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En viaje

De Salgar a Barranquilla. - La vegetación. - El manzanillo. - Cabras y yanquis. - La fiebre. - Barranquilla. - La brisa. La atmósfera, enervante. - El fatal retardo. - Preparativos. - El río Magdalena. - Su navegación. - Regaderos y chorros. - Los champanes. - Cómo se navegaba en el pasado. - El "Antioquía"- "Júpiter dementat..."- Los vapores del Magdalena. - La voluntad.- Cómo se come, y cómo se bebe. - Los bogas del Magdalena - Samarios y cartageneros.- El embarque de la leña. - El "burro".- Las costas desiertas.- Mompox.- Magangé.- Colombia y el Plata.

Un ferrocarril de corta extensión (veintitantas millas) une a Salgar con Barranquilla. Es de trocha angosta, y su solo aspecto me trae a la memoria aquella nuestra línea argentina que, partiendo de Córdoba, va buscando las entrañas de la América Meridional, que dentro de poco estará en Bolivia y en la que, viejos hemos de llegar hasta el Perú.

El breve trayecto de Salgar a Barranquilla. es pintoresco, no sólo por los espectáculos inesperados que presenta el mar que penetra audazmente al interior, formando lagunas cuya poca profundidad no las hace benéficas para el comercio, sino también por la naturaleza de la flora de aquellas regiones. A ambos lados de la vía se extienden bosques de árboles vigorosos, cuyo desenvolvimiento mayor veremos más tarde en las maravillosas riberas del Magdalena. Pero, la especie que más abunda es el manzanillo, que la Naturaleza, pródiga en cariños supremos para todo lo que se agita bajo la vida animal, ha plantado al borde de los mares, colocando así el antídoto junto al veneno. El manzanillo es aquel mismo árbol de la India cuya influencia mortal es el tema de más de una leyenda poética de Oriente. Su más popular reflejo en el mundo europeo es el disparatado poema de Seribe, que Mayerbeer ha fijado para siempre en la memoria de los hombres, adornándolo con el lujo de su inspiración poderosa. Debo decir desde luego que, desde el momento en que pisé estas tierras queridas del sol, la Africana suena en mis oídos a todo momento, sea en las quejas del Selika al pie de los árboles matadores, sea en sus cantos adormecedores, sea en el cuadro opulento de aquel Indostán sagrado donde el sol abrillanta la tierra.

Es un hecho positivo que el manzanillo tiene propiedades fatales para el hombre. Sus frutas atraen por su perfume exquisito, sus flores embalsaman la atmósfera, y su sombra, fresca y aromática, invita al reposo, como las sirenas fascinaban a los vagabundos de la Odisea. Los animales, especialmente las cabras, resisten rara vez a esa dulce y enervante atracción, se acogen al suave cariño de sus hojas tupidas y comen del fruto embalsamado. Allí se adormecen, y cuando al despertar sienten venir la muerte en los primeros efectos del tósigo, reúnen sus fuerzas, se arrastran hasta la orilla del mar y absorben con avidez las ondas saladas que les devuelven la vida. Se conserva el recuerdo de unos jóvenes norteamericanos que, echándose el fusil al hombro, resolvieron hacer a pie el camino de Salgar a Barranquilla. El sol quema en esos parajes y el manzanillo incita con su sombra voluptuosa, cargada de perfumes. Los jóvenes yanquis se acogieron a ella, unos por ignorancia de sus efectos funestos, otros porque, en su calidad de hombres positivos, creían puramente legendaria la reputación del árbol. No sólo durmieron a su sombra, sino que aspiraron sus flores y comieron sus frutos prematuros. Llegaron a Barranquilla completamente envene-nados, y si bien lograron salvar la vida, no fue sin quedar sujetos por mucho tiempo a fiebres intermitentes tenacísimas.

He aquí el enemigo contra el que tenemos que luchar a cada instante: la fiebre. La riqueza vegetal de aquellas costas, bañadas por un sol de fuego que hace fomentar los infinitos detritus de los bosques, la abundancia de frutas tropicales, a las que el estómago del hombre de Occidente no está habituado, los cambios rápidos de la temperatura, la falta forzosa de precaución, la sed inextinguible que origina una transpiración de la que aquel que vive en regiones templadas no tiene idea, la imprudencia natural al extranjero, son otros tantos elementos de probabilidad de caer bajo las terribles fiebres palúdicas de las orillas del Magdalena. Y lo más triste es que los preservativos toman todos, en aquel clima, caracteres de insoportables privaciones. Las frutas, el agua, las bebidas frías, todo lo que puede ser agradable al desgraciado que se derrite en una atmósfera semejante, es estrictamente prohibido por el amistoso consejo del nativo.

Llegamos a Barranquilla, pequeña ciudad de unas veinte mil almas, a la izquierda del Magdalena y sobre uno de sus brazos o caños, como allí llaman a las bifurcaciones inferiores del gran río. Barranquilla ha adquirido importancia hace poco tiempo, desde que, construido el ferrocarril que la liga con el mar, se ha hecho la vía obligada para penetrar en Colombia por el Atlántico, quitando, por consiguiente, todo el comercio y el tránsito a la vieja y colonial Cartagena y a Santa María. No tiene nada de particular su edificación, pues la mayor parte, casi la totalidad dé sus casas, tienen techo de paja y ofrecen la forma de lo que en nuestra tierra llamamos ranchos. Pero, indudablemente, ese pequeño progresa a la par de Colombia entera. Las calles todas son de una arena finísima y espesa, que levanta en torbellinos lo que allí llaman la brisa del mar, y que frecuentemente toma las proporciones de un verdadero vendaval. En cuanto a la temperatura, es insoportable. Un francés, M. Andrieux, que ha escrito para Le Tour du Monde una prolija descripción de sus viajes en Colombia, asegura que desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde no se ve en las calles de Barranquilla sino perros y alguno que otro francés que persiste en sostener la reputación de la Salamandra, que se les ha dado en El Cairo. Es un poco exagerado, pero el hecho es que se necesita una apremiante necesidad o una imprudencia infantil para aventurarse bajo aquel sol canicular que, reverberando en la arena blanca y ardiente, quema los ojos, tuesta el cutis y derrama plomo en el cerebro. Se espera la brisa con ansia, a pesar de los inconvenientes del polvo impalpable que se levanta en nubes. Todo el mundo anda en coche cuando se ve obligado a salir, y el pueblo tiene por vehículo un burrito microscópico, sobre el cual el jinete va sentado con los pies apoyados en el pescuezo y animándole con un pequeño palo cuya punta, ligeramente afilada, se insinúa con frecuencia en el anca escuálida del bravo y paciente cuadrúpedo.

El aspecto de la ciudad es análogo al de las colonias europeas en las costas africanas; pesa sobre el espíritu una influencia enervante agobiadora, y para la menor acción es necesario un esfuerzo poderoso. Desde que he pisado, las costas de Colombia, he comprendido la anomalía de haber concentrado la civilización nacional en las ultraplanicies andinas, a trescientas leguas del mar. La raza europea necesita tiempo para aclimatarse en las orillas del Magdalena y en las riberas que bañan el Caribe y el Pacífico.

Llegué a Barranquilla el 20 de diciembre a las tres y media de la tarde, en momentos en que partía para el alto Magdalena el vapor "Victoria", el mejor que surca las aguas del río. Fue entonces cuando comprendí todo el mal que me había hecho el retardo de cuatro días del "Saint-Simon", sin contar con la permanencia en la Guayra, que, en calidad de sufrimiento pasado, empezaba a debilitarse en la memoria, sobre todo ante la expectativa de lo que me reservaba el porvenir. Si el "Saint-Simon" hubiera llegado a Salgar el día de su itinerario, habríamos tenido tiempo sobrado de hacer en Barranquilla todos los preparativos necesarios, y embarcándonos en el "Victoria", nos hubiéramos librado de las amarguras sufridas en el Magdalena.

Porque los preparativos son una cuestión seria, que exige un cuidado extremo. Desde luego es necesario proveerse de ropas ligeras, además de una buena cantidad de vino y algunos comestibles, porque en las desiertas orillas del río no hay recursos de ningún género, y, por fin, que es lo principal, de un petate y un mosquitero. Petate significa estera, y el doble objeto de este utensilio es, en primer lugar, colocarlo sobre la lona del catre, por sus condiciones de frescura, y en seguida, sujetar bajo él los cuatro lados del mosquitero, para evitar la irrupción de zancudos y jejenes.

Perdido el "Victoria", tenía que esperar hasta el próximo vapor correo, que sólo salía el 30; es decir, diez días inútiles en Barranquilla. Supe entonces que el 24 salía un vapor extraordinario, pero cuyas condiciones lo hacían temible para los viajeros. Es necesario explicar ligeramente lo que es la navegación del río Magdalena, para darse cuenta de las precauciones que es indispensable tomar para emprenderla. Como no hago un libro de geografía ni pretendo escribir un viaje científico, siendo mi único y exclusivo objeto consignar simplemente mis recuerdos e impresiones en estas páginas ligeras, me bastará decir que el Magdalena, junto con el Cauca, forman uno de los cuatro grandes sistemas fluviales de la América del Sur, determinados por las diversas bifurcaciones de la cordillera de los Andes; los otros tres son: el Orinoco y sus afluentes, el Amazonas y los suyos, y por fin el Plata, donde se derraman el Uruguay y el Paraná. Todos los demás sistemas son secundarios. Los españoles, al descubrir los dos ríos que nacían, juntos y se apartaban luego para regar inmensas y feraces regiones y volvían a unirse poco antes de llegar al mar, para entregarle sus aguas confundidas, les llamaron Marta y Magdalena, en recuerdo de las dos hermanas del Evangelio; sólo predominé el nombre del segundo, mientras el primero conservó él bello y eufónico de Cauca, que los indios le habían dado. De ambos, el Magdalena es más navegable; pero aunque su caudal de agua es inmenso, sólo en las épocas de grandes lluvias no ofrece dificultad. La naturaleza de su lecho arenoso y movible, que forma bancos con asombrosa rapidez sobre los troncos inmensos que arrastra en su curso, arrebatados por la corriente a las orillas socavadas; su anchura extraordinaria en algunos puntos, que hace extender las aguas en lo que se llama regaderos, sin profundidad ninguna, pues rara vez tienen más de cuatro pies; la variación constante de la dirección de los canales, determinada por el movimiento de las arenas de que he hablado antes; los rápidos, violentos, llamados chorros, donde la corriente alcanza hasta catorce y quince millas; he ahí, y sólo consigno los principales, los inconvenientes con que se ha tenido que luchar para establecer de una manera regular la navegación del Magdalena, única vía para penetrar al interior. Hasta hace treinta años, el río se remontaba por medio de champanes; esto es, grandes canoas sobre cuya cubierta pajiza los negros bogas, tendidos sobre los largos botadores que empujaban con el pecho, conducían la embarcación por la orilla, en medio de gritos, denuestos y obscenidades con que se animaban al trabajo. El viaje, de esta manera., duraba en general tres meses, al fin de los cuales el paciente llegaba a Honda, con treinta libras menos de peso, hecho pedazos por los mosquitos, hambriento y paralizado por la inmovilidad en una postura de ídolo azteca. El general Zárraga, uno de los ancianos más honorables que he conocido y padre del doctor Simón Zárraga, que ha hecho de la tierra argentina su segunda patria, me contaba en Caracas, que en 1826, siendo ayudante de Bolívar, fue enviado por el Libertador a la costa para conducir a Bogotá dos caballeros franceses que venían en misión diplomática cerca de él. Uno de ellos era el hijo del famoso duque de Montebello. Cuando supieron que era necesario entrar al champan, tenderse en el fondo, en la misma actitud de un cadáver, y permanecer así durante dos o tres meses, uno de los diplomáticos inició una enérgica resistencia, que Montebello sólo pudo vencer recordando el deber y la necesidad. Después de haber hecho ese viaje, cada vez que un anciano me refiere haberlo llevado a cabo en su juventud, y no pocas veces en champan, lo miro con el respeto y la veneración con que los italianos jóvenes de 1831 debían saludar a Maroncelli, cruzando las calles sobre su pierna de palo, o al pálido Silvio Pellico, con el sello de sus diez años de Spiélberg grabado en la frente.

Ahora será fácil comprender la importancia que tiene la elección del vapor en que se debe tentar la aventura. Se necesita un buque de poco calado, para no vararse, y de mucha fuerza para vencer los chorros. El "Victoria" tenía todas esas condiciones, pero... El que salía el 24 era nada menos que el "Antioquía", el barco más pesado, más grande y de mayor calado que hay en el río. Todo el mundo nos aconsejaba no tomarlo, hasta que se supo, y me lo garantizó el empresario, que el "Antioquía" sólo remontaría el Magdalena durante cuatro días, siendo transbordados sus pasajeros al "Roberto Calixto", vapor microscópico y muy veloz, que nos permitiría llegar a Honda en el término de todo viaje normal, esto es, ocho o nueve días. Con estas seguridades, reforzadas por la orden que llevaba el "Victoria" de que así que llegase a Honda volviese en nuestra busca, y animado por la ventaja de ganar los cinco días que me habría sido necesario esperar para tomar el vapor del 30, resolví bravamente el embarco en el "Antioquía". Júpiter quería perderme, sin duda, y me enloqueció en ese momento. Dos pasajeros tan sólo se animaron a seguirnos: un joven de Bogotá y el profesor suizo que hacía su estreno en América, de tan peregrina manera.

Es necesario no olvidar que, cuando hablo de los vapores del Magdalena, me refiero a una clase de buques de los que no se tiene idea en nuestro país, donde los ríos navegables son profundos. En primer lugar, no tienen quilla, y su fondo presenta el mismo aspecto que el de las canoas; luego, tienen tres pisos, abiertos a todos los vientos y sostenidos en pilares. El primero forma la cubierta propiamente dicha y es donde están todos los aparejos del buque: la máquina, las cocinas, la tripulación y sobre todo la leña. Arriba, viene el sitio destinado a los pasajeros, los camarotes, que nadie ocupa sino las señoras, quienes, para evitarse dormir al aire libre, al lado de los masculinos, se asan vivas en las cabinas; el comedor, etc. En el techo de esta sección, la cámara del capitán, con vista a todas direcciones, y arriba, allá en la cúspide, como un mangrullo de nuestra frontera, como un nido en la copa de un álamo, la casucha del timonel, donde el práctico, fijos los ojos en las aguas, para adivinar el fondo de sus arrugas, dirige el barco y tiene en sus manos la suerte de los que van dentro. Toda esta maquina se mueve por medio de un propulsor que sale de los sistemas conocidos de la hélice y de las ruedas laterales; las ruedas van atrás del buque, girando sobre un eje fijo a un metro de la popa; así, el barco concluye, en su parte posterior, en una pared lisa, perpendicular a las aguas, donde éstas se estrellan ruidosas, cuando las potentes paletas las agitan.

El "Antioquía", además de los inconvenientes que antes mencioné, tiene el de llevar sus ruedas a los costados; éstas, además de producir un fragor que haría creer se va navegando en una catarata movible, impiden, por las oscilaciones que imprimen al buque en los pasajes difíciles, que éste se sobe en los regaderos, esto es, que se deslice sobre las arenas.

Además, la mitad de la enorme caldera llega a la cubierta de pasajeros y el comedor está situado precisamente encima de las hornallas. Agréguese que el vapor es de carga, que no hay baño bordo, que el servicio es detestable, y se tendrá una idea del simpático esquife que se deslizaba por el caño de Barranquilla en busca del ancho Magdalena.

Debo decir, en honor de mi profético corazón, como diría Hamlet, que la primera impresión me hizo entrever el negro porvenir. Pero la suerte estaba echada y la voluntad, serena y persistente, velada para impedir todo desfallecimiento. Apenas salimos del caño y entramos en el brazo principal del río, ancho, correntoso, soberbio, nos amarramos a la orilla. para esperar las últimas órdenes de la agencia.

Fue allí, durante aquellas seis o siete horas cuando comprendí la necesidad de echar llave a mí estómago y olvidar mis gustos hasta nueva orden. La comida que se sirve en esos vapores es muy mala para un colombiano, pero para un extranjero, es realmente insoportable. En primer lugar, se sirve todo a un tiempo, incluso la sopa, eso es, un plato de carne, generalmente salada, y cuando es fresca, dura como la piel de un hipopótamo, una fuente de lentejas o frejoles, y plátanos cocidos, asados, fritos, en rebanadas... véase el hotel Neptuno. Cuando todo se ha enfriado, la campana llama a la mesa, y entonces empieza la lucha más terrible por la existencia de las que ofrece el vasto cuadro de la creación animal. De un lado, la necesidad imperiosa, brutal, de comer; del otro, el estómago que se resiste, implora, se debate, auxiliado por e1 reflejo de la caldera que eleva la temperatura hasta el punto de asar una ave que se atreviese a cruzar esa atmósfera. Los sirvientes parecen salidos de las aguas y no enjugados; las ruedas, que están contiguas, hacen un ruido infernal, que impide oír una palabra, la sed devoradora sólo puede aplacarse con el agua tibia o el vino más caliente aún... ¡Imposible! Se abandona la empresa, y cuando la debilidad empieza a producir calambres en el estómago, se acude al brandy, que engaña por el momento, pero al que se vuelve a apelar así que ese momento ha pasado.

Allí también empecé a estudiar la curiosa organización de los bogas del Magdalena, que sirven de marineros en los vapores, contratados especialmente para cada viaje. La mayor parte son negros o mulatos, pero los hay también catires (blancos) cuya tez cobriza, sombreada por la fuerza de aquel sol, es más oscura que la de nuestros gauchos. Así que se embarcan, son divididos en dos secciones, samarios y cartageneros, esto es, de Santa Marta y de Cartagena, no respondiendo al punto originario de cada uno, sino por las mismas razones que en los buques de ultramar, en obsequio del servicio interior, hacen separar a la tripulación en la banda de babor y en la de estribor. La resistencia de aquellos hombres para los trabajos agobiadores que se les imponen, especialmente bajo ese clima, su frugalidad increíble, la manera cómo duermen, desnudos, tirados sobre la cubierta, insensibles a los millares de mosquitos que los cubren; su alegría constante, su espontaneidad para el trabajo, me causaba una admiración a cada instante creciente. La más dura de sus tareas es el embarque de la leña. Ningún vapor del Magdalena navegaba a carbón; los bosques inmensos de sus orillas dan abundante combustible desde hace treinta años, y la mina está lejos de agotarse. La leña se coloca en las orillas desiertas, el buque se acerca, amarra a la costa y toma el número de burros que necesita. El burro es la unidad de medida y consiste en una columna de astillas, a la altura de un hombre, que contiene, poco más o menos, setenta trozos de madera de 75 centímetros de largo. Me llamó la atención que cada burro costase un peso fuerte, pero me expliqué ese precio exorbitante donde la leña no vale nada, por la escasez de brazos. Aquellas tierras espléndidas, que hacen brotar a raudales de su seno cuanto la fantasía humana ha soñado en los cuadros ideales de los trópicos, podrían ser llamadas, en antítesis a la frase de Alfieri, e1 suelo donde el hombre nace más débil y escaso. A todo lo largo del río no se encuentran sino pequeñas y miserables poblaciones, donde las gentes viven en chozas abiertas, sin más recurso que un árbol de plátanos que los alimenta, una totuma, cuyas frutas, especie de calabazas, les suministra todos los utensilios necesarios para la y uno o dos cocoteros. Los niños, desnudos, tienen el vientre prominente, por la costumbre de comer tierra. El pescado es raro, el baño desconocido, por los feroces caimanes; la vida en una palabra, imposible de comprender para un europeo. Los pocos blancos que he observado en la costa, tienen un color lívido, terroso, y parecen espectros ambulantes. Las fiebres los han consumido. Los pueblos que hay sobre el río, aun los más importantes: Mompox, famoso en la vida colonial como en las luchas de la Independencia; Magangé, cuyas célebres ferias extienden su fama a lo lejos, están estacionarios eternamente, mientras el río carcome la tierra sobre la que se apoyan. ¿Qué vale esa feracidad maravillosa, si el clima no permite el desenvolvimiento de la raza humana que debe explotarla? Mientras mis ojos, miran con asombro el cuadro deslumbrante de aquel suelo y el espíritu observa tristemente que esa grandeza no es más que una mortaja tropical. Así, Colombia se refugia en las alturas, lejos, muy lejos del mar y de la Europa, tras los riscos escarpados que dificultan el acceso y trata de hacer allí su centro de civilización. La poesía la ha bañado con su luz en el momento de la última formación geológica del mundo, mientras las tierras que baña el Plata parecen haber surgido bajo el golpe del caduceo de Mercurio. Allí, las llanuras, la templanza del clima, la proximidad del mar, el contacto casi inmediato con los centros de civilización; aquí, la muerte en las cosas, el aislamiento en las alturas. Bendigamos el azar que tan benéfico nos fue en el reparto americano, que nos dio las regiones cálidas donde el sol dora el café y empapa las fibras de la caña, los campos donde el trigo brota robusto y abundante, las faldas andinas que la vid trepa juguetona y vigorosa, los cerros que tienen venas de oro y carne de mármol, y por fin las pampas fecundas que se extienden hasta el último punto al Sur del mundo que el hombre habita. Bendigamos esa fortuna, pero que el orgullo de nuestro progreso no nos impida mirar con respeto profundo los esfuerzos generosos que hacen nuestros hermanos del Norte por alcanzarlo, venciendo a la Naturaleza, espléndida y terrible como una virgen salvaje.

Una hipótesis filológica! - La vida del boga y sus peligros. Principio del viaje. - Consejos e instrucciones. - Los vapores. - Las chozas. - Aspecto de la Naturaleza. - Las tardes del Magdalena. - Calina soberana. - Los mosquitos. - La confección del lecho. - Baño ruso.- El sondaje. - Días horribles. - Los compañeros de a bordo. - ¡Un vapor! - Decepción. - Agonía lenta. - ¡Por fin! - El Montoya. - Los caimanes. - Sus costumbres. - La plaga del Magdalena. - Combates. - Madres sensibles. - Guerra al caimán.

Me inclino a creer que el nombre de burro dado a la unidad de medida de la leña, respondía al principio, a la cantidad de la misma que uno de esos simpáticos animales podía cargar. En. cuanto a la de hoy, no hay burro que pudiera moverse bajo uno de sus homónimos.

Un vapor cualquiera en el Magdalena gasta de cuarenta a cincuenta burros de leña diarios; el "Antioquía" consume el doble, pero en cambio anda la mitad menos que los demás. Es, pues, muy dura la vida de los marineros a bordo del insaciable vapor, que cada dos horas se arrima a la orilla, se amarra fuertemente para poder resistir a la corriente que lo arrastra y empieza a absorber leña con una voracidad increíble. Cuando la operación se, practica en las deliciosas horas de la mañana, los pobres bogas saltan de contento; pero repetida durante el día con frecuencia, en aquella atmósfera incandescente, bajo un sol del que en nuestras regiones es difícil formar idea, constituye un martirio real. Una larga plancha une al buque con la orilla, a guisa de puente. Los marineros, desnudos de medio cuerpo, con una bolsa sujeta en la cabeza cayéndoles sobre la espalda como un inmenso capuchón, bajan a tierra, reciben en el espacio comprendido entre el cuello, el hombro y el brazo izquierdo una cantidad increíble de astillas, las sujetan con una cuerda amarrada en la muñeca de la mano libre, y cediendo bajo el peso, trepan laboriosamente al vapor y arrojan su carga junto a las hornallas. Los que alimentan éstas se llaman candeleros, por una curiosa analogía. A veces el río ha crecido y los depósitos de leña se encuentran bajo las aguas, teniendo los bogas que trabajar con la mitad del cuerpo sumergido. Rara es la ocasión, cuando trabajan en seco, que no se interrumpan para matar las víboras sumamente venenosas que se ocultan entre la leña. Pero, cuando ésta se encuentra bajo el agua, no tienen defensa, estando además expuestos a las picaduras de las rayas...

Por fin, despachados, nos pusimos en movimiento. Empezaba el duro viaje bajo una sensación compleja que mantenía mí espíritu en esa inquietud nerviosa que precede a un examen en la adolescencia, a un duelo en la juventud, a un momento largamente esperado, en todas las edades. En primer lugar, una curiosidad vivaz y ardiente: luego, la idea de que cada hora de marcha me alejaba tres de la patria, y aparte de los estremecimientos del cuerpo por los martirios físicos que entreveía, graves preocupaciones que respondían a mi posición oficial, que no tiene nada que ver con estas páginas íntimas.

Así que supieron nuestra posición y destino, algunos pasajeros que iban a puntos próximos, me dejaron ver una franca y sincera conmiseración. Uno de ellos, caballero colombiano, perfectamente culto y cortés, como todos los que he encontrado en mi camino, me preguntó, inquieto, si yo tenía noticia de lo que era la navegación del Magdalena, y cómo, en caso afirmativo, había cometido la chambonada de embarcarme en el "Antioquía". "Porque ha de saber usted - prosiguió -, que cada uno de los vapores que recorren el río desde Barranquilla a Honda, tiene su reputación particular, sus condiciones propias, perfectamente conocidas de todo el mundo. Así, yo no me embarcaría en el, "Antioquía" ni en el "Mosquera" por nada del mundo, si tuviera que hacer un viaje largo. Para eso tenemos el "Victoria", el "Montoya", el "Inés Clarke", el "Stephenson", "Clarke", cuyo silbato le ha merecido el popular apodo de "Qui-qui-ri-quí", el "Roberto Calixto", etcétera. Esos pasan siempre, aun sobre los regaderos más terribles, a causa de su poco calado; y en los chorros, con un simple cable están del otro lado. En cuanto al transbordo que les han prometido, le confieso que no tengo esperanzas, porque aquí los directores proponen y el río dispone. Ya está usted embarcado y no hay remedio; prepárese a pasar días, muy duros, no tome agua pura, no coma frutas, no abuse del brandy y trate de tener el espíritu sereno".

Las últimas recomendaciones, especialmente aquella que debía apartarme del brandy, mi único alimento, y la que me imponía la serenidad intelectual, eran tan difíciles de cumplir como fáciles de hacer.

Me preparé lo mejor que pude a afrontar el porvenir y puse en juego todos los resortes de mi energía.

No me fatigaré recordando, uno a uno, los puntos donde el vapor se detuvo durante los tres primeros días, fuese para tomar la eterna leña, fuese para pasar allí la noche. He dicho ya, y lo repito, que las orillas del Magdalena presentan un aspecto esencialmente primitivo; los pequeños caseríos que se encuentran, no dan la más ligera idea de la vida civilizada. En chozas abiertas a todos los vientos viven hacinados, padres, hijos, mujeres, hombres y animales muchas veces. Los niños, corriendo por las márgenes, completamente desnudos, tienen un aspecto salvaje. No hay allí recursos de ninguna clase; muchas veces he bajado, y viendo huevos frescos, he querido adquirirlos a cualquier precio. Con una calma desesperante, con apatía increíble, contestan: "No son para vender", y es necesario renunciar a toda insistencia, porque el dinero no tiene atractivo para esa gente sin necesidades.

La Naturaleza cambia lentamente a medida que avanzamos: al principio, el río, ancha y majestuoso, corre entre orillas de un verde intenso, pero la vegetación, si bien tupida y exuberante, no alcanza - las proporciones con que empieza a presentarse a nuestros ojos. A la izquierda, vemos el cuadro inimitable de la Sierra Nevada. Sus picos, de un blanco intenso e inmaculado, se envuelven al caer la tarde en una nube rosada de indecible pureza. A Occidente, el espacio, libre de montañas, nos deja ver las puestas de sol más maravillosas que he contemplado en mi vida.

Imposible describir ese grupo de nubes incandescentes y atormentadas, con sus franjas luminosas como una hoguera, su fondo de un dorado pálido, inmóviles sobre el horizonte, disolviendo su forma y su color con una lentitud que hace soñar. Todos los tonos del iris se reproducen allí, desde el violeta profundo, que arroja su nota con vigor sobre el amarillo transparente, hasta el blanco que hiere la pupila interrumpiendo la serenidad del azul intenso de los cielos. Nunca, lo repito, me fue dado contemplar cuadro tan soberanamente bello, ni aun en medio del Océano, cuando se sigue al sol en su descenso, formando uno de los vértices de aquel triángulo, glorioso de Chateaubriand, ni aun entre las gargantas de los Andes, sobre las que cae la noche con asombrosa rapidez y qué quedan envueltas en la sombra, mientras las cumbres vecinas brillan bajo los rayos del sol, lejano aun de dar su adiós a nuestro hemisferio.

¡Qué calma admirable la que sucede a ese instante solemne! La Naturaleza parece recogerse para entrar en la región serena del sueño. El río sigue corriendo silenciosamente; en los bosques impenetrables de la orilla, donde el buque acaba de detenerse, no se oyen sino los apagados silbidos melódicos del turpial que llama a su compañero; hasta las enormes y vistosas guacamayas, con su plumaje irisado, llegan en silencio y buscan entre las ramas el nido que pende de la copa de un inmenso caracolí, mecido por las lianas que lo sujetan. De tiempo en tiempo, el rumor de un eco en el interior de la selva, y luego de nuevo la paz callada extendiendo su imperio sobre todo lo creado...

La suave y deliciosa quietud dura poco; un ejército invisible avanza en silencio, y un instante después se sienten picaduras intensas en las manos, la cara, en el cuerpo mismo al través de las ropas. Son los terribles mosquitos del Magdalena que hacen su temida aparición. No corre un hálito de aire, y es necesario buscar un refugio, a riesgo de sofocarse, contra aquellos animales, que en media hora más os postrarían bajo la fiebre. He ahí uno de los momentos de mayor sufrimiento. Se tiende el catre en cubierta, y sobre él, un espeso mosquitero, cuyos bordes se sujetan bajo la estera que sirve de colchón. En seguida, con precauciones infinitas, se desliza uno dentro de aquel horno, teniendo cuidado de ser el único habitante de la región comprendida entre el petate y el ligero lienzo protector. Luego, se enciende una panetela de puro Ambalema, cigarro de una forma. análoga a los de pajita y hecho del exquisito tabaco que se encuentra en el punto indicado y que, en la categoría jerárquica, viene inmediatamente después del de la Habana. Allí empieza un indescriptible baño ruso; el calor sofocante, pesado, mortal, aleja el sueño e impide a la imaginación esos viajes maravillosos que suelen compensar el insomnio y a los que excita allí la bella y serena majestad de la noche.

A la mañana siguiente, apenas apunta el alba, de nuevo en camino. A la hora de marchar se oye la campana del práctico, la máquina se detiene y los contramaestres a proa comienzan a sondar. El "Antioquía" necesita para pasar, cinco pies y medio, por lo menos. Nos precipitamos todos ansiosos a proa y tendemos ávidamente el oído a los gritos de los sondeadores: "¡No hay fondo!" ¡Nueve pies! ¡Ocho escasos! ¡Seis largos! Las fisonomías empiezan a oscurecerse, ¡Seis fallos! ¡Malo, malo! ¡Cinco pies y medio! El buque empieza a sobarse, esto es, a deslizarse lentamente sobre la arena y de pronto se detiene. ¡Para atrás! Desandamos lo andado, hacemos una, dos, tres nuevas tentativas: ¡inútil! El río se ha cegado de una manera extraordinaria, y el canal debe haber variado de dirección con el movimiento de las arenas. De nuevo a la costa y a amarrar. El práctico toma una canoa, y se lanza a buscar pacientemente el paso por medio de sondajes.

¡Qué días horribles aquellos, en que, arrimados a la orilla, con el sol tropical cayendo a plomo, sin el mas leve movimiento del aire y bajo una temperatura que a la sombra alcanzaba a 38 y 39 grados centígrados, vagábamos desesperados, sin un sitio donde ampararnos, tostados por la irradiación de la caldera transpirando a raudales, con el rostro abrasado, los ojos saltados, la sangre agitada... y sin más, recurso que un caso de agua tibia con panela o brandy! Nunca se me borrará el recuerdo de aquellas horas que no creía pudiera soportar el cuerpo humano.

Los días se sucedían en esa agradable existencia, sin que el pequeño vapor que debía transbordaron, y arrancarnos de aquel infierno, dejase ver sus hamos en el horizonte. Habíamos avanzado algo, gracias a la habilidad del práctico que logró encontrar un pequeño pase, pero fue para detenernos un poco más arriba de Barrancas Bermejo, donde definitivamente nos amarramos con cadenas a los troncos enormes de la orilla, se apagaron los fuegos y quedamos a la gracia de Dios. Así estuvimos tres días. Los pocos pasajeros a quienes tan ruda jornada había tocado, éramos, como creo haberlo dicho ya, el profesor suizo, un joven de Bogotá, García Mérou y yo. Además, venía una rarísima mujer, colombiana, de buena familia, pero que en Francia habría pasado por tener una colección de arañas au plafond. No salía para nada de su camarote, y a veces entreveíamos su cara, horrible y roja por el calor, asomarse a la puerta respirar un momento y volver al antro. Volví a encontrarla más tarde a poca distancia de Honda; había emprendido a pie el camino de Bogotá, y me costó un triunfo hacerle aceptar lo necesario para procurarse una mula.

- ¡Un vapor, un vapor!- gritó azorado un muchacho, señalando, detrás de un recodo del río, una débil columna de humo que se dibujaba en el azul transparente del cielo. Fue una revolución a bordo; en vano procuré detener al suizo, explicándole que, aun cuando el buque anunciado fuera el que con tanta ansia esperábamos, tendríamos un día y medio o dos que pasar en aquel punto, mientras se hacía el transbordo de las mercaderías. ¡En vano! El suizo se había precipitado a su camarote y hacía sus maletas con una velocidad increíble... El vapor apareció; pero como todos tienen un corté igual, es necesario esperar a oír el silbato para distinguirlos.

¿Sería el "Victoria"? ¿Sería el "Calixto"? En ambos casos estábamos salvados. Algo como la tos prolongada de un gigante resfriado, algo como debe ser el quejido de una foca, a la que arrebatan sus chicuelos, llegó a nuestros oídos, y todos los muchachos del servicio de a bordo gritaron en coro: ¡El "Montoya"! Es necesario saber que siendo el "Montoya" de la misma compañía y teniendo nosotros la bandera a media asta en popa, lo que era pedirle se detuviera, éranos lícito regocijarnos en la esperanza del transbordo.

En un instante el "Montoya", deslizándose sobre las aguas a favor de la corriente, con una velocidad de 15 a 16 millas por hora, llegó a nuestro lado y manteniéndose sobre la máquina, entabló correspondencia. Transbordo imposible. Cargado hasta el tope de bultos de quina. "Victoria" viene atrás. Y de nuevo en marcha, perdiéndose en el primer recodo del río, haciéndome oír, como una carcajada su antipático silbido. Nos miramos a las caras: nunca he visto la desesperación más profundamente marcada en rostros humanos.

¿A qué insistir en la agonía de aquellos días como no he pasado, como no volveré a pasar jamás semejantes en la vida? Hacía dos semanas que estábamos en el "Antioquía", con la mirada invariable al Norte, esperando siempre, cuando la misma tos de gigante resfriado, el mismo quejido de foca desolada, se hizo oír al Sur. Era el "Montoya", que había tenido tiempo de llegar hasta cerca de Barranquilla, dejar su carga en un puerto y tomar los pasajeros del "Confianza" que, temeroso de la suerte del "Antioquía", no se atrevía a remontar el río. Esta vez respiramos libremente, y una hora después estábamos en la cubierta del "Montoya", en cuyo centro una gran mesa, cargada de rifles, escopetas, Remingtons, anteojos y rodeada de cómodas sillas, nos produjo la sensación de encontrarnos en el seno del más refinado sibaritismo.

Los grandes sufrimientos del viaje habían pasado. El "Montoya" era un vapor chico, pero, limpio, más fresco que el "Antioquía", y aunque él inmenso número de pasajeros que venían en él, nos impidió tener camarotes, esto es, un sitio lavarnos y mudarnos, era tal la satisfacción de poder continuar el viaje, que no nos hizo mayor extorsión la toilette obligada al aire libre y un poco en común.

Había una colección completa de pasajeros, gente agradable en su mayor parte. Senadores y diputados, que iban a Bogotá a la apertura del Congreso, jóvenes ingenieros americanos a los trabajos de los ferrocarriles de la Antioquía, uno de los cuales, hombre robusto, sin embargo venía doblado por la fiebre palúdica contraída en el viaje; negociantes franceses e ingleses; touristes de vuelta y, por fin, la familia entera del ministro inglés, compuesta de su señora, tres niños, dos jóvenes maids inglesas, chef, maître d´hôtel ¡qué sé yo! La armonía, las buenas amistades, se entablaron pronto, y sólo entonces empecé realmente a gozar de las bellezas indescriptibles de aquella Naturaleza estupenda.

Pasábamos el día guerreando a muerte con los caimanes. No he hablado aun de esos huéspedes característicos del Magdalena, porque, durante mi inolvidable permanencia en el "Antioquía", creo no haberles dispensado una mirada.

Es el alligator, el cocodrilo del Nilo y de algunos ríos de la India, el yacaré de los nuestros, pero de dimensiones colosales. Parecíame una exageración la longitud de cinco a seis metros que asigna a algunos un viajero francés, M. André; pero, después de haber observado millares de caimanes, puedo asegurar que, en realidad, hay no pocos que alcanzan ese enorme tamaño. He visto a algunos cruzar lentamente las aguas del río; vienen precedidos de una nube constante de peces saltando, fuera del agua, como en el mar, a la aproximación de un tiburón o de una tintorera. Pero, en general, sólo se les ve en las playas arenosas que deja el río en descubierto cuando desciende.

Están tendidos en gran número: he contado hasta sesenta en un pedazo de playa que no tendría más de unos cien metros cuadrados Inmóviles como si se hubieran desprendido de la cornisa de un templo egipcio, mantienen la boca abierta cuan grande es, hacia arriba. En esa posición, la boca forma un ángulo cuyos lados no tienen menos de medio metro. Los he visto permanecer así durante horas enteras; el olor nauseabundo de su aliento atrae los mosquitos que se aglomeran por millones sobre la lengua; cuando una fournée está completa, el caimán cierra las fauces con rapidez, absorbe los inocentes visitantes, y de nuevo presenta al espacio el temible e inmundo ángulo...

El caimán es la plaga del Magdalena; cuando algún desgraciado boga, bañándose o cayendo de su canoa, ha permitido a uno de esos monstruos probar el perfume de la carne humana, la comarca entera tiembla ante el cebado; anfibio como es, salta a la playa, se desliza por las arenas con las que confunde su piel escamosa y pasa horas enteras acechando a un niño o a una mujer. ¡Cuántas historias terribles me contaban en el Magdalena de las luchas feroces contra el caimán, del valor salvaje de los bogas que, semejantes a nuestros indios correntinos, se arrojan al río con un puñal y cuerpo a cuerpo vencen! A su vez, el caimán suele ser sorprendido en sus siestas de la playa por los tigres y pumas de los bosques vecinos. Entonces se traba una lucha admirable, como aquellas que los romanos, los hombres que han gozado más sobre la tierra, contemplaban en sus circos. El caimán es generalmente vencedor, pues su piel paquidérmica lo hace invulnerable a la garra y al diente del agresor. Pero lo que un tigre no puede, lo consigue una vaca o un novillo; cuando éstos atraviesan a nado el río pasando, en el bajo Magdalena, del Estado de Bolívar al que lleva el nombre del río, y que ocupa la margen derecha, o viceversa, si el caimán los ataca, levantan un poco la parte anterior del cuerpo y hacen llover sobre el agresor una lluvia de "puñetazos" con sus córneas pezuñas, que lo detiene, lo atonta y acaba por ponerlo en fuga ...

Se ha hecho el cálculo que si todos los huevos de bacalao que anualmente ponen las hembras de esos antipáticos animales, se consiguieran, la sección entera del Atlántico comprendida entre la América del Norte y la Europa, se convertiría en una masa sólida. Otro tanto podría suceder en el Magdalena con los caimanes.

El caimán es ovíparo; la hembra pone una inmensa cantidad de huevos, grandes y duros como piedra, que entierra entre la arena. Llegada la época conveniente, la sensible madre se coloca con la enorme boca abierta al lado del sitio que empieza a escarbar; los pequeñuelos que ya han abandonado la cáscara, saltan a medida que se despeja la arena que los cubría. Unos dan el brinco directamente al río; otros, pergeños ignorantes de las costumbres de su raza, saltan de lado a la enorme boca que los recibe y engulle en un segundo. Se calcula que la caimana se come la mitad de sus hijos. Luego, la piedad maternal la invade, y semejante a la Niobe antigua, deja correr dos lágrimas por sus hijos tan prematuramente muertos. ¡Una vez en el agua, reúne la prole salvada y no hay madre más cariñosa!

¡Qué odio por el caimán! ¡Con qué alegría los bogas marineros, descubriendo con su mirada avezada una turba de cocodrilos sobre un arenal lejano, nos daban el grito de alerta! Cada uno toma su fusil, elige su blanco y a un tiempo se hace fuego. Las armas que se emplean son carabinas Remington, Spencer, Winchester, etcétera. Nada resiste a la bala; el caimán, herido, abre la boca más grande aún, si es posible, que cuando se ocupa en cazar mosquitos, levanta la cabeza, la sacude frenético y se arrastra, muchas veces moribundo y cubierto de heridas - pues la lentitud de sus movimientos permite hacerle fuego repetidas veces -, para ir a morir en el seno de las aguas o en su cueva misteriosa.

Angostura. - La naturaleza salvaje y espléndida. - Los bosques vírgenes, - Aves y micos. - Nare. - Aspectos. - Los chorros. - El "Guarinó". - Cómo se pasa un chorro. - El capitán Maal. - Su teoría. - El "Mesuno". La cosa apura. - Cabo a tierra. - Pasamos. - Bodegas de Bogotá. - La cuestión mulas. - Recepción afectuosa. - Dificultades con que lucha Colombia. - La aventura de M. André.

¡Qué espectáculo admirable! Entramos en la sección del río, llamada Angostura. El enorme caudal de agua, esparcido antes en extensos regaderos, corre silencioso y rápido entre las dos orillas que se han aproximado como esperando a que las flotantes cabelleras de los árboles que las adornan confundan sus perfumes. Jamás aquel "espejo de plata, corriendo entre marcos de esmeralda" del poeta, tuvo más espléndido reflejo gráfico. Se olvidan las fatigas del viaje, se olvidan los caimánes y se cae absorto en la contemplación de aquella escena maravillosa que el alma absorbe mientras el cuerpo goza con delicia de la temperatura que por momentos se va haciendo menos intensa.

Sobre las orillas, casi a flor de agua, se levanta una vegetación gigantesca. Para formase una idea de aquel tejido vigoroso de troncos, parásitos, lianas, enredaderas, todo ese mundo anónimo que brota del suelo de los trópicos con la misma profusión que los pensamientos e ideas confusas en un cerebro bajo la acción del opio, es necesario traer a la memoria, no ya los bosques seculares del Paraguay o del Norte de la Argentina, no ya la India misma con sus eternas galas, sino aquellas riberas estupendas del Amazonas, que los compañeros de Orellana miraban estupefactos como el reflejo de otro mundo desconocido a los sentidos humanos.

¿Qué hay adentro? ¿Qué vida misteriosa y activa se desenvuelve tras esa cortina de cedros seculares, de caracolíes, de palmeras enhiestas y perezosas, inclinándose para dar lugar a que las guadúas gigantescas levanten sus flexibles tallos, entretejidos por delgados bejuquillos cubiertos de flores? ¡Qué velo nupcial para los amores secretos de la selva! ¡Sobre el oscuro tejido se yergue de pronto la gallarda melena del cocotero, con sus frutos apíñados en la cumbre, buscando al padre sol para dorarse; el mango presenta su follaje redondo y amplío, dando sombra al mamey, que crece a su lado; por todas partes cactos multiformes, la atrevida liana que se aferra al coloso jugueteando las mil fibrillas audaces que unen en un lazo de amor a los hijos todos del bosque, el ámbar amarillo, la pequeña palma que da la tagua, ese maravilloso marfil vegetal, tan blanco, unido y grave, como la enorme defensa del rey de las selvas indias!

¡He ahí por fin los bosques vírgenes de la América, cuyo perfume viene desde la época de la conquista embalsamando las estrofas de los poetas y exaltando la soñadora fantasía de los hijos del Norte! ¡Helos ahí en todo su esplendor! En su seno, los zainos, los tapiros, los papuares, hacen oír de tiempo en tiempo sus gritos de guerra o sus quejidos de amor. Junto a la orilla, bandadas de micos saltan de árbol en árbol, y suspendidos de la cola, en posturas imposibles, miran con sus pequeños ojos candescentes, el vapor que vence la corriente con fatiga. Los aires están poblados de mosaicos animados. Son los pericos, los papagayos, los guacamayos, la torcaz, el turpial, las aves enormes y pintadas, cuyo nombre cambia de legua en legua, bulliciosas todas, alegres, tranquilas, en la seguridad de su invulnerable independencia.

La impresión ante el cuadro no tiene aquella intensidad soberana de la que nace bajo el espectáculo de la montaña; el clima, las aguas, la verdura constante, el muelle columpiar de los arboles, dan un desfallecimiento voluptuoso, lánguido y secreto; como el que se siente en las fantasías de las noches de verano, cuando todos los sensualismos de la tierra vienen a acariciarnos los párpados entreabiertos...

Henos en la pequeña población de Nare, punto final de los compañeros de viaje que se dirigen hacia Medellín, la capital del Estado de Antioquía. Allí nos despedimos al caer la tarde, después de haberlos depositado en un sitio llamado bodegas, para llegar al cual hemos tenido que remontar por algunas cuadras el pintoresco río Nare, afluente del Magdalena. Nos saludan haciendo descargas al aire con sus revólveres, y luego trepan la cuesta silenciosos, pensando sin duda en los ocho días de mula que les faltan para llegar a destino.

El aspecto de la naturaleza cambia visiblemente, revelando que nos acercamos a la región de las montañas. La roca eruptiva presenta sus lineamientos rojizos o grises en los cortes de la orilla, y la vegetación se hace más tosca. Las riberas se alzan poco a poco, y pronto, navegando en lechos profundamente encajonados, nos damos cuenta, por la extraordinaria velocidad de la corriente, de que las aguas corren hacia el mar sobre un plano inclinado. Estamos en la región de los chorros, o rápidos.

Para explicarse las dificultades de la ascensión, basta recordar que la ciudad de Honda, de la que estamos a pocas horas, situada en la orilla izquierda del Magdalena, está a 210 metros sobre el nivel del mar. Tal es la inclinación del lecho del río, inclinación que no es regular y constante, pues en el punto en que nos encontramos, ej. descenso de las aguas es tan violento, que su curso alcanza a veces a dieciséis y dieciocho millas por hora.

He aquí el chorro de Guarinó, el más temido de todos por su impetuosidad. Se hacen los preparativos a bordo, y el capitán Maal, nuestro simpático jefe, redobla su actividad, si es posible. Es un viejo marino, natural de Curacao; tiene en el cuerpo treinta años de navegación del Magdalena. Está en todas partes, siempre de un humor encantador; habla con las damas, tiene una palabra agradable para todo el mundo, echa pie a tierra para activar el embarque de la leña, está al alba al lado del observatorio del práctico, anima a todo el mundo, confía en su estrella feliz y se ríe un poco de los chorros y demás espantajos de los noveles. ¡Guarinó! ¡Guarinó! Nos precipitamos todos a la proa, temiendo que las aguas se rompiesen con estruendo en el filo del buque, como hemos notado en puntos donde la corriente era menor. Nos chasqueamos; no hay fenómeno exterior a no ser la lentitud de la marcha, que revela encontrarnos en el seno de aquel torbellino.

-¡Bah! ¡cuestión de treinta o cuarenta libras más de vapor! -dice el capitán.

Me voy a la máquina; las calderas empiezan a rugir y las válvulas de seguridad dejan ya escapar, silbando, un hilo de vapor poco tranquilizador.

-¿Estamos aun en el terreno legal? -pregunto al joven, maquinista, que no quita sus ojos del medidor.

-Tenemos aún cincuenta libras para hacer calaveradas, señor; pero no quisiera emplearlas. El capitán Maal tiene horror a echar cabo a tierra, y pretende a toda fuerza pasar sólo con el auxilio de la maquina.

Y así diciendo, tocaba desesperadamente una campana aguda pidiendo leña, más leña, en las hornallas. Los candeleros (fogoneros) se habían duplicado y aquello era un infierno de calor.

Subí a cubierta; tomando como mira un punto cualquiera de la costa y otro del buque, distinguíamos que, éste avanzaba con la misma lentitud que el minutero sobre el, cuadrante de un reloj; pero avanzaba, lo que era la cuestión. Desde la altura, el capitán Maal pedía vapor, más vapor. Miré mi alrededor; muchos pasajeros habían empalidecido y observaban silenciosos, pero con la mirada un poco extraviada, los estremecimientos del barco bajo el jadeante batir de la rueda... De pronto, un hondo suspiro de todos los pechos: habíamos vencido, en media hora de esfuerzos, al temido chorro y avanzábamos francamente.

Subí adonde se encontraba el capitán y lo felicité.

-Tiene razón, capitán; es una ignominia sirgar al "Montoya", desde la orilla, como si fuera un champan cargado de harina o taguas. El vapor se ha inventado para vencer dificultades, y el elemento de un buque es el agua y no la tierra.

-Usted me comprende; además, el cabo, a mi juicio, es de un auxilio dudoso. Pero mi maquinista es muy prudente... No crea usted que hemos salvado todas las dificultades. Cuando el Guarinó está tan manso, tengo miedo del Mesuno. ¡Pero con unas libras más de vapor!...

-¿Y no hay peligro de volar?

-¿Quién piensa en eso, señor?

Declaro que yo empezaba a pensar, porque me pareció que el buen capitán se había forjado un ideal, respecto a la capacidad de resistencia de las calderas de su "Montoya", muy superior a la garantizada por los ingenieros constructores.

Pronto estuvimos en el Mesuno; los semblantes, que habían recobrado los rosados colores de la vida, volvieron a cubrirse de un tinte mortuorio. De nuevo el buque se estremeció, de nuevo se oyó la estridente campana del maquinista pidiendo leña, y de nuevo Maal, desde la altura, exigió vapor, vapor, más vapor. Inútil esta vez. Nos dimos cuenta que, en vez de avanzar, retrocedíamos, lo que importaba el más serio dé los peligros, pues, si la corriente conseguía tomar el barco cruzado lo estrellaba seguramente contra las peñas de la orilla.

-¡Dos hombres más al timón! ¡Vapor, vapor!

Hice una rápida reflexión: "Si esto vuela, participaré de ese agra-dable fenómeno, sea estando sobre cubierta, sea al lado de la máquina. Además, allí la cosa será más rápida". Miré en torno; había un miedo tan francamente repugnante en algunas caras, que resolví ceder a la curiosidad, y después de haberme cerciorado de que, si bien no avanzábamos, no retrocedíamos ya, descendí a la región infernal.

Las hornallas estaban rojas y las calderas gemían como Encéfalo bajo la tierra. El maquinista se resistió a dar más presión; la rueda giraba con esfuerzos estupendos... Aquello se ponía feo, muy feo, cuando oí la voz de Maal que, con el acento desesperado de un oficial de Tristán rindiendo su espada, en Salta, gritaba: ¡Cabo!

Subí al lado de Maal; había tenido que ceder tristemente a la insinuación de algunos pasajeros y a la prudencia del maquinista que no le daba la cantidad de vapor que él pedía. Me indigna con él ¡oh vanitas! pero confieso que contemplé con cierto contento íntimo el de-sembarco de diez a doce bogas que se lanzaron a tierra con un enorme calabrote (nuevecito, como me hizo notar Maal con indecible orgullo por no haberlo empleado antes), y treparon por las breñas de la orilla como cabras, y por fin, a una cuadra de distancia, fueron a amarrarlo en el tronco de un soberbio caracolí. Fue entonces cuando empezó a funcionar un potente cabrestante movido a vapor (lo que hice notar a Maal para su consuelo) enroscando en su poderoso cilindro la enorme cuerda que tres hombres humedecían sin reposo, para que no se inflamase con el roce. Fuese la acción del cabo, lo que me inclino a creer, aunque participando ostensiblemente de la opinión contraria del capitán, fuese, como éste lo creía, que por los simples esfuerzos de la máquina hubiésemos salido del atolladero, el hecho fue que el buque se puso en movimiento, y en breve, habiendo salvado todos los chorros secundarios, como el Perico, avistamos las dos o tres casas de un lugar situado en la margen derecha del río, frente a Caracolí, poco antes de Honda, llamado Bodegas de Bogotá, punto final de nuestro viaje fluvial.

Eran las dos de la tarde del 8 de enero de 1882, y habíamos empleado quince días desde Barranquilla, remontando el Magdalena.

De la orilla del río, donde el vapor se detuvo, se sube por una cuesta sumamente pendiente al punto llamado Bodegas, compuesto de dos o tres casas. No hay allí recursos de ningún género, y bien triste momento pasa el desgraciado que no ha tomado sus precauciones de ante mano. Por mi parte, no sólo había pedido mis mulas por carta desde Caracas, sino que, al llegar a Puerto Nacional, lugar sobre el Magdalena, de donde arranca el telégrafo para Bogotá, puse un despacho recomendando la inmediata remisión de las bestias a Honda. Cuando descendimos a Bodegas y pedí noticias de mis elementos de transporte, se me contestó que probablemente estarían en los potreros de Río Seco, pues a orillas del río no había puntos donde hacerlas pastar. Despaché inmediatamente un propio, que dos horas más tarde volvió diciéndome que no había mulas de ningún género para "Mi Excelencia". La cuestión se ponía ardua, no porque me fuera imposible encontrarlas allí, sino porque, como decía Moliére, qu'il y a fagots et fagots, hay mulas y mulas. Las que yo esperaba, pedidas a un amigo, que después supe fue engañado por un chalán que le aseguró haberlas remitido, debían ser bestias escogidas de buen paso, liberales y seguras, mientras que aquellas que podría conseguir en Honda, eran entidades desconocidas, y en estos casos la incógnita se resuelve generalmente de una manera deplorable.

Pronto llegaron al vapor tres o cuatro caballeros de Honda, el señor Hallam, el señor Montero, y varios otros, que se pusieron en el acto a nuestra disposición