La Chapanay
Pedro Echagüe (1828-1889)

Prefacio
Las siguientes páginas relatan los hechos más pronunciados en la vida de
una mujer, cuyo natural temperamento y varoniles inclinaciones, se desarrollaron
en la atmósfera libre de los campos, familiarizándose así, desde la infancia,
con el espectáculo y con las fuerzas de la naturaleza.
La Chapanay fue
personalmente conocida de muchos hijos distinguidos de la provincia de San Juan;
y el relato oral de sus hechos se propagó por toda la República. Encarnaba
esta extraordinaria mujer, un tipo especialísimo, que merece ser recordado, no
sólo por sus singularidades físicas, sino también porque se ha incorporado a
las leyendas de la región andina; es decir, al fondo de esa poesía romancesca
y popular, que refleja en cada país el alma de las multitudes. Por otra parte,
su actuación se desenvolvió en un medio material y moral que la civilización
ha ido transformando, y es bueno fijar las características de aquel medio,
siquiera para apreciar mejor, por comparación, en el presente y en el futuro,
los progresos que va alcanzando la República.
Por último, el carácter,
la personalidad de la heroína, es interesante de por sí. En la primera parte
de su vida no fue precisamente una ladrona, sino una sometida al bandolero con
quien vivía. Cuando se emancipó de él, se entregó al bien, y hay sin duda
una gran nobleza de ese gaucho-hembra que se convierte en una especie de Quijote
de las travesías cuyanas, primero por natural honradez, y luego por su afán de
redimirse de culpas anteriores. Su historia, mezcla tal vez de realidad y de
imaginación, está, de todos modos, referida en este libro, tal como el autor
la recogió de labios de algunos que la conocieron, y de la tradición local. No
se han formado de otro modo los romances y las gestas de grandes literaturas.
Ha creído el autor que no
debía insistir demasiado en el empleo del lenguaje rústico al escribir esta
historia, a fin de no recargarla con barbarismos idiomáticos. Hace, pues,
hablar convencionalmente a sus personajes, un lenguaje que no es el suyo,
intercalando aquí y allá expresiones populares, al solo objeto de agregar de
vez en cuando una nota pintoresca.
[1]
A poco más de treinta y cuatro leguas de la capital de San Juan, y en
dirección al S. E. de la misma, hállase situada la primera de las famosas
lagunas de Guanacache, que, como se sabe, proveen a la ciudad de exquisito
pescado. Sobre las movedizas arenas que circundan el cauce de la más importante
de aquéllas, la llamada "El Rosario", y bajo un techo de totora y
barro, nació Martina Chapanay el año de 1811.
La sencilla vida de los
escasos moradores de aquellos lugares, no convenía a los instintos de la
criatura ansiosa de espacio y movimiento, según más tarde lo demostraría.
Aparejar los espineles por la tarde para revisarlos a la aurora, campear los
asnos y las demás bestias de servicio, y sentarse por la noche a la entrada de
la cabaña a oír el canto de los sapos, bajo la claridad de la luna o las
estrellas, no eran cosas que pudieran satisfacer el espíritu inquieto y
aventurero que se revelaría después en la muchacha.
Juan Chapanay, su padre,
solía recordar complacido que era un indio puro. Natural del Chaco, había sido
arrebatado de la tribu de los Tobas a la edad de seis años, por indígenas de
otra tribu, con la que aquélla se encontraba en guerra. Reducido al cautiverio,
al cabo de dos años pasó al dominio de otro indígena más civilizado, que se
ocupaba en recorrer las provincias, vendiendo en ellas yerbas y semillas
traídas de Bolivia. Dedicado por su nuevo amo al oficio de curandero ambulante,
visitó con éste gran parte de la República Argentina. Cuatro años más
tarde, y cuando cumplía doce de edad, Juan aburrido de comer mal, dormir peor y
caminar sin descanso, resolvió emanciparse del todo, o enajenar sólo en parte
su libertad, si así le convenía. Había aprendido a estropear el castellano y
contaba con que esto le facilitaría su propósito. Su amo resolvió, por aquel
entonces, hacer una excursión a las provincias de Cuyo y lo llevó consigo.
Allí se le presentó a Juan Chapanay la ocasión de realizar su propósito, y
la aprovechó. Se encontraban en San Juan, a la entrada de Caucete, y se habían
alojado en compañía de un lagunero , cuando el hambre que lo tenía acosado
hizo que el muchacho se echara a llorar amargamente. Curioso el lagunero por
saber la causa de aquel llanto, lo interrogó aprovechando un descuido de los
otros indios, y supo no sólo que aquél estaba poco menos que muerto de hambre,
sino también que abrigaba la firme intención de fugarse. Tuvo el lagunero
compasión del infeliz, y se ofreció a llevárselo en ancas de su mula. Así se
hizo. A media noche, cuando los coyas roncaban, Juan Chapanay se alejaba con su
salvador, rumbo a las Lagunas.
El hombre a quien Juan
Chapanay había confiado su destino, no tenía familia. Se llamaba Aniceto y era
un excelente anciano que no tardó en profesarle un afecto paternal. Como a
verdadero hijo lo trató y consideró, siendo una de sus primeras preocupaciones
la de hacerlo bautizar en una iglesia de Mendoza.
El muchacho supo
corresponder a los beneficios que su protector le dispensaba, y ayudó
eficazmente a éste en su industria de pescador. Al cabo de algunos años estaba
completamente aclimatado en las Lagunas, e incorporado a la vida del lugar como
si hubiera nacido en él. El anciano Aniceto, con quien había trabajado como
socio en los últimos tiempos, murió, y lo dejó dueño de recursos bastante
desahogados.
Llegaba justamente Juan
Chapanay a la plena juventud y a pesar de que los vecinos vivían allí como en
familia, se sintió demasiado solo en su intimidad, y pensó en casarse. Sus
convecinos lo habían elegido juez de paz del lugar, pues los laguneros
constituían por entonces una especie de minúscula república independiente,
que elegía sus propias autoridades. La justicia de la provincia sólo
intervenía en los casos de crímenes o de grandes robos, por medio de un
oficial de partida que inquiría el hecho y levantaba sumario, cuando lo
reclamaban las circunstancias. El ruido de armas no turbó la tranquilidad de
aquellos lugares; y ni cuando el caudillaje trastornó todo el país, dejaron de
ser los laguneros un pacífico pueblo de pescadores y pastores, aislados del
resto del mundo al borde de sus lagunas. La región de las Lagunas de Guanacache,
está hoy lejos de ser lo que antes fue. Se ha convertido en un desierto en el
que el fango y los tembladerales alternan con los arenales. El antiguo pueblo ha
desaparecido. Los caudillejos locales concluyeron por envenenar el espíritu de
aquellos hombres sencillos y primitivos, y Jerónimo Agüero, Benavídez y
Guayama, los arrastraron al fin a las revueltas, perturbando su vida de paz y de
trabajo. De las poblaciones de Guanacache, no queda, pues, más que el nombre,
que está vinculado a algunos episodios de nuestra historia política.
Juan Chapanay comenzó a ir
a la capital de San Juan con más frecuencia. No se presentaba ahora en ella
solamente como vendedor de pescado, sino también como visitante que deseaba
divertirse e instruirse un poco en el contacto con la ciudad. Gustaba de
frecuentar los templos, y después de oír misa con recogimiento, solía
quedarse en el atrio mirando salir la concurrencia. Persistía en su propósito
de casarse, pero la ocasión no se le presentaba, y él se afligía de que el
tiempo corría sin traerle ninguna probabilidad de encontrar la compañera que
él soñaba, y que no debía ser por cierto una lagunera, ¡Ah, no! El tenía
pretensiones más altas...
[2]
Regresaba cierta vez a sus lagunas de vuelta de la ciudad, siguiendo un
camino que se alargaba entre pedregales y montes de algarrobos, cuando le
pareció oír un quejido. Detuvo su cabalgadura y prestó atención. En efecto,
del próximo algarrobal salían ayes lastimeros. Se dirigió hacia él, miró
por entre las ramas, y un cuadro impresionante se presentó a su vista.
Suspendida por debajo de los brazos, de un grueso algarrobo, estaba una joven
como de veinte años de edad. Sus pies tocaban apenas el suelo, tenía
desgarrado el traje, la cabeza doblada sobre el pecho y el rostro ensangrentado.
Cerca, yacían dos cuerpos apuñalados y degollados, percibíanse todavía, en
dirección opuesta a la que traía Juan, los rastros de varios caballos, y un
reguero de sangre.
Al ver cerca de sí un
hombre, la mujer torturada redobló sus lamentos pidiendo socorro. Juan
descendió de su montura y corrió a cortar las cuerdas que la tenían
suspendida. Cuando lo hubo hecho, la muchacha cediendo a su propio peso cayó a
tierra: tenía fracturada una pierna. Aumentaron sus ayes, y Juan no atinaba a
aliviarla en sus dolores. ¿Qué hacer? No podía alzarla en ancas de su macho,
ni podía en consecuencia transportarla a otro sitio. Mientras se le ocurría
algo mejor, desensilló su cabalgadura e improvisó con su montura una cama en
el suelo. Recostó en ella a la herida, y la cubrió con su poncho. Luego miró
con inquietud a su alrededor como si temiera la vuelta de los asesinos.
-¡Por Dios! ¡No me
abandone usted! - dijo con voz desfallecida.
Juan la tranquilizó, la
exhortó a tener paciencia mientras él iba en busca de auxilios; la colocó en
el precario lecho de la mejor manera que le fue posible para evitar que sufriera
demasiado, y diciéndole palabras de esperanza y de consuelo, saltó en pelo en
su macho y se alejó al galope con rumbo a las Lagunas, de las que lo separaban
unas cinco leguas. Cinco mortales horas hubo de pasar abandonada en el desierto
la muchacha, torturada por sus heridas, por su soledad y por la siniestra
presencia de los cadáveres decapitados. Cuando Juan, acompañado de diez
laguneros armados de chuzas y trayendo una tosca angarilla, reapareció, aquella
deliraba:
-¡Bárbaros! - decía. - ¡Dejadme!
¡es Carlos, es mi marido!
Juan Chapanay le lavó la
herida, vendó como pudo la pierna y sus amigos cavaron una fosa y dieron
sepultura a los cadáveres. En cuanto a las cabezas de los mismos, fueron
envueltas y conducidas al pueblito. Alternándose, para llevar la carga, los
hombres de la comitiva llegaron a las Lagunas después de una ruda jornada.
[3]
San Juan era por aquellos tiempos una tenencia de la gobernación de Mendoza.
Juan Chapanay quiso ocurrir al centro de las autoridades para informarlas del
crimen cometido, y dispuso, al efecto, que un vecino partiera al día siguiente
a Mendoza, llevando las cabezas de las víctimas para entregarlas a la policía.
El indio, entretanto, le
prodigaba a la herida solícitos cuidados. La terapéutica indígena que había
visto ejercer a su antiguo amo, en sus correrías, le sirvió en aquella
ocasión a maravilla para curar a la muchacha. En la herida del rostro le
exprimía el jugo de cierta yerba triturada por sus propios dientes, y le
aplicaba luego una especie de emplasto de grasa de iguana. En la pierna rota le
aplicó también cataplasmas de yerbas misteriosas y sólidos vendajes. Ello es
que la herida del rostro mejoró rápidamente; en cuanto al fémur fracturado,
concluyó por soldarse al cabo de largo tiempo, en forma defectuosa. Si las
yerbas de Juan Chapanay ayudaron, o no, a esta curación, es cosa que no
podríamos decir.
El acontecimiento había
provocado, como se supondrá, una inmensa impresión en la localidad. Los
hábitos mansos y laboriosos de aquellas gentes, se vieron perturbados con la
noticia del espantoso crimen, y durante largo tiempo perduró el terror que
éste vino a despertar. En cuanto a la herida, ninguna explicación de lo
ocurrido había dado todavía, y Juan Chapanay, su médico y enfermero, no se
atrevía a interrogarla. En estas circunstancias se presentó la policía de
Mendoza a practicar investigaciones. La joven tuvo, pues, que hablar ante la
autoridad, entre otros motivos, para dejar en salvo la responsabilidad de su
benefactor.
De las declaraciones de
aquélla, así como de las conversaciones y confidencias que con Juan Chapanay
tuvo después, surgió bien clara y prolija la historia de su vida. Es la que
vamos a resumir a continuación:
[4]
La joven asilada por Juan Chapanay se llamaba Teodora. Era nativa de San Juan,
contaba veinte años, y hacía diez que quedara huérfana. Fue recogida por unas
tías que le hicieron pagar cara la hospitalidad que le acordaron, tratándola
con brusquedad, con desprecio y hasta con crueldad. Una prima de Teodora, que
habitaba la misma casa, se complacía en humillarla y vejarla de todos modos,
enrostrándole el pan que allí se le daba, y haciéndola sentir a cada paso la
inferioridad de su situación. Teodora era bella, y esto no se lo perdonaban sus
parientes; en particular su perversa prima, cuya nariz exagerada y deforme era
la pesadilla de toda la familia.
Cumplía Teodora sus diez y
ocho años, cuando un gran acontecimiento vino a cambiar su porvenir, que tan
triste se le había presentado hasta entonces.
Eran aquellos los tiempos de
la sencillez, la franqueza, la generosidad y la confianza. Una carta de
recomendación valía entonces más que una letra de crédito. En las familias
no había lujo, pero sí holgura, y como faltaban hoteles, las puertas de los
hogares estaban siempre abiertas para los forasteros que trajesen una carta de
recomendación. La hospitalidad practicada así, es propia de los pueblos
primitivos y patriarcales. La civilización, o más propiamente, el progreso,
transforma estas costumbres cordiales en relaciones ceremoniosas y egoístas, y
aleja a los seres humanos entre sí, en vez de aproximarlos.
En casa de las tías de
Teodora se presentó cierta mañana un joven bien parecido, de maneras cultas y
bizarro continente. Venía recomendado por un hermano de aquéllas, residente en
Coquimbo, y fue recibido en la casa con la debida deferencia. Quedó alojado en
la mejor habitación, y Teodora recibió la orden de servirlo, con lo cual se
buscaba disminuirla y rebajarla a los ojos del huésped. Las tías habían visto
en el recién llegado un buen candidato a marido para la prima de Teodora, y
trataban de suprimir a esta última desde el primer momento, como rival posible.
Pero el plan dio resultados
opuestos. El semblante y las maneras de Teodora denotaban nobleza de
sentimientos y natural distinción, cosas que no pasaron desapercibidas para el
viajero, que se prendó de la muchacha. No comprendió la prima lo que ocurría,
y siguió alimentando ilusiones de conquista para con el huésped. Sin embargo,
las cosas se aclararon bien pronto. Colocaba Teodora una mañana flores en el
cuarto de aquél, cuyo nombre era Carlos Tarragona, -cuando fue interrogada en
tono a la vez tierno y deferente:
-¿Sufre Vd., Teodora? -le
dijo Carlos observando que tenía los ojos húmedos.
-¡Oh! sí, señor...
-respondió Teodora abandonándose a la confianza que Tarragona le inspiraba.
-¿Y no podría remediar yo
sus penas, siquiera en parte?
-¿Usted?
-Sí, Teodora, yo. Y ya que
Vd. ha sido franca conmigo, quiero serlo yo también con Vd. Hace tiempo ya que
observo y comprendo sus padecimientos y sus humillaciones. Yo estoy en mejor
situación que otro cualquiera para darme cuenta de ellos, pues también yo sé
lo que es ser huérfano, siéndolo yo mismo desde la infancia. Su desamparo de
Vd., su belleza, su bondad, hasta sus propios sufrimientos, me han ido
inclinando a Vd. día a día. ¿Y sabe Vd. lo que he pensado más de una vez?...
Que si Vd. lo quisiera, podría ser mi esposa...
Ante aquella declaración
inesperada y deslumbrante, Teodora quedó atónita. No sabía qué contestar.
Por último tartamudeó:
-¿Yo esposa de Vd.?...
Supongo que no quiere burlarse de mí...
-No, Teodora. Eso sería una
acción indigna. Hablo en serio y le repito mi proposición. ¿Quiere Vd. ser mi
esposa?
Teodora no contestó sino
llorando y reclinando su cabeza en el pecho de Carlos.
Justamente en aquel instante
una de las tías hizo irrupción en el cuarto, y se encontró ante tan expresivo
cuadro.
Tarragona sin inmutarse, le
dijo:
-Señora, lo que acaba Vd.
de ver me ahorra mayores explicaciones. Esta señorita y yo pensamos en casarnos...
La decepción y la cólera
se pintaron en el rostro de la tía.
-¿Casarse Vd. con Teodora?
¿Y se contenta Vd. con eso?
-¡Oh! señora... "eso"
es para mí la personificación de la dulzura, de la belleza y del sacrificio
...
Pareció que a la vieja
señora le iba a dar un síncope de rabia. Dio media vuelta y se fue a poner al
corriente de lo que sucedía al resto de la familia.
No hay para qué describir
el despecho que de la otra tía y de la prima se apoderó, cuando conocieron la
noticia. Quisieron poner a Teodora en la calle inmediatamente, y a duras penas
pudo conseguir Tarragona, que le acordaran tres días de plazo para encontrar
domicilio. Sin pérdida de tiempo se dirigió a la Curia, y gracias a la buena
voluntad de un sacerdote, a quien le expuso con franqueza y claridad el caso,
pudo contraer enlace con Teodora y encontrar alojamiento para ambos, dentro de
los tres días que las furiosas tías le habían concedido. Poco tiempo después,
los recién casados se ausentaban con rumbo a Buenos Aires, de donde Carlos era
nativo, y donde debía entrar en posesión de una herencia. Regresaban a San
Juan, después de dos años de permanencia en aquella ciudad, cuando acaeció la
aterradora tragedia en cuyo epílogo le había tocado intervenir a Juan Chapanay,
como salvador de Teodora.
Los ladrones de caminos
ejercían su siniestra industria casi impunemente por aquellos tiempos. Las
grandes distancias que separaban entre sí los centros poblados, lo primitivo de
los medios de transporte, limitados a la cabalgadura y a la galera, lo desierto
de los campos que para trasladarse de pueblo a pueblo y de ciudad a ciudad, era
necesario atravesar, todo eso facilitaba el salteo y el robo en descampado. Las
policías bastaban apenas para mantener el orden en los departamentos urbanos, y
los salteadores podían operar en completa libertad, refugiándose luego, como
en seguras guaridas, en los vericuetos de las serranías, o en los montes de
algarrobos, y chañares que crecen en las desoladas travesías. Cuando las
poblaciones estaban en extremo aterrorizadas por el sangriento vandalismo de los
ladrones, solían las autoridades organizar expediciones para ir a perseguirlos.
Y cuando caían aquéllos en manos de éstas, se procedía en forma sumaria e
implacable a ejecutarlos. El terror sólo podía combatirse con el terror.
Una de las bandas de
ladrones que infestaban la región, había atacado a Carlos Tarragona y a su
mujer, cuando hacían a caballo la última etapa de su viaje, de Mendoza a San
Juan, acompañados por un peón. Asaltados de improviso, los dos hombres se
defendieron como pudieron, y Carlos consiguió traspasar a uno de los atacantes,
pero su defensa fue dominada por el número, y sólo sirvió para exasperar la
saña de aquéllos, que degollaron a sus víctimas después de acribillarlas a
puñaladas. Teodora había querido intervenir en el combate, y había recurrido,
a falta de otra arma, a una caldera de agua que hervía en el fuego, cuando vio
que su esposo se quedaba desarmado, después de haber descargado su pistola; mas
también ella recibió una cuchillada en la cara, y fue luego colgada de un
árbol en la forma en que Chapanay la encontró. Los ladrones pudieron, pues,
huir tranquilamente, después de consumar su crimen bárbaro, llevándose su
herido, y los veinte mil pesos que constituían la herencia que Carlos había
ido a buscar a Buenos Aires.
[5]
La anterior historia debía provocar y provocó, según antes se dijo,
comentarios y exageraciones de todo género. La imaginación del pueblo es
fecunda y bien pronto se crearon mil versiones aumentadas, deformadas y hasta
fantásticas, en torno a la vida y a la sangrienta aventura que había hecho ir
a parar a Teodora a las Lagunas.
No había imprenta en estas
provincias por aquellos días, y a falta de diarios, se ponían en canciones los
sucesos cotidianos, recogidos en el mostrador de las pulperías, para cantarlas
por la noche dando "esquinazos" al pie de las rejas. Esto fue lo que
ocurrió en el caso de Teodora, del cual se formaron numerosas leyendas. La
justicia no dio con los asesinos, como de costumbre. Las cabezas de las
víctimas fueron a parar al campo santo, y Teodora se quedó a morar, hasta su
muerte, sobre las arenas de las Lagunas.
Juan Chapanay seguía
cuidando a Teodora con solicitud, y cuando estuvo repuesta, se ofreció para
acompañarla a San Juan si ella lo deseaba. Pero aquélla rehusó el
ofrecimiento, con gran contento del indio que le había cobrado hondo cariño.
La herida del rostro se había cicatrizado, y la rotura de la pierna concluyó
por soldarse, pero dejándola coja. En tales condiciones, la idea de presentarse
en San Juan debía serle ingrata a la pobre mujer, que se decidió a concluir su
existencia en aquel hospitalario rincón.
Para serle agradable a
Teodora, Juan Chapanay levantó con sus propias manos, ayudado por otro Lagunero,
dos cuartos decentes rodeados de corredores, que luego se fueron ampliando con
otras construcciones, y quedaron convertidos al fin, en una vivienda cómoda y
bien tenida. El mismo indio había empezado a preocuparse de aliñar su persona.
En cuanto a la viuda, que cuando fue conducida a las Lagunas contaba apenas con
su ensangrentado traje, disponía ahora de un buen equipo. Quiso tener algunos
libros de devoción, una Virgen de Mercedes y algunos textos y cartillas de
enseñanza primaria. Todo se lo facilitó el buen Chapanay, que gastaba en esto,
gustoso, las economías de su vida entera.
¿Qué le faltaba a Juan
para ser completamente dichoso? ¡Ah! él lo sabía ... Había llegado a ser la
autoridad del rinconcito del mundo en que moraba; tenía una habitación que
parecía un palacio entre las cabañas del vecindario; se le consideraba y se le
quería. Sólo le hacía falta esposa, y su más bello ensueño consistía que
Teodora llegase a serlo.
Su ensueño se realizó.
Conmovida por la ternura y la adhesión del indio, la viuda lo aceptó como
marido. Esto pasaba en 1810, justamente cuando el país entero retemblaba a
impulsos de la Revolución desencadenada. Un año después, y bajo las
auspiciosas auras de la libertad, venía al mundo Martina Chapanay.
Al mismo tiempo que criaba a
su hija, Teodora se dedicó a enseñar la doctrina cristiana y las primeras
letras a los niños del lugar. Los corredores de la casita levantada por Juan,
se convirtieron en escuela, con lo cual aumentó la consideración, el respeto y
la gratitud que todo el vecindario le profesaba a los esposos Chapanay. Pero,
por desgracia, no pudo Teodora ejercer largo tiempo su noble y generosa misión
de poner la cartilla y la cruz en manos de los niños de las Lagunas. En 1814
murió, dejando a su hija en edad demasiado tierna, a Juan Chapanay desesperado
y a la población entera entristecida.
[6]
Cuando Chapanay hubo trasladado a San Juan, y enterrado lo mejor que pudo los
restos de su esposa, quiso reanudar con ahínco su antiguo trabajo, pero la pena
que la pérdida de su compañera le había causado, era tan honda, que un
desequilibrio se manifestó desde entonces en él. Se volvió reconcentrado y
taciturno. No tenía ya, aquella alegría ni aquella movilidad que parecían ser
antes los resortes de su carácter, y era evidente que en su vida faltaba ahora
el contrapeso que habían traído a ella el buen sentido y la nobleza de
Teodora. El pobre indio vagaba melancólico alrededor de su casita, durante las
horas que le dejaba libre el trabajo, y era fama que hacía frecuentes visitas
al árbol de la travesía en que encontró un día a la que luego había de ser
su mujer.
Entretanto su hija Martina
crecía casi abandonada, sin dirección ni consejos, en la vida semisalvaje de
las Lagunas. A tan corta edad, denotaba ya un carácter rebelde y varonil. Sus
juegos predilectos eran los violentos, y tenía a raya a todos los muchachos del
pueblo, a fuerza de distribuirles pescozones y pedradas. Se trepaba sobre los
burros sueltos y los extenuaba a talonazos, haciéndolos galopar sobre los
arenales; pialaba terneros y perseguía a cuanto animal encontraba en su camino.
Se había tallado una especie de facón de palo, y con él se complacía en
"canchar" con muchachos de mayor edad que ella, a quienes más de una
vez les dejó la cabeza llena de chichones a fuerza de planazos. No fue por
cierto la menor de las aficiones que por entonces empezó a demostrar, la que la
llevaba a sumergirse en el agua. Pasaba largas horas bañándose en las lagunas,
y aprendió a nadar con la soltura y la resistencia de un pez. Más tarde
perfeccionaría esta habilidad, que llegó a ser verdaderamente sorprendente en
ella, y que le permitió más de una vez ser útil a sus semejantes durante su
accidentada vida.
Sus correrías y travesuras
tenían alarmada a la población lagunera, que se quejó al padre de las
diabluras de la hija. Un día vinieron a decirle a Juan, que Martina le había
roto una pata a la potranca de un vecino. Este hecho le trajo contrariedades y
disgustos, y lo decidió a salir de su apatía y a preocuparse seriamente de
contener los instintos rudos de la muchacha.
Cierta señora de San Juan,
Doña Clara Sánchez, le había hablado repetidas veces, cuando él bajaba a la
ciudad a colocar su pescado, de sus deseos de tener en su casa una chica pobre,
del campo, a quien ella educaría en cambio de los servicios que ésta pudiera
prestarle. Juan reflexionó que esta colocación podía convenirle a Martina,
pues la substraería del ambiente selvático de las Lagunas, moderaría sus
inclinaciones al vagabundeo por los campos, y además le daría ocasión de
instruirse en algo. Habló con la señora Sánchez, y le propuso traerla a su
hija.
Quedó cerrado el trato, y
Martina Chapanay dejó sus campos natales para venir a instalarse en la ciudad.
Mucho le costó adaptarse a
la existencia encerrada y metódica de la casa de la señora Sánchez,
acostumbrada como estaba a no reconocer voluntad ni límite que la contuviese, y
puede decirse que nunca llegó a identificarse con su nueva vida. Pero se
sometió a ella como se someten los pájaros a la jaula: esperando siempre una
ocasión de poder tender las alas en pleno espacio.
Al principio, su padre vino
a visitarla con frecuencia, pero de pronto dejó de venir. Pasaron cinco años,
y Juan Chapanay no daba señales de vida. Martina les pidió informes de él a
otros laguneros que bajaban semanalmente a la ciudad, y éstos le contestaron
que nada sabían. El indio había desaparecido sin dejar indicio ninguno del
rumbo que hubiera podido tomar. Se hicieron al respecto las suposiciones más
diversas, hasta que por último, se aceptó la versión de que debía haber
muerto envenenado por cierta yerba que le gustaba masticar, y de la cual abusaba
en los últimos tiempos.
Allá por el año 40, se
encontraron en la travesía, al pie del algarrobo en que Teodora fue martirizada
y suspendida por los salteadores, restos humanos. Eran, seguramente, los de Juan
Chapanay. El indio había ido a buscar la muerte en el mismo sitio en que un
día encontró la felicidad.
[7]
Cuando Martina Chapanay se convenció que su padre no volvería nunca más, y
de que ella había quedado sola en el mundo, no pensó sino en recobrar su
libertad. En casa de la señora Sánchez había aprendido poca cosa y era
tratada con creciente rigor. Se le encargaba de barrer la casa, llevar la
alfombra de su señora cuando ésta iba a la iglesia, zurcir ropa y ordeñar las
vacas. Al toque de ánimas debía ir a rezar a los pies de su señora. De todas
sus ocupaciones, la única que a ella le interesaba era ordeñar las vacas, pues
le traía a la memoria la vida del campo, le permitía pisar el pasto del
potrero y oír los relinchos de los caballos, que le despertaban punzantes
nostalgias de viajes y aventuras a campo abierto. Se decía que ella no podría
ya ser nada en la ciudad, ni siquiera maestra de niños como lo fue su madre,
pues no se le había enseñado a leer, y, en tales condiciones, era mejor
volverse a las Lagunas. Este deseo trabajaba constantemente su imaginación.
De la finca que la señora
Sánchez poseía en uno de los departamentos, bajaban con frecuencia a la ciudad
peones rurales, en servicio de aquélla. Había entre dichos peones, uno que le
interesó a Martina, porque tenía fama de cantor y de guapo. Se llamaha Cruz, y
por sobrenombre lo apellidaban Cuero. Era alto y flaco, pero musculoso y dueño
de robustos puños. Picado de viruela, lampiño y con tipo de indio, había en
él un aire de audacia y de ferocidad disimulada que causaba inquietud. Sus
antecedentes eran pésimos, como que tenía en su haber seis entradas a la
cárcel por robos. La señora Sánchez conocía sus hazañas, y si lo guardaba a
su servicio, era porque no habiéndole robado a ella nada, lo utilizaba como
espantajo para los otros ladrones de la campaña, que le temían y obedecían.
Las "tonadas" que
cantaba en la guitarra, y su prestigio de varón fuerte, tenían muy
impresionada a Martina, que escuchaba con gusto sus requiebros, y se veía de
vez en cuando a solas con él.
Un hecho criminal de Cuero,
trajo como consecuencia su fuga, acompañado de aquélla, en las siguientes
circunstancias:
En una discusión con otro
peón, Cuero le dio una puñalada y tuvo que ponerse a salvo de la autoridad que
se echó a buscarlo. Escondido en paraje seguro, envió a Martina un mensaje
invitándola a escaparse con él, que iba -le decía- a refugiarse en los campos,
en donde ambos podrían vivir a su antojo, libres y contentos. Ya se ha dicho,
que de tiempo atrás, la muchacha no pensaba sino en esto. Además estaba
enamorada de Cuero, y por consiguiente aceptó su proposición sin vacilar.
A las doce de la noche, y
siguiendo indicaciones transmitidas por Martina, Cruz Cuero llegó a las tapias
que circundaban la huerta de la señora Sánchez. Aquélla lo esperaba, trayendo
consigo un atado con su ropa y otros efectos. Un poco por travesura, y otro poco
por precaución, había cerrado con llave todas las puertas de la casa, y se
llevaba las llaves.
Ella era la primera que se
levantaba y despertaba a los demás. Como nadie lo haría al día siguiente, la
familia se despertaría más tarde que de costumbre y los prófugos tendrían
más tiempo para distanciarse.
Cuero se arrimó a las
tapias, y Martina trepó sobre ellas, para dejarse caer sobre el caballo que
aquél traía de tiro, y ya ensillado.
-¿Vamos?
-¡Vamos!
La noche no era de luna,
pero estaba clara. Todo San Juan dormía, y la pareja pudo alejarse
tranquilamente hacia las afueras.
Al vadear el río, Cuero que
se había adelantado un tanto a Martina abriendo la marcha, oyó detrás de sí
un ruido metálico. Se volvió alarmado y preguntó:
-¿Qué es eso?
-No te alarmes. Son las
llaves que tiro al agua.
-¿Qué llaves?
-Las de las puertas de la
casa de la patrona. Todo el mundo queda encerrado allá.
Cuero se rio a carcajadas de
la ocurrencia de su cómplice.
[8]
El campo de los Papagayos era el sitio que el prófugo había elegido para
cuartel de operaciones. Quería estar suficientemente lejos de la ciudad, como
para poder moverse sin temor, durante las correrías que proyectaba, y teniendo
siempre a la mano abrigos seguros en que refugiarse en caso de persecución.
-Esta vez -decía- voy a
negociar en grande. Nada de merodeos ni raterías. Hay que contentar a los
muchachos y para esto es necesario cazar gordo.
"Los muchachos",
eran los que componían la gavilla de salteadores que tenía apalabrados de
tiempo atrás, y a cuyo frente se proponía entrar inmediatamente en campaña,
atacando caminantes y desvalijando arrieros.
La naturaleza honrada de
Martina Chapanay, se rebelaba contra la idea del robo y del asalto. El recuerdo
de lo que sabía de su madre, recta, misericordiosa y buena, le vino más de una
vez a la memoria, y sintió remordimientos y vergüenza de la abyección en que
la hija iba a caer. Pero había dado ya el primer paso y las circunstancias la
arrastraron. Además, seguía queriendo a Cruz Cuero, cuya brutalidad ejercía
sobre ella una extraña fascinación.
Dos meses necesitó el
forajido para organizar su banda y planear sus "negocios" en grande.
Durante este tiempo, se había asomado a algunos departamentos y dado algunos
golpes de menor cuantía, levantando animales y prendas distintas para ir
aviándose. Martina estaba ahora vestida y armada como un hombre. Se había
ensayado largamente en el manejo de las armas, particularmente en la daga, que
llegó a esgrimir con una agilidad y una destreza superiores a las del mismo
Cuero, y aprendió sin mayores esfuerzos todas las otras actividades campestres
del gaucho, como que su tendencia hombruna la inclinó siempre a ellas.
Este rudo aprendizaje
inicial, la dejó apta para la existencia que había de llevar después; en
adelante no hizo sino perfeccionar su educación de marimacho.
Uno de los espías que Cruz
Cuero había destacado en parajes estratégicos, se presentó un día en el
campamento anunciándole una buena presa.
Se trataba de un joven que
venía en dirección a San Juan, conduciendo una carga de importancia, en la que
se hallaban incluídas, joyas de alto precio. Dos peones lo acompañaban. Según
la marcha que traían los viajeros, era posible salirles al encuentro a la
altura de Monte Grande.
El asalto quedó resuelto
inmediatamente, y toda la banda, incluso la Chapanay, se puso en marcha para
sorprender la caravana.
Dos días después, la
gavilla se internaba en la espesura de Monte Grande cuando se ponía el sol.
Hacia el naciente, una negra masa de nubes anunciaba tormenta. Y en efecto, la
noche se hizo pronto obscura y tempestuosa, y la lluvia empezó a caer a
cántaros.
Los salteadores echaron pie
a tierra, y bajo la dirección de su jefe tomaron posiciones bajo el follaje de
los árboles, que bien pronto les fue inútil para guarecerse, pues el agua
arreciaba entre truenos que repercutían en el amplio espacio, y relámpagos que
alumbraban con claridades siniestras la monstruosa soledad.
De pronto se oyó un silbido
entre la tormenta.
-¡A ver ustedes tres!
-ordenó Cruz Cuero - ¡Chavo, Tartamudo, Jetudo!, adelántense con cuidado y
vayan a darle una manito a los otros! ¡Cuidado con errar el golpe!
Los designados por estos
pintorescos sobrenombres, montaron a caballo y avanzaron en la dirección que
indicaba el silbido de los vichadores de la banda, dirigiendo con cautela sus
cabalgaduras bajo el aguacero furioso.
Había pasado un cuarto de
hora, cuando se oyeron voces y risas en el camino próximo, mezcladas con el
ruido de las pisadas de animales que se acercaban. Resonó otro silbido que
Cuero se apresuró a contestar, y dos de los bandidos destacados antes,
reaparecieron.
-¿Y? ¿Qué tal? -preguntó
el capitán imperiosamente.
-¡Muy bien! -contestó uno
de ellos. -Ahí traemos al gringo con la carga. La cosa resultó fácil, porque
los peones que estaban con él, dispararon como gamos en cuanto nos sintieron.
El gringo quiso resistirse y echó mano a una de las pistolas que llevaba en la
cintura, pero mientras yo le amagaba puñaladas, el Tartamudo, de atrás, lo
azonzó de un golpe en la cabeza y le quitó el arma. Los otros compañeros ni
siquiera tuvieron que entrar en juego.
-¿Entonces todos ustedes
salieron bien?
-¡Toditos! Ahí no más
vienen los demás con el gringo...
Lleno de satisfacción,
Cuero le dio unas palmadas en la espalda a su secuaz, y canturreó:
En vano es que de mis uñas
te pretendas escapar,
porque de día o de noche
si te busco te he de hallar.
-¡Qué bien nos vendría
ahora una media docena de chifles de aguardiente! -dijo uno de los bandidos
contagiado por la alegría del capitán.
-¡Y de ande, pues!
-contestó éste.
-¿De ande? ¡De aquí,
pues! -repuso el Jetudo alargando una botella en la obscuridad.
-¿Qué es eso?
-¡Coñaque, mi comendante,
coñaque! Cuando nosotros llegamos, el gringo, que estaba con los peones bajo
una carpa, se ocupaba en llenar esta botella sacando licor de un barrilito que
traía en la carga. ¡Y, claro! Yo no me olvidé de la botella en cuanto lo
amarramos.
-¡A ver!
Después de empinar la
botella, Cruz Cuero la pasó a su vecino.
-Tomá y pasásela a los
otros. ¡Y no sean bárbaros, no se la vayan a chupar de una sentada!
La recomendación fue
inútil; el cuarto bandido recibió la botella vacía, y se quejó amargamente
de su suerte.
-¡Pucha que son groseros!
-exclamó Cuero indignado. -¡Se encharcan de coñaque sin acordarse de que sus
compañeros también tienen guarguero! ¡A que les doy unos rebencazos por
sinvergüenzas!
-No se enoje comendante, -se
apresuró a contestar el Jetudo, -el barrilito también viene, y alcanzará para
que todos se mojen el gañote...
Se oyó en el camino rumor
de pisadas de caballos que se acercaban, y otra vez, de uno y otro lado,
resonaron los silbidos que le servían a los salteadores para entenderse a la
distancia. Había cesado la lluvia y los pelotones de nubes que corrían en lo
alto, empujados por el viento, dejaban brillar sobre el campo, a intervalos, una
luna límpida. Guiados por el silbido de Cuero, la escolta y el prisionero se
acercaron. La carga robada venía con ellos. El asaltado era un joven de unos
ventidos años, blanco, rubio, de ojos azules, cuya fisonomía fina y noble,
contrastaba con los rostros selváticos y patibularios de los asaltantes.
Nunca había visto Martina
Chapanay una cara de hombre tan hermosa, como la del extranjero que tenía
delante. Más hermosa le pareció aún, por su palidez, que la luz de la luna
hacía resaltar, y se sintió a un mismo tiempo llena de admiración y de
lástima por el desgraciado cautivo. Pensó en la triste suerte del muchacho
condenado a ser la víctima de aquellos bárbaros; comparó la gracia varonil de
sus facciones con la áspera y repulsiva fealdad de sus cómplices, y
bruscamente sintió por éstos horror y repugnancia. Desde aquel momento no tuvo
ojos sino para mirar al extranjero, disimulando sus emociones, cada vez que la
luna iluminaba el campo.
-¡A ver! ¡Atenme este
gringo a cualquier árbol y acerquen el barrilito de coñaque! -ordenó Cuero.
El joven murmuró algunas
súplicas que nadie tomó en cuenta. Los bandidos se ocupaban de hacer el
inventario del botín, en desensillar los caballos, y en improvisar sobre la
tierra mojada un campamento para pasar la noche. La orden de Cuero se cumplió:
el muchacho quedó amarrado a un chañar, y el barril fue colocado en medio de
la rueda.
Echados de barriga sobre
ramas y yuyos que habían traído para preservarse un poco de la humedad del
suelo, se entregaron los bandidos a las libaciones alrededor del barril, en
medio de brindis y dicharachos. El prisionero, transido de frío, empapado de
lluvia y con los miembros atormentados por las ligaduras, miraba con indecible
angustia el cuadro, y oía los comentarios triunfantes de sus victimarios.
Por mirarlo a él, Martina
Chapanay no bebía ni tomaba parte en la algazara. Un momento hubo en que la
mirada del extranjero se fijó en la suya con una expresión tal de congoja y de
súplica, que la conmovió hasta las lágrimas. Decididamente, el fondo generoso
y sano que aquella mujer había heredado de su madre, se mantenía latente, a
pesar de la crápula y el delito en que estaba viviendo.
Al fin, Cuero notó la
distracción de su compañera, y empezó a observarla con desconfianza y
cólera. Llenó un jarro de coñac y se lo alcanzó, pero Martina se lo
devolvió después de probarlo distraídamente.
-¡Bebelo todo! -ordenó
aquél.
-¿Todo? Es mucho... Pero me
lo tomaré por hacerte el gusto. En cambio te voy a pedir una cosa -le dijo
suavemente y en voz baja, tratando de seducirlo.
-¿Qué cosa?
-Que le salven la vida a ese
pobre gringuito.
-¡Ah, hija de una! -gritó
Cuero poniéndose en pie con dificultad, a causa de la embriaguez que empezaba a
dominarlo. ¡Ya decía yo que ese gringo te estaba gustando! ¿Con que te
interesa que se salve, no? ¡Ahora vas a ver!
Con una mano le presentó el
trabuco que tenía cerca de sí, y con la otra empuñó el rebenque.
-¡Ahora mismo me lo vas a
balear al gringo! ¡Ahora mismo!
El joven hizo oír su voz
suplicante:
-Capitán, ¡téngame usted
lástima!... Todo lo que yo tenía es suyo... Tengo una madre que me espera y
soy su único sostén... ¡Déjeme la vida!...
Pero Cuero borracho de
alcohol y de rabia, se exasperó más todavía al oír estas suplicaciones.
-¡Tirale ahora mismo!
-gritó cada vez más furioso. -¡Ahora mismo!
Arrebató la Chapanay el
trabuco que el bandido le metía por los ojos, y lo disparó al aire.
Frenético el facineroso le
descargó el cabo de fierro de su rebenque sobre la cabeza. Martina rodó por el
suelo, y Cuero cruzó entonces de azotes su cuerpo exánime.
Los gauchos que presenciaban
este espectáculo, embrutecidos por el alcohol y la sumisión al capitán, no se
movieron
[9]
El sol del nuevo día alumbró un cuadro horroroso. El cuerpo del joven
extranjero seguía atado al chañar, pero su cabeza había sido destrozada por
un trabucazo disparado a boca de jarro. Martina Chapanay seguía desmayada, y
los bandidos diseminados por entre los yuyos, dormían en actitudes bestiales.
Algunos cuidados hicieron
volver en sí a la mujer, cuando sus compañeros se hubieron despertado. Se
incorporó con dificultad, machucada por los golpes que recibiera la noche
anterior, y un movimiento de horror la sacudió, cuando vió que el infame Cuero
había perpetrado por su propia mano el nefando asesinato.
-¡Cobarde! -le dijo
encarándose con él. Si anoche me hubieras dado tiempo siquiera para sacar el
facón, no serías tú el que se riera ahora de tu crimen ...
Cuero no contestó. Sabía
de lo que era capaz Martina, y magullada y todo como estaba, no quiso irritarla
más.
En cuanto a ella, en el
fondo de su corazón, juró vengarse del miserable que la había arrastrado a la
abyección en que se encontraba, y de la que tan difícil le era salir ahora.
Hubiera querido separarse de él, fugarse, pero ¿adónde ir? La policía le
echaría la mano encima como cómplice de los salteadores, si se presentaba de
nuevo en el poblado. Resolvió aguantar todavía algún tiempo a su lado,
disimulando el odio que ahora sentía por el que antes amó, y aguardando una
ocasión de tomar venganza.
[10]
Era el año 1830, y gobernaba la provincia de San Juan el coronel don
Gregorio Quiroga. La capital era todavía una ciudad rudimentaria y casi aislada
en los desiertos circunvecinos. Los departamentos eran caseríos dispersos, y
Caucete, por ejemplo, era en su mayor parte un campo inculto, sombreado por
espesos montes de algarrobos y chañares, alternados a veces de praderas
espontáneas que el río fecundaba. En Caucete y en la sierra del Pie de Palo,
era donde se invernaba gran parte de las haciendas de la provincia. Hacia aquel
punto se dirigió Cruz Cuero con su gavilla.
Varios meses habían
transcurrido desde la noche del asalto antes referido, y Martina se aferraba
cada vez más a su propósito de abandonar a los ladrones y cambiar de vida. Su
desprecio y su rencor hacia Cuero habían ido aumentando, y mientras esperaba la
ocasión de dejarlo para siempre, trataba de evitar, en la mayor medida posible,
su participacíón en los robos que la cuadrilla seguía cometiendo.
Estos robos se habían
multiplicado de tal modo, que la campaña estaba aterrorizada, y las quejas y
pedidos de protección a la autoridad era cada vez más alarmados y frecuentes.
Se mandaron comisiones a perseguir a los bandidos, pero con resultados siempre
negativos, pues aquéllas no los encontraban o evitaban encontrarlos, temiendo
el choque. Picado en su amor propio el gobernador Quiroga, y comprendiendo que
era al fin indispensable acabar con aquella calamidad, resolvió ponerse en
persona al frente de una severa expedición contra los salteadores.
Movilizó treinta hombres,
los dividió en dos partidas, y se lanzó a explorar los parajes que mejor
refugio pudieran ofrecerles a los perseguidos, y que, según noticias, éstos
preferían por sus recursos y accidentes geográficos. Al cabo de un mes de
recorrer la provincia, batiendo serranías y matorrales, pudo el coronel Quiroga
sorprender a Cuero y a su banda, como a unas catorce leguas de la ciudad, entre
el Camperito y el Corral de Piedra. Pero bien guarecido el astuto bandido en una
hondonada propicia, escapó con otros hombres de la gavilla, gracias a la
obscuridad de la noche, dejando en el terreno algunos muertos. Junto con cierto
muchacho incorporado a la banda, se entregó a los soldados, desde el primer
momento, uno de los ladrones. Llevado a presencia del coronel Quiroga, resultó
que se trataba de una mujer.
Era la Chapanay, que, en
compañía del muchacho citado, y de otro de sus cómplices apresado por el
sargento, quedaron a buen recaudo.
A la mañana siguiente,
después de enterrados los cadáveres, ordenó el gobernador se trajera a los
presos a su presencia. Martina se presentó ante él, sin altanería, pero con
soltura.
-Antes de arreglarte las
cuentas -le dijo aquél-, necesito que me indiques cuáles son las guaridas de
tus compañeros, y el lugar en que acumulan el producto de los robos.
-Estoy dispuesta a servir a
usted en lo que guste, señor gobernador, y la prueba es que yo misma me he
entregado sin resistirme y sin intentar huir.
-Así me lo dijo el
sargento. ¿Y qué miras tenías al hacer eso?
-Salir de la vida que
llevaba, señor, y a la cual había sido arrastrada.
El gobernador le dirigió
una mirada escrutadora, y continuó su interrogatorio:
-¿Quieres decir, entonces,
que estás arrepentida?
-Sí, señor; de todo
corazón.
-¿Y cómo es que recién
ahora, después de haber cometido tanta fechoría con esos bandidos, te vienes a
arrepentir? ¿Cómo no sentiste ningún escrúpulo para escaparte con Cuero?
-Era una muchacha aturdida,
señor. Estaba enamorada de Cuero que tenía sobre mí un completo dominio, y me
engañó haciéndome creer que nos casaríamos y nos iríamos a trabajar en las
Lagunas en donde yo nací.
-¿Y por qué no te has
separado antes de la banda?
-Me vigilaban, señor, y
además no tenía dónde ir. He aprovechado la primera ocasión que se me ha
presentado para hacerlo.
El coronel Quiroga volvió a
quedar en silencio un instante, observando a Martina. Sus palabras le parecían
sinceras.
-Está bien -continuó- ya
hablaremos de todo eso; por lo pronto es necesario que me descubras los
escondites de los fugitivos y el lugar en que depositan lo robado. Además,
tienes que ayudarme a dar con ellos.
-Repito que así lo haré,
señor.
Y después de haberle pedido
que mandara retirar a los otros presos para hablar con él a solas, Martina
Chapanay le expuso su plan al gobernador.
Hízole saber que el hombre
y el muchacho aprisionados con ella, la noche anterior, eran padre e hijo; que
el padre era el baqueano de la gavilla, y en consecuencia, conocía todos sus
abrigos y guaridas; que Cuero guardaba al hijo como rehén, cada vez que mandaba
al padre a vender en otras provincias prendas robadas a fin de que éste, que
idolatraba a su hijo, regresara con el producto. Le hizo notar que la autoridad
podía emplear igual procedimiento para obligar al baqueano a guiarla en sus
persecuciones. Por último se ofreció a servir ella misma como cebo para atraer
a Cruz Cuero a alguna celada, una vez que se descubriese su paradero.
-Tu plan es bueno -la dijo
el gobernador; -y me hace caer en la tentación de creer que hablas de buena fe.
-¡Ah! señor de muy buena
fe... ¡Lo juro por las cenizas de mi madre! Hay, además, otra cosa que
Vuecencia ignora. Yo odio a Cuero, y creo que tengo el deber de librar al mundo
de un bandido semejante.
Y le refirió lo que éste
había hecho con el joven extranjero asaltado, la noche que tan ferozmente la
azotó a ella misma, inerme y aturdida.
Convencióse el coronel
Quiroga de la sinceridad de Martina y se ajustó en un todo a sus indicaciones.
Ella y el muchacho fueron enviados a San Juan y alojados en el cuartel de
policía en calidad de detenidos. Se llamó al baqueano y se le hizo saber que
él y su hijo salvarían la vida, si guiaban a la autoridad hasta el sitio en
que se hallaban escondidos los objetos que la banda venía robando desde hacía
tiempo. El hombre aceptó sin vacilar y diez horas después, conducidos por él,
el gobernador y su tropa se internaban en lo más escabroso de la sierra del Pie
de Palo.
Adelantaron por una estrecha
quebrada de difícil acceso, costeando enormes murallas de granito que remedaban
fantásticas arquitecturas. Al pie de una especie de columna colosal que
parecía sostener extraños amontonamientos de rocas, el baqueano se detuvo.
-Aquí es -dijo.
No se veía en derredor más
que montañas.
-Hay que mover esta laja
-dijo el preso señalando una piedra chata que aparecía junto a la columna.
Así se hizo con el auxilio
de cinco gendarmes y quedó al descubierto una caverna natural, resguardada por
un cornisón de rocas, en cuyo interior se hallaban amontonados los más
diversos y revueltos efectos. Aquella era la cueva del Alí-Babá de las
travesías...
Una verdadera colección de
baúles y petacas repletas de ropas, armas, joyas, lazos, aperos y cuanta prenda
de uso es posible imaginar, fue sacada de la caverna por los soldados y cargada
en animales traídos al objeto.
Hallábanse todos ocupados
en esta operación, cuando el baqueano que había trabajado con ahinco, para
ganarse la benevolencia del gobernador, se acercó a éste y le dijo:
-¿Su excelencia sabe a
quién perteneció en otro tiempo esta cueva?
A la vez curioso y
sorprendido por la pregunta, el coronel Quiroga respondió:
-No: ¿a quién perteneció?
-Al gigante de Pata de Palo.
-¿Al gigante de Pata de
Palo?
-Sí, señor.
-¿Quién era, y adónde
está ahora ese gigante?
-Dicen que era dueño de
esta sierra. Los indios que habitaban los campos vecinos, le reconocían como el
señor de toda la comarca y le pagaban tributos.
-¿Y por qué le llamaban
Pata de Palo?
-Porque dicen que en un
combate con otro gigante, que también quería mandar por aquí perdió una
pierna, aunque quedó triunfante. El se hizo entonces otra pierna con un tronco
de algarrobo, y la usaba como arma, volteando cinco hombres de cada golpe... Y
dicen también que desde que murió el gigante, la pata de palo anda a veces
sola por entre estos cerros...
El gobernador sonrió,
divertido con aquella conseja que no dejaba de tener su parentesco con la de
Hércules y su clava.
La imaginación de las
gentes sencillas se complace en todas partes en crear estas leyendas que no
carecen de poesía en ciertas ocasiones, y en las cuales se manifiesta su
inquietud y su respeto por lo sobrenatural.
Triunfante y satisfecho de
su batida regresó el gobernador Quiroga a San Juan, con su cargamento de
efectos rescatados, que se proponía restituir a sus dueños. Durante el camino,
se entretuvo más de una vez en hacer hablar al baqueano sobre la vida, las
costumbres y los propósitos de los bandoleros. Así supo que los que se
hallaban bajo las órdenes de Cuero, comenzaban a cansarse ya de su violencia
sanguinaria, y tenían la intención de dejarlo, para irse, reconociendo como
jefe a otro ladrón recién incorporado a la banda. De éste hablaba maravillas
el baqueano. Según él se trataba de un hombre de mucha "cencia" a
quien llamaban "el doctor".
¿Quién podía ser ese
doctor?
Vamos a explicárselo al
lector haciendo una digresión.
[11]
Entre las familias con las cuales el general San Martín mantuvo alguna
intimidad en los días en que su genio laborioso preparaba en Mendoza el paso de
los Andes, se encontraba la del señor Bustillo, persona de gran fortuna y
acendrado patriotismo. Tenía, este señor, un hijo llamado Eladio, de
veintitantos años de edad, gallarda figura y regular instrucción adquirida en
un colegio de España, adonde niño todavía, lo envió su padre. San Martín,
que frecuentaba la casa de Bustillo, le tomó afecto al muchacho, y quiso
aprovechar ciertas aptitudes que éste demostraba, colocándolo en la Maestranza
del ejército en organización, y abriéndole así un camino en la carrera
militar. Pero sus esperanzas y buenas intenciones quedaron defraudadas. Bien
pronto se supo que Eladio se encontraba bajo el absoluto dominio de la hija de
un acérrimo realista español, la cual, inducida por su padre, pensaba valerse
del muchacho para obtener informaciones secretas sobre los preparativos del
ejército patriota.
Se comprobó luego que, en
efecto, el teniente Eladio Bustillo ensayaba tener al corriente al padre de su
amada, residente en Chile, y agente conocido del ejército realista, del estado
de nuestro armamento, del grado de nuestra preparación militar y de los planes
de nuestro general. Las pruebas que contra el espía se obtuvieron eran
abrumadoras, pues se trataba nada menos que de cartas de su puño y letra, llena
de inventarios, informes y pormenores relativos a la Maestranza, es decir, al
punto sobre el que convenía guardar más estricto secreto. Felizmente, esta
correspondencia había sido interceptada por las guardias que San Martín tenía
apostadas en los pasos de la cordillera.
Presentóse cierta mañana
el general San Martín en casa del señor Bustillo. Su aire de gravedad y de
reserva, impresionó a la familia que lo había recibido con la afabilidad
acostumbrada.
-Vengo -dijo encarándose
con el señor Bustillo, y rehusando la silla que se le ofrecía- a hablar con
usted de un asunto en extremo delicado.
Una nube de inquietud pasó
por el espíritu del padre de Eladio.
-Ante todo -continuó San
Martín- y para evitarme penosas explicaciones, sírvase leer usted esta carta.
Era una de las que habían
sido interceptadas, y ponían de manifiesto las terribles responsabilidades de
espía en que estaba incurriendo el joven Bustillo.
Quedó el padre herido como
del rayo ante aquella oprobiosa revelación, que hacía a su hijo pasible de una
inmediata pena de muerte con ignominia, y la madre presente en la escena, se
echó a llorar desesperadamente.
-En homenaje a la amistad
que profeso a ustedes -siguió el general, y en homenaje sobre todo al
patriotismo ardiente y abnegado de que tiene usted, señor Bustillo, dadas
tantas y tantas pruebas a la causa de nuestra patria, he querido venir yo mismo
a advertirle de la traición de su hijo. He hecho algo más. He mantenido hasta
ahora en reserva esta correspondencia, para evitarles a ustedes la vergüenza
pública. Pero, sobre mí deber de amigo está mi deber de militar, y voy a
ordenar la prisión del teniente Eladio Bustillo, para someterlo a un Consejo de
Guerra.
Hecha esta declaración, San
Martín estrechó en silencio las dos manos del señor Bustillo, se inclinó con
respeto ante la señora y se retiró.
No es necesario pintar la
desolación y la angustia de los padres después de esta entrevista. La madre,
¡madre al fin! no pensó sino en salvar a su hijo, y se echó ella misma a la
calle a buscarlo e incitarlo a fugar. Tuvo la suerte de encontrarlo, y el amor
maternal que sabe hacer milagros, desplegó tal actividad, que dos horas
después, y antes de que la fatal orden del general hubiera sido dada, Eladio
Bustillo salía sigilosamente, bien montado, bien provisto de dinero y
convenientemente disfrazado, con rumbo a las Sierras de Córdoba.
La noticia de su traición
no se divulgó en el ejército, pues el general siguió manteniendo en reserva
los documentos que la comprobaban. Ella no perjudicó, por otra parte, al
ejército patriota, pues ya se ha dicho que las correspondencias del traidor no
llegaron jamás a su destino. En cuanto a la brusca desaparición de éste,
causó extrañeza, pero la febriciente actividad de aquellos días, hizo que
pronto se la olvidara.
Nunca más volvieron a tener
noticias de su hijo los señores Bustillo. Y cuando vieron que el general San
Martín no tomaba medidas contra el prófugo, no ordenaba su proceso, ni
revelaba las terribles piezas de acusación que contra él poseía,
comprendieron la generosidad y la nobleza de la advertencia que había ido a
hacerles la mañana aquella... No queriendo conservar en su ejército un
elemento semejante; no queriendo tampoco agobiar de vergüenza la ancianidad y
el puro nombre de los señores Bustillo, y no habiendo tenido consecuencias la
traición del miserable, dio el paso que se ha visto ante sus amigos, para
conciliarlo todo sin faltar a su deber de militar.
¡Bien sabía él de lo que
el amor de la madre sería capaz!
[12]
Refugiado en las Sierras de Córdoba, Eladio Bustillo llevó una vida de
vagabundo. Mientras le duró el dinero que tenía, pudo permanecer quieto en los
villorios serranos, entregado al vicio que había adquirido: la bebida. Pero los
recursos se acabaron, y entonces él, incapaz de recurrir al trabajo, dado el
estado de disgregación moral y de abyección en que había ido cayendo, se
entregó al robo. Ya se ha visto que era un hombre débil y mal inclinado. El
alcohol y la vagancia acabaron de pervertirlo, y los caminos contaron desde
entonces con un salteador más, temible por la astucia, la inteligencia y el
ingenio que ponía al servicio de su triste actividad.
Catorce años después, era
un bandido perfecto, y hasta en el presidio había podido perfeccionar sus artes
de ladrón, que siempre ejercía solo. Fue por este tiempo cuando conoció a
Cruz Cuero y a su banda, en las circunstancias que pasamos a relatar.
Recorría el forajido cierta
lejana zona de la provincia de San Luis, entregado a su productiva tarea de
asaltar a los transeúntes, cuando divisó un jinete que galopaba a campo
traviesa, como si quisiera rehuir todo encuentro. Mandó dos hombres en su
persecución, y como aquél iba mal montado, pronto fue alcanzado, y conducido a
presencia de Cuero que, al verle, le tomó por un mendigo.
-¿Sabes -le dijo- que me
dan ganas de mandarte degollar por zonzo? ¿Quién te manda disparar así? Un
rotoso como vos, no debe tener miedo de que lo desnuden...
-Señor comandante,
-contestó el prisionero- dice el refrán que bajo una mala capa puede haber un
buen bebedor, y quién sabe si este rotoso no tiene algo que pueda interesarle a
Vuecencia más que su cogote... Por lo que veo, tengo el honor de ser colega de
Vuecencia.
-¿Cómo colega? ¿Eres
ladrón?
-De profesión, mi coronel.
-¿Y qué haces de lo que
robas?
-Me lo bebo, mi general.
-¡Eh! no me asciendas
tanto...
-Es que yo soy así; para
las personas que me caen en gracia nunca hallo tratamiento bastante alto, y
tanto esta disciplinada compañía como su digno jefe, me producen la mayor
admiración.
Divertido Cuero con la labia
marrullera y el aplomo de su interlocutor, prosiguió:
-¿Conque lo que manoteas te
lo bebes? Ya se ve que te gusta la buena vida. ¿Y adónde ibas?
-Iba a ver si conseguía por
ahí algunos reales, porque tengo hambre y sed... sed de aguardiente.
Cruz le alcanzó un chifle
lleno, y aquél lo empinó con deleite. Hizo chasquear la lengua y agregó:
-Señor gobernador, yo soy
un hombre agradecido. Usted acaba de aplacarme la sed, y yo voy a corresponder a
su generosidad como se merece.
Echó mano a sus alforjas de
cuero de zorro, y extrajo de ellas dos hermosas caravanas de brillantes, dos
mates de plata, dos sahumadores del mismo metal, unas vinajeras y un crucifijo
de oro macizo, como de cuatro pulgadas de largo, enclavado con brillantes. Cruz
Cuero y sus secuaces miraron aquel deslumbrante despliegue de piedras y metales
preciosos, con ojos codiciosos.
-Pongo todo esto a los pies
de Vuecencia, -prosiguió nuestro hombre uniendo la acción a la palabra- y
solicito humildemente ser admitido como miembro de esta distinguida compañía.
Cuero, fascinado por las
joyas, contestó.
-Bueno. Te admitiremos en
observación por ahora. Después veremos lo que eres capaz de hacer, y si te
portas bien, entraremos a repartir beneficios.
Tomó el crucifijo, se
descubrió y lo besó con unción, golpeándose el pecho. Y radiante de
satisfacción por la presa inesperada que acababa de hacer, mandó calentar agua
para tomar mate en los mates de plata que estaban delante.
-¿Cómo te llamas? -le
preguntó en seguida al recién incorporado.
-Mi nombre de pila es Juan,
y mi apellido Cadalso.
-¿Cadalso?
-Sí. ¿Significativo el
apellido, verdad? Pero respondo con mayor gusto al tratamiento de doctor, porque
así me llamaron desde niño.
-¿De dónde has manoteado
estas prendas tan lindas? Seguro que de alguna catedral.
-No precisamente de una
catedral, pero si de una iglesia de Santiago del Estero, que se llama Nuestra
Señora de Loreto. ¡Lindo templo!
-¿Y cómo diablos te
ingeniaste para alzarte con ellos? -preguntó Cuero con curiosidad.
-¡Oh! Muy sencillamente...
Pero el cuento es un poco largo. Si la honorable compañía tiene paciencia para
escucharlo, lo referiré con detalles.
-¡Cuenta! ¡cuenta!
Se acomodaron los bandidos
alrededor del fuego, y el doctor comenzó así:
[13]
-Me hallaba yo en Santiago del Estero, y tuve curiosidad por conocer la
iglesia aquella, cuya Virgen pasa por ser sumamente milagrosa y cuenta con
innumerables devotos. Me trasladé, pues, a ella, y me hallaba contemplando los
detalles decorativos de su interior, en medio de la nave, cuando el cura se me
aproximó preguntándome:
-¿Sabe usted ayudar a misa,
mi amigo?
-Cuando niño lo hacía muy
bien, señor Cura -contesté. -Creo que todavía podría hacerlo...
-Entonces le ruego que me
haga el favor: ayúdeme usted a oficiar una misa que debo decir dentro de poco.
El sacristán está enfermo, y no veo ahora de quien valerme para el caso.
Me presté deferentemente a
la solicitación del señor Cura, y éste fue a ordenar que llamaran a misa.
Luego me hizo entrar en la sacristía. Debí desempeñarme correctamente en la
ayuda que le presté al ministro del Señor, porque éste quedó sumamente
complacido de mis servicios. Quiso recompensarme, pero yo rehusé su obsequio.
Entonces me dijo:
-¿Podría usted venir
durante algunos días, y hasta que el sacristán se reponga, a prestarme la
misma ayuda?
-Yo no soy del lugar, señor
Cura -le dije. -Vivo un poco lejos, en otro pueblo, pero vendré gustoso a
servirle a usted y a Dios, cuantas veces sean necesarias. Con madrugar un
poco...
Varios días estuve haciendo
como que venía de lejos, al solo objeto de ayudar al cura a decir misa. La
verdad era que me quedaba por las noches en un rancho de los alrededores del
lugar, en el que me daban alojamiento. Mi conducta ejemplar sedujo al cura, que
acabó por ofrecerme en propiedad el puesto de sacristán, después de pedirme
algunos antecedentes sobre mi persona. Yo le di los antecedentes que quise
darle, y el cura que me había tomado en simpatía, no los puso en duda. Me
hice, pues, cargo sin más trámite, de la sacristía de Nuestra Señora de
Loreto, con la cristiana idea de hacer pasar a mis bolsillos, en la primera
oportunidad, estas alhajas que ustedes ven ahora, y cuya existencia en la
iglesia tenía yo perfectamente advertida.
Cierto día me hizo saber,
lleno de satisfacción, el señor Cura, que el siguiente era el de su
cumpleaños. Sus feligreses vendrían a cumplimentarlo, y habría fiesta en la
casa parroquial. Y efectivamente, los regalos y los mensajes empezaron a llegar
desde la víspera.
Al día siguiente, muy
temprano, recibió el sacerdote un llamado urgente. A uno de sus fieles lo
había picado una víbora; estaba moribundo, y fue necesario ir en su auxilio
espiritual. Pero nuestra expedición fue inútil, pues cuando llegamos, aquél
había dejado de existir. Al regresar, oímos desde lejos los alegres repiques
con que mi auxiliar, el muchacho campanero, celebraba por su cuenta el
cumpleaños del cura, como se celebran las grandes festividades de la iglesia.
El resultado fue que al término de los repiques, una de las campanas sonó en
falso; el muchacho la había roto en su furioso entusiasmo.
Un notable vecino que se
muere y una campana que se rompe... Los signos no parecían muy propicios para
la comilona en preparación.
A las doce del día, los
vecinos de más representacíón con que contaba el curato, llenaban la casa.
Pavos, gallinas, pichones, lechoncitos rellenos, carne con cuero, pasteles de
buena masa, aloja, fruta y ricos vinos: todo esto había recibido en profusión
mi buen cura. Se dio comienzo al festín y a las cuatro de la tarde todo el
mundo estaba alegre. A las seis no quedaba nadie en su sano estado ni en su sano
juicio. A las diez de la noche los visitantes reventando de comida y de vino,
dormían tirados a la buena de Dios bajo los corredores, en la más revuelta
confusión. Este era el momento que yo esperaba.
Poco antes de acostarme me
había presentado en el dormitorio del cura, que aún conservaba luz y se
revolvía desvelado en la cama. El hombre de ordinario no bebía, y como esta
vez lo había hecho con exceso, sentíase afiebrado. Cuando me vió,
suponiéndome también borracho, se incorporó sobre las almohadas y me dijo
groseramente:
-¡Fuera de aquí! ¡A
meterse al féretro a dormir la tranca!
Yo bamboleaba, hacía gestos
nauseabundos y tartamudeaba palabras sin sentido. Por último me retiré
gruñendo y tropezando, pero no para ir a meterme al féretro, sino en la
sacristía.
El cura guardaba en su poder
todas las llaves. Pero yo tenía ya limado y arreglado en forma de ganzua, un
gran clavo. La tenue luz de la lamparilla que alumbraba al Sacramento, alumbró
también mi empresa, y a su amarillento reflejo, trepé las gradas del altar y
emprendí mi conquista. Todo estaba en silencio; hasta el mismo cura debía
haber concluído por dormirse. En la sacristía habían quedado por olvido estos
dos mates, y los incorporé a mi botín. Tentado estuve de respetar al Santo
Cristo, pero los gruesos diamantes que le sirven de clavos acallaron mis
escrúpulos, y el crucifijo pasó a mis alforjas de cuero de zorro.
La puerta del templo se
cerraba por dentro con pasadores que yo tenía de antemano aceitados. La abrí,
pues, sin esfuerzo, y me hallé respirando el puro aire del campo. Todo estaba
previsto. Había estudiado el terreno en un cuarto de legua a la redonda, y
tenía ya elegido el punto en que, llegado el caso, buscaría escondite. Fui
derecho a él, cavé un hoyo, deposité en su fondo la preciosa carga, y aplané
luego sobre él la tierra.
Decididamente el cielo
estaba de mi parte, porque apenas ponía de nuevo mis pies dentro de la iglesia,
un formidable aguacero se descargó. Los rastros que yo hubiera podido dejar
afuera se borrarían con el agua: en cuanto al interior, no había pisado sino
sobre alfombras. Dejé la puerta del templo abierta, y la ganzúa arrojada allí
cerca, en lugar visible. Luego me metí en el féretro y me dormí
plácidamente.
Cuando al amanecer empezaron
a moverse los huéspedes del cura, el muchacho campanero corría azorado de un
lado a otro dando cuenta a voces del sacrilegio que se había consumado. Yo
fingía seguir roncando dentro del féretro.
Los aspavientos del
muchacho, excitaron la curiosidad de los presentes, y sobrevinieron los
comentarios, las condenaciones y los lamentos. Todos se horrorizaban, todos
exponían sus sospechas. Todos inducían, deducían, calculaban y pronosticaban,
emitiendo suposiciones y juicios disparatados y contradictorios. El cura,
exaltado y aturdido al mismo tiempo, había recurrido al tono y las actitudes
del púlpito, y anatematizaba o apostrofaba en lenguaje de oratoria sagrada. El
hombre iba y venía como loco de un lado a otro. No era posible, entretanto, que
en tales circunstancias y por insignificante que fuera mi persona, se olvidaran
de ella. Fue un paisano gordo y cachetudo, a quien le daban el título de
"señor juez", el primero que extrañó no verme entre los presentes.
Púsose el cura a la cabeza de un crecido número de feligreses y la cuadrilla
se dio a recorrer los departamentos del edificio buscándome, con la idea de
que, a no hallarme, era yo, y no otro, el autor del monstruoso robo. Pero hete
aquí que, al atravesar el pasadizo en que se guardaba el féretro, la comitiva
se detuvo azorada al descubrirme tendido largo a largo en la jaula fúnebre
. -¡Aquí está, señor
Juez! -gritó el cura.
-¿Dónde? ¡A ver!
-añadieron, agrupándose alrededor del féretro, los demás.
-¡Está muerto! -gritaban
algunos que aun no alcanzaban a distinguirme.
Pero dos gauchones que se
inclinaban sobre mí, descargaron sobre mis espaldas unos azotes que me hicieron
poner de un salto en pie, protestando de aquella brutal manera de despertar a
las gentes. La cosa les pareció divertida a los circunstantes.
-¡Duro! -decían algunos.
-¡Por las vinajeras!
-decían otros.
-¡Por los sahumadores y las
caravanas de la Virgen!
-¡Por los mates y el Santo
Cristo!
Un viejecito afirmaba:
-¡No hay duda; él es el
ladrón! Yo le tomo olor a cera.
-A lo que apesta es a
aguardiente -sostenían los más próximos.
-¡Qué olor a aguardiente,
ni qué niño muerto! -vociferaba una vieja. -¡A lo que hiede es a mugre!
Entretanto los azotes
seguían lloviendo sobre mis costillas. Yo, erguido sobre mi macabro pedestal, y
tratando de atajarme los golpes, como podía, empecé a hablar:
-¡Señor Cura! ¡Señor
Juez! ¡Señores! se está disponiendo de mis lomos con un rigor que no me
explico, y pido que se me escuche!
Vi que los azotes se
detenían y que el público prestaba atención... Entonces continué
elocuentemente mi discurso:
-¡Ni entre los salvajes se
anticipa la pena a la comprobación del delito, y yo estoy siendo aquí víctima
del rebenque de todo el mundo, sin que nadie me diga ni yo sepa por qué! ¡Se
me ha dicho que tengo olor a cera, que apesto a difunto, que hiedo a aguardiente
y que trasudo mugre, pero no creo que todos estos olores puedan ser causa de que
se me infame y atormente! Mi patrón, mi jefe inmediato es aquí el señor Cura.
¡Que él diga si es o no verdad, que él me ordenó anoche que me, acostara a
dormir en este féretro!
El cura, cuyo aturdimiento
iba en aumento, reconoció que, en efecto, para castigarme por mi estado de
ebriedad, me había dado esa orden.
De pronto, un feligrés se
abrió paso por entre los apiñados curiosos que me estrechaban, y gritó,
jadeante, enseñando la ganzúa:
-¡Aquí está el cuerpo del
delito!
Yo levanté entonces la voz
y agregué con dignidad.
-¡Ahí tienen ustedes,
señores! Esto puede ser una maquinación diabólica de los mismos que manejan
las llaves del templo, para despistar a la justicia. ¿Con qué objeto se ha
arrojado esa ganzúa a la puerta misma de la iglesia, según afirma la honorable
persona que la trae? Esto es atroz, señores, ¡atroz! ¡Perdóneme Dios y su
Santísima Madre! pero ¡quién sabe si no va a haber algún maligno que suponga
que la inocente acción de despacharme al féretro de mi virtuoso y bien querido
cura, ha sido una treta estudiada!
Un murmullo cundió en el
auditorio.
-¡Caramba con el
sacristán!
-¿De dónde habrá salido?
-¡Qué bien habla!
-Debe ser un sabio
disfrazado...
-¡O algún sabio loco!
-Todo puede ser. ¿Por qué
estará tan harapiento?
-Pero es que también tiene
buena ropa... Yo le vi ayer con ella, cuando acompañaba al señor cura.
-Y yo también... Tiene un
machito muy gordo, que montaba cuando llegó a la villa.
-Este no puede ser ladrón.
-No, hombre, ¡qué ha de
serlo!... ¿Has visto qué bien parado acaba de dejar a nuestro Párroco?...
Porque me parece que la indirecta...
-Sí, la indirecta no puede
ser más directa.
El hombre gordo y cachetudo
habló a su vez en tono severo:
-¡Bueno! Aquí no tenemos
ya nada que hacer. Yo me retiro a mi juzgado a tomar las medidas que mejor
convenga. Los vecinos todos de esta villa, entretanto, deben, por su parte,
secundar la acción de la autoridad, evitando que el tiempo pase sin resultado.
El daño que deploramos, no sólo perjudica y burla a la iglesia, sino que
burlará y perjudicará a todo el vecindario.
El sol empezaba a levantarse
anunciando un día de terrible calor, y el campo se oreaba a gran prisa. La
mayoría de los asistentes a la comilona, tanto a pie como a caballo, se puso en
retirada. Pocos fueron los amigos del cura que tuvieron a bien despedirse de él
y darle el pésame por el infausto suceso.
La campana trizada empezó a
llamar con eco triste y destemplado, como si también ella estuviera de duelo
por la desgracia acaecida. Debía realizarse una misa de cuerpo presente, por el
descanso del vecino emponzoñado, cuyo cadáver había sido conducido a la
iglesia a primera hora.
Pero era el caso que la tal
misa no podía oficiarse sin mi concurso, y el muchacho campanero fue a llamarme
a nombre del cura. Dueño del campo, después del rudo ataque que se me llevara
hasta la trinchera en que supe convertir el féretro, establecí junto a él mis
reales, y contesté muy atentamente que si para algo precisaba mi persona el
señor cura, tuviera la bondad de llegarse adonde yo me encontraba, pues estaba
resuelto a no moverme de allí hasta la tarde, hora en que me marcharía de la
iglesia, ausentándome para siempre de un paraje donde tan ignominiosamente se
me había tratado.
Irritado el cura por mi
excusación a su llamado, vino en persona a dirigirme palabras chocantes y
amenazadoras; pero yo me acordé del Santo Job y quise dejar sin réplica su
desahogo. Herido en lo más hondo de su amor propio y elevada su irritabilidad a
mayor grado con mi silencio, cerró sus puños y se lanzó sobre mí... Apenas
pude contener los golpes que me dirigió a la cara.
En aquel momento asomó su
cabeza el campanero diciendo:
-¡Aquí está el señor
Juez!
Efectivamente: el hombre
gordo y cachetudo interpuso su busto entre nuestras dos personas. Su presencia
moderó un tanto las iras del Párroco, mientras yo hacía resaltar
estudiosamente mi fingida prudencia.
-Aunque tan escandaloso robo
-dijo pavoneándose el robusto y colorado Juez- reclama mi presencia en todas
partes, he regresado, al oír la campana, para asistir a la misa que se va a
decir por el ánima de mi amigo. Pero he dado ya órdenes para que se lleve
adelante la investigación.
-¡A esas órdenes, señor
Juez, -dijo el cura- debe usted añadirle una indispensable!
-¿Cuál?
-¡La de que se ponga
inmediatamente preso a este bribonazo!
¿Ha descubierto usted algo
que lo comprometa?
-No; pero trata de
perjudicarme en mucho.
-¿Cómo así?
-Se niega redondamente a
salir de este local hasta la caída de la tarde, lo que importa negarse a
ayudarme la misa. ¡Y el pobre viejo a quien por servir a este pícaro despedí
en mala hora, está postrado en cama, tal vez de pena por haber perdido la
sacristanía!
-Hago notar al señor cura
que yo no la solicité...
-Y bien, ¿por qué se
excusa usted ahora de... ? díjome el juez, al parecer preocupado por secretas
conjeturas.
-Por una trinidad de causas,
señor Juez.
-Veamos.
-Primera: porque me doy por
muerto, y no quiero reaparecer deshonrado. No creo que, como para Lázaro,
sonará para mí la voz divina de Jesucristo; pero los que han tratado de
arrojarme a la fosa del menosprecio y el descrédito, están en el deber de
venir a solicitar mi perdón, declarando en público que no tuvieron razón para
infamarme. Todavía siento en mis pulmones el ardor de los azotes, y peno en
este lugar, como han de penar las ánimas en el purgatorio... Soy, pues, una
ánima en pena; no estoy en condiciones para orar ni prestar ayuda en los
oficios divinos.
-¡Sofisterías, señor
Juez, argucias!
-No son sofismas, mi
respetable señor Cura. Ya iré luego a apreciaciones más sólidas. Ayer suenan
de repente las campanas tocando aleluya, en vez de haber sonado un poco antes
tocando agonía. Un muchacho zonzo, que nada sabe, porque nada se le ha
enseñado, rompe de repente la mayor, y mi generoso cura, en vez de
administrarle una tunda, le enseña sus blancos y pulidos dientes, en prueba de
agradecimiento porque se celebraba su propio natalicio cuando la campana se
rompió. Este proceder puede demostrar mucha bondad en el fondo del carácter
del señor cura, o una tolerancia especulativa emanada de la necesidad de
halagar al muchacho. He aquí el dilema: si esa conducta fue obra de su bondad,
debió extenderse hasta mí, no permitiendo el inhumano vapuleo que se me
aplicó; pero sí se mostró tolerante por pura especulación, la causa que
produjo efecto debe ser tal, que bien podría compararse con la recíproca
tolerancia que la complicidad impone a los delincuentes... Ejemplo
verdaderamente extraño, señor Juez, es el que deja a examen de la fría razón
este estupendo robo, único acaso por su forma en los anales de la rapiña. Los
ladrones buscan siempre para darse a sus labores, la sombra, el silencio, la
mayor soledad. En cambio, los de Nuestra Señora de Loreto esperan la noche en
que casi todos los habitantes de la villa rodean su templo, para venir a
saltearlo. Hay un solo hombre que pueda inspirarles recelo y da la casualidad
que ese hombre sin relaciones ni valimientos es alejado a gran distancia de las
habitaciones por el señor cura que le impone por cama la de los cadáveres. A
las pocas horas se le viene a buscar allí para achacarle el robo mientras que
las llaves todas del edificio se hallan cuidadosamente guardadas bajo las
almohadas del Párroco...
-¡Señor Juez!
-interrumpió el cura medio sofocado. -Lo que este malvado está exponiendo,
importa una inicua y pérfida criminación, y me querello de ser calumniado... y
pido el reparo de mi honra. El espanto, la ofuscación que me produjo la noticia
del robo en el primer momento, me impidieron condenar las alusiones insidiosas
de este infame: pero ahora...
-Ahora, como antes, señor
Cura, yo tengo derecho para repeler las imputaciones que usted, en silencio, ha
permitido que se me dirijan. Sobre todo, señor, yo no afirmo nada: deduzco.
Hablo en hipótesis, mientras que a mí se me ha gritado ladrón a las claras, y
se me ha marcado la espalda como a un galeote, sin acusación fundada ni prueba
alguna... Y ya, señor Juez, que es prudente precisar esta cuestión, declaro
sin ambages, que la causa esencial de mi resistencia a ayudar al señor párroco
en la misa por decirse, proviene de los escrúpulos que mortificarían mi pura
conciencia si, al verificarse el Evangelio, el diablo me tentara, sugiriéndome
la sospecha de que acaso sea el sacerdote sacrificador el que ha consumado el
robo...
Un brusco estremecimiento
sacudió la persona del cura, que perdiendo el equilibrio, vino a dar con el
cuello sobre la cabecera del féretro.
-¡Bárbaro!... -alcanzó a
exclamar.
Yo me dije riendo
interiormente: -¡A ver cómo sales de ésta!
[14]
La caterva de forajidos escuchaba con profunda atención el relato del
doctor. Como éste se detuvo, creyó sin duda el auditorio que el narrador iba a
interrumpir su relación y le pidió que la continuara. Reinaba entre él gran
curiosidad por saber cómo se había salvado aquél de su crítica situación.
El doctor prosiguió así:
-El cura fue llevado a la
cama y algunas de las personas que esperaban la misa fueron a asistirlo en su
lecho. Entretanto, el juez, indeciso en cuanto a la conducta que conmigo
debería seguir, se libró al consejo de los vecinos más caracterizados.
Mientras este jurado popular deliberaba, de pie y al aire libre, yo me ocupaba
con empeño en trazar, a la ligera, una silueta del cachetudo juez que, colocado
frente a mí, me presentaba de lleno su colorado rostro.
En la cuadra en donde se
alojaba la partida de policía a servicio del juzgado, quedé yo detenido en
calidad de incomunicado. No me amilané por eso. Para escapar de la red que iba
envolviéndome, contaba con dos cosas: con mi astucia y con la incapacidad del
juez. El día transcurrió sin misa y el muerto fue enterrado sin responsos. El
juez y sus secuaces se entregaron a toda clase de pesquisas, registrando
habitaciones, hurgando mi maleta, revolviendo mis trapos y explorando hasta el
fondo de mis botas.
Llamado a prestar las
declaraciones que debían servir de apertura a mi sumario al siguiente día,
presté tranquilo el juramento de ley, gracias a mi impavidez. El cándido del
juez ordenó que se me registraran los bolsillos. Yo esperaba esta formalidad
-que hubiera debido llevarse a cabo en el primer momento- y tenía preparado un
golpe de efecto. Me quité el poncho con desembarazo, y entregué abiertos los
bolsillos de mi chaqueta. El gendarme, encargado de la operación, extrajo de
ellos una bolsita, que contenía dos pesos en plata, una caja pequeña de
pinturas a la acuarela, y un cuadrado de papel de marquilla, que nunca falta en
mi maleta. Dichos objetos pasaron a las manos de un joven que desempeñaba las
funciones de escribiente. Este los examinó prolijamente, y se quedó
sorprendido mirando el papel.
-¡Señor! -dijo por
último, dirigiéndose al juez- ¡éste es usted!...
El juez le quitó el papel
de las manos y se quedó tan sorprendido como el escribiente.
-Este es mi retrato
-exclamó halagado. ¿De dónde lo ha sacado usted?
-Lo he hecho yo mismo,
señor.
-¿Cuándo?
-Ayer.
-¿A qué hora?
-En momentos en que el
señor juez y sus dignos asesores, resolvieron encarcelarme por vago sin arte ni
ciencia.
-¿Y cómo sabe usted hacer
estas cosas?
-Porque soy pintor de
oficio. En mi juventud me dediqué a este arte, y no he dejado de rendirle
culto. Ahora viajo pobremente por distracción. Huyo del mundo, y trato de
sacudir el terrible imperio de una devorante pasión que trastornó por algún
tiempo mi juicio. Me he propuesto distraer la vida ejerciendo cuantas
ocupaciones me permitan permanecer obscuro. Sé domar un potro. Sé carnear una
res. Hasta ayer he sido sacristán, y si después de reconocida mi inocencia, me
es posible irme a Bolivia, solicitaré allí, por algún tiempo, el puesto de
verdugo...
El juez y el sacristán
cambiaron una mirada. Acaso me supusieron un maniático rematado, y abandonaron
toda sospecha de participación mía en el robo.
Luego el primero me dijo
afablemente:
-Puede usted volverse a la
cuadra; este asunto se resolverá pronto.
Al día siguiente el
muchacho campanero se hallaba preso, ocupando un rincón de la ramada destinada
en el cuartel para depósito de forraje. Dos días después, se me llamó. Era
para notificarme que estaba en libertad.
El retrato del juez pasó de
mano en mano, provocando admiraciones y comentarios en todo el villorrio. Tales
comentarios resultaron funestos para el cura, a quien se miraba ya con ojeriza
por lo que yo había dejado entender, y que cobraba ahora mayor gravedad, por
haber salido de labios de un artista. Además, el muchacho campanero, caía en
contradicciones, de puro ignorante y asustado, cada vez que se realizaba un
comparendo. Poco a poco la sospecha se fue convirtiendo en convicción, y por
fin se afirmó, sin embozo, que el verdadero salteador de la iglesia no era otro
que el mismo cura. El síncope aquel que sufriera mi hombre cuando oyó mi
primera acusación, vino a ser el preámbulo de un ataque cerebral. Juzgué
conveniente marcharme, antes que las cosas se enredaran de nuevo, y supliqué al
juez me hiciera entregar el macho de mi propiedad, que pastaba en campo del
cura. Mi súplica fue atendida. Pero mi alejamiento del lugar demandaba
prudencia, y me fue indispensable presentarme en público a toda hora, espiando
el momento que necesitaba. Busqué por alojamiento la cabaña de una familia
pobre que se ocupaba en fabricar patay. De éste adquirí una regular factura,
que me serviría muy luego para cubrir mi contrabando. Sabiendo el buen hombre
en cuya casa me había asilado, que yo viajaría sin rumbo fijo, me invitó a
acompañarle a una feria que iba a efectuarse por aquellos días en la aldea de
Salavina. No vacilé en aceptar la invitación.
A las ocho de la mañana,
hora en que los vecinos de Loreto cruzaban las callecitas de la villa, o las
sendas que los conducían a sus faenas de campo, yo, el denominado Doctor,
dejaba tranquilo el teatro en que había producido tanto escándalo, alarma,
discordia y enredo, para seguir avante mi camino con la frente serena y erguida.
A la caída de la tarde me
fingí enfermo. Nos hallábamos como a diez leguas de Loreto y frente a la
única casa de campo que habríamos de hallar en el trayecto.
A mí compañero le urgía
no perder tiempo para llegar temprano a la feria, y yo no podía desperdiciar
esta ocasión, enfermo como estaba, de alojarme bajo techo. Convinimos, pues, en
que él continuaría su camino, y yo iría a alcanzarlo en la feria.
Hice como que me dirigía a
la casa en cuestión; pero apenas mí compañero se hubo perdido entre lo espeso
de un bosque, volví grupas y emprendí regreso al galope, hacia el sitio donde
tenía oculto mi tesoro. Cuando el lucero del alba relumbraba en el cielo, yo
estaba en posesión de aquél.
Refresqué un poco mi macho
y dejando el camino real me abrí paso por el monte. Dos días después me
hallaba en territorio tucumano. Descansé un tiempo y emprendí viaje hacía
Catamarca, ofreciendo en venta a los transeúntes mi factura de patay. Y así,
adelantando aquí, deteniéndome allá, ya tocando las fronteras de Córdoba, ya
las de San Luis, he pasado tres meses. Los reales que traía, y los que me
proporcionó la venta del patay, me los bebí convertidos en aguardiente.
Calló el Doctor. Cuero, que
se había divertido con la historia, tanto como un chico con un cuento, tenía
la más viva curiosidad por averiguar cómo había pensado hacer su nuevo socio
para enajenar las prendas de su sacrílego botín.
-¿Y cómo pensabas vender
las vinajeras, los sahumadores y el Santo Cristo? -le preguntó.
-A Dios gracias -respondió
el Doctor tengo mis habilidades. Algunos barruntos poseo de ciencias y de artes.
Ese Santo Cristo puede ser fundido para darle la forma de un tejo; y en cuanto a
las piezas de plata, pueden convertirse en una piñita..
[15]
Los aplausos que se le tributaron al gobernador don Manuel Gregorio Quiroga,
a su arribo a la capital, no fueron más que el comienzo de una serie de
manifestaciones y obsequios de todo género, con que sus amigos y gobernados
celebraban el éxito de su expedición. Gracias a él, la confianza y la
tranquilidad renacieron. Honran todavía su nombre, las medidas que por aquel
tiempo tomó el señor Quiroga. Hizo fijar en todos los lugares públicos
carteles que detallaban el número y calidad de las prendas recobradas, y
ofició a los gobiernos de otras provincias, pidiéndoles la reproducción de
estos carteles, a fin de facilitarles a los damnificados el rescate de los
objetos que les habían sido robados.
Antes de dar este paso, el
gobernador había hecho comparecer a Martina y al gaucho baqueano a la sala
donde se exhibían las prendas recuperadas. El Intendente de policía, en
representación del gobernador, les sometió a un interrogatorio a fin de
averiguar el lugar de los asaltos y la calidad de las personas asaltadas. Tres
meses después, los gobiernos de Buenos Aires y Santiago del Estero contestaban
al de San Juan. La oficiosa actividad de este último, permitió hacer valiosas
restituciones en aquellas provincias.
La anciana madre del joven
extranjero asesinado en el Monte Grande, recibió íntegras las valiosas
mercaderías de que aquél había sido despojado. El gobierno de Santiago sólo
deploraba la falta de un crucifijo de oro y de unas caravanas de la Virgen. El
señor Quiroga explicó entonces, por nota, a su colega santiagueño, que,
según los informes recogidos por él, el Santo Cristo se hallaba en poder del
capitán de los bandoleros, quien jamás se lo quitaba del pecho, y que las
caravanas habían desaparecido. Se supuso que estas últimas estarían en manos
de la Chapanay, pero un prolijo registro sobre su persona y efectos, no dio
ningún resultado.
Visitada sin cesar por
inacabable número de curiosos, y reducida a moverse dentro de las estrechas
paredes de su prisión, la Chapanay empezó a manifestar tristeza. Su existencia
no corría peligro, pero ya se ha dicho que para ella la libertad era la vida.
Faltándole aire, espacio y acción, todo le faltaba.
Cuatro meses transcurrieron,
y ninguna esperanza de ser puesta en libertad entreveía. Hasta que cierto día,
el gobernador en persona se presentó en su calabozo.
-Vengo -le dijo- a que
cumplas el ofrecimiento que me tienes hecho. Cuero ha vuelto a aparecer en la
provincia cometiendo atrocidades. Tu libertad pende de la captura y muerte de
ese forajido. ¿Cómo haremos para echarle la mano encima?
-Me felicito, señor, que
V.E. me dispense el honor de ocuparme. Que venga el baqueano a hablar conmigo, y
yo le explicaré cómo hay que proceder.
Se hizo venir al gaucho y
Martina le dió sus instrucciones.
Se pondría éste
inmediatamente en marcha para buscar a Cuero. No le había de ser imposible
descubrir su paradero, conociendo como conocía todos los refugios de los
ladrones. Una vez que lo encontrase, le diría de su parte que ella lo esperaba
en Las Tapiecitas, en un rancho cercano al paso de Ullún. El gobernador, por su
parte, haría esconder previamente fuerzas suficientes en este rancho. Cuero
debía ser informado, además, por el baqueano, de que, escapada de la prisión
y oculta desde hacía tiempo en el rancho susodicho, Martina necesitaba de él
urgentemente. Con este procedimiento, y con las palabras de consigna que le
enseñó al emisario, Cuero no tardaría en caer en las garras de la autoridad.
Después de cinco días de
marchas y contramarchas por sendas y caminos extraviados, dio al fin el gaucho
baqueano con los tupidos carrizales que, a inmediaciones de la Laguna Seca,
habían alojado esta vez a los ladrones. Cuando éstos le vieron llegar,
sospecharon que pudiera venir guiando alguna partida en su persecución. Pero la
alarma se disipó así que saliendo al llano vieron el campo desierto.
Cruz se acercó el primero
al emisario de la Chapanay, que avanzaba lentamente, sorprendido del escaso
número a que la antes numerosa banda de salteadores había quedado reducida.
-¿Cómo te va, Jetudo?
-Bien, mi comandante.
-¿Tu comandante? ¿Y cómo
es que si no te mataron, recién ahora te venís a presentar a tu jefe?
-Porque si no me mataron me
pelaron la cola, y me han tenido preso con una barra.
-¿Y cómo si te has juído
de la cárcel, no has traído a tu hijo?
-¡Ojalá hubiera podido...
pero mi hijo ha muerto!
-¿Ha muerto?
-Así es, mi comandante; se
murió de virgüelas. Por eso me animé a ayudar a Doña Martina a aujerear las
tapias para escaparnos.
-¿Y ella ande está?
-Quedó por Ullún.
-¡Ah, hijo de una! ¿Y por
qué no me la has traído?
-Porque no había más que
este mancarrón, y yo no sabía el lugar en que la compañía se hallaba, ni el
tiempo que gastaría en dar con ella.
-Mirá, Jetudo, me parece
que me estás engañando, y me están dando tentaciones de hacerte degollar...
-No lo engaño, mi
comandante. La señora Martina espera que usted la vaya a buscar llevándole un
güen flete.
-Y si es verdad que ella me
llama, ¿cómo no te ha dao a conocer ciertas palabras?
El baqueano que, como se ha
visto, no era otro que el Jetudo, se acercó a Cruz y le dijo en tono
misterioso: "Soy la hija de Teodora".
-¡Ahora sí!... Ahora sí!
-exclamó Cuero.
No necesitó más para
decidirse a volar en auxilio de Martina. Y volviéndose a sus secuaces, gritó:
-¡Arriba, muchachos!
A eso de las seis de la
tarde, ya estaba toda la tropa en marcha. Debían recorrer veinte leguas, y
arreglaron el paso para llegar a Ullún a la madrugada. El paraje que iba a ser
teatro del nuevo escarmiento que se les tenía preparado a los salteadores,
estaba, por aquel tiempo, cubierto de matorrales.
-Allí es - dijo el Jetudo
cuando se aproximaban, señalando el rancho medio envuelto por la sombra
todavía. Voy a avisarle a doña Martina.
Sin esperar respuesta,
emprendió el galope y se presentó a la puerta.
Dentro de la choza esperaban
ocho hombres armados de carabinas. Otros diez, a caballo, estaban ocultos entre
las marañas.
El eco insólito de un
clarín turbó de pronto el silencio circundante. Los forajidos, atónitos, no
atinaron a fugar de inmediato y dieron tiempo para que surgieran entre el monte
los jinetes ocultos, que cayeron sobre ellos lanza en mano. Aquello no fue un
combate, sino una matanza. Tan sólo uno de los ladrones pudo escapar. Los
demás cayeron atravesados.
Del montón de muertos,
salía la voz entrecortada de un agonizante que gemía:
-¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Que
me lo ampare el gobierno y que haga de él un hombre útil!
Era la voz del Jetudo.
Confundido con sus antiguos compañeros en la indecisa luz del amanecer, había
sido alcanzado por una lanza.
Se abrió una gran fosa, y
después de registrarlos, se arrojó a ella a los cadáveres. El que por su
traje parecía ser el capitán de la banda, tenía la cabeza despedazada.
Mientras volvían los que habían salido en persecución del fugitivo, se
recogieron las armas y se reunieron los caballos de los muertos.
Vuelta la partida a la
ciudad, se supo bien pronto que los bandidos habían sido exterminados, gracias
a las indicaciones de la Chapanay. Lamentó la autoridad que el crucifijo de
Loreto no hubiera sido rescatado, pues sobre el cadáver del que se consideró
como jefe, no estaba la santa imagen. Pero este contratiempo no disminuyó la
importancia del hecho, que libertaba a la provincia de una pesadilla.
Por lo que se refiere al
hijo del Jetudo, el gobernador lo tomó bajo su protección, conforme a las
postreras súplicas de aquél, y según la humanidad lo aconsejaba. El muchacho
recibió instrucción, entró en el ejército y se supo más tarde que, como su
infeliz padre lo anhelara al rendir la vida, llegó a ser un hombre útil.
Supo la señora Sánchez que
la Chapanay había dado muestras de arrepentimiento desde el instante en que fue
capturada, y tuvo lástima de ella. Fue a verla el día que se le notificó su
libertad, y la dijo:
-Sé que no tienes asilo y
vengo a abrirte de nuevo las puertas de mi casa. Quiero ser caritativa y olvido
tus acciones pasadas, a fin de que puedas volver al buen camino. Aquí tienes un
vestido de mujer; deja esos harapos de hombre que te cubren, y ven conmigo.
La Chapanay bajó los ojos y
siguió mansamente a su protectora.
[16]
Durante dos años, Martina Chapanay se condujo correctamente en casa de su
bienhechora. Parecía que su cabeza había recobrado el equilibrio propio de su
sexo, y se evitaba hacer alusión ante ella a su vida y hechos anteriores.
Semanas enteras pasaba la
oveja vuelta al redil al lado de su señora, encerrada por propia voluntad y
entregada a las labores que ésta le enseñó. Lo único que pedía con
frecuencia era que se le enseñase también a leer. Sin que se sepa por qué, la
señora Sánchez iba aplazando siempre la satisfacción de este justo reclamo.
Entretanto la mujer parecía
presa de decaimiento. Su semblante ostentaba signos de melancolía, y era
visible que una idea o una pasión la trabajaba. Su estado moral no tardó en
reflejarse en su físico, y no mostraba ya su aspecto atlético de antes. Su
estatura parecía ahora más elevada y su rostro permanecía frío y sin
expresión, mientras que sus ojos se mostraban como enturbiados por el matiz
amarillento de la ictericia.
Al término del segundo año
de reclusión, advirtiendo la señora Sánchez el desmejoramiento de Martina,
fue asaltada por profundos escrúpulos.
Ella nada había hecho, en
definitiva para redimir de verdad a su pupila. Se había contentado con
enseñarle a rezar y darle uno que otro trapo usado, pero se había negado a
enseñarle a leer. Así pues, se decidió a restituirle la libertad, si la
interesada se la pedía. Una mañana la llamó y la dijo:
-Tiempo hace ya que vengo
reparando la tristeza que te domina, y la flacura que te consume. Como no quiero
ser yo causa de mayor mal, estoy dispuesta a complacerte, si lo que tú
necesitas es independencia. ¿Qué es lo que ansías? ¿En qué puedo servirte?
-Creo, señora, que necesito
aire y libertad... Pero no tengo recursos para irme.
-¿Los recursos a que te
refieres, serían un caballo, una montura y un traje de gaucho?
La cara de Martina se
iluminó.
-Así es, señora
-contestó.
-¡Al fin te veo alegre,
Martina! ¿Qué más te hace falta?
-Un lazo, una larga daga,
unas boleadoras y unas espuelas.
-¿Y adónde irás?
-A los campos. Allí me
convertiré en protectora del viajero extraviado, cansado o sediento... haré
todo lo contrarío de lo que hacen los salteadores, y seré su peor enemigo.
-¿Por dónde piensas
empezar tu campaña?
-Por la tierra en que nací.
Tengo hambre de ver el suelo donde me alumbró por primera vez el sol, y sed del
agua que corría junto al rancho de mis padres: tengo en fin, necesidad de
recordar muchas cosas, vagando sobre aquellas arenas.
-Está bien Martina; yo te
proporcionaré cuanto necesitas.
Y efectivamente, así lo
hizo la señora Sánchez. Poco después, Martina Chapanay emprendía nuevamente
el camino de los campos. Así la muy cristiana y buena señora doña Clara
Sánchez, que no se había decidido a enseñarle a su protegida las primeras
letras, se resolvía sin vacilaciones a armarla gaucha aventurera...
Aberraciones son éstas, propias de nuestra humana condición.
Con las alforjas repletas y
montada en un arrogante caballo obscuro, la Chapanay fue, antes de alejarse de
la ciudad, a presentarse a la policía y declararle sus buenos propósitos. El
Intendente reflexionó que aquella valiente mujer podría servir en adelante, si
obraba de buena fe, como vigía y auxiliar de la autoridad en los campos. Le
devolvió pues, el trabuco y el facón que le habían pertenecido, y la
despidió con recomendaciones y consejos para que cumpliera honradamente sus
promesas.
[17]
Ciertas dulzuras, como ciertos dolores, no pueden definirse; embargan nuestra
alma inundándola de una emoción serena y honda que no se irradia hacia la vida
externa, sino con débiles destellos. A este género pertenecía la que
experimentaba ahora Martina Chapanay, al sentirse libre de nuevo en el vasto
campo, cuyas penetrantes emanaciones aspiraba deleitosamente. La margarita
silvestre que salpicaba las arenosas pampas y el espinoso cardo que se
multiplicaba en ellas como en una tierra fértil, le evocaban sencillas pero
imborrables impresiones de la niñez. Con aquellas margaritas y aquellos cardos,
había jugado ella en su infancia, aspirando este mismo aire cargado de aromas
agrestes...
Hallaríase ya la viajera
como a un cuarto de legua de la parte más poblada de la Laguna del Rosario,
cuando se encontró con un individuo de la comarca que pasaba en su jumento.
-¿Se halla muy lejos
todavía el rancho que fue de Juan Chapanay? -le preguntó.
El hombre respondió
sonriendo:
-Del rancho de Chapanay no
quedan más que las tapias. Son aquellas que se ven allá, a la izquierda, y que
parecen un montón amarillento a la orilla de la laguna.
Agradeció Martina el
informe, y continuó su camino. El corazón le palpitaba con violencia mientras
avanzaba reconociendo sitios, plantas y accidentes del terreno que le fueron en
otro tiempo familiares. Lo que antes fuera el corral y el patio de su casa,
estaba convertido en un terraplén alfombrado de maleza. Un gran silencio
reinaba en derredor, y apenas si una cigarra empezó a chirriar entre las
ruinas, cuando la mujer se aproximó. Penetró ésta en los cuadrados de paredes
sin techo que fueron antaño habitaciones. En un pedazo de corredor, apenas
apuntalado por el único poste que los vecinos necesitados de leña habían
respetado, reconoció, recordándolo como entre sueños, el ángulo que su madre
prefería. En el lugar en que antes se hallaba un cuadro de la Virgen María,
hacia el cual aquélla le mandaba levantar los ojos todas las tardes, cuando se
apagaba el crespúsculo, sólo halló el muro inclinado y próximo a
desplomarse, destruído por la intemperie.
De lo hondo de su pecho se
desprendió un suspiro ahogado. Se puso de rodillas y rezó devotamente sin
dejar de llorar. Luego desensilló su caballo, le dio de beber, y lo aseguró
debajo de unos retamos rodeados de abundante pasto. Volvió a los escombros, y
entre ellos se sentó. Su imaginación se dio entonces al recuerdo y al
ensueño, y toda una crisis moral debió operarse en su espíritu aquella noche
que ella pasó entera en la soledad, entregada a la meditación, y rodeada de
fantasmas familiares. Las lechuzas vinieron más de una vez a graznar sobre su
cabeza, irritadas de ver ocupada su guarida. El canto lejano de los gallos le
trajo reminiscencias de veladas infantiles.
Y el día la sorprendió
rezando.
[18]
Apenas reflejaba el sol sus plateados rayos sobre la planicie de las Lagunas,
cuando reparó Martina que una comitiva, compuesta de ocho hombres, avanzaba
hacia ella.
Detúvose dicha comitiva a
la entrada de las ruinas y el que la encabezaba tomó la palabra:
-Aquí venimos, mi amigo,
sospechando que usted pueda necesitarnos para algo; toda la noche hemos sentido
el relincho de un caballo que no es del lugar y hemos estado con cuidado por lo
que pudiera sucederle al forastero alojado en estas ruinas. Porque ha de saber
usted que aquí hay almas en pena...
-¿Y cuántas son esas
ánimas? -preguntó Martina sin inmutarse.
-Dicen que dos: las de Juan
Chapanay y Teodora Chapanay.
-Les agradezco el interés
que se toman ustedes por el forastero; pero yo no les tengo miedo a esas ánimas
porque son las de mis padres.
-¿Sus padres de usted?
-Sí; mis padres. Yo soy
Martina Chapanay. Diciendo esto se quitó el sombrero, y dejó al descubierto
sus trenzas lacias y renegridas.
Los laguneros quedaron
estupefactos. Examinaron algunos instantes a esta inesperada visitante, cuya
nombradía exagerada había llegado hasta ellos, y luego sin decir palabra, se
fueron retirando. Con pena y vergüenza comprobó Martina que huían de ella, a
causa de su mala fama.
-Algún día me conocerán y
me estimarán -pensó. -Yo haré cuanto pueda para conseguirlo.
Pero los laguneros no
tardaron en reaparecer en mayor número. Venían ahora en actitud hostil,
haciendo ostentación de fuerza. El representante del poder público se hallaba
entre ellos, y todos traían, a guisa de armas, azadas, horquillas y garrotes.
-Volvemos para hacerle saber
a usted -dijo a la Chapanay el mismo que había llevado la palabra en la visita
anterior- que debe abandonar inmediatamente este lugar y sus alrededores. Las
gentes de aquí están alarmadas con su presencia, y no quieren tener entre
ellas una ladrona.
Martina buscó el rincón
donde había pasado la noche anterior, y se sentó tranquilamente en unos
adobes.
-No tengo inconveniente
-respondió- en satisfacer el pedido de mis paisanos; pero antes de hacer la
voluntad de ellos, haré la mía. Los palos y los fierros que ustedes traen, no
me intimidan, y si ustedes quieren hacer uso de ellos, antes que los dientes de
esa horquilla o el filo de esa hacha den conmigo en el suelo, yo habré bandeado
a tres o cuatro de estos valientes con los diez y seis confites de a una onza
que contiene mi naranjero.
Apartó sus alforjas,
acercó su facón y empuñó su trabuco. Luego añadió:
-Yo necesito rezar y
humedecer con mi llanto este montón de tierra que mi desgraciada madre calentó
con su cuerpo, y nada, ni nadie, me ha de mover de aquí, antes de que yo cumpla
la intención que me ha traído. Al obscurecer me iré espontáneamente. En
cuanto a la injuria que ustedes me hacen llamándome ladrona, se la perdono
porque algún castigo merezco por haber dado motivo para que ustedes crean lo
que afirman. De mis propósitos para el porvenir no les hablo, porque ustedes no
me creerían. Prefiero, pues, irme; pero lo repito, ha de ser por mi voluntad y
en el momento que yo elija.
La intervención armada,
convencida sin duda por la elocuencia de los dobles argumentos de Martina, de
palabra y de hecho no insistió y se fue como había venido.
Entraba la noche cuando la
Chapanay repugnada de su tierra natal, emprendió nuevamente la marcha al paso
lento de su caballo. ¿Qué haría? ¿Adónde iría? Ella misma lo ignoraba. En
su propia patria se sentía tan desamparada y tan sola como si estuviera en los
desiertos africanos. Sin embargo era preciso sobreponerse a los contrastes. Se
dijo que por algo vestía traje de hombre y que era aquel el momento de poner a
prueba sus dotes varoniles de que hacía alarde. ¡Valor! Ya mostraría ella,
más tarde, hasta donde alcanzaban sus buenas intenciones.
Dióse a recorrer los
establecimientos de campo situados en los territorios fronterizos de las
provincias de Cuyo, y bien pronto se acreditó como peón laborioso, enérgico y
honrado. Pedía alojamiento a cambio de útiles servicios, y bien pronto se la
buscó empeñosamente para confiarle arreos de hacienda y doma de potros, o para
utilizarla como baqueano en el paso de los ríos y en el recorrido de
travesías.
Un par de años más tarde,
era conocida y apreciada hasta el río de los Sauces en la provincia de
Córdoba. Con su propia mano había levantado, distribuyéndolas en una
extensión de cuarenta leguas, cuatro ramadas que destinó a servir de refugio y
amparo a los viajeros enfermos, cansados o extraviados en aquella región árida
y desierta. Se sabe que los más terribles yermos se dilatan en ciertas zonas de
la comarca andina. Las ramadas de la Chapanay abrigaban tinajas de agua fresca,
y en ellas apagaban la sed y reponían sus fuerzas los viandantes.
No pararon en esto los
beneficios que Martina distribuyó por inhospitalarios campos. Dotó de balsas
rústicas ciertos pasos peligrosos de ríos traicioneros, y durante las
crecientes ella misma trasladaba a los viajeros de una orilla a la otra. Se la
vio con mucha frecuencia en el Zanjón, que baja del Norte, se une con el
Bermejo y salva en su derrame la punta del Pie de Palo. Como que provienen de
aluviones, las aguas de aquellos ríos ofrecen particular riesgo a los
transeúntes, con sus crecidas bruscas y tormentosas.
Los señores Precilla, Juan
Antonio Moreno, Martín y Domingo Barboza, Zacarías Yanzi y otros respetables
vecinos de San Juan, que en sus viajes a la provincia de San Luis o el Litoral,
habían oído hablar de la Chapanay, se relacionaron con ella, pensando que
podía servirles, atenta la naturaleza de sus negocios rurales. Así fue en
efecto. Desde entonces las bestias rezagadas y extraviadas de sus arreos, eran
invariablemente devueltas a sus dueños por un emisario de la Chapanay: Ñor
Félix. Y muchos otros servicios de inestimable precio para los frecuentadores
de travesías de aquellos tiempos, les fueron prestados a los señores citados,
según su propio testimonio.
[19]
Entre las relaciones que en su errante vida había contraído Martina, se
contaba una campesina de las inmediaciones del Río Seco, en Córdoba. Tenía
esta mujer varios hijos y poquísimos recursos para mantenerlos. Resolvió,
pues, poner a Félix, el mayor de todos, bajo la autoridad de la Chapanay, en
quien declinó todos sus derechos.
Obligóse ésta, por su
parte, a dirigir y enseñar a trabajar al mocetón, a pesar de su manifiesto
despego a las rudas tareas del campo. Con la mira de manifestarse amable hacia
su discípulo, le dio desde el momento en que éste pasó a ser tal, el
tratamiento de "Ñor Féliz". El tratamiento le quedó, y con él se
le designó siempre en los campos.
No se consolaba Martina de
no saber leer, y quiso que el muchacho confiado a su custodia no tuviera que
culparla más tarde a ella de tal ignorancia. Se entendió, pues, con un anciano
español que, por vocación de maestro, enseñaba en un lugar cercano las
primeras letras a unos cuantos niños en casa del cura, a fin de que tomara a
Ñor Féliz como alumno.
Ambos maestros, el de
trabajo material y el de letras, combinaron un singular método pedagógico. El
educando alternaría sus aprendizajes; por manera que manejaría noventa días
el silabario a las puertas de la sacristía, y otros noventa las boleadoras por
pedregales y llanuras.
Martina salió al fin con la
suya, y al hacerse la primera barba, Ñor Féliz descifraba los impresos que le
caían a las manos.
Cuando pasó a dominio de su
maestra, contaba diez y ocho años. Era un jastial más largo que un álamo
vicioso; lindo como un Santo Domingo; pero lindo con todos los signos de la
estupidez: bobo, boquiabierto, tardo para comprender, y tardo para contestar;
medroso como una monja y medio escaso de oído.
A estar a la importancia del
ejemplo que nos ofrece Ñor Féliz, no debe ser verdad que los azotes acaban de
azonzar a los zonzos, pues a los cuatro años de aprendizaje en ambas escuelas,
él se había remontado de zonzo a pillo, sin otro estimulante que las nutridas
tundas que de vez en cuando le administraba su maestra. El tímido jastial de
los primeros días, hacía al poco tiempo primores de equitación en un potro, y
rendía de cansancio a una mula. Se disparaba expresamente para que su maestra
le boleara el pingo, a fin de aprender a salir parado de la rodada, sin correr
más riesgo que la posibilidad de romperse la crisma. Se convirtió, como su
profesora, en un gran cazador a la criolla, y con ella emprendía frecuentes
correrías a caza de venados, liebres, carpinchos, avestruces y cuanto animal
útil o dañíno se presentase a tiro de bolas, o pudiese ser perseguido a
pezuña de caballo. Aquellas cacerías tenían su término en grandes
charqueadas, que daban por resultado el aprovechamiento de los cueros, las
plumas y las carnes de ciertas piezas.
Es digno de ser referido el
primer acontecimiento que vino a mostrar el discurso que cabía en la
inteligencia de Ñor Féliz.
Recorría en cierta ocasión
las ramadas de la Chapanay, proveyendo de agua las tinajas de que hablamos
antes, cuando encontró que la vasija de una de ellas estaba rota. El caso era
frecuente, pues los viajeros que de aquéllas se servían, no siempre las
trataban con miramientos después de haberlas utilizado. Ñor Féliz tuvo una
idea. Hizo escribir por su maestro de lectura, sobre lajas bruñidas que
trasladó luego a la ramada y en grandes letras al óleo, la palabra
"Aquí". Abrió luego en cada local, un hoyo con capacidad para la
tinaja correspondiente, y las enterró a todas, dejándoles la boca a flor de
tierra. Una vez llenas de agua, cubrió a cada cual con su laja. Las tinajas
quedaban así a salvo de ser rotas o robadas, y ostentando una inscripción
llamativa en la tapa. Supiesen o no leer los viandantes, su atención era
solicitada por el letrero. Levantaban la cubierta y encontraban el agua.
Muy agradable fue a la
Chapanay el perfeccionamiento que Ñor Féliz había introducido en su
combinación para socorrer en el desierto a los sedientos, y para recompensarlo
le dijo:
-Ñor Féliz, ha obrado
usted muy cuerdamente, y quiero aprovechar esta ocasión para hacerle un favor.
El jastial se puso colorado
como un tomate. Creyó que iba a ser despedido, y pensó aprovechar la coyuntura
para realizar cierta campaña que le andaba dando vueltas en la mollera.
La Chapanay le disparó esta
orden a quemarropa:
-Prepárese usted para que
nos casemos.
-¿Para que nos casemos?
-Eso mismo.
-¿Ahora salimos con eso? Yo
creía que me iba a dejar en libertad...
-A las criaturas de su clase
hay que tenerlas siempre sin cadenas, pero aseguradas.
-¿Y para qué quiere usted
tenerme asegurado a mí?
-No es cosa fácil hacerle
comprender a un pazguato para qué puede ser útil. El mundo no tiene nada que
esperar de usted, Ñor Féliz. En cambio a mí me hace usted falta para mi
divertimiento.
Ñor Féliz guardó silencio
y clavando la vista en el suelo se acordó de una moza rolliza, vecina de su
pago, que solía detenerse en las ventanas de la escuela para oírle dar su
lección...
Por el momento, este
inesperado proyecto matrimonial quedó en suspenso, visto el escaso entusiasmo
con que lo había recibido el presunto novio. Corrió el tiempo. Ñor Féliz
había cumplido veinticuatro años y hacía seis que tomaba lecciones del
viejito español. Era evidente que el cacumen del discípulo había dado ya
cuanto podía dar; estaba como empedernido en el primer texto, y cualquier otro
impreso que se le presentase le parecía poco menos que indescifrable. Sus
barbas habían crecido como la maleza, y el bonito rostro de antes parecía
ahora invadido por una verdadera maraña de pelos. Ñor Féliz no se olvidaba de
la moza rolliza y ésta le había mandado decir que ella haría con gusto, de la
hilaza de sus barbas, un cordón para sujetarse el cabello.
En cuanto a la Chapanay,
seguía acariciando en silencio su plan de casamiento. Para reducir al rebelde
candidato a marido, le regalaba prenditas para el caballo y uno que otro poncho
de colores subidos. Cuando llegó el trimestre en que el barbudo alumno debía
irse a sus clases a Río Seco, ella se puso en expedición sobre los campos
externos de San Juan.
Acompañábanla en esta
excursión dos leales servidores que hasta el presente no han sido mencionados:
un corpulento perro que obedecía al nombre de "Oso", y que en
realidad se parecía a este animal, y un menudo cuzquito ladrador que se llamaba
"Niñito".
Sobre la raza y la bravura
del Oso, pacientemente amaestrado por su ama, se le habían dado, calurosas
recomendaciones. Los hechos probaron más tarde que éstas no eran exageradas.
[20]
Bastante camino llevaba adelantado ya la Chapanay en dirección a Jachal,
cuando fue alcanzada por un paisano que, expresamente enviado por don José
Antonio Moreno, recorría desde hacía tiempo las montañas para trasmitirle un
mensaje de importancia. Este consistía en lo siguiente: se habían introducido
en la provincia de San Juan dos famosos salteadores apodados "Los
Redomones", que venían prófugos de la cárcel de Mendoza, y andaban
merodeando entre los departamentos de Caucete y Angaco Norte. Se trataba de dos
criminales peligrosos, según comunicaciones de la provincia vecina, que traían
la intención de deshacerse de cualquier manera de Martina Chapanay, a quien
acusaban de espía de la policía y consideraban como un grave estorbo para
llevar a cabo su plan de fechorías. Se habían estrenado en la región,
robándole al señor Moreno dos parejeros de gran precio.
Agradeció efusivamente
Martina tan valioso aviso, y sin pérdida de tiempo cambió el rumbo de su
marcha. Dejando para después su expedición a Jachal, contramarchó hacia el
Sud y se dirigió a Punta del Monte.
Costeaba un soto espeso,
cuando sintió, cercano, un ruido de maleza removida. Fijó su atención en el
punto de donde aquél partía, y vio, entre el monte, la figura de un hombre que
parecía querer ocultarse.
-¡No se asuste, señor! -le
gritó- ¡no se asuste que ha dado con un cristiano!... ¡Acérquese con
confianza!
El hombre se recobró un
poco. La voz de la Chapanay lo alentó y desenredándose como pudo de las
jarillas entre las que había buscado esconderse, se llegó al camino. El Oso lo
miraba gruñendo, listo a saltar sobre él a la menor seña de su dueña. Esta
calmó al animal con una palabra cariñosa.
-Buenas tardes -dijo el
hombre con acento débil.
Tenía el brazo derecho mal
envuelto en su poncho lleno de sangre.
-Buenas tardes -contestó la
Chapanay. ¿Qué le ha pasado, señor?
Bajó del caballo y le
sirvió medio jarro de vino que llevaba en uno de sus chifles. El hombre bebió
y manifestó deseos de sentarse. Martina desprendió de su recado un cojinillo y
ayudó al herido a acomodarse sobre él. Reanimado éste, y persuadido de que la
persona que tan solícitamente procedía con él no pertenecía al gremio de los
que habían estado a punto de quitarle la vida la noche anterior, refirió así
su dramática aventura:
-Marchábamos anoche de
regreso hacia la Costa Alta de La Rioja, de donde somos vecinos, yo y un joven
socio con quien habíamos realizado en esta Provincia la venta de unos cuantos
novillos, cuando fuimos asaltados a eso de las doce. Habíamos acampado y
dormíamos en nuestras monturas. Sentí de pronto ruido y me desperté. Los
salteadores se dejaban caer de sus caballos en aquel momento, a pocos pasos de
nosotros. Sin tiempo para defenderme, me puse de pie de un salto y me escurrí
por entre un grupo de árboles. Alcancé a oír un prolongado y angustioso
gemido de mi compañero sorprendido y asesinado en pleno sueño, mientras yo
paraba como podía, sea presentando el brazo, sea cubriéndome con las ramas,
los hachazos y las puñaladas con que me perseguía uno de los asesinos. Se
oyeron en aquel justo momento voces en la huella. Era que pasaba una tropa de
hacienda y los peones que la arreaban venían conversando y cantando. Quise
gritar pero no pude. Alcancé a ver a nuestros asesinos que montaban a caballo y
se alejaban cautelosamente a campo traviesa. Una nube negra me cegó y caí sin
sentido. No sé cuánto tiempo habrá durado mi desmayo. Cuando volví en mí,
estaba nadando en la sangre que había perdido por las heridas del brazo, pero a
pesar de mi tremenda debilidad, me puse a andar al azar en busca de agua por
estos jarillales. Nuestros caballos habían sido alejados, sin duda por los
bandidos, antes de atacarnos.
-Ya me figuro quienes son
los ladrones -contestó la Chapanay que había escuchado con interés compasivo
la relación del herido. -¡Ahora se las tendrán que ver conmigo! Pero para
toparme con ellos necesito estar sola.
-¿Sola?
-Sí, sola. Sé como hay que
darse vuelta en estos asuntos. ¿No ha oído hablar usted de Martina Chapanay?
-¿Es usted? ¡Bendito sea
Dios, que manda en mi auxilio a la providencia de los caminantes!
Sí, bendito sea el Señor,
que así me proporciona la ocasión de ser útil a un semejante. Pero, vamos,
arriba... ¡Así, de pie!
Cinchó bien su caballo,
ayudó al herido a trepar en las ancas, llamó a sus perros con un silbido y
éstos avanzaron al trote largo por el camino, registrando los flancos.
-A las ocho de la noche
-dijo Martina- estaremos en el Albardón. Allí tengo un buen amigo que no se
hará violencia en recibirnos, a pesar de la hora; y aunque su herida de usted
no me parece de peligro, conviene curarla cuanto antes. Además, debe usted
reparar sus fuerzas, y lo que yo tengo en las alforjas no basta para ello. Por
último, hay que organizar una comisión que salga en busca del cuerpo de su
socio.
A la hora indicada, la
Chapanay entraba en las solitarias avenidas del Albardón. Dejó allí, al
cuidado de su amigo, al herido que llevaba, y encargó a aquél que mandase
buscar el cuerpo del otro asaltado, que quedara en el campo. Descansó algunas
horas, y cuando clareó el día, montó de nuevo a caballo y partió campo
afuera, acompañada de sus perros.
[21]
Tupidos bosques de algarrobos y chañares cubrían el terreno intermedio
entre Caucete y el Albardón. Por lo enmarañado de sus arbustos y malezas,
propicias a la ocultación, a la sorpresa y al asalto, aquella zona había sido
siempre elegida por los bandoleros, como campo de operaciones, y en
consecuencia, se la consideraba peligrosa. Martina Chapanay la había explorado
prolijamente desde mucho antes y la conocía a palmos.
Hacia ella se dirigía ahora
a buena marcha, escoltada por sus fieles canes, en busca de los asesinos que
habían jurado exterminarla. El sol alumbraba ya el camino, y a su luz percibió
Martina frescas pisadas de caballos que llevaban su misma dirección. Las
observó con atención y vio que a la altura de un espeso monte de chañares
salían del camino y se internaban en aquél. Resueltamente se internó ella
también tras las huellas. Pero no tuvo que andar mucho. Al entrar en un claro
del monte, se encontró frente a frente con dos hombres de aspecto patibulario
que, advertidos de su aproximación, la esperaban desmontados, teniendo sus
caballos de la brida. Aquellos dos rostros cobrizos, erizados de cerdosos pelos,
tenían una expresión siniestra. Martina dirigió una rápida mirada a sus
cabalgaduras y vio que llevaban la marca de don José Antonio Moreno. No había
duda: se encontraba en presencia de "Los Redomones".
-¡Eh, amigo, párese! -dijo
en tono amenazante uno de ellos.
La Chapanay detuvo su bestia
y echó pie a tierra, cuadrándose a cuatro pasos de los bandidos.
-¡Ya estoy parada!
-contestó- ¡Y ahora, a defenderse! Supe que ustedes me andaban buscando y
aquí me tienen. ¡Yo soy Martina Chapanay!
El Oso, adiestrado por
Martina para estos lances, por medio de largos y pacientes ejercicios, observaba
todos los movimientos de su ama y se mantenía al lado de ella gruñendo y
mostrando los dientes.
-¡Chúmbale, Oso! -gritó
la Chapanay.
De un salto el animal se
echó por detrás sobre uno de los salteadores y quedó suspendido de su nuca,
con las triturantes mandíbulas cerradas como tenazas.
-¡Ahora sí! ¡Ahora somos
uno para cada uno!
La Chapanay se había puesto
en guardia y esperaba la acometida de su enemigo. Este cayó sobre ella daga en
mano. El asalto fue rápido y terrible. Unos cuantos amagos, unos cuantos
chasquidos de aceros entrechocados, unos cuantos saltos, y el hombre rodó por
tierra con el vientre abierto. Martina había parado con el cabo de fierro de su
rebenque, que llevaba en la mano izquierda, una puñalada del contrario, y
paralizándole el cuchillo con un rápido y enérgico movimiento envolvente, con
la mano derecha le sepultó el suyo en el estómago.
Entretanto, el otro gaucho
se debatía por librarse de las mandíbulas del Oso. Los ojos se le saltaban de
las órbitas, jadeaba angustiosamente, la lengua le salía fuera de la boca y
los pómulos empezaban a amoratársele.
-¡Fuera, Oso! ¡Fuera!
-gritó la Chapanay.
Dócilmente, el animal
soltó su presa y se quedó gruñendo ferozmente a su lado, listo para saltar
otra vez sobre ella.
-Voy a perdonarte la vida,
canalla, pero tendrás que responderme a todo lo que te pregunte.
El bandolero no pudo hablar;
antes necesitaba respirar. Martina se apoderó de su puñal y recogió el del
muerto. Luego, aprovechando la semiasfixia de aquél, le amarró con las riendas
de su propio freno.
-Ahora vas a decirme dónde
está el dinero de los viajeros que asaltaron ustedes anteanoche.
No repuesto aún del ahogo,
y atormentado por las heridas que le habían abierto en la nuca los dientes del
Oso, el interrogado respondió:
-Allí, detrás de aquel
algarrobo, en unas alforjas.
-¿Cuánto es?
-Doscientos pesos en oro.
-¿Y el apero y demás
prendas de los viajeros?
-No tuvimos tiempo de
alzarlos, porque unos arrieros se hicieron sentir cuando casi estaban sobre
nosotros.
-¿Y los caballos?
-Los encontramos atados a
lazo allí cerca y los llevamos más lejos, por si los dormidos se despertaban y
querían disparar.
-¿Cuántos días hace que
robaron ustedes estos parejeros?
-Quince.
-¿Es aquí donde ustedes y
los caballos han estado ocultos?
-Sí.
-¿Cómo te llamas?
-José.
-¿José de qué?
-Ruda. Pero nos conocen por
los Redomones.
-¿Y cuál de ustedes dos
asesinó a uno de los mozos salteados?
-Mi hermano.
-¡Mientes, bellaco! ¡Tú
le echas la culpa al muerto, sin recordar que hay un testigo que te condena!
-¡Un testigo! -dijo el
gaucho sorprendido. -¿Y dónde está?
La Chapanay, que ya había
examinado el puñal, al quitárselo, le presentó la vaina ensangrentada.
-Así es, señor... Yo lo
maté porque al acercarme a su cabecera, tropecé con las alforjas que le
servían de almohada y el oro sonó...
Un rato después, Martina
Chapanay emprendía la marcha hacia la ciudad de San Juan, llevando su
prisionero y el botín reconquistado. Había ayudado a montar en uno de los
parejeros robados al salteador, que tenía los brazos atados a la espalda, y le
amarró las piernas bajo la panza de la bestia. Tomó de tiro al animal que
conducía al preso y al otro parejero del señor Moreno, e hizo que los
escoltaran el Oso y el Niñito. Así llegó a la plaza de San Juan al anochecer.
Su entrada en la ciudad
produjo sensación, y una multitud la siguió por las calles hasta el extremo de
que la intervención de la policía fue necesaria para despejarle el camino. La
fama de su nombre, unida a las circunstancias en que ahora se presentaba,
debían, naturalmente, provocar en torno suyo la curiosidad, la admiración y la
simpatía.
Se presentó a la policía,
dio cuenta de lo que había hecho, entregó prisionero y botín, y pidió
permiso para volverse a los campos. Pero el gobernador, que lo era entonces el
coronel Martín Yanzón, la retuvo para hacer que informara verbalmente sobre
las condiciones de seguridad de las campañas.
Por su parte, la policía
cumplió con su deber. Devolvió a sus dueños lo rescatado por la Chapanay, y
entregó a la justicia al "Redomón".
En cuanto a Martina
Chapanay, fue honrada antes de su partida no sólo con un acto de particular
deferencia del gobernador, sino con las manifestaciones que toda la ciudad le
prodigó. El coronel Yanzón quiso hacerle un obsequio en dinero, pero aquélla
lo rehusó.
-No, señor Gobernador, -le
dijo. -Yo quiero vindicarme de mis primeros errores, y serle útil a la
sociedad. Con eso basta; en eso está mi recompensa.
Como el gobernador
insistiera en querer hacerle un regalo, ella contestó:
-Está bien. Aceptaré, por
complacer a V. E., un poco de yerba, azúcar, papel y tabaco. Nada más. No
merezco nada por haber cumplido con mi deber.
Se hizo lo que la Chapanay
quería, y cuando partió, encontró atado a la cincha de su caballo un macho
cargado de provisiones. Ella había adquirido por cuenta propia una cruz
rústica. La llevó consigo, buscó el sitio de su combate con el bandolero,
cuyo cuerpo había sido ya sepultado por la autoridad y la clavó sobre la
tumba. Luego se puso de rodillas y oró largamente...
De las cabañas levantadas
por la Chapanay para el servicio de los caminantes, prefería ella, para su
residencia ordinaria, la que se hallaba situada en la costa de la Laguna de
Vega. Allí había dado alojamiento a un matrimonio de ancianos, que
desempeñaban las funciones de caseros durante sus viajes, y allí se dirigía
ahora, con la mira de depositar la factura con que había sido obsequiada.
La Chapanay echaba de menos
a Ñor Féliz; y si bien éste no le era indispensable para desempeñar sus
empresas, le había tomado afición y le faltaba su compañía.
De la noche a la mañana,
Martina resolvió irse a Córdoba, Ñor Féliz la atraía, decididamente.
Un buen día montó, pues, a
caballo y se puso en viaje para Río Seco. Cuando llegó al pueblo, quiso ante
todo ir a la iglesia, pero la encontró cerrada. Preguntó por el maestro de
escuela, y supo que éste no se encontraba allí ya; el cura había cambiado de
parroquia y el viejecito se había ido con él. Sorprendida por esta novedad
inesperada, se dirigió a la casa de la madre de Ñor Féliz, y su sorpresa se
convirtió en decepción y pena.
La mujer había muerto, y la
familia se había dispersado, debiendo ser colocados los menores en diferentes
casas por la autoridad.
¿Y Ñor Feliz?
¡Ay! Ñor Féliz había
desaparecido en compañía de aquella muchacha rolliza que se detenía en la
ventana del local que servía de escuela, a oírle dar sus lecciones...
Un vuelco sintió Martina en
el corazón cuando le dieron esta última noticia. ¡Y ella, que no había
renunciado a la idea de casarse con el ingrato muchachón! ¡Ella, que sólo por
verlo había venido atravesando yermos y serranías durante días y días! Se
quedó suspensa y como atontada sobre las lomas del lugarejo. Por último,
volvió grupas y comenzó a vagar sin rumbo por el campo, como pidiéndole
consuelo a su salvaje soledad.
[22]
Se encontró, a la mañana siguiente, en tierras de exuberante vegetación
que no conocía, y se puso a recorrerlas, seducida por el espectáculo de
aquellas selvas y de aquellas frondas, que tanto contrastaban con los áridos
desiertos cuyanos, y que la distraían de su tristeza.
El Oso y el Niñito la
acompañaban. Se habían internado en el bosque delante de ella, siguiendo una
estrecha senda, y retozaban entre el pasto ladrando y persiguiéndose. Atraída
por la frescura del follaje, Martina penetró en la selva detrás de sus perros,
y avanzaba lentamente por entre arbustos y enredaderas silvestres, cuando su
caballo enderezó las orejas y empezó a bufar. Ni el rebenque ni las espuelas
consiguieron hacerlo avanzar, y pugnaba, al contrario, por retroceder y
disparar. Algo habría sentido el animal, que lo asustada así. En efecto, de
pronto el Oso y el Niñito aparecieron perseguidos por un corpulento león,
cuyos ataques esquivaban con carreras y gambetas, sin dejar de ladrarle. La
fiera se detuvo al ver a la Chapanay y a su caballo, bajó la cabeza hasta tocar
el suelo, y lanzó a los aires un terrible bramido que atronó la espesura. El
miedo del caballo le imposibilitaba a Martina toda acción montada. Por otra
parte, faltaba allí espacio para hacer evolucionar al animal. Las boleadoras y
el lazo no tenían aplicación entre los árboles. Y entretanto, el león
avanzaba...
La valerosa mujer tomó
rápida y resueltamente su partido. Echó pie a tierra, ató su caballo a un
tronco, se envolvió el brazo izquierdo con un grueso poncho que traía
arrollado en las ancas y desnudó el facón. En el trabuco no había que pensar:
las corvetas de su cabalgadura asustada lo habían hecho caer unas cincuenta
varas más lejos, entre los yuyos.
A seis pasos de distancia de
Martina estaba el león, decidido a atacarla descuidando a los perros. Tomó una
actitud rampante y le clavó sus dos ojos inyectados de fuego. Aquélla,
reconcentró en los suyos toda la fuerza de su atención, espiando los
movimientos de la fiera, y esperó el ataque a pie firme. Viendo a su ama en
peligro, el Oso recobró coraje y se aproximó ladrando con furia. Cuando el
león se abalanzó sobre su presa, ésta tuvo tiempo para gritar:
-¡Chúmbale, Oso!
Luego dio un salto de
costado para evitar el primer zarpazo, y cuando la fiera se volvió hacia ella,
le presentó como un escudo el brazo forrado con el poncho. Una formidable
dentellada atravesó poncho y antebrazo, y las garras del león hubieran
completado la obra, pues a su bárbaro empuje cayó de espaldas Martina, si el
Oso, obedeciendo a su ama, no se hubiera prendido de la cola de la fiera
tirándola hacia atrás. Se volvía ésta para dar cuenta del perro, cuando la
Chapanay, incorporándose con la agilidad que prestan los grandes peligros, le
metió el puñal en el costillar hasta la empuñadura. Otra y otra puñalada
más, y la fiera, dando un nuevo bramido, rodó por el suelo estirándose con
temblores de agonía.
La vencedora quedaba
extenuada de dolor y de cansancio. Su brazo herido, hacíala sentir rudos
sufrimientos y se reclinó sobre el pasto para reponerse, mientras los perros
olfateaban la sangre todavía caliente del león. La Chapanay se levantó, se
acercó a su caballo que tascaba el freno, tomó sus chifles y, con el agua que
guardaba en ellos, apagó su sed y lavó las hondas cisuras con que los
colmillos de la fiera la dejaban marcada para toda la vida. En seguida se vendó
el brazo como pudo.
Hubiera deseado llevarse la
piel de su víctima; pero no podía desollarla con una sola mano. Contentóse,
pues, con cortarle la cabeza y amarrarla a los tientos de su montura. Buscó por
último las orillas del bosque, en donde en caso de otro evento pudiese al menos
saltar a caballo en pelo; encendió fuego con gran dificultad y se echó a
dormir rodeada de sus tres animales.
A la mañana siguiente lavó
de nuevo su herida y se puso en viaje a su choza de San Juan, adonde llegó sin
contratiempo.
Mal curadas sus heridas no
cicatrizaron bien y fueron para ella, en adelante, causa de dolores periódicos,
que no pocas veces la obligaron a meterse en cama. Pero no por eso se preservó
de las lluvias y las intemperies, cada vez que necesitó desafiarlas en su
áspera y accidentada vida.
¿Y Ñor Féliz? Martina se
propuso olvidarlo; y cuando lo trajo a memoria, fue para deplorar no haber
podido administrarle antes de su fuga, una de aquellas tundas que en otros
tiempos solía propinarle. Felizmente para él, nunca se le ocurrió al jastial
aparecer por los campos de San Juan.
[23]
Llegó el año 1841 en que el tirano Juan Manuel de Rosas, afianzó su
dominio en el territorio de la Confederación. Cada pueblo era un feudo, cada
aldea un grupo de esclavos, cada mandón un Bajá, y la patria entera un
panteón donde la libertad yacía sepultada. Sólo Corrientes, la heroica,
luchaba impertérrita, congregando a sus hijos junto al asta en que flameaba la
bandera bendita de San Martín y Belgrano. Las naciones de Europa, nos juzgaban
por esta proclama estrafalaria que Rosas ostentaba:
Aquí está el grande
americano
Juan Manuel de Rosas
Héroe del desierto
Restaurador de las leyes
Supremo Director de la
Confederación Argentina
y enemigo implacable de los
inmundos
salvajes unitarios
contrarios de Dios y de los
hombres
vendidos al asqueroso oro
extranjero.
Sorprendido el mundo de tan
insolente y repulsivo amasijo de títulos y apóstrofes, no se detuvo siempre a
averiguar qué significaba el absurdo fárrago. Y sin embargo, la sangre y los
hechos de los proscriptos, los cruentos sacrificios de una generación entera
que bregaba con todas las armas y en todos los campos por la redención de la
patria, estaban acreditando que había aquí un pueblo oprimido y castigado,
sobre cuyas ruinas se erguía, como sobre un pedestal, su bárbaro déspota; es
decir, un gaucho de perversos instintos, cobarde y desleal, sin fe ni ley, e
incapaz de todo lo que no fuera crueldad y bajezas, cuyo encumbramiento se
debía, por una parte a la anarquía, y por otra a su taimada astucia para
manejar las turbas. En vez de restaurar las leyes, Rosas las conculcó, las
befó y las sustituyó por el imperio de la fuerza. Cerró las escuelas, y si
permitió que permanecieran abiertos los templos, fue para que en los altares
apareciera su propia imagen. Quiso marcar a la sociedad como si fuera un
rebaño, y fijó violentamente sobre el pecho de los hombres y en la frente de
las doncellas, un trapo color de sangre. Llamó salvajes unitarios a los
mártires y a los apóstoles de la abnegación y del civismo, y no dejó noble
sentimiento que no escarneciese ni libertad que no pisotease.
Habíase ya dado aquella
famosa batalla de la Punta del Monte, digna de los mejores tiempos de la Grecia:
el General Acha con cuatrocientos ciudadanos armados, había hecho pedazos en
Angaco, y puesto en dispersión, un ejército de tres mil hombres al servicio
del tirano. Pero los Leónidas y los Epaminondas no sobreviven a la victoria,
más que el tiempo necesario para que se les cave el sepulcro. Acha no
sobrevivió mucho a la suya, y cayó al fin, como un mártir, después de haber
demostrado que tenía el alma de un héroe.
El Gobernador de San Juan,
coronel D. Anacleto Burgoa, que en carácter de provisorio dejara el General La
Madrid cuando pasó por esta capital en dirección a Mendoza, fue depuesto y
corrido por un gaucho Atienzo, que aprovechándose de la falta de guarnición
capaz de sostener el orden, se alzó y posesionó de la ciudad secundado por
unos cuantos ociosos. Pero el omnímodo de esta tierra, D. Nazario Benavídez,
quiso que el coronel Oyuela fuera Gobernador de la Provincia. Lo fue en
apariencia. En realidad, sólo alcanzó a ser el dócil instrumento del
omnímodo.
Para acreditar su adhesión
a la Santa Causa de la Federación, durante la ausencia de Benavídez en
Mendoza, dictó Oyuela un decreto declarando criminal a quien continuara
asilando en su casa a algunos jefes u oficiales pertenecientes a la vanguardia
del Ejército Libertador expedicionario al Sur, que por haber sido heridos en la
Punta del Monte, o cualquier otra causa, hubieran quedado en la provincia.
En el art. 28 del decreto
aquel, se declaraba que los remisos en el cumplimiento de tal disposición
serían castigados con la pena de quinientos pesos de multa, o un año de
prisión.
Martina Chapanay, que a la
sazón tenía establecido en Caucete su servicio de balsas, fue llamada por
orden del Gobernador, e impuesta de este decreto, a fin de que cooperase a su
cumplimiento. Iba ya de regreso hacia el río, cuando la alcanzó un mensajero y
en nombre del Prior del Convento de Santo Domingo, le suplicó que regresase a
hablar con éste. El mensaje sorprendió a Martina, pero por venir de quien
venía no quiso desatenderlo, y volvió a la ciudad. Daban las ánimas en el
convento, cuando ella se presentaba ante los claustros.
Dormía plácidamente la
Chapanay a la noche siguiente, junto al río, adonde había regresado de la
ciudad, cuando los ladridos del Oso la despertaron. Se levantó y fue a ver lo
que ocurría. Dos hombres a caballo estaban a pocos pasos de ella.
-Buenas noches -dijo uno de
ellos apeándose del caballo, alargando su mano a la Chapanay, y aproximándose
a un bien alimentado fuego que allí ardía.
-Buenas noches, caballeros
-contestó ella.
-Suponemos que Vd. será...
-prosiguió aquél, dejando trunca su interrogación...
-Sí, soy yo. El señor
prior les habrá prevenido que yo les dejaría un fogón como señal.
-Así es. Y por cierto que
nos viene a las mil maravillas.
Martina echó mano a sus
alforjas que se hallaban colgadas de un árbol, sacó de ellas una caldera, la
llenó de agua y la colocó al fuego con el propósito de cebar mate
-¿Conque ustedes son los
salvajes unitarios que me ha recomendado el señor Prior?
-Sí señor -contestó uno
de los jóvenes, honrando con el tratamiento el traje masculino que vestía la
Chapanay.
-Nosotros mismos -agregó el
otro-. Hasta ayer hemos permanecido ocultos en el convento, desde el día que
entramos en la Capital heridos en la batalla de Angaco; pero el decreto del
Gobernador nos ha colocado en el caso de aventurarnos a huir antes que continuar
comprometiendo la tranquilidad de los santos varones, bajo cuyos reservados
auspicios hemos podido curar nuestras heridas.
-Aun cuando en mi entrevista
con el señor Prior, -repuso Martina-, me fueron declarados los nombres de
ustedes, no los recuerdo.
-Yo soy el teniente coronel
Jacobo Yaques, dijo el más bizarro.
-Yo soy Pablo Buter,
sargento mayor, -añadió el otro.
-Los dos porteños, ¿no es
verdad?
-Los dos, -contestó Yaques.
Así que el agua hubo
hervido, Martina empezó a servirles mate a sus visitantes, mientras seguía
conversando con ellos.
-No veo aquí la balsa que
nos trasladará a la otra orilla, -dijo el teniente coronel, escrutando los
bordes del río.
-Es que está aquí,
-afirmó la Chapanay, señalando la fogata.
-¿En el fuego?
-Sí señor. El Gobernador
me había llamado justamente para ordenarme que tuviera la balsa lista, por si
era necesario perseguir a alguien que intentara salir de la capital sin permiso
de la policía, pero unos soldados que recorrían esta tarde la costa del río,
me la han destruido a hachazos. Yo la he echado al fuego para evitarme el
trabajo de juntar leña. La autoridad no debe tener mucha confianza en mí para
que la ayude en este caso. Y no se equivoca al sospechar esto. Yo no sé qué es
eso de "federales" y de "unitarios", pero veo que todos son
de mi misma tierra, y que los unos persiguen a los otros. Alguien ha de haber
que ruegue por los que caigan en mayor desgracia y los ayude. Esto es lo que yo
creo que me corresponde hacer a mí. Justamente hoy, al cerrar la noche, pasé
al otro lado del río a cuatro hombres que fueron soldados del general Acha.
-¿Y de qué medio se valió
usted? -preguntó Yaques.
-Del mismo medio que me voy
a valer para pasarlos a ustedes. Me parece que ya es tiempo. Desensillen ustedes
y suelten los caballos al campo.
-¿Y cómo seguiremos luego
nuestro viaje?
-De aquella parte del río
tengo yo caballos gordos.
-¿Y nuestra ropa? ¿Y
nuestras monturas?
-Todo eso lo llevaremos
aquí.
Y la Chapanay presentó a
los jóvenes una gran bolsa, dentro de la cual se pusieron, después de liadas,
las monturas. A su indicación, los oficiales se habían despojado de sus
vestidos. Y se tenían al lado del fuego apenas tapados con sus ponchos, sin
hacer nuevas preguntas, temiendo que ellas fueran interpretadas como hijas de la
desconfianza o el miedo.
Entretanto, Martina, vuelta
de espaldas, se desvistió a su vez y se cubrió con un improvisado taparrabos
de lona que sacó de su montura. Dejó en libertad a su caballo, introdujo en la
bolsa su ropa y la de los jóvenes, y extrajo de entre sus aperos -que fueron
también a la bolsa- dos amplios cuernos que le servían de chifles. Luego,
dirigiéndose a sus interlocutores, les dijo:
-Estos chifles, me sirven
como un elemento de transporte. En cuanto a esta bolsa, tiene para mí un valor
inapreciable. Hace algunos años les salvé la vida a dos extranjeros a quienes
unos bandoleros iban a asaltar en una encrucijada. Uno de ellos me obligó a que
aceptase, como recuerdo, una hermosísima capa de goma, acaso la única que
hubiera por entonces en el país, haciéndome notar que era impermeable. Como yo
no le tengo miedo al agua, la he convertido en maleta para estos casos.
Llamó a sus perros y montó
al Niñito sobre el lomo del Oso, atándolo a él con un pañuelo.
-Ahora, -continuó- usted,
señor teniente coronel, se colocará a la derecha, agarrándose con la mano
izquierda de mi trenza, mientras que con la otra conservará usted, debajo del
sobaco, uno de estos chifles que están vacíos y muy bien tapados. En cuanto a
usted mi sargento mayor, hará lo mismo del otro lado. No tenga ningún temor
por mi pelo que es de una resistencia extraordinaria, gracias a la parte de
sangre india que llevo en las venas. La creciente del río es grande, y el
tirón hasta la otra orilla es más que regular. No se sorprendan de verme como
perdida en el agua, pues si llego a dejar la línea recta, será para cortar la
corriente o dispararle a los remansos. Otra advertencia: cuiden de no soltar los
chifles; éstos les servirán de flotadores.
Como se ve, la inculta
Chapanay había adquirido, en lidia con el elemento que ahora iba a desafiar,
embrionarias pero útiles nociones de hidrostática.
Su arrojada empresa, a la
que por otra parte, estaba acostumbrada, alcanzó pleno éxito. La barca humana
se echó al agua llevando sobre sus espaldas y prendidos de sus trenzas a los
dos oficiales. La bolsa con los efectos iba remolcada por sus dientes.
El Oso nadaba a retaguardia.
La Chapanay luchó
hábilmente con las aguas, que desde su niñez le eran familiares, y nadando
como un tiburón, llegó al borde opuesto.
Una vez en tierra, y
vestidos todos de nuevo, oyóse a la distancia el ruido de un cencerro.
-Es el de la yegua madrina
de mi tropilla, explicó Martina. La dejé ayer atada para que los caballos no
se alejasen.
-¿Y esa confianza,
-preguntó Yaques, -no le da a Vd. malos resultados?
-No; porque el gauchaje de
este pago me conoce y me respeta. Además, quien halle mis caballos, ha de
suponer que yo no estoy muy lejos...
Tomó los frenos, se
dirigió a lo interior de un bosquecillo, y a poco volvió conduciendo tres
buenos caballos. Conmovidos los jóvenes por la generosidad y el arrojo de
aquella mujer que acababa de salvarlos de caer en poder de los secuaces del
tirano, es decir, de ser condenados a muerte, quisieron demostrarle su
agradecimiento y su admiración por las extraordinarias aptitudes de serenidad,
de resistencia y de tino que acababa de demostrar en su servicio. Ambos le
ofrecieron sus relojes de oro como obsequio.
-¡Ah, eso no! -contestó
aquella. -La recompensa de mi servicio está en el placer mismo de haberlo
hecho. Ya el señor Prior quiso darme una gratificación, y recibió esta misma
contestación. Si algún día volviéramos a encontrarnos por el mundo, y
ustedes necesitaran ocuparme como campeadora, tendrían que pagarme mi trabajo,
pues de él vivo. Pero lo que llevo a cabo por satisfacción de mi conciencia no
lo vendo. Ustedes ignoran, por otra parte, los contratiempos que los esperan en
el viaje, y acaso esas alhajas pueden servirles más adelante, en el caso de
urgentes necesidades. Ahora me dirán ustedes a qué punto piensan dirigir la
marcha, porque no es aquí donde habremos de separarnos.
No sin escrúpulos, los
jóvenes aceptaron el ofrecimiento que de acompañarlos hasta más adelante les
hacía la Chapanay. Temían abusar de la buena voluntad de su bienhechora,
substrayéndola por tanto tiempo de sus ocupaciones habituales y haciendo que se
alejase tanto de su residencia; pero ella les demostró la posibilidad de
extraviarse, y lo difícil de encontrar recursos de sostenimiento para ellos y
sus cabalgaduras, si no eran guiados por alguien que conociera a fondo las
serranías circundantes. Además, la brava mujer ponía una generosidad tan
espontánea y evidente en su empeño de dejarlos completamente a salvo, que los
fugitivos depusieron toda vacilación, y consintieron, cada vez más
reconocidos, en seguir viaje bajo la protección de la Chapanay.
-¿Adónde piensan ustedes
dirigirse?
-A la provincia de San Luis,
- dijo Buter.
-¿A cual departamento?
-Al de Renca, -agregó el
mismo. -Allí cuento con la protección que habrá de dispensarme el cura del
lugar. Es mi tío carnal y me distinguió desde niño. Es, además, federal a
toda prueba, y no será difícil que sus feligreses, que no nos conocen, nos
tomen también por buenos federales. Espiaremos la ocasión, y cuando ésta se
presente, bajaremos al litoral y nos trasladaremos a Montevideo.
Los tres, emprendieron,
pues, marcha hacia San Luis.
[24]
Quince días después, hallábase ya la Chapanay de regreso en sus campos. Se
había separado de sus protegidos, dejándolos en salvo, con sincera emoción,
pues el agradecimiento que le habían demostrado aquéllos, fue tan afectuoso y
tan vehemente, que la conmovió.
Quiso volver a ver las
tristes tapias de la que fue su casa paterna, y se dirigió a las Lagunas
después de haberse tomado un largo descanso. Mujer de una fuerza de voluntad
admirable, como se ha visto, sus proyectos eran inmediatamente seguidos de
actos. No había olvidado que los habitantes de los alrededores del Rosario, la
arrojaron ignominiosamente de su rincón nativo, y esta herida sangraba todavía
en lo íntimo de su ser. A la fecha, los que entonces la humillaron y la
repudiaron, debían saber cómo se había redimido ella de sus antiguas culpas,
y hasta qué punto se había sacrificado, durante años, por el bien de los
demás. Se le debía un desagravio y quiso recibirlo.
Lo recibió en efecto, pues
apenas hubo llegado a las Lagunas, sus coterráneos se apresuraron a saludarla y
agasajarla. Ya se conocían allí sus hazañas, y ahora los laguneros se
enorgullecían de ella, mirándola con admiración y respeto. Pusieron a su
disposición una casita de barro, de las mejores del lugar, pero ella prefirió
alojarse entre los escombros de la que fue la vivienda de sus padres, en donde
permaneció quince días, con la ilusión de que las sombras de éstos, venían
por las noches a aplaudirla y alentarla.
[25]
Cuarenta y cuatro años pasaron. Martina Chapanay había envejecido, pues, y
en 1874 cumplía sus sesenta y seis años de edad.
Agobiada por la edad, por el
desgaste que en su organismo había producido la ruda existencia que llevó, y
atormentada por los dolores de sus viejas heridas, Martina fue poco a poco
debilitándose y postrándose. Ya su brazo no podía manejar el lazo ni las
boleadoras como en mejores días; ya no le era dado empuñar las riendas de un
potro indómito; ya no podía entregarse a sus largas correrías por el campo
árido y desierto, desafiando el sol y la lluvia, y durmiendo al aire libre bajo
las estrellas. Sus nobles compañeros de aventuras, el Oso y el Niñito habían
muerto hacía ya mucho tiempo. Condenada a la inacción, la inquieta mujer a
quien antes el mundo le parecía estrecho, veíase ahora reducida a yerbatear en
los fogones, a tejer algunas toscas randas en cuya confección la inició la
Sra. Sánchez, y a vivir recordando.
Todavía montaba a caballo
de vez en cuando, pero no se alejaba casi de los Departamentos, a no ser para ir
a reavivar las luces que mantenía encendidas en ciertos puntos, por la paz de
las ánimas. Su gran preocupación, su gran esperanza, consistía en recobrar
fuerzas suficientes para hacer un largo viaje en cumplimiento de una antigua
promesa.
El invierno de 1874 se
presentó crudo, e influyó muy perjudicialmente sobre su salud. A fines de
julio de aquel año, pudo, sin embargo, trasladarse a Mogna. Allí residía una
india de su misma edad, con quien la ligaba una antigua y cariñosa amistad.
-Esta será la última vez
que monte a caballo, y esta choza mi último asilo, -dijo, al llegar, la
Chapanay.
Con esta fiel amiga contaba
nuestra heroína para cumplir ciertas promesas que se creía en el deber de
realizar, antes de desaparecer de la tierra. A ella se confió y le pidió
ayuda. Le dijo que deseaba hablar con el sacerdote que se hallara más próximo
para hacerle una importante revelación. Era, pues, indispensable, que la india
se llegara hasta Jachal, a suplicarle al cura de aquella villa, que se tomase el
trabajo de venir a verla.
-Aparte de este servicio
inestimable, -concluyó, - le pido que Vd., que seguramente cerrará mis ojos,
se quede con mi caballo y con mi apero. Es lo mejor que tengo...
La buena india asintió al
pedido de su amiga, y aquella misma tarde se puso en camino para Jachal.
Martina quedó sola; tan
sola, como cuando escalaba la cumbre de los cerros persiguiendo guanacos.
Reflexionaba en su melancólico fin, que presentía ya próximo, y volvía todas
sus esperanzas hacia Dios. Si había venido a concluir los días en este rincón
de la provincia, tan lejano de aquel en que nació, era porque no quería
ofrecer a sus coterráneos, los laguneros, el espectáculo de su decadencia y de
su ancianidad, y también porque no había podido olvidar ni perdonar del todo,
la humillación injusta que aquéllos le infligieron, expulsándola del pedazo
de tierra en que vio la luz, cuando ella iba a llorar, a rezar y formar sobre
él propósitos generosos y nobles.
Tres días pasaron y la
india no regresaba. La espera se volvía angustiosa para la Chapanay, que se
debilitaba cada vez más. Caía la tarde de uno de esos días, y la abandonada
mujer se hallaba entregada a una verdadera crisis de tristeza, bajo la luz del
crespúsculo que siempre fue para ella desconsoladora y oprimente, cuando se
oyó en la puerta una tosecilla.
-¡Ave María!
-¡Sin pecado concebida!
¡Adelante!
Un sacerdote capuchino
entró en el cuartujo. Sus hábitos roídos y sus sandalias desgarradas
denotaban pobreza. Una barba blanca le cubría el rostro.
Pidió permiso para
descansar, y ante la respuesta afirmativa y deferente de la enferma, depositó
en el suelo un saco que llevaba al hombro, y un alto báculo en que se apoyaba.
Luego preguntó:
-¿Está usted enferma
hermana?
-Muy enferma, señor... Por
eso he mandado suplicar a su paternidad que viniese a verme. Necesito su auxilio
espiritual, y necesito además hablarle de algo que pertenece a la iglesia. ¿No
le ha dicho a su paternidad, mi compañera, que yo pagaría el coche en que
viniera?
-¡Un coche! ¿Para mí?
¿Su compañera de Vd?...
-¿No ha venido ella con
usted?
-Vd. se engaña hermana. Yo
he venido solo.
-¿Luego su paternidad no es
el cura de Jachal?
-No, hermana. Yo soy un
peregrino. Cumplo una promesa, y por eso he pasado la cordillera. Ahora me
dirijo a Santiago del Estero, y si Dios me presta aliento iré luego a Tierra
Santa. En mi juventud anduve por estas comarcas, y he seguido este camino para
volver a verlas.
-¡Ojalá hubiera yo sabido,
-repuso Martina-, que traía su paternidad esta dirección. No estaría ahora
penando por saber si el cura de Jachal llegará a tiempo o no, para restituirles
las caravanas de la Virgen del Loreto...
-¿Cómo? ¿Las caravanas de
la Virgen del Loreto?
El sacerdote se había
inmutado, e hizo la pregunta anterior con tono ansioso.
-Sí, señor. Quiero
devolvérselas por medio de un sacerdote; y si es posible en acto de confesión.
-¿Y cómo se hallan en
poder de Vd?... ¿ Desde cuándo?, -interrogó el capuchino con creciente
ansiedad.
-Desde hace cuarenta y
tantos años.
El sacerdote se puso pálido
y se quedó mirando a la enferma con ojos anhelantes. De pronto exclamó:
-Vd. es Martina Chapanay...
-Sí señor, -respondió
Martina sorprendida. ¿Cómo me conoce su paternidad?
-No me atrevo a
decírtelo... Adivínalo tú misma... Interroga tu pasado de hace cuarenta y
tantos años, recuerda la noche aquella en que fuimos sorprendidos a
inmediaciones del Corral de Piedra. Tú no puedes haber olvidado que allí
quedaron muertos varios de los nuestros, pero se salvaron Cuero y el Doctor...
¿Te acuerdas del Doctor?
-¡Oh, sí me acuerdo!
-Pues bien, el Doctor fue
rodeado en la espesura de un matorral: allí debió morir, pues los soldados que
lo perseguían lo alcanzaban ya... Pero el Doctor, que era un sacrílego, y
tenía miedo de morir, invocó la Santa Gracia de la Virgen de Loreto... de la
misma virgen que había profanado... Entonces ocurrió un milagro... Pareció
que las ramas se inclinaban para ocultar al sacrílego y éste pudo escapar. El
sable de los soldados derribaba hojas y gajos, las balas zumbaban sobre su
cabeza, pero la vida del miserable estaba salva guardada por la Virgen... Los
soldados se retiraron sin descubrirlo. ¿Y de ti, qué fue de ti, Martina?
Porque tú eres Martina Chapanay... Los años te han arrugado el rostro y te han
apagado los ojos. Eres el espectro de lo que fuiste, pero no hay duda, eres
Martina Chapanay...
-¡Señor! Si su paternidad
quiere explicaciones, dígnese decirme quién es usted...
-¿No lo has sospechado? ¡Y
bien! ¡Soy el Doctor!
-¡Ah! ¡Maldito!
[26]
Medió un rato de silencio.
Martina, que al proferir su
imprecación había intentado erguirse sobre la cama, yacía ahora de espaldas,
pálida, inmóvil, con las manos crispadas, cual si hubiera querido echar garra
sobre algo. El sacerdote oraba de rodillas, haciéndole aire con una manga de su
sayal.
Cuando aquélla volvió en
sí, éste bajó la vista y cruzó humildemente los brazos sobre el pecho.
-¡Perdón padre mío!
Nadie tiene más necesidad
de él que yo, hermana! Comprendo el horror que te he inspirado. Era todo
nuestro pasado de oprobio y delito el que ante ti aparecía en mí, justamente,
cuando tu alma empezaba a serenarse por la contrición... Y ahora, dime cómo se
hallan en tu poder las caravanas de la Virgen de Loreto que yo robé. Es
necesario que me ayudes a reparar mi sacrilegio.
Martina le explicó entonces
al franciscano, cómo Cruz Cuero le había dado a guardar las caravanas,
mientras que él, por su parte, se reservaba el crucifijo; cómo había podido
sustraerlas a los registros que se le hicieron cuando cayó presa, ocultándolas
en el interior de un yesquero de cola de quirquincho; cómo, desde entonces, no
se había separado de ellas ni un sólo instante, a través de todas las
vicisitudes de su agitada vida, acariciando el propósito de restituirlas un
día a la imagen a la cual le fueron sustraídas, y conservándolas, entretanto,
como el más precioso de los amuletos. Durante largo tiempo había abrigado la
creencia de que una casualidad milagrosa la haría recuperar el crucifijo, pero
ahora esa esperanza se había desvanecido, después de cuarenta años de muerto
Cuero, sobre cuyo cadáver nada encontró la autoridad.
-Cuero no murió en la
sorpresa de Ullún, hermana. Murió mucho después, en Santiago de Chile, adonde
huyó. Su astucia lo hizo desconfiar de la cita que tú le dabas, y a último
momento resolvió quedarse en el camino, aguardando el regreso de la banda que
avanzó hasta el rancho y cayó en la celada. Conozco éste Y los demás hechos
posteriores de Cuero, por la mujer con quien éste se casó en Chile, y a la
cual, por maravillosa casualidad, conocí en un trance supremo.
Y el sacerdote, a su vez le
refirió a su cómplice de otros tiempos, su escapada de la sorpresa de Cruz de
Piedra, en la que, a punto de caer en manos de los gendarmes, invocó la
protección de la Virgen de Loreto y fue salvado; su arrepentimiento sincero,
cuando se encontró solo otra vez frente a las empinadas cuestas del Tontal; su
propósito de renunciar a tan miserable vida y consagrarse a Dios; su viaje a
Chile, venciendo dificultades sin cuento, y su ingreso al Convento de los
Franciscanos, tras largas penitencias y pruebas que acreditaron su contrición y
fe. Le relató, por último, su encuentro con la mujer de Cruz Cuero, cuatro
años más tarde, cuando ya ordenado sacerdote, pasaba por una calle de los
suburbios de Santiago. Solicitado con urgencia para auxiliar a un moribundo, se
encontró en una pocilga ante un hombre lleno de sangre que, en efecto, parecía
próximo a expirar. Le explicó lo ocurrido la mujer que lo había llamado, que
era la del moribundo. Cuando éste se emborrachaba tenía la manía de poner de
manifiesto un crucifijo de oro que llevaba colgado siempre del cuello. Se
trataba de una prenda de gran valor, que había despertado la codicia de unos
cuantos rotos que con él bebían poco antes y que lo atacaron a mano armada
para quitárselo. Atacado se defendió, y aunque muy mal herido, pudo llegar
hasta su casa sin perder el crucifijo.
-Ya imaginarás hermana,
prosiguió el franciscano, la emoción que yo experimenté al oír aquello. El
moribundo no podía ser otro que Cruz Cuero... Me aproximé a él y lo examiné
de cerca. ¡Era él! Lo reconocí a pesar de las marcas de destrucción que el
tiempo, el vicio y las heridas, habían impreso en su cara. Sus dos manos
estaban crispadas a la altura de la garganta, sobre un crucifijo. ¡Sobre el
crucifijo de Nuestra Señora de Loreto! Reconocí la voluntad de la Divina
Providencia en este encuentro, y más todavía cuando la mujer de Cuero me
explicó que él mismo había pedido un sacerdote momentos antes, encargando que
se le entregara el crucifijo al que viniera, y se le rogara devolverlo a la
iglesia argentina de donde fue robado. Dios había querido que fuera yo, el
mismo ladrón, el que llevase a cabo la restitución... Auxilié la agonía de
nuestro antiguo capitán, que no recobró el conocimiento. Impuse a mi superior
de lo que ocurría, pidiéndole autorización para hacer el viaje, primero a
Santiago del Estero, y luego a Tierra Santa. Previa intervención de las
autoridades, el crucifijo fue puesto en mi poder, y aquí me tienes, hermana, en
camino para cumplir mi supremo acto de expiación...
Tantas emociones, tantas
evocaciones dolorosas y siniestras, habían vuelto a postrar a Martina, que
escuchaba la relación del sacerdote con la respiración anhelante y
entrecortada.
-¡Padre!-exclamó.-Yo
siento que también mi fin se acerca. He sido criminal, pero hice cuanto pude
por reparar mis faltas y confío en la misericordia infinita de Dios... La
mensajera que mandé a buscar al cura de Jachal no vuelve, y mis fuerzas se
acaban... Deseo que su paternidad me oiga en confesión...
Lo hizo así el sacerdote, y
cuando la enferma hubo cumplido penosamente con el precepto cristiano, pues su
vida se extinguía sin remedio, le indicó a su confesor un cinturón que
guardaba bajo la almohada. Dentro de un bolsillo estaban las caravanas de la
Virgen de Loreto, y cincuenta onzas de oro.
-Llévelas, Padre, junto con
el crucifijo, -alcanzó a decir la Chapanay con voz apenas perceptible, -
devuélvaselas a la Santa Virgen... De ese dinero, que es adquirido honradamente
a fuerza de largas privaciones y trabajos, quiero que se le dé una onza a la
mujer que me ha alojado aquí, y que lo demás se destine a levantarle un
altarcito a la Virgen, allá en su iglesia.
-¡Muere en paz, Martina
Chapanay! -repuso el sacerdote. -¡Dios te perdona...!
Y sacando de entre sus
hábitos el crucifijo de oro, lo depositó sobre el pecho de la agonizante. Se
puso en seguida de rodillas a su lado, y empezó a orar con fervor, en alta voz.
[27]
Hasta el amanecer veló el franciscano, a la luz de un candil de grasa, el
cadáver de Martina. Salía el sol, cuando la dueña del rancho enviada en
procura del cura de Jachal, regresaba con la noticia de que, por hallarse
enfermo, éste no había podido venir. Ayudó al sacerdote a preparar el
entierro, y entrambos, secundados por los vecinos de la aldea, que bien pronto
acudieron, depositaron los restos de la Chapanay en una sencilla fosa que Fray
Eladio, cubrió con una laja blanca a guisa de lápida.
Aquella tumba, que no ha
necesitado inscripción para singularizarse, es señalada todavía en Mogna a
los transeúntes, y en torno suyo han brotado, como flores silvestres,
innumerables leyendas que cuentan las hazañas, nunca superadas, de la varonil
bienhechora de las travesías...
[28]
Seis meses después, registraba El Estandarte Apostólico , periódico
que se publica en Roma bajo los auspicios de la Iglesia, esta noticia:
"Ha sido encontrado
próximo al Santo Sepulcro, el cadáver de un anciano sacerdote de la orden de
los Franciscanos.
"Se trata de un
peregrino, que después de desempeñar en su país misiones piadosas de
importancia, venía a cumplir una promesa en Jerusalén. Al pasar por Roma,
entregó en el Vaticano, para servicio del culto, una contribución de dinero,
procedente de limosnas colectadas por él. Se llamaba Eladio Bustillo".