Readme.it in English  home page
Readme.it in Italiano  pagina iniziale
readme.it by logo SoftwareHouse.it


 

El Tigre de los llanos

Con el triunfo del Chacho la población de Huaja estaba en un estado de excitación imponderable. Los milicos habían sido desarmados, de modo que para otro encuentro los amigos del Chacho eran poseedores de diez sables que se preparaban a esgrimir en la primera oportunidad contra el diablo mismo, si el diablo venía a pelearlos.
-Ellos nos han dado de hacha y de alma, decían, pero ahora nosotros les vamos a devolver los hachazos hasta cansarnos y veremos quién puede más.
Y se habían prendido los sables, los sacos o levitas, presentando el aspecto de ciudadanos en estado de revolución. El Chacho, como jefe, tenía derecho a un sable; podía usar el del juez de paz mismo, que le había tomado él en persona, pero lo cedió a uno de sus compañeros, asegurando que él tenía suficiente con su macana de algarrobo, porque con ella se encontraba mejor y más liviano.
El cura Peñaloza se había enfermado de desesperación, pues para él era indudable que aquello concluiría mal para su sobrino, porque el juez de paz se quejaría al gobierno, y éste mandaría reducir al Chacho con fuerzas superiores. Y llamó a su sobrino para pedirle que se escondiera o se fuera de Huaja hasta que pasara el chubasco.
-¿A dónde quiere que me vaya, tío? En todas partes me han de perseguir, si es que lo merezco.
-Pues andate a Chile, yo te daré dinero y así viviremos todos tranquilos sabiendo que nada malo puede sucederte.
-Es que yo no puedo irme ahora, tío, porque los amigos se han comprometido por mí, por mí han peleado y se han hecho lastimar, y por mí van a ser perseguidos ahora. Si yo los abandonara sería tan cobarde que merecería que me escupieran a la cara; yo no puedo moverme de aquí, tío, sin quedar como un cochino.
-Es que quedándote aquí te va a suceder una desgracia, porque no tengas duda que no han de dejar las cosas así.
-No lo creo, tío, ahora tenemos diez sables y somos más combatientes, pues de todas partes vienen amigos a ofrecerse, porque ésta no es ahora una simple cuestión de justicia, se trata de defender los derechos de un pueblo, atropellados violentamente por un juez de paz que no sabe cumplir con su deber.
Este era efectivamente el carácter que había tornado la cuestión. Los hombres de Huaja, entusiasmados con el triunfo del Chacho, se reunían en todas partes, diciendo que era preciso defender la soberanía del pueblo, y los vivas a Huaja y al Chacho atronaban el pueblo, como si se tratara de una guerra. Los heridos eran visitados y regalados, pues gracias a su valor y esfuerzo, el juez había sido contenido en sus violencias y Huaja se había librado de ser conquistada.
Si el juez de paz hubiera triunfado, habría hecho mil iniquidades, puesto que él mismo decía que iba a ahorcar una docena de chachistas, de modo que el pueblo se había librado de todas aquellas atrocidades por el esfuerzo heroico de sus hijos y el genio guerrero del Chacho.
Como el enemigo no tardaría en volver más fuerte, puesto que ya sabía lo que le esperaba, era necesario prepararse a la lucha y juntar todos los elementos de combate. El Chacho empezó a organizar un regimiento en toda regla, que en los primeros momentos llegó a tener más de cincuenta plazas de primer orden. El Chacho armó una compañía a sable, con los tomados al enemigo y unos cuatro o cinco que se juntaron en el pueblo. Los demás no tenían más que garrotes y piedras, armas terribles cuando eran esgrimidas por aquellos mocetones fuertes y llenos de vida. El Chacho les enseñaba el ejercicio tarde y mañana, esperando que el día menos pensado se presentaría el enemigo a atacar al pueblo, momento que los de Huaja esperaban ansiosos, pues tenían ciega confianza en sus fuerzas y sobre todo en su capitán.
Tres días hacía ya que el Chacho estaba dedicado a sus preparativos y ejercicios, cuando recibió un chasque de Facundo Quiroga, que vivía en Atile, pueblo inmediato a Huaja y perteneciente al mismo departamento. Facundo Quiroga, natural de Atile, era allí entonces un gran caudillo que tenía completatnente dominado a su pueblo, pueblo de mayor importancia y más elementos que Huaja.
Quiroga tenía un gran prestigio por su valor personal asombroso y la sagacidad incomparable que lo hacía superior a cuantos se le acercaban. Así como el Chacho se había hecho prestigioso por el cariñ o que todos le tenían y la generosidad hidalga de su carácter, Quiroga se había impuesto a los suyos por una crueldad sin límites y una ferocidad salvaje. Por la menor desobediencia a una orden suya, Quiroga azotaba por su propia mano y de una manera bárbara al que la había cometido, no teniendo inconveniente en darle de puñaladas si se negaba a recibir los azotes. Tres o cuatro bandidos de que se había rodeado al principio y que lo habían obedecido ciegamente lo habían ayudado hasta que Quiroga, por aquellos medios, acentuó su dominación de un modo indiscutible, protegiendo siempre al bárbaro contra el hombre culto y de posición. Todos los criminales y vagos se ponían bajo la protección de Quiroga, que los amparaba de todos modos, ocultándolos en su casa y no permitiendo a la justicia que les tocara un pelo de la ropa. Allí no había más justicia ni se obedecía más autoridad que la de Quiroga, al extremo de que los que tenían alguna dificultad no ocurrían jamás al alcalde o al juez para que los arreglara, sino a Quiroga, cuyo fallo justo o injusto era acatado sobre tablas y cumplido sin la menor observación. Y era tal el dominio personal que tenía sobre los suyos, que los más bandidos temblaban en su presencia como criaturas y le aguantaban un cachetazo o un palo, sintiéndose felices con que no pasara de ahí.
Quiroga era un joven de unas fuerzas de Hércules, que se había ejercitado siempre en el manejo de las armas. Nadie montaba a caballo mejor que él, nadie tenía más coraje y nadie era capaz de meterse en las pellejeras que él se metía. El guapo que había querido meterse a medir con él sus fuerzas, si había salido con vida había quedado convencido de que con Quiroga no era posible luchar.
Una vez se juntaron dos entrañudos para pelearlo, porque no era posible que un hombre solo los dominara de aquella manera, y para mejor éxito le salieron de noche y por sorpresa. Quiroga recibió la primer puñalada, pero cayó como una tempestad sobre los que lo atacaron. Muchos que estaban en el secreto de la cosa habían formado un grupo y miraban la desigual lucha sin tomar parte en ella, pues todos deseaban que mataran a Quiroga. Quiroga, que se había apercibido de esto, se había enfurecido y con una agilidad de tigre saltaba en todas direcciones, evitando los golpes de sus contrarios y tirándoles puñaladas terribles. Pero sus contrarios eran tan bravos y duchos, que habían tenido el coraje de provocar al gran caudillo y lo acosaban de todos modos, tratando de ultimarlo cuanto antes.
Facundo, comprendiendo tal vez que si se prolongaba la lucha su resultado le sería fatal, echó mano de sus grandes recursos para hacerla terminar pronto y victoriosamente. Mientras que con su manta riojana envolvía la cabeza de uno, dándole un terrible ponchazo con la mano izquierda, con la derecha hundía el puñal hasta la empuñadura en el pecho del otro. La victoria estaba decidida y sólo era cuestión de tiempo. Al ver que su compañero caía y aún aturdido por el ponchazo, el otro bandido medio se descompaginó, siendo éste el momento que aprovechó Quiroga para írsele encima y darle de puñ aladas. Aún no habían tenido tiempo los mirones de volver de su asombro, cuando Quiroga se había metido entre ellos arriador en mano, dándoles una soberbia vuelta de azotes.
-¿Conque habían venido a verme matar? -les decía; y les envolvía el cuerpo en cada azote que les cortaba las carnes.
El grupo se disolvió como por encanto, no sin que la mayor parte de los que lo componían llevaran la marca del arriador de Facundo. Disuelto el grupo, Quiroga se volvió al sitio donde habían caído los dos bandidos, a los que examinó prolijamente. El primero, que no había recibido más que una sola puñalada en el pecho, estaba vivo; el otro no respiraba ya. Con su propia faja y las de los dos bandidos, atadas unas con otras, Quiroga hizo un lazo con el que ató del cogote al moribundo y lo cruzó sobre la rama de un algarrobo ahorcándole y dejándolo allí para escarmiento de los demás. Quiroga se retiró en seguida a su casa, donde fueron en el acto a visitarlo sus amigos.
El suceso había cundido por todo el pueblo, referido por los mismos curiosos a quienes castigó Quiroga, y de todas partes venían a visitarlo, cumplimentándolo por la manera valerosa con que se había conducido y el ejemplo hecho con asesinos y curiosos. Recién supieron que Quiroga tenía catorce heridas, entre puñaladas, puntazos y tajos, recibidas en la lucha, y que con aquellas heridas había muerto a los bandidos y había tenido suficiente aliento para azotar después a los curiosos y ahorcar al moribundo.
Excusado es decir que desde entonces Quiroga se hizo fabulosamente temible, no habiendo quien se atreviera ni siquiera a pensar que sería posible vencerlo. Jugador habilísimo, bebedor en toda regla y guapo como nadie, él se metía en todas partes, alternando con la gente más perdida. Nunca usaba más arma que un grueso arriador, y un pequeño puñalito, pues éstas eran más de las que necesitaba para hacerse respetar. En las pulperías más sucias, en las reuniones más escandalosas, allí estaba metido Quiroga jugando y chupando con los mayores perdidos, a los que trataba como a perros, sin que ninguno se atreviera ni siquiera a levantar la voz.
Quiroga se les había impuesto por su valor y crueldad al extremo de que por la menor tontera agarraba a un hombre a cachetadas y lo golpeaba furiosamente de todos modos. Por la razón o por la fuerza, como el escudo chileno, él salía vencedor en todas las jugadas, y si acaso había entre los jugadores alguna cuestión, él la resolvía en el acto de la manera que le daba la gana, sin que nadie se atreviera a protestar.
La autoridad no se había atrevido nunca a decirle la menor palabra, las quejas habían llegado hasta el gobierno, que había resuelto contemplar a Quiroga y tenerlo como un gran elemento de sostén desde que era un caudillo a cuya sola palabra se levantaban dos o trescientos hombres que lo obedecían ciegamente.
Entre los más bandidos había elegido veinte o treinta que formaban su escolta, pues siendo sólo un simple comandante de milicias, rango a que lo elevó el gobierno, se manejaba como un general en jefe y andaba siempre con escolta para darse mayor importancia y dominar mejor. Y Quiroga había cobrado tal influencia, que se entendía directamente con el gobierno, que le daba armas y facultades para organizar fuerzas de guardia nacionales que él manejaba como jefe supremo.
Este era el célebre Facundo Quiroga cuando mandó llamar a su vecino el Chacho, de quien tenía noticias desde que éste empezó a guerrear con las justicias, dejándolo solo para ver lo que aquel era capaz de hacer. Quiroga, impuesto de lo que pasaba, deseaba ayudar al Chacho porque le habían dicho que era un mozo de grandes prendas, pero ante todo quería estar seguro de que el Chacho era hombre de provecho. Así es que fue recién después del combate con el juez cuando Quiroga caló al hombre y lo mandó llamar para tener con él una entrevista.
El Chacho conocía a Quiroga por sus hechos, como lo conocían ya en toda La Rioja, pero nunca había cambiado con él una palabra.
"¿Por qué podía mandarlo buscar Quiroga? -pensaba el Chacho-. ¿ Le habrán comisionado a él para prenderme, creyendo que me va a dominar como a los demás? ¿Habrá tomado cartas a favor del juez de paz? Mucho lo sentiría, pero lo que es a mí ni Quiroga mismo me prende y andaríamos en guerra los de un pueblo con otro."
El Chacho avisó a sus amigos más íntimos lo que pasaba.
-No vayas -le dijeron algunos-. Quiroga es un bandido y te puede hacer alguna porquería; mandale decir que venga él aquí si quiere.
-Es que entonces va a creer que le tengo miedo o que lo quiero provocar, y no es que crea ni una ni otra cosa. Voy a ver qué quiere, y entretanto ya saben ustedes donde estoy; si algo se ofrece, avísenlo a mí tío para que tome sus medidas.
El Chacho se puso en la cintura el puñalito que llevaba habitualmente y se fue a ver a Quiroga, dispuesto a todo.
Facundo lo esperaba alegremente, de modo que salió a encontrarlo en el camino, viniendo juntos hasta su casa. La conferencia fue la más cordial que podía esperarse. Quiroga era el comandante de milicias de aquellos departamentos, y algún respeto tenía que inspirar al Chacho, que no era nada.
-No es por meterme en lo que no me importa -dijo-; pero yo quisiera saber lo que ha sucedido con ustedes, para prestarles mi ayuda si fuera necesario. Yo tengo de usted los mejores informes y sé que los otros son una manga de pillos, pero quisiera saber lo que ha pasado para obrar con toda conciencia.
El Chacho miró profundamente a Quiroga, como si quisiera sondear hasta el fondo de su alma; y convencido de que tal vez fuese hecha de buena fe la pregunta, explicó a Quiroga todo lo que había sucedido.
-Si Agenor fuese un pillo -concluyó-, yo no me hubiera metido con nadie por defenderlo; pero él es un mozo bueno y honrado, que jamás dio motivo para que la justicia se metiera en sus cosas; el alcalde pretendía que una muchacha que estaba enamorada de Agenor había de quererlo a la fuerza, y éste era todo el motivo que había tenido para meterlo al cepo como un criminal. Fue por esto que yo le puse en libertad, y por esto que tanto el alcalde como el juez quisieron llevarme por delante, obligándome a darles una buena lección.
-Muy bien hecho -contestó Quiroga-. Eso es lo que se debe hacer para que a uno lo respeten, si no lo echan por delante y hacen lo que se les da la gana. A otra cosa ahora, y es por esto que lo he mandado llamar: el juez se va a quejar ahora al gobierno y al diablo, pidiendo que lo reduzcan, y con ese objeto han de venir fuerzas a Huaja. ¿Qué piensan hacer allí, porque no es a usted solo a quien han de perseguir, sino a sus amigos también?
-Lo que yo pienso hacer es defenderme y no permitir que se atropellen los derechos del pueblo de que soy hijo y jefe de mis amigos. Pelearemos como Dios nos ayude y hasta caer el último, pero no nos han de llevar por delante.
-Soberbio, veo que no me he equivocado al juzgarlo, y en esa empresa puede contar conmigo que yo les he de proteger en todo lo que pueda. A mí me conocen ya, saben que con el comandante Quiroga no se juega, y tal vez sólo esto basta para contenerlos. ¿Acepta mi ayuda?
-¿Y cómo no la he de aceptar? Quedo por ella muy reconocido y le garanto a mi vez que puede contar conmigo en todo cuanto llegue a necesitarle.
El Chacho quedaba así ganado por Quiroga y obligado a su reconocimiento. La ayuda que le ofrecía Quiroga era sumamente importante para el Chacho, no sólo por lo que ésta podía valer como apoyo moral, sino que protegido por Quiroga, y dada la importancia de este caudillo, estaba seguro de no ser perseguido por el gobierno, que entre el juez de paz y el comandante Quiroga no vacilaría.
El Chacho se mostró cada vez más agradecido, pues Quiroga había llegado hasta ofrecerle no sólo algunas armas sino algunos hombres también para apoyar a los de Huaja.
-Lo que ha de hacer ahora es no aflojarles -dijo-, porque para que éstos lo respeten a uno, es preciso ser duro y romperles el alma por la menor cosa. Probablemente ahora el juez se va a desquitar con los vecinos que no han querido ayudarlo, tratándolos como a hijos malos, para obligarlos a ayudarle en otra tentativa.
-Es que yo no puedo abandonar a mis amigos en la desgracia, si el juez hace eso me obligará a agredirlo en sus propios dominios y libertad, como hice con Agenor, a cuantos haya prendido.
-Eso me parece lo más acertado, y de esa manera le tendrían más respeto.
El Chacho y Quiroga, después de hacerse mil ofrecimientos de amistad se separaron, quedando en verse con más frecuencia en adelante por lo que pudiera suceder. La verdad es que el Chacho se había ganado la simpatía de Quiroga, que no le pareció tan malo como decían ni tan intratable y dominante.
"Ese muchacho vale lo que pesa -pensaba Quiroga viendo alejarse al Chacho-; es preciso que yo lo traiga a mi lado y lo haga capitán de milicias; así detrás de él se vendrían los de Huaja, que son algo soberbios y que parece lo siguen con gusto.
Cuando el Chacho llegó a Huaja, ya sus amigos lo estaban esperando con impaciencia y consultándose sobre lo que debían hacer. Quiroga no les merecía la menor confianza, lo creían capaz de todo, y si se había aliado con el juez de paz, alguna mala treta les iba a jugar. Y sabían ellos que Quiroga era capaz de todo y no podían estar tranquilos desde que el Chacho tardaba.
Así es que cuando lo vieron llegar la alegría fue general e íntima. Todos lo rodearon en el acto, preguntándole lo que había hablado y lo que debía esperar de Quiroga.
El Chacho hizo una especie de consejo y narró a sus amigos con los mayores detalles lo que había hablado con Quiroga y las ofertas que éste le había hecho, en el sentido de proteger su causa que era la de Huaja.
-Pues si Quiroga nos protege -dijeron todos- ¡se van a divertir nuestros amigos! -Y a las vivas al Chacho y a Huaja, se unieron las más estruendosas vivas al comandante Quiroga.
Sólo con su aprobación y sus ofertas Quiroga acababa de conquistarse la simpatía de Huaja, cuyos habitantes, como ya hemos visto, habían hecho de aquella riña una cuestión de derechos y de soberanía desconocida.
Con las armas que Quiroga había ofrecido podían armar bien el regimiento y entonces ser fuertes e invencibles. Si con simples garrotes habían acogotado al juez y sus milicos, ¿qué sería cuando tuvieran sables y lanzas? Entonces serían ellos los que podrían poner la ley a la justicia y obligarla a conducirse como debía.
Una comisión nombrada a iniciativa del Chacho fue a dar las gracias a Quiroga por sus ofrecimientos, y a asegurarle que podía contar con ellos, que estarían siempre prontos a su llamado. Quiroga, que ante todo lo que quería era hacerse de prestigio, entregó a aquella comisión ocho sables y tres lanzas para que los llevaran al Chacho, asegurando que era todo cuanto tenía disponible por el momento, pero que si la necesidad urgía, no sólo les facilitaría más armas, sino gente de pelea.
-Confíen en mí -les dijo despidiéndolos -y avísenme de cualquier dificultad que puedan tener.
Quiroga fue desde entonces como quien dice un protector honorario de Huaja. Puede decirse que el Chacho se había subordinado a él y deseaba complacerlo por todos los medios a su alcance. Ya tenía como veinte hombres armados a sable y lanza, y con esto se creía capaz de pelear con el mismo diablo.
El pobre cura Peñaloza era quien no se hallaba conforme con todo esto.
-Te estás metiendo en muchas honduras ya -le decía-, y esto no puede concluir bien, no tengas duda. ¿Qué sacas con tener un regimiento si no tienes elementos para mantenerlo? Créeme, Angel, déjate de esas locuras, que lo que quiere Quiroga es embaucarte para que seas un instrumento y le sirvas a su insaciable ambición de mando.
-No es tan fiero el león como lo pintan, tío; Quiroga es un hombre bueno y comedido que me ayuda porque quiere y nada más ¿De qué podría servirle yo?
-Nada menos que de sostén, puesto que representas a Huaja, puede decirse: sobre todo, y ya que te has dejado seducir así, piensa bien lo que haces y no te comprometas.
El pobre cura miraba con dolor el camino que tomaba su sobrino, pues conocía a Quiroga y temía que hiciese del muchacho un gran bandido.
Entre tanto, mientras esto tenía lugar en el pueblo de la mazamorra, el juez de paz preparaba su desquite, en la esperanza de tomar al Chacho y a sus amigos. Había pasado una nota tremenda al gobierno, pidiendo que se ordenara al comandante Quiroga que le prestase auxilio, pues era el único que podía sostener su autoridad contra los desmanes del Chacho y la gente que éste había reclutado y armado por su cuenta. Y para intimidar a los vecinos y obligarles a prestarle ayuda eficaz cuando se la pidiera, había empezado por meter en el cepo a seis de los vecinos que según él se habían resistido a atacar al Chacho. Ganas de hacer lo mismo con todos no le faltaban, pero es el caso de que en el cepo no cabían más que media docena y no se podía improvisar un cepo nuevo. Con esto y con la amenaza de ahorcar a los que en adelante se negaran a obedecerle, creyó que en cualquier momento de apuro podía obligarle al vecindario a pelear firme. Este, por el contrario, se había irritado contra aquellas medidas despóticas, resolviendo dar cuenta al Chacho de lo que sucedía y pedirle que viniera a librarlo de semejante bandido.
Con el mayor sigilo para evitar que fueran a tomarlos, salió una comisión de dos vecinos a verse con el Chacho para imponerle de lo que sucedía y pedirle que viniera a protegerlos, en la seguridad de que había muy pocos milicos capaces de pelear, y que los vecinos no se habían de meter en nada.
En cuanto el Chacho supo lo que pasaba con el juez de paz y los vecinos que se habían negado a pelear contra él, adoptó la resolución de ir a libertarlos. Tenía la espalda guardada con Quiroga y en estas condiciones bien podía animarse a todo. Consultó con sus amigos y todos fueron de su misma opinión. Aquella gente se había comprometido por ellos, por ellos estaba sufriendo y era preciso entonces irlos a ayudar a toda costa.
Como había seguridad de que los vecinos no obedecerían al juez de paz, el Chacho tomó veinte hombres de sable, que era lo suficiente para su empresa, y con aquel famoso escuadrón y a pesar de todos los ruegos del cura, marchó sobre el juzgado en son de guerra.
El juez de paz que no se figuró nunca que el Chacho se atrevería a traerle un ataque en su mismo juzgado, se extrañó al ver llegar aquel grupo, pensando más bien que el Chacho, convencido de la barbaridad que había hecho, iría a pedirle disculpa. Así es que mandó echar pie a tierra en el juzgado dejando su gente a caballo, y le preguntó severamente qué era lo que allí quería.
Allí a campo, y a algunas varas del juzgado, estaba el cepo con los seis presos que miraban al Chacho como a su salvador. Sabiendo a lo que el Chacho iba, los vecinos en numerosos grupos habían acudido al juzgado a refocilarse en la vergüenza y el ridículo en que iba a caer aquel juez arbitrario y grosero.
El juez atribuía la venida del Chacho al motivo que ya hemos indicado, aunque no podía explicarse cómo se presentaba allí con veinte hombres armados. De todos modos estaba rodeado de vecinos y tenía así a mano con qué repeler cualquier agresión o insolencia.
Para mayor seguridad mandó un milico con un oficio para Quiroga, en el que le pedía auxilio con fuerza armada para acudir y estar prevenido en cualquier caso imprevisto. Así es que con tono autoritario y bastante insolencia, intimó al Chacho que le dijera qué quería y explicara por qué iba allí con gente armada.
-Es muy sencillo lo que vengo a pedirle -dijo Peñaloza sonriendo y con la mayor naturalidad-; quiero que usted me ponga en libertad inmediatamente a esos amigos que tiene presos sin motivo alguno. Usted anda embromando mucho y es bueno que sepa que ciertas cosas no se pueden hacer impunemente.
El juez sintió que toda la sangre se le subía a la cabeza, pero trató de contenerse, haciendo tiempo para que llegara el auxilio pedido a Quiroga. El juzgado no tenía fuerzas para contrarrestar las que traía el Chacho y no era prudente irritarlo. Con la ayuda de Quiroga ya era distinto, entonces podía dejar preso al Chacho y su comparsa, después de darles la merecida paliza. Así es que fingiendo un buen humor que estaba muy lejos de tener sonrió y contestó al Chacho.
-¡Vaya que ha amanecido de buen humor el amigo Chacho! Como si él fuera el juez y como si uno no tuviera más remedio que obedecerlo en lo que gustara mandar.
-De bueno o de mal humor usted me pone en libertad a sus vecinos que injustamente tiene en el cepo, o los pongo en libertad yo mismo, lo que sería peor para usted.
-Hombre, no sea loco y vaya a dormir la tranca, que yo no estoy para perder el tiempo de esta manera, a no ser que quiera quedarse usted a hacerles compañía.
Aunque el juez hacía todo lo posible por dar a su palabra un tono de tranquilidad, no podía disimular el temblor de su voz y la palidez de su semblante, que acusaban claramente la excitación poderosa de que era presa interiormente.
Los del Chacho estaban impacientes por que su jefe arremetiera cuanto antes contra todos ellos, pero no decían la menor palabra, para no precipitarlo en su idea.
Los vecinos aglomerados allí en gran número, sonreían ante el apuro del juez y se felicitaban íntimamente de la humillación de que era objeto.
Así a la expectativa no era posible estar mucho tiempo. El Chacho comprendió que el juez quería ganar tiempo porque esperaba algo, y por eso lo entretenía con palabras de fingida tranquilidad, y resolvió terminar de una vez.
-Bueno, amigo -dijo con acento duro y terminante-, yo necesito una contestación pronto porque no es posible estar aquí todo el día, ¿ va usted a soltar ahora mismo esos hombres, sí o no?
El juez tembló de coraje, miró a los pocos milicos que tenía a su lado, angustiosamente, y echó una proclama a los numerosos vecinos que allí se habían juntado.
-¡Los vecindarios tienen obligación de sostener sus autoridades! Yo espero que ustedes no vacilarán en prestarme su ayuda contra estos insolentes.
Los vecinos no respondieron una palabra, y miraron para otro lado, esquivando toda contestación. El juez estaba sólo con sus milicos, no podía equivocarse, pues la muda actitud de los vecinos era demasiado elocuente para no comprenderla. La contestación de Quiroga no llegaba, tardanza que bien podía significar que aquél se preparaba para venir en su socorro. Si el juez podía entretener siquiera media hora al Chacho, la cuestión estaba ganada, pero el caso era que el Chacho no esperaría y llevaría su pretensión a las vías del hecho.
Así sucedió, en efecto. El Chacho avanzó sobre el juez y le intimó que cumpliera en el acto su pedido, o lo cumplía él mismo.
-Cuando yo los tengo presos es porque lo merecerán y así deberá ser, yo soy aquí la autoridad suprema, y prevengo que el menor avance contra ella puede muy bien costarles la cabeza.
-Mi cabeza no es la de ningún criminal ni la de un bandido para encontrarse en ese caso, así como usted ha hecho lo que le parece, yo hago lo que me da la gana, porque soy el más fuerte y aquí la justicia es la fuerza. Esos hombres están presos porque se han negado a apoyar sus iniquidades contra Huaja, y yo tengo la obligación de protegerlos contra semejante insolencia. Vamos, pronto, mande que esos hombres sean puestos en libertad.
El juez de paz, no pudiendo hacer otra cosa, soltó una carcajada nerviosa que no fue más que un ruido seco y sin expresión.
El Chacho avanzó entonces hasta el cepo rápidamente y empezó a abrirlo.
-¡A ver dos -gritó el juez a sus milicos-, prendan a ese insolente!
El Chacho hizo señas a los suyos de que no se movieran y siguió tranquilamente abriendo el cepo.
Los dos milicos, resueltos a obedecer las órdenes del juez, llegaron adonde estaba el Chacho y le echaron mano para prenderlo, pero el primero que llegó a donde estaba, recibió un sopapo tan violento que cayó al suelo dando vueltas como una barrica de azúcar. El otro soldado se detuvo, sacó su sable y se fue sobre el Chacho en actitud de herir. Pero el golpe de la macana de algarrobo no tardó en caer sobre su cabeza, postrándolo de firme.
No había más que esperar para empezar el desigual combate, y juez y milicos llegaron al cepo, queriendo impedir al Chacho que lo abriera.
-¡Firme con ellos mientras yo abro! -gritó el Chacho a los suyos-. Firme con ellos y hagan lo posible por no lastimarlos. Otro va a ser el desquite que yo pienso tomar y que será mejor que la mejor paliza.
Los de Huaja rodearon a juez y milicos, y el combate empezó como siempre, sin que ninguno aflojara. Pero aquellos pocos milicos ni siquiera podían defenderse de aquella rociada.
-¡Favor a la justicia! ¡Favor a la justicia! -gritaba el juez a los vecinos-. ¡En nombre del gobierno, vecinos! ¡Favor al juez de paz!
Pero los vecinos tenían a bien no moverse, y reír como unos descosidos ante la fabulosa angustia de la autoridad. Mientras los suyos acorralaban a juez y milicos, el Chacho había abierto el cepo y puesto en libertad a los en él aprisionados. Estos salieron retozando y dando vivas al Chacho y a Huaja, lo que aumentó la confusión del combate.
El juez de paz se defendía con toda la energía de su carácter, auxiliado por dos milicos que, aunque contusos, permanecían fieles. Pero los de Huaja eran muchos y acometían con un brío inaguantable. El Chacho se aproximó al juez de paz y, evitando el sablazo con que lo recibió, lo tomó del cogote, lo volteó al suelo y lo amarró con su faja. Los milicos fueron en su protección, amenazando matar al Chacho, ocupado en amarrar al juez, pero los de Huaja se fueron detrás de éstos y en un segundo los acogotaron y los ataron.
Amarrado el juez de paz, ya no había qué hacer, pues todo quedaba concluido. Los libertados andaban de un lado al otro, más alegres que gatos chicos, mientras que el juez de paz, dominado por la ira y desesperación más estupenda, echaba espuma por la boca y fuego por los ojos, lo que provocaba la risa de toda la gente allí amontonada. Era tal la furia que no dejaba de hablar y maldecir un momento, pero nadie podía entenderle la menor palabra.
El Chacho y los suyos se retiraron de donde estaba el cepo, para que todos gozaran del espectáculo, y se sentó un momento a descansar. En seguida dispuso que todos fueran puestos en el cepo y que los que no cupieran en él, fueran atados de a sarta y amarrados en la argolla que había al extremo del cepo. La caída del juez no podía ser mejor, puesto que era condenado a ocupar el mismo lugar de los presos que él había querido castigar. Estaba el Chacho metiendo al juez en el cepo cuando apareció el chasque mandado a Quiroga.
-Ahora verán lo que les pasa, ¡hijos de mala madre! -gritó-. ¡Veremos quién los salva de la tormenta que les viene encima! -Y queriendo intimidar a los amotinados, preguntó al chasque en alta voz: ¿Qué te ha contestado el comandante Quiroga? ¿Viene ya mi protección?
Aturdido el chasque con lo que veía, no atinó a contestar una palabra; el juez de paz en el cepo era cosa que jamás había imaginado.
-¡Contesta, animal! -volvió a gritarle el juez-. ¿Qué te ha dicho el comandante Quiroga?
El milico obedeció a su modo y como no se atrevía a acercarse donde el juez estaba por temor a lo que pudieran hacerle, se puso las manos en la boca en forma de bocina y con todas las fuerzas de sus pulmones dio el siguiente grito:
-Me ha dicho el comandante Quiroga que le diga que quién lo mete a zonzo, que él no está para defender pillerías de nadie y que si usted se ha metido en alguna iniquidad, que se las campanee solo y no cuente con él para nada.
Aquello fue como un balde de nieve echado sobre el juez; se puso lívido y se agitó en un movimiento como una convulsión. La contestación de Quiroga equivalía a sancionar lo que había hecho el Chacho, condenando y desconociendo su autoridad en el departamento de la Costa Alta.
Tan pronto como escucharon la contestación de Quiroga un inmenso clamoreo se levantó por todas partes y los vivas al comandante Quiroga atronaron los aires, mezclado al más furioso palmoteo y ruidos de toda especie. Huaja quedaba salvada y reconocida su actitud por el mismo gobierno, pues si Quiroga la aprobaba, el éxito tenía que ser completo y quedar condenado el proceder del juez de paz. Fue tal la impresión que causó en éste la respuesta de Quiroga que no volvió a escuchársele una sola palabra. Parecía que hubiera enmudecido.
El Chacho tomó de las orejas al chasque y le quitó sus armas, como al sexto de los milicos, retirándose con sus tropas a Huaja después de echar el siguiente discurso:
-Aquí en el cepo quedan éstos, porque sí y porque me da la gana en castigo de las iniquidades que han hecho. Yo no vuelvo hasta mañ ana, pero en mi representación y como custodia quedan dos amigos. ¿ Está contento el vecindario?
Un inmenso y prolongado ¡sí! salió de todas las bocas, seguido de vivas entusiastas al Chacho, a Huaja y al comandante Quiroga.
El Chacho dejó al juez en el cepo con dos centinelas de vista y regresó a Huaja, donde lo esperaba la población y el resto de su regimiento, ávidos de conocer el desenlace de la empresa que había acometido. Todo fue fiesta en Huaja; por la noche hubo serenatas famosísimas, y se festejó el acontecimiento como una fiesta patria.