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El coronel Peñaloza

A los dos meses de haberse ido Quiroga de La Rioja, recibió el Chacho una carta suya en la que explicaba la causa de su tardanza. "Organice un ejército, le decía, para marchar sobre La Madrid, que anda maleando. Una vez que lo pelee y lo venza me tendrá por allí. Es bueno entretanto que me vaya poniendo en pie de guerra toda la gente que pueda, para lo cual yo le mandaré armas. Quiero tener allí un ejército para poder rehacerme con él en caso de un contraste."
Y Quiroga adjuntaba una carta para Angela, rogándole tuviera paciencia, pues no le era posible venir antes, consolándola con mil frases apasionadas y hasta poéticas, de que no se hubiera creído capaz a Quiroga.
"Pronto estarás orgullosa de tu Quiroga, concluía aquella carta, que sin embargo no es más que el más miserable de tus esclavos."
Angela, que andaba triste y pensativa porque no podía explicarse la causa de la larga ausencia de su amante, volvió a irradiar en sus ojos toda la felicidad en que sintió bañado su espíritu. Quiroga no se demoraba porque la hubiese olvidado ni dejado de amar como antes. Estaba retenido por obligaciones ineludibles, segú n las explicaciones que el Chacho le daba, y no había más que tener conformidad para poder esperarlo tal vez convertido en un general.
El Chacho, para mejor cumplir los deseos de Quiroga, salió personalmente a recorrer los diversos departamentos, citando a los guardias nacionales en nombre del coronel, y diciéndoles que cuanto antes era necesario que se encontraran reunidos en La Rioja para recibirlo y ponerse a sus órdenes.
El Chacho, que estaba en todo porque su espíritu no se turbaba jamás, había dejado en casa de Angela un piquete de diez hombres de su mayor confianza, a las órdenes del más bravo de sus capitanes, quien le respondía de la tranquilidad de la joven. Así el Chacho podía atenderlo todo sin que Quiroga tuviera a su vuelta el menor disgusto.
Ocho días después de haber salido el Chacho de La Rioja, había reunido 4.000 hombres, pues al saber que él reclutaba gente, hasta de Catamarca y Santiago habían venido a presentársele voluntariamente. El Chacho era recibido en todas partes con muestras del mayor regocijo. Todos se disputaban el derecho de alojarlo en su choza o en su rancho, teniendo él que parar a campo para contentar a todos igualmente. Y apenas les daba la orden de prepararse y les señalaba como punto de reunión la ciudad de La Rioja, pasaba a otra parte a hacer la misma operación.
Así el Chacho se recorrió toda la provincia, reclutando la mayor cantidad de gente que le fue posible. Cuando regresó a La Rioja ya lo esperaba reunido un inmenso ejército, con el que podía acometer cualquier empresa, aunque la mayor parte de aquella gente se hallaba sin armas y sin organización. En cuanto a la organización, en un mes haría el Chacho de ellos otros tantos veteranos, y en cuanto a las armas, las traería Quiroga, y así no habría nada perdido.
El cura Peñaloza acudía en socorro de su sobrino cada vez que éste le hacía alguna consulta grave, y así el pueblo y las autoridades militares y civiles vivían en una perfecta armonía.
Quiroga entretanto permanecía en Buenos Aires, bebiendo en la inspiración infame del tirano las más sangrientas ideas, y recibiendo las más terribles instrucciones.
La Madrid, el héroe La Madrid, querido y respetado por todos, levantaba un ejército en Tucumán, ejército terrible, que Rosas no podía dejar en pie, porque era una amenaza de muerte para su gobierno. Era preciso destruirlo a toda costa, y el único capaz de llevar a cabo aquella destrucción, era Facundo, el terrible Facundo Quiroga. Después de explicarle Rosas lo que quería de él, le preguntó qué necesitaba para batir a La Madrid y concluir con su ejército.
-Lo único que yo puedo necesitar, si algo necesito -replicó Quiroga con infinita soberbia-, son armas. Gente me sobrará porque todo el interior se alza a mi voz, y el que por casualidad no se alce lo hago levantar yo. Aunque La Madrid tenga el primer ejército yo concluiré con él, no dejando ni un solo soldado para que le haga de comer.
-Eso es lo que yo quiero, para que concluyamos de una vez con estas alzadas ridículas que sólo sirven para convulsionar la Repú blica y alterar la paz federal que en ella reina.
-Hágame dar las armas necesarias y yo le garanto que no queda en toda la República ni un La Madrid para remedio.
-Es preciso que no olvide que La Madrid es un buen táctico y un jefe brillante, que maneja muy bien la infantería y sabe aprovechar muy bien las ventajas de la artillería.
-No hay cañón que resista al poncho de Facundo; en cuanto a la infantería la echaremos por delante con una buena masa de caballería, si es que no se me ocurre hacerle infantería mejor.
-Sería prudente, pues, una buena infantería; es ventajoso.
-Llevaré entonces caballería e infantería. En cuanto a artillería no pensemos, puesto que haré uso de la suya. Sería conveniente que me proporcionaran algunos buenos planteles para formación de nuevos cuerpos, y me dieran algunos oficiales de los que aquí están de más. Yo en cambio le ofrezco de la manera más formal y terminante que en el primer encuentro sucumbe La Madrid y los suyos.
Rosas tenía profunda fe en Quiroga porque era en su tiempo el mejor jefe de caballería de que se tuviera idea, y porque su valor era estupendo.
-Lo que hay es que va a encontrarse con un jefe de primer orden, algo aturdido, pero valiente hasta la temeridad y un táctico distinguido.
-Yo sólo pido armas para la gente y una lanza para mí, donde poder ensartar como mojarras a esos salvajes perdidos. Yo en la vanguardia y en la retaguardia el Chacho, y deje nomás venir a los Unitarios.
-¿Y quién es el Chacho? -preguntó Rosas sumamente agradado al sentir pronunciar un nombre de guerra.
-El Chacho es mi segundo, mi otro yo -contestó satisfecho Quiroga-, un muchacho que si le empujo un tantito, es capaz de venirse a Buenos Aires mismo, pasando por todos los peligros y calamidades. El Chacho es el que ha quedado reemplazándome en el Norte, y le tengo tanta fe que ya sé yo que estando él allí, no hace falta Quiroga.
Rosas, que era amigo de traer a su lado a todo hombre que descollara por su reputación militar, paró el oído al momento y concibió la idea de atraerlo a su lado y a su causa.
-Está en ella desde que está conmigo -contestó Quiroga-. Yo dispongo del Chacho como de mí mismo, y la mayor prueba que puedo dar es el venirme de La Rioja, dejándolo en mi lugar. El Chacho es mozo de provecho y de avería, y verá la figura que hace en esta campañ a.
-Cuando usted se vaya yo le he de dar algo para que le lleve, una lanza, que no tendrá, estoy seguro, y unos pesos que le han de hacer falta.
-Esto último sobre todo -contestó Quiroga-, en las provincias la gente es muy pobre, y en las del Norte sobre todo. Allí no se ve un centavo con frecuencia, y la gente muchas veces tiene que empeñar por una miseria sus más lujosas prendas.
-Pues le daré un poco de plata para que la lleve a esos buenos muchachos y le vayan tomando amor a la Federación. Es preciso que los que se sacrifican por una causa participen de sus beneficios.
-Como usted lo disponga, pues es hombre que está en todo y comprende las necesidades de uno.
-Bueno, yo voy a hacer entregar y arreglar cuanto necesite, pues es necesario que se ponga en campaña cuanto antes para impedir que aquello tome cuerpo.
Las cárceles fueron abiertas y entregados sus presos a Quiroga para que le sirvieran de plantel a los cuerpos de infantería que debía formar. Los presos de San Nicolás, los de Martín García y los de Buenos Aires mismo, donde había bandidos formidables, fueron entregados con el objeto de librarse de ellos y de que Quiroga formara buenos batallones de línea, pues de todos aquellos presos, el que más o el que menos había sido ya soldado del ejército. ¿Quién no lo había sido en aquellos tiempos de constante batalla y constante lucha?
Rosas hizo poner aparte una buena cantidad de fusiles y lanzas, entregándoselos a Quiroga con la munición correspondiente. Rosas entregó a Quiroga dinero para él, dinero para que supliera las primeras necesidades de sus tropas y dinero para que diera al Chacho, como un regalo que le hacía el gobierno y fuera de los sueldos que pudiera devengar. Rosas disponía de la fortuna pública y podía ser espléndido, y si no bastaba ésta, ahí estaban los bienes de los salvajes unitarios para responder a todos sus caprichos.
Rosas regaló una espléndida lanza a Quiroga y otra no menos famosa al Chacho, con un vistoso uniforme para que le fuera tomando cariño a las glorias militares.
Quiroga se puso en marcha seguido de una tropa de carros llenos de pertrechos de guerra, y de unos 500 presidiarios con los que debía formar sus batallones de infantería. Aquellos honorables bandidos creyeron que aquella era su libertad completa. No conocían a Quiroga y esperaban sólo salir de Buenos Aires para sublevarse y mandarse mudar.
Rosas había dado a Quiroga cuatro oficiales, los que debían ayudarlo a conducir los presos a su destino.
En el Rosario estaba el general López con todo su poder, así es que sólo a la salida del Carcarañá hicieron su primera evolución en ese sentido. Uno de los batallones, pues en batallones los había dividido Quiroga, se declaró libre y en el mismo campamento dijeron los soldados que estaban fuera del alcance de Rosas y que no querían servir ni reconocían jefe alguno.
Quiroga no esperó más; tomó un gran garrote y recorrió las filas de los sublevados, de tal manera que cuando llegó al extremo opuesto del que había empezado, quedaban ocho soldados en el suelo con las cabezas partidas. Dos o tres más guapos y más bandidos, lo asaltaron cuchillo en mano creyendo que lo podrían ultimar, pero bien pronto cayeron al suelo, y allí los ultimó Quiroga a garrotazos. Los oficiales vinieron en su auxilio con algunos soldados, pero Facundo los contuvo inmediatamente haciéndolos retroceder.
-Yo no necesito para estos hombres más auxilio que el del garrote -dijo-. ¡Lindos quedaríamos si no pudiera yo contener a cuatro borrachos!
Y siguió sacudiendo garrotazos tremendos sobre aquellos desventurados que empezaron a comprender, aunque demasiado tarde, qué clase de hombre se habían echado encima. Aquella tentativa de motín, que les costó bastante cara, vino a demostrarles que con Quiroga no se podía jugar y que era peligroso intentar sublevarse. Quiroga no se dio por satisfecho hasta que verdaderamente no se cansó de pegar. Los oficiales estaban asombrados del valor de Facundo y aterrorizados ante su atrocidad brutal. Los otros batallones no se dieron por vencidos y creyeron que Quiroga hacía aquello porque ellos no tenían armas todavía, pero que una vez que se les diera no se atrevería a hacer lo mismo.
Facundo mandó un chasque al Chacho para que se le incorporara con todas las milicias que pudiera reunir, sin preocuparse de las armas porque él se las daría.
Nadie sabe si alguien se lo dijo a Quiroga o si él lo sospecharía, pero apenas salió de Córdoba, proclamó a los presos de una manera original.
-Ustedes creen que yo los he sujetado porque no tenían armas, pero que teniéndolas podrían conmigo. Como es preciso que sepan que conmigo no puede nadie y que cuando yo mando, mando, voy a hacerles repartir armas, y para que escarmienten, les voy a romper el alma con arma y todo.
Quiroga hizo entregar fusiles a uno de los batallones, y después de hacerlos formar, tomó un garrote y empezó a recorrer las compañías pegando palos de muerte. Pero los soldados, sólo con la simple demostración de que no les tenía miedo, habían sido dominados. De aquella primera prueba quedaron dos soldados muertos y diez o doce contusos de una manera gravísima. El que menos, tenía la cabeza rota.
Tales cosas hizo con ellos, que el ascendiente que cobró sobre aquellas tropas presidiarias fue completo. Para demostrarles mejor qué clase de hombre era él y lo que podrían esperar, si no se sometían por completo, Quiroga hizo repartir a todos el fusil que les correspondía, con un paquete de cartuchos. Y esa noche se acostó a dormir entre los mismos soldados, sin más arma que un garrote de algarrobo. ¿Dormía o no dormía Quiroga? Parecía entregado al más profundo sueño, pero ninguno se atrevía a cerciorarse, temiendo que Quiroga fuese a sorprenderlo y a matarlo a palos.
Desde entonces todos aceptaron a Quiroga como jefe supremo, al extremo de que los más bandidos temblaban a su menor indicación, pues Quiroga se les había impuesto y los había dominado con su valor personal y el poder pasmoso de su brazo de Hércules.
Al pasar por Santiago, Facundo pidió un contingente de caballería, que se le entregó al momento sin la menor resistencia, pues ya sabían de lo que Quiroga era capaz. Y de allí mismo hizo un chasque a Mendoza, ordenando al gobernador le remitiera un contingente de 600 hombres.
El gobernador de Mendoza desobedeció, mandándole decir que no lo conocía como superior, lo que irritó inmensamente a Quiroga que dijo que ahora no solamente sacaría de Mendoza 12.000 hombres, sino que se traería entre ellos al mismo gobernador para que sirviese unos días como el último individuo de tropa, y aprendiera entonces a respetarlo y obedecerlo como era debido.
-Estos pillos creen -decía-, que porque son gobernadores lo son todo, sin ver muchas veces que si no los echan abajo es por temor a lo que yo haría. -Y marchó en seguida buscando la incorporación del Chacho, a quien suponía ya muy próximo al punto convenido.
Peñaloza, en cuanto recibió el chasque de Quiroga, se puso en movimiento con cerca de 4.000 hombres que tenía listos para el primer aviso. A su paso por todos los departamentos y poblaciones, el Chacho iba reclutando gente, pues había muchos que, queriendo seguir aquella patriada, se les presentaban voluntarios con su caballo y su garrote a falta de otra arma. El Chacho los incorporaba a su larga columna, contento por el cariño que se le demostraba en todas partes y el prestigio de que gozaba entre sus tropas que cruzaban las poblaciones sin hacer el menor daño.
El cura Peñaloza había puesto en las petacas de su sobrino una buena cantidad de charque y todos los pesos de que pudo disponer por el momento. Todo el afán del buen cura era que su sobrino hiciera una figura lucida y que no careciese de nada. Sabiendo que éste andaba contento, ya se consideraba feliz. No tenía más parientes que su sobrino y para él eran todos sus cariños y sus afanes.
El Chacho y Quiroga se encontraron al fin, maravillado el segundo de la gran masa de caballería que traía el primero. Es que la mayor parte del dinero que le diera su tío la había empleado en socorrer a las familias de los que venían con él, de modo que ninguno había tenido reparo en dejar la suya para seguirlo. Por más que Quiroga esperara ver llegar al Chacho con una buena cantidad de gauchos, no pudo menos que asombrarse del número de éstos. Había allí con qué pelear un mes seguido sin fatigar a la gente. La primera pregunta de Facundo fue para informarse de Angela, cuyo recuerdo no se había debilitado en su corazón a pesar de los múltiples pensamientos que ocupaban su imaginación.
Quiroga era un hombre de una ambición desmedida por todo lo que era mando; venciendo a La Madrid estaba seguro de que su poder sería inmenso en todo el Interior y que podría llegar hasta imponérsele a Rosas mismo, presentándose como un igual en prestigio y en poder. Así es que miró con un placer inmenso al ejército del Chacho, preguntándole después por Angela.
-Ahí está contenta y feliz -contestó el Chacho-. Sabiendo que yo venía a su encuentro, me ha dado para usted esta carta, añadiendo que espera que no se vaya sin contestársela por un chasque.
Era aquella una carta llena de pasión y de enamorados conceptos, que trastornó la imaginación de Facundo. A no ser por el temor de que La Madrid saliera de Tucumán y se incorporara a algún otro de los jefes unitarios que andaban en campaña, hubiera volado a La Rioja a visitar a su amante. Pero no podía perder tiempo sin exponerse a un fracaso que le hiciera perder enormemente en la opinión de Rosas, que al fin y al cabo era su proveedor de dinero y de armas. Así es que allí mismo y sobre un escritorio de campaña que le regaló Rosas, contestó la tierna carta con sus frases más cariñ osas y la mandó inmediatamente por medio de un chasque.
Recién empezó a hablar con el Chacho, siendo lo primero, informarse de si la había dejado en seguridad.
-En seguridad perfecta -contestó Peñaloza, satisfecho de lo que hiciera en este sentido-. He dejado el mejor y más guapo de los oficiales con veinte hombres mejor armados y de más confianza que tenía entre los míos. Esto me permite asegurarle que nadie le tocará un pelo de la ropa.
Quiroga estrechó la mano del Chacho y le dio las gracias por cuanto había hecho, pasando en seguida a informarse de la marcha de la provincia en general.
El Chacho, consecuente con lo que había prometido, no dijo una sola palabra de lo que había intentado el gobernador. A su salida de La Rioja le había recordado su conversación y su promesa, agregando: "Cuidado con lo que se hace, porque aunque yo me voy de La Rioja puedo volver con un ejército."
"No tenga cuidado, había respondido el gobernador, nada intentaré por mi parte, esperando que usted será consecuente con el secreto pedido."
"El Chacho no tiene más que una sola palabra: el coronel no sabrá jamás de mi boca lo que ha pasado, y como supongo que usted no lo habrá dicho a alguien más, espero que no lo sabrá nunca."
Con esto el Chacho creyó poder asegurar y aseguró a Quiroga que las cosas permanecían y permanecerían en el mismo estado que él las dejó.
-El gobernador es bueno y leal, lo estima a usted y lo respeta como es debido, lo que significa que pondrá todo su esfuerzo para que el orden no sea turbado.
Plenamente satisfecho por este lado, Quiroga no pensó ya más que en arreglar su ejército y marchar sobre Tucumán. La conducta del gobernador de Mendoza lo preocupaba algo, pero pensaba tomar su desquite en la primera oportunidad, así es que dejó aquel asunto para resolverlo cuando terminara con La Madrid.
El caudillo prestigioso que allí había, era el fraile Aldao, hombre de acción y de nervio, pero que si algún prestigio tenía en Mendoza, fuera de allí no podría contrarrestar la influencia de Facundo. Todavía Aldao no se había revelado en la feroz crueldad que lo distinguió más tarde; era un tigre que recién empezaba a sacar las uñas y que disponía de algunos cientos de hombres. Sumamente sagaz y comprendiendo lo que era Quiroga y adónde podía llegar éste, su posición y prestigio, había cambiado con él algunas cartas, significándole que podía contar con él en todos los casos.
-Este es consejo del pícaro padre -dijo Quiroga al Chacho cuando la negativa del gobernador de Mendoza-, pero el día que yo lo agarre lo voy a mandar a decir una misa en el infierno.
Decidido a no preocuparse de Mendoza hasta terminar con Tucumán, empezó a repartir las armas que traía y a distribuir fuerzas en divisiones de las dos armas. Los milicos estaban maravillados ante aquellos brillantes sables y agudas lanzas.
Pocos fueron los hombres que pudo destinar a la infantería, por el momento, pues la mayor parte de los soldados del Chacho no tenían ni idea del manejo del fusil. Pero más tarde podría reclutarla con elementos que sacaría de Tucumán, aunque él tenía poca fe a la infantería, siendo la caballería el arma de su predilección.
Una especie de estupor se apoderó del Chacho cuando vio la espléndida lanza que le remitía el general Rosas y recibió los pesotes que la acompañaban.
-Esta lanza secundará sus esfuerzos, coronel Quiroga -dijo el Chacho al recibirla, todo impresionado-, y estará siempre al servicio del gobierno del general Rosas y su sabia política.
En seguida Quiroga se puso en marcha sobre Tucumán, no sin haber enviado a Rosas una comunicación en la que le significaba que el gobernador de Mendoza no era leal a su política y que a su regreso lo cambiaría. "Si usted dispone otra cosa, concluía aquella comunicación, hágamelo saber con tiempo."
Cuando Quiroga llegó a los alrededores de Tucumán, mandó intimar a La Madrid que se rindiera con todos sus libertadores famosos, que de lo contrario entraría a sangre y fuego. Quiroga traía su caballería perfectamente armada y ávida de entrar en pelea, su infantería aunque escasa no era mala, y con estos elementos creía tener lo suficiente para entrar en pelea ventajosamente.
La Madrid tenía una división de las tres armas, pero poco numerosa, miserable puede decirse ante el ejército de Quiroga. Sin embargo, tenía la más pobre idea de Quiroga y de aquellas tropas sui generis , y creyó que no resistirían ni al empuje de su infantería ni a los disparos de su artillería de campaña. Soberbio y altanero el valiente La Madrid respondió a Quiroga que salía a su encuentro y que si no se entregaba en el acto haría con él un escarmiento en toda regla.
Quiroga tendió una larga línea de batalla, cuyo mando inmediato dio al Chacho, dejando como reserva una fuerte columna de caballería. El se reservaba su puesto en todas partes, para poder acudir, como siempre, al paraje donde flaquearan sus tropas.
El brillante y noble La Madrid iba a encontrarse por primera vez frente al tremendo y feroz Quiroga. Y con esa confianza ciega que le daba su valor y la disciplina de sus escasas tropas, salió de Tucumán, creyendo que, jugando su artillería en campo abierto, los guapos de Quiroga no resistirían a sus disparos.
La Madrid formó su línea protegiendo los cuerpos uno con otros, y rompió sobre el inmenso blanco que ofrecían los regimientos de Quiroga el fuego de sus tres piezas de artillería. Quiroga, semejante al tigre que salta tras del fogonazo del arma, salió al frente de sus tropas mandando romper el fuego de su fusilería.
El combate estaba reciamente empezado y la artillería de La Madrid funcionaba de un modo bárbaro, abriendo claros que hacían vacilar el resto de la tropa.
-¡Es preciso apagar el fuego de aquellas piezas! -gritó Facundo, incitando a sus tropas y animándolas con su ejemplo-. ¡A ver los de la Costa Alta! Aquí conmigo... que atienda el Chacho el resto de la línea.
Y Quiroga, revolcando su poncho de gaucho y seguido de la caballería de la Costa Alta, cayó sobre las piezas, a pesar del fuego violento de fusilaría con que intentaron contenerlo. Los soldados empezaron a caer, pero el resto animado por el ejemplo de aquel jefe tremendo, siguieron adelante revolcando sus ponchos y sus sables.
El Chacho -en previsión de su rechazo, que era fácil- había enviado tras de Quiroga dos regimientos más en su protección, mientras él cargaba a la caballería con terrible violencia.
Sólo la reserva de Quiroga permanecía sin combatir, contemplando extasiado aquel combate bárbaro, cuerpo a cuerpo y al arma blanca. Facundo había llegado a las piezas apagando los fuegos con su propio poncho y matando allí a lanzadas a los artilleros de las otras. Allí había acudido La Madrid, comprendiendo que era un punto al que debía dedicar toda su atención, aglomerando sus infanterías. Pero Quiroga ya se había apoderado de las piezas, que, a pesar del fuego terrible que recibían, no tardaron en atarlas a la cincha de sus caballos.
Perdida la artillería no quedaba nada que hacer; su infantería era cargada con un brío asombroso, mientras su caballería, que era arrollada y perseguida por el Chacho, cuyo empuje no había podido resistir, se desbandaba por todas direcciones. No quedaban en el campo más que las infanterías de La Madrid, envueltas por una tremenda masa de caballería. El fragor del combate era inmenso, por todas partes se oían gritos desesperados y maldiciones de muerte.
Los que huían del campo de batalla eran perseguidos y muertos o aprisionados por las fuerzas del Chacho. Este, como siempre, contenía a los suyos en lo posible para que no mataran más gente. Pero Quiroga por su lado los incitaba a la matanza. En este estado del combate se apareció una ligera columna de caballería, que se situó al lado de las reservas que habían quedado en el campo. Era el fraile Aldao que venía con un refuerzo en socorro de Quiroga.
El fraile, que era quien había aconsejado al gobernador de Mendoza, para intrigarlo, que negase a Quiroga el contingente pedido, se había puesto en marcha en su socorro para lograr mejor su intriga. Y abriéndose paso por entre lo más duro del combate, se acercó a Facundo y le dijo:
-A pesar del gobierno y de todo, aquí vengo a ponerme a sus órdenes con la poca fuerza que he podido reunir.
Ante aquella demostración Quiroga vio en el fraile Aldao un aliado de su causa y lo mandó que cargase con sus mendocinos para concluir de una vez aquel combate que se prolongaba ya más de lo debido. Aprovechando aquel momento, La Madrid se puso en retirada con la infantería que había logrado salvar, entrando en Tucumán, pues ninguna resistencia podría ya oponer. Era preciso retirarse a toda costa porque Quiroga no tardaría en seguirlo, y triste y perdida toda esperanza, el desgraciado La Madrid pudo retirarse del lado de Salta con el propósito de pasar a Bolivia.
El campo de batalla quedó convertido en un inmenso horror. Las tropas de Quiroga no daban cuartel, degollando a los heridos y tratando de alcanzar a los que huían. Aquellos forajidos, que había llevado de las cárceles de Buenos Aires, estaban en su elemento, desde que podían robar y matar impunemente.
El Chacho había concluido su persecución y volvía con bastantes prisioneros. Quiroga y Aldao presenciaban el degüello que hacían sus tropas satisfechos de ver correr la sangre en aquella abundancia.
-El Chacho trae más prisioneros -gritó Quiroga, al ver que éste regresaba-; la fiesta va a durar todo el día.
Al oír esto, los soldados aplaudieron con estrépito, pues no sólo les traían nuevas víctimas, sino nuevas personas que robar. Pero el Chacho no permitió que le tocaran un solo prisionero, pasando a conferenciar con Quiroga.
-Los prisioneros míos, son todos soldados y oficiales que pueden sernos de gran utilidad en adelante; es mejor dejarlos para que yo los destine a mis regimientos que matarlos. Demasiado han matado ya, coronel, yo le pido que haga cesar el degüello.
No se sabe por qué, pero lo cierto es que el Chacho influía de una manera poderosa en el ánimo de Quiroga.
-No maten más, que así lo pide el Chacho -dijo-, no maten más.
Pero los bandidos estaban tan entusiasmados, que no oyeron la palabra de su jefe y siguieron la matanza y el robo. Quiroga empuñó como un garrote un pedazo de lanza, y empezó a sacudir a sus soldados de una manera tremenda. Cinco minutos después la matanza había concluido, ocupándose los soldados en desnudar los cadáveres.
Los prisioneros del Chacho y los que éste había salvado de una muerte segura y bárbara, miraban a éste como a un ser milagroso, no sabiendo cómo agradecerle el servicio recibido.
-Conduciéndose bien, yo me consideraré satisfecho -les decía el Chacho-, y así no habrá motivo para que el coronel haga una herejía. Mientras estén conmigo, serán tan bien tratados que en nada han de extrañar a sus antiguos jefes. Pero es preciso que se porten bien y que no den motivo para la menor queja, pues el coronel es áspero y duro, y no siempre estará dspuesto a hacer lo que le pida yo ni nadie.
Aquellos infelices, que consideraban un milagro el hecho de estar vivos siendo prisioneros de tropas federales, prometieron obedecer en un todo al Chacho, y no darle motivo para que les dirigiera la menor observación.
En Tucumán estaban aterrados con la derrota de La Madrid, cuyo resultado sería la ocupación de la plaza y el saqueo de la ciudad a que se entregarían las tropas de Rosas, pues Quiroga no era considerado allí sino como un teniente del tirano. Y al saber que el fraile Aldao estaba entre ellos, el terror no reconocía límites.
A la tarde, las autoridades que quedaban en Tucumán, tenían sólo las pocas fuerzas existentes para imponer algún temor a Facundo. ¿Pero qué iba éste a imponerse, cuando había artillería de línea para reducirlo a la obediencia?
Quiroga les mandó intimar que se entregaran sobre tablas o entraría a cuchillo con todos. Resistir era ridículo: La Madrid se había retirado con un puñado de leales, y si él no había podido resistir a Facundo, era ridículo que ellos intentaran una resistencia que sólo serviría para irritar más a Quiroga y hacerlo cometer mayores excesos.
El Chacho fue el encargado de llevar la segunda intimación, intimación perentoria, que debía ser contestada sobre tablas, si no querían que Quiroga entrara a sangre y fuego. El Chacho persuadió a las autoridades que debían entregarse para evitar que Quiroga hiciera alguna iniquidad sin nombre.
-Pero, de todos modos, Quiroga no respetará nada, ¿quién nos garante la vida si lo dejamos entrar?
-¿Y quién se las garante si entra a la fuerza? Yo me comprometo a hacer todo lo que pueda en beneficio de ustedes, pero les aconsejo que se entreguen, porque si Quiroga entra irritado, va a pasar a degüello a todo el mundo, es un hombre tremendo. El sabe por los prisioneros que aquí no hay defensa posible, y aunque la hubiera tiene fuerzas bastantes para vencerlos; llévense de mi consejo y no lo irriten, es lo mejor que pueden hacer.
Aquella tarde misma, Tucumán permitió a Quiroga que entrara sin condiciones y atenido sólo al amparo que pudiera prestarle el Chacho. Este, por su parte, había tratado de influir en el ánimo de Facundo para que no permitiera el desborde de sus tropas, y Quiroga dijo que aquello era difícil porque los ánimos estaban enconados, pero lo facultó para que se encargara de mantener el orden en la ciudad. Era cuanto pedía el Chacho para poder garantizar la vida de los habitantes, en lo posible.
Quiroga, por un lado y el fraile Aldao por otro, empezaron a cometer toda clase de horrores, haciendo lancear a unos y fusilar a otros. Los presidiarios se habían desbordado por la ciudad, saqueando las casas de negocio y matando dentro y fuera de las casas.
El Chacho envió con fuertes grupos a sus mejores oficiales para que recorrieran la ciudad y evitaran en lo posible al saqueo y la matanza, saliendo él mismo a recorrer el centro con aquel propósito y evitando de esta manera muchos crímenes. Así la reputación de humano y bueno que iba criando el Chacho se extendía a la par que crecía la de bárbaro y feroz que tenía ya conquistada Quiroga.
Todo fue cambiado en Tucumán, autoridades y gobierno, quedando Quiroga por el momento al frente de todo. Fue entonces cuando Quiroga por sí y ante sí hizo coronel al Chacho, coronelato que fue confirmado por Rosas.