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Apuntaciones sueltas de Inglaterra

 

Leandro Fernández de Moratín

Nota preliminar: Edición digital a partir de Obras póstumas, Madrid, Rivadeneyra, y cotejada con las ediciones críticas publicadas por Pedro Ortiz Armengol (Madrid, Castalia, 1985) y Ana Rodríguez-Fischer (Barcelona, PPU, 1992). Véase la «Noticia bibliográfica» de esta última, pp. 85-89, donde se da cuenta del complejo proceso seguido por este texto.



 

Cuaderno primero

1

Encontrones por las calles. -Los ingleses que van de prisa, sabiendo que la línea recta es la más corta, atropellan cuanto encuentran; los que van cargados con fardos o maderos, siguen su camino, no avisan a nadie y dejan caer a cuantos hallan por delante.


2

Los que barren las calles piden dinero a los que pasan; las mujeres que venden bollitos o estampas, lo mismo; los granaderos de centinela en el palacio de San James, lo mismo.


3

He visto algunas veces los carteles de las comedias puestos sobre las piernas de vaca, en las tiendas de los carniceros.


4

En el día 5 de Noviembre se celebra el aniversario de la famosa conjuración, cuando quisieron volar con pólvora el Parlamento: maldad atribuida a los papistas. Algunos días antes andan los chicos pidiendo dinero por las calles para quemar al Papa. En el día del aniversario, la gente rica se emborracha en banquetes suntuosos; las viejas van a rezar a la iglesia (donde se celebra con oficio particular el suceso); los muchachos y la gente del pueblo pasean por la ciudad varias figuras de paja, perfectamente parecidas al pelele que se mantea en Madrid el Martes gordo. Estas figuras representan, en su opinión, al Papa; entretiénense todo el día con él, le insultan, le silban, le escupen, le tiran lodo, le arrastran por las patas, le dan pinchazos, y al fin muere quemado a la noche, con grande satisfacción y regocijo público.


5

En la calle Pall Mall se ve la famosa colección de pinturas poligráficas. Pocos años ha que se halló el secreto de sacar con admirable brevedad y semejanza muchas copias de cualquiera pintura. Se formó una compañía, que ha adquirido muy buenos originales, y de éstos y de cualesquiera otros sacan las copias que se les encargan, muy parecidas y muy baratas. Se ignora el método de que se valen para ello; pero el precio a que dan las obras anuncia desde luego la facilidad con que se hace: por setecientos reales se hallan copias que nadie podría procurarse ni por dos mil. La citada colección está abierta al público, pagando cinco reales por persona: se ven en ella cuadros de mucho mérito, y al lado de los originales están las copias, para que cualquiera pueda examinarlas.


6

Entre los ingleses no se conoce lo que llamamos Nochebuena, y se ahorran una indigestión más al cabo del año. Sólo el primer día de Pascua es fiesta: en este día y los inmediatos, los padres de familia regalan a sus hijos, y gratifican a los criados y dependientes de la casa; se hace un asado de vaca y ciertos pasteles, propios de este tiempo. No hay regalos mutuos, como en España; pero los que se hallan en sus casas de campo envían algunos presentes a sus amigos que están en la ciudad. Hay frecuentes convites en estos días, y se venden y cantan por las calles coplas al nacimiento de Cristo.


7

El Príncipe de Gales se emborracha todas las noches: la borrachera no es en Inglaterra un gran defecto, ni hay cosa más común que hallar sujetos de distinción perdidos de vino en las casas particulares, en los cafés y en los espectáculos. Cuando un extranjero asiste a una mesa de ingleses, pocas veces puede escapar de la alternativa de embriagarse como los otros, o de perder la amistad con el dueño de la casa y cuantos asisten al festín; ni ha de dejar de beber cuando beben los otros, ni ha de beber menos de lo que beben los demás. No hay para con ellos consideración que baste; toda repulsa en esta materia es una ofensa formal, que no se perdona. Levantados los manteles, vienen las botellas y empiezan los brindis; a cada brindis ha de beber cada asistente una copa de vino. Regularmente se brinda en primer lugar por el Rey y nuestra gloriosa Constitución; después cada cual de los concurrentes brinda por algún sujeto de su estimación, amigo u amiga ausente, y todos beben, repitiendo el brindis que dictó, y esto se hace con una gravedad ceremoniosa y ridícula, que es cuanto hay que ver, y así van brindando uno después de otro, de manera que cada convidado se ve en la precisión de beber, lo menos, tantas copas cuantos sean los concurrentes a la comida. Luego que se ha acabado el turno, suele repetirse una o más veces, y allí se están cuatro, seis u ocho horas sin moverse de la mesa, sino para mear, operación que se hace en un gran cangilón dispuesto a este fin en uno de los rincones de la sala. Debe advertirse que apenas se empieza a beber, las señoras que han asistido a la comida se retiran; ni ¿cómo era posible que la modestia y delicadeza de su sexo pudiera sufrir la descompostura, la petulancia, la torpeza, que son efectos inseparables de la embriaguez? Esta costumbre, que verdaderamente hace honor a las mujeres de este país, caracteriza demasiado la intemperancia inglesa.


8

En las comidas públicas varía el objeto de estos brindis, según es el motivo con que se celebran; y tal vez se cantan canciones, unas veces con acompañamiento de música instrumental, y otras sin él. Dará una idea de esto la siguiente lista de los brindis y canciones con que se celebró en Portsmouth, el día 18 de Enero de 93, el cumpleaños de la Reina, en una comida pública:

1. Al Rey y a nuestra gloriosa Constitución.

CANCIÓN. -Dios salve al Rey, etc.

2. A la Reina, y este día se repita con mucha felicidad.

CANCIÓN. -Larga vida a Carlota, etc.

3. Al Príncipe de Gales y familia Real.

CANCIÓN. -Dios salve al Rey, etc.

4. A la armada y ejército.

CANCIÓN. -Triunfa, ¡oh Bretaña!, etc.

5. La Iglesia y el Estado.

6. Al lord Grenville por su animosa respuesta al agente de Francia.

7. Felicidad a nuestras armas.

CANCIÓN. -¡Britanos! Pelead con esfuerzo, etc.

8. Confusión a nuestros enemigos.

9. Orden y buen Gobierno.

CANCIÓN. -¡Escuchad! La nación, etc.

10. Al autor de la última canción.

11. Libertad, prosperidad y lealtad universal.

CANCIÓN. -Dios salve al Rey.

12. Prosperidad a la Gran Bretaña e Irlanda.

13. A que nunca abandonemos la realidad por la apariencia.

14. A los constantes y firmes amigos de nuestra Constitución.

15. Hallen todas las naciones a la inglesa dispuesta siempre a defender su Constitución.

CANCIÓN. -Levantado por la mano, etc.

16. Confusión a Tomás Payne y todas sus obras.

17. Al Conde de Chatham.

18. A Mr. Pitt.

19. Al Duque de Richmond.

20. Al lord Hood.

21. Al señor Jorge Yonge.

22. Al Conde de Pembroke.

23. A los miembros de este condado.

Etc., etc., etc.


9

Son muchos los banquetes públicos que se celebran en las tabernas de Londres al cabo del año, dirigidos, según es el partido que asiste, o a sostener y canonizar las disposiciones del Ministerio, o a desacreditarlas y reclamar la observancia de la Constitución o la reforma de ella.

Asistí a una de estas juntas en la taberna de Crown and Anchor; pero antes de referir lo ocurrido en ella, convendrá apuntar ligeramente las circunstancias en que se celebró. Tomás Payne había compuesto, algunos meses antes, un libro intitulado Derechos del hombre, obra de la cual naturalmente se deducía (concediéndole los principios en que la fundó) la necesidad de alterar la Constitución inglesa, organizar de otra manera los Parlamentos, despojar al Rey de su autoridad, a los nobles de sus privilegios, y alterar del todo el gobierno de este país. Publicóse este libro, y se extendió con asombrosa rapidez por todas partes, en un tiempo en que la revolución francesa ocupaba los ánimos. Temió el Gobierno la impresión que podrían hacer en el público las máximas de Tomás Payne; prohibió su libro, y fulminó una causa contra el autor (que se hallaba en Francia), como perturbador del orden y tranquilidad pública. Fue su abogado Mr. Erskine, miembro de la Cámara de los Comunes y uno de los del partido de la oposición; habló con grande elocuencia a favor de su cliente; los que asistieron a oír su alegato le colmaron de elogios y vítores, quitaron los caballos de su coche, y la gente le llevó en él hasta su casa, con grande alborozo y alegría. A pesar de esto, la sentencia fue contraria a Tomás Payne, y se le impuso el castigo que debía sufrir, como libelista, tumultuario, si alguna vez se restituyese a Inglaterra. El Rey, precisado de las circunstancias, había convocado antes de tiempo las Cámaras del Parlamento; había mandado aproximar a la capital algunas tropas, aumentar la guarnición y artillería de la Torre de Londres, levantar nuevos cuerpos de milicias, y publicar una orden, por la cual todos los extranjeros que hubiesen Regado a Inglaterra desde principios del año 92, debían presentarse a los magistrados, y declarar su nombre, su ocupación, el motivo de su viaje, la época de su llegada, las armas que consigo tuviesen, etc. Este decreto, que había combatido abiertamente el partido de la oposición, irritó sobremanera a los enemigos del Ministerio, luego que, aprobado por la mayoridad del Parlamento, se publicó y puso en ejecución. Ni les causó indignación la preponderancia que iba adquiriendo el Gobierno, tanto porque los Curas en las iglesias, predicando al pueblo, le persuadían al respeto y obediencia al Soberano y al aborrecimiento a toda innovación en el sistema del Gobierno, como porque los particulares, reunidos en asambleas numerosas en varios parajes de la Capital y del Reino, protestaban su amor a la Constitución y al Rey, y su resolución constante de oponerse a cuantos intentaran esparcir máximas contrarias a estas ideas. En tales circunstancias se anunció por los papeles diarios una comida pública para los amigos de la libertad de la prensa, en la citada taberna de Crown and Anchor.

Llevado de la curiosidad, asistí a esta función, tomando un billete por siete chelines (35 reales de nuestra moneda): al entrar se entrega al portero, y éste le rasga, dando un pedazo de él a cada uno de los que van pasando, para que por él pueda pedir una botella al fin de la comida. Empezóse a juntar la gente en una sala de recibimiento. Llegó Mr. Erskine que debía presidir la función, y fue recibido con grandes palmadas y aplauso. A poco rato después se subió en una mesa, y leyó un discurso que llevaba escrito, en que habló largamente contra el Ministerio reprobando, ya de intento, o ya por incidencia, la convocación extraordinaria del Parlamento, los temores artificiosamente esparcidos por el pueblo a esfuerzos de los Ministros, para persuadirle que se tramaban revoluciones y conjuraciones en Inglaterra, y disculpar por estos medios las resoluciones violentas y despóticas que habían tomado, contrarias a la libertad inglesa y a la Constitución. Habló de la falta de observancia de esta misma Constitución en sus más principales artículos; ridiculizó, trató de ilegales, inútiles y absurdas las Juntas de las parroquias, compuestas de nobles, propietarios ricos e individuos del Clero, gentes que (en su opinión) sólo existen por abusos tolerados, y que se interesan en que los abusos se perpetúen; intentando probar, a su modo, que mientras ellos tomaban el nombre de la nación inglesa, el pueblo, que verdaderamente constituye la nación, o la mayor y mejor parte de ella, gemía oprimido bajo el yugo más intolerable.

Habló de la necesidad urgente de oponer un remedio a tantos males, y fijó su atención en la libertad de la prensa, que ya los Ministros habían intentado oprimir, tanto con la causa fulminada contra Tomás Payne, como por las persecuciones que diariamente seguían suscitando a otros muchos, que habían manifestado sus ideas acerca de la inobservancia de la Constitución y del abuso que los Ministros hacían de la autoridad, que se les confiaba para fines más justos. Concluyó, pues, diciendo que el medio más vigoroso de contener el despotismo consistía en instruir al pueblo sobre sus verdaderos intereses; que esto no se lograba sin la circulación de opiniones; y que éstas no podían manifestarse sino por medio de la prensa, cuyo uso libre e independiente del Gobierno era absolutamente necesario para la corrección de tantos abusos, para sostener la libertad inglesa, ya vacilante, y apresurar con la instrucción pública la prosperidad de la nación.

Este discurso fue muchas veces interrumpido con aplausos, y por aclamación se decretó la impresión de él. Mr. Sheridan subió después a la mesa, y en una pequeña arenga que hizo apoyó las opiniones de su amigo, aplaudió su celo y sus luces, y dijo que si algún defecto podía notarse en el discurso que acababa de leer, era sólo el de estar escrito con demasiada moderación. Después subió Mr. Courtenay, y dijo, poco más o menos, lo mismo. Todos tuvieron mucho aplauso de los concurrentes.

Llegó la hora de comer, y a costa de empujones crueles y a peligro de morir sofocado entre la multitud de gente que se precipitaba a tomar asiento, logré entrar en la sala. Era muy espaciosa, y tanto, que pudieron acomodarse hasta unas cuatrocientas personas, de más de ochocientas que concurrieron aquel día, colocándose los restantes en otras piezas inmediatas, donde había mesas prevenidas para cuantos fuesen. El gran salón donde yo comí estaba adornado con pilastras y estatuas, gran bóveda elíptica en medio, dos grandes chimeneas de mármol, e iluminado con cinco arañas, de las cuales la que ocupaba el centro era exquisita. Había dispuestas a lo largo cinco mesas, y otra que atravesaba en el testero, donde se colocó el Presidente, e inmediatos a él algunos de sus amigos. Se cubrieron las mesas una sola vez; pero con tal abundancia, que todos comieron bien, y sobró mucho todavía. Acabada la comida, empezaron los brindis: volvió a hablar el Presidente, y después, en varias ocasiones, Sheridan, Grey, Byng, Rous y otros, amplificando e ilustrando los puntos de que se hizo mención en el extracto del discurso de Erskine; y entre los brindis cantaron sin acompañamiento de música dos de los miembros de la junta, unas canciones alusivas al asunto del día, las cuales fueron aplaudidas con entusiasmo, repitiendo el concurso el estribillo con que finalizaba cada estrofa.

Los principales brindis fueron éstos:

1º A la libertad de la prensa, y su más ilustre abogado, Mr. Erskine.

2º A los derechos del hombre, y Mr. Fox.

3º. A la plena y libre representación del pueblo en el Parlamento, y Mr. Grey.

4º. A Mr. Sheridan, el firme opositor a las leyes de impuestos.

5º. A los cincuenta y dos miembros de la Cámara de los Comunes, que no han abandonado la causa del pueblo.

6º. Al patriota por herencia, Mr. Bing.

El modo con que se hacían los brindis me pareció notable. El que proponía, ya fuese el Presidente, o ya cualquiera otro de los que hablaron, motivaba el brindis con un pequeño discurso; a cada período y a su conclusión había un aplauso general. Llenábanse las copas, se ponían todos en pie, repetía el Presidente la fórmula del brindis, y levantando las copas en alto y haciendo varias veces con el brazo un movimiento semicircular, decían hasta cuatro o cinco veces urré, urré, urré (que equivale a viva, viva, viva), alargando la última sílaba al concluir, seguía después un gran palmoteo, y bebían. Los que se hallaban a gran distancia del Presidente, se ponían de pie sobre las mesas para perorar. Uno de ellos, Mr. Took, muy conocido en Londres por las persecuciones que en otro tiempo le suscitaron los ministros, a causa de haber escrito no sé qué obra contra el Gobierno, habló con grande aceptación del concurso, e hizo proposiciones que fueron generalmente bien recibidas; pero disponiéndose a hablar por tercera vez contra el Presidente y Mr. Sheridan, cuyas opiniones había combatido o rectificado en parte, comenzó a disgustarse el auditorio, y por todas partes le gritaban que se bajase de la mesa. Algunos, que tenían ya en el cuerpo más vino del que era necesario para hacer una buena digestión, quisieron subir adonde él estaba, o para declamar contra él, o para hacerle sentar por fuerza; amontonáronse unos sobre otros, empezaron una docena de ellos a darse de cachetes; y como las mesas no fuesen teatro dispuesto para tal pelea, se desvencijaron, cayendo al suelo con grande estrépito (entre los platos, vasos, jarros y botellas rotas) el orador y los combatientes. Esto causó gran desorden en la sala; precipitáronse unos y otros a salir de ella; el Presidente daba gritos, queriendo restablecer la tranquilidad; pero en medio de la confusión, atropellamiento y vocería que se excitó, era imposible ser escuchado ni obedecido. En fin, al cabo de un rato, habiéndose salido muchos de los asistentes, y recogidas con gran diligencia por los criados las tristes reliquias del combate, se prosiguió con bastante serenidad la junta, y en ella quedó acordado que se repitiese dentro de cuatro semanas.

Y que se formase una subscripción para socorrer a los escritores a quienes el Ministro persiguiese por imprimir obras dirigidas a la instrucción pública y dar a conocer al pueblo inglés sus verdaderos intereses y sus derechos.


10

Hay además en Inglaterra, y especialmente en Londres, varias sociedades que llaman clubs, que celebran sus juntas y comidas en días fijos y determinados, tal vez semanalmente, y tal vez con menos frecuencia. Unas se componen de sujetos de una misma profesión, comerciantes, abogados, literatos, artífices, etc., y otras de gentes acomodadas, que se reúnen para hacer prosperar uno u otro ramo o establecimiento. La comida se paga a escote, y después de ella se leen o pronuncian discursos, se disputan los puntos en cuestión, se vota y resuelve lo conveniente al objeto de su instituto. Otras hay que celebran sus juntas sin comida, y sólo tienen una en algún día señalado. Lo cierto es que a estas incorporaciones (que podrían en cierto modo compararse a nuestras sociedades económicas) debe la Inglaterra una gran parte de su prosperidad. Ellas son las que, reuniendo el propio interés, el celo patriótico, la ilustración y la riqueza, proporcionan a la agricultura, a las artes, a la industria y al comercio nacional todas las ventajas posibles. Desde las fábricas a los hospitales, desde el cultivo de los árboles a los primores más delicados de las artes de lujo, todo recibe los efectos de su influencia. Cualquiera descubrimiento, cualquiera noticia útil a estos objetos, halla un premio seguro en tales incorporaciones. Pero no entra en ellas todo el que quiere entrar, no son admitidos sus individuos por un precio infame, sino por elección; no se incorporan en ellas para pedantear, hacer vana y ridícula ostentación de un celo aparente, y adquirir por tales medios el favor de la Corte, para obtener empleos, a que no podrían aspirar si la ignorancia se acompañara siempre de la modestia. Estos cuerpos, en fin, no se entrometen en tejer cintas, ni en hacer máquinas, ni en plantar árboles, ni en arar la tierra, ni en dirigir manufacturas; pero estimulan, ilustran y favorecen con sus luces y sus auxilios a los que deben hacerlo. Sus proyectos no se aplauden y se archivan; se ejecutan por medio de suscripciones cuantiosas, que los facilitan; la mente que discurre, el dinero que proporciona los medios, y el celo y actividad que llevan al fin las empresas más difíciles, todo está unido, y así resultan efectos tan admirables. Si se hace extraño lo poco que han hecho nuestras sociedades, después de tanto bueno como se ha dicho en ellas (a pesar de mil impertinencias inevitables), y después de tantos años como llevan de fundación, mayor maravilla deberá causar a cualquiera que las coteje con estas incorporaciones tan comunes en Inglaterra; siendo de advertir que ellas lo hacen todo, que el Gobierno no las da un cuarto, y que el único favor que le deben, es el de permitirlas.


11

Lista de los trastos, máquinas e instrumentos que se necesitan en Inglaterra para servir el té a dos convidados en cualquiera casa decente.

1. Una chimenea con lumbre.

2. Una mesa pequeña para poner el jarrón del agua caliente.

3. Una mesa grande, donde está la bandeja con las tazas y demás utensilios.

4. Un jarrón con agua caliente.

5. Un cajoncillo para tener el té.

6. Una cuchara mediana para sacarlo.

7. Una tetera, donde se echa el té y el agua caliente.

8. Un jarrillo con leche.

9. Una taza grande con azúcar.

10. Unas pinzas para cogerla.

11. Unas parrillas.

12. Un plato para la manteca.

13. Otro plato para las rebanadas de pan con manteca, que se ponen a calentar sobre las parrillas.

14. Un cuchillo para partir el pan y extender la manteca.

15. Un tenedor muy largo para retostar las rebanadas antes de poner la manteca.

16. Un cuenco para verter el agua con que se enjuagan las tazas cada vez que se renueva en ellas el té.

17. Dos platillos.

18. Dos tazas.

19. Dos cucharitas.

20. Una gran bandeja en la mesa grande, para todos estos trastos.

21. Otra bandeja más pequeña, donde se ponen las tazas con té, las rebanadas de pan y el azúcar para servicio a los concurrentes.

Todo esto es necesario para servir dos tazas de té con leche. Si es más libre el hombre que menos auxilios extraños necesita para el cumplimiento de sus deseos, las gentes cultas ¡qué lejos están de conocer la libertad! ¡Cuántas manos trabajan para que el cortesano sorba un poco de agua caliente! ¡Qué necesidades ficticias le rodean! ¡Cómo gime el infeliz bajo la pesada cadena que le doran las artes!


12

Está bien la descripción que hace Ponz, en su Viaje fuera de España, tomo II, carta primera, de la iglesia catedral de San Pablo: creo muy bien que será harto inferior este edificio a San Pedro de Roma, y aún creo más. La iglesia del Escorial es más grande, a mi parecer (y esto se entienda comparando sólo una iglesia con otra), puesto que si se cuenta toda la fábrica de San Lorenzo el Real, hay que hacer tres iglesias como la de San Pablo. Es, sin embargo, cosa magnífica: la cúpula me pareció majestuosa y elegante; los ornatos exteriores muy bien hechos; la estatua de la Reina Ana sobre un pedestal, delante del frontispicio, cosa mezquina y de poco mérito. Lo interior es correspondiente a la gran mole de este edificio, si bien se pierde a la vista una gran parte de la longitud de la nave principal por el atajadizo que forma el coro. Entre los adornos interiores hallé algunos de muy mal gusto, pesados, inútiles y ridículos; la sillería del coro me pareció igualmente de corto mérito, y me atrevo a decir lo mismo de las pinturas de la cúpula. Dando una voz en medio de la iglesia, se repite el eco dos veces, y cerrando de golpe una puerta que sale a la barandilla de la media naranja, produce el mismo ruido que un cañonazo. Nada de esto es admirable, atendida la construcción de un edificio tan vasto, y más que todo, su desnudez: como la religión anglicana no sacrifica, ni da culto a las imágenes, sus templos están desnudos, y más que todos ellos, el de San Pablo, donde no se ve ni un cuadro, ni una efigie, ni un altar, ni un banco siquiera: así es que exceptuando la sillería del coro y el órgano, todo lo demás está como salió de las manos del arquitecto. Parece un edificio desalquilado, donde faltan los muebles, los adornos y el dueño que le ha de habitar. Se enseña una escalera redonda, toda de piedra, sostenida sólo por la pared a que está unida y la parte interior del círculo que forma, sin apoyo alguno. Se enseña también una librería, donde no hallé cosa particular, pues aunque podrá haber en ella libros muy buenos, éstos no entran en la lista de lo que es visible, y apenas da lugar el charlatán conductor para leer algunos títulos por el forro.

Para ver un modelo, muy estropeado, que está a la parte alta de la iglesia, se atraviesan unos pasillos cubiertos, con vigas y tablas como cualquier guardillón; para llegar a la linterna se sube una multitud de escaleras de madera, y se ve toda la armazón de la cúpula, que es de madera también, lo cual rebaja mucho la grande idea que da lo exterior del edificio, y se echan de menos las piedras y bóvedas del Escorial. Después de subir media hora por estos desvanes tenebrosos (que no son otra cosa que desvanes), se sale a la barandilla exterior de la linterna. Para llegar a conocer la extensión de esta inmensa capital, es necesario verla desde allí: a una parte se descubre el río, que la divide del arrabal de Southwark, con los tres puentes magníficos que la atraviesan; la multitud de navíos que cruzan por él o están anclados a sus orillas; una campiña hermosa y dilatada, llena de poblaciones y cultivada como un jardín; y a la otra parte se ve la ciudad de Londres, unida a la de Westminster, donde se observa la anchura y rectitud de sus calles, la proporción y uniformidad de sus casas, las torres de sus iglesias, todas modernas y de piedra, que descuellan entre la confusa multitud de los demás edificios. Ni es menos de notar el humo que sale de tantas chimeneas, el cual forma una nube espesa, que cubre la mitad del horizonte, y oculta una gran parte de la ciudad: accidente que contribuye a dar una idea mayor de su grandeza.

Una observación que hice después de esto, me hizo olvidar todas las otras. Las piedras de que se ha formado este grande edificio se componen de arena y despojos marinos: el choque de los elementos, que ha alterado ya en muchas partes la superficie que las dio el cincel, ha descubierto una multitud de conchas confusamente unidas, y entre ellas se ven algunas, cuasi enteras, de las ostras que comúnmente se venden por las calles de Londres. Así es que con los animales y plantas marinas se ha podido edificar la iglesia de San Pablo. ¡Qué mudanza tan maravillosa! Pero esta gran mole volverá al mar, de donde salió, con el transcurso de los siglos; la soberbia ciudad que está a sus pies, centro de la opulencia, de la industria, de las artes, de la sabiduría y de los vicios, desaparecerá igualmente; y el nombre del caballero Wren, arquitecto de este templo magnífico, quedará altamente borrado en la memoria de los hombres. ¡Qué pequeños somos! Nada es grande, nada es durable sino Dios.


13

El día 30 de Enero, aniversario de la muerte del Rey Carlos I, degollado en Londres, hay ayuno general en Inglaterra; la iglesia anglicana tiene rezo propio para este día; se predica en las iglesias sobre la muerte de este príncipe, que llaman bienaventurado y mártir; la Cámara de los Lores asiste al oficio y sermón en la iglesia de Westminster, y la de los Comunes en la de Santa Margarita, por lo menos así fue en el año de 93. En las lecciones de este día se dice: «Señor nuestro, Padre celestial, que no nos has castigado como nuestros pecados merecían, pero en medio de tu juicio te has acordado de tu misericordia: nosotros reconocemos por especial favor tuyo que aunque, por nuestras muchas y grandes provocaciones, permitiste a tu ungido, bendito Rey Carlos I, caer en este día en las manos de violentos y sedientos de sangre, y ser muerto bárbaramente por ellos; con todo eso, tú no nos abandonaste para siempre, como ovejas sin pastor, sino que con tu piadosa providencia preservaste milagrosamente al no dudoso heredero de sus coronas, nuestro entonces Rey Carlos II, encubriéndole de sus sangrientos enemigos bajo la sombra de tus alas, hasta que la tiranía pasó, y le volviste en tiempo oportuno, para que se sentase sobre el trono de su padre; y juntamente con la Real familia, nos restituiste nuestro antiguo gobierno en la Iglesia y en el Estado. Por estas tus grandes e inefables misericordias, nosotros te rendimos humildes gracias de lo más íntimo de nuestros corazones, etc., etc.»



14

En la calle llamada Strand había una casa donde por dos chelines (diez reales) se enseñaba gran porción de animales de varias especies: carneros, tigres, papagayos, hienas, panteras, guacamayos, lobos, monos, micos, una cebra, un canguro, un rinoceronte, etc.

Había también un carnero con cuatro cuernos magníficos, y una vaca con dos cabezas, la una de ellas colgando al lado derecho del pescuezo (algo más pequeña que la otra), que apenas daba señas de sensibilidad y movimiento.

El canguro es un animal nuevamente descubierto. Líbreme Dios de querer hacer una descripción facultativa de él: non nostrum. Diré solamente que es poco más o menos del tamaño, pelo y color tostado de una cabra; la cabeza bastante parecida a la de un conejo, particularmente en las orejas; las piernas de atrás muy largas, y las de adelante sumamente cortas, de manera que camina en dos pies o a saltos, ayudándose con las manos cuando lo necesita; tiene la cola larga y peluda. Es animal pacífico y de buenas costumbres.

El rinoceronte que yo vi tenía cuatro años, según aseguró el charlatán. Sería poco mayor que un buey, de un color obscuro, parecido al elefante; no tiene pelo ni conchas, como algunos creen, sino una especie de costra durísima, capaz de hacer rebotar un balazo, con unos pliegues encima de los encuentros y juego de brazos y piernas, que forman aquellas divisiones que se ven en las estampas de este animal. Debajo de estos pliegues tiene un pellejo muy delicado y flexible, por cuyo medio puede andar y moverse hacia donde quiere; que de otro modo no podría; tiene hendidas las pezuñas, y sus armas consisten en un solo cuerno, que le nace encima de las narices. Como el rinoceronte que yo vi era jovencillo todavía, apenas tenía tres dedos de cuerno sobre el pellejo; pero enseñaban allí mismo un cuerno que decían ser (y lo parecía) de otro rinoceronte más provecto, de unas dos cuartas y media de longitud: por donde, hecho un cálculo prudencial, se puede inferir que cuando el rinoceronte llegue a su natural estatura, no será menor que el elefante.

Era infernal la música que resultaba del bufar de los tigres y panteras, el graznar de los guacamayos y el chillar de los micos, mezclado con el son de las cadenas y las disertaciones descriptivas anglo-sajonas del rector de aquel colegio. Pero todo se podía tolerar por ver la inquietud y travesura de los monos y micos, que aunque presos y en tierra extraña, no dejaban por eso de entretenerse, dando saltos y vueltas, retozando unos con otros, espulgándose recíprocamente y haciendo gestos: no he visto en mi vida tinelo de pajecillos más vivarachos y enredadores.


15

En Inglaterra hay absoluta libertad de religión: en obedeciendo a las leyes civiles, cada cual puede seguir la creencia que guste, y sólo se llama infiel aquel que no cumple sus contratos. No ha muchos años que un lord se hizo turco, se fue a Constantinopla, estableció un bonito serrallo, y vivió como un verdadero musulmán hasta que el Profeta le llamó a gozar del prometido paraíso. El célebre lord Jorge Gordon, sentenciado a cinco años de prisión por revoltoso y tumultuario, se ha hecho judío en la cárcel, ha sufrido la circuncisión, se ha dejado crecer la barba, y hoy día se llama Abraham.

Nadie se ha metido con él, y espera en paz el Mesías, anunciado por los profetas.

La religión dominante es la anglicana, que consta de treinta y nueve artículos: unos conformes en un todo a la nuestra, otros no. Para dar una idea más precisa de esto, copiaré los títulos de todos, y el texto de aquellos solamente en que se halla alguna diferencia respecto de la doctrina católica, o que son opuestos a ella.

«1. De fe en la Santísima Trinidad.

2. Del Hijo de Dios, que fue hecho verdadero hombre.

3. De la bajada de Jesucristo a los infiernos.

4. De la resurrección de Cristo.

5. Del Espíritu Santo.

6. De la suficiencia de las Escrituras Santas para la salvación. La Escritura Santa contiene todas las cosas necesarias a la salvación; y así cualquiera cosa que no es leída en ella, no es probada con ella, ni debe ser requerida ni juzgada precisa para la salvación. En el nombre de Escritura Santa entendemos aquellos libros canónicos del Viejo y Nuevo Testamento, de cuya autoridad nunca hubo duda alguna en la Iglesia, etc.

7. Del Viejo Testamento.

8. De los tres cerdos.

9. Del pecado original.

10. Del libre albedrío.

11. De la justificación del hombre.

12. De las buenas obras.

13. De obras antes de la justificación.

14. De obras de supererogación.

15. De Cristo solo sin pecado.

16. Del pecado después del bautismo.

17. De la predestinación y elección.

18. De obtener eterna salvación solamente por Jesucristo.

19. De la Iglesia. Como la Iglesia de Jerusalén, Alejandría y Antioquía han errado, así también ha errado la Iglesia de Roma, no solamente en su vivir y manera de ceremonias, sino también en materias de fe, etc.

20. De la autoridad de la Iglesia.

21. De la autoridad de los concilios generales. Los concilios no deben ser congregados sin el mandato y autoridad de los Príncipes. Y cuando son congregados (porque son junta de hombres, en donde todos no son gobernados por el espíritu y palabra de Dios), pueden errar, y alguna vez han errado de cierto, en cosas pertenecientes a Dios. Por lo cual, las cosas ordenadas por ellos como necesarias a la salvación, no tienen fuerza ni autoridad hasta que sea declarado que son tomadas de la Santa Escritura.

22. Del Purgatorio. La doctrina romana concerniente al Purgatorio, perdones, dignidad y adoración, así de imágines como de reliquias, y asimismo invocaciones de santos, es cosa fútil y vanamente inventada, y no fundada sobre testimonios de la Escritura, o por mejor decir, repugnante a la palabra de Dios.

23. De ministrar en la Congregación.

24. De hablar en la Congregación en la lengua que entienda el pueblo. Es cosa repugnante a la palabra de Dios, y a la costumbre de la primitiva Iglesia, tener oración pública en la iglesia, o administrar los sacramentos, en lengua no entendida del pueblo.

25. De los sacramentos. Dos sacramentos son ordenados por Cristo, Nuestro Señor, en el Evangelio, a saber: el Bautismo y la Cena del Señor, aquellos cinco, llamados comúnmente sacramentos, es a saber: Confirmación, Penitencia, Orden, Matrimonio y Unción; no deben ser contados por sacramentos del Evangelio, habiendo emanado en parte de la corrompida imitación de los Apóstoles, y siendo en parte estados de vida santificados en las Escrituras. Pero no obstante, no tienen semejante naturaleza de sacramentos, como el Bautismo y Cena del Señor, porque no tienen ningún signo visible o ceremonia ordenada por Dios. Los sacramentos no fueron instituidos por Cristo para ser mirados ni llevados en procesión, sino para que usáramos de ellos debidamente.

26. De que la dignidad de los Ministros no impide el efecto de los sacramentos.

27. Del bautismo.

28. De la Cena del Señor. 'La transubstanciación o mutación de las sustancias de pan y vino en la Cena del Señor no puede ser probada con Escrituras Santas; antes bien es repugnate a las palabras expresas de la Escritura, destruye la naturaleza del sacramento, y ha dado lugar a muchas supersticiones. El cuerpo de Cristo es dado, tomado y comido en la Cena, solamente según un modelo celestial y espíritu. El sacramento de la Cena no fue por institución de Cristo reservado, llevado en procesión, elevado ni adorado'.

29. De los inicuos que no comen el cuerpo de Cristo en la Cena del Señor.

30. De ambas especies. La copa del Señor no debe ser negada al pueblo lego, porque ambas partes del sacramento del Señor, por institución y mandato de Cristo, deben ser administradas a todos los hombres cristianos igualmente.

31. De la oblación de Cristo, fenecida sobre la cruz. 'La ofrenda de Cristo, una vez hecha, es perfecta redención, propiación y satisfacción por todos los pecados del mundo, original y actual, y no hay ninguna otra satisfacción por pecado, sino esta sola. Por la cual los sacrificios de misas, en los cuales se dice que el sacerdote ofrecía a Cristo por vivos y muertos, para obtener remisión de pena o reato, eran fábulas, blasfemias y engaños peligrosos.'

32. Del matrimonio de los sacerdotes. 'No se manda por ley de Dios a los Obispos, Presbíteros o Diáconos el prometer estado de celibato, o abstenerse del matrimonio. Por tanto, es lícito a ellos, y a todos los cristianos, casarse a su voluntad, según lo juzguen más conveniente a su conciencia'.

33. De cómo se debe evitar a las personas excomulgadas.

34. De las traiciones de la Iglesia.

35. De las homilías. 'El segundo libro de Homilías, cuyos títulos hemos juntado a continuación de este artículo, contiene piadosa y saludable doctrina, necesaria para estos tiempos, como también el primer libro de Homilías, que fueron dadas a luz en el tiempo de Eduardo VI, y por tanto juzgamos deben ser leídas en las iglesias por los Ministros clara y distintamente, para que sean entendidas del pueblo'.

Los títulos de las Homilías son: 1º del recto uso de la Iglesia. 2º del peligro de la idolatría. 3º de la reparación, guarda y limpieza de las iglesias. 4º de las buenas obras; primero el ayuno. 5º contra la glotonería y borrachera. 6º contra el exceso de aparato. 7º de la oración. 8º del lugar y tiempo de la oración. 9º que las oraciones y sacramentos deben ser administrados en lengua conocida. 10º, de la reverente estimación de la palabra de Dios. 11º de hacer limosnas. 12º, de la Natividad de Cristo. 13º, de la Pasión de Cristo. 14º, de la Resurrección de Cristo. 15º, de la digna recepción del Sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo. 16º, de los dones del Espíritu Santo. 17º, para los días de regación. 18º, del estado del matrimonio. 19º, del arrepentimiento. 20º, contra la ociosidad. 21º, contra la rebelión.

36. De la consagración de Obispos y Ministros. El libro de la Consagración de Obispos y ordenación de Presbíteros y Diáconos, dado a luz en el tiempo de Eduardo VI, y confirmado por autoridad del Parlamento, contiene todas las cosas necesarias a la tal consagración y ordenación, ni contiene nada que sea supersticioso o impío. Y por tanto, los que sean consagrados u ordenados según los ritos de aquel libro, desde el segundo año del citado Rey Eduardo hasta ahora, o después sean consagrados y ordenados según ellos, decretamos ser todos los tales, recta, arreglada y lícitamente consagrados y ordenados.

37. De los Magistrados. 'La majestad de la Reina tiene el principal poder en este Reino de Inglaterra y sus demás dominios, y a ella pertenece el principal gobierno de todos los estados de este Reino, ya sean eclesiásticos, o ya civiles, en todas las causas, y no está ni debe estar sujeta a ninguna jurisdicción forastera... por la prerrogativa que vemos haber sido dada en todos tiempos a los piadosos Príncipes, según las Escrituras Santas, por el mismo Dios, de gobernar todos los estados y clases encomendadas a ellos, así eclesiásticos como temporales, y de castigar con el cuchillo civil a los contumaces y malvados. El Obispo de Roma no tiene jurisdicción en este Reino de Inglaterra', etc.

38. De que los bienes de los cristianos no son comunes.

39. Del juramento del cristiano.»



16

Los pies de las inglesas son de enorme magnitud; y tan lejos está éste de ser un defecto en las damas, que las que no los tienen de forma tan gigantesca están expuestas a la censura pública. Cuando vino de Prusia a casarse a Londres la que hoy es Duquesa de York, observó la Corte, con mucho sentimiento, que tenía los pies chicos; se habló en los papeles periódicos de esta notable falta, y se hizo mucha burla en coplas y caricaturas, que salieron entonces, de la pequeñez intolerable de su pie. Y ¡nos admiramos que en el Senegal y en Congo se llamen feas las aguileñas, y que se queden para tías las que no son más negras que el hollín! Lo que es hermoso a los ojos de un hotentote, podrá ser horrible a los de un lapón; un persa y un apache seguirán opinión distinta en puntos de belleza física; disputarán eternamente sin entenderse, y todos tendrán razón. Las ideas de proporción y hermosura en las formas tienen su tipo original en la naturaleza; y como ésta es capaz de una variedad increíble en los diferentes climas y países del mundo, necesariamente deberán ser opuestas las opiniones de los hombres acerca de ellas. Pero volvamos a los pies de las inglesas.

Las mujeres de este país no reciben una educación tan atada y monjuna como las nuestras; se crían con más libertad y holgura; saltan y corren, y así se forman y robustecen cuanto es necesario, según las facultades y el temperamento físico de cada una. No teniendo en su niñez aprisionados los miembros, ni angustiado el ánimo, se hacen altas, fornidas y bien dispuestas, y el pie, en su crecimiento, participa, como las demás partes del cuerpo, de los privilegios de esta libertad. Así vemos entre nosotros que las marmóreas vizcaínas, que pasan su vida en el campo, subiendo y bajando, descalzas de pie y pierna, por la aspereza de sus peñascos, tienen los pies más grandes que las señoritas tísicas de Madrid, muy recogiditas y muy cachondas que bajan al Prado rezumándose los domingos delante de mamá, y se vuelven a toda prisa con sus piececitos invisibles, antes que anochezca, para que no las acorche el sereno. Los pies de las españolas parecen más pequeños todavía de lo que son, por la estrechez de los zapatos, donde están los dedos unos sobre otros, en continuo martirio; a que se añade la posición violenta que dan los tacones, haciendo doblar el pie por el nacimiento de los dedos y levantándole de talón, todo lo cual le da un escorzo que en la apariencia le amenora. Las inglesas ni calzan ajustado ni gastan tacón.


17

Estado progresivo de la deuda nacional desde su principio, en el reinado de Guillermo III, hasta hoy. Sacado del Correo de Londres de 21 de Setiembre de 1792.

En el reinado de Guillermo III la deuda era 000,000.

En el actual llega ya a 270.000,000 de libras esterlinas.

En el reinado de Guillermo III se contaban en Inglaterra y el principado de Gales un millón y trescientas mil casas, de las cuales, quinientas y cincuenta mil tenían chimeneas; lo cual consta por la tasa sobre las chimeneas del Reino.

En el actual reinado, el número de casas se ha reducido a novecientas ochenta y seis mil, de las cuales, las trescientas treinta mil son chozas, como se manifiesta por las listas de imposición sobre las casas.

Resulta, pues, que desde el reinado de Guillermo III al presente hay de menos doscientas veinte mil chozas, y noventa y cuatro mil casas, lo cual produce una disminución de población, que está regulada en un millón y quinientos mil habitantes en esta parte de la Gran Bretaña. Sin embargo, la deuda nacional es de doscientos setenta millones de libras esterlinas.


18

Los cueros son muy escasos en Inglaterra; pero no debe causar admiración, si se considera la inmensa cantidad de reses que se han exportado de esta isla: en el año último de 1791 salieron de sus puertos más de cuarenta mil cabezas de ganado. Este Reino ha exportado igualmente en dicho año tres millones y cuatrocientas mil varas de lienzos de varias calidades. (Correo de Londres de 28 de Setiembre de 1792.)

Por un decreto de navegación británica se manda que ninguna producción extranjera será llevada a Inglaterra sino directamente y en bastimentos ingleses, o pertenecientes a los individuos del país de donde sea la producción: un bastimento no se llama inglés sino en cuanto sea de construcción y propiedad inglesa. Este decreto fue promulgado en 1651; el porte de los buques ingleses no excedía entonces de noventa y seis mil toneladas. En 1775 entraron en los puertos de Inglaterra nueve mil doscientos cuarenta y siete buques, que medían novecientos cuarenta y tres mil toneladas; y en el mismo año salieron nueve mil setecientos diez y nueve, midiendo ochocientas ochenta y ocho mil. En 1790 el número de buques que entraron fue de doce mil doscientos noventa y cuatro, midiendo un millón cuatrocientas cuarenta y dos mil toneladas, y salieron doce mil setecientos sesenta y dos, que medían un millón cuatrocientas veinticuatro mil novecientas doce.

En 1792 el número de buques que pasaron el Sund fue de doce mil ciento catorce, de los cuales, cuatro mil trescientos cuarenta y nueve eran ingleses.

El comercio inglés se funda sobre las leyes; adoptando la misma legislación, las demás potencias adquirirían su fuerza natural. La corona de Jorge III se sostiene por las aduanas, y el acta de la navegación le da el señorío del mar. (Observaciones de Ducher sobre el acto de navegación, insertas en el Monitor del día 12 de Febrero de 1793.)


19

El pecado mortal de los ingleses, el que cubre toda la nación y hace fastidiosos a sus individuos, es el orgullo; pero tan necio, tan incorregible, que no se les puede tolerar. ¿Se habla de religión? Todas las demás naciones son fatuas, supersticiosas y fanáticas en sus principios y prácticas religiosas. No obstante, sin contar las varias sectas de presbiterianos, independientes, anabaptistas, metodistas, socinianos, hugonotes, calvinistas, quakers, judíos y otras que se componen de ingleses, como fácilmente puede inferirse, y constituyen una gran parte de la nación, llenas de ilusiones y extravagancias, la dominante anglicana, ni carece de intolerables abusos con respecto al orden político; ni en cuanto a la creencia, de supersticiones y prácticas ridículas, ni es menos apta a inspirar todos los furores del fanatismo que la más intolerante y rígida. Esto se ha visto muchas veces, y se repetirá de tiempo en tiempo, a causa de la disposición que ofrece la bestial ignorancia del populacho al interés o al celo fanático de los que le agitan y conducen. ¿Se trata de Gobierno? Ninguno hay mejor que el suyo: su gloriosa constitución es la mejor de las constituciones posibles no obstante de la División, poco filosófica a la verdad, de Nobleza, Clero y Plebe, no obstante el privilegio hereditario de representación en la Cámara concedido a los Nobles porque son nobles, y el que adquiere la alta clerecía en razón de sus dignidades; no obstante la lucha continua y funesta a la felicidad pública, entre las facultades de que goza el soberano y las restricciones con que han querido en vano impedir el abuso de ellas. Las leyes le quieren justo y le hacen dueño de los ejércitos y las escuadras; las leyes le niegan la facultad de disponer de la riqueza material y le dejan arbitrio de las operaciones del gabinete, de hacer alianzas, ajustar tratados, declarar la guerra cuando quiera y conducir a la nación a su ruina si le resiste o al estado de monarquía absoluta si le complace. Las leyes, en fin, han querido que el rey de Inglaterra no sea un déspota; pero le han puesto en las manos los medios de serlo, cuando menos lo parece, ya por la autoridad irresistible que ejerce en la nominación de los más importantes cargos y dignidades, ya por la fuerza militar de mar y tierra que administra, y ya por la facilidad con que puede seducir y corromper a los representantes de la nación. Sin embargo, sería menor el mal si esta gloriosa constitución, tal cual es, se observase rigurosamente, pero no sucede así: todo se ha reducido a formar ranas, el texto de las leyes y su ejecución son tan discordes, que sólo una obstinación ridícula se atreverá a negarlo. Los ministros lo hacen todo, y el célebre espantajo del partido de la oposición (que nunca pasa de la quinta parte del número de votantes en ambas Cámaras) sirve sólo a llenar los papeles públicos de oraciones patrióticas muy bien declamadas y muy inútiles, y de hacer creer a los ignorantes que se sostienen como es debido los intereses de la nación y que si las cosas no van de otro modo consiste en que no pueden ir mejor. Ni ¿cómo un inglés confesaría que la forma de su gobierno puede enmendarse, y que no es el más perfecto que existe sobre la tierra? Esto no lo sufre su vanidad. Los he visto mil veces confundidos a vista de las poderosas razones con que se les pueden probar los defectos de su decantada constitución, o los abusos introducidos en su práctica; pero jamás he visto con que convengan de buena fe en ninguno de los puntos sobre que con tanta razón se les arguye.

Es de inferir que en todas materias serán consecuentes. Su ejército, su marina, son invencibles; Inglaterra es inatacable: si tienen alianza con otro reino, es para protegerle; si le declaran la guerra, es para destruirle: las demás naciones son miserables y pobres y tontas, si se comparan con la suya; sus literatos los primeros del mundo; su Shakespeare el ingenio más divino que ha existido jamás; y por consiguiente, el teatro inglés (a pesar de tantas extravagancias y delirios como en él se sufren), comparable, si no superior, a todos los demás, antiguos y modernos.

¡Pobre del extranjero que antes de llegar a Londres no haya aprendido el ejercicio de las ceremonias y modales ingleses! Si no se peina como ellos, si no toma el té como ellos, si no va vestido como ellos, si no come y bebe como ellos, es hombre perdido: antes de oírle una palabra, se le graduará de extranjero, que es decir, un bestia sin educación. Esta dulce satisfacción de que nada hay bueno sino en Inglaterra les hace mirar todo lo que no es inglés con una caritativa compasión, que aturde; les hace decir tan clásicos disparates acerca de las otras naciones, y atreverse a preguntas tan necias y extravagantes, que no hay extranjero que pueda contener la risa al oírlas.

Este ignorante orgullo, acompañado de las costumbres feroces que aún conservan, les da un aire de rusticidad, que ofende a la vista. Cualquiera que haya asistido a los espectáculos donde se reúne la juventud más decente de Londres, habrá observado en su fisonomía, acciones y movimientos, una grosería insultante, que dista mucho de la dulzura, y urbanidad, que son hijas de la riqueza, el lujo y la buena educación. Todos ellos me parecen otros tantos carniceros o toreros puestos en limpio: tal era el aspecto rústico y amenazador con que se presentaban. ¿De dónde pueden nacer defectos tan notables, sino de la ignorancia, y la ridícula altanería y presunción que nace y vive con ellos? Es inútil advertir que hay excepciones; y ¿en qué cosa no las habrá? En este artículo no he hablado de los sabios ingleses; he hablado sólo de los ingleses.


20

Las caricaturas inglesas son muy divertidas: hay tiendas en Londres que pueden llamarse almacenes de ellas, tal es su abundancia. Todo es asunto acomodado para estas obras: la literatura, la moral, y sobre todo la política, prestan amplia materia a los artífices de este género grotesco, para sacar todos los días nuevas invenciones. ¿Se quiere ridiculizar a un escritor, por más sabio, por más respetable que sea? No hay sino valerse de uno de estos mamarrachistas, que con cuatro líneas y un poco de color le pondrá en ridículo, le presentará al público, y no habrá quien pase por la calle, que no suelte la risa al verle de tan lastimosa figura. Muchas veces una caricatura suple, y aun excede, a la crítica o la sátira más amarga. He visto en estas estampas ridiculizadas las modas de todas las naciones, sus costumbres, y aun sus virtudes: la gravedad de los magistrados de Inglaterra, la afectación de las señoritas, el verdor de las viejas, la vanidad de los nobles, la bajeza de los cortesanos; en una palabra, todos los vicios del hombre en sociedad, expuestos a la risa y al escarnio público. Los debates del Parlamento, los proyectos de los ministros, las resoluciones del Gobierno, los acaecimientos políticos, nacionales o extranjeros, se ven igualmente representados en ellas, unas veces por medio de la alegoría, y otras en composición historial. En unas está el Rey de Inglaterra cagando en un bacín, y celebrando al mismo tiempo consejo privado con sus ministros, representados en figuras de lobos, garduñas, zorras y aves de rapiña. En otras le están éstos metiendo proyectos por el culo con una jeringa; y al paso que los recibe por detrás, los va vomitando encima del Parlamento, que está en cuclillas, recibiendo con grande humildad cuanto el Rey le envía. En otras está el Príncipe de Gales saltando de un birlocho que va disparado, y se le pinta en actitud de caer sobre su querida lady Fitz-Herbert, que está ya en el suelo, panza arriba, con las piernas abiertas para recibirle. En otras el lord Macartney, embajador de Inglaterra, está besando el culo, con mucha devoción, al Emperador de la China. En otras hay un besaculos general, empezando por el Rey, a quien siguen los ministros, el Parlamento, el Clero, el lord Corregidor y el pueblo de Londres, que es el último; y a éste, en vez de besársele, se le azotan cruelmente unos sayones, que le gritan al mismo tiempo: ¡libertad, prosperidad! ¡Viva la Constitución! Si así tratan a su Rey y a sus ministros, no hay que esperar que sean más contenidos con las demás naciones: jamás he visto más abatida la majestad, que en las caricaturas inglesas; ni hay soberano de Europa, por más temido y poderoso que pueda ser, que haya escapado de hacer papel de botarga en ellas, y de haber servido de diversión por dos o tres reales al populacho de Londres. El ridículo de las caricaturas consiste en tres cosas: 1º en el modo satírico con que se presenta el asunto, que equivale a la fábula en la comedia; 2º en las actitudes de los personajes, que equivalen a las situaciones del teatro; 3º en lo recargado de los gestos, que es lo mismo que la expresión de los caracteres risibles que se introducen en un drama. Una caricatura es, respecto del diseño en el género agradable, lo que una farsa respecto de la buena comedia. Entre las muchas obras de esta especie que diariamente se publican, hay algunas de bastante mérito; y como en la pintura ha habido autores célebres, también en este género grotesco y recargado, que es un ramo de ella, los ha habido y los hay.


21

Los franceses son más habladores que los españoles, y éstos más que los ingleses. En los paseos y concurrencias públicas se echa de ver la taciturnidad de esta gente. Algunas veces se ve en un café, cuyas mesas están todas ocupadas, donde comen y beben en compañía, que, o no hablan, o hablan en voz baja, como si tuvieran miedo de ser oídos; muchas veces sólo se percibe el toser y escupir, o el ruido de las botellas. Pero aún es más notable esto en aquellos parajes donde se junta un gran concurso de hombres y mujeres: siendo ellos todos jóvenes, y ellas todas p..., beben ponche ellos con ellas, se dicen flores, se agarran de los brazos, se pasean sin cesar por el salón, con una honesta frialdad que sorprende; pero en cuanto al ruido, es tan corto el que se percibe, que no puede menos de causar admiración al que por la primera vez lo observa. Si en España se permitieran tales reuniones, ¡qué trisca andaría, con sólo un par de docenas de señoritos madrileños y una docena no más de malagueñas o gaditanas!


22

Una de las extravagancias que, a mi entender, hacen poco honor a las luces de esta nación (que algunos, acaso con demasiada facilidad, suelen llamar la nación filósofa), es la de nobleza. Hacemos burla de los vizcaínos, asturianos y montañeses, porque pecan en linajudos; pues no hay que admirarse: los célebres ingleses caen también en esta debilidad: nuestro Dómine Lucas hallaría también originales en la patria de Newton. Aquí hay escuderos, caballeros, baronetes, barones, vizcondes, condes, marqueses, duques, señorías, excelencias, grandezas, y escudos partidos y enteros, campos de plata, grifos, sirenas, unicornios, coronas, yelmos, plumas, motes y toda la ensalada de jeroglíficos góticos que inventó en los siglos de tinieblas la ciencia del blasón. Aquí hay también sangre azul y colorada y verde, como en otras partes; aquí también se sufren genealogistas, y hay quien escriba grandes volúmenes de estas futilidades, y hay quien los compre y los lea y los aprecie. Aquí también se disputa de sangre en el ojo, y se revuelven los abalorios, y se citan los cementerios para probar el mérito personal. Aquí también hay bosques enteros de árboles genealógicos, y se habla de entronques y de noblezas rancias y frescas, y se pintan en los coches, se tejen en las franjas y se graban en los orinales los blasones adquiridos a palos y coces y a quien más pudo, en aquellos tiempos de ignorancia y de tiranía. Pero no basta decir que aquí también se aprecian estas puerilidades; es menester advertir que se las da mucha estimación, que se habla de ello con la mayor formalidad, y que este tufo aristocrático ha ocupado de tal manera las cabezas, que son muy pocas las que están libres de frenesí. Cuando se observan de cerca las naciones, aun aquéllas que, no sin motivo, son admiradas, ¡cuánta consolación ofrecen a los errores y defectos de las demás!


23

El adulterio no es de aquellos delitos que castiga de oficio la justicia pública. Si el marido se declara ofendido, y lo prueba en debida forma, el adúltero paga una multa proporcionada a su fortuna, que algunas veces suele ascender a sumas muy considerables. Esta cantidad se le entrega al cornudo en recompensa del honor perdido; pero a la mujer no se la castiga de ningún modo, ni es consiguiente la separación a la infidelidad. Así se ve que después de concluida una de estas causas, habiendo cobrado el marido lo que le toca por sus cuernos, prosigue viviendo en paz con su mujer. Si no anduviera dinero de por medio, podría esto llamarse sublime filosofía, generosidad, virtud; pero ocurriendo esta circunstancia, me parece poco honor. De aquí debe inferirse, y los ejemplos lo confirman, que muchas veces un adulterio no es más que una especulación, concertada muy de acuerdo entre marido y mujer, para despojar a un gran señor o a un comerciante opulento de una porción considerable de guineas, y socorrer por este medio las necesidades de su familia. Las causas de adulterio se imprimen en los papeles públicos, y además salen libritos de ellas, donde se expresan todas las circunstancias y pruebas del caso, con los nombres de los interesados y el retrato de la señora, para mayor instrucción y deleite de los lectores.


24

Convienen todos en que el suicidio es muy común en Inglaterra: las circunstancias exaltan el temperamento melancólico de esta gente, y a fuerza de raciocinar, concluyen que es necesario matarse. La época en que se verifican más suicidios es en el invierno: el mes de Noviembre particularmente está reputado por mes fatal; y no es muy extraño, puesto que el invierno (especialmente en Londres), húmedo, nebuloso y triste, es capaz de dar fastidio al hombre más bien hallado con su existencia. Sin embargo, desde el mes de Octubre de 92 hasta el de Marzo del año siguiente sólo se verificaron en esta ciudad cuatro suicidios. Fueron los muertos un herrero, un comerciante de vinos, un aprendiz de no sé qué oficio, y un judío que se hallaba preso en la cárcel. De éstos sólo se halló que tuviera motivos de disgustos el judío, a quien, habiéndole abierto, encontraron media libra de arsénico en el estómago.


25

Es cosa particular ver en los espectáculos y los paseos a los canónigos, deanes, arcedianos u obispos ingleses con sus grandes pelucas, muy graves, rollizos y colorados, llevando del brazo cada cual de ellos a su mujer, y delante tres o cuatro chiquillos o chiquillas, muy lavaditas, muy curiositas y muy alegres. Estos frutos de bendición manifiestan demasiado que no es la impotencia el defecto de los ministros del Señor, pues saben desempeñar con igual acierto las obligaciones del altar y las del tálamo. Una mujer que llega a obispar puede considerarse por una mujer feliz. ¡Qué satisfacción, ver todo un pueblo postrado a los pies de su esposo, pendiente de su palabra, instruido por su doctrina, dirigido por sus consejos! ¡Qué vida muelle y regalona no ha de gozar en su compañía!

¡Qué dulce destino el suyo, de entretener con juguetes castos los graves cuidados que trae consigo el gobierno de la Iglesia, y en aquellas horas que la administración de los demás Sacramentos no ocupa el prelado, ejercitarle en las funciones del más antiguo de todos ellos! Pero si tal vez (¡qué terrible consideración me ocurre!) atendida la fragilidad del sexo y la astucia de nuestro común enemigo, resfriada la fidelidad conyugal, llega a producir una cabeza episcopal aquellos frutos de ignominia que igualmente se arraigan en la frente de cualquier pillo que en la de los sabios, los héroes, y los Príncipes más temidos del mundo. ¡O dolor! ¿Quién bastará a llorar desgracia tan funesta? ¿Qué castigo habrá suficiente para el sacrilegio mortal que se atrevió a rodear de cuernos la mitra de un Obispo inglés profanando los sagrados vasos destinados privativamente para el uso de un ministro del Señor?


26

El Museo Liveriano, que se compone de un precioso gabinete de historia natural y algunas colecciones de curiosidades, pertenecientes a la historia de los viajes, trajes y costumbres de varias naciones antiguas y modernas, se rifó pocos años ha, y el actual poseedor le adquirió por una guinea, que era el precio de cada billete. Está abierto diariamente para el público, pagando 12 rs. de entrada cada persona.

La colección de vegetales es muy escasa: contiene algunas muestras pequeñas de diferentes maderas, varios frutos raros de la India y tierras australes, trigo de Guinea en mazorcas, más largas y delgadas que las del maíz, y sus granos como los perdigones de mostacilla; algunas muestras de varios maíces; un tronco de árbol de la figura de una tabla, cubierto con su corteza, y otros dos troncos en cuyo centro hay grandes huesos de animales, alrededor de los cuales ha crecido el árbol, comprimiéndolos por todas partes, sin dejar concavidad alguna, y el hueso que menos distante se halla de la superficie de la corteza, dista de ella tres pulgadas.

La colección de conchas y cuerpos marinos, aunque no es muy abundante, contiene algunas piezas muy raras. Lo mismo puede decirse en cuanto a minerales. La de insectos es muy numerosa y escogida. Entre los reptiles se ve el dragón, tan celebrado por los poetas soñadores y los pintores, sus secuaces; pero no me dio idea ni del dragón de Colcos, ni del dragón que mató San Jorge, en aquellos felices tiempos en que todo dragón de mediana edad tenía seis o siete varas de longitud. Los que ahora se usan, gracias a Dios, son más pequeños; el que está en el Museo Liveriano tendrá unas cinco pulgadas de largo; su figura y tamaño, la misma que la de las lagartijas comunes que corren por las paredes, con la diferencia de tener dos pequeñas alitas membranosas, con las cuales puede volar de una a otra parte. ¡Cuándo llegará el día en que poetas y artífices hagan confesión general de lo que han mentido acerca del fénix, del pelícano, los centauros, las sirenas, los sátiros, los hipogrifos, el basilisco, el delfín, el dragón y otras alimañas, desfiguradas por ellos o inventadas ad libitum, con poco temor de Dios y notorio perjuicio de la historia natural!

La colección de fósiles contiene muchas y admirables preciosidades: gran cantidad de cuernos de Amón sueltos, petrificados, y algunos de una tercia de diámetro; otros muy pequeños, confusamente unidos en grandes pedazos de mármol; varias conchas, caracoles y otros productos marinos en tierra caliza; dos grandes trozos de columnas de basalto, traídos de Irlanda de la cueva llamada de los Gigantes, idénticas a las que se hallan en la isla de Staffa, cerca de Escocia; un tronco de árbol petrificado y mineralizado en algunas partes con piedras incas; un colmillo de elefante, de ciento y trece libras de peso, hallado en Inglaterra al hacer una excavación; varios huesos sueltos petrificados, y otros unidos a piedras durísimas.

Una crisolita de inapreciable valor, de tres cuartas de longitud y proporcionalmente gruesa: la forma extraordinaria de su cristalización, su dureza, su transparencia, su color y su magnitud la hacen considerar hasta ahora como única en su especie. Es igualmente pieza muy curiosa, una piedra flexible, llamada cuero de montaña, de media vara de largo, cortada en forma de tabla y que se blandea, cogiéndola por los dos extremos, como si realmente lo fuese. Hay también dos pedazos de piedra, llamada del Labrador (en la América Septentrional), la cual, herida de la luz, vuelve a la vista hermosos colores y cambiantes.

La colección de peces es poco abundante, como también la de cuadrúpedos. Entre éstos hay un elefante y un hipopótamo, uno y otro lastimosamente estropeados, alteradas sus formas, pelados enteramente, y perdido su color natural con un barniz negro que les han dado. El elefante es algo mayor que el de Madrid; el hipopótamo, de la altura de un buey, pero mucho más largo, y grueso en proporción, corto de piernas y armado con grandes colmillos. Cotejado éste con el esqueleto desconocido que hay en Madrid, no me parece que aquél pertenezca al hipopótamo. Se ve también en la misma sala un cráneo muy grande de este animal. Hay gran porción de monos y micos, de varios tamaños y figuras; entre ellos uno (de cuyo nombre no me acuerdo) blanquecino, con los brazos muy largos, que se ve representado en las estampas de Buffon.

La colección de aves es abundantísima, y acaso habrá pocas en Europa que lo sean tanto: en ella se ven piezas muy singulares, traídas de China y de la India Oriental.

Entre las curiosidades de otra especie que allí se ven, hay una serie de medallas acuñadas en Rusia, en diferentes ocasiones, desde Pedro el Grande hasta nuestros días. Una colección de herraduras y otra de espuelas, ambas con piezas muy extraordinarias; otra de zapatos, de formas y adornos particulares, de varios países y tiempos. Trajes de naciones remotas, y algunos de los antiguos ingleses; jubones, gorgueras y otros atavíos del tiempo de la Reina Isabel; un coleto de Oliverio Cromwell; y entre algunos idolillos del Indostán y rosarios berberiscos, hallé una Santa Rosa de Lima; en un corazón de seda, talcos y abalorios, de los que en España suelen colgarse sobre los estrados por devoción y adorno. Se ve también una figura de quien se habló en el art. 15, vestido con el mismo traje y adornos turcos que usaba en Constantinopla.

Pero lo que se hace más digno de la atención de los curiosos es la colección de armas, trajes, adornos e instrumentos bárbaros, que recogió el célebre y desgraciado capitán Cook en sus atrevidos viajes alrededor del mundo. Hay gran número de mazas o macanas de madera durísima, labradas muchas de ellas prolijamente; pinchos, lanzas y dagas de la misma materia, hachas de armas, unas de madera y otras guarnecidas además con colmillos de animales, pedernales y piedras duras, aseguradas fuertemente en ellas; arcos, flechas y otros instrumentos bélicos. Dos canoas pequeñas, donde sólo cabe un hombre; tendrá cada una cuatro varas y media de largo, y una vara escasa en su mayor anchura, cerradas por todas partes, a excepción de un solo agujero en medio del puente, donde puede meterse hasta la cintura el hombre que las conduce. Muchas redes, anzuelos de hueso y otros utensilios de pesca; cestos para agua y leche, perfectamente tejidos, de hojas de palma, fibras de árboles, grama muy menuda, paja, etc. Hay también varios adornos femeniles: brazaletes y collares de conchas, piedras pequeñas o dientes de animales; collares de pluma, fajas, bolsas de cuero o tejidos de sustancias vegetales, con adornos de bordado y pespuntes de varios colores; botas de cuero y camisas de intestinos de ballena. Platos y cuencos de varias frutas o maderas, y otros utensilios domésticos. Máscaras de madera para sus bailes y regocijos, representando varios animales, o figuras humanas disformes; instrumentos músicos para el mismo efecto, que consisten en unas cajas de madera, donde echan piedras, que suenan con el movimiento, y flautas semejantes a las del dios Pan, compuestas de siete, nueve o diez cañas, iguales en grueso y desiguales en longitud, unidas unas con otras. Peines para arañarse los rostros en ocasiones de dolor privado o público; máscaras de madera con figura humana y adornadas de cabellera natural, que ponen a las puertas de las casas por la muerte de algún amigo: una de ellas tiene mucha expresión, y se parece perfectamente a la máscara trágica de los antiguos. Hay, además, algunos ídolos hechos de plumas encarnadas, con unos ojos grandes muy espantosos, la boca disforme y guarnecida de colmillos de animales; estos ídolos constan sólo de cabeza y cuello, de tamaño mayor que el natural y de formas horribles; los sacerdotes los llevan en las manos en las grandes ceremonias públicas. Igualmente se ven varios trajes de reyes y magnates, de singular hermosura y artificio, hechos de plumas finísimas, de extraordinaria brillantez y exquisitos colores; cascos muy semejantes en su forma a los antiguos de las armaduras europeas; bandas, diademas, cetros y otros adornos de igual materia y artificio; y entre ellos está el precioso manto y penacho que llevaba puestos el rey de Owhyhee cuando recibió a Cook, al cual se los puso y regaló, para manifestarle la satisfacción que había recibido al verle.

Tales son, en suma, los principales objetos que se conservan en el Museo Liveriano. Es muy sensible que el edificio no sea bastante capaz para darles otra colocación más cómoda; y sobre todo, hacen gran falta unos catálogos de todo lo que hay, con el orden y explicación conveniente; pues los que hasta ahora se han hecho sólo tratan de la colección de Cook. De todas maneras, es cosa verdaderamente digna de la atención de cualquiera curioso y de los que se dedican al estudio de la naturaleza o a la historia de los conocimientos humanos y costumbres de las naciones.


27

Al entrar por primera vez en Londres, se percibe el olor desagradable del carbón de piedra, que con tanta abundancia se quema en esta ciudad, pero a pocos días se hace costumbre, y no incomoda. No obstante, como quiera que este carbón despide un humo espeso, lleno de partículas sulfúreas y bituminosas, que por la humedad del aire (particularmente en invierno) no puede subir a una altura proporcionada, ni ser llevado por las corrientes del viento a lugares distantes, sino que vuelve a caer sobre la ciudad misma, resulta de aquí que el aire que en ella se respira es muy perjudicial, carga la cabeza y ataca el pecho, con notorio peligro de la salud.

No se gasta otro carbón que éste generalmente, ni en las fábricas ni en las casas particulares; con él se guisa en las cocinas, y con él se calientan las habitaciones en invierno, puesto en estufas y chimeneas. Si éstas fueran tan mal construidas como las de España, presto morirían ahogados cuantos habitasen los cuartos donde las hubiese; pues si alguna vez (que es muy raro) llega a rebatirse el humo dentro de ellos, es tan insufrible e infernal, que inmediatamente hay que abrir puertas y ventanas para darle salida. Pero el arte ha llegado en este punto a su mayor perfección, y no debe omitirse que el mismo Benjamin Franklin, aquel hombre admirable, honor de nuestro siglo, que quitó el rayo a Júpiter y el cetro a los tiranos, no se desdeñó de escribir un tratado sobre el modo de construir chimeneas.

Hay minas abundantísimas de carbón de piedra en Inglaterra, y todo es menester para el inmenso consumo que de él se hace. Es muy pesado; al irse encendiendo, despide gran porción de aire inflamado y humo sulfúreo; una parte de él se derrite y arde como pez, el fuego que produce es sumamente activo y durable; circunstancia que le hace preferible a cualquier otro, en particular para el uso de las fábricas, herrerías y fundiciones. En España hay también minas de ello; pero en España sólo se hace caso de las minas del Perú, origen funesto de nuestra inacción y nuestra pobreza.


28

La bata larga, la escofieta y el sombrero es un traje muy común en Londres; las criadas de las casas, con su escofieta y su bata puestas, estropajean las escaleras, atizan la lumbre y friegan las vasijas más necesarias al uso doméstico; las mujeres que barren el lodo de las calles no por eso dejan de estar muy puestas de sombrerillo y bata, ni por eso tampoco dejan de pedir limosna a cuantos encuentran. No hay que decir que las que venden frutas, leche, bonos, coplas y otras frioleras van del mismo modo, porque debe inferirse; las lavanderas igualmente se presentan con el mismo atavío. Es verdad que no siempre la calidad de las telas y adornos es de lo más delicado, ni siempre anuncian acabar de salir de la tienda; pero esta circunstancia accidental ¿les quitará el ser batas y escofietas y sombrerillos?


29

Las maderas de Indias son tan comunes en Londres, que yo puedo asegurar no haber visto en ninguna casa decente mesas, papeleras, estantes, bancos, veladores, cajoncillos, camas, rinconeras, etc., de maderas de Europa. Es necesario que sea muy infeliz el que no tenga en su habitación muebles de esta calidad. Nosotros, dueños de toda la América y de Filipinas, no gozamos de este privilegio, y tal vez compramos a los ingleses estos muebles mismos, si queremos (con mayor equidad en el gasto) que la perfección de la hechura corresponda a lo precioso de la materia. Antiguamente, a lo menos se labraba en España el nogal; ahora pintamos el pino de color de porcelana: ¡qué ridiculez! ¡Como si pudieran hacerse camas y sillas de barro! ¡Cuánto es mejor el color hermoso y natural de las maderas preciosas de Indias, que estos barnices, destinados a fingir cosas imposibles, y que anuncian a un mismo tiempo nuestro depravado gusto en las artes, nuestra poca actividad e industria!

 

Cuaderno segundo

1

Parte de una carta dirigida al Rey de Inglaterra por J. Goorani, francés. París, 1º de Febrero de 1793. (Véase Le Moniteur, 22 Febrero.)

Dans le commencement de son règne votre majesté a pouvè qu'elle savait apprécier le mérite de chacun de ses ministres; elle avait le bon esprit alors de ne se confier qu'au plus habile: elle paraissait ne vouloir chercher son agrandissement que dans le bonheur de ses peuples. Pourquoi avez-vous changé de conduite? Pourquoi, sous le gouvernement d'un prince éclairé tel que vous, Sire, remarque-t-on une excessive dégradation dans toutes les parties de l'administration intérieure et extérieure de vos états? Pourquoi l'historien exact ne peut-il recueillir dans votre règne que des fautes impardonnables? Votre Nation fut-elle jamais si corrompue que depuis que vous êtes sur le trône? Vos ministres n'ont-ils pas surpassé leurs prédécesseurs les plus méprisables, en duplicité, en basses intrigues, en ignorance, en rapines, en perversité? Comment avez-vous pu consentir de devenir le jouet et l'esclave de ces avides et perfides adulateurs? Pourquoi, lorsque vous pouviez devenir un grand roi, avez-vous préféré d'être un tyran...? La Nation vous reproche, Sire, vos presses fréquentes et vos camps armés. Elle vous reproche d'avoir augmenté vos milices et vos troupes de terre, si inutiles à votre pays. Elle vous reproche les cruels et vains efforts que vous avez faits pour asservir les treize provinces d'Amérique: efforts qui ont augmenté votre dette publique de la somme énorme de 139.171,876 livres sterling, et dont elle paie un intérêt annuel de 3.575.126 livres sterling, somme égale à la totalité des revenues réunis des rois Suède, de Dannemark, de Sardaigne et du Stathouder. Elle vous reproche d'avoir miné sourdement la liberté des Hollandais: elle vous reproche vos fréquentes tentatives pour porter les prérogatives du trône beaucoup au delà des bornes posées par la Constitution Britannique; elle vous reproche des emprisonnements arbitraires, encore plus fréquents qu'ils ne le furent sous le règne désastreux d'Edouard IV; elle vous reproche des violations manifestes du droit naturel; de la liberté de la presse; elle vous reproche les violations les plus multipliées des droits de propriété, par une foule d'impôts arbitraires, de prohibitions et de monopoles odieux; elle vous reproche de favoriser l'espionnage et les délations; elle vous reproche d'avoir perfectionné l'art de la corruption et d'avoir corrompu les membres les plus acrédités des clubs de Londres et des provinces, et l'opinion publique en remplissant vos gazettes de mensonges, de calomnies et d'insinuations perfides... La Nation vous reproche votre opposition à la réforme des vices des élections et de la représentation nationale; elle vous reproche d'avoir excessivament augmenté les impôts et la dette publique; elle vous reproche d'avoir constamment travaillé à l'asservir et à la ruiner, enfin, elle vous reproche de soutenir avec opiniâtreté votre ministre Pitt, principal conseiller et complice de la plupart de ces délits; et souillé de tant de crimes, n'êtes-vous pas plus coupable que Charles I? Pour régner avec gloire et prospérité, vous deviez, Sire, vous appliquer à faire établir le parfait equilibre des autorités constituées dans votre royaume: vous avez, au contraire, toujours travaillé à faire pencher et à fixer la balance en votre faveur, vos ministres ont envahi tous les pouvoirs; et par votre dernière proclamation; ils vous ont fait usurper encore le pouvoir judiciaire; et ces efforts si multipliés vers le despotisme sont de véritables crimes de lèse-Nation. Votre Nation, Sire, sait que c'est avec cette foule d'emplois et de dignités dont vous disposez, et avec l'argent que vous lui extorquez, que vous achetez ces fréquentes et serviles Adresses, dans lesquelles l'imposture et la bassesse déguissant l'état désastreux de vos finances et la misère de vos peuples, font l'èloge de votre administration; et ces dégoutantes flagorneries rappellent le langage du vil sénat de Rome à Tibère. Ce sont les succès de l'espionnage et de la corruption exercés par vos ministres dans toutes les Cours, qui ont donné à votre cabinet la juste réputation d'être le plus fourbe, le plus intrigant et le plus dangereux de l'Europe. Ce sont les soins continuels de vos ministres pour exciter la cupidité mercantile de votre Nation, pour la rendre envieuse et jalouse du commerce et de l'industrie des autres Nations, et pour la tenir dans une disposition perpétuelle aux hostilités; c'est, dis-je, cette politique abominable qui la rend ennemie de tous les peuples, et qui l'en fait détester. Jamais, Sire, cette astuce rapace ne s'est developpée avec plus d'audace que sous votre règne. Vos ministres, pour faire des fortunes brillantes et rapides, pour augmenter votre despotisme, ou plutôt le leur, corrompent tous ceux qui peuvent embarrasser leur marche ou divulguer leur délits. Pour ces corruptions il faut des sommes immenses; or, sachant que la guerre est toujours un prétexte suffisant pour obtenir des subsides, et la circonstance la plus favorable pour étouffer les plaintes des mécontents, ces ministres provoquent la guerre toutes les fois qu'elle leur convient; et pendant que dure ce fléau, leurs succès sont d'autant plus certains, qu'ils dirigent eux même les dépenses de ces guerres, de la marine, des armées de terre et de mer, des affaires étrangères, des espions, etc. Que de moyens pour piller, pour masquer leurs rapines, pour payer et multiplier leurs partisans! D'ailleurs, les nouveaux impôts et les nouveaux emprunts que nécessitent les guerres, sont aussi des moyens certains pour multiplier, pour attacher à la fortune du despote une foule de rentiers et de capitalistes qui ont toujours un intérêt absolument contraire à celui de la Nation... C'est par ces affreux moyens, Sire, que votre famille a créé la presque totalité de l'énorme dette de 280 millions de livres sterling, dont votre Nation est affligée, et dont elle paie neuf millions sterling d'intérêt annuel. Cette dette est d'autant plus criante, que l'interêt en est trop faible pour être susceptible de réduction; qu'elle n'a point et ne peut avoir d'hypothèque; que les Nations étrangères ont plus de fonds dans cette dette que les Anglais, d'où il résulte que la plus grande partie des intérêts de cette dette est annuellement dépensée hors de vos États, et que la portion de la dette viagère extinguible n'est que d'un million deux mille livres sterling. Cette dette est plus criante encore, lors que l'on considère 1º que toutes les Nations, la vôtre, Sire, est la plus écrasée d'impôts, et que c'est encore vous qui avez créé la majeure partie de cette dette accablante; 2º que l'énorme taxe de trois millions sterling pour les pauvres et le grand nombre de vos hôpitaux très-fiches et très-peuplés, prouvent qu'une grande partie de votre Nation est réduite à la mendicité; 3º qu'avec une liste civile extrêmement riche, on vous en voit mendier fréquemment l'augmentation, sous le faux prétexte que vous avez des dettes: tandis que tous les Anglais voient que vous vivez sans faste, que vous ne dépensez rien revenus de votre Électorat, et que vous avez en caisse au moins huit millions sterling, qui sont perdus pour la circulation, etc.


2

Los ingleses gustan mucho de andar a caballo: los días festivos salen al campo a pasearse, y el que no tiene caballo propio, le alquila. Ya se conocen en España las sillas inglesas: el traje propio de un inglés que sale a correr consiste en un chaleco ajustado, unos calzones de ante muy largos, unas botas y una gorra de correo. Así se presentan también a las corridas de caballos que frecuentemente se ejecutan en este país. Éstas se hacen en una llanura, donde se forma un gran círculo de estacas clavadas a trechos: hecha la señal, parten a un tiempo los competidores, y en pocos minutos corren circularmente muchas millas, luciendo igualmente en esto la resistencia y ligereza de los caballos y el arte de los jinetes: el que llega antes al puesto, según las vueltas en que han convenido, es el vencedor. Estos juegos atraen mucho concurso, y corre mucho dinero de unas manos a otras, por las apuestas de los que compiten, y las traviesas de los apasionados. Los ingleses no hacen buena figura a caballo: en el paseo son desgarbados y sin gracia, y hacen movimientos, que más parece que ellos llevan el caballo, que no que el caballo los lleva a ellos: en la carrera, como sólo se trata de correr, es disculpable verlos echados sobre el cuello del caballo; le aplican la espuela de cuando en cuando, y corren con increíble velocidad. Los caballos son zanquilargos, enjutos y rabones.

Esta afición a cabalgar no está sólo reducida a los hombres; también las damas toman sus lecciones de picadero, y van a pasearse a caballo a los parajes más concurridos. No montan a horcajadas, sino a mujeriegas; llevan sus vestidos de caza, sus botas, su sombrerillo con plumas, que tiemblan al movimiento del caballo, audaque viris concurrere virgo. Pero perdónenme las inglesas: una mujer sobre un caballo no parece bien: cuando su sexo se nos presenta robusto, rígido y feroz, como en este caso, desaparecen la delicadeza y la timidez, que son los signos que le caracterizan. La mujer que gusta de domar caballos, despídase de enamorar corazones: toda acción de fuerza es extraña en ellas, y en tanto son amables, en cuanto nos parecen débiles. Así, por el contrario, cuando a un hombre nacido para los ejercicios robustos de su sexo, se le ve en la flor de su juventud, endeble y afeminado, metido entre los cristales de un coche, se hace indigno del cariño de una mujer. Sean ellas hermosas, sensibles, tímidas y delicadas; éstas son las armas que la naturaleza les concedió; nosotros, endurecidos en las fatigas, cedamos sólo a unos ojos y a una boca que sonríe suavemente, a cuya violencia deliciosa no hay corazón que no se rinda. Tal es su destino, tal es el nuestro.

No diré lo mismo de las inglesas que se ven continuamente en las calles y en los paseos dirigiendo un birlocho con dos caballos, porque no es aquélla una acción de fuerza viril, sino de inteligencia y destreza, ayudada por el arte. Una dama hermosa que atrae los ojos del concurso desde aquella altura, donde se la ve dirigir con fácil impulso dos caballos, que ceden a la rienda, y en presta carrera burlan la atención curiosa que la sigue, no es una mujer, es una deidad que se presenta a los hombres en carro de triunfo. Nada se ve en ella que anuncie la fatiga o el peligro: su hermosura la hace poderosa; y así como enamora los ánimos con su vista, así sujeta la ferocidad de los brutos al imperio de su voz.


3

Las naciones opulentas por su industria y su comercio, establecidas en un terreno ingrato, que las niega la abundancia de exquisitas producciones naturales, siempre manifestarán en sus costumbres una mezcla de grosería, interés sórdido, genio suspicaz y desconfiado, que hará su comunicación desagradable a las demás, en quienes no concurren iguales circunstancias; y estos vicios serán mayores, a proporción que su riqueza y opulencia aumenten.

Un lapón, cubierto de pieles, ocupado en la pesca y la caza, sin otras ideas de comercio que las que puede adquirir en el trueque de los pocos frutos de su país por los artefactos o utensilios que necesita, producto de las artes extranjeras que desconoce, ignorante acaso de lo que es dinero y riqueza, podrá en aquella simple rusticidad conservar costumbres inocentes y virtudes sociales, que tal vez faltan entre las naciones civilizadas que más las aplauden y preconizan. Pero un inglés, corrompido por los placeres y los vicios que le proporciona su riqueza, riqueza artificial, no debida a la fertilidad de su suelo, sino a su industria, ha de entregarse exclusivamente a mantener aquel precario esplendor, adquirido en fuerza de las exclusiones injustas que se procura, valiéndose de la ignorancia y descuido de las demás naciones, y ejerciendo un monopolio tiránico, mientras se lo permiten los que deberían destruirle o inutilizarle.

¿Por qué son poderosos los ingleses? ¿Por qué esta isla separada del orbe, que en el estado de naturaleza debía sólo contener algunas poblaciones de pescadores y vaqueros, hace frente a las naciones más temidas de Europa, tiraniza el Asia, infesta la América, y señorea con sus escuadras el mar? Pues no es otra la causa original que la misma insuficiencia natural de su terreno, la misma rigidez de su clima, que no pudiendo darles las delicias de otros países, les ha hecho buscar por medio de la industria la riqueza, único arbitrio de proporcionárselas o de suplirlas. ¡Tanto puede el genio del hombre, excitado por la necesidad e irritado por los obstáculos! Pero ¿cómo podrían competir por mucho tiempo los que nada tienen con los que lo tienen todo, si no fuese por la indolencia de éstos y por el incesante afán con que los otros suplen a fuerza de arte lo que la naturaleza les negó? El sistema de aduanas de Inglaterra, murallas impenetrables a la industria extranjera, donde se pagan derechos tiránicos de introducción, favorece, estimula y premia la industria nacional. El acta de navegación, que no puede considerarse sin vergüenza de las demás naciones de Europa, favorece de tal manera su marina comerciante, excluyendo cuanto es posible las otras, que no sé por cuál razón existe sin que una guerra general le destruya; pero tal vez los hombres pierden de vista sus verdaderos intereses, y sólo derraman su sangre por lo que menos les importa. El despotismo atroz con que tiranizan el Asia es harto conocido; el contrabando que ejercen en nuestras posesiones de América y el constante sistema de usurpación tan repetido ya, que ignoro cómo se dilata el golpe mortal con que nos despoje de aquellos dominios, que han sido siempre el objeto de su ambición. La falta de frutos la suplen con la actividad de su navegación, que va a buscarlos donde la naturaleza los produce; los llevan a Inglaterra, los mejoran y convierten en objetos de necesidad y de lujo, y vuelven a venderlos con nueva forma a las mismas naciones a quienes los compraron o los hurtaron primero. La falta de brazos la suplen con máquinas, caminos y canales; la falta de minas, con el giro de su comercio y los productos de sus artes; la falta de propiedad individual, con socorros voluntarios y suscripciones; y a este plan de interés común preside el espíritu de patriotismo, que todo lo abraza y vivifica.

¿Qué mucho, pues, que un extranjero se vea sacrificado desde que entra hasta que sale de Inglaterra? ¿Qué mucho que, si es rico, le engañen, y si es pobre, le desprecien? ¿Qué mucho que le pidan dinero por entrar en una iglesia, por ver un palacio del Rey, por ver el Parlamento, por ver un jardín, por leer en una biblioteca, o por ver un museo, un gabinete, una armería, o cualquiera otra curiosidad pública? ¿Qué mucho que se le dificulte ver una fábrica, un almacén, una máquina, y que siempre le miren como a un espía sospechoso? ¿Qué mucho, en fin, que falte en el genio nacional franqueza, desinterés, magnificencia, si estas virtudes son opuestas directamente al interés privado y público, que ha producido por necesidad los vicios contrarios? A estas causas debe atribuirse la reserva, el egoísmo, la desconfianza, la dureza para con los extranjeros, la ambición y el espíritu de rapiña, que hace a los ingleses tan poco amables en su trato a todos los que no lo son.


4

En ninguna parte he visto practicada la verdadera caridad pública con tanto acierto como en Inglaterra: aquella caridad que socorre la verdadera pobreza, y la hace desaparecer por medio de auxilios oportunos; que proporciona el trabajo, que sostiene la inocencia y la virtud contra los peligros a que la necesidad las expone; que alivia a la naturaleza doliente, débil o decrépita; en una palabra, aquella que, dejando libre a los delitos el camino de la prisión o del cadalso, ampara a los que se hacen dignos de invocarla, y en cuanto es posible, enmienda los males que causa al género humano la desigualdad escandalosa de las fortunas. Ya debe suponerse que donde se ejerce esta ilustrada caridad, no se verán filas de pobres asquerosos, insolentes, holgazanes, llenos de vicios, espulgándose al sol, y esperando la hora de llenar las horteras en una olla de bodrio que se reparte entre ellos; ni se verá lleno de esta gente el portal de un poderoso, ni la entrada de una iglesia, donde con grande ostentación farisaica se les reparten cuarenta o cincuenta reales, de dos en dos cuartos; porque ni ésta es caridad cristiana, ni éstos son pobres.

Cada parroquia de Londres socorre a los suyos; en todas ellas hay establecimientos para huérfanos de ambos sexos; los alimentan, los visten, los educan y los enseñan; los muchachos aprenden un oficio; las muchachas, todas las labores que las son propias. Ellos mismos (sin perjuicio de la facultad a que particularmente se dedican) tejen los paños, lienzos o telas de que se visten; cortan y cosen los vestidos; en suma, cuando es de su uso, otro tanto hacen, pues sólo se les dan las primeras materias. Todos ellos alternan en estas ocupaciones, de donde resulta que aprenden cuatro o cinco oficios a un tiempo: un muchacho que es tejedor una semana, otra es sastre, otra zapatero, y así va mudando de ejercicios: todos los sabe y todos los practica. Las muchachas, entre otras obligaciones, tienen la de hacer camisas para unos y otros, medias, calcetas, lavar y coser la ropa.

Estas parroquias asisten, en los varios hospitales de la ciudad, a sus enfermos; en otros, a las mujeres preñadas; dan medicinas y otros auxilios en necesidades particulares; socorren a las viudas, a los ancianos e impedidos, y proporcionan ocupación a todo el que puede trabajar. Esto se sostiene en virtud de las limosnas, eventuales o de obligación, con que contribuyen los vecinos de cada parroquia; y no contando lo que se da voluntariamente, que es mucho, basta sólo advertir que uno de los impuestos de Londres, y acaso el más fuerte, como el más justo de todos ellos, es el que se da a la parroquia para estos fines, arreglado a una sexta parte del alquiler de la casa que cada uno ocupa. El que paga seis mil reales de alquiler al año, debe contribuir con mil para los pobres, guardándose en todos los casos la misma proporción de uno a seis.

No es fácil ponderar las sumas inmensas que se recogen, destinadas a estos fines piadosos; ni hay cosa que dé una idea más grande de la riqueza de este país, que las suscripciones cuantiosas que se hacen diariamente con varios objetos. La que se abrió para socorro de los curas franceses, refugiados a Inglaterra en tiempo de la revolución de Francia, ascendió, desde últimos de agosto de 92 hasta fin de marzo del año siguiente, a catorce mil libras esterlinas.


5

En Londres son los borricos más útiles y menos infelices que en Madrid. En vez de cargar sobre ellos pesos que no pueden sostener, y expuestos, por su mala colocación, a que den con ellos en tierra, como lo hacen nuestros yeseros, ladrilleros y empedradores, aquí los hacen tirar de unos pequeños carros, donde cada borrico lleva, con menos molestia, una carga tres o cuatro veces mayor que la que podría conducir a lomo. Cuando la distancia o el peso aumentan, suelen poner dos burros a cada carro, colocándolos uno detrás de otro, como las mulas de las galeras catalanas.


6

Una de las cosas que más admiran a un español que llega a Londres, es la poca sujeción que les da su grandeza a los más grandes personajes de la Corte, y la libertad de que gozan, habiendo sacudido la cadena intolerable de las ceremonias y la etiqueta. He visto al Príncipe de Gales, esto es, al heredero de la corona, paseándose a caballo con un amigo, como pudiera cualquier particular. Alguna vez, en visita, en casa del Marqués del Campo, con el uniforme de su regimiento, y otras, sin distinción alguna, con su sombrero redondo, frac y botas, sin criado, ni amigo que le acompañe, divirtiéndose con las estampas o muestras de modas que están a la vista en las tiendas. Con este traje se va a almorzar, cenar y beber a casa de sus conocidos y conocidas; con él se presenta frecuentemente en los teatros, y alguna vez se le ve sentado en el patio o en las galerías que ocupa el pueblo. Cuando asiste a las máscaras del Renelagh, lleva descubierto el rostro, a fin de evitar cualquier disgusto que podría originársele de no ser conocido.

Habiendo citado estos ejemplos de quien, después del Soberano, es el primer personaje de la nación, ya debe inferirse que los demás príncipes y los señores del reino se portarán del mismo modo.


7

En comprobación de lo que se ha dicho ya en varios artículos acerca del culto que se da al dios Dinero en esta nación, no es de omitir una frase que está muy en uso entre los ingleses. Es natural cuando uno pregunta a otro ¿quién es aquél? que le respondan: Aquél se llama N.; tiene tal facultad, o empleo, ha hecho, o escrito, tales obras; tiene tal habilidad, o tales prendas; es de tal país, etc., pero en Inglaterra no sucede así. Aquí se pregunta ¿quién es aquél?, y responden inmediatamente: Aquél vale dos mil guineas, o más o menos; y según es lo menos o lo más, así es el gesto de aprobación o desprecio del que lo pregunta. Esto de valer tanto significa que aquel hombre junta tanta renta al año, ya sea por sus haciendas, por su industria o por sus sueldos, y tal es el modo de informar del mérito y circunstancias de cualquiera. La estimación que de él se hace, es en razón del dinero que tiene; y se tasa a un hombre como se pudiera tasar a un carnero o a un cerdo, según la calidad de su lana, o las libras de manteca que puede producir. Si el Tasso, Cervantes, Milton, Camoens... atravesaban por una calle de Londres, nadie diría: «Aquéllos han escrito la Jerusalén, el Don Quijote, El Paraíso perdido, y Los Lusíadas»; dirían (según la frase vulgar): Aquellos cuatro que van por allí, valdrán, uno con otro, doscientos reales.


8

De Londres a Southampton, por Winchester, hay 75 millas (o 25 de nuestras leguas); se andan en doce horas en el coche público, y el coste es poco más de cincuenta reales. El carruaje en que yo fui tenía ocho ruedas del tamaño de las pequeñas que se usan en los coches; la caja era de esta figura. Se entraba en él por una puertecilla que tenía detrás (según aquí se representa); caben en él diez y seis personas, colocándose en dos filas laterales, una en frente de otra. Se acomodan también otros encima del techo, de suerte que, entre los de adentro y los de fuera, tal vez suelen ir veinte o veinte y cuatro personas en este carruaje, tiradas por seis caballos. Éstos se mudan, regularmente de cuatro en cuatro leguas, o poco menos.

Hasta las veintiuna millas de Londres, por el camino mencionado, todo es llanuras muy bien cultivadas, pastos abundantes, árboles y mucho caserío. Después se atraviesa una parte del pequeño parque de Windsor, donde el terreno es más desigual; y hasta las treinta y seis millas nada se ve sino algunos pinos, cardos, y aliagas; todo está inculto y árido, ni agua, ni verdura, ni casas, ni hombres: me pareció, cuando pasé por allí, que ya estaba en mi tierra. Cerca de la casa del administrador o mayordomo de esta posesión Real, se ve una cascada, hecha a mano con grandes piedras: cosa fea y ridícula por cierto. Esta soledad desagradable (donde suceden frecuentes robos) se acaba pasado el pequeño pueblo que llaman Hartford-Bridge; empiezan a verse después campos cultivados, pastos y bastantes árboles; pocas casas y pobres, con techos de paja muchas de ellas. Hacia las cuarenta y tres millas se atraviesa un nuevo canal, hecho por suscripción, que a principios de Mayo de 93 aún no tenía agua: excavación poco profunda, puentes de ladrillo muy bien hechos; obra útil, no magnífica ni dispendiosa. Hasta Winchester se ven terrenos muy llanos en general, mucho trigo y cebada, pinos y otros árboles y a lo que puede juzgarse desde el camino, escasa población. Winchester está situada al pie de un cerro, en cuya parte superior se ven aún pedazos de sus murallas: es ciudad muy antigua, y fue en su tiempo muy fuerte; la rodean varios montecillos, descubriéndose por todas partes un terreno desigual, bien cultivado y agradable, con agua, árboles y ganados. Su antigua catedral es obra hecha en dos épocas muy distintas; su forma es la de una cruz, cuyos dos brazos son de arquitectura sajónica, que puede considerarse como una ruda imitación de los órdenes dórico y toscano, más robusta en sus proporciones, y sin ninguno de sus adornos; sus columnas son muy cortas y cilíndricas, las basas cuadradas y también los capiteles en la parte superior, formando un octógono en la inferior, por donde se unen a la columna; todos los arcos son semicirculares. La cabeza y pie de la cruz son mucho más modernos, de estilo gótico poco elegante. Es muy notable la pila del bautismo, cuadrada, de mármol negro, con bajos relieves por la parte exterior, se cree que es también del tiempo de los sajones: en dos de sus ángulos se ven varios pájaros, y en los otros dos parece que quisieron representar milagros de algún santo; todo monstruoso, y que anuncia haber sido hecho durante el general letargo de las artes. Hay en esta iglesia varios sepulcros de prelados y otros grandes personajes, y en algunos de ellos es de admirar la delicadeza del estilo gótico; se conservan también en varias urnas los huesos de los reyes sajones, que tuvieron su Corte en esta ciudad.

Una de las curiosidades más apreciables que se conservan en Winchester es la famosa tabla redonda donde el Rey Artus (o Arturo) comía con sus veinticuatro caballeros: es de una sola pieza, tiene diez y ocho pies de diámetro, y es monumento de más de mil años de antigüedad. Desde Winchester a Southampton hay doce millas; se atraviesa una porción de terreno perteneciente a la Corona, despoblado e inculto, pero muy agradable por los muchos robles y otros árboles que le adornan. Southampton está situada al extremo de un brazo de mar, que haciendo dos senos a un lado y otro, la rodea en semicírculo; el terreno es desigual, y todo cubierto de vegetación; muchos árboles, prados, tierras de siembra, casas de campo, jardines y otros objetos agradables, que forman unas cercanías las más deliciosas que se pueden apetecer la salubridad del aire, la abundancia y calidad de los comestibles, la inmediación del mar, los objetos de lujo y comodidad que en ella se encuentran, son circunstancias que hacen agradable a cualquiera su residencia en esta ciudad; y doloroso dejarla. A corta distancia de ella está la fábrica de motones para los navíos (única en Inglaterra), de donde se provee la armada y naves mercantes: el director de ella se ajusta con el Gobierno, y una de las condiciones es que los motones han de durar en buen estado siete años. Todas las máquinas necesarias para su construcción se mueven por agua, y mucha parte de las maderas que en ellas se emplean son de nuestras posesiones en América. Hay una sierra circular para cortar las esquinas de los maderos, dispuesta en esta forma; otra, también circular, compuesta de dos planchas, con la cual atraviesan un pedazo grueso de madera sin dividirle, haciendo dos rajas en él, como aquí se representa; luego que la sierra ha entrado hasta la mitad en el tronco, se vuelve éste por el otro lado, y repitiendo la operación, quedan hechas las dos rajas; la forma de la sierra es ésta: todo esto se hace con admirable presteza y exactitud. Vi también una bomba para sacar el agua de los navíos, con dos émbolos, de los cuales el uno baja cuando el otro sube, produciendo por este medio extracción continua y abundante: su forma era según expresa el diseño adjunto. Cerca del mar vi una especie de horno, donde calientan agua en grandes calderas, y poniendo sobre ellas troncos de árboles muy gruesos, los reblandecen por medio del vapor del agua que reciben, y después les dan la forma que necesitan para la construcción de los navíos. Desde Southampton a Gosport se va por terreno quebrado; y aunque se hallan algunos pedazos incultos, se gozan agradables vistas: hay muchas casas de labradores, y otras de particulares ricos, construidas con elegante sencillez; abundancia de árboles, pastos, tierras de siembra, ganados, etc. Gosport, situada al poniente de Portsmouth, con el mar en medio, puede considerarse como un arrabal de aquélla: es ciudad pequeña; no hay en ella edificios notables, ni es cosa grande la fortificación que tiene por parte de tierra. A corta distancia de la ciudad, hacia el Mediodía, hay un grande hospital de marina; excelente edificio, sencillo, cómodo y ventilado por todas partes; en cuanto a la limpieza, asistencia, buen orden, medicina, cirugía, botica y cocina, bastará decir que es uno de los mejores de Inglaterra. Para ir de Gosport a Portsmouth se atraviesa en cinco o seis minutos el puerto, que es uno de los más seguros y espaciosos de Europa, capaz de contener las armadas más numerosas; se ve a la parte del Mediodía la isla de Wight, que está enfrente de su entrada; entre Poniente y Sur, Spithead; al Poniente, Gosport; al Norte, la parte de tierra donde acaba el puerto; y al Oriente la ciudad de Portsmouth: esto, y la multitud de navíos de todos tamaños de que está cubierto el mar, ofrece a la vista el espectáculo más delicioso. Fui a la vez al Real Jorge, navío de cien cañones, que a la sazón estaba al ancla en aquel puerto: cosa admirable para quien ve por primera vez una máquina tan grande y artificiosa. El coste de un navío de este porte se regula en ciento y cincuenta mil libras esterlinas; su tripulación setecientos hombres; y cuando le manda un almirante, suele aumentarse hasta ochocientos.

Portsmouth es ciudad de corta extensión; pero tiene a la parte del Norte un arrabal mucho mayor que ella; en una y otra población hay muy buenas calles, muy limpias, con muchas tiendas, posadas, etc.: no hay en una ni en otra edificios dignos de particular atención; pero son verdaderamente magníficos los que están separados de la ciudad, inmediatos al puerto, destinados para almacenes. Esta plaza se ha fortificado con la mayor inteligencia y sin perdonar gasto alguno, atendida la importancia de ella: de cinco años a esta parte se ha dado mayor extensión a sus muros y fosos, a fin de rodear con ellos el arrabal, que está a la parte del Norte, y que antiguamente se hallaba fuera de las fortificaciones de Portsmouth; pero es tal la extensión que ha sido necesario darlas para este fin, que se cree que apenas bastarán veinte mil hombres para guarnecerlas, en caso de ataque. Han hecho prados artificiales sobre las mismas murallas para los caballos, y plantíos de árboles, con vallados de arbustos, que forman un jardín continuado por toda la extensión de los muros; cosa no menos útil que agradable. Desde allí se goza la vista de un campo ameno y deleitoso, y a lo lejos, hacia la parte del monte, se ve todavía un castillo, construido por Julio César, cuando hizo su invasión en Inglaterra. Hay también un teatro en Portsmouth: mal edificio, malas decoraciones, malos actores, mala música, malas piezas.

Volví por el mismo camino a Southampton y Winchester, pero no es de omitir que en la primera de estas ciudades hallé una preciosidad, digna de la admiración de cualquier viajero. Había en uno de los cuartos de la posada un biombo de chimenea; fui a examinarle, y así como Eneas se extasió al ver en las pinturas de Cartago representada la guerra de Troya, y D. Quijote perdió los estribos a vista de las tobosescas tinajas, así yo me llené de entusiasmo patriótico al ver que el tal biombo estaba aforrado con unas conclusiones vallisoletanas, en tafetán amarillo, con sus cenefas correspondientes de águilas y flores y garambainas tipográficas; su dedicatoria con citas de Ravisio Textor, San Jerónimo, Plinio el menor, Natal Cómite, Maluenda y Picinello. ¡Qué tesoro, si el bárbaro posadero inglés que le posee supiera apreciarle!

Desde Winchester a Basingsthoke se halla poca población y pocos árboles; pero excelentes campos de siembra, muy bien cultivados. Windsor, sitio real, está situado en medio de unas llanuras deliciosas, que miradas desde las colinas inmediatas o desde el castillo, ofrecen a la vista un espectáculo el más lisonjero: árboles, prados de eterno verdor, por donde el Támesis vaga con perezoso curso, bosques sombríos, calles larguísimas de castaños de Indias, cubierto el piso con una alfombra blanda de céspedes menudos: todo deleita, todo ocupa agradablemente los sentidos y enajena y suspende el ánimo. La naturaleza es más robusta en Aranjuez, pero menos alegre; en vez del calor insufrible que allí se padece, aquí se respira un aura suave y fresca; en vez del polvo abrasador que allí se pisa, aquí se viste la tierra de yerbas y flores; no se ven aquí cerros pelados que estrechan el terreno y reverberan el fuego del sol; por una parte el terreno, más abierto y con más vegetación, y por otra el clima, mucho más templado, hacen el sitio de Windsor incomparablemente más deleitoso que el de Aranjuez. El palacio del Rey, llamado Windsor Castle, está sobre una altura, dominando a la población; todo él es obra gótica, grande y de poco ornato, hecha en tiempo del Rey Guillermo el Conquistador, con más apariencias de fortaleza que de casa de recreo. Entrando en las habitaciones reales, se ven las salas de Guardias, cuyas paredes están cubiertas de gran número de fusiles, pistolas, lanzas, espadas y otras armas, colocadas con mucho artificio y formando varios dibujos, cifras y adornos. Casi todas las salas tienen pintados los techos con asuntos mitológicos o alegorías dedicadas a la gloria de Carlos II, Guillermo III, la Reina Catalina, y otros asuntos nacionales; la mayor parte de estas pinturas son obra del pintor Verrio, menos ingenioso y más correcto que Jordán. Los más de los cuadros que adornan este palacio son retratos y países; lo que me pareció más notable fue: Judith y Holofernes, de Guido, colocado en la sala de Conversación; Los dos usureros, obra admirable del famoso cerrajero de Amberes, y Un muchacho con unos perros, de Murillo, en la galería de pinturas. En la sala del Dosel, Escoto, obra del Españoleto, y muchos retratos, colocados en varias piezas, excelentemente pintados por Vandyck. En la pieza que llaman de las Hermosuras, se ven hasta unos catorce cuadros, que son otros tantos retratos de las mujeres más célebres por su buena cara, que florecieron en tiempo de Carlos II, y que merecieron particulares favores a aquel soberano. Si las artes dedican con tal frecuencia sus esfuerzos a inmortalizar las debilidades y vicios de los príncipes, ¿qué mucho que la austera filosofía las abomine, al considerarlas tan envilecidas y corruptoras? Lo que es, sin duda, más precioso que cuanto se acaba de mencionar, es los cartones de Rafael, que representan asuntos sacados del Evangelio y de los Hechos de los Apóstoles: después de haber nombrado el artífice, nada hay que añadir en su elogio. La sala que llaman de San Jorge, destinada para juntas de los caballeros de Jarretera, tiene ciento y ocho pies de largo, con arquitectura pintada sobre la pared lisa; y en el lienzo del lado del Norte, donde no hay ventanas, está representado el triunfo de Eduardo, llamado el Príncipe Negro, al modo romano, obra del citado pintor Verrio.

El castillo, que está inmediato al palacio, es redondo, dividido en dos cuerpos y colocado sobre una eminencia que domina todas las cercanías, desde donde (como ya se ha dicho) se goza de una perspectiva muy agradable. En lo interior de él hay habitaciones muy cómodas y alegres; una sala de guardias, adornada con armas, según se dijo hablando de las del palacio. Aquí suelen poner los reos de Estado, donde (exceptuando la libertad) nada les falta.

La iglesia del palacio es de gusto gótico, muy clara, alegre, limpia y desembarazada; en el coro están los yelmos, espadas y pendones con los escudos de los caballeros de la Jarretera, y bajo estas insignias de guerra y muerte, los rollizos canónigos cantan himnos al Dios de paz. En el altar hay una gran vidriera, donde está representada la Resurrección del Señor, obra de mucho mérito. Antiguamente las vidrieras de las iglesias eran otras tantas pinturas, y en las que han quedado se admira todavía la hermosura de los colores; pero este arte se puede considerar como absolutamente perdido en Europa; los ingleses parece que quieren restablecerle, y la citada obra es una prueba de la perfección a que podrán llegar muy pronto. Esta vidriera, hecha pocos años ha por el diseño del pintor West, reúne a la belleza del colorido (que es el único mérito de las antiguas) la exactitud del dibujo y la elegancia de la composición, que no se halla en las otras. En esta iglesia hay algunos sepulcros, dignos de la atención de los curiosos.

El camino de Windsor a Hamptoncourt es muy divertido, gozándose la vista del Támesis, que se atraviesa por un puente de madera, y la del parque, cubierto (como ya se ha dicho) de árboles y verdura, con varios canales, que le humedecen. Hamptoncourt, sitio real a la orilla del Támesis, fue posesión del célebre cardenal Wolser, que se la regaló a Enrique VIII. Al antiguo palacio, construido por aquel prelado, se ha añadido posteriormente otro muy grande, de forma regular, parecido bastante al de Aranjuez. Contiene muchas pinturas, y esto es lo único que hay que ver en sus habitaciones, puesto que en cuanto a muebles y otros adornos, así en este palacio como en el de Windsor, todo es pobre y mezquino. Los techos están pintados por Verrio, representando fábulas o alegorías. En la sala de Guardias, que tiene sesenta pies de largo y cuarenta de ancho, se ven cubiertas las paredes con armas, colocadas según ya se ha dicho tratando de Windsor. En las demás hay algunos retratos de Vandyck y varios cuadros del Guercino, Pablo Veronés, Pusino y otros pintores célebres; las nueve Musas, del Tintoreto; el Duque de Alba, por Rubens; la Destrucción de la Armada Invencible, etc. El jardín tiene un gran canal, a cuyas orillas hay hermosas arboledas y bosquecillos; al lado del río hay un pequeño jardín de flores con un invernadero, y más allá otro, destinado para una parra, cubierto de cristales y con una estufa que le da calor por medio de un tubo que rodea toda la pieza: todo esto es necesario para tener un racimo de uvas en este país. En un antiguo bosque de árboles, que está inmediato a la puerta principal del jardín, hay algunos cedros muy robustos.

Desde Hamptoncourt a Londres hay quince millas; se pasa, al salir, por entre unas calles de hermosos castaños de Indias; nada se ve desde el camino que no sea agradable, si bien se oculta mucho a la vista, por ser el terreno demasiado llano. A cada paso se hallan poblaciones y casas de campo magníficas, que uniéndose con otras comunes (al paso que uno se acerca a Londres), forman a un lado y otro del camino dos filas de edificios, que duran seis o siete millas, antes de llegar a la ciudad.

Es necesario advertir, antes de acabar la relación de este viaje, que en todo él hallé un camino excelente, cuasi siempre adornado a un lado y otro con arbustos y árboles agrupados en bello desorden, que mantienen la frescura del piso, sirven de cerca a las haciendas, dan sombra y deleitan la vista. De las posadas sólo diré que en lugarcillos de treinta y cuarenta vecinos las encontré tales, que ¡ojalá pudieran compararse con ellas nuestras fondas de Madrid! advirtiendo que en Inglaterra son ingleses los posaderos, y no se sufre que venga un sórdido milanés a llevarse el dinero de la nación, sirviendo mal al público, para volverse al cabo de ocho o diez años a su tierra, comprar un título de príncipe, rasparse la pringue de las marmitas, y hacerse llamar Excelencia. ¿En qué país donde haya un poco de industria se tolera esto?


9

Greenwich es un pueblo de bastante extensión, situado sobre la orilla meridional del Támesis, seis millas al oriente de Londres. La mayor parte de sus habitantes son empleados en el astillero y almacenes, o marineros de Londres, cuyo río debe considerarse como uno de los buenos puertos de Inglaterra: el hospital de marina es lo más digno de atención en este pueblo. Fundóle Guillermo III en 1694, dando para ello el palacio que había comenzado a construir Carlos II, ampliándole después, y añadiendo más edificios, según hoy se ven: el Rey y los particulares contribuyeron con sumas cuantiosas para este establecimiento. En lo material se compone de cuatro palacios de piedra (que así pueden llamarse), con una gran plaza en medio, y una calle muy ancha, a cuyo extremo se ve el parque, y en su mayor altura un observatorio astronómico. Toda la arquitectura de estas cuatro fábricas es grandiosa, regular y uniforme; y en las dos inmediatas al parque hay dos galerías inferiores, con más de trescientas columnas pareadas, de veinte pies de alto, con entablamento y balaustrada encima, cosa, por cierto, elegante y cómoda, y en las dos esquinas que dan a la plaza se levantan dos grandes cúpulas, que hacen muy buen efecto. A pesar de las críticas que podrán hacer los inteligentes sobre las proporciones y adornos de estos edificios, puede asegurarse (atendiendo al conjunto de ellos) que más parecen construidos para habitación de un monarca, que para la de unos pobres marineros: el Rey de Inglaterra no tiene palacio alguno que pueda ni remotamente compararse con éstos. Merece verse la que llaman Sala Pintada, que es una pieza de ciento seis pies de largo, cincuenta y seis de ancho, y cincuenta de alto, con decoración de orden compuesto. En el friso se lee esta inscripción: Pietas augusta, ut habitent securè et publicè alantur, qui publicae securitati invigilarunt, regia Grenovici Mariae auspiciis, sublevandis nautis destinata, regnantibus Guilelmo et Maria MDCXCIV. Todo este salón, con otro más pequeño a continuación de él y el vestíbulo, están pintados por el caballero Thornhill, con alusiones a la munificencia Real y a los objetos del establecimiento. La capilla es obra muy moderna, de exquisito gusto, y la mejor, sin duda, que he visto en Inglaterra. Es admirable la delicadeza con que están trabajados todos los adornos, así en las maderas de las puertas y púlpitos, como en los estucos de las paredes y el techo. En el altar hay un gran cuadro, muy bien pintado por el pintor del Rey, West, que representa a S. Pablo escapado del naufragio en la isla de Malta; la composición me pareció confusa y embrollada hasta el extremo.

Hay cómodas habitaciones para el Gobernador y demás empleados, grandes cocinas, refectorio, etc.; una enfermería, donde no vi ni la limpieza ni el orden admirable que se observa en el hospital de Gosport, y todos los oficios necesarios a la buena asistencia de los pobres.

El número de ellos era de dos mil, y el de las personas que habitan este hospital (incluyéndolos a todos) pasaba de dos mil quinientos. Todo el que ha servido en la marina de Inglaterra un cierto número de años, como el que hallándose estropeado o enfermo no puede servir, halla aquí el asilo para su vejez y el remedio a sus males. A cada marino se le dan siete panes de a libra cada semana, tres libras de vaca, dos de carnero, guisantes, queso, cerveza, y cinco reales para tabaco; y esta última partida aumenta en razón de las graduaciones de sub-pilotos, pilotos, etc. Cada dos años se les da un vestido azul completo, un sombrero, tres pares de medias, dos de zapatos, cinco corbatas, tres camisas y dos gorros.

Sus habitaciones son unas grandes salas, donde hay unos encajonados semejantes a los de una sacristía, y en ellos están las divisiones de las alcobas; cada una con una cama, dos sillas, una mesa y una pequeña papelera; encima de la cama hay un sobradillo para colocar en él unos trastos: cada alcoba tiene su puerta y una ventana con vidriera al lado; todos estos dormitorios están abiertos por la parte superior, a fin de que los ventile el aire común de la sala. En todo el hospital hay más de sesenta salas, dispuestas en la forma dicha, y en ellas dos mil trescientas y ochenta camas.

El cuidado de este hospital, en cuanto al lavado y cosido de la ropa, barrido y limpieza de las salas, está a cargo de mujeres, y en esto se emplean las viudas de los marinos.

Hay una escuela donde se da educación a sus hijos, que gozan igualmente de las asignaciones de habitación, ración y vestido. Se les enseña la náutica, los principios de geometría y de astronomía, y todos los conocimientos relativos a este ramo, uniendo a la teórica la práctica, que ejercitan en los navíos del Támesis, para todo lo perteneciente a la maniobra. El que se admire al ver la formidable marina inglesa, e ignore a qué causas poder atribuir su dominio en los mares, la extensión de su comercio, la celebridad de sus maniobras, y su conocida superioridad en la guerra y en la paz, sobre la de las otras naciones, vea el hospital de Greenwich y hallará la solución de cuasi todas sus dudas.

El Támesis, que baña el pie de estos edificios, tiene grande anchura en aquel paraje; todo está cubierto de embarcaciones, que llegan hasta el puente de Londres, y en el astillero inmediato al hospital de Greenwich se botan al agua navíos de hasta cien cañones, lo que prueba la profundidad del río: los vi anclados en él de ochenta y noventa.

Detrás del hospital está el parque, de corta extensión, con buenas calles de árboles y pequeños bosques: terreno desigual, donde podría hacerse un jardín muy delicioso. Desde la altura donde está el Observatorio se ve debajo el pueblo de Greenwich, que cuasi es una continuación del de Derptford; el hospital, el Támesis, que va haciendo varios giros por una gran llanura; la multitud de naves que cruzan por él; la campiña de Londres, llena de poblaciones, edificios y cultura; y más lejos aquella gran ciudad, coronada de torres de piedra, entre las cuales descuella la magnífica cúpula de San Pablo.


10

De Londres a Richmond (yendo embarcado río arriba) hay quince millas, y en este espacio se pasa por debajo de cinco puentes de piedra y dos de madera; se ve a la derecha, inmediato a Londres, el pueblo de Chelsea (donde hay un grande hospital, semejante al de Greenwich, para los soldados inválidos del ejército); igualmente se ven, hasta llegar a Richmond, los pueblos de Battersea, Fulan, Pulney, Cheswick, Kew, Brentford e Isleworth; todos ellos ventajosamente situados a una y otra orilla del Támesis. El río va estrechándose al paso que se sube por él, y su corriente es tan lenta y suave, que parece un cristal, donde se repiten los objetos de sus deliciosas riberas, llenas de árboles y cultivo, y variadas graciosamente por la desigualdad del piso. Richmond está sobre la altura y vertientes de una montaña en forma de anfiteatro; y vista desde el río, no parece una población formal, sino muchas casas de campo, interrumpidas con jardines y bosques. Tiene dos o tres calles principales, muy buenas y limpias, como es ordinario en Inglaterra; una plaza muy espaciosa, con el suelo cubierto de céspedes, y árboles alrededor. Desde lo más alto de la ciudad se goza la hermosa vista de sus contornos, con casas de campo, jardines, parques y otros objetos, y el río, que la baña el pie, por donde cruzan embarcaciones continuamente. El parque del Rey tiene once millas de circunferencia; abunda en caza; desde él se ve la ciudad de Londres y otros muchos pueblos. Los jardines de Richmond (pertenecientes también al Rey) son deliciosos y de bastante extensión.

Kew dista dos millas de Richmond, y trece por el río, de Londres; es corta población, compuesta de tres aceras de casas, jardines y árboles, que forman una gran plaza o camino triangular en medio. Sus jardines reales (que confinan con los de Richmond) tienen tres millas de circunferencia; el terreno es muy llano, y por consiguiente poco ventajoso, y carece de agua; a pesar de estos obstáculos, a fuerza de trabajo e inteligencia se ha logrado darles toda la perfección de que son susceptibles: cuarenta años ha era todo un desierto árido, y hoy día (en cuanto a la vegetación) es uno de los mejores recreos cercanos a Londres. La forma de estos jardines es por el gusto inglés, irregular: calles torcidas, plantación desigual, así en las especies de los árboles (que hay muchas) como en las distancias que guardan entre sí; algunos de ellos son comparables, por su altura, a los de Aranjuez; al pie de ellos dejan crecer todo género de arbustos o árboles menores, que alternan sin orden aparente con los otros, cubren la desnudez de los grandes troncos y mantienen la frescura y la sombra, con agradables formas a la vista, y l'arte che tutto fa nulla si scopre.

Hay esparcidos por estos jardines varios edificios de regular arquitectura, cuales son: el invernadero para criar naranjas, limones y otros frutos que necesitan calor, el templo de Belona, el de Marte, de Pan, de Eolo, de la Victoria, etc., entre los cuales hay uno que es una mala copia de un mal templo antiguo de Balbek, porque no todo lo que es antiguo es digno de imitación. La descripción de estos edificios daría una idea muy superior a su mérito, como sucede en muchas cosas. Estos templos (donde no se encuentran las deidades a que están dedicados) no son más que unos cenadores cerrados, o gabinetes, muy reducidos, no mayores que el de la cascada de San Ildefonso, y ni en lo interior ni exterior de ellos hay cosa notable; sobre todo, su defecto capital es la pequeñez. Hay además otro edificio, llamado Alhambra (construido por el gusto morisco), un templo de Confucio, y la gran pagoda (ambos chinescos): este último, de forma octógona, de cuarenta y nueve pies de diámetro en su base y ciento sesenta y tres de altura, es el único que merece consideración; los demás, al lado de la naturaleza magnífica y robusta que los rodea, parecen juguetes de niños. En una de las calles del jardín se ven unas ruinas artificiales, cosa mezquina y mal situada. Estos jardines tienen un carácter melancólico muy notable; terreno igual, y por consiguiente, sin vistas; no hay fuentes, ni arroyos, ni cascadas, ni estatuas, ni flores. El palacio del Rey no es más que una casa reducida y sencilla, como pudiera tenerla cualquiera particular.

El Jardín Botánico, que está contiguo, contiene una exquisita y numerosa colección de plantas, colocadas en invernaderos muy bien construidos, con estufas que los calientan por medio de varios tubos, de los cuales uno tiene ciento cuarenta y cuatro pies de largo. Las plantas exóticas son del Cabo de Buena Esperanza, de las tierras Antárticas, la China y la América. Uno de los invernaderos se ha destinado para las plantas de África, particulares por su forma y extraña magnitud. En el piso del Jardín, al aire libre, están las de los Alpes y otras montañas; y habiendo formado espacios artificiales con piedras y tierras de su país natal, o análogas a ellas, se ha conseguido que vivan y prosperen. Unas y otras están colocadas según las clasificaciones de Linneo. El profesor que dirige este Jardín es un joven, que podrá tener veinte y cinco años.

Enfrente de Kew (atravesando el río por un hermoso puente de piedra) está Brentford, población que consiste en una sola calle, de una milla de largo. Es pueblo de tránsito, y se hace mucho comercio de granos en él. Buena posada, con un gran jardín, serenos por la noche (como en todos los pueblos de Inglaterra), y gran número de coches y carruajes, que continuamente van y vienen de Londres, de donde dista siete millas; y por seis reales se puede tomar un asiento de coche, a cualquiera hora que sea, puesto que (además de los muchos que vienen de más lejos) siempre hay dos o tres a la puerta de la posada con destino a la capital. Las personas que se acomodan sobre el techo del coche pagan sólo dos reales y medio.


11

Los ingleses observan rigurosamente el domingo, y tal día es el más triste de la semana en Londres. Las tiendas están cerradas, no se vende nada por las calles, desaparece la mayor parte de los coches, no hay teatros ni otro espectáculo; los que pueden se van desde la víspera al campo; las viejas se meten en la iglesia a oír el sermón; no es lícito jugar a los naipes, ni bailar, ni cantar, ni tocar un instrumento. Y ¿qué hace la inmensa población de esta gran ciudad en tan santos días? Murmurar, putear y emborracharse, porque, al fin, en algo se han de ocupar, y es (a mi entender) un precepto muy duro decirle a un hombre: «No trabajes hoy, no te diviertas, no hagas nada.»



12

En 1793 se manifestó al público, por la vigésimaquinta vez, la Academia de las Artes: no hay que advertir que se da dinero a la puerta; en Inglaterra nada se ve si no se paga. Hay siete piezas llenas de pinturas; las unas propias de la Academia, y las otras enviadas allí para que las vean, y las compre el que quiera. Se imprime todos los años una lista de las obras que se manifiestan, con los nombres y habitaciones de sus autores: éstos, en el citado año de 93, llegaban a trescientos noventa, y el número de piezas puestas en las salas a ochocientas cincuenta y seis. La mayor parte de estas pinturas son retratos; yo conté hasta trescientos treinta y uno; las otras son vistas, ruinas, países, marinas, planes de edificios, miniaturas, etc. Hay mucha escasez de cuadros de gran composición y estudio, y la de modelos y obras de escultura es tal, que no hay nada que decir de ella. En una palabra, exceptuando media docena de obras ejecutadas por buenos pintores, donde me pareció que había conocido mérito, lo demás todo es mezquino, pueril, propio para adornos de gabinete o cajas de tabaco. Las artes de Inglaterra dependen tanto del tráfico y comercio, que lo que no se hace para vender por docenas no se hace bien; por eso sus estampas son tan excelentes, y sus estatuas tan ridículas.


13

En Inglaterra se hace mucho caso de los muertos. No los entierran hasta cuatro, seis o más días de su fallecimiento; bien que, así en esto como en las fiestas de toros, es menester que el tiempo lo permita. Durante estos días se paga o arregla el pago de sus deudas; y aún creo que hay ley para no dar tierra a nadie hasta que sus acreedores queden satisfechos. En la abadía de Westminster enseñan el cuerpo de un embajador de España, a quien no han enterrado por esta causa; y según las trazas, largo tiempo permanecerá insepulto, ejercitando la elocuencia del cicerone, que diariamente repite su panegírico.

Cuando muere algún sujeto de conveniencias, se ponen a su puerta dos personajes alquilones, vestidos de negro de arriba abajo, con sombrero redondo, y en él rodeada una toca que les cuelga por detrás hasta la mitad de la espalda, un saco negro encima del vestido, y en la mano un bastón largo con un atravesaño encima que forma una T, cubierto con un velo o tafetán negro.

La pompa funeral para conducir el cadáver a la iglesia empieza por dos o cuatro de los citados personajes, que van caminando a paso muy grave y con semblante dolorido; porque, al fin, para eso se les paga. Sigue después el muerto en un coche, expresamente construido para tales casos, que consiste en un cajón largo, cerrado, dentro del cual va el ataúd; sobre la cubierta de este cajón sirven de adorno seis u ocho plumajes; los caballos llevan penachos y cubiertas, y el cochero, que va a pescante, su sombrero redondo, sus gasas y su capa; a los dos lados del coche funeral van cuatro o seis personajes, semejantes a los ya mencionados, llevando en la mano una especie de cetro o bastón corto. Siguen detrás dos o tres o más coches, donde van hombres y mujeres, parientes o amigos del difunto, suponiéndose que todos van de negro; y de este color son los coches, los plumajes, las cubiertas, los caballos y cuanto sirve para la pompa fúnebre; a no ser que sea alguna doncella la que se entierra; que en tal caso (por un envidiable privilegio concedido a la virginidad) los plumeros, los penachos de los caballos y los tafetanes de los plañideros son blancos. Ya se ve que esta procesión será muy silenciosa y obscura: nadie reza, nadie canta, ni nadie lleva una mala cerilla para que el muerto vea por dónde va. Me acuerdo (entre paréntesis) de haber oído decir a un cerero de la plazuela de Santo Domingo que a todos los ingleses se les llevaba el demonio, y ahora caigo en que el cerero tenía razón. Ello es que, sea como sea, el muerto llega a la iglesia; sacan el ataúd, le colocan en medio de la nave principal, cubierto con un gran paño negro; los clérigos se apoderan de él inmediatamente, y después de un breve oficio, le acompañan a la sepultura, seguidos de toda la gente que hace el duelo.

Los muertos que no tienen dinero, o gustan de hacer ejercicio, no van en coche, sino a caballo en cuatro mozos, alquilados y enlutados a este fin, siguiendo detrás el duelo pedestre; pero éstos son muertos de poca entidad, y nadie hace caso de ellos. Volvamos a tratar de los sujetos de forma.

Por si acaso la fama vocinglera no ha clamoreado bastante la infausta noticia de su fallecimiento, mandan hacer un grande escudo de armas, propias o usurpadas o inventadas ad libitum (y éstas son las más bonitas), con sus cartelas y festones de oro y su marco negro, y las colocan en la pared de la casa del difunto, donde permanecen muchos meses. Si el que murió es el último de su familia, el fondo sobre que está pintado el escudo es todo negro; si es el primogénito u heredero inmediato, la mitad del lado derecho es negra, y la otra blanca; si es la mujer, o algún otro individuo de la parentela, al contrario. Todo lo cual (como se deja conocer) es sumamente útil a vivos y difuntos.

El lugar del entierro es, o en las paredes de la iglesia (y esto supone desde luego urna, escudo, cipreses mustios, reloj de arena y geniezuelos llorones), o es en el cementerio, donde en cada sepultura ponen una lápida de cuatro dedos de grueso, una vara de ancho y una y media de alto, colocada verticalmente, y en ella el nombre, edad y títulos del muerto. A los seis meses ya está la lápida derrengada; y es de ver en tales parajes ¡cuán presto empieza a burlarse de la vanidad humana el tiempo destructor! Bien que, si se considera, peor modo de poner las tales lápidas no pudiera elegirse. Los muertos prudentes, que saben lo que sucede con los demás, se hacen un sepulcro en toda forma, y le rodean con vedas para evitar los insultos de los muchachos, que son regularmente los que más profanan estos lugares de horror.

Cuaderno tercero

1

En una de las principales calles hay una inscripción gigantesca, que coge toda la fachada de una casa, y dice así:


PRO BONO PUBLICO

JAMES ASHLEY IN 1731

FIRST REDUCED THE PRICE OF PUNCH

RAISED ITS REPUTATION

AND BROUGHT IT INTO

UNIVERSAL ESTEEM.


Que quiere decir, Por, etc., Jaime Ashley, en 1731, bajó el primero el precio del ponche; levantó su reputación, haciéndolo digno del aprecio universal.


2

El número de coches de alquiler en Londres será, lo menos, igual al de los propios. Hay dos clases de coches alquilones (sin contar los de camino): los de la primera son los que se alquilan por días, semanas, meses, o mayores épocas: nada hay que decir de ellos, sino que son de lo mejor que se puede pedir, los de la segunda son los que equivalen a nuestros simoniacos. Éstos están todos numerados, y llegan a mil: en general, son muy decentes, y sobre todo, muy cómodos y seguros; los cocheros lo echan a perder, porque muchos de ellos suelen ir en malísimo traje; tal vez en justillo, y tal vez con un gran camisón grasiento, que les sirve de sobretodo; pero el honor del que va en el coche no padece en la opinión pública, por muy indecente que esté el cochero. Estos coches están repartidos por las calles todo el día, a cortas distancias; luego que se pide uno, está a la puerta. Se paga según el trecho que andan, y hay una tarifa arreglada a este fin. Si el cochero quiere exigir más de lo que es justo, no hay que disputar, se le presenta la mano llena de monedas para que tome lo que quiera; y si toma algo que exceda al precio establecido, viendo el número del coche y dando una queja, se le castiga al instante rigurosamente.


3

Pasan de veinte las gacetas que salen cada día en Londres; sólo me acuerdo de éstas: The Star, The Sun, The Oracle, The Times, Morning Post, Morning Chronicle, Morning Herald, The Daylli, Public Advertiser, London Gazette, The Argus, The Courier, Saint James Chronicle, London Packet, Ayre's London Gazette, Evening Post, The Observer. Cada una de ellas, así por lo enorme del pliego en que están impresas, como por lo menudo de la letra, equivaldrá, lo menos, a tres de nuestras gacetas comunes.

Todas ellas son al principio partidarias de la oposición: sus autores declaman contra el Ministerio, vierten máximas políticas, y proponen medios de hacer feliz a la patria, zahiriendo cuanto se hace, y afectando el más puro desinterés. Si alguno de ellos merece protección, la encuentra en alguno de los muchos hombres poderosos del partido antiministerial; y según las guineas que recibe el gacetero al cabo del año, así se encarniza más o menos contra los abusos del actual sistema.

Si realmente hay algún mérito en sus declamaciones, y llega a hacerse temible, en tal caso le compra el partido opuesto; y no sólo le hacen callar dándole de comer como al Cerbero, sino que, mudando de plan, se convierte en panegirista de todo lo que antes abominaba. Algunos hay también que prueban el primero y segundo medio de acreditarse, y en uno y en otro son igualmente desgraciados: la resulta es que se acaba la gaceta, y el autor, por falta de talento e industria, queda reducido a hambre y oscuridad eterna.

Como hay tantos, es increíble lo que ellos trabajan y revuelven para adquirir la preferencia en la estimación pública, lo que exageran la puntualidad de sus corresponsales en las demás cortes de Europa, y lo que cada uno de ellos se lisonjea cuando logra dar una noticia, sea la que fuere, un par de horas antes que sus competidores. Es verdad que tal vez se atropellan un poco, y el deseo de adelantarse les hace dar por hecho lo que no ha sucedido todavía, ni acaso sucederá jamás.

Estos papeles contienen, por lo general: primero, las comedias que se representan aquel día; segundo, los demás espectáculos; tercero, abertura de diversiones y curiosidades; cuarto, libros nuevos, suscripciones, etc.; quinto, píldoras, parches, bebidas y otros remedios nuevamente descubiertos; sexto, ventas; séptimo, noticias de la Corte; si vino el Rey de Windsor, si recibió visitas, y quiénes fueron los que le visitaron; si la Reina está mejor de los callos; si el Duque de York almorzó en la casa de campo, y volvió a Londres a las tres y media, etc.; octavo, gracias del Rey, títulos de baronetes, etc., etc.; noveno, noticias políticas y militares de los reinos extranjeros; décimo, sesión y debates de las dos Cámaras, con todos los discursos que en ellas se han dicho; undécimo, noticias de varias partes del Reino, anécdotas particulares, sentencias contra tales o tales reos, etc.; duodécimo, elogios, críticas o versos sobre los espectáculos, o el mérito de alguna pieza nueva o de algún actor, decimotercio, acomodo de criados, ayos, maestros de lenguas, etc., etc.

Luego que cada papel de éstos sale de la prensa, se desata una multitud de muchachos, que van corriendo por las calles, tocando de rato en rato una bocina, y anunciando el nuevo papel con las noticias más interesantes que contiene.

A mediados del año de 1793, el intitulado The Times era el más abatido, lamerón y empalagoso adulador del Ministerio, y el Courier el más acérrimo apóstol de la oposición; ya debe inferirse que éste era el más moderno de todos ellos.

Además de los referidos (que son diarios), hay otros que sólo salen una o dos veces a la semana, y otros cada mes, que son a modo de Mercurios.

Continuamente se están mordiendo los unos a los otros. Si alguno dio una noticia falsa, luego se le echan encima todos los demás, le burlan y escarnecen, y procuran desacreditarle por todos los medios posibles. Esto les hace bastante contenidos; y aunque realmente no todo cuanto se anuncia en esos papeles es el Evangelio, sorprende, en verdad, el considerar cómo llegan a procurarse unos sujetos particulares tal multitud de noticias, las más de ellas exactas, y en tan breve tiempo, lo que supone una suma diligencia en la adquisición de papeles, correspondencias extranjeras, prontitud en los correos, y una celeridad en la impresión, que ciertamente admira. Igualmente se leen en Londres, con un día o dos de atraso, cuantas gacetas se publican en las demás ciudades del reino.


4

Quise haber hecho un largo artículo acerca de la pronta comunicación que hay de unas provincias a otras, y la multitud de gentes que continuamente viajan, atendida la bondad de los caminos, las comodidades de coches y posadas, y la necesidad urgente que tienen de pasar de unos pueblos a otros gentes a quienes la industria, el comercio, o el deseo de variar sus placeres, mantiene en un continuo movimiento; pero creo haber hallado un medio de reducir a menos palabras esta materia. El día 13 de Julio de 1793 vi pasar por mi calle, una de las principales de la ciudad, desde las siete a las ocho de la tarde, veinte y siete coches de camino, que unos salían de Londres y otros llegaban, llenos de gente. Multiplíquese este número, poco más o menos, por todas las horas del día y por todas las calles principales de Londres, y no podrá menos de causar la mayor admiración. Adviértase que en aquel día no hubo motivo alguno extraordinario, y que todos los días del año sucede lo mismo.


5

La primera voz humana que se oye por las calles de Londres, luego que amanece, es la de los judíos, que en gran número empiezan a correr toda la ciudad, gritando si hay quien venda vestidos viejos. Sus caras, sus barbas, su ademán, su traje asqueroso, la voz lúgubre con que pregonan, todo anuncia en ellos la sordidez, la mala fe, la mohatra, la avaricia. No hay cosa que no compren y que no vendan, ni cosa en que no quede engañado el que trata con ellos. Este es su oficio: engañar, mentir, esto hacen los que he visto en Bayona y en el Condado de Aviñón, y esto hacen generalmente cuantos hay repartidos por Europa. Ha sido un problema muy disputado saber si los judíos son tan canallas porque los gobiernos que los toleran los han reducido a este estado de abatimiento, o si nace este mal de ellos mismos; si es su religión, su educación, sus costumbres privadas, la causa verdadera. Se ha dicho también que donde los traten como a los demás ciudadanos, sin oprimirlos ni molestarlos, procederán como los demás, y serán honrados y fieles, sin dejar de ser industriosos. Pero ¿quién persigue a los judíos de Londres? ¿Quién les quita los medios lícitos de su fortuna? ¿Quién les prohíbe la aplicación a las artes, a la agricultura, al comercio? O ¿quién les cierra el paso, para que no puedan adquirir los conocimientos más sublimes de las ciencias? Pues en Inglaterra, donde no se les marca, como en otras partes, donde no se les encierra en barrios, donde nadie disputa con ellos de creencia; en fin, en una nación en que las artes, el tráfico, la industria, la agricultura, las ciencias han llegado a un punto de perfección admirable, y donde todo hombre halla abierto el paso en cualquiera de estas carreras para su fortuna y su gloria, los judíos se ocupan en comprar camisas, calcetas y zapatos viejos, en coser y zurcir los harapos más asquerosos, venderlos por nuevos, y, en suma, ejercer un comercio de basurero con tanto dolo, que no hay cosa que ellos vendan que dure media hora sin deshacerse o inutilizarse. Esto, y las usuras escandalosas, su avaricia, su asquerosidad, su abatimiento indigno, y los demás vicios que por necesidad acompañan a este género de vida, les hacen odiosos, aquí como en todas partes, y disculpa el horror con que el vulgo de otras naciones oye su nombre.

Cuaderno cuarto

1

TEATROS MATERIALES DE LONDRES

Tres son los principales teatros de esta ciudad; todos tienen el título de Reales, y el Rey y su familia asisten muchas veces en el año a las representaciones que se dan en ellos; el primero es el que se llama vulgarmente de la Ópera, y está en la calle de Hay Market.

El segundo, el pequeño teatro de Hay Market, enfrente del anterior.

El tercero, el de Covent Garden, situado en la plaza de este nombre.

El de la ópera es el más grande de todos, y tanto, que más parece haberse construido con la idea de recoger en él mucha gente, que con la de que pudiese gozar cómodamente de la representación. Detrás de la orquesta se extiende una gradería que llaman el pitt (patio); alrededor hay varias órdenes de palcos, interrumpida la más alta de ellas (como sucede en los teatros de Madrid con la tertulia) por una gradería muy espaciosa, que da enfrente de la escena, y en ella se acomoda el bajo pueblo, por ser lo más barato; los aposentos (exceptuando algunos pocos inmediatos al teatro) se alquilan por asientos; están abiertos para todo el que quiera entrar en ellos, y durante la representación puede mudar de puesto el que quiere, como sucede en los teatros de Francia. Los otros dos tienen, poco más o menos, la misma distribución, con la diferencia de que en ellos se interrumpe también el primer piso de los aposentos con una gradería que cuasi es una continuación del patio, semejante por su situación a la cazuela de los teatros de Madrid, aunque no tan espaciosa.

El de Covent Garden, aunque más pequeño que el de la ópera, está mucho mejor proporcionado que aquél, más cómodo y mejor dispuesto, y, a mi entender, es el menos malo de Londres. Estos dos tienen cada uno dos salas con sus chimeneas, donde los espectadores van a pasearse y hacer tiempo en los entreactos e interrupciones del espectáculo; pero en ninguna de estas piezas hay gusto ni magnificencia; en ninguna he visto (como sucede en París) inmortalizados en mármoles aquellos célebres autores dramáticos que ilustraron a la nación con sus escritos.

Shakespeare, Congrave, Dryden, Otway, Vicherley, no han logrado una estatua ni un monumento en estos santuarios de las Musas, donde tantas veces se representan sus obras con aplauso y entusiasmo público. El espíritu de avaricia sórdida, que preside a la administración de los teatros ingleses, no ha podido concebir esta idea de generosidad y de justo reconocimiento a la memoria de tan grandes hombres.

El pequeño teatro de Hay Market es de lo peor que he visto: la forma de la sala es un cuadrilongo; las escaleras y pasillos son tan estrechos, que apenas caben dos personas de frente por ellos, y al abrirse las puertas de los palcos, quedan atajados enteramente; no tiene piezas accesorias para el uso del público; todo él es de madera, escaleras, pisos, techos, paredes y divisiones; todo es pobre, mezquino, incómodo, indigno de una corte como la de Londres, y nada proporcionado a disculpar la vanidad inglesa, que juzga de buena fe que todo lo de este país es lo mejor del mundo. El teatro de la Cruz de Madrid, tan justamente criticado, es cosa excelente si se compara con el pequeño de Hay Market. Ni éste ni los dos otros pueden competir en nada con los buenos de Francia.

Cuando asiste el Rey con su familia, se pone un dosel o colgadura en el aposento que ocupa, y en lo restante del año se alquila al público, como todos los demás.

Nadie preside por parte del Gobierno a los espectáculos: esto se mira como contrario a la libertad. Las puertas se guardan con centinela; pero dentro de la sala no hay ninguna.

El modo con que se iluminan las salas de espectáculo es muy malo: consiste en una multitud de arañas de cristal, colocadas de trecho en trecho, pendientes de unas palomillas, fijas en los postes de los aposentos o en su antepecho. Resulta de aquí, en primer lugar, demasiada luz en la sala, que amenora y destruye la del teatro, y confunde el efecto que debería producir el claro y obscuro de las decoraciones; en segundo, la incomodidad que produce a los asistentes la multitud de llamas y los reflejos de los cristales, que les hieren la vista por todas partes; y en tercero, el calor y el humo que reciben los que están en los aposentos, teniendo debajo, a una vara de distancia, las luces de las arañas. En Francia alumbran las salas del teatro con una grande araña, que forma un círculo de luces, pendiente en medio del techo y muy alta, evitándose de esta manera todos los inconvenientes que se acaban de expresar.

Los precios de entrada son: en la gradería alta, que se ha dicho estar colocada como nuestra tertulia, 10 rs.; en el patio, 15; en los aposentos, 30. A mitad del espectáculo, cuando regularmente se ha concluido ya la primera pieza, se admite segunda entrada, pagando la mitad de los citados precios.

En la ópera Italiana son mayores los precios: el asiento del patio cuesta 52 rs.; y los demás en proporción, según se ha dicho ya.

No hay divisiones en los teatros de Londres para hombres y mujeres, como en España; todos están mezclados, a la manera que sucede en Francia: no resultan de aquí desazones ni escándalos; y, al contrario, se evitan los gravísimos inconvenientes que diariamente se verifican en Madrid por esta ridícula separación.

La duración del espectáculo suele ser de cuatro horas y media, y muchas veces más. La gente de los palcos puede mudar de asiento, como ya se ha dicho, salir y entrar y pasearse en los intermedios; pero la del patio y graderías carece de este beneficio; y como, por otra parte, acude con anticipación para coger puesto, resulta que están con una paciencia septentrional, que admira, cinco o seis horas sin moverse del asiento; que, a la verdad, es demasiada diversión.

No merece grande elogio la policía de los teatros de Londres: el populacho de esta capital (que puede apostárselas en ferocidad e ignorancia al primero en Europa) tiene facultad, por el dinero que da a la puerta, de gritar, cantar, alborotar, aporrearse, y no dejar en quietud a lo restante del auditorio. Esto es muy frecuente: si la gradería alta se empeña en que no se ha de oír la comedia, no hay quien lo estorbe. Asistí a una de Shakespeare, que el pueblo decente veía con gusto; pero se había anunciado por fin de fiesta una pantomima, en que Arlequín, favorecido de una hechicera, grande amiga suya, debía hacer maravillas: por consiguiente, el vulgo más zafio y tumultuoso acudió al reclamo; empezó a vocear así que se alzó el telón; y haciéndosele siglos los instantes que tardaba en salir la bruja, no dejó entender una palabra de todo el drama. Es verdad que luego que la vara mágica de la Madre Shipton comenzó a destruir las leyes eternas de la naturaleza, calló de repente, y admiró con profundo silencio aquel ridículo espectáculo, hasta que se verificó el feliz consorcio de Colombina y Arlequín.

También se cree con suficiente autoridad (y tiene motivo de creerlo, porque nunca se le resiste) para hacer repetir una o más veces a los actores cualquier trozo de música que le cae en gracia. He visto muy a menudo la crueldad con que suelen obligar a una actriz a repetir inmediatamente un aria de muy difícil ejecución que acaba de cantar, y como si el haberla desempeñado bien por la primera vez fuese un delito, castigarla con que vuelva de nuevo a hacerlo. ¡Triste de la que resista un poco a estas órdenes, o lo haga de mala gana! La hundirán a silbidos, estará expuesta cada vez que salga al teatro, o acaso la obligarán a abandonarle.

Tiene igualmente facultad para pedir que salgan los actores a cantar alguna canción o coro de los que más le gustan, y esto lo pide con tales voces, patadas y estrépito, que es necesario servirle al instante, aunque no haya disposición de hacerlo. No es de omitir que muchas veces el Gobierno se vale de esta gente, a quien paga la entrada de la comedia, para que aplaudan ciertos pasajes, o pida canciones que tengan alusión a las circunstancias del día y sean favorables al partido ministerial. El 1792 y principios del siguiente año, el pueblo hacía repetir dos o tres veces cada día el coro de God save the King.

En los teatros ingleses no hay apuntador como en los nuestros; los actores que salen a las tablas bien pueden haber estudiado su papel, porque no tienen otro auxilio que el de los traspuntes de los bastidores, los cuales en la mayor parte de las situaciones quedan muy distantes, para que deban contar con ellos. Esto les hace aplicarse a tomar de memoria lo que han de decir, y puedo asegurar que de cuantas veces asistí al teatro, jamás noté la menor equivocación.

Los actores ingleses destinados a desempeñar los principales personajes de la tragedia, parece que los han escogido cuidadosamente, altos, bien dispuestos, de heroica presencia, para producir toda la ilusión que es tan necesaria al teatro. Aquiles, Orestes, Fedra o Clitemnestra no debieron ser ni más bien hechos, ni de más gigantescas y bellas formas que los actores y actrices que los representan en Londres. Cuán útil sea esto a la verosimilitud y dignidad de tales espectáculos podrá conocerlo el que reflexione la ridícula figura que hacen el Mayorito, Juan Ramos, Ruano o la Juana, representando a Hernán Cortés, Agamenón o la gran Semíramis.

Poco hay que decir acerca de los trajes, aparato, acompañamiento y decoraciones. En todos estos artículos se hallan muy inferiores a los teatros de Francia. Los trajes son decentes, pocas veces de buen gusto, y muchas impropios de las naciones o siglos a que se refieren. Las tragedias de Venecia salvada y La esposa de luto las visten a la moderna: prueba de la poca atención que se pone en un requisito tan necesario a la ilusión dramática. Los antiguos trajes nacionales los imitan bien, como es natural. El aparato nada tiene de particular, muchas veces es indecente y pobre, pero siempre superior al de los teatros españoles de Madrid. El acompañamiento es numeroso cuanto es necesario que lo sea; las decoraciones, de un mérito regular, con poca novedad, osadía ni belleza en la invención. En este género nada he visto comparable a las de la ópera de París.

En la representación de las batallas añaden una circunstancia muy necesaria, que nunca se practica en Madrid, y es la vocería confusa de los combatientes, que unida al ruido de las armas, produce un buen efecto. Pero lo echan a perder cuando durante la batalla tiene que hablar alguno de los personajes sobre el teatro: entonces cesa de repente todo el estrépito, y vuelve de nuevo cuando el actor acabó lo que tenía que decir, y esto, en verdad, es no menos inverosímil que ridículo. Podrían lograrse ambos fines si el rumor de las armas y voces (sin dejar de continuarle) se figurase a mayor o menor distancia; y siendo más sordo, cuando lo exigiera la ocasión, daría lugar a que fuesen oídas las personas que hablan en la escena, sin el inconveniente que resulta de interrumpirle.


2

DECLAMACIÓN Y CANTO

No hay escuela de declamación teatral en Inglaterra, como la hay en Francia: así no es mucho que este arte se halle no muy adelantado entre los ingleses. Imítanse los actores unos a otros; pero faltando un plan constante, apoyado en sólidos principios que los dirijan: tal vez se admiten a la carrera del teatro los menos aptos para ella, o tal vez los modelos de imitación que eligen son defectuosos. Esto no impide que alguna vez se hayan visto hombres dotados de un talento y disposición particular para este ejercicio, que han aprendido sin otro maestro que la naturaleza misma (felicidad concedida a pocos), y que, sin dejar sucesores dignos, han sido, por algún tiempo, la admiración de Londres: así como en España, donde se ignora qué cosa es buena declamación, se ha visto, no obstante, una Ladvenant, una Carreras, un Chinitas y un Espejo.

Garrick fue por muchos años las delicias de esta nación, y no se repite su nombre sin elogios por todos los que tienen algún conocimiento del teatro. Entre los que hoy viven no puede citarse sin alabanza justa a Mrs. Siddons, actriz de un mérito singular, particularmente en el género trágico. Una presencia heroica, un rostro expresivo, capaz de cualquier afecto, una voz llena, dócil a toda inflexión, grande inteligencia y oportunidad en las aspiraciones, perfecta imitación del llanto y del gemido, sensibilidad, nobleza en la acción y movimientos, conocimiento exquisito de las situaciones que finge, no menos cuando habla que cuando escucha; tales son las prendas teatrales que he admirado en ella.

Exceptuando a ésta (que es en efecto una excepción de todos los demás), diré lo que pienso en general acerca de la declamación y el canto.

Antes de todo, es necesario advertir que no se representa tan mal como en España: los defectos de los cómicos ingleses me han parecido menos absurdos que los de los nuestros; en cuanto a presunción de hacerlo bien, allá se van todos.

No he notado que en la representación de las tragedias se haga estudio particular de los grupos y actitudes. La acción con que se acompañan la voz, aunque no disparatada, es por lo común insignificante, acompasada y monótona; los ademanes y el paseo, muy distantes de aquel noble decoro que debe caracterizar a los semidioses trágicos. Todos los actores, por lo común, gastan un cierto contoneo afectado y fantástico, que antes excitan con él la idea de un soldado fanfarrón, que la de ninguno de los héroes inmortalizados en la historia. Tampoco hallé, ni en las inflexiones de la voz, ni en el gesto, cosa que mereciese particular alabanza.

Lo que se ha dicho sobre la representación trágica debe entenderse también acerca de la comedia afectuosa y noble.

En la farsa tienen más mérito: figura, gesticulación, trajes, movimientos, posiciones ridículas, todo contribuye a lograr el fin que se proponen, de excitar (por cualquiera medio que sea) la risa del público; y en un teatro donde es harto escasa la delicada gracia cómica de Tartuffe es necesario acudir con frecuencia al saco de Scapin. Lo que son las caricaturas respecto de la pintura en el género gracioso, eso mismo es la representación de las farsas respecto de la buena comedia. Todo es en ella excesivamente recargado, todo pasa los límites de la naturaleza y verosimilitud dramática, todo hace reír por un instante, dejando sólo en los espectadores de gusto el arrepentimiento de haberse reído. Fácil es de inferir que estos mamarrachos serán las delicias del vulgo inglés; pero, como quiera que la buena comedia no está demasiado conocida en esta nación, debe advertirse que no es sólo el vulgo el que se entretiene y deleita con ellos.

Lo que se canta en los teatros de Inglaterra se reduce a ciertas arietas o canciones alegres, de gusto nacional; ni imagino proporcionada esta lengua, ni la medida de sus versos, para aquella sublimidad patética que se admira con razón en la música de los italianos. Tal vez suelen querer apartarse de este género gracioso, y en mi opinión lo yerran: el recitado inglés ha sido siempre insufrible a mis oídos; no sé si a otro que no sea inglés le será agradable. He observado que sus arias nobles y afectuosas tienen todas un carácter monástico y lúgubre, más apto para conciliar el sueño o conducir un cadáver al sepulcro, que para inflamar al oyente con la imitación de las agitaciones del ánimo. Los franceses en su música heroica aúllan como desesperados; los ingleses parece que entonan antífonas en un coro de benedictinos.

Dejando, pues, a una parte la música de los semidioses (que no parece concedida a las lenguas septentrionales), diré solamente que las arias y canciones que mezclan los ingleses en sus piezas cómicas, y tal vez en las pantomimas, son por lo común de un estilo fácil, gracioso y alegre; y éstas, ejecutadas con chiste nacional, tienen mucho mérito a los ojos de cualquier extranjero desapasionado: yo las compararía con las tiranas y seguidillas del teatro español, si no reconociera más inteligencia música en la ejecución de los actores ingleses. Entre varias actrices de habilidad en este género merece elogio Mrs. Bland por la gracia y viveza natural de su canto, y Mrs. Storace por la delicadeza y sensibilidad con que expresa los afectos más tiernos, dotada al mismo tiempo de una voz sumamente grata al oído. Los ingleses no han prostituido todavía su teatro, admitiendo capones en él, ni envidian esta gloria a Italia, satisfechos con las voces enteras, sonoras y masculinas de sus cantores. ¡Italia, que aunque degollase en un día todos sus Narsetes, sería siempre la maestra de la buena música entre las naciones de Europa!


3

HISTORIA DEL TEATRO EN INGLATERRA, EXTRACTADA DE LA INTRODUCCIÓN

QUE PRECEDE A LA OBRA INTITULADA Biographia Dramatica, or a companion to the Play House. Londres, 1782.

Se cree generalmente que el teatro inglés empezó más tarde que el de las naciones vecinas; pero los que sostienen esta opinión se admirarán acaso al oír hablar de espectáculos dramáticos tan antiguos como la conquista; sin embargo, no hay cosa más cierta, si quiere darse crédito a lo que dice un honrado monje, llamado Guillermo Stephanides, o Fitz Sthephen, en su Descriptio nobilissimae civitatis Londoniae, donde escribe: «Londres, en vez de las farsas ordinarias propias del teatro, tiene dramas de un asunto más santo; representaciones de los milagros que los santos confesores obraron, o de los sufrimientos en que la gloriosa constancia de los mártires se manifiesta.» Este autor era un monje de Canterbury, que escribió durante el reinado de Enrique II, y murió en el de Ricardo I, año 1191; y como no hace mención de aquellas representaciones como cosa nueva para el pueblo, sino que va describiendo las que comúnmente se usaban en su edad, difícilmente podremos fijar su principio después de la conquista. Y ésta es, a nuestro entender, la data más antigua que ninguna otra nación de Europa podrá producir acerca de sus representaciones teatrales.

Cerca de ciento cuarenta años después, en el reinado de Eduardo III, se mandó, por acto del Parlamento, que una compañía de hombres, llamados vagrants (vagabundos), que había hecho máscaras en la ciudad de Londres, saliese prontamente de ella, a causa de haber representado cosas escandalosas en las tabernas y otros parajes, donde el populacho se juntaba. Ignoramos de qué naturaleza fuesen estos escándalos, si deshonestos y obscenos, o impíos y profanos; pero es más natural creer lo primero, por cuanto la voz máscara tiene mal significado, y no es de creer que en su infancia fuesen mejores de lo que son hoy día.

Poco después de este período se hizo muy común en toda Europa la representación de los misterios, pero de un modo tan estúpido y ridículo, que, en particular las piezas sacadas del Nuevo Testamento, más parecían ser compuestas para aumentar el libertinaje y la incredulidad, que para otros fines. Es muy probable que los actores arriba mencionados fuesen de las clases que llamaban mummers (enmascarados), que acostumbraban a vagar por las provincias, vestidos de un modo antiguo; bailaban y hacían posturas difíciles y actitudes míticas. Esta costumbre dura todavía en algunas partes de Inglaterra; pero antiguamente fue tan general y distraía tanto de sus ocupaciones al pueblo, que se tuvo por muy perniciosa; y como estos mummers iban siempre enmascarados y disfrazados, cometían con demasiada frecuencia excesos, deshonestidades y delitos. No obstante, malos como eran, ellos parecen haber sido el verdadero original de los cómicos de Inglaterra: su excelencia consistía (y aún hoy día es una parte del mérito de sus sucesores) en la mímica y gracia natural.

En un acto del Parlamento, expedido el cuarto año del reinado de Enrique IV, se hace mención de ciertos wasters (ladrones), master-rimours, minstrels (músicos de violín), y otros vagabundos, que infestaban el país de Wales; y se manda por él que ningún master-rimour, minstrel, ni otro vagabundo, sea favorecido en aquella provincia para pedir por los pueblos de ella. No podemos asegurar quiénes fuesen estos master-rimours, que tan incómodos fueron, especialmente en Wales, si ya no es que fuesen algunos degenerados descendientes de los antiguos bardos...

Cuando los master-rimours se fijaban en un paraje para representar en él, hacían publicar esta noticia por diez o doce leguas en contorno, y esto sucedía frecuentemente, según se infiere por la descripción de Cornwall, escrita por Carew, en tiempo de la Reina Isabel, el cual, hablando de las diversiones del pueblo, dice: «El Guary Miracle (en inglés pieza de milagro) es una especie de farsa sacada de algunos pasajes de la Escritura. Para la representación hacen un anfiteatro en un campo abierto, cuyo diámetro total tendrá unos cuarenta o cincuenta pies. La gente del país, y aun de muchas millas de distancia, se junta de todas partes a ver este espectáculo, donde se hace uso de diablos y tramoyas para agradar no menos a los ojos que a los oídos.» Mr. Carew no fue tan exacto que nos informase del tiempo en que estas piezas de Guary Miracle se representaban en Cornwall; pero el mismo género de ellas puede inferirse que el uso era muy antiguo.

El año de 1378 es la data más remota en que hayamos podido hallar hecha mención de la representación de misterios en Inglaterra. En este año, los estudiantes de la escuela de San Pablo presentaron una petición a Ricardo II, suplicándole «que prohibiese al pueblo ignorante representar la Historia del Antiguo Testamento, con gran perjuicio de la citada clerecía, que tenía hechos grandes gastos para representarla en la Pascua de Navidad.» Cerca de doce años después, esto es, el de 1390, los curas de las parroquias de Londres, se dice haber representado farsas en Skinner's Well, el 18, 19 y 20 de Julio; y en 1409, el décimo año de Enrique IV, representaron en Clerkenwell (Pozo de los Clérigos), que tomó su nombre de la costumbre de representar farsas allí los curas de las parroquias, una farsa que se repitió por ocho días consecutivos, en la cual se trataba de la creación del mundo, y asistió a verla la mayor parte de la nobleza y caballeros del Reino. Estos ejemplos son suficientes a probar cuán temprano empezó entre nosotros la representación de los misterios, si bien no puede asegurarse con certeza cuánto tiempo duraron...

En los misterios se representaban de una manera inanimada algunas historias milagrosas del Viejo y Nuevo Testamento; pero en las moralidades, que siguieron después, donde se personificaban las virtudes, los vicios y los afectos del ánimo, ya se empezó a ver algún artificio en la fábula, un fin moral y algo de poesía. En estas moralidades se trataban frecuentemente cuestiones religiosas; y no es de admirar que en aquel tiempo, en que todos trataban de estas materias, emplease cada uno de los partidos todas sus artes para hacer valer sus opiniones. Si ahora estuvieran en uso las moralidades, todo cuanto en ellas se dijese recaería sobre la política. La nueva costumbre (The new custom) fue ciertamente introducida para promover la reforma. Cuando se renovó, en el reinado de la Reina Isabel, y en los primeros tiempos de la dicha reforma, era tan común a los partidarios de las antiguas doctrinas (y acaso también a los de la nueva) el sostener e ilustrar sus opiniones por medio del teatro, que en el año vigésimocuarto del reinado de Enrique VIII se halla un acto del Parlamento, dirigido a promover la verdadera religión, por el cual se prohíbe a todos los rimors o cómicos el cantar en canciones o representar en farsas cosa alguna contraria a las doctrinas nuevamente establecidas.

Era muy común en aquel tiempo representar estos dramas morales y religiosos en casas particulares, para la edificación, aprovechamiento y diversión de las familias acomodadas. A este fin estaban dispuestas las salidas del drama de tal modo, que cinco o seis actores podían representar veinte personajes distintos...

Puede decirse que la musa dramática despertó cuando, encaminándose a la verosimilitud, no sin gracia e ingenio, comenzó a divertir con las antiguas farsas. Por ellas merece el primero, si no el más eminente lugar, Juan Heywood, el epigramatista bufón de Enrique VIII, que vivió hasta principios del reinado de la Reina Isabel.

Generalmente tenemos por nuestra primera comedia la pieza intitulada Grammar Gurton's Needle, compuesta por Juan Still, que después fue obispo de Bath y Wells, impresa, la primera vez, en 1575. Apareció poco después de las farsas: toda ella está escrita con mucha fuerza cómica, y no carece de naturalidad, aunque afeada con obscenidades indecentes.

Entonces empezaron ya a aparecer los poetas dramáticos, y a enriquecer el teatro con sus escritos. Enrique Parker, hijo de Guillermo Parker, se dice haber compuesto algunas tragedias y comedias en el reinado de Enrique VIII, y Juan Hoker, en 1535, escribió una comedia intitulada Piscator or the Fisher caught (El Pescador pescado). Mr. Ricardo Edwards, que nació en 1523, y a principios del reinado de la Reina Isabel fue nombrado maestro de los niños de la Capilla Real, fue un excelente músico y buen poeta, y escribió dos comedias: la una intitulada Paloemon and Arcite, en cuya representación se imitó tan perfectamente el ladrido de los perros de caza, que la Reina y todo el auditorio quedaron sumamente complacidos; la segunda, intitulada Damond and Pithias, o Los dos amigos más fieles del mundo. Por el mismo tiempo florecieron Tomás Sackville y Tomás Norton, autores de Gorboduc, la primera pieza dramática inglesa de alguna consideración (impresa en 1590).

Putthenham, en su Arte de la Poesía, escrito en el reinado de la Reina Isabel, dice: «Yo creo que en la tragedia, el lord Buckhurst (esto es, Tomás Sackville) y Mr. Edward Ferrys merecen el más alto elogio, según lo que he visto de ellos; el conde de Oxford y Mr. Edward, de la Capilla de S.M., por lo que toca a la comedia y farsa.» El mismo escrito dice en otra parte: «Pero el mejor autor en esta profesión (de poesía) es, en el día de hoy (esto es, en tiempo de Eduardo VI), Mr. Edward Ferrys, escritor de no menor donaire y felicidad que Juan Heywood, pero de mayor inteligencia y sublimidad en el metro: y así, lo más que escribe para el teatro son tragedias, y algunas veces comedias o farsas, con lo que divierte tanto al Rey, que por ello adquiere muy buenas recompensas.» Es sensible que no se conserve obra ninguna, ni aun los títulos de las que compuso este Eduardo Ferrys, escritor tan célebre en aquella edad.

Siguió a éstos Juan Lillie, ingenioso y célebre autor, que perfeccionó mucho el lenguaje inglés con su novela intitulada Euphues and his England, o La anatomía del ingenio, de la cual obra dice el editor de sus comedias: «Nuestra nación le es muy deudora, por el nuevo inglés que la enseñó con su Euphues and his England. Todas nuestras damas se hicieron entonces sus discípulas, y una señora de la Corte que no supiese hablar Euphuismo era tan poco estimada como la que ahora no sepa el francés.» Hemos visto esta novela, tan aplaudida por su invención, que tan de moda se hizo en la corte de la Reina Isabel y que tan notable alteración introdujo en el idioma; y no es otra cosa que una impropia y afectada algarabía, en la cual el perpetuo uso de las metáforas, alusiones, alegorías y analogías se ha llamado ingenio, y la estudiada hinchazón, lenguaje. Esta obra absurda infestó la corte de la Reina Isabel, en cuyo tiempo se habían escrito los mejores modelos de estilo y composición que tenemos, y el siguiente reinado se sufrió y llegó a admitirse generalmente este despreciable pedantismo de locución: tanto puede el más ridículo instrumento cuando, desviándose de la naturaleza, se propone adelantar sobre su sencillez.

La tragedia y la comedia, que entonces empezaron a levantar cabeza, no hicieron otra cosa por algún tiempo que culteranizar y aturdir, y se prueba cuán imperfectas fuesen en todas sus partes por una excelente crítica que publicó Felipe Sidney contra los escritores de aquel tiempo.

No obstante, parece que había en ellos disposición suficiente para hacerlo mejor, según los esfuerzos que hicieron para dar más forma a sus piezas, adornando algunas con apariencias mudas, otras con coros, e introduciéndolas y explicándolas otras veces por medio de un interlocutor, pero ignoraban lo esencial del arte, y se quedaron muy distantes de la perfección. Como quiera que sea, aun con todos los defectos que en ellas había, nuestros progresos en la dramática eran superiores, por aquel tiempo, a los que entonces habían hecho nuestros vecinos los franceses. Los italianos, que habían empezado muy temprano a traducir las mejores obras de la antigüedad en este género, se hallaban ciertamente mucho más adelantados; pero, exceptuando éstos, nos hallábamos, a lo menos, iguales con las demás naciones de Europa.

A esta época (como sucedió en Francia mucho después) nació en Inglaterra y adquirió perfección el verdadero drama, por el genio creador de Shakespeare, Fletcher y Jonson, autores tan conocidos ya entre nosotros, que nada puede añadirse acerca de ellos, que no sea superfluo...

La primera compañía de cómicos de que tenemos noticias es la que se formó en virtud de privilegio concedido en 1574 a Jaime Burbage y otros criados del Conde de Leicester. Consta que en 1578 representaron los coristas de San Pablo piezas dramáticas, y cerca de doce años después de esto, se dice haber representado misterios los curas de las parroquias de Londres en Skinner's Well. Se ignora cuál de estas dos compañías existió primero; pero, como se hace mención de la de los coristas de San Pablo antes que de otra alguna, no podemos menos de reputarla por la más antigua. Lo cierto es que los misterios y moralidades fueron representados por estas dos asociaciones eclesiásticas, muchos años antes que apareciese ninguna otra compañía formal, y los coristas de San Pablo continuaron representando por mucho tiempo las tragedias y comedias, que después empezaron a usarse.

Se cree generalmente que la primera compañía arreglada y formal que se estableció fue la de los jóvenes músicos de la Capilla Real, a principios del reinado de la Reina Isabel, de la cual fue director Mr. Ricardo Edwards, ya mencionado. Algunos años después, en que ya el teatro había adquirido más jocosidad, se estableció otra compañía, bajo la denominación de The Children of the Revels (Los Niños de la diversión). Éstos y los de la Capilla Real se hicieron muy famosos; todas las piezas de Lillie, muchas de Jonson y otros fueron primeramente representadas por ellos: el concurso y la estimación que obtuvieron fue tal, que los comediantes ordinarios no pudieron verlo sin envidia, como se infiere claramente por una escena de Hamlet. Lo cierto es que sirvieron de excelente escuela para el teatro, y muchos de los actores que en lo sucesivo adquirieron gran celebridad, se educaron e instruyeron con ellos.

Desde el año de 1570 hasta el de 1629, cuando se acabó el teatro de White Friars, se levantaron diez y seis teatros en Londres, como se deduce por los frontispicios de muchos de los antiguos dramas. Las compañías de cómicos eran en proporción al crecido número de teatros que tenía entonces esta capital.

Además de las dos de que ya se hizo mención, la Reina Isabel, a instancia de Francisco Walsingham, estableció otra, formada de doce de los principales cómicos de aquel tiempo, con abundantes sueldos y bajo el título de Comediantes y criados de S.M. Pero, sin tratar de éstos, muchos señores tenían compañías de cómicos, que representaban, no sólo privadamente en sus palacios, sino públicamente también, bajo su autoridad y protección. Concuerda con esto la relación de Stow, en que se dice: «Los cómicos antiguamente estaban asalariados por los señores, y nadie sino ellos tenía privilegio de representar así en tiempo de la Reina Isabel muchos nobles tenían criados y pensionados en su casa, que ganaban su vida con este ejercicio. El Lord Almirante los tenía, como también el Lord Stange, y representaban en la ciudad de Londres. Era muy común la supresión de estas compañías, por las quejas que de ellas daban todos los caballeros, a causa de las indecencias e injurias que decían en las comedias. Así fue que un Lord Tesorero notificó al Lord Mayor (Corregidor de Londres) que prohibiese los cómicos del Lord Almirante y el Lord Strange, a lo menos por algún tiempo, a causa de que un tal Mr. Tilney tenía fundados motivos de disgusto contra ellos. En vista de esto, el Lord Mayor despidió entrambas compañías, con estrecha orden de abstenerse de representar hasta nueva resolución. Los cómicos del Almirante obedecieron; pero los del Lord Strange, como haciendo desprecio, se fueron a Cross Keys, y allí representaron aquella tarde: el Mayor envió dos de ellos a la cárcel, y prohibió toda representación de allí en adelante hasta que el Lord Tesorero mandase otra cosa.» Esto sucedió en 1589. En otro pasaje de su descripción de Londres, dice el citado autor, hablando del teatro: «Antiguamente los artífices de talento y los criados de los caballeros formaban muchas veces compañía, aprendían piezas, y en ellas manifestaban lo feo del vicio, o representaban las nobles acciones de nuestros abuelos. Estas funciones se hacían en los días de fiesta en las casas particulares, en las bodas y otros regocijos; pero con el curso del tiempo se hizo de esto un oficio, y representándose tales piezas por lo común en los domingos y días feriados, resultó que los teatros se llenaban de concurso, y las iglesias quedaban desiertas. Se emplearon a este fin grandes habitaciones, donde había cuartos separados, asientos dispuestos, tablado y galerías. Allí las doncellas y los hijos de honrados ciudadanos eran frecuentemente engañados, y contraían clandestinos y desiguales matrimonios; allí se trataban públicamente materias sediciosas, se oían discursos indecentes y vergonzosos, con otros excesos. Esto dio motivo, en 1574, a un acto del Common Council (Tribunal de la ciudad), por el cual se prohibía en todo el distrito de Londres la representación de piezas en que hubiese expresiones, acciones o ejemplos de liviandad, indecencia o sedición, bajo la pena de cinco libras de multa y catorce días de cárcel; que no se presentase al público pieza ninguna sin ser primero leída y aprobada por el Lord Mayor y la sala de los Aldermen (especie de regidores de Londres), con otras muchas restricciones. También se advirtió que este acto no se extendiese a las piezas que se daban en las casas particulares de los nobles y caballeros, en ocasión de bodas u otros regocijos domésticos, y donde se exigía dinero del auditorio. Estas órdenes no se observaron como era menester: la deshonestidad de los dramas iba en aumento, y su representación se juzgó perniciosa a la religión, al Estado, a la modestia y a las costumbres, y también causa poderosa de infección en tiempo de peste, recelo que después los hizo suprimir del todo.

«Al fin, habiéndose hecho recurso a la Reina y su Consejo, fueron de nuevo tolerados, con las restricciones de que no se representaría pieza alguna en domingo ni día de fiesta, sino después de acabadas vísperas; que el espectáculo debía concluirse antes de entrar la noche, a fin de que los asistentes en Londres pudiesen volver a sus casas antes del sol puesto o poco después; que sólo quedaban autorizados para representar los cómicos de la Reina, cuyo número y verdaderos nombres comunicaría oficialmente el Lord Tesorero al Lord Mayor y a las justicias de Middlesex y Surrey; que estos cómicos no podrían subdividirse para formar otras compañías, y que en caso de infracción a cualquiera de estos artículos, cesaría su tolerancia. Pero aún no fueron suficientes estas providencias para contenerlos en los debidos límites; siguieron, como siempre, ofendiendo con sus representaciones a la virtud y el honor de sujetos particulares; y de aquí resultaron tales disturbios, que fue necesario prohibirlas otra vez.»

La autoridad que acabamos de citar, además de contener hechos notables, manifiesta las costumbres del teatro en aquel tiempo, y su temprana depravación. Pruébase también que no sólo en la citada época, sino mucho antes, se satirizaba a personas conocidas en el teatro, por una carta manuscrita de Juan Hallies al Lord Canciller, Burleigh, en que se queja a S.E. de haber dicho expresiones afrentosas contra él y su familia, y en particular que su bisabuelo, que había muerto setenta años antes, había sido tan excesivamente avaro, que los cómicos ordinarios le representaban en el teatro con grande aplauso de la Corte. Así es que apenas empezó a hablar la musa dramática, cuando se hizo maldiciente, y los primeros signos que dio de razón, los empleó en desenvolturas e insolencias.

Este abuso excitó igualmente el celo del público y la autoridad de los magistrados: se escribieron muchos papeles por una y otra parte, y Esteban Gosson publicó, en 1579, un libro intitulado La escuela del abuso, o graciosa invectiva contra los poetas gaiteros, cómicos bufones y semejantes orugas de la república, dedicado al Sr. Felipe Sidney.

...

No obstante, el teatro recuperó poco después su crédito, y llegó a mayor elevación que nunca. En 1603, el primer año del reinado del Rey Jacobo, se concedió licencia, bajo el sello secreto, a Shakespeare, Fletcher, Burbage, Hemmings, Condell y otros para representar piezas, no sólo en su casa acostumbrada de The Globe, en Bankside, sino en cualquiera otra parte del Reino. Estos formaron en aquel tiempo sobresalientes cómicos, acerca de lo cual podrá verse el suplemento a Shakespeare por Mr. Malone, donde este escritor ha recogido cuantas noticias se han podido hallar.

Parece, pues, que entonces llegó el teatro a la época de su gloria y reputación. Todos los años se publicaba un considerable número de piezas nuevas; la pasión del público a esta diversión era tan general, que la nobleza celebraba sus casamientos y cumpleaños con máscaras y dramas, representados con gran magnificencia, y el grande arquitecto Íñigo Jones fue empleado frecuentemente en ejecutar las decoraciones teatrales con toda la riqueza de su invención. El Rey, la Reina, las damas y caballeros de la Corte hacían papel en estas máscaras muy a menudo, y toda la demás nobleza y gente principal en sus particulares habitaciones; en una palabra, no había regocijo completo, si faltaban en él estos espectáculos. A esta afición debemos (y acaso es lo único que nos ha quedado digno de aprecio en este género) la inimitable máscara de Ludlow Castle.

Continuó esta general inclinación a los espectáculos teatrales durante todo el reinado del Rey Jacobo y gran parte del de Carlos I, hasta que habiendo adquirido grandes fuerzas el puritanismo, se declaró abiertamente contra ellos, reputándolos por impíos y diabólicos. Ésta y otras muchas causas que concurrieron, trastornaron del todo la Constitución; y entre las muchas reformas que entonces hubo, una de ellas fue la absoluta supresión de los teatros. En una ordenanza de los Lords y Comunes, expedida el año de 1647, se declaró a los cómicos por pícaros y sujetos a las penas expresadas en los estatutos del año treinta y nueve de la Reina Isabel y del séptimo del Rey Jacobo I. Mandáronse demoler todos los teatros, prender y azotar públicamente a todas las personas convencidas de representar comedias, en contravención a la citada ordenanza; a las cuales, después de este castigo, se les debía exigir juramento de no volver a representar jamás, con pena de prisión y otras mayores en caso de rehusarse a ello o de reincidir. El dinero recogido en los teatros sería confiscado en beneficio de los pobres, y todo el que se hallase haber asistido a alguna representación pagaría cinco chelines de multa.

Antes de la publicación de esta ordenanza se habían ya frecuentemente interrumpido las diversiones teatrales por las hostilidades ocurridas entre el Rey y su Parlamento. Muchos de los actores que se hallaban en edad proporcionada para ello, sentaron plaza en el ejército del Rey, reconocidos a la estimación que siempre había hecho de ellos aquel soberano antes del rompimiento entre él y su pueblo. El suceso fue igualmente fatal a la monarquía y al teatro: el Rey perdió la vida a manos de un verdugo, las casas de comedias fueron demolidas, y los cómicos muertos en las guerras, o perseguidos y desterrados a diferentes parajes, por el temor de que no volviesen a reunirse, en contravención de lo que el Gobierno había dispuesto.

En el año de 1648 se aventuraron a representar algunas piezas en el Cock pit; pero en una de sus representaciones los interrumpió una partida de soldados, que dio con ellos en la cárcel. Duró algún tiempo este rigor, aunque una u otra vez se toleró que se juntasen a representar privadamente algunas piezas antiguas, a corta distancia de la ciudad, o en las casas de campo de los nobles que los protegían. Durante el implacable rencor que el Gobierno mostró a todo cuanto tuviese relación con las bellas letras, los cómicos vivieron en la mayor infelicidad; y para socorrer en parte su indigencia, hicieron imprimir muchas obras dramáticas de sus contemporáneos, que conservaban manuscritas en su poder, y que acaso nunca hubieran visto la luz pública en otras circunstancias.

No obstante, el fanatismo religioso no pudo vencer la inclinación pública; y cuando más arriesgado parecía, Guillermo Davenant se atrevió, en 1656, a dar espectáculos de declamación y música por el estilo de los antiguos de Rutland-House, y dos años después se estableció en Cock-pit, en Drury Lane, donde siguió representando hasta la restauración. Cuando ésta llegó a verificarse, los cómicos que habían quedado se reunieron, y volvieron a ejercitar libremente su profesión. Formáronse, con privilegio especial del Rey, dos compañías: la primera dirigida por el citado Davenant, y la segunda por Mr. Killigrew que se estableció en Red-Bull, en la calle de San Juan. La primera se intituló compañía del Duque de York, y la segunda, compañía del Rey, dando a los cómicos de una y otra la denominación de criados de S.M.

(De aquí en adelante, el autor que seguimos en esta relación se dilata en demasía, hablando de las mudanzas locales de estos dos teatros de Londres, del modo con que fueron administrados por los directores, y menudencias que son poco interesantes para un extranjero. En consecuencia de esto, trasladaremos únicamente aquellas noticias relativas al adelantamiento o alteraciones del teatro inglés.)

La emulación excitada en una y otra compañía produjo buenos efectos. Los directores procuraron a porfía asalariar los mejores actores de Inglaterra; y según el testimonio de los escritores de aquel tiempo, el arte de la declamación llegó a un estado de perfección admirable. En 1665 se manifestó la peste en Londres, y el año siguiente ocurrió el incendio que redujo a cenizas una gran parte de la ciudad. Los espectáculos se interrumpieron por espacio de diez y ocho meses, y no volvieron a abrirse hasta la Pascua de Navidad de 1666. La compañía del Duque de York, menos favorecida del público que su competidora, procuró nuevos medios de diversión para atraerle; y hallándose establecida en 1671 en su nuevo teatro de Dorset Gardens, añadió a sus espectáculos ruido y aparato, mejoró las decoraciones, e introdujo música, danza y canto en muchas de sus piezas; introdujo el uso de las óperas dramáticas, adornadas con costosa decoración, y estos accidentes e innovaciones la dieron una superioridad sobre la compañía del Rey, que no hubiera podido esperar por el sólido mérito.

En el citado año de 1671 se abrasó el teatro de Drury Lane, que ocupaba la compañía del Rey. Tratóse de reedificarle, y para ello se valieron del caballero Cristóbal Wren. El plan que hizo, reuniendo la comodidad del auditorio y la de los actores, era digno en todas sus partes de aquel célebre profesor, pero las alteraciones que se hicieron en él al tiempo de ejecutarle, frustraron las ideas del arquitecto y echaron a perder el edificio, el cual se abrió en 1674.

En esta ocasión se representó un prólogo y epílogo que había escrito Dryden, en que se hablaba de la preferencia que daba el público a la compañía del Duque, llevado sólo del aparato de las máquinas y adornos de sus piezas. Después dieron en ridiculizarla por todos los medios posibles; y a este fin, Tomás Duffet puso en trova la Tempestad, el Macbeth y Psyches, y en general hacían lo mismo con todas las piezas que más concurridas eran del público en el otro teatro; pero todos estos esfuerzos fueron inútiles: la compañía del Duque, por medio de la declamación, la armonía, la pompa y aparato escénico, triunfó de los sentidos, y fue constantemente preferida a su competidora.

Pero uno y otro teatro se acercaban a su ruina: el del Rey por falta de concurso; el del Duque por los excesivos gastos que hacía para sostenerse. Estas consideraciones determinaron a los directores de uno y otro a unirse y formar una sola compañía que representase en Drury Lane, y así se hizo en 1682, y de allí en adelante se llamó Compañía del Rey, quedando la otra suprimida.

El mal gobierno de los directores que sucedieron, y sobre todo su avaricia, dio motivo a disgustos y discusiones entre los cómicos, tanto, que un cierto número de ellos hizo recurso al Rey Guillermo, solicitando privilegio para formarse en compañía separada; y así fue concedido. Edificaron, con el auxilio de suscripciones cuantiosas, un nuevo teatro en Lincoln's-Inn-Fields, que se abrió en 1695; pero los vecinos de la barriada suscitaron un pleito a la compañía sobre la incomodidad que resultaba a los que vivían inmediatos al teatro, por el concurso de los coches. No se sabe fijamente el éxito de este extraño litigio; pero lo cierto es que de allí a muy poco tiempo la nueva compañía se transfirió a Hay Market. Allí se mantuvo con buen suceso por espacio de uno o dos años; pero después el público empezó a resfriarse, y todos reconocieron la imposibilidad de sostenerse dos teatros en Londres.

El de Drury Lane padeció no pocas desgracias por la obstinación y mal gobierno de su director, no menos que por la ignorancia de los cómicos. Éstos, faltos de habilidad y de talento, estropeaban lastimosamente las mejores piezas, y para suplir este defecto, llamaron en su auxilio volatines, bufones y otras extravagancias, que redujeron al teatro al más ínfimo grado de desprecio. A este tiempo apareció el célebre Jeremías Collier, varón docto y de gran talento, el cual, lleno de las severas máximas del puritanismo, combatió con la mayor vehemencia el teatro, en razón de sus profanidades y relajada moral. Publicó su obra en 1697, a la cual respondieron Congrave, Vanbrugh, Dryden, Dennis y otros con ingenio y gracia; pero sin destruir los argumentos con que su enemigo los había combatido a ellos directamente, o al teatro en general. No puede negarse que muchos de los más célebres autores de aquel tiempo habían escrito de un modo que justificaba la censura de cualquiera que profesase algún respeto a la honestidad y a la virtud.

Esta controversia produjo saludables efectos. Tratóse formalmente de reformar los abusos del teatro; se castigó a algunos cómicos, que se atrevieron a decir en él expresiones indecentes; los poetas empezaron a escribir con la debida modestia, y a esta época puede fijarse la introducción de aquel gusto delicado que ha dado tanto crédito al teatro inglés.

Tratóse después de edificar un nuevo teatro en Hay Market, construido en términos que hiciese honor al arquitecto y a la nación, y produjese ganancias a los interesados en él. Hízose el edificio bajo la dirección de Juan Vanbrugh, empresario de aquella nueva compañía, que se asoció con Congrave; unión que hizo concebir al público grandes esperanzas. Se abrió el teatro en 1705 con una ópera italiana, que tuvo mal éxito. Vanbrugh, en vista de esto, se aplicó a escribir nuevas piezas para sostener su reputación; pero todo fue insuficiente, si bien todos reconocieron que tenía más habilidad para componer dramas que para construir edificios en que se representasen; y en efecto, en el nuevo teatro, adornado con grandes columnas, cornisas doradas y altas bóvedas, apenas de diez palabras se percibía una. Esto, y el estar situado en un extremo de la ciudad, contribuyó mucho a la falta de asistencia, y produjo, por consiguiente, cortas ganancias al propietario. Su dirección fue pasando de unas manos a otras con varia fortuna, hasta que en el año de 1708 se determinó que el teatro de Hay Market se cedería para ejecutar en él óperas italianas, y el de Drury Lane le ocuparía la compañía inglesa. Esto duró muy poco, pues al inmediato, por desavenencias ocurridas entre los cómicos ingleses, se mandó cerrar el teatro de Drury Lane, y que la compañía inglesa alternase en el de Hay Market con la ópera italiana. Alteróse cuanto fue posible su forma interior, a fin de evitar los inconvenientes que al principio de su construcción se habían experimentado. Empezáronse a representar en él las piezas nacionales, y el concurso fue tal, que excedió a las esperanzas que se habían concebido. Pero como las óperas empezaron a declinar al mismo tiempo, este accidente amenoró mucho la utilidad de los directores, interesados igualmente en la prosperidad de uno y otro espectáculo.

Hacia el año de 1714 volvieron a dividirse estas compañías: la italiana quedó en Hay Market, y la inglesa pasó al antiguo teatro de Drury Lane, y poco después volvieron a trocar de teatros. Por este tiempo se permitió abrir de nuevo el de Lincoln's-Inn-Fields, ya mencionado; y hallándose su director, Mr. Rich, incapaz de competir con los otros dos, acudió al arbitrio que en la anterior centuria había producido grandes utilidades, a pesar de la razón y del buen gusto. Introdujo pantomimas en sus espectáculos; y aunque la compañía de Drury Lane, al ver esto, se valió de los mismos medios para hacerle frente, tuvo que ceder a la fecundidad de invención con que Mr. Rich variaba estos estrafalarios entretenimientos, y a su conocida habilidad en la ejecución de los papeles que él mismo desempeñaba. El mal gusto del público alentó sus esfuerzos, y no obstante la ridiculez de tales piezas, recogió más dinero que los otros, cuyo mérito era indiscutible, ya en la ejecución, o ya en la composición de los dramas.

En 1720, Mr. Petter, carpintero, edificó por mera especulación un nuevo teatro en Hay Market, sin duda para alquilarle cuando hubiese ocasión, como en efecto empezó a verificarse en 1733.

En el de 1729 se levantó otro en Goodman's Fields, no sin grande oposición de muchos comerciantes y otros ciudadanos respetables del barrio, que miraron como perjudicial en su vecindad aquel establecimiento. Muchos curas se hicieron de su parte, y predicaron con vehemencia contra él; pero el propietario, Mr. Odell, siguió adelante, acabó el edificio, formó una compañía de cómicos, y se empezó a representar en él. Dícese que por algún tiempo su ganancia líquida no bajó de cien libras cada semana; pero habiendo continuado las quejas contra él, se vio precisado a abandonar la empresa, no sin mucha pérdida. Mister Giffard, en 1732, edificó allí mismo otro teatro magnífico, y a pesar de las quejas y persecuciones que le suscitaron como a su antecesor, se mantuvo en él por espacio de tres años.

En el de 1733 se concluyó el teatro de Covent Garden, que ocupó la compañía de Mr. Rich, dejando el de Lincoln's-Inn-Fields, adonde se trasladó la de Giffard en 1735.

Por este tiempo se verificó una extraordinaria revolución en el teatro. Enrique Fielding, escritor de mucho talento y gracia, pintor excelente de las costumbres, ya fuese para salir de la estrechez y mala fortuna en que se hallaba, o ya para vengarse únicamente de los disgustos que le habían hecho sufrir muchos sujetos de distinción, determinó divertir a la ciudad a costa de las personas más conocidas de la república, y de mayor influencia y poder en los negocios políticos. A este fin juntó una compañía que intituló Compañía de cómicos del gran Mogol, y establecida en Hay Market, empezó con la comedia del citado autor, Pasquin: ésta y algunas de las muchas que compuso tuvieron grande aplauso. La amarga sátira que en ellas se contenía irritó sobremanera al Ministerio; y aunque por falta de buena administración en Fielding, su compañía iba decayendo, y el público llegó a cansarse de aquel nuevo género dramático, con todo eso, el Ministerio trató de vengarse de él y reducirle al estado de no poder en adelante ridiculizarle impunemente por medio del teatro. En efecto, por un acto del Parlamento, expedido en 1737, se prohibió representar pieza alguna sin que precediese expresa licencia del Lord Chamberlan, y se quitó al Rey la facultad de dar privilegios para el establecimiento de nuevos teatros, con graves penas a todo el que contraviniese a estas disposiciones. El Lord Chesterfield declamó altamente contra esta ley; el público se inquietó al ver amenazada por este medio la libertad de la prensa; salieron papeles por todas partes, ridiculizando, abominando, arguyendo los principios adoptados por el Parlamento; pero, a pesar de todo, la ley pasó, y los ministros quedaron libres en adelante de verse expuestos a la censura de los poetas dramáticos.

El año de 1741 fue venturoso para el teatro, habiéndose presentado en él al público por la primera vez el admirable cómico Mr. Garrick, el cual en 1747, después de varios reveses de fortuna que sufrió, entró a medias con Mr. Lacey en la dirección del teatro de Drury Lane, donde permaneció representando con alguna interrupción, necesaria al restablecimiento de la salud, hasta el de 1776, en que se retiró. A él se debe el buen gusto, la propiedad y el decoro que introdujo en la representación, prescindiendo de su sobresaliente mérito como actor y como poeta. Murió en 1779.

En 1767 se reedificó el pequeño teatro de Hay Market, y obtuvo el título de teatro Real. El de Covent Garden, después de la muerte de Mr. Rich, ocurrida en 1761, padeció muchas mudanzas en su dirección hasta el presente; pero se ha sostenido no obstante, y en él se empezaron a dar algunas piezas de música, que agradaron al público, y que hoy día se repiten con general aceptación.

Para la formación de este extracto se han tenido presentes las siguientes obras:

El prólogo y suplemento de Mr. Dodsley a su Collection of Old Plays.

Un catálogo de piezas dramáticas, impreso con la Tragicomedia de Goff intitulada The Careless Shepherdess, en 1656.

A New Catalogue of English Plays Containing Comedies, etc. Londres, 1688, y otro después, añadido en 1691.

The Lives and Characters of the English Dramatick Poets, etc., por Mr. Gildon.

Poetical Register or the Lives and Characters of All the English Poets, with an Account of their Writings. 1723, por Giles Jacob.

A List of All the Dramatick Authors with some Account of their Lives and of All the Dramatick Pieces ever Published in the English Language to the Year 1747. Esta obra se publicó unida con el Scanderberg, pieza dramática de Whincop.

The British Theatre: Containing the Lives of the English Dramatick Poets, with an Account of All their Plays together with the Lives of most of the Principal Actors as well as Poets. To which is Prefixed a Short View of the Rise and Progress of the English Stage, 1752.


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Extracto de la noticia que se da en el libro intitulado

A NEW GUIDE TO THE CITY OF EDIMBURGH (AÑO DE 1792)

ACERCA DEL TEATRO DE ESCOCIA

Las diversiones del género dramático empezaron a estilarse muy presto en este país, siendo en sus principios representaciones de asuntos religiosos, destinadas peculiarmente a adelantar los intereses de la religión: el clero las componía, y se representaban los domingos. En el siglo diez y seis era tan crecido el número de los teatros, que hubo quejas de ello como de un mal, no sólo en Edimburgo, sino en todo el Reino. Éstos degeneraron presto de su primera institución; y en vez de inspirar devoción, sólo se veían en ellos bufonadas de todos géneros, y desvergüenzas. Después de la reforma, se quejó el clero presbiteriano de estos espectáculos indecentes, y animado de un violento espíritu de celo, anatematizó las representaciones teatrales, cualesquiera que fuesen. El Rey Jacobo VI les obligó a desistir de sus censuras; pero en tiempo de Carlos I, cuando el fanatismo llegó al más alto punto imaginable, ¿cómo es posible suponer que las piezas de teatro fuesen toleradas? Parece, no obstante, que estas diversiones se introdujeron otra vez en Edimburgo hacia el año de 1684, cuando el Duque de York tuvo allí su corte, atrayendo su residencia una mitad de la compañía de cómicos de Londres, que representaron comedias por un poco de tiempo. Pero las desgracias acaecidas al citado Duque, y el establecimiento de la religión presbiteriana, cuyo genio es poco favorable a las diversiones de esta especie, impidieron los progresos del teatro, y no hubo comedias hasta después del año 1715, etc.

Fue muy bien recibida una compañía de cómicos de Londres, y siguieron viniendo anualmente a Edimburgo las de la legua; pero habiéndose hecho odiosas otra vez al clero, prohibieron los magistrados, en el año 1727, toda representación teatral en los límites de su distrito, si bien esta prohibición fue suspendida por la sala de Justicia, y los cómicos continuaron representando como antes. No obstante, eran muy escasas estas diversiones en la ciudad, pues sólo la visitaban, con dos o tres años de intervalo, algunas compañías de la legua, que representaban en Taylor's House (la casa de los sastres).

Por este tiempo salió un acto del Parlamento, que prohibía toda representación de dramas, excepto en los teatros privilegiados por el Rey. Con este motivo, los clérigos de Edimburgo levantaron inmediatamente la cabeza, y a sus propias expensas, apoyados en el acto mencionado, fulminaron una causa contra los comerciantes. Ésta se decidió en primera instancia contra los comediantes, los cuales apelaron al Parlamento, solicitando un bill que autorizase a S.M. a permitir un teatro en Edimburgo. Contra esta solicitud se presentaron peticiones, en 1739, a la Cámara de los Comunes por los magistrados y ayuntamiento de la ciudad, por el Rector y profesores de la universidad y por la clerecía, en consecuencia de lo cual se detuvo el expediente.

Pero todas estas oposiciones, y el espíritu de partido que las animaba, llegaron a redundar en beneficio de los cómicos; y al fin se halló fácilmente el medio de eludir el acto del Parlamento de que se ha hecho mención. Siguieron pues las comedias, y la sala de Taylor's House fue tan frecuentada, que se halló ser insuficiente para el concurso que asistía.

Construyóse después una casa de comedias en Canongate, año de 1746, la cual llegó a ser demolida, porque la mala conducta de los directores y las desavenencias entre los cómicos excitaron alborotos y tumultos.

Últimamente, cuando el Soberano concedió el terreno en que debía edificarse la parte nueva de la ciudad, se añadió una cláusula al bill, autorizándole a privilegiar un teatro en Edimburgo: concedió S.M. esta gracia, y los clérigos callaron para siempre.

No obstante, el alto precio que, se exige a los directores por la patente, que es no menos de quinientas guineas anuales, ha impedido hasta ahora el ver en este teatro buenas decoraciones y buenos actores, como se hubiera logrado a no haber esta causa, que ha hecho el éxito del teatro de Edimburgo menos favorable de lo que se pudiera haber esperado. En esta última temporada se ha arrendado por la suma de doce mil libras a los señores Jackson y Kemble.


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ANFITEATRO

Este edificio está cercano al teatro en el camino de Leith, y fue abierto en 1790 para juegos de equitación, diversiones de pantomima, danza y saltos. El circo tiene setenta pies de diámetro, y puede contener mil y quinientos espectadores. Las diversiones que en él se dan no son inferiores a las de Londres. Los directores, procurándose excelentes profesores en todos estos ramos, se han hecho dignos de toda la protección que reciben del público de Edimburgo. Dicho anfiteatro sirve también de escuela de montar, donde se enseñan a las señoras y caballeros los ejercicios de equitación.