto de cristal muy fino. Cuando él tuvo el accidente yo supe
de inmediato que algo se había quebrado en la estructura íntima de ese
cristal. No, no me refiero al accidente de la ceja, me refiero al del
avión. La avioneta, porque fue en una avioneta. El debió viajar a
Corrientes, no recuerdo por qué asunto. Me parece que se trataba de una
sucesión, algo referido a unos campos que habían sido del padre, no sé
bien. El hecho es que hubo una tormenta, la avioneta se perdió en los
esteros del Iberá, y lo dieron por muerto.
La historia, en realidad, empieza acá. Venga, sentémonos
en ese banco. Me gusta contemplar el río de noche, lo que nos va
quedando del río. ¿Se acuerda de lo que era este río cuando usted era
chico? Véalo ahora, puro barro y camalotes. Toda esa franja que se ve
allá son islotes nuevos, pronto van a ser islas. Cualquier día de éstos
vamos a cruzar a la otra costa caminando. Qué le pasó a quién. ¿Al río?
¿Tampoco sabe qué le pasó a nuestro río? Después se lo cuento,
ahora siéntese. La avioneta, lo que quedaba de la avioneta, fue
localizada unos meses más tarde. El cuerpo no. Pero a nadie le quedó
ninguna duda de que él había muerto. Bueno, cuando pasan tres años y
un cuerpo no aparece, y de lo que fue un avión sólo se recupera un ala
y un pedazo de motor en la copa de un árbol, en los pantanos, uno puede
suponer que el piloto ha muerto. Sí, el piloto era él, un buen piloto,
si me atengo a lo que oí. Lo raro es que aprendió a volar porque les
tenía terror a los aviones; sólo se sentía seguro si manejaba él
mismo. No sólo era hipocondríaco, era un poco maniático, más o menos
como toda la familia, si quiere que le sea franco. Eso es lo que tal vez
explica la ausencia de tres años. Salvo que hubiera perdido la memoria
a causa del accidente, cosa en la que no creo. Esas largas amnesias de
las películas norteamericanas no ocurren nunca en la vida real, y además
yo conversé con él una o dos veces cuando volvió y nunca mencionó
nada parecido a una pérdida de memoria. Claro que no había muerto, ¿si
no, cómo iba a volver? Se lo dio por muerto, todos creyeron que había
muerto. Menos ella, exacto. El va a volver, decía. No sólo decía eso,
sino que, durante tres años, hizo exactamente las mismas cosas que había
hecho mientras vivieron juntos. ¿Qué cosas? Preparar la mesa para los
dos, arreglar el cuarto de su hermano, tener lista su ropa, mantener
encendida la estufa a leña de su escritorio, en el invierno. Todo, sí,
todo exactamente igual durante tres años. Pero por supuesto que no,
ninguna razón: ella no tenía ninguna razón lógica para creer que el
hermano podía estar vivo. El no se comunicó nunca con ella, ni por
carta ni por teléfono ni de ninguna otra forma. Todo esto lo sé porque
en esos tres años nunca dejé de visitar la casa, como sé lo que acabo
de decirle sobre la ceremonia diaria de arreglar ella su cuarto o poner
dos cubiertos en la mesa. Yo era tal vez uno de los pocos que lo sabía,
por lo menos al principio, porque con el correr del tiempo todo llega a
saberse en un pueblo como el nuestro. Siempre he pensado que los pueblos
son de vidrio, las paredes de las casas, quiero decir. Todo se ve a través
de ellas. Todo el mundo sabe todo de todos, y lo que no se sabe se
imagina o se inventa. De ahí la historia de que ella estaba loca,
cuando lo que en realidad sucedía es que venía defendiéndose de la
locura desde el mismo día del accidente. Yo hablé con ella, muchas
veces. Era una mujer perfectamente normal, y, si no lo era, es
sencillamente porque ninguno de nosotros es perfectamente normal, ni
usted ni yo ni esa parejita que se está besando en la baranda de la
barranca. La normalidad es como el frío, no existe. El frío es un poco
más o un poco menos de calor, y la normalidad es un poco más o un poco
menos de locura. Ella actuaba de la misma manera en que había actuado
desde los veinte años: dependiendo de su hermano, sirviéndolo,
viviendo para él. Sí, ya sé. Usted está pensando que cada vez que me
refiero a ese hombre lo hago con cierta amargura, usted está pensando
que ni siquiera lo nombro, usted está pensando que yo estaba enamorado
de ella.
Mi querido señor, no suponga que ha hecho un
descubrimiento psicológico mayúsculo. Claro que yo estaba enamorado de
ella, y claro que él no me caía demasiado bien, pero ésta no es la
historia de mis emociones, como diría un colega suyo. Es la historia de
un asesinato.
Veo que por fin reacciona. Percibo que ha dado un
pequeño brinco en la oscuridad. Gustavo, se llamaba él. En cuanto a la
palabra que lo sobresaltó tal vez sea exacta en el sentido jurídico,
pero, en un sentido médico, no describe en absoluto los hechos.
Fue un acto de legítima defensa, por decirlo así.
Venga, caminemos hasta la explanada del Hotel de Turismo, ya sé que es
un adefesio pero desde ahí arriba el río parece un poco más real, más
antiguo. De modo que quiere saber quién fue el muerto, quién mató a
quién. Sería interesante que ahora yo le dijera que asesiné al
hermano de Asumpta, por celos, cuando él volvió de su viaje misterioso
de tres años. Usted pertenece a ese género de personas, usted, permítame
que se lo diga, es un poeta romántico que se equivocó de siglo. Lo
siento, pero no fue así. Le doy tiempo para que adivine hasta que
lleguemos arriba.
No adivinó. O mejor, sí adivinó, pero no tiene ni
la más remota idea de las razones que ella tuvo para hacerlo. Sentémonos
otra vez. Qué me dice de esa luna. Qué me dice de oír las campanadas
de la iglesia y mirar el río, en verano, a la luz de la luna. ¿Sabe
que una vez, una sola vez en mi vida, yo pude hacer esto con ella? No me
pregunte cómo, pero la convencí de que me acompañara a caminar por la
barranca y la traje acá. Creo que esa noche, si me hubiera atrevido...
Le voy a dar un consejo, Castillo. Tengo unos cuantos años y sé de lo
que hablo. Si le gusta una mujer y no está absolutamente seguro de lo
que ella siente por usted, nunca pierda el tiempo en decírselo ni mucho
menos en pensar cómo decírselo. Aproveche la primera oportunidad
favorable que se le presente y tómela de la mano o bésela, acósela,
como se dice ahora. Lo peor que puede pasarle es que ella salga
corriendo, que es lo mismo que le va a pasar si le da tiempo a pensarlo.
Si esa noche yo la hubiera tomado de la mano, en vez de hablar, tal vez
no habría sucedido nada de lo que le estoy contando, Asumpta no estaría
donde está y él no habría muerto. Ella lo enterró en el jardín de
la casa. Desde acá se ve el lugar, dése vuelta. ¿Ve el paredón donde
asoma la magnolia? Bueno, entre la magnolia y la galería. Fue muy poco
tiempo después de su regreso. Nadie se dio cuenta de nada hasta que
pasaron dos o tres meses. Creo que algunos ni se enteraron de que él
había vuelto. Más tarde se descubrió todo, por supuesto, ya le dije
que en los pueblos como el nuestro las paredes son transparentes. Pero
yo lo supe casi de inmediato, del mismo modo que supe los motivos.
Muchos imaginaron que esos hermanos eran algo más que hermanos y que
ella lo mató para vengarse de algo que él había hecho durante esos años
de ausencia. Qué estupidez. Asumpta, durante esos tres años, vivió
esperando que él regresara. No era tanto el querer que volviera como la
ceremonia de esperarlo, ¿se da cuenta? La razón de su vida, su cordura,
dependían de los ritos inocentes de esa espera. Por eso preparaba todos
los días su cuarto, encendía la estufa del escritorio, arreglaba su
ropa. Cuando él regresó, ella no dio ninguna muestra de alegría; sí,
yo también lo pensé al principio, era como si siempre hubiera sabido
que él volvería. Pero sobre todo era que no podía alegrarse: la
presencia del hermano rompía por última vez el precario equilibrio de
su cordura. La primera vez fue su desaparición; la segunda, su regreso.
Ella ya no lo soportó. Durante tres años, piense bien en esto, durante
más de mil días y mil noches, ella protegió su razón con esa espera.
Lo mató para no enloquecer, para seguir esperando. Después volvió a
preparar su cuarto, puso todos los días dos cubiertos en la mesa, siguió
cambiando con amor las sábanas de su cama. Y si nadie se hubiera
enterado de lo que pasó, aún hoy lo seguiría haciendo. Ella todavía
vive, naturalmente. ¿Dónde está? Por favor, Castillo, ¿dónde quiere
que esté?
Desde acá el río se ve mejor, ya se lo dije; pero sólo
porque es de noche. Uno de esos locos que andan sueltos cavó una zanja
en una de las islas para hacer un embarcadero, creo que con la intención
de construir un hotel como éste. No contó con que el río tiene sus
leyes. Las correntadas abrieron un canal, arrasaron la isla, y ahora el
río deposita la tierra y el limo de este lado, dijo en voz baja el
doctor Cardona.
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