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El verdugo

 

Concha García Campoy


«Las cosas vienen como vienen». Algo así viene a decir uno de los personajes de El verdugo, la magnífica versión teatral de la película que Luis García Berlanga y Rafael Azcona clavaron en la memoria colectiva va para cuarenta años. Es tan difícil controlar la propia existencia, que cuando ésta se desarrolla en una sociedad hipócrita, burocratizada, machacada por una dictadura y una Iglesia cómplice, lo más fácil es dirigirse inexorablemente al desastre. Que alguien con buenos sentimientos y con unas expectativas de vida más que modestas se vea aplicando el garrote vil a otra víctima de la desesperación que pide una copa de champán como última voluntad es tan extraordinariamente expresivo que aún en días como éstos, en los que el aire es menos espeso y la esperanza de libertad más grande, sigue funcionando como un revulsivo, sigue siendo conmovedor. El propio Berlanga admitió que él, un hombre poco dado a la expresión de este tipo de emociones, las había experimentado sentado entre el público y escuchando las carcajadas negras de ese humor corrosivo. Parece que Rafael Azcona se maravilló del trabajo de los actores porque nunca hará alusión a algo en lo que tiene que ver directamente. Y todos sabemos cuánto han sostenido sus guiones algunas de las mejores películas españolas, aunque muy pocos sepan cómo es realmente este hombre de ojillos expresivos, risueños, tertuliano ilustrado, penetrante, divertido, un ser extraordinariamente cálido, un individuo que se trabaja su propia humildad aunque realmente esté tan despierto que no lo necesite: «No voy a más sitios -dice el muy ladino- porque soy como un gato: cuando me acarician ronroneo». Se toma, eso sí, el trabajo de explicar sus razones al que le persiga para alegrar y dar sustento a alguna efímera croniquilla, y lo suele hacer ante una buena comida. Él se regala en privado pero en público no vende ni el saludo. Por eso va tan tranquilo por las calles paseando su agilidad y manteniendo incontaminada su capacidad radiográfica.

Aunque toda mirada pasada por la resistencia a una dictadura se ve afectada para siempre. Qué maravilla vivir la representación de la tragedia tanto tiempo después con los que concibieron la historia, en medio de actores, escritores y políticos que ahora pueden mover sus afanes de un lado a otro. En La Latina todos recordábamos de memoria la película y lo asombroso es que el teatro pueda recogerla de una forma perfecta, provocar las mismas sensaciones. Uno de los mejores momentos se produjo cuando aparece entre el público la Guardia Civil buscando a los protagonistas, que estaban viendo el NODO en el cine, una acertadísima forma de resolver la impagable escena de las cuevas del Drac, cuando ya era irremediable el inicio de la carrera de verdugo. Allí estaban directores de cine, cantantes, actores, periodistas, en un ambientillo «progre», porque no se veían caras del renovado poder. En el estreno en Madrid se vio a Joaquín Almunia con Mila, su mujer, que recibió calurosos abrazos del personal y una, para él, heladora frase de un encantador y comunicativo Manuel Vicent: ¡enhorabuena por el fracaso!... que nunca acabó de saber cómo la había encajado, aunque realmente lo dijo de todo corazón. «No era un buen candidato, pero hubiera sido un buen presidente», decía convencido.

El ambiente era propicio, el personal estaba a favor y los actores a la altura de unas difíciles circunstancias, teniendo tan presentes a Emma Penella, Nino Manfredi y Pepe Isbert, pero lo cierto es que -aunque, sobre todo, la memoria de este último aplastaría a cualquiera-, el experimentado Alfred Lucchetti defendió muy dignamente su papel, mientras Luisa Martín y Juan Echanove formaban una pareja memorable. Muchos murmuraban que en ella no queda ni rastro de la «Juani» de televisión en un papel elaborado y exacto. Por su parte, Echanove echó el resto. Todos valorábamos no sólo la forma en que resuelve su papel sino su infinita capacidad de entrega, su contagioso amor por el personaje y por el público, que acabó aplaudiéndole de pie premiando su trabajo, el de todos los actores y su generosidad, seguramente agradecidos, además, por la recuperación de la propia memoria.

Bernardo Sánchez ha adaptado el guión cinematográfico que ha puesto en pie el director de la compañía del Teatro de la Danza. Luis Olmos, quien asegura que el argumento está plenamente vigente: «Tanto la película como la obra de teatro hablan de la pena de muerte, pero de otras muchas cosas -sostiene-, de cómo las circunstancias sociales y económicas abocan a un ser humano a aceptar cosas que nunca pensó que podría aceptar. Eso ha ocurrido y ocurrirá siempre».

Si al principio de los sesenta las imágenes tenían una correspondencia exacta, ahora puede que la obra resulte más simbólica, el fondo no se altera. Porque, llegado el momento, ¿quién no sería el verdugo?... Las cosas vienen como vienen.