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NOTICIAS SECRETAS DE AMÉRICA

 

   El mapa estaba en la cancha de fútbol. Era el más grande del mundo. Noventa metros, decían. Entrando por la costanera, dabas pronto con Tierra del Fuego. El otro lado del mapa, o sea la Quebrada de Humahuaca, llegaba hasta las inmediaciones del arco, pero el territorio se desplegaba todavía más allá, tal vez hasta Chuquisaca, puede que hasta Rincón de los Muertos, tal vez hasta Lima, quién sabe. Esta era una zona difusa, apenas marcada en la cancha con algunos arroyos de compromiso. Lo mejor estaba en el Sur, con sus cordilleras nevadas y los lagos azul profundo. A las maestras podías verlas sobre el Atlántico, de Samborombón para abajo, lo más lejos posible del Chancho. Es decir, cuando les tocaba poner en escena sus estampas patrióticas. Ahora estaban ahí desde las nueve de la mañana, esperando la llegada del Ministro. Una niebla inoportuna se había posado en la pampa, junto con la humareda proveniente de la quema. Cuando todo el mundo ocupaba su sitio, a Atahuallpa le vinieron ganas de mear, lo cual desató un revuelo. Hubiera sido horroroso que justo cayera el Ministro.
     El Chancho controlaba todo cerca de Cabo Polonio. Salvo el olor a basura quemada, no molestaba mucho aquel efecto brumoso. Disimulaba ciertas imperfecciones. A dos o tres mamarrachos les daba un toque fantasmagórico. A Namuncurá, por ejemplo, lo había arreglado la hermana. Bueno, más bien parecía un travesti. Mientras tanto, el Chancho barría la escena con su perfil de aguilucho. De pronto captó una brocha olvidada en las Cataratas, ante lo cual cruzó el Uruguay en dos saltos y procedió a retirarla. Siguió un intervalo tranquilo, con algunas desgracias menores (a Beresford se le salían las botas, a Pizarro se ]e venía el yelmo sobre la cara). Estaba programado que el Ministro haría su ingreso por Humahuaca. Unos gauchos de Güemes le saldrían al encuentro. En eso la Chela advirtió que Gonzalo de Abreu estaba mal ubicado. "Corrélo para Tucumán. ¿No ves que está en Catamarca?", le gritó a la de tercero. Los vecinos miraban desde la calle. La escuela era el orgullo del barrio. Pero se estaba arruinando el tiempo. Un aire frío disipaba la bruma. Casi podía leerse el cartel que atravesaba la entrada. "Bienvenido Señor Ministro." La vieja de Castellano apareció con un termo. Era chocolate caliente. "No te volqués encima", te dijo. No la pasabas tan mal bajo tu poncho de mazorquero. En cambio los indios diaguitas estaban medio morados. "Que se jodan por boludos", murmuró el almirante Brown. "Ellos mismos se la buscaron." Ahora el cartel de la puerta podía leerse completo: "Instituto Moderno de Buenos Aires. 1925".

***

En el colegio ya no te patrioteaban como antes. Para empezar, no tenías obligación de pararte cada vez que oías decir San Martín. Cantabas un himno más light, como regía desde principios de siglo. Lo habían lijado un poco. ¿Qué otra cosa podían hacer? Necesitaban cortarla con los insultos, como explicó en su momento un operador del Ministro. "Tigres sedientos de sangre" y todo eso. Culpa del himno el embajador no pisaba la presidencia, sobre todo los 9 de julio. A decir verdad, tampoco mostraban mucho aspecto de tigres los vascos y los gallegos que desembarcaban todos los días frente al Hotel de Inmigrantes, pero ésta era otra cuestión. Resultaba inútil decirle al embajador que lo de "vil invasor" no corría para los españoles hermanos. La letra se refería más bien a los americanos traidores. Había dos, en principio, que bien podían ser los del himno, unos arequipeños que terminaron a la cabeza del ejército español. Pero el embajador no cejaba. Preguntaba esto y aquello. ¿"A sus plantas rendido un león"? ¿Y eso qué coño significaba? ¿Quién se rindió? ¿De dónde sacaban tantas mentiras? España jamás se rindió. Ese era el fondo de la cuestión.
     Por eso la presidencia estaba tan apurada. Era urgente aflojar con el himno. ¿Hasta cuándo los argentinos seguirían haciendo el papel de pendejos? ¿Acaso los españoles no estaban poniendo en el diccionario los americanismos y eso? Pero el plan de meter mano en el himno desató un escándalo en el Congreso. Al final el Presidente firmó un decreto que suprimía las partes duras. Con dos cuartetas ya estaba bueno, dijo el Zorro del Desierto. En adelante deberías conformarte con eso. ¿A qué remover las heridas? El gesto fue celebrado con un banquete. Al cabo de tanta ausencia, los españoles podían volver a la Casa Rosada a brindar por la libertad.
     Eso les pasa de puro jodidos, rezongó el embajador en privado, algo que, a su juicio, les venía a los argentinos desde la época en que odiaban a los españoles como a nadie en el mundo y les daban el mote de sarracenos. En pocas partes de América ese sentimiento fue tan intenso. Los paraguayos, por dar un caso, se mostraron mucho más fríos. Recién a veinte años de terminada la guerra se les había ocurrido buscar un poeta en Montevideo que pudiera escribirles el himno. Contrataron a Pancho Acuña de Figueroa, un traductor de La Marsellesa que venía de hacer el himno uruguayo. Desde su Oda al Silfo de Montevideo, Acuña era el poeta de moda. Pero en el Paraguay cayó mal que ni siquiera se tomara el trabajo de conocer el país. Todavía faltaba la música, pero aquella gente llena de sentido común no quería perder un minuto para el estreno. Ya que compartían el mismo poeta decidieron cantarlo con la música del himno uruguayo, aunque otras veces usaban el himno argentino que también le iba como anillo al dedo. Finalmente los paraguayos tuvieron SU propia canción de la patria con el auxilio de Francois Sauvageod de Dupuis, un francés contratado por Asunción para organizar sus bandas de música. Del trabajo de Sauvageod no pudo salvarse ni una corchea, pues todo fue reducido a cenizas cuando los brasileños quemaron la capital. Eso fue al acabar la guerra de la Triple Alianza. Allí se perdieron los últimos papeles que le quedaban al Paraguay. Para entonces, a decir verdad, apenas veías carpetas en los archivos, ya que todo el papelerío sobrante terminaba en manos del Cabichuí. Este era el diario que aparecía en el frente. Funcionaba en una carreta y el gobierno le remitía hasta las leyes escritas de un solo lado. Lo malo fue que tampoco llegaron a publicar la letra. Cien veces habían estado a punto de hacerlo, pero siempre surgía otra urgencia. Así que luego de la derrota el himno cayó en el olvido. Un día se descubrió que en veinte años nadie había vuelto a cantarlo. Cuando por fin entendieron que la letra no estaba en ninguna parte, se lanzaron a la tarea de reconstruirlo. Fue preciso visitar a los viejos y sacarles los versos con tirabuzón e incluso hacerlos cantar un poco para ir rehaciendo la partitura.
     En el Paraguay resultaba difícil tomarse las cosas a la tremenda. Al embajador español nunca se le hubiera ocurrido quejarse del himno. Vista desde Asunción, la guerra con los sarracenos parecía una desmesura, tal vez un malentendido, una mera guerra civil que se hubiera podido arreglar de otra forma. En realidad, los paraguayos habían tenido mil atenciones con la Patria Vieja. Recibieron la revolución con calma y después nadie tuvo que rectificarse. Se quitaron por ley sus apellidos indígenas y pronto hicieron lo mismo con la nomenclatura guaraní de sus pueblos, que reemplazaron por buenas palabras en castellano. Nada que ver con los yanquis, como recordaba oportunamente un embajador veterano. Luego de haberse sacado de encima a Inglaterra, esos tipos no hacían más que criticar el idioma y vivían amenazando con pasarse al ídish.
     En cambio las Provincias Unidas debieron reconocer por decreto que no hay enemigos para siempre. La reconciliación tardó demasiado. La guerra había durado una eternidad. Desde la primera deportación, la vida de los colonos se había vuelto un calvario. Los primeros en ser fletados fueron los funcionarios del rey. ¿La verdad? No se la vieron venir. Los rebeldes los habían invitado al fuerte a conferenciar con la Junta. Los españoles creyeron que iban a restituirles el mando. Por eso llegaron en coche y con bastones de puño de oro, que era su insignia de autoridad. En cambio fueron conducidos al muelle con escolta militar. Fue una procesión dolorosa en mitad de la noche, como cuadraba al entierro de la administración colonial. Un buque inglés aguardaba para llevarlos a las Canarias. Tenía severas órdenes de hacer un viaje directo. Prohibido recalar en Montevideo o tocar cualquier otro punto de América. En pago de aquel servicio, al capitán Bayfield le permitieron desembarcar todo el r apé que traía. También pudo bajar cien mil pesos en géneros y llevarse otro tanto en mercadería local, siempre libre de impuestos. El trueque con Bayfield fue muy sencillo porque su consignatario de Buenos Aires integraba la junta rebelde. Se llamaba Juan Larrea. Este le aclaró al Capitán que si violaba el acuerdo no volvería a ver un centavo de la plata que le debía. A partir de entonces, los colonos se transformaron en parias. Tenían prohibido desde poner un negocio y casarse con una americana (salvo que fuera negra) hasta montar a caballo o andar por la calle de noche. El Indio llegó a echarlos de Lima y repartió sus mejores fincas entre veinte oficiales del ejército. Los colonos ya no podían con su alma. Era visible que a cierta gente se le estaba yendo la mano.

 

Pero esto era ya historia antigua. Cuando pasó lo del himno, los viejos ogros desalmados estaban en otra cosa. Ahora tenían el Club Español y la Sociedad de Socorros Mutuos. Incluso habían organizado una suscripción popular para regalarle un buque de guerra a España. Pensaban mandarlo a Cuba para aplastar a los insurgentes. Era lo último que les quedaba en América. Por otra parte lograron que volara la estrofa del león rendido. ¿Qué más podían pedir? Organizaron una fiesta monstruosa para agradecer el gesto del Presidente y el nuevo himno fue interpretado por una orquesta de mil instrumentos.
     Un español que había vivido en La Habana siguió la remake del himno con lágrimas en los ojos. "Me hace acordar a La Noche de los "Trópicos", le comentó a su mujer. Se refería al estreno de la sinfonía de Moreau Gottschalk en el Teatro Tacón de La Habana. Entonces habían participado cuarenta pianos, ochocientos ochenta músicos y una batería de tambores tocados por negros. Moreau Gottschalk era un músico de Nueva Orleáns que según Chopin iba camino de convertirse en el mejor pianista del mundo. En esa gira por Sudamérica tocó en Santiago y en Buenos Aires. Pero aquí agarró la epidemia de cólera y luego la guerra del Paraguay, de modo que su concierto no llegó a compararse con el que dieron los españoles.
     La cirugía del himno sirvió para sellar la paz. Se venía el Centenario y era preciso abuenarse para que uno de los Borbones llegara a presidir los festejos y el pendón de Castilla volviera a pasear por los bulevares. El embajador estaba radiante. Los españoles llevaban cuatrocientos años de guerra y manifestaban cierta fatiga. Julián Juderías, un madrileño que se había pasado la vida defendiendo el honor de los españoles, anunció que había llegado la hora de silenciar a los perros que vivían ladrando contra el pasado de España. ¿Acaso no habremos hecho algo más en la vida que arrasar civilizaciones enteras?, reflexionó Juderías. Resolvió salir al cruce de aquellos campeones de la mala leche, que en vez de conquistadores heroicos sólo veían degenerados que andaban llevando la sífilis de aquí para allá, sin molestarse en tomar una nota mientras demolían Tenochtitlán. Se dedicó a escribir un libro destinado a pulverizar la Leyenda Negra, probando de entrada que España recién empezó a quemar sus herejes cuando en París faltaba la leña de tanta bruja incinerada. Luego demostró en dos patadas que la conquista de América fue una empresa típicamente caballeresca, digna de aquellos cultos adelantados que entre poema y poema se despachaban con algún tratado sobre el arte de las batallas.
     Mientras tanto, aquí comenzaba a reverdecer una vieja discusión: ¿quién debería contarte la verdad de la milanesa? Es decir: ¿a quién podía tocar el papel de hacerte amar a la Patria más que a tu propia vida sino a la señorita Chela? ¿Podías pensar en alguien mejor que tu abnegada maestra para revelar los viejos entretelones? ¿Era posible, entonces, que arrojáramos nuestras criaturas a extranjeros sospechosos? Porque eso era lo que estaba ocurriendo. Las colectividades abrían escuelas todos los días y reservaban un lugar más que modesto al pasado criollo. Los párvulos de la Boca sabían más de Giuseppe Garibaldi que del Negro Falucho. La respuesta oficial brotó como un rayo: al despuntar este siglo, únicamente ciudadanos autorizados podían dedicarse a enseñar la auténtica y excitante historia de los padres de la República.
     Con tanta polémica al fuego, hasta el idioma de la Iglesia cayó en la volteada, cuando el ministro de Educación se mandó contra los latines durante la presidencia del Zorro. Osvaldo Magnasco provocó la furia de medio país al arremeter de pasada sobre la sagrada figura de los bachilleres. Menos Licenciados en griego y más técnicos en Lechería. ¿Qué pretendía el Ministro? Que la acabaran con tanto colegio al pedo. A ver si entendías de una vez por todas que la filosofía no basta. Podías recitar de memoria el Código Triboniano, pero para soldar una sembradora debían llamar a un gringo. Sin embargo Magnasco era un latinista fino, capaz de pasar al castellano hasta la última "Oda" de Horacio. Pero había tenido la tonta idea de criticarle al Generalísimo su traducción de La Divina Comedia. ¿Qué necesidad hay de meterse con el tipo más importante de la República?, le reprochaba su esposa. "Está plagada de errores", refunfuñaba Magnasco. "Eso te pasa al meterte con autores intraducibles", añadió comprensivamente. Los acólitos del Generalísimo jamás se lo perdonaron, mientras los diarios aprovechaban para remover el cuchillo. Al final los diputados destrozaron el proyecto y el Zorro echó su ministro a las fieras.
     Era funesto meterse con eso. Los flacos de las mejores familias tenían que leerlo de corrido. Si pretendías ser abogado, la mitad de tu carrera se la llevaba el latín. Sólo ingresabas en la Academia si dabas tu conferencia (mínimo cuarenta páginas) sin comerte una sola declinación. Por eso convenía empezar cuanto antes. Los chabones del Colegio eran conscientes de la envidia que desataban. Andaban chapurreando a Virgilio hasta al salir de paseo. Tan insufribles como sus colegas ingleses de Eton, pasaban los jueves y los domingos de uniforme reglamentario: levita, sombrero de copa y chaleco blanco. Llegaban caminando por el bajo y hasta los crotos de la ribera los contemplaban maravillados.
     Pero aunque tuviera padrinos tan poderosos, el latín estaba realmente muerto y sólo faltaba echarlo a la fosa. Incluso los alemanes, que adoraban las cosas viejas, decían que precisabas alma de acero para sortear su mortal aprendizaje, a cambio de beneficios más que dudosos. Los latinistas palidecían como si acabaras de vomitar por el inodoro la llave del saber humano. Rogaban al menos que se mostrara cierto respeto por la madre del castellano. La tribuna se meaba de la risa. ¿La madre de quién? ¡Si cualquiera sabía que la madre del castellano era el vasco!
     La ola abolicionista provocó unos cuantos incendios. En Santiago de Chile las discusiones tomaban estado público y era preciso llamar a la policía. Los canallas de la barra puteaban a Tito Livio y tachaban a Cicerón de homosexual ignorante. Los latinistas empezaron a batirse en retirada, pensando que había una conspiración destinada a transformar su lengua en algo tan triste e ingrato que con sólo vertir su nombre sacudirías de horror a los niños. A la cabeza de los herejes figuraba el infaltable Vicuña Mackenna, que acusaba a los jesuitas de haber torturado con el latín hasta a los indios del Paraguay. Para Vicuña todo estaba muy claro. Aún te cruzabas en plena selva con guaraníes que hablaban latín de corrido pero que no sabían una palabra en la gloriosa lengua de la conquista.

***

¿La verdad? Los colegiales porteños ya no la pasaban tan mal, o al menos les iba mejor que durante los días de la Mazorca, cuando las escuelas de Buenos Aires llegaron a depender de la policía. Los planes educativos del Restaurador nunca fueron demasiado rumbosos. Meter a los pobres en el colegio le parecía autoritarismo de baja estofa, lo cual no dejaba de sonar delicioso en su boca. "Esto sólo les quita tiempo para buscarse el sustento y ayudar a sus padres", escribía desde Southampton a su amiga Pepita Gómez, una estanciera pudiente que vivía en la calle Potosí. Se ve que el tema le continuaba picando. Aunque estaba a punto de perder la granja por deudas, todavía se mostraba con ánimo para repasar sus antiguas ocurrencias. ¿De qué sirve la escuela?, se preguntaba. Sólo para llenar la cabeza del pobrerío con apetitos incontrolables, camino que fatalmente te conducía a la vagancia y al crimen.
     La Pepa, que las pasaba negras para mandarle un giro todos los meses, no tenía tiempo para estas divagaciones. Cada vez le resultaba más arduo pasar la gorra por Buenos Aires. De los parientes de Rosas sólo recibía desplantes. Los Anchorena, que le debían hasta la última vaca, ahora se referían a él como si hablaran del capataz. Urquiza, su viejo amigo, también le había cortado los víveres, eso que Rosas ya no le decía loco traidor y en cambio le mandaba cartas muy respetuosas donde se la pasaba llamándolo señor presidente y alabando su sabiduría y virtud. De modo que, fuera de algún amigo, apenas le quedaba un puñado de mujeres que aportaban todos los meses. Rosas le remitía un recibo a la Pepa para cada contribuyente. Una vez le propuso a su amiga que se cobrara una comisión y dedujera sus gastos, pero ella no se dignó a contestarle.
     La verdad es que Rosas se fue con lo puesto. Fuera de la Pepa y de su granja alquilada, sólo le quedaba Manuelita en el mundo, ya que Juan Bautista apenas contaba. ¿Contaba Pedro Rosas y Belgrano, el hijo que tuvo el General con una de sus siete cuñadas? Contaba hasta cierto punto: su testamento no hablaba de ningún hijo adoptivo. ¿Y los cinco bastardos que tuvo con su amiga Eugenia Castro? Esa era una tribu insufrible de mangueros empedernidos. Una vez mandó algunas líneas con un pequeño regalo: "Querida Eugenia: Estos tres pañuelitos son para vos, otro para Canora y otro para el Soldadito". Las dos chicas de Rosas trabajaban de sirvientas, mientras que Adrián era pocero y otro muchacho era peón en Tres Arroyos.
     También le quedaban dos peones que trabajaban por hora, un par de lecheras Jersey, doscientas cincuenta gallinas y un chancho eternamente dispuesto a fugarse. Era una pampa de utilería ubicada en los aledaños de Burgess Street. El ex dueño de la Argentina la había redecorado con palenques de roble y estratégicas enramadas. Ahora, barbudo y prácticamente sin pelo, recorría a grandes zancadas su propiedad. Algún cazador furtivo se arrimaba cada tanto a los cercos para espiar al nuevo landlord, que siempre andaba de espuelas y boleadoras en la cintura, acompañado por un negrito que corría detrás con el mate. Esta era la imagen que difundían sus enemigos de Buenos Aires, pero unos chilenos que pasaron por Southampton cuando Rosas orillaba los sesenta, se las vieron con un caballero a la inglesa, sin rastros de chiripá ni chaleco rojo. Lo de la barba era cierto, pues sólo se afeitaba los sábados por razones de economía. Tenía un ama de llaves llamada Mary y soñaba que pronto le llegaría una carta rogándole que volviera para salvar a la Patria.
     El Restaurador conservaba un grupo de seguidores en Buenos Aires que aún deliraban con eso. Desde su partida de la Argentina, ellos venían bregando para que tomara pasaje en un buque y simulara dirigirse al Pacífico. Proyectaban desembarcarlo cerca de Cabo Polonio, donde otro buque lo haría llegar hasta Lobería. Allí debía estar todo listo para el salto a Buenos Aires. Pero Rosas no quiso saber palabra. Dicen que su apego a la autoridad era tan grande que nunca se hubiera mezclado en un golpe militar. Los franceses podían llamarlo Calígula y acusarlo de planificar el degüello de todos los europeos del Plata, pero tanto el Restaurador como el Foreign Office sabían que eso era una estupidez. Para los residentes británicos de Buenos Aires, su caída fue una calamidad.
     Una vez nada más, podría decirse, había estado a punto de perder la paciencia y de pasar a degüello a los residentes ingleses. Fue cuando el Foreign Office pretendió convertir a Montevideo en un protectorado británico. El sitio ya llevaba nueve años. De no ser por la Royal Navy, Rosas ya lo habría terminado. Nadie comprendía muy bien lo que sucedía allí dentro. Casi todos los residentes eran de afuera. La defensa corría por cuenta de los italianos, los británicos y los franceses. Pero el jefe de la ciudadela era un general argentino, enemigo jurado del Restaurador. Codo a codo con él peleaban todos los exiliados de Buenos Aires. Por el lado del río no tenían problemas, pues estaban la Royal Navy y los franceses. La escuadra del viejo Bruno tampoco representaba un peligro, pues los ingleses le tenían prohibido que se moviera del fondeadero. Al irlandés le bullía la sangre. Aunque había eliminado rápidamente a la flota montevideana comandada por Garibaldi, ahora los ingleses lo tenían neutralizado. Al primer cañonazo que disparara contra Montevideo, le hundirían todos los barcos.
     Entre los franceses y los británicos las cosas también andaban de culo. Cuando los barcos de Le Predour asediaban Buenos Aires, el gerente de Baring Brothers exigió a su propio gobierno que declarara la guerra a Francia. Pero ésta sólo quería vender sus cositas en Buenos Aires a la manera de los ingleses. El Restaurador decidió darle el gusto. Fue cuando el general La Valle, bien equipado por los franceses, se hizo presente con un ejército dispuesto a despedazarlo. Pero el Restaurador concedió esto y aquello y los franceses dejaron colgado a La Valle a la vista de la ciudad. Luego se reavivó la pelea entre los ingleses y Buenos Aires, de modo que no es posible decir que Rosas pretendiera degollar a éste o aquél. En medio de las intrigas siempre caía el agente de Baring a reclamar algún pago.
     Los únicos que mantenían la calma eran Rosas v el embajador. Ya eran bastante amigos. Una noche terminaban de cenar en Palermo cuando pasó una banda de música. Detrás marchaba una muchedumbre gritando mueras a los ingleses, justo cuando el Restaurador explicaba que resultaba tonto arriesgar a los residentes británicos por las macanas del almirantazgo. Sobre la pared de la sala desfilaban las sombras de las antorchas. El Restaurador preguntó qué pasaba. Están festejando el aniversario, explicó el coronel de turno. Qué aniversario ni nada, se dijo el embajador. Pero guardó un precavido silencio. No quería darles el gusto de mostrarse interesado. Al final no pudo contener la lengua y preguntó acerca de las banderas. La ciudad estaba embanderada de arriba abajo. El Restaurador replicó que nada tenía que ver con eso. Eran cosas del pueblo. Al embajador le parecía raro. En ningún otro aniversario había visto banderas. La gente ni recordaba las invasiones, pero ahora andaban como unos desaforados cagándose en Inglaterra. Rosas estaba encantado. No podía creer que su gente gritara eso, explicó delicadamente mientras ordenaba las damas sobre el tablero.
     Al día siguiente el embajador lo llevó al Calliope a ver Captain Steve. El barco estaba apostado en el río con el resto de la flota británica. El guardiamarina Macleish tenía un grupo de teatro, lo cual significaba una forma interesante de escaparle al suicidio. Llevaban alrededor de tres años fondeados en el mismo lugar. El Restaurador había ignorado tres convites anteriores para ver Lottery Tickett, John Bull y El posadero de Abbeiville. Pero ahora estaba contento. Hubo un aperitivo con poesía. El embajador le tradujo al oído. Era una noche con mucho clima. El Restaurador se dejó arrastrar por las soledades brumosas de los poemas. "Alguna vez debo ir a ese sitio", se dijo entornando los ojos. No soplaba una pizca de viento. Pudo sentir la lozana hierba en los pies descalzos y hasta rozó con los dedos el pulido huevo de un mirlo y terminó por perderse en la sosegada noche.
     "Este barco revienta de putos", murmuró el coronel de turno cuando bajaban al bote. Por una vez el Restaurador prefirió guardarse sus mordaces comentarios. Casi había llegado a tragarse que la cultura junta a los pueblos.

 

 

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***

Sólo habían pasado quince años de la función del Callíope, pero el Restaurador apenas guardaba un recuerdo vago de Captain Steve, aquella obra en tres actos donde el guardiamarina Macleish hacía de novia y el teniente Fletcher de posadera tetona. Ahora era un simple vecino de Burgess Street. A todo el mundo se le pelaba la lengua hablando del nuevo farmer llegado de América, aunque éste ya contaba con el suficiente vocabulario como para cruzar algunas palabras con las comadres del barrio. Para eso había estudiado inglés en el viaje. Como le había dicho a Manuela, si Catón se atrevió con el griego al cabo de los ochenta, él no veía problemas en meterse con el inglés. Cada mañana en el Conflict se había sentado con su hija a descifrar una vic ja gramática sobre la mesa de la cabina. Manuelita no era ninguna lumbrera, pero el Restaurador, aunque sólo llegó a cuarto grado, pasaba por ser un lingüista nato que había sido capaz de escribir un diccionario español-araucano de setecientas carillas a lo largo de muchos años.
     En Londres siguió tomando lecciones particulares, de modo que pronto se defendía bastante. Nada que ver, por lo tanto, con el supuesto gaucho ermitaño que sólo abría su casa a las putas de Southampton y las hacía desnudarse por senas. Sin embargo, jamás alcanzó el nivel suficiente como para mandar una carta al Times denunciando a los argentinos que llegaban con la misión de matarlo, ni para redondear algunas cuartillas con la historia del incendiario demente que redujo a cenizas su tambo con treinta y cinco lecheras adentro. A veces soñaba con ver sus memorias en una vidriera de Covent Carden, publicadas por alguna casa de Londres. Como buen porteño en Europa tampoco retaceaba su envidia por el Imperio. Ni siquiera lo había hecho en Buenos Aires, cuando festejaba con sus ministros el cumpleaños de la reina Victoria o los obligaba a guardar medio luto por el fallecimiento del duque de Gloucester. Y los chismes que remitía a la Pepa sobre la educación de los pobres reflejaban bien las ideas que circulaban en Inglaterra mucho antes de su llegada.
     En 1806, para ser precisos. El año que arribaron los barcos con el tesoro de Sudamérica. Una mañana de otoño, mientras una caravana de carros desfilaba por Parliament Street con el botín de oro fresco, los diputados cruzaban insultos en el recinto. El motivo era la creación de una escuela. Desde afuera llegaban los vítores de la multitud congregada para celebrar la irrupción del tesoro. Ocho carros con cuarenta caballos lo llevaban hasta el Banco de Inglaterra. Varios millones de dólares en efectivo y lingotes. Sobre los carros flameaban los gallardetes pintados con apelaciones bravías: Popham! Beresford! Buenos Ayres! Victory! Dos batallones de marineros cerraban la comitiva. Era la dotación del Narcissus, encargado del transporte. Los tripulantes del barco hacían ondear en sus manos las banderas capturadas. Pero nada calentó tanto a la chusma como la palabra Treasure! estampada en cada carro. Una vez arregladas sus diferencias por el reparto (cuyos detalles más sórdidos podían seguirse en el Times), el almirante Popham y el general Beresford habían remitido a la patria los modestos tesoros del Plata. Cuando el tesoro dobló la esquina y se aquietó el populacho, los diputados retornaron a sus bancas muy animados y procedieron a rechazar el proyecto que los venía ocupando. ¿Una escuela más? Casi nadie votó por la afirmativa. El discurso del miembro informante persuadió a todo el mundo. Pocas cosas resultaban más perniciosas para la felicidad de los pobres que dejarlos ir al colegio, donde sólo aprendían a despreciar su lugar en la vida y a convertirse en resentidos sociales. Durante los siguientes treinta años, entonces, la educación del pueblo británico seguiría librada a las leyes del mercado, tal como sucedió en Buenos Aires durante los días del Restaurador.

 

El demonio de Southampton falleció de pulmonía una mañana de marzo. En la Argentina recién comenzaban las clases. Es posible que un viento helado haya corrido por los pupitres donde aún residía su inolvidable fantasma. Manuelita estaba junto a su padre. Ya no era la princesa de Buenos Aires. Quedaba poco de aquella morocha cautivadora que los ministros del Restaurador arrastraban en su carroza luego de desatar los caballos. Ahora era una gorda feliz. Estaba casada con su viejo amor, cosa que jamás hubiera logrado en su patria. Rosas lo consideró una traición y la expulsó de su casa. Pero el tiempo había limado todo eso, aunque el Restaurador nunca pudo tragar a sus dos nietos ingleses. Ahora ella había venido de Hampstead para despedir a su padre. Manuelita lo agarró de las manos. "¿Cómo anda, tatita?", le preguntó. "No sé, niña", musitó el anciano. Fue lo último que dijo.
     Un maestro de Entre Ríos recordó por esos días que le había tocado ir a la escuela en tiempos de la Mazorca. Se llamaba Onésimo Leguizamón. Jamás olvidaría la escena que debió presenciar una vez. Dos pequeños condiscípulos fueron ajusticiados en la plazoleta del pueblo, acusados de matar a un compañero. El comisario había dispuesto que todos los chicos del grado asistirían a la ejecución. Onésimo se acordaba muy bien del sofocón del maestro para hacerlos llegar a horario y para que mantuvieran la fila cuando empezara el fusilamiento.

La muerte iba a la escuela, te acompañaba de vuelta a tu casa. A veces, por el camino, te aguardaba el consabido cadáver. Los chicos lo presentían de lejos y se iban quedando callados. Los cadáveres frescos aún emanaban ese aroma dulzón que suele preceder a la muerte. Podía tratarse del cuerpo entero o simplemente de la cabeza. A veces bastaba con una mano clavada en un poste, excepcionalmente una lengua si se trataba de algún conocido difamador. Todo estaba bien exhibido. La eficacia del castigo radicaba en su fina presentación.

Los chicos jugaban al Degollado y al Fusilado, al Date Preso y al Azotado. Al final terminaban peleándose por el papel de verdugo. Jugaban también al sepelio y a ninguno le disgustaba que lo eligieran de muerto. Pero el papel de verdugo era el único que se dirimía a trompadas. Como la insignia del gremio era una pequeña escalera para llevar cosida en la capa, el vencedor se la pintaba en la frente con un corchito quemado.

 

Claro que el salvajismo en la escuela no fue invento rosista. Los cordobeses tuvieron un pedagogo famoso que en vez de mandarte al rincón te crucificaba en un gallinero y te dejaba colgado toda la tarde a cargo de tres mastines. Los maestros se tomaban a pecho la disciplina. Entre las listas de material didáctico que pedían al Ministerio era común encontrar algún cepo, como lo prueba la nota elevada por un docente jujeño que con toda nobleza ofrecía hacerse cargo del gasto. Otro tipo de Río Cuarto hacía su entrada en el aula repartiendo bofetadas a manera de saludo y seguramente una que otra patada en el culo. Y el tirón de orejas acostumbrado no era un regaño cordial. Los castigos corporales estaban técnicamente prohibidos, pero seguías volviendo a tu casa con las orejas al rojo vivo. Dejando de lado al Restaurador, que sobre esto nunca hizo declaraciones hipócritas, a cualquier ministro le convenía simular un furioso interés por la escuela. Esto venía desde los tiempos de los colonos. Ya en días de la Virreina Vieja (Juana del Pino, la futura suegra de Bernardino González, Rivadavia para los amigos) se anunciaba por el diario que el vástago más avispado de algún vecino influyente daría sus lecciones en público, cita a la cual concurrían desde los cabildantes hasta las tías del monstruo. En cuanto a los primeros gobiernos criollos, necesitados de pintarle al pueblo un futuro menos oscuro de lo que en realidad se venía, propiciaron las fiestas cívicomilitares en todas sus ceremonias. Y para ello, nada mejor que una escuelita bien apostada.
     Una buena mañana, al despuntar el invierno, un vasco que cinco años atrás había salvado a Buenos Aires de los ingleses fue fusilado en la Plaza delante de los escolares. Tal como decía el programa, éstos lanzaron sus palomas al aire en el momento debido, mientras el pueblo gritaba viva la libertad y las bandas rompían a tocar una marcha. Acusado de contrarrevolucionario y traidor, cosa que jamás pudieron probarle, Martín de Alzaga murió escarnecido por el mismo populacho que había llegado a vivarlo hasta perder el aliento. Ya no era más el Constructor de la Independencia ni el Gran Padre de la Patria. Aquel jubilado de canas revueltas, con catorce hijos a cargo, cayó vomitando sangre, seguramente maldiciendo la hora en que se le ocurrió colocarse al frente de los vecinos para echar a los ingleses. Su crimen fue urdido por un delirante que vivía imaginando conspiraciones. Le inventaron unos testigos y le prohibieron llevar abogado. Declaró a la madrugada y para el mediodía ya estaba muerto.
     Bueno, quién sabe si fue una conjura inventada. Otros dicen que estaba metido hasta las cachas en el golpe que urdía la princesa Carlota para ocupar el trono de Sudamérica. De cualquier modo, lo fusilaron. No consiguieron que delatara a nadie. Antes de sentarse frente al piquete, el ex alcalde español limpió su banquito con el pañuelo. Había pedido que no le vendaran los ojos ni dispararan sobre su rostro. Los tiradores cumplieron. Entonces volaron las gorras y las palomas alzaron vuelo cubiertas de escarapelas. Los chicos de los colegios estallaron en aplausos. El negro Bonifacio Calixto Silva, verdugo suplente y conocido malandra, se dispuso a colgar el cadáver para tenerlo a la vista del pueblo durante cuatro horas adicionales. A la siesta, cuando ya no quedaba nadie, llegó Pepe Martínez de Hoz con una escalera y se llevó a su íntimo amigo para sepultarlo. Fue el único en la ciudad que se atrevió a acercarse al finado.
     Los colegiales en la placita se irían haciendo costumbre, pues nadie resistía la tentación de llevarlos para meter un poco de atmósfera en sus mítines políticos, fueran piedras fundamentales, degollinas o golpes de Estado. Después del fusilamiento del español, los alumnos de la Academia de Matemáticas descubrieron a su profesor favorito sacando la lengua entre un nuevo lote de ejecutados. Era Felipe de Sentenach, otro presunto conspirador, también célebre durante las invasiones por haberse metido en la fortaleza disfrazado de cura para poner una bomba en la santabárbara de los ingleses. De nada le valió la protección de Belgrano, que tiempo atrás lo había designado en la escuela.
     De los políticos que sonaban entonces, Belgrano fue de los pocos que procuraban darte una mano. Era un tipo bastante culto, del grupito autorizado por el Papa y la Inquisición para leer libros pornos y subversivos. Sin embargo, una vez en el poder, este general parecía empeñado en quitarle al clero el manejo de las escuelas, cosa que sorprendió a mucha gente pues nunca osaba lanzarse al combate hasta que el último de sus soldados hubiera rezado el rosario.
     Cuando recién empezaba la guerra, mientras pasaba por Santa Fe a la cabeza de los rebeldes, tuvo la mala ocurrencia de hacerse una corrida al tugurio donde funcionaba la escuela. Nadie supo explicarle por qué la clase era un páramo. Ese día todo el mundo se había hecho la rata. Belgrano mandó llamar a los padres y les dio una cepillada en público. Más adelante, en Jujuy, la siguió con el asunto: resolvió que cada 25 de mayo el maestro tendría un asiento de honor en el Cabildo y que sería tratado como un Padre de la Patria. En fin, ninguno rugió de entusiasmo. Es que nadie parecía tomárselo en serio. En realidad, no veían la hora de sacárselo de encima. Miraban a los rebeldes con odio e indiferencia. Rogaban que los españoles volvieran a tomar la manija. Para ellos, Belgrano era un tipo despótico que siempre estaba inventando algo raro. Por eso nunca se molestaron en hacer unas escuelitas que había pagado de su bolsillo. De todas formas, cuando ya estaba remuerto, un buen día empezaron a meterle su nombre a cuanta placita se les cruzaba por el camino.
     ¿Qué más podría decirse? Lo llamaban "Cotorrita", por unos adornos verdes que se ponía en el uniforme. Con los quilombos que tenía encima, todavía se dio tiempo para bajar a doce guascazos el máximo castigo posible. Eso siempre que te la dieran solas y mediando faltas horribles. Bueno, aquí tampoco llegó a lucirse, con eso del castigo en privado. Dejarte solo con un psicópata era lo peor que podía pasarte. Ya podías verlo al tarado mordisqueando la punta del látigo. "¿Así que nada más que doce azotes? Pero qué bien." Ahora estaba estrictamente prohibido que te pusieran en cuatro patas. Sólo te podían pegar de rodillas.
     Pero ni aun estas cosas lo volvieron popular en la escuela. Es que el ciclo escolar de Belgrano era una pesadilla. Doce meses de clase por año con apenas cinco feriados, en doble turno y sin vacaciones de ningún tipo. Sábados y domingos, actividades, pero tenías libres los jueves desde las dos de la tarde. En cuanto a su campaña contra el castigo, tampoco impresionó mucho al público. Quien más, quien menos, todo el mundo pensaba que convenía apretar a esos guachos. Había una rica bibliografía al respecto. Un cardenal florentino recomendaba que te la dieran bajo cualquier circunstancia. Si resultabas culpable, todo estaría perfecto; en caso contrario, igual habría servido para que aprendieras a ejercitar la paciencia. De cualquier forma, como decía un inglés, la escuela servía para cualquier cosa menos para sacar caballeros.
     Pero cada tanto llegaba alguno de buenos instintos. Después de Belgrano fue el Indio. En Mendoza éste dio marchas y contramarchas, pero al final limitó los castigos a encierros y detenciones. Aquí las cosas habían llegado bastante lejos. El Ejército Libertador se aprestaba a cruzar la cordillera. El clima de guerra reinante obligó a poner prácticamente bajo bandera a los colegiales, que pronto empezaron a recibir instrucción militar. Como suele suceder en estos casos, hubo maestros que se pusieron el casco, a lo cual se sumaron aquellos clérigos de armas llevar que nunca faltan en la frontera. Para el propio Libertador, la brecha entre lo escolar y lo castrense no debe haber sido muy ancha. Se trataba, después de todo, del mismo general que había dispuesto los siguientes castigos para su tropa:

• Por insultar a Dios o a la Virgen, cuatro horas diarias de mordaza durante ocho días seguidos, con el reo bien atadito a un poste.
• En caso de reincidencia, perforación de la lengua con un clavo al rojo vivo, seguido de la expulsión del ejército.
• Por encubrir a un vago, tres años de cárcel.
• Por revelar secretos al enemigo y todo eso, pena de horca en dos horas.
• Por meterte en la casa de algún civil, fusilamiento inmediato, aunque no te llevaras nada.
• Por protestar por cuestiones del servicio, fusilamiento en el acto. (Si rezongabas, digamos, porque te tocó una camisa chica. )
• Por levantar la mano contra un superior, te cortaban el miembro maldito.
• Por interceder por un condenado a muerte, ibas al paredón.

Etcétera. Eran cuarenta artículos por el estilo, que nunca se aplicaban a rajatabla. En el Ejército de los Andes era mejor tomarse las cosas con calma. Las normas que reprimían el duelo fusilaban hasta a los padrinos, pero si mirabas para otro lado frente a un desafío, ya podías darte por despedido del cuerpo. El duelo figuraba al tope de los delitos que provocaban la baja de un oficial, no tanto como agachar la cabeza en batalla pero mucho más que mostrarse por la calle con alguna putarraca. Sin embargo, jamás ejecutaron a nadie por haberse batido a duelo. En cambio dos soldaditos de Cancharrayada que se apartaron de su columna para robarse unos pollos, fueron obligados a arrodillarse en la huella mientras llamaban al capellán. La orden era que nadie podía alejarse tres metros de los flanqueadores. Debe entenderse que aquella columna eran los restos de un ejército en desbandada que venía del pavor de la noche. El alto duró tres minutos. Estaba aún muy oscuro. Eran las nueve de la mañana, pero había niebla cerrada. ¿Por qué se habían salido? Pues porque estaban famélicos. Los pollos levantados al paso aún pendían de las monturas. Ni siquiera estaban pelados. El capellán cumplió su trabajo lo más rápidamente que pudo. Enseguida los fusilaron y la columna pasó a tambor redoblado por encima de sus cadáveres.
     La política de mano dura venía desde el principio. Eso podía advertirlo cualquiera. Bastaba llegarse alguna mañana por el fuerte de Buenos Aires. A las ocho estaba perfecto. Allí recibían instrucción militar los reclutas insurrectos. El portón permanecía cerrado, pero igual se podía ver todo. La tropa ya estaba en el patio cuando llegaban los cabos. Los últimos en presentarse eran el capitán y el mayor. Empezaban a redoblar los tambores. Frente a la tropa formada, había unos tipos en bolas. Eran los castigados de turno. En eso los cabos se les tiraban encima y llovían los chicotazos. Los cabos debían poner entusiasmo. Si el mayor los encontraba algo blandos los agarraba a fustazos hasta que recobraban el ritmo. Los alaridos de los reclutas llegaban hasta el cabildo. Un recluta podía recibir quinientos azotes, por faltas que no merecían ni arresto. Si alguno gritaba más de la cuenta, la banda rompía a tocar un cielito. No era difícil que alguno escupiera el alma en el curso del castigo. El Mayor estaba a SUS anchas. Era el dueño de la función pues el Coronel nunca bajaba, ni siquiera para ver las ejecuciones. Nadie podía ignorar que las condenas a muerte llevaban su firma, pero todo el mundo se la agarraba con el Mayor.
     Vistas desde la calle, estas tropas del fuerte hubieran pasado tranquilamente por un batallón francés. Mostraban el mismo temple ante la humillación y el castigo. Pero ¿podías pedirles que se portaran como soldados de Napoleón? ¿Serían capaces de marchar en orden bajo un fuego a discreción? ¿O harían como los pampas y los cosacos, que al tercer cañonazo bien puesto salían a la desbandada? Eran las dudas que poco tiempo más tarde carcomían al Indio en Mendoza. Tenía esos interrogantes desde que estaba frente al Ejército. Necesitaba una gran batalla para saberlo. Por el momento, sus esfuerzos se concentraban en pasar la cordillera. Debía lograr que su gente llegara viva a Santiago. Sabía por experiencia que los ejércitos se pierden antes por mala logística que por las balas del enemigo. Era un organizador obsesivo. Como Napoleón, capaz de pasarse dos noches buscando el modo de hacer marchar en silencio a un regimiento a caballo, el Indio ensayó hasta la sopa que había inventado para sus hombres. Probó personalmente los varillones de mimbre para golpear a los congelados. Reclutó a los mejores peluqueros de Cuyo para que los sables cortaran como navajas.
     Eso de la cordillera estaba convirtiéndose en algo gordo. Durante los próximos doscientos años ibas a repetir hasta quedarte ronco las intimidades del cruce. Ningún maestro en sus cabales hubiera ido contra la corriente. ¿Podrías imaginarte a la señorita Chela mascullando de costado que llevar cañones a Chile era tan simple como mandar pianolas a Chuquisaca? (algo que los arrieros hacían todos los meses a lomo de mula, partiendo desde Cobija, sin que anduvieran equiparándolos con Aníbal) . ¿O sugiriendo que el Indio fue un oficial tan chato que en veinte años con los españoles ni siquiera llegó a coronel?
     La Chela se hubiera colgado del techo con una media antes de proferir semejante blasfemia. Ya vos te agarraba sífilis cerebral de sólo escuchar algo así. Sin embargo, esto era precisamente lo que empezaba a decirse. Pero el autor de tales difamaciones no era un libertario cualquiera dispuesto a volarte con medio cartucho de dinamita sino el Padre de la Constitución Nacional, cuyo panfleto fue publicado en París, como cuadraba a todo libro maldito. Era una obrita en cuerina negra llamada Grandes y pequeños hijos del Plata, que los cabrones de Garnier Hermanos le publicaron a fin de siglo.
     ¿De qué genio me están hablando?, preguntaba el Padre (designado en adelante sólo por sus iniciales). ¿Porque pasó unos cuantos cañones a través de la montaña? Por favor, resoplaba Jota Be. ¡Si los españoles tenían domada la cordillera desde hacía trescientos años! ¿Acaso Valdivia no la traspuso para lanzarse a la conquista de Chile...?, preguntaba Jota Be. ¿Y Hurtado no hizo el cruce al revés mientras marchaba hacia Cuyo? Para no hablar del célebre fraile que partía de Mendoza en la madrugada del sábado y el domingo ya estaba diciendo misa en Apoquindo. Bueno, Jota Be no mencionaba esto, pero era vox pópuli en Cuyo. El cura salía el sábado de Guaymallén, daba misa detrás de la cordillera y para el lunes ya estaba de vuelta en Mendoza. ¿Cómo se las arreglaba para cubrir setecientos kilómetros en apenas un par de días? Tenía un camino secreto, probablemente aquel mismo túnel que utilizaba Chanchaca para enloquecer a los españoles, mostrándose a cada lado de la cordillera prácticamente en el mismo día.
     Lo cierto es que mucha gente vivía de cruzar la cordillera todo el tiempo. Cinco muchachos a pie resultaban suficientes para mandar doscientas vacas a Chile, trayecto que podía llevarles poco más de quince días. Pero el Ejército Libertador no era una tropilla de vacas. Cualquier cañoncito pequeño que no pasara del ocho andaba por los setecientos kilos. Debías envolverlo en vellones de oveja y forrarlo en cuero de vaca por si rodaba peñas abajo. Se precisaban legiones de zapadores para cruzarlos con aparejos a través de los precipicios. Esto no era los Alpes ni los Pirineos, que tenían sendas bien afirmadas por donde podían pasar trotando hasta las elefantas de Bonaparte.
     Al frente de los insurrectos iba un escuadrón de mineros abriendo paso. Un cañón despeñado era un drama, sobre todo para el cura a cargo. Este solía fundir los cañones con las campanas que él mismo bajaba de las iglesias, las cuales iban a parar al horno junto con otro millar de cadenas, ollas, candelabros, escupideras de hierro y hasta las rejas de las ventanas. Era el cura Bertrand. Cada cañón desaparecido le daba una cosa en el pecho, pues entonces nadie se atropellaba para ponerse en la fila de Donaciones ni las damas andaban arrancándose los collares para financiar la campaña. Las contribuciones venían despacio. Mejor que no anduvieras diciendo estas cosas, pero todo lo que entregaron las damas alcanzaba a gatas para comprar tres caballos, incluso contando los aros de la señora del Indio, que figuraban entre las pocas piezas auténticas. El Indio no podía creerlo. Sacando la chafalonería inservible, quedaban siete alhajitas como la gente. Un par de aros con dieciocho topacios. Dos pendientes de crisolita. Un anillo por el estilo. Un juego de zarcillos y rosicler con más de doscientos topacios. Unos pendientes de piedras preciosas. Un collar de perlas. Un par de manillas de perlas finas.
     El resto se fundió en bloque. No parecía gran cosa, pero ellas llegaron en caravana para ponerlas en manos del Indio. El ocultó su desilusión y recibió las contribuciones como si fuera el rescate del Inca, mientras pensaba a diez mil en un modo expeditivo de hacerles escupir el resto. Mientras las joyas iban a Buenos Aires decretó que el lujo debía ser visto como traición a la patria, pero apenas consiguió seis zapallos que le hizo llegar una vieja. El Indio mandó un oficio al cabildo solicitando su lista completa de bienes. Resulta que doña Manuela Sáenz tenía una chacra padrísima y varias tropas de carros. El Indio sacó la cuenta y le metió una multa que representaba la mitad de su patrimonio. Entonces llovieron las donaciones.
     Los seis zapallos de doña Manuela terminaron en la basura, luego de ser destinados a ciertos experimentos que no arrojaron gran resultado. El Indio seguía probando con la comida. Eso lo tenía muy loco. De noche se despertaba pensando qué iría a pasar en la cordillera. Los cálculos de abastecimiento no le cerraban. Al Indio le gustaba marchar ligero. En eso los ingleses eran campeones. Había visto volar a la infantería con las mochilas repletas de biscocho fermentado y queso Cheshire para una semana. Era un antiguo truco de Cromwell. Pero el Indio se quedaba mil veces con la galleta y las tabletas de caldo. Unos veinte años atrás, un francés de Buenos Aires se había ganado la vida fabricando caldo instantáneo. Se llamaba "Sopa Liniers". Era un proceso muy simple, así que trabajaba en su casa. Pero un día lo designaron virrey y el caldo desapareció del mercado. Sin embargo la sopa del Indio era muy superior a los caldos del francés, pues además de charqui molido con grasa llevaba cebollas, ají quitucho y una pizca de comino. ¿Le metemos un poco de ajo?, preguntó el padre Bertrand. De ningún modo: el ajo iba directamente a las bolsas de los arrieros, que cada tanto, en medio de la nevisca, desmontarían para frotar unos dientes en las fauces de las mulas apunadas. Se iba a precisar mucho ajo, porque llevaban nueve mil mulas. Con tantos preparativos, el Indio ya no pegaba los ojos. ¿Estaría olvidando algo? ¿Tenían suficiente pasto? ¿No quedarían cortos de leña? En toda la cordillera no había una puta hierba. Por si algo salía mal y algún caballero se mostraba remiso para el avance, organizó finalmente un cuerpo de fusileros que iría en la retaguardia. Al que retrocediera en combate, tres tiros. Estaban todos notificados.

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