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EL VÉRTICE

I

El nombre del amo era Mateo Renaldo Colón y, ciertamente, aquella mañana de invierno del año 1558 tenía fundados motivos para no concurrir a la cita habitual que todos los días, antes de la misa, lo reunía con su Leonardino. Encerrado entre las cuatro paredes de su claustro de la Universidad de Padua, Mateo Colón escribía.
   "Si me asiste el derecho de poner nombre a las cosas por mi descubiertas, lo llamaré Amor o Placer de Venus", apuntó Mateo Colón y así concluyó el alegato que había estado redactando durante toda la noche. En el mismo momento en que cerró el grueso cuaderno de tapas de piel de cordero sobre el que escribía, escuchó las campanas que llamaban a misa. Se frotó los párpados; tenía los ojos rojos y la espalda fatigada. Miró hacia la pequeña luna que se alzaba por encima de su pupitre y comprobó que la vela que estaba junto al cuaderno ardía ahora inútilmente. Más allá, sobre las cúpulas de la catedral, el sol empezaba a entibiar el aire y a evaporar de a poco el rocío que reverdecía el pasto del jardín sobre el que se cernía la Universidad. Desde el otro lado del patio llegaba el perfume del incienso recién encendido de la capilla que por momentos se trocaba, según lo dispusiera el viento, por los aromas hospitalarios de la humeante chimenea de la cocina. Y conforme el sol ascendía por sobre las tejas de la recova, en la misma proporción iba creciendo el tibio alboroto que llegaba desde la piazza dei frutti. Los gritos de los tenderos y el pregón de los vendedores ambulantes, los balidos de las ovejas que se ofrecían a dos ducados, según vociferaban las campesinas que bajaban a la ciudad, contrastaban con el monástico silencio que imponía el tañido de la campana que llamaba a misa.
   Todavía somnolientos, estregándose las manos para morigerar el frío y echando un vapor blanco por la boca, los alumnos salían de los pabellones hacia la recova que circundaba el patio central, convergiendo todos en una fila que se iniciaba en la entrada del pequeño atrio de la capilla.
   De pie junto al párroco, Alessandro de Legnano, el decano de la Universidad, velaba el orden con unción e imponía silencio con miradas severamente impartidas aquí y allá o, llegado el caso, con un carraspeo puntualmente dirigido a los contraventores.
   Antes de que sonara la última campanada, Mateo Colón se incorporó y caminó hasta la puerta. Sólo cuando giró el picaporte y comprobó que la puerta de su claustro estaba cerrada por fuera, recordó que aquellas campanas no doblaban para él. La fatiga de la noche en vela, pero más la fuerza de la costumbre —que cada mañana lo conducía hasta la capilla después de una breve visita a la morgue—, le habían hecho olvidar que ahora —por disposición de los Superiores Tribunales— estaba preso en su propio claustro. Sintió remordimiento por su Leonardino. Acaso debería sentirse agradecido por su suerte; sin duda hubiera sido peor ocupar una celda fría y mugrienta en la cárcel de San Antonio. Acaso debería agradecer al Tribunal y al decano el hecho de no estar engrillado de pies y manos y poder ver el tibio sol de invierno a través de la pequeña luna de su claustro. Ciertamente, los cargos que se le imputaban merecían el mayor de los rigores: herejía, perjurio, blasfemia, brujería y satanismo. Por mucho menos que semejantes acusaciones se encarcelaba a los penados. Ahora mismo, desde su claustro, podía oír cómo los viandantes insultaba —entre escupitajos— a los reos exhibidos en los cepos de la plaza. Y no eran más que ladrones de baratijas.
   Los últimos alumnos que pasaban junto a la ventana del claustro de Mateo Colón se ponían en puntas de pie y miraban hacia el interior; entonces el anatomista podía escuchar los murmullos y las risitas maliciosas de aquellos que, hasta ayer, habían sido sus propios alumnos e, inclusive, de los que podían haber llegado a ser sus fieles discípulos. Podía verlos.
   Aunque quizá debería estar agradecido de su suerte, Mateo Colón maldijo el día en que abandonó su Cremona natal. Maldijo el día en que su actual verdugo, el decano, decidió ponerlo al frente de la cátedra de anatomía v cirugía. Y maldijo el día en que, cuarenta y dos años antes, había nacido.

 

 

II

 

"Il Chirologi" a decir de sus paisanos, "Il Cremonese", en su exilio en Padua, Mateo Renaldo Colón había estudiado Farmacia y Cirugía en la Universidad en la que ahora estaba preso. Fue el más brillante discípulo de Leoniens primero y de Vesalio después. El mismo maestro Vesalio sugirió al decano, Alessandro de Legnano, que fuera su discípulo cremonés quien lo sucediera al frente de la cátedra, cuando, en 1542 marchó a hacer escuela en Alemania y España. Siendo todavía muy joven, Mateo Colón se ganó, por derecho, el título de Maestro dei maestri. Para orgullo de Alessandro de Legnano, su catedrático cremonés descubrió las leyes de la circulación pulmonar antes aún que su colega, el inglés Harvey, quien, injustamente, se ha quedado con los laureles. Muchos lo consideraron un lunático cuando afirmó que la sangre se oxigenaba en los pulmones y que no existían orificios en el tabique que divide las dos mitades de corazón, atreviéndose a refutar al mismísimo Galeno. Y por cierto era aquella una afirmación peligrosa: un año antes, Miguel de Servet había sido obligado a huir de España cuando, en su Christianismi Restitutio, declaró que la sangre era el alma de la carne —anima ipsa est sanguis—; su intento de explicar en términos anatómicos la doctrina de la Santísima Trinidad lo llevó a las hogueras de Ginebra, donde lo quemaron con leños verdes "para prolongar la agonía" 1. Pero los laureles del descubrimiento de Mateo Colón habría de llevárselos el inglés Harvey cien años después y, según señaló Hobbes en De Corpore, "ha sido el único anatomista que ha visto aceptar en vida su doctrina".
   Mateo Colón era, eminentemente, italiano; hijo de la plástica, de la gala y el ornamento. Hijo pródigo de aquella Italia en la que todo, desde las cúpulas de las catedrales hasta el vaso donde bebía el labrador, desde los frescos que adornaban los palacios hasta la hoz con la que el campesino hacía la siega, desde los capiteles bizantinos de las iglesias hasta el cayado del pastor, todo, era de una factura prodigiosa. De aquella misma factura estaba hecho el espíritu de Mateo Colón; de la misma galanura ornamental, de la amable gentilezza italiana. Todo estaba animado con el hálito de Leonardo; el artesano era artista, el artista, científico, el científico, guerrero y el guerrero, de nuevo, artesano. Saber era, además, saber hacer con las manos. Por si faltaran ejemplos, con sus propias manos, el mismo papa Eugenio I le había cortado la cabeza a un prefecto un poco díscolo.
   Con la misma mano con la que deslizaba la pluma sobre el cuaderno de tapas de piel de cordero, Mateo Colón sabía empuñar el pincel y preparar los óleos con los que pintó los más espléndidos mapas anatómicos; capaz, si quería, de pintar como Signorelli o como el mismo Miguel Angel. En su autorretrato se presentó a sí mismo como un hombre de rasgos finos pero enérgicos; los ojos renegridos y la barba oscura y espesa revelaban, acaso, un ascendiente moro. La frente, alta y prominente, quedaba enmarcada entre dos bucles que descendían hasta los hombros. Según su propio testimonio, tenía unas manos delicadas y pálidas, cuyos dedos —largos y delgados— le conferían una elegancia que se diría casi femenina. Entre el índice y el pulgar sostenía un escalpelo. El autorretrato no fue solamente un fiel testimonio de su fisonomía, sino también de su obsesión; si bien se mira —pues es francamente difícil de advertir—, debajo del bisturí, en la base inferior del cuadro puede distinguirse, entre una bruma difusa, el cuerpo desnudo e inerte de una mujer. La pintura recuerda a otra contemporánea: el San Bernardo de Sebastiano del Piombo; la desproporción que existe entre la beatitud de la expresión del santo v su actitud, clavando su cayado sobre el cuerpo de un demonio, es la misma que se advierte en el gesto del anatomista mientras hunde su escalpelo en la femenina carne. Es la suya una expresión de triunfo.
   En una época hecha de nombres, de singularidades, Mateo Colón llevaba su nombre como quien carga con un lastre; ¿cómo evitar el forzado cono de sombra al que lo sometía la memoria de su ilustre tocayo genovés? Mateo Colón estaba condenado a la parodia, a la burla fácil de sus detractores.
   Su obra, ciertamente, no fue menos extraordinaria que la de su homónimo. También él descubrió su "América" y, como él, supo de la gloria y de la desdicha. Y supo de la crueldad. Mateo Colón, a la hora de fundar su colonia, no tuvo más escrúpulos ni piedad que Cristóbal. El madero del asta fundacional no iba a estar clavado en las tibias arenas del trópico, sino en el centro de las tierras descubiertas que reclamó para sí: el cuerpo de la mujer.