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El capitán Peñaloza

Al día siguiente el Chacho mandó poner en libertad al juez de paz y a los milicos, haciéndole decir que si volvía a meterse en lo que no le importaba, lo tendría una semana en el cepo.
El Chacho era visitado y festejado hasta por personas que se costeaban de grandes distancias a felicitarlo por lo que había hecho. Su prestigio había crecido de una manera asombrosa, al extremo de que lo miraban como una autoridad suprema, obedeciendo como una orden su observación más insignificante. Y los de Huaja, orgullosos de su capitán, seguían en sus aprestos bélicos, decididos a sostenerlo aun contra el gobierno mismo, si el gobierno tomaba parte sosteniendo al juez de paz. Para ellos habían llegado al colmo del poder desde que Quiroga les prestaba su apoyo.
El juez de paz, en cuanto se vio en libertad, montó su mejor mula y se vino a La Rioja a poner personalmente la queja de lo que pasaba y acusar al comandante Quiroga por no haber prestado el apoyo solicitado.
La Costa Alta quedó sin autoridad y nunca sus habitantes fueron más felices que desde entonces. El Chacho pasó a visitar a Quiroga para agradecerle la actitud que había tomado en la emergencia y asegurarle que podía contar con él y todo Huaja en cualquier ocasión y para cualquier cosa. Quiroga recibió al Chacho afablemente, cumplimentándolo por lo que había hecho.
-Ha tenido mucha razón en proceder así -le decía-, y ya verá cómo con esto no vuelven a meterse con ustedes y los dejan tranquilos. El juez de paz se ha ido a La Rioja a quejarse contra mí, sin duda, pero no le van a tomar atadero y el gobierno me va a pedir informes antes de tomar medida alguna. Sus condiciones militares me gustan, Chacho; nosotros podemos hacer mucho, y en la primera ocasión yo lo voy hacer nombrar capitán de milicias, que es lo que le conviene. Usted es hombre de provecho y no se debe limitar a estar oyendo los consejos del cura y comiendo mazamorra; véngase a mi lado y entre de lleno en la milicia, que así hará carrera provechosa y podrá figurar.
El Chacho estaba encantado con Quiroga y la manera con que éste lo trataba; no comprendía cómo podían decir que Quiroga era un mal hombre. Inocente y puro, incapaz de cometer una acción mala ni de fingir afectos que no sentía, creía que Quiroga era lo mismo y que cuanto le decía debía ser exactamente lo que sentía.
Y Quiroga no tenía por el Chacho el menor afecto, porque era incapaz de tenerlo para nadie, pero le convenía traerlo a su lado por la influencia que representaba, y trataba de engañarlo. En el poco tiempo que lo había tratado, había comprendido que el Chacho era indomeñable por el rigor, era sumamente accesible a los buenos modos y sumamente agradecido a los servicios que le prestaran y era éste el único móvil que lo impulsara a conducirse como se había conducido.
"De este modo lo ligo a mí por el agradecimiento, evito que a mi lado se levante una influencia que puede hacerme sombra, y el Chacho me es útil, provechosamente útil en mis aspiraciones."
Porque Quiroga tenía una desmedida ambición de mando y aspiraba no sólo a mandar en la provincia de La Rioja, sino en todas las del Norte. Estudiando bien al Chacho había visto que era un hombre leal, incapaz de una acción mala, y por eso desde el principio trató de dominarlo por el agradecimiento, para disponer de su influencia disponiendo de él mismo. Ya Quiroga tenía noticias de las manifestaciones de simpatía que se le habían hecho en Huaja al celebrar el triunfo del Chacho, y quería hacer todo lo que en su mano estuviera por aumentar esa simpatía. Así es que cuando el Chacho se preparó a retirarse, repitió sus ofrecimientos en términos extremadamente bondadosos.
-Ustedes pueden contar conmigo para todo y sin ninguna reserva -le dijo-, ya con el apoyo de mi persona como con el de toda la gente de que yo disponga. En cualquier apuro no tiene más que venirse aquí que lo hemos de ayudar en toda regla.
El Chacho estaba encantado, no sabía cómo agradecer a Quiroga sus ofrecimientos, así como hacerle presente su alegría.
-Yo nada valgo a su lado -le decía-, pero si puedo serle útil en algo, aquí me tiene a sus órdenes; mande no más que será obedecido. Cuando yo me ofrezco lo hago, de todo corazón y hasta la muerte; cuente conmigo entonces como su más humilde servidor y sin la menor reserva.
Y ambos se estrecharon la mano como en corroboración de las palabras que acababan de decirse. Y el Chacho regresó a Huaja entusiasmado, no haciendo otra cosa que ponderar a Quiroga y proclamar por todas partes que era el mejor de los hombres que había tratado en su vida.
-No te fíes, Angel -le decía su tío el cura, que conocía a Quiroga en toda su deformidad moral-; no te fíes de ese hombre, porque cuando menos lo pienses te saldrá el tigre donde creas hallar el hombre. Quiroga es un ser perverso que sólo puede dominar por el terror que inspira; no te dejes halagar por sus ofrecimientos y huye de él como de una mala tentación.
Pero el Chacho estaba completamente ganado por Quiroga, y creía que su tío decía un disparate al clasificar a Quiroga de aquel modo.
-Es un leal amigo -decía-, y la prueba de ello es lo que ha hecho conmigo. El podía haberme echado al diablo y ayudar al juez de paz en mi contra; y sin embargo ya ve que ha llegado hasta darme armas y negarse a prestar el menor auxilio al juez de paz.
-Es que le conviene estar bien contigo por la influencia de que dispones y porque ha visto que eres un hombre de corazón; de otro modo no creas que te hubiera prestado el menor apoyo.
-Esos son modos de pensar y nada más; el comandante Quiroga me ha ayudado, me ha servido como nadie me hubiera servido y yo le estoy profundamente grato, como debe estarle Huaja. Por mi parte, si alguna vez puedo retribuirle los servicios prestados, me consideraré feliz.
Así Quiroga no se había equivocado y tenía en el Chacho un amigo leal y un aliado de quien podía disponer de todas maneras. Y al darle importancia y poder a aquella naciente influencia, comprendía que hacía crecer la suya propia.
Huaja estuvo de fiesta una semana entera, festejando sus triunfos con bailes y grandes serenatas. Y era curioso ver a aquella gente bailar su zamba o chacarera al compás de un bombo, único instrumento musical que allí se conocía.
Era tal el prestigio que había criado el Chacho, que de todas partes le llovían quejas contra tal o cual autoridad que había cometido una injusticia. El Chacho mandaba un recado al alcalde que la había cometido, quien en el acto modificaba su sentencia en beneficio del que se había quejado, porque ningún alcalde se atrevía a contrariar a una persona que, como el Chacho, ponía en el cepo a los mismos jueces de paz.
Así los paisanos tenían adoración por aquel hombre que se había convertido en el amparo del desvalido contra los avances de la justicia, cuya palabra había sido siempre para ellos sinónimo de un atropello o un latrocinio. Y como el Chacho era incapaz de una mala acción y hasta de hacer valer un servicio, aquel cariño aumentaba grandemente hasta convertirse en idolatría.
El gobierno había escuchado la queja que llevaba el juez de paz de Costa Alta, queja aumentada de un modo fabuloso en la narración de los hechos. Y no pudiendo creer lo que se le decía, mandó pedir informes a Quiroga, cuya palabra merecía la mayor fe. Quiroga pasó un informe formidable, con su lenguaje rudo y franco.
-Ese juez de paz, como la mayor parte de ellos -decía-, es un pillo autor de las mayores injusticias y atropellos. La población de Huaja, obligada a defenderse contra sus iniquidades, le ha dado una lección severa, y esto es todo. El gobierno puede estar seguro de que el orden no ha sido alterado, cosa que yo no hubiera permitido y que todo ha sido una cuestión personal entre el tal pillastre y Peñaloza, que es una persona de la mejor conducta a quien recomiendo al gobierno.
Aquel informe tenía que ser apasionado según lo que del mismo se desprendía, pero el gobierno estaba interesado en complacer a Quiroga, por la influencia que representaba, aunque hubiera tenido que sacrificar a todos los jueces de paz. Un alcalde y un juez eran cosa fácil de reemplazar, pero el comandante Quiroga no sólo era irreemplazable sino que no convenía en manera alguna disgustarle.
Entonces un gobierno de provincia disponía de pocos elementos de acción, y quien, como Quiroga, manejaba 200 hombres era digno de toda contemplación, pues el gobierno no podía desprenderse de elementos tan valiosos. Así es que cuando recibió el informe de Quiroga, no sólo separó de sus empleos a juez y alcalde, sino que escribió a aquél le indicara las personas que debía nombrar en su reemplazo.
Con esta resolución quedaba plenamente justificada la conducta del Chacho, y condenadas de hecho todas las justicias que procedieran de idéntica manera. Como era natural, esta medida del gobierno hizo duplicar la influencia del Chacho, con grande asombro del cura Peñ aloza que veía a su sobrino convertido de la noche a la mañana en un personaje de influencia con Quiroga y con el gobierno mismo. Para la Costa Alta se nombró como juez de paz la persona que Quiroga hizo indicar y para alcalde de Huaja a un amigo del Chacho que éste indicó a pedido de Quiroga.
Con este golpe Quiroga extendió su influencia poderosa por todos los Llanos, a fuerza de rigor y con el prestigio de su valor personal mientras el Chacho aumentaba su influencia por el cariño y la estimación de cuantos lo trataban. Con el apoyo de Quiroga, que quería a todo trance tenerlo a su lado, el Chacho había organizado y armado un regimiento de más de cien hombres, que servían con amor y anhelo. Y así como Quiroga mantenía la disciplina más completa a fuerza de rigor y de castigos, el Chacho la mantenía por el cariño y el compañerismo.
La política de Rosas empezaba a agitar la República con su política sangrienta y los gobiernos de las provincias, que seguían la influencia de López en Santa Fe, empezaban a organizar sus guardias nacionales, siendo Quiroga el nombrado para organizar la de La Rioja.
Como era natural, Quiroga trajo al Chacho a su lado, nombrándolo capitán de las milicias de la Costa Alta, nombramiento que fue plenamente aprobado por el gobierno. Y mientras Quiroga se alejaba ya a conferenciar con el gobierno, ya a vigilar las demás milicias de La Rioja, quedaba el Chacho encargado de las milicias de la Costa Alta que lo miraban como al segundo de Quiroga.
El Chacho era un buen compañero de sus tropas, pareciendo mucho más bondadoso de lo que realmente era, por el contraste que ofrecía con el feroz Quiroga. Mientras éste castigaba con un exagerado rigor la menor falta, aquél reprendía moderadamente a los soldados aconsejándoles cómo debían portarse para ganar el aprecio de su jefe superior. Así es que los soldados habituados al rigor de Quiroga, miraban al Chacho como la suprema bondad, deseando que las ausencias de Quiroga se prolongaran lo más posible. Es que a Quiroga le temían al extremo de no atreverse a levantar los ojos en su presencia, mientras que delante del Chacho estaban como delante del mejor amigo, pues éste llevaba su bondad al extremo de no dar cuenta de aquellas faltas que podían excitar la crueldad de Quiroga.
Entre los soldados de Atile, había bandidos como hombres buenos. Dos o tres de aquellos que Quiroga tenía como a sus perros más bravos, engañados por la bondad del Chacho, quisieron ver la diferencia que había entre éste y Quiroga, y empezaron a buscarle las pulgadas, como ellos decían.
-A nosotros puede gobernarnos Quiroga, pero todos no son Quiroga, y si éste quiere mandarnos es preciso que sea nuestro.
En vano los de Huaja les decían qué clase de hombre era el Chacho, pero como éste les dispensaba sus faltas intencionales, creían que esto era porque les tenía miedo, y querían destaparlo.
Poco tiempo les duró su curiosidad. El Chacho, bondadoso por naturaleza, les dispensaba sus faltas y ni siquiera los reprendía o retaba, se limitaba a aconsejarles que cambiaran de conducta, porque si Quiroga sabía lo que hacían, los iba a castigar severamente.
Los dos bandidos, que no eran otra cosa, se reían de los retos del Chacho, y como éste no insistía, creían a puño cerrado que les tenía miedo y que por esto no les castigaba. Y cometían las faltas unas tras otras, sin lograr irritarlo, porque el Chacho no sólo tenía paciencia a toda prueba, sino una gran lástima a los que él llamaba más infelices, por la dureza con que los trataba Quiroga.
-El Chacho es muy bueno -les decían los de Huaja-, pero no es bueno tantearle mucho el bulto, porque si se enoja les va a dar un buen dolor de cabeza.
Convencidos de que el Chacho no valía nada, se echaron una tarde una copas de vino al estómago y se presentaron al Chacho, decididos a demostrar que no valía un ochavo. El Chacho les retó con dureza y los trató de sinvergüenzas, diciéndoles que aquel no era modo de presentarse a su presencia, porque si lo sabía el comandante, los había de colgar de un algarrobo.
-El comandante podrá hacer lo que le dé la gana, pero usted no tiene laya para hacer lo mismo. Usted es una criatura y muy poca cosa, y no es con nosotros con quien se va a estrenar.
-Yo no pretendo estrenarme con nadie -contestó bondadosamente el Chacho-; yo les doy ese consejo por bien de ustedes y nada más. Ahora, si no quieren hacer caso, peor para ustedes.
-¿Y quién le va a hacer caso a usted si es zonzo, y a más de zonzo, inservible? No se gobierna a hombres como nosotros sin tener el alma bien puesta, y usted es un cualquier cosa.
El Chacho no comprendió que aquello era estudiado de antemano, creyó que los dos milicos estaban borrachos y no sabían lo que decían, y se encogió de hombros mandándolos a dormir la tranca.
-Más tranca será la suya -contestaron, y riendo del Chacho empezaron a insultarlo de una manera inaguantable.
Los de Huaja estaban asombrados de que el Chacho tolerara tanto, mientras los soldados de Quiroga empezaban a reír también, sospechando que el capitán no era tan famoso como lo querían pintar.
-Yo puedo dispensar las faltas que se cometan -dijo el Chacho severamente-, pero no puedo dispensar que se me falte al respeto porque no puede ser.
-Es que le hemos de faltar no más porque usted es un maula y tendrá que aguantarnos no más por la cuenta que tiene.
El Chacho, que jamás se ponía espada sino cuando estaba en pelea, y así mismo no la sacaba nunca, manoteó su macana y ordenó a los soldados que salieran de su presencia en el acto.
Estos soltaron una carcajada, pifiándose del Chacho, y declarándole que no le obedecían y que mientras el comandante no viniese, no reconocían ningún superior.
-Desgraciadamente es preciso que me reconozcan como su único jefe cuando no está el comandante, y el que no quiera obedecer tendrá que hacerlo a la fuerza.
Los dos soldados siguieron riéndose del Chacho, y diciéndole mil insolencias, hasta que éste se les fue encima enarbolando su macana. Los dos soldados sacaron sus cuchillos y avanzaron sobre el Chacho.
El Chacho ni siquiera se preocupó en tomar la menor preocupación de defensa, atropelló a los milicos y empezó a sacudirles tal lluvia de macanazos que les eran pocas las manos para proteger la cabeza. A los dos o tres minutos estaban en el suelo desarmados y sin aliento ni para pedir gracia.
-Hasta que uno no les pega de firme, no están contentos estos tontos con quienes ni siquiera se puede ser bueno, porque creen que se les tiene miedo.
Y sin preocuparse de averiguar qué les había hecho o la clase de heridas que tenían, se retiró mandándolos llevar de allí.
Aquello fue como con la mano; todos valoraron entonces lo que era el Chacho y la bondad extrema de su carácter, condenando el proceder de los castigados en cuyas cabezas y lomos la macana del Chacho había dejado recuerdos que durarían mucho. Con este solo hecho el Chacho se impuso a sus tropas, o mejor dicho a las tropas de Quiroga, porque las suyas, que lo conocían ya, lo amaban con verdadera idolatría.
Quiroga había habituado a sus tropas a ciertas costumbres vandálicas que no estaban en armonía con el carácter del Chacho. Quiroga no los castigaba nunca por riñas, robos o borracheras, mientras lo que más irritaba al Chacho era un robo o una riña a mano armada.
-El que roba es un infame -les decía- que merece que le rompan el alma, y el que se pelea con un compañero no es digno de mi aprecio.
Y cuando Quiroga andaba ausente, no había ejemplo de una riña o un robo, porque el Chacho era capaz de una atrocidad.
-Déjelos -le decía Quiroga-; es natural que los muchachos se entretengan en algo.
-Menos en hacer daño -contestaba el Chacho-, porque los soldados deben hacerse querer y tener abiertas todas las puertas para un caso de necesidad. De esta manera todos los ayudarán, mientras del otro modo tendrán en los mismos habitantes del pueblo su peor enemigo.
Quiroga comprendía que el Chacho tenía razón, pero no hacía nada por ayudarlo en ese sentido. Para él la manera de hacerse querer por la tropa era consentirle todos sus vicios; sabía que esto le enajenaba la simpatía de las poblaciones, pero en cambio por el terror él obtendría siempre lo que necesitaba, y venía a ser lo mismo. Dominar por el cariño o el miedo todo le era igual, y era el segundo modo el que estaba más en armonía con las inclinacones de su espíritu.
Así se veía que, mientras los soldados de Quiroga estando éste presente eran temidos y odiados por todos, los del Chacho eran recibidos con agrado en todas partes y auxiliados con cuanto podían necesitar.
Pero Quiroga dominaba, lo que era su objeto y poco le importaba de los demás. No contradecía tampoco el proceder del Chacho, porque aunque creía que el mejor modo de dominar a los demás era el rigor, el Chacho, que era un elemento suyo, lo hacía por el cariño y era él de todos modos el que recogía los resultados benéficos.
Quiroga era vicioso por naturaleza; él jugaba con sus soldados y se embriagaba con ellos, vicios que no habían podido hacer tomar al Chacho, porque no estaban en sus condiciones ni modo de ser. Y así como era capaz de jugar en una carrera cuanto tenía, era incapaz de jugar un centavo en las cartas o en otro juego cualquiera. No desdeñ aba jugar con los soldados a quienes miraba y trataba como amigos y compañeros, pero lo hacía sin interés de dinero. De día, cuando no había nada que hacer, y de noche, se reunía, en rueda con sus milicos y conversaban alegremente y jugaban a las cartas, pero sin dinero.
En cambio en la rueda de Quiroga se descamisaban de firme, siendo siempre Quiroga el que ganaba, porque era preciso tenerlo de buen humor y que se retirara contento. Como los malos humores de Quiroga se traducían siempre en garrotazos y muchas veces en lanzadas, todo el afán de los soldados era tenerlo contento y no dar lugar a que les aplicara sus bárbaros castigos.
El cura Peñaloza, convencido al fin de que el Chacho había tomado su camino en la vida, dejó de fastidiarlo con sus consejos y prácticas, renunciando a hacer de su sobrino un buen cristiano y mejor cura.
-Siento mucho que se haya dedicado a las armas -decía- pero si es esa su vocación ¡qué le hemos de hacer!
Rosas empezó a extender su poder y sus agentes. López en Santa Fe y Aldao en Mendoza empezaron a echar mano de todos los elementos de acción.
Quiroga era una potencia en La Rioja y a él se le encargó la organización militar rosista de aquella provincia, reconociéndole como coronel.
El gobierno de Catamarca fue el primero que intentó resistir las barbaridades de Quiroga, negándose a sus pretensiones. Quiroga tuvo con él un fuerte altercado diciéndole que era preciso que entendiera que allí no había más poder que el suyo. Pero el gobierno se negó a poner las milicias de la provincia bajo sus órdenes, que era lo que Quiroga quería, y a darle las armas de que disponía. Quiroga lo insultó y el gobernador de Catamarca lo hizo retirar bajo la amenaza de hacerlo fusilar.
Quiroga volvió a La Rioja, previno al gobernador que avisara a Buenos Aires que la situación de Catamarca respondía a los unitarios y preparó sus elementos para cambiarla, sin esperar autorización alguna.
El gobernador de Catamarca, sabedor de lo que sucedía, preparó sus elementos para resistir a Quiroga, que había invadido ya la provincia, dejando en los pueblos por donde pasaba autoridades riojanas y arriando no sólo con la guardia nacional sino con todo hombre susceptible de manejar una lanza.
Cuando Quiroga llegó a Catamarca, llevaba como mil hombres de caballería. Hizo alto en los alrededores del pueblo y mandó intimar al gobernador, con un ayudante, que se entregara y renunciara al mando de la provincia, o entraría en la ciudad a sable y lanza.
El gobernador de Catamarca, hombre enérgico y enemigo realmente de la política de Rosas, puso preso al ayudante de Quiroga y salió al encuentro de éste, con unos mil quinientos hombres de infantería y caballería.
Quiroga, cuyas fuerzas eran sólo de esta arma, las dividió en dos grupos, dejando uno de reserva a sus órdenes inmediatas y dando el mando del otro al Chacho para que llevara el ataque.
Apenas tuvo tiempo de formar el ejército de Catamarca que venía mandado por el mismo gobernador, cuando cayó el Chacho sobre él como una tormenta, a sable y lanza. La infantería rompió sus fuegos sobre aquella masa de caballería, pero ésta no se detuvo a pesar de los claros abiertos en sus filas. Con el Chacho a la cabeza cargaron con increíble impetuosidad, arrollándola y echándola por delante a sable y lanza.
Quiroga, que vio esto, no esperó más, y con su reserva cayó sobre la caballería catamarqueña, trabándose entre ambas un combate sangriento y encarnizado. Por todas partes se veía a Quiroga hiriendo y matando sin piedad. Y con un valor imponente acudía allí donde el combate era más recio, sin que su brazo reposara un momento.
Pronto la caballería tomó el camino de la infantería, y Quiroga empezó la persecución más sangrienta de que allí hubiera memoria. Los soldados no daban cuartel, como no lo daba él mismo, y el que quedaba o era alcanzado era lanceado sin ninguna especie de consideración.
¡Grande era el contraste que ofrecían aquellas dos divisiones!
Mientras el Chacho contenía a los suyos a los gritos de ¡no maten! y arrancaba de manos de sus soldados a las víctimas que querían sacrificar, Quiroga incitaba a los suyos a la matanza, y mataba él mismo a los que quedaban al alcance de su brazo. El Chacho mandó hacer alto como único medio de evitar la matanza y empezó él mismo a dirigir la toma de prisioneros y salvamento de heridos.
Quiroga, por el contrario, excitaba a su gente para que siguiera lanceando sin tregua. Y los bandidos de Quiroga, en su elemento, seguían la persecución con un encono tremendo.
El Chacho y Quiroga entraron en Catamarca por dos puntos diferentes, matando el uno y protegiendo el otro a los que iban tomando sus tropas. Una vez dentro de la ciudad, el Chacho mandó pedir órdenes a Quiroga, y éste le hizo decir que campara en la Policía y casa de Gobierno, ocupando los dos puntos. Allí empezó Quiroga a mandarle personas, sin distinción de posición social o política para que los hiciera lancear. Y el Chacho, comprendiendo que en la confusión no se acordaría de ellos al día siguiente, daba escape a unos y ocultaba a los otros de manera que pudieran salvarse de aquella matanza bárbara.
Quiroga había desparramado su gente por la ciudad, empezando a saquear las casas de negocio y donde vivían las personas de fortuna. Quiroga, personalmente, andaba entre los grupos matando él mismo y enardeciendo la ferocidad de su tropa infame.
Catamarca estaba dominada por completo y en poder de Quiroga, que nada quiso respetar. El gobernador tuvo que entregarse, mandándolo Quiroga a Santa Fe, con una escolta, para que el general López dispusiera lo que tuviera por conveniente. Y ocupó Catamarca mientras le indicaban lo que debía hacer respecto a la elección del nuevo gobernador.
La ocupación por Quiroga fue fatal a Catamarca, porque empezó a sacar contribuciones de todo género y a echar de sus filas a los amigos del gobernador derrocado o a los que él quería declarar como tales. Y mientras él quedaba en la capital, mandó al Chacho que recorriese los diversos departamentos, restableciendo el orden donde se hubiera alterado y haciendo las mismas herejías, como sacar contribuciones en dinero y lancear a los que no estuvieran conformes con sus actos.
El Chacho partió con 400 hombres a cumplir las órdenes recibidas en su primera parte solamente, pues harto hacía Quiroga en la capital para que él lo secundara en los departamentos.
Los horrores cometidos por Quiroga habían cundido en toda la provincia, narrados por los mismos fugitivos de la batalla y los que habían logrado escapar después. El miedo les hacía exagerar los hechos de modo que las poblaciones estaban aterradas, preparándose todos a huir en cuanto aquel bárbaro se aproximara.
Uno contaba cómo Quiroga hacía lancear a los hombres y azotar a las mujeres por el solo delito de ser catamarqueños, otros narraban cómo la ciudad estaba en poder de la soldadesca, que saqueaba las casas, apuñalando al que no quería entregar sus alhajas y sus mujeres, y así cada persona que llegaba refería un nuevo horror.
La primera población a la que llegó el Chacho, más impuesta de lo que pasaba en Catamarca por estar más cerca, se aterró completamente a la aproximación del Chacho, al extremo de no haber quien acertara a huir, por temor de ser visto y muerto por este solo delito. El Chacho la ocupó tranquilamente, alojándose en el juzgado de Paz donde mandó comparecer a los vecinos más influyentes y ricos.
Por los derrotados y dispersos se sabía que el Chacho no era tan feroz como Quiroga, pero por bueno que fuese no tendría más que cumplir las órdenes que indudablemente traería. El Chacho tenía sus tropas formadas sin haber permitido que un solo soldado se moviera de sus filas, por temor de que se entregara a algunos excesos. Cuando hubo reunido una media docena de vecinos, les manifestó bondadosamente las órdenes recibidas y de qué manera estaba dispuesto a cumplirlas.
-Las contribuciones se me pagarán equitativamente -les dijo-, es decir que cada uno me dará lo que pueda y el que nada pueda nada me dará. El vecindario será respetado de todos modos por la tropa a mis órdenes, para lo cual es necesario que se me dé cuenta del menor abuso que lleguen a cometer mis soldados. Esté tranquilo el vecindario que en esa tranquilidad está su salvación, pues así Quiroga no tendrá a qué venir y por consiguiente nada malo podrá suceder.
Esta especie de proclama producía en los ánimos más afligidos la mayor tranquilidad.
-El Chacho, que es quien manda estas fuerzas, es un hombre humano y bondadoso, es preciso no dar motivo a que venga el mismo Quiroga, y lo pasaremos mejor.
Cada cual entregó al Chacho el poco dinero de que disponía, y nadie fue molestado en lo más mínimo. Dos días permaneció allí el Chacho, y ninguno tuvo de él ni de su tropa el menor motivo de queja. En los departamentos de Catamarca no había negocios de ninguna clase, de modo que sólo podía sacarse contribución en víveres, pero el Chacho no incomodó ni molestó a nadie. Recibió complacido lo que cada cual quiso llevarle, y se retiró dejando las mismas autoridades que había encontrado.
-Es necesario que ustedes acepten buenamente lo que les mande el coronel Quiroga -les dijo a la despedida-, y yo les garanto que no tendrán que arrepentirse.
Esta fue la conducta que siguió el Chacho en todos los departamentos que recorrió hasta su vuelta a Catamarca.
Un día fueron a quejársele dos mujeres de que habían sido robadas y violentadas por un grupo de soldados a quienes había permitido, la noche antes, salir a pasear, pues acostumbraba darles puerta franca por turno de diez hombres.
El Chacho llamó a todos los soldados que habían salido y fácilmente averiguó quiénes habían sido los autores del atentado que se le denunciaba. En el acto les quitó el robo, que consistía en unos pocos pesos y algunas alhajitas, devolvió el todo a aquellas infelices, y en presencia de ellas mismas dio a los soldados, que eran tres, una vuelta de azotes y palos con su arriador de algarrobo. Esto bastó para que nadie incurriera en igual delito, pudiendo el Chacho licenciar a toda su tropa, en la seguridad de que nada malo había de suceder.
El Chacho empezó así a extender su prestigio por Catamarca y el cariño que en todas partes le demostraban. Todo cuanto le llevaban, fuera en artículos o dinero, lo repartía entre su tropa, sin reservar para él absolutamente nada. Así se verá que cuando lo apuraba la necesidad, se acercaba al fogón de sus soldados, pidiéndoles que lo convidaran con lo que tuvieran. Y los soldados, que veían esto, se habían habituado a respetarlo más por sus prendas que por su valor mismo.
Cuando regresó a Catamarca, y dio cuenta a Quiroga de lo que había hecho, éste aprobó cuanto dijo, puesto que de un modo o de otro, conseguía su objeto, que era la dominación.
-Las autoridades que quedan en todas partes responden al coronel Quiroga y harán lo que éste les mande -dijo-, puede usted estar seguro de ello.
El Chacho no pudo menos que asombrarse al conocer todos los excesos y violencias que había cometido Quiroga en la capital. Las casas de negocio, las pocas casas de negocio que había en Catamarca, habían sido saqueadas por la soldadesca que, desparramada en todo el pueblo, cometía todo género de abusos y de horrores. Los que se habían atrevido a llevar la queja a Quiroga, habían recibido de sus manos unos buenos puñetazos, como prevención de lo que les sucedería si insistían en sus quejas. De modo que no tenían más recurso que dejarse saquear impunemente, dándose por felices de que no les sucediera algo peor.
Quiroga no había respetado nada ni a nadie, cruel hasta la ú ltima exasperación. El mismo calculaba lo que las personas tenían, imponiéndoles la cantidad que le habían de llevar como contribución, y si no podían completarla, los castigaba sin más trámite con una buena paliza.
Los partidarios de Rosas habían rodeado a Quiroga, aplaudiendo sus hechos bárbaros y felicitándolo por las bárbaras medidas que tomaba. Y daban bailes y fiestas de todo género en honor del feroz caudillo, los unos porque eran tan bandidos como él y a su sombra podrían hacer mil iniquidades, y los otros porque comprendían que ésta era la única manera de escapar a las atrocidades que se cometían. Y Quiroga lo pasaba de fiesta en fiesta y de jugada en jugada, mientras sus soldados, si no se entregaban a mayores excesos era porque no querían.
Rosas no podía menos que aplaudir los actos de Quiroga, que estaba poderosamente sostenido por López, de Santa Fe, y que era un elemento incomparable para sostener aquella política de sangre y robo. Así es que la conducta de Quiroga no sólo fue aprobada con las palabras más entusiastas, sino que se le facultó para que, antes de retirarse de Catamarca, dejara un gobernador rosista, con quien pudiese marchar de perfecto acuerdo en todo.
Quiroga dominaba por completo a las provincias de La Rioja y Catamarca, pero ya aspiraba a extender su dominación a Santiago y las demás del Norte, que empezaban ya a conocerlo de nombre y de hechos.
El Chacho respetaba sus órdenes como superior y las cumplía de la manera que hemos indicado, pero no se prestaba a ejecutar las crueldades por él dispuestas, siguiendo en su sistema bondadoso. De esto había resultado que los mismos perseguidos por Quiroga se amparaban con el Chacho, buscando en él la protección necesaria, habiendo muchos que venían a su lado para estar más seguros.
Quiroga se retiró a La Rioja, una vez que estableció el gobierno que quería, dejando al Chacho un poco de tiempo más para que lo sostuviera y lo afianzara por completo. Ya él entraba más de lleno en los manejos y combinaciones de la política federal, no pudiendo atender sino por medio del Chacho a la estabilidad de sus ideas y sistema especial de gobierno.
Aquellos dos gobernadores respondían a Quiroga de tal manera, que no daban ni un solo paso sin consultarlo, obedeciendo inmediatamente sus menores indicaciones. Podía decirse que él era el ú nico gobernador de ambos, siendo ellos simples empleados suyos que no se atrevían a contrariarle en lo más mínimo.
El derrumbamiento del gobierno de Catamarca le había dado un crédito fabuloso como militar, crédito que se había repartido con el Chacho, cuya fama de bueno cundía, haciendo poderoso contraste con la crueldad proverbial de Quiroga. Todo el tiempo que el Chacho estuvo en Catamarca fue ganando en la estimación del pueblo, que veía en él una garantía de paz y seguridad. El Chacho había quedado solamente con las milicias de la Costa Alta, que eran las que se distinguían por su orden y conducta irreprochable.
Así cuando el Chacho recibió orden de retirarse a Huaja y esperar allí órdenes, el sentimiento público fue grande, acompañ ándolo todo el pueblo hasta su salida de la capital y siendo vitoreado y obsequiado cariñosamente en todos los departamentos por donde pasaba. Buen mozo y con el prestigio de su valor y sus hechos, las familias lo habían obsequiado de todos modos, repartiendo él los regalos recibidos entre sus oficiales y su tropa. Así éstos cobraron por el Chacho verdadera adoración y profundo respeto.