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NOTICIAS SECRETAS DE AMÉRICA
El
mapa estaba en la cancha de fútbol. Era el más grande del mundo. Noventa
metros, decían. Entrando por la costanera, dabas pronto con Tierra del Fuego.
El otro lado del mapa, o sea la Quebrada de Humahuaca, llegaba hasta las
inmediaciones del arco, pero el territorio se desplegaba todavía más allá,
tal vez hasta Chuquisaca, puede que hasta Rincón de los Muertos, tal vez hasta
Lima, quién sabe. Esta era una zona difusa, apenas marcada en la cancha con
algunos arroyos de compromiso. Lo mejor estaba en el Sur, con sus cordilleras
nevadas y los lagos azul profundo. A las maestras podías verlas sobre el Atlántico,
de Samborombón para abajo, lo más lejos posible del Chancho. Es decir, cuando
les tocaba poner en escena sus estampas patrióticas. Ahora estaban ahí desde
las nueve de la mañana, esperando la llegada del Ministro. Una niebla
inoportuna se había posado en la pampa, junto con la humareda proveniente de la
quema. Cuando todo el mundo ocupaba su sitio, a Atahuallpa le vinieron ganas de
mear, lo cual desató un revuelo. Hubiera sido horroroso que justo cayera el
Ministro.
El Chancho controlaba todo cerca de Cabo Polonio. Salvo
el olor a basura quemada, no molestaba mucho aquel efecto brumoso. Disimulaba
ciertas imperfecciones. A dos o tres mamarrachos les daba un toque fantasmagórico.
A Namuncurá, por ejemplo, lo había arreglado la hermana. Bueno, más bien
parecía un travesti. Mientras tanto, el Chancho barría la escena con su perfil
de aguilucho. De pronto captó una brocha olvidada en las Cataratas, ante lo
cual cruzó el Uruguay en dos saltos y procedió a retirarla. Siguió un
intervalo tranquilo, con algunas desgracias menores (a Beresford se le salían
las botas, a Pizarro se ]e venía el yelmo sobre la cara). Estaba programado que
el Ministro haría su ingreso por Humahuaca. Unos gauchos de Güemes le saldrían
al encuentro. En eso la Chela advirtió que Gonzalo de Abreu estaba mal ubicado.
"Corrélo para Tucumán. ¿No ves que está en Catamarca?", le gritó
a la de tercero. Los vecinos miraban desde la calle. La escuela era el orgullo
del barrio. Pero se estaba arruinando el tiempo. Un aire frío disipaba la
bruma. Casi podía leerse el cartel que atravesaba la entrada. "Bienvenido
Señor Ministro." La vieja de Castellano apareció con un termo. Era
chocolate caliente. "No te volqués encima", te dijo. No la pasabas
tan mal bajo tu poncho de mazorquero. En cambio los indios diaguitas estaban
medio morados. "Que se jodan por boludos", murmuró el almirante Brown.
"Ellos mismos se la buscaron." Ahora el cartel de la puerta podía
leerse completo: "Instituto Moderno de Buenos Aires. 1925".
***
En el
colegio ya no te patrioteaban como antes. Para empezar, no tenías obligación
de pararte cada vez que oías decir San Martín. Cantabas un himno más light,
como regía desde principios de siglo. Lo habían lijado un poco. ¿Qué
otra cosa podían hacer? Necesitaban cortarla con los insultos, como explicó en
su momento un operador del Ministro. "Tigres sedientos de sangre" y
todo eso. Culpa del himno el embajador no pisaba la presidencia, sobre todo los
9 de julio. A decir verdad, tampoco mostraban mucho aspecto de tigres los vascos
y los gallegos que desembarcaban todos los días frente al Hotel de Inmigrantes,
pero ésta era otra cuestión. Resultaba inútil decirle al embajador que lo de
"vil invasor" no corría para los españoles hermanos. La letra se
refería más bien a los americanos traidores. Había dos, en principio, que
bien podían ser los del himno, unos arequipeños que terminaron a la cabeza del
ejército español. Pero el embajador no cejaba. Preguntaba esto y aquello. ¿"A
sus plantas rendido un león"? ¿Y eso qué coño significaba? ¿Quién se
rindió? ¿De dónde sacaban tantas mentiras? España jamás se rindió. Ese era
el fondo de la cuestión.
Por eso la presidencia estaba tan apurada. Era urgente
aflojar con el himno. ¿Hasta cuándo los argentinos seguirían haciendo el
papel de pendejos? ¿Acaso los españoles no estaban poniendo en el diccionario
los americanismos y eso? Pero el plan de meter mano en el himno desató un escándalo
en el Congreso. Al final el Presidente firmó un decreto que suprimía las
partes duras. Con dos cuartetas ya estaba bueno, dijo el Zorro del Desierto. En
adelante deberías conformarte con eso. ¿A qué remover las heridas? El gesto
fue celebrado con un banquete. Al cabo de tanta ausencia, los españoles podían
volver a la Casa Rosada a brindar por la libertad.
Eso les pasa de puro jodidos, rezongó el embajador en
privado, algo que, a su juicio, les venía a los argentinos desde la época en
que odiaban a los españoles como a nadie en el mundo y les daban el mote de
sarracenos. En pocas partes de América ese sentimiento fue tan intenso. Los
paraguayos, por dar un caso, se mostraron mucho más fríos. Recién a veinte años
de terminada la guerra se les había ocurrido buscar un poeta en Montevideo que
pudiera escribirles el himno. Contrataron a Pancho Acuña de Figueroa, un
traductor de La Marsellesa que venía de hacer el himno uruguayo. Desde
su Oda al Silfo de Montevideo, Acuña era el poeta de moda. Pero en el
Paraguay cayó mal que ni siquiera se tomara el trabajo de conocer el país.
Todavía faltaba la música, pero aquella gente llena de sentido común no quería
perder un minuto para el estreno. Ya que compartían el mismo poeta decidieron
cantarlo con la música del himno uruguayo, aunque otras veces usaban el himno
argentino que también le iba como anillo al dedo. Finalmente los paraguayos
tuvieron SU propia canción de la patria con el auxilio de Francois Sauvageod de
Dupuis, un francés contratado por Asunción para organizar sus bandas de música.
Del trabajo de Sauvageod no pudo salvarse ni una corchea, pues todo fue reducido
a cenizas cuando los brasileños quemaron la capital. Eso fue al acabar la
guerra de la Triple Alianza. Allí se perdieron los últimos papeles que le
quedaban al Paraguay. Para entonces, a decir verdad, apenas veías carpetas en
los archivos, ya que todo el papelerío sobrante terminaba en manos del Cabichuí.
Este era el diario que aparecía en el frente. Funcionaba en una carreta y
el gobierno le remitía hasta las leyes escritas de un solo lado. Lo malo fue
que tampoco llegaron a publicar la letra. Cien veces habían estado a punto de
hacerlo, pero siempre surgía otra urgencia. Así que luego de la derrota el
himno cayó en el olvido. Un día se descubrió que en veinte años nadie había
vuelto a cantarlo. Cuando por fin entendieron que la letra no estaba en ninguna
parte, se lanzaron a la tarea de reconstruirlo. Fue preciso visitar a los viejos
y sacarles los versos con tirabuzón e incluso hacerlos cantar un poco para ir
rehaciendo la partitura.
En el Paraguay resultaba difícil tomarse las cosas a
la tremenda. Al embajador español nunca se le hubiera ocurrido quejarse del
himno. Vista desde Asunción, la guerra con los sarracenos parecía una
desmesura, tal vez un malentendido, una mera guerra civil que se hubiera podido
arreglar de otra forma. En realidad, los paraguayos habían tenido mil
atenciones con la Patria Vieja. Recibieron la revolución con calma y después
nadie tuvo que rectificarse. Se quitaron por ley sus apellidos indígenas y
pronto hicieron lo mismo con la nomenclatura guaraní de sus pueblos, que
reemplazaron por buenas palabras en castellano. Nada que ver con los yanquis,
como recordaba oportunamente un embajador veterano. Luego de haberse sacado de
encima a Inglaterra, esos tipos no hacían más que criticar el idioma y vivían
amenazando con pasarse al ídish.
En cambio las Provincias Unidas debieron reconocer por
decreto que no hay enemigos para siempre. La reconciliación tardó demasiado.
La guerra había durado una eternidad. Desde la primera deportación, la vida de
los colonos se había vuelto un calvario. Los primeros en ser fletados fueron
los funcionarios del rey. ¿La verdad? No se la vieron venir. Los rebeldes los
habían invitado al fuerte a conferenciar con la Junta. Los españoles creyeron
que iban a restituirles el mando. Por eso llegaron en coche y con bastones de puño
de oro, que era su insignia de autoridad. En cambio fueron conducidos al muelle
con escolta militar. Fue una procesión dolorosa en mitad de la noche, como
cuadraba al entierro de la administración colonial. Un buque inglés aguardaba
para llevarlos a las Canarias. Tenía severas órdenes de hacer un viaje directo.
Prohibido recalar en Montevideo o tocar cualquier otro punto de América. En
pago de aquel servicio, al capitán Bayfield le permitieron desembarcar todo el
r apé que traía. También pudo bajar cien mil pesos en géneros y llevarse
otro tanto en mercadería local, siempre libre de impuestos. El trueque con
Bayfield fue muy sencillo porque su consignatario de Buenos Aires integraba la
junta rebelde. Se llamaba Juan Larrea. Este le aclaró al Capitán que si
violaba el acuerdo no volvería a ver un centavo de la plata que le debía. A
partir de entonces, los colonos se transformaron en parias. Tenían prohibido
desde poner un negocio y casarse con una americana (salvo que fuera negra) hasta
montar a caballo o andar por la calle de noche. El Indio llegó a echarlos de
Lima y repartió sus mejores fincas entre veinte oficiales del ejército. Los
colonos ya no podían con su alma. Era visible que a cierta gente se le estaba
yendo la mano.
Pero esto
era ya historia antigua. Cuando pasó lo del himno, los viejos ogros desalmados
estaban en otra cosa. Ahora tenían el Club Español y la Sociedad de Socorros
Mutuos. Incluso habían organizado una suscripción popular para regalarle un
buque de guerra a España. Pensaban mandarlo a Cuba para aplastar a los
insurgentes. Era lo último que les quedaba en América. Por otra parte lograron
que volara la estrofa del león rendido. ¿Qué más podían pedir? Organizaron
una fiesta monstruosa para agradecer el gesto del Presidente y el nuevo himno
fue interpretado por una orquesta de mil instrumentos.
Un español que había vivido en La Habana siguió la remake
del himno con lágrimas en los ojos. "Me hace acordar a La Noche de
los "Trópicos", le comentó a su mujer. Se refería al estreno de
la sinfonía de Moreau Gottschalk en el Teatro Tacón de La Habana. Entonces habían
participado cuarenta pianos, ochocientos ochenta músicos y una batería de
tambores tocados por negros. Moreau Gottschalk era un músico de Nueva Orleáns
que según Chopin iba camino de convertirse en el mejor pianista del mundo. En
esa gira por Sudamérica tocó en Santiago y en Buenos Aires. Pero aquí agarró
la epidemia de cólera y luego la guerra del Paraguay, de modo que su concierto
no llegó a compararse con el que dieron los españoles.
La cirugía del himno sirvió para sellar la paz. Se
venía el Centenario y era preciso abuenarse para que uno de los Borbones
llegara a presidir los festejos y el pendón de Castilla volviera a pasear por
los bulevares. El embajador estaba radiante. Los españoles llevaban
cuatrocientos años de guerra y manifestaban cierta fatiga. Julián Juderías,
un madrileño que se había pasado la vida defendiendo el honor de los españoles,
anunció que había llegado la hora de silenciar a los perros que vivían
ladrando contra el pasado de España. ¿Acaso no habremos hecho algo más en la
vida que arrasar civilizaciones enteras?, reflexionó Juderías. Resolvió salir
al cruce de aquellos campeones de la mala leche, que en vez de conquistadores
heroicos sólo veían degenerados que andaban llevando la sífilis de aquí para
allá, sin molestarse en tomar una nota mientras demolían Tenochtitlán. Se
dedicó a escribir un libro destinado a pulverizar la Leyenda Negra, probando de
entrada que España recién empezó a quemar sus herejes cuando en París
faltaba la leña de tanta bruja incinerada. Luego demostró en dos patadas que
la conquista de América fue una empresa típicamente caballeresca, digna de
aquellos cultos adelantados que entre poema y poema se despachaban con algún
tratado sobre el arte de las batallas.
Mientras tanto, aquí comenzaba a reverdecer una vieja
discusión: ¿quién debería contarte la verdad de la milanesa? Es decir: ¿a
quién podía tocar el papel de hacerte amar a la Patria más que a tu propia
vida sino a la señorita Chela? ¿Podías pensar en alguien mejor que tu
abnegada maestra para revelar los viejos entretelones? ¿Era posible, entonces,
que arrojáramos nuestras criaturas a extranjeros sospechosos? Porque eso era lo
que estaba ocurriendo. Las colectividades abrían escuelas todos los días y
reservaban un lugar más que modesto al pasado criollo. Los párvulos de la Boca
sabían más de Giuseppe Garibaldi que del Negro Falucho. La respuesta oficial
brotó como un rayo: al despuntar este siglo, únicamente ciudadanos autorizados
podían dedicarse a enseñar la auténtica y excitante historia de los padres de
la República.
Con tanta polémica al fuego, hasta el idioma de la
Iglesia cayó en la volteada, cuando el ministro de Educación se mandó contra
los latines durante la presidencia del Zorro. Osvaldo Magnasco provocó la furia
de medio país al arremeter de pasada sobre la sagrada figura de los bachilleres.
Menos Licenciados en griego y más técnicos en Lechería. ¿Qué pretendía el
Ministro? Que la acabaran con tanto colegio al pedo. A ver si entendías de una
vez por todas que la filosofía no basta. Podías recitar de memoria el Código
Triboniano, pero para soldar una sembradora debían llamar a un gringo. Sin
embargo Magnasco era un latinista fino, capaz de pasar al castellano hasta la última
"Oda" de Horacio. Pero había tenido la tonta idea de criticarle al
Generalísimo su traducción de La Divina Comedia. ¿Qué necesidad hay
de meterse con el tipo más importante de la República?, le reprochaba su
esposa. "Está plagada de errores", refunfuñaba Magnasco. "Eso
te pasa al meterte con autores intraducibles", añadió comprensivamente.
Los acólitos del Generalísimo jamás se lo perdonaron, mientras los diarios
aprovechaban para remover el cuchillo. Al final los diputados destrozaron el
proyecto y el Zorro echó su ministro a las fieras.
Era funesto meterse con eso. Los flacos de las mejores
familias tenían que leerlo de corrido. Si pretendías ser abogado, la mitad de
tu carrera se la llevaba el latín. Sólo ingresabas en la Academia si dabas tu
conferencia (mínimo cuarenta páginas) sin comerte una sola declinación. Por
eso convenía empezar cuanto antes. Los chabones del Colegio eran conscientes de
la envidia que desataban. Andaban chapurreando a Virgilio hasta al salir de
paseo. Tan insufribles como sus colegas ingleses de Eton, pasaban los jueves y
los domingos de uniforme reglamentario: levita, sombrero de copa y chaleco
blanco. Llegaban caminando por el bajo y hasta los crotos de la ribera los
contemplaban maravillados.
Pero aunque tuviera padrinos tan poderosos, el latín
estaba realmente muerto y sólo faltaba echarlo a la fosa. Incluso los alemanes,
que adoraban las cosas viejas, decían que precisabas alma de acero para sortear
su mortal aprendizaje, a cambio de beneficios más que dudosos. Los latinistas
palidecían como si acabaras de vomitar por el inodoro la llave del saber humano.
Rogaban al menos que se mostrara cierto respeto por la madre del castellano. La
tribuna se meaba de la risa. ¿La madre de quién? ¡Si cualquiera sabía que la
madre del castellano era el vasco!
La ola abolicionista provocó unos cuantos incendios.
En Santiago de Chile las discusiones tomaban estado público y era preciso
llamar a la policía. Los canallas de la barra puteaban a Tito Livio y tachaban
a Cicerón de homosexual ignorante. Los latinistas empezaron a batirse en
retirada, pensando que había una conspiración destinada a transformar su
lengua en algo tan triste e ingrato que con sólo vertir su nombre sacudirías
de horror a los niños. A la cabeza de los herejes figuraba el infaltable Vicuña
Mackenna, que acusaba a los jesuitas de haber torturado con el latín hasta a
los indios del Paraguay. Para Vicuña todo estaba muy claro. Aún te cruzabas en
plena selva con guaraníes que hablaban latín de corrido pero que no sabían
una palabra en la gloriosa lengua de la conquista.
***
¿La
verdad? Los colegiales porteños ya no la pasaban tan mal, o al menos les iba
mejor que durante los días de la Mazorca, cuando las escuelas de Buenos Aires
llegaron a depender de la policía. Los planes educativos del Restaurador nunca
fueron demasiado rumbosos. Meter a los pobres en el colegio le parecía
autoritarismo de baja estofa, lo cual no dejaba de sonar delicioso en su boca.
"Esto sólo les quita tiempo para buscarse el sustento y ayudar a sus
padres", escribía desde Southampton a su amiga Pepita Gómez, una
estanciera pudiente que vivía en la calle Potosí. Se ve que el tema le
continuaba picando. Aunque estaba a punto de perder la granja por deudas, todavía
se mostraba con ánimo para repasar sus antiguas ocurrencias. ¿De qué sirve la
escuela?, se preguntaba. Sólo para llenar la cabeza del pobrerío con apetitos
incontrolables, camino que fatalmente te conducía a la vagancia y al crimen.
La Pepa, que las pasaba negras para mandarle un giro
todos los meses, no tenía tiempo para estas divagaciones. Cada vez le resultaba
más arduo pasar la gorra por Buenos Aires. De los parientes de Rosas sólo
recibía desplantes. Los Anchorena, que le debían hasta la última vaca, ahora
se referían a él como si hablaran del capataz. Urquiza, su viejo amigo, también
le había cortado los víveres, eso que Rosas ya no le decía loco traidor y en
cambio le mandaba cartas muy respetuosas donde se la pasaba llamándolo señor
presidente y alabando su sabiduría y virtud. De modo que, fuera de algún amigo,
apenas le quedaba un puñado de mujeres que aportaban todos los meses. Rosas le
remitía un recibo a la Pepa para cada contribuyente. Una vez le propuso a su
amiga que se cobrara una comisión y dedujera sus gastos, pero ella no se dignó
a contestarle.
La verdad es que Rosas se fue con lo puesto. Fuera de
la Pepa y de su granja alquilada, sólo le quedaba Manuelita en el mundo, ya que
Juan Bautista apenas contaba. ¿Contaba Pedro Rosas y Belgrano, el hijo que tuvo
el General con una de sus siete cuñadas? Contaba hasta cierto punto: su
testamento no hablaba de ningún hijo adoptivo. ¿Y los cinco bastardos que tuvo
con su amiga Eugenia Castro? Esa era una tribu insufrible de mangueros
empedernidos. Una vez mandó algunas líneas con un pequeño regalo: "Querida
Eugenia: Estos tres pañuelitos son para vos, otro para Canora y otro para el
Soldadito". Las dos chicas de Rosas trabajaban de sirvientas, mientras que
Adrián era pocero y otro muchacho era peón en Tres Arroyos.
También le quedaban dos peones que trabajaban por hora,
un par de lecheras Jersey, doscientas cincuenta gallinas y un chancho
eternamente dispuesto a fugarse. Era una pampa de utilería ubicada en los aledaños
de Burgess Street. El ex dueño de la Argentina la había redecorado con
palenques de roble y estratégicas enramadas. Ahora, barbudo y prácticamente
sin pelo, recorría a grandes zancadas su propiedad. Algún cazador furtivo se
arrimaba cada tanto a los cercos para espiar al nuevo landlord, que
siempre andaba de espuelas y boleadoras en la cintura, acompañado por un
negrito que corría detrás con el mate. Esta era la imagen que difundían sus
enemigos de Buenos Aires, pero unos chilenos que pasaron por Southampton cuando
Rosas orillaba los sesenta, se las vieron con un caballero a la inglesa, sin
rastros de chiripá ni chaleco rojo. Lo de la barba era cierto, pues sólo se
afeitaba los sábados por razones de economía. Tenía un ama de llaves llamada
Mary y soñaba que pronto le llegaría una carta rogándole que volviera para
salvar a la Patria.
El Restaurador conservaba un grupo de seguidores en
Buenos Aires que aún deliraban con eso. Desde su partida de la Argentina, ellos
venían bregando para que tomara pasaje en un buque y simulara dirigirse al Pacífico.
Proyectaban desembarcarlo cerca de Cabo Polonio, donde otro buque lo haría
llegar hasta Lobería. Allí debía estar todo listo para el salto a Buenos
Aires. Pero Rosas no quiso saber palabra. Dicen que su apego a la autoridad era
tan grande que nunca se hubiera mezclado en un golpe militar. Los franceses podían
llamarlo Calígula y acusarlo de planificar el degüello de todos los europeos
del Plata, pero tanto el Restaurador como el Foreign Office sabían que eso era
una estupidez. Para los residentes británicos de Buenos Aires, su caída fue
una calamidad.
Una vez nada más, podría decirse, había estado a
punto de perder la paciencia y de pasar a degüello a los residentes ingleses.
Fue cuando el Foreign Office pretendió convertir a Montevideo en un
protectorado británico. El sitio ya llevaba nueve años. De no ser por la Royal
Navy, Rosas ya lo habría terminado. Nadie comprendía muy bien lo que sucedía
allí dentro. Casi todos los residentes eran de afuera. La defensa corría por
cuenta de los italianos, los británicos y los franceses. Pero el jefe de la
ciudadela era un general argentino, enemigo jurado del Restaurador. Codo a codo
con él peleaban todos los exiliados de Buenos Aires. Por el lado del río no
tenían problemas, pues estaban la Royal Navy y los franceses. La escuadra del
viejo Bruno tampoco representaba un peligro, pues los ingleses le tenían
prohibido que se moviera del fondeadero. Al irlandés le bullía la sangre.
Aunque había eliminado rápidamente a la flota montevideana comandada por
Garibaldi, ahora los ingleses lo tenían neutralizado. Al primer cañonazo que
disparara contra Montevideo, le hundirían todos los barcos.
Entre los franceses y los británicos las cosas también
andaban de culo. Cuando los barcos de Le Predour asediaban Buenos Aires, el
gerente de Baring Brothers exigió a su propio gobierno que declarara la guerra
a Francia. Pero ésta sólo quería vender sus cositas en Buenos Aires a la
manera de los ingleses. El Restaurador decidió darle el gusto. Fue cuando el
general La Valle, bien equipado por los franceses, se hizo presente con un ejército
dispuesto a despedazarlo. Pero el Restaurador concedió esto y aquello y los
franceses dejaron colgado a La Valle a la vista de la ciudad. Luego se reavivó
la pelea entre los ingleses y Buenos Aires, de modo que no es posible decir que
Rosas pretendiera degollar a éste o aquél. En medio de las intrigas siempre caía
el agente de Baring a reclamar algún pago.
Los únicos que mantenían la calma eran Rosas v el
embajador. Ya eran bastante amigos. Una noche terminaban de cenar en Palermo
cuando pasó una banda de música. Detrás marchaba una muchedumbre gritando
mueras a los ingleses, justo cuando el Restaurador explicaba que resultaba tonto
arriesgar a los residentes británicos por las macanas del almirantazgo. Sobre
la pared de la sala desfilaban las sombras de las antorchas. El Restaurador
preguntó qué pasaba. Están festejando el aniversario, explicó el coronel de
turno. Qué aniversario ni nada, se dijo el embajador. Pero guardó un precavido
silencio. No quería darles el gusto de mostrarse interesado. Al final no pudo
contener la lengua y preguntó acerca de las banderas. La ciudad estaba
embanderada de arriba abajo. El Restaurador replicó que nada tenía que ver con
eso. Eran cosas del pueblo. Al embajador le parecía raro. En ningún otro
aniversario había visto banderas. La gente ni recordaba las invasiones, pero
ahora andaban como unos desaforados cagándose en Inglaterra. Rosas estaba
encantado. No podía creer que su gente gritara eso, explicó delicadamente
mientras ordenaba las damas sobre el tablero.
Al día siguiente el embajador lo llevó al Calliope
a ver Captain Steve. El barco estaba apostado en el río con el resto
de la flota británica. El guardiamarina Macleish tenía un grupo de teatro, lo
cual significaba una forma interesante de escaparle al suicidio. Llevaban
alrededor de tres años fondeados en el mismo lugar. El Restaurador había
ignorado tres convites anteriores para ver Lottery Tickett, John Bull y El
posadero de Abbeiville. Pero ahora estaba contento. Hubo un aperitivo con
poesía. El embajador le tradujo al oído. Era una noche con mucho clima. El
Restaurador se dejó arrastrar por las soledades brumosas de los poemas. "Alguna
vez debo ir a ese sitio", se dijo entornando los ojos. No soplaba una pizca
de viento. Pudo sentir la lozana hierba en los pies descalzos y hasta rozó con
los dedos el pulido huevo de un mirlo y terminó por perderse en la sosegada
noche.
"Este barco revienta de putos", murmuró el
coronel de turno cuando bajaban al bote. Por una vez el Restaurador prefirió
guardarse sus mordaces comentarios. Casi había llegado a tragarse que la
cultura junta a los pueblos.
***
Sólo habían pasado quince años de la función
del Callíope, pero el Restaurador apenas guardaba un recuerdo vago de Captain
Steve, aquella obra en tres actos donde el guardiamarina Macleish hacía de
novia y el teniente Fletcher de posadera tetona. Ahora era un simple vecino de
Burgess Street. A todo el mundo se le pelaba la lengua hablando del nuevo farmer
llegado de América, aunque éste ya contaba con el suficiente vocabulario como
para cruzar algunas palabras con las comadres del barrio. Para eso había
estudiado inglés en el viaje. Como le había dicho a Manuela, si Catón se
atrevió con el griego al cabo de los ochenta, él no veía problemas en meterse
con el inglés. Cada mañana en el Conflict se había sentado con su hija
a descifrar una vic ja gramática sobre la mesa de la cabina. Manuelita no era
ninguna lumbrera, pero el Restaurador, aunque sólo llegó a cuarto grado,
pasaba por ser un lingüista nato que había sido capaz de escribir un
diccionario español-araucano de setecientas carillas a lo largo de muchos años.
En Londres siguió tomando lecciones particulares, de
modo que pronto se defendía bastante. Nada que ver, por lo tanto, con el
supuesto gaucho ermitaño que sólo abría su casa a las putas de Southampton y
las hacía desnudarse por senas. Sin embargo, jamás alcanzó el nivel
suficiente como para mandar una carta al Times denunciando a los
argentinos que llegaban con la misión de matarlo, ni para redondear algunas
cuartillas con la historia del incendiario demente que redujo a cenizas su tambo
con treinta y cinco lecheras adentro. A veces soñaba con ver sus memorias en
una vidriera de Covent Carden, publicadas por alguna casa de Londres. Como buen
porteño en Europa tampoco retaceaba su envidia por el Imperio. Ni siquiera lo
había hecho en Buenos Aires, cuando festejaba con sus ministros el cumpleaños
de la reina Victoria o los obligaba a guardar medio luto por el fallecimiento
del duque de Gloucester. Y los chismes que remitía a la Pepa sobre la educación
de los pobres reflejaban bien las ideas que circulaban en Inglaterra mucho antes
de su llegada.
En 1806, para ser precisos. El año que arribaron los
barcos con el tesoro de Sudamérica. Una mañana de otoño, mientras una
caravana de carros desfilaba por Parliament Street con el botín de oro fresco,
los diputados cruzaban insultos en el recinto. El motivo era la creación de una
escuela. Desde afuera llegaban los vítores de la multitud congregada para
celebrar la irrupción del tesoro. Ocho carros con cuarenta caballos lo llevaban
hasta el Banco de Inglaterra. Varios millones de dólares en efectivo y lingotes.
Sobre los carros flameaban los gallardetes pintados con apelaciones bravías: Popham!
Beresford! Buenos Ayres! Victory! Dos batallones de marineros cerraban la
comitiva. Era la dotación del Narcissus, encargado del transporte. Los
tripulantes del barco hacían ondear en sus manos las banderas capturadas. Pero
nada calentó tanto a la chusma como la palabra Treasure! estampada en
cada carro. Una vez arregladas sus diferencias por el reparto (cuyos detalles más
sórdidos podían seguirse en el Times), el almirante Popham y el general
Beresford habían remitido a la patria los modestos tesoros del Plata. Cuando el
tesoro dobló la esquina y se aquietó el populacho, los diputados retornaron a
sus bancas muy animados y procedieron a rechazar el proyecto que los venía
ocupando. ¿Una escuela más? Casi nadie votó por la afirmativa. El discurso
del miembro informante persuadió a todo el mundo. Pocas cosas resultaban más
perniciosas para la felicidad de los pobres que dejarlos ir al colegio, donde sólo
aprendían a despreciar su lugar en la vida y a convertirse en resentidos
sociales. Durante los siguientes treinta años, entonces, la educación del
pueblo británico seguiría librada a las leyes del mercado, tal como sucedió
en Buenos Aires durante los días del Restaurador.
El demonio de Southampton falleció de pulmonía
una mañana de marzo. En la Argentina recién comenzaban las clases. Es posible
que un viento helado haya corrido por los pupitres donde aún residía su
inolvidable fantasma. Manuelita estaba junto a su padre. Ya no era la princesa
de Buenos Aires. Quedaba poco de aquella morocha cautivadora que los ministros
del Restaurador arrastraban en su carroza luego de desatar los caballos. Ahora
era una gorda feliz. Estaba casada con su viejo amor, cosa que jamás hubiera
logrado en su patria. Rosas lo consideró una traición y la expulsó de su
casa. Pero el tiempo había limado todo eso, aunque el Restaurador nunca pudo
tragar a sus dos nietos ingleses. Ahora ella había venido de Hampstead para
despedir a su padre. Manuelita lo agarró de las manos. "¿Cómo anda,
tatita?", le preguntó. "No sé, niña", musitó el anciano. Fue
lo último que dijo.
Un maestro de Entre Ríos recordó por esos días que
le había tocado ir a la escuela en tiempos de la Mazorca. Se llamaba Onésimo
Leguizamón. Jamás olvidaría la escena que debió presenciar una vez. Dos
pequeños condiscípulos fueron ajusticiados en la plazoleta del pueblo,
acusados de matar a un compañero. El comisario había dispuesto que todos los
chicos del grado asistirían a la ejecución. Onésimo se acordaba muy bien del
sofocón del maestro para hacerlos llegar a horario y para que mantuvieran la
fila cuando empezara el fusilamiento.
¿De quién son estas mulas?
De don Juan de la Cueva.
¿Qué comen?
Pasto verde.
¿Qué beben?
Sangre de gente.
¿Con qué las atan?
Con cintas negras.
La muerte iba a la escuela, te acompañaba de vuelta a tu casa. A veces, por el camino, te aguardaba el consabido cadáver. Los chicos lo presentían de lejos y se iban quedando callados. Los cadáveres frescos aún emanaban ese aroma dulzón que suele preceder a la muerte. Podía tratarse del cuerpo entero o simplemente de la cabeza. A veces bastaba con una mano clavada en un poste, excepcionalmente una lengua si se trataba de algún conocido difamador. Todo estaba bien exhibido. La eficacia del castigo radicaba en su fina presentación.
¿Quién ha muerto?
Juan el Tuerto.
¿Quién le canta?
La garganta.
¿Quién le chilla?
La chiquilla.
¿Quién le llora?
La señora.
Los chicos jugaban al Degollado y al Fusilado, al Date Preso y al Azotado. Al final terminaban peleándose por el papel de verdugo. Jugaban también al sepelio y a ninguno le disgustaba que lo eligieran de muerto. Pero el papel de verdugo era el único que se dirimía a trompadas. Como la insignia del gremio era una pequeña escalera para llevar cosida en la capa, el vencedor se la pintaba en la frente con un corchito quemado.
Claro que el salvajismo en la escuela no fue
invento rosista. Los cordobeses tuvieron un pedagogo famoso que en vez de
mandarte al rincón te crucificaba en un gallinero y te dejaba colgado toda la
tarde a cargo de tres mastines. Los maestros se tomaban a pecho la disciplina.
Entre las listas de material didáctico que pedían al Ministerio era común
encontrar algún cepo, como lo prueba la nota elevada por un docente jujeño que
con toda nobleza ofrecía hacerse cargo del gasto. Otro tipo de Río Cuarto hacía
su entrada en el aula repartiendo bofetadas a manera de saludo y seguramente una
que otra patada en el culo. Y el tirón de orejas acostumbrado no era un regaño
cordial. Los castigos corporales estaban técnicamente prohibidos, pero seguías
volviendo a tu casa con las orejas al rojo vivo. Dejando de lado al Restaurador,
que sobre esto nunca hizo declaraciones hipócritas, a cualquier ministro le
convenía simular un furioso interés por la escuela. Esto venía desde los
tiempos de los colonos. Ya en días de la Virreina Vieja (Juana del Pino, la
futura suegra de Bernardino González, Rivadavia para los amigos) se anunciaba
por el diario que el vástago más avispado de algún vecino influyente daría
sus lecciones en público, cita a la cual concurrían desde los cabildantes
hasta las tías del monstruo. En cuanto a los primeros gobiernos criollos,
necesitados de pintarle al pueblo un futuro menos oscuro de lo que en realidad
se venía, propiciaron las fiestas cívicomilitares en todas sus ceremonias. Y
para ello, nada mejor que una escuelita bien apostada.
Una buena mañana, al despuntar el invierno, un vasco
que cinco años atrás había salvado a Buenos Aires de los ingleses fue
fusilado en la Plaza delante de los escolares. Tal como decía el programa, éstos
lanzaron sus palomas al aire en el momento debido, mientras el pueblo gritaba
viva la libertad y las bandas rompían a tocar una marcha. Acusado de
contrarrevolucionario y traidor, cosa que jamás pudieron probarle, Martín de
Alzaga murió escarnecido por el mismo populacho que había llegado a vivarlo
hasta perder el aliento. Ya no era más el Constructor de la Independencia ni el
Gran Padre de la Patria. Aquel jubilado de canas revueltas, con catorce hijos a
cargo, cayó vomitando sangre, seguramente maldiciendo la hora en que se le
ocurrió colocarse al frente de los vecinos para echar a los ingleses. Su crimen
fue urdido por un delirante que vivía imaginando conspiraciones. Le inventaron
unos testigos y le prohibieron llevar abogado. Declaró a la madrugada y para el
mediodía ya estaba muerto.
Bueno, quién sabe si fue una conjura inventada. Otros
dicen que estaba metido hasta las cachas en el golpe que urdía la princesa
Carlota para ocupar el trono de Sudamérica. De cualquier modo, lo fusilaron. No
consiguieron que delatara a nadie. Antes de sentarse frente al piquete, el ex
alcalde español limpió su banquito con el pañuelo. Había pedido que no le
vendaran los ojos ni dispararan sobre su rostro. Los tiradores cumplieron.
Entonces volaron las gorras y las palomas alzaron vuelo cubiertas de escarapelas.
Los chicos de los colegios estallaron en aplausos. El negro Bonifacio Calixto
Silva, verdugo suplente y conocido malandra, se dispuso a colgar el cadáver
para tenerlo a la vista del pueblo durante cuatro horas adicionales. A la
siesta, cuando ya no quedaba nadie, llegó Pepe Martínez de Hoz con una
escalera y se llevó a su íntimo amigo para sepultarlo. Fue el único en la
ciudad que se atrevió a acercarse al finado.
Los colegiales en la placita se irían haciendo
costumbre, pues nadie resistía la tentación de llevarlos para meter un poco de
atmósfera en sus mítines políticos, fueran piedras fundamentales, degollinas
o golpes de Estado. Después del fusilamiento del español, los alumnos de la
Academia de Matemáticas descubrieron a su profesor favorito sacando la lengua
entre un nuevo lote de ejecutados. Era Felipe de Sentenach, otro presunto
conspirador, también célebre durante las invasiones por haberse metido en la
fortaleza disfrazado de cura para poner una bomba en la santabárbara de los
ingleses. De nada le valió la protección de Belgrano, que tiempo atrás lo había
designado en la escuela.
De los políticos que sonaban entonces, Belgrano fue de
los pocos que procuraban darte una mano. Era un tipo bastante culto, del grupito
autorizado por el Papa y la Inquisición para leer libros pornos y subversivos.
Sin embargo, una vez en el poder, este general parecía empeñado en quitarle al
clero el manejo de las escuelas, cosa que sorprendió a mucha gente pues nunca
osaba lanzarse al combate hasta que el último de sus soldados hubiera rezado el
rosario.
Cuando recién empezaba la guerra, mientras pasaba por
Santa Fe a la cabeza de los rebeldes, tuvo la mala ocurrencia de hacerse una
corrida al tugurio donde funcionaba la escuela. Nadie supo explicarle por qué
la clase era un páramo. Ese día todo el mundo se había hecho la rata.
Belgrano mandó llamar a los padres y les dio una cepillada en público. Más
adelante, en Jujuy, la siguió con el asunto: resolvió que cada 25 de mayo el
maestro tendría un asiento de honor en el Cabildo y que sería tratado como un
Padre de la Patria. En fin, ninguno rugió de entusiasmo. Es que nadie parecía
tomárselo en serio. En realidad, no veían la hora de sacárselo de encima.
Miraban a los rebeldes con odio e indiferencia. Rogaban que los españoles
volvieran a tomar la manija. Para ellos, Belgrano era un tipo despótico que
siempre estaba inventando algo raro. Por eso nunca se molestaron en hacer unas
escuelitas que había pagado de su bolsillo. De todas formas, cuando ya estaba
remuerto, un buen día empezaron a meterle su nombre a cuanta placita se les
cruzaba por el camino.
¿Qué más podría decirse? Lo llamaban "Cotorrita",
por unos adornos verdes que se ponía en el uniforme. Con los quilombos que tenía
encima, todavía se dio tiempo para bajar a doce guascazos el máximo castigo
posible. Eso siempre que te la dieran solas y mediando faltas horribles. Bueno,
aquí tampoco llegó a lucirse, con eso del castigo en privado. Dejarte solo con
un psicópata era lo peor que podía pasarte. Ya podías verlo al tarado
mordisqueando la punta del látigo. "¿Así que nada más que doce azotes?
Pero qué bien." Ahora estaba estrictamente prohibido que te pusieran en
cuatro patas. Sólo te podían pegar de rodillas.
Pero ni aun estas cosas lo volvieron popular en la
escuela. Es que el ciclo escolar de Belgrano era una pesadilla. Doce meses de
clase por año con apenas cinco feriados, en doble turno y sin vacaciones de
ningún tipo. Sábados y domingos, actividades, pero tenías libres los jueves
desde las dos de la tarde. En cuanto a su campaña contra el castigo, tampoco
impresionó mucho al público. Quien más, quien menos, todo el mundo pensaba
que convenía apretar a esos guachos. Había una rica bibliografía al respecto.
Un cardenal florentino recomendaba que te la dieran bajo cualquier circunstancia.
Si resultabas culpable, todo estaría perfecto; en caso contrario, igual habría
servido para que aprendieras a ejercitar la paciencia. De cualquier forma, como
decía un inglés, la escuela servía para cualquier cosa menos para sacar
caballeros.
Pero cada tanto llegaba alguno de buenos instintos.
Después de Belgrano fue el Indio. En Mendoza éste dio marchas y contramarchas,
pero al final limitó los castigos a encierros y detenciones. Aquí las cosas
habían llegado bastante lejos. El Ejército Libertador se aprestaba a cruzar la
cordillera. El clima de guerra reinante obligó a poner prácticamente bajo
bandera a los colegiales, que pronto empezaron a recibir instrucción militar.
Como suele suceder en estos casos, hubo maestros que se pusieron el casco, a lo
cual se sumaron aquellos clérigos de armas llevar que nunca faltan en la
frontera. Para el propio Libertador, la brecha entre lo escolar y lo castrense
no debe haber sido muy ancha. Se trataba, después de todo, del mismo general
que había dispuesto los siguientes castigos para su tropa:
• Por insultar a Dios o a la Virgen, cuatro
horas diarias de mordaza durante ocho días seguidos, con el reo bien atadito a
un poste.
• En caso de reincidencia, perforación de la lengua con un clavo al rojo
vivo, seguido de la expulsión del ejército.
• Por encubrir a un vago, tres años de cárcel.
• Por revelar secretos al enemigo y todo eso, pena de horca en dos horas.
• Por meterte en la casa de algún civil, fusilamiento inmediato, aunque no te
llevaras nada.
• Por protestar por cuestiones del servicio, fusilamiento en el acto. (Si
rezongabas, digamos, porque te tocó una camisa chica. )
• Por levantar la mano contra un superior, te cortaban el miembro maldito.
• Por interceder por un condenado a muerte, ibas al paredón.
Etcétera. Eran cuarenta artículos por el
estilo, que nunca se aplicaban a rajatabla. En el Ejército de los Andes era
mejor tomarse las cosas con calma. Las normas que reprimían el duelo fusilaban
hasta a los padrinos, pero si mirabas para otro lado frente a un desafío, ya
podías darte por despedido del cuerpo. El duelo figuraba al tope de los delitos
que provocaban la baja de un oficial, no tanto como agachar la cabeza en batalla
pero mucho más que mostrarse por la calle con alguna putarraca. Sin embargo,
jamás ejecutaron a nadie por haberse batido a duelo. En cambio dos soldaditos
de Cancharrayada que se apartaron de su columna para robarse unos pollos, fueron
obligados a arrodillarse en la huella mientras llamaban al capellán. La orden
era que nadie podía alejarse tres metros de los flanqueadores. Debe entenderse
que aquella columna eran los restos de un ejército en desbandada que venía del
pavor de la noche. El alto duró tres minutos. Estaba aún muy oscuro. Eran las
nueve de la mañana, pero había niebla cerrada. ¿Por qué se habían salido?
Pues porque estaban famélicos. Los pollos levantados al paso aún pendían de
las monturas. Ni siquiera estaban pelados. El capellán cumplió su trabajo lo más
rápidamente que pudo. Enseguida los fusilaron y la columna pasó a tambor
redoblado por encima de sus cadáveres.
La política de mano dura venía desde el principio.
Eso podía advertirlo cualquiera. Bastaba llegarse alguna mañana por el fuerte
de Buenos Aires. A las ocho estaba perfecto. Allí recibían instrucción
militar los reclutas insurrectos. El portón permanecía cerrado, pero igual se
podía ver todo. La tropa ya estaba en el patio cuando llegaban los cabos. Los
últimos en presentarse eran el capitán y el mayor. Empezaban a redoblar los
tambores. Frente a la tropa formada, había unos tipos en bolas. Eran los
castigados de turno. En eso los cabos se les tiraban encima y llovían los
chicotazos. Los cabos debían poner entusiasmo. Si el mayor los encontraba algo
blandos los agarraba a fustazos hasta que recobraban el ritmo. Los alaridos de
los reclutas llegaban hasta el cabildo. Un recluta podía recibir quinientos
azotes, por faltas que no merecían ni arresto. Si alguno gritaba más de la
cuenta, la banda rompía a tocar un cielito. No era difícil que alguno
escupiera el alma en el curso del castigo. El Mayor estaba a SUS anchas. Era el
dueño de la función pues el Coronel nunca bajaba, ni siquiera para ver las
ejecuciones. Nadie podía ignorar que las condenas a muerte llevaban su firma,
pero todo el mundo se la agarraba con el Mayor.
Vistas desde la calle, estas tropas del fuerte hubieran
pasado tranquilamente por un batallón francés. Mostraban el mismo temple ante
la humillación y el castigo. Pero ¿podías pedirles que se portaran como
soldados de Napoleón? ¿Serían capaces de marchar en orden bajo un fuego a
discreción? ¿O harían como los pampas y los cosacos, que al tercer cañonazo
bien puesto salían a la desbandada? Eran las dudas que poco tiempo más tarde
carcomían al Indio en Mendoza. Tenía esos interrogantes desde que estaba
frente al Ejército. Necesitaba una gran batalla para saberlo. Por el momento,
sus esfuerzos se concentraban en pasar la cordillera. Debía lograr que su gente
llegara viva a Santiago. Sabía por experiencia que los ejércitos se pierden
antes por mala logística que por las balas del enemigo. Era un organizador
obsesivo. Como Napoleón, capaz de pasarse dos noches buscando el modo de hacer
marchar en silencio a un regimiento a caballo, el Indio ensayó hasta la sopa
que había inventado para sus hombres. Probó personalmente los varillones de
mimbre para golpear a los congelados. Reclutó a los mejores peluqueros de Cuyo
para que los sables cortaran como navajas.
Eso de la cordillera estaba convirtiéndose en algo
gordo. Durante los próximos doscientos años ibas a repetir hasta quedarte
ronco las intimidades del cruce. Ningún maestro en sus cabales hubiera ido
contra la corriente. ¿Podrías imaginarte a la señorita Chela mascullando de
costado que llevar cañones a Chile era tan simple como mandar pianolas a
Chuquisaca? (algo que los arrieros hacían todos los meses a lomo de mula,
partiendo desde Cobija, sin que anduvieran equiparándolos con Aníbal) . ¿O
sugiriendo que el Indio fue un oficial tan chato que en veinte años con los
españoles ni siquiera llegó a coronel?
La Chela se hubiera colgado del techo con una media
antes de proferir semejante blasfemia. Ya vos te agarraba sífilis cerebral de sólo
escuchar algo así. Sin embargo, esto era precisamente lo que empezaba a decirse.
Pero el autor de tales difamaciones no era un libertario cualquiera dispuesto a
volarte con medio cartucho de dinamita sino el Padre de la Constitución
Nacional, cuyo panfleto fue publicado en París, como cuadraba a todo libro
maldito. Era una obrita en cuerina negra llamada Grandes y pequeños hijos
del Plata, que los cabrones de Garnier Hermanos le publicaron a fin de
siglo.
¿De qué genio me están hablando?, preguntaba el
Padre (designado en adelante sólo por sus iniciales). ¿Porque pasó unos
cuantos cañones a través de la montaña? Por favor, resoplaba Jota Be. ¡Si
los españoles tenían domada la cordillera desde hacía trescientos años! ¿Acaso
Valdivia no la traspuso para lanzarse a la conquista de Chile...?, preguntaba
Jota Be. ¿Y Hurtado no hizo el cruce al revés mientras marchaba hacia Cuyo?
Para no hablar del célebre fraile que partía de Mendoza en la madrugada del sábado
y el domingo ya estaba diciendo misa en Apoquindo. Bueno, Jota Be no mencionaba
esto, pero era vox pópuli en Cuyo. El cura salía el sábado de Guaymallén,
daba misa detrás de la cordillera y para el lunes ya estaba de vuelta en
Mendoza. ¿Cómo se las arreglaba para cubrir setecientos kilómetros en apenas
un par de días? Tenía un camino secreto, probablemente aquel mismo túnel que
utilizaba Chanchaca para enloquecer a los españoles, mostrándose a cada lado
de la cordillera prácticamente en el mismo día.
Lo cierto es que mucha gente vivía de cruzar la
cordillera todo el tiempo. Cinco muchachos a pie resultaban suficientes para
mandar doscientas vacas a Chile, trayecto que podía llevarles poco más de
quince días. Pero el Ejército Libertador no era una tropilla de vacas.
Cualquier cañoncito pequeño que no pasara del ocho andaba por los setecientos
kilos. Debías envolverlo en vellones de oveja y forrarlo en cuero de vaca por
si rodaba peñas abajo. Se precisaban legiones de zapadores para cruzarlos con
aparejos a través de los precipicios. Esto no era los Alpes ni los Pirineos,
que tenían sendas bien afirmadas por donde podían pasar trotando hasta las
elefantas de Bonaparte.
Al frente de los insurrectos iba un escuadrón de
mineros abriendo paso. Un cañón despeñado era un drama, sobre todo para el
cura a cargo. Este solía fundir los cañones con las campanas que él mismo
bajaba de las iglesias, las cuales iban a parar al horno junto con otro millar
de cadenas, ollas, candelabros, escupideras de hierro y hasta las rejas de las
ventanas. Era el cura Bertrand. Cada cañón desaparecido le daba una cosa en el
pecho, pues entonces nadie se atropellaba para ponerse en la fila de Donaciones
ni las damas andaban arrancándose los collares para financiar la campaña. Las
contribuciones venían despacio. Mejor que no anduvieras diciendo estas cosas,
pero todo lo que entregaron las damas alcanzaba a gatas para comprar tres
caballos, incluso contando los aros de la señora del Indio, que figuraban entre
las pocas piezas auténticas. El Indio no podía creerlo. Sacando la chafalonería
inservible, quedaban siete alhajitas como la gente. Un par de aros con dieciocho
topacios. Dos pendientes de crisolita. Un anillo por el estilo. Un juego de
zarcillos y rosicler con más de doscientos topacios. Unos pendientes de piedras
preciosas. Un collar de perlas. Un par de manillas de perlas finas.
El resto se fundió en bloque. No parecía gran cosa,
pero ellas llegaron en caravana para ponerlas en manos del Indio. El ocultó su
desilusión y recibió las contribuciones como si fuera el rescate del Inca,
mientras pensaba a diez mil en un modo expeditivo de hacerles escupir el resto.
Mientras las joyas iban a Buenos Aires decretó que el lujo debía ser visto
como traición a la patria, pero apenas consiguió seis zapallos que le hizo
llegar una vieja. El Indio mandó un oficio al cabildo solicitando su lista
completa de bienes. Resulta que doña Manuela Sáenz tenía una chacra padrísima
y varias tropas de carros. El Indio sacó la cuenta y le metió una multa que
representaba la mitad de su patrimonio. Entonces llovieron las donaciones.
Los seis zapallos de doña Manuela terminaron en la
basura, luego de ser destinados a ciertos experimentos que no arrojaron gran
resultado. El Indio seguía probando con la comida. Eso lo tenía muy loco. De
noche se despertaba pensando qué iría a pasar en la cordillera. Los cálculos
de abastecimiento no le cerraban. Al Indio le gustaba marchar ligero. En eso los
ingleses eran campeones. Había visto volar a la infantería con las mochilas
repletas de biscocho fermentado y queso Cheshire para una semana. Era un antiguo
truco de Cromwell. Pero el Indio se quedaba mil veces con la galleta y las
tabletas de caldo. Unos veinte años atrás, un francés de Buenos Aires se había
ganado la vida fabricando caldo instantáneo. Se llamaba "Sopa Liniers".
Era un proceso muy simple, así que trabajaba en su casa. Pero un día lo
designaron virrey y el caldo desapareció del mercado. Sin embargo la sopa del
Indio era muy superior a los caldos del francés, pues además de charqui molido
con grasa llevaba cebollas, ají quitucho y una pizca de comino. ¿Le metemos un
poco de ajo?, preguntó el padre Bertrand. De ningún modo: el ajo iba
directamente a las bolsas de los arrieros, que cada tanto, en medio de la
nevisca, desmontarían para frotar unos dientes en las fauces de las mulas
apunadas. Se iba a precisar mucho ajo, porque llevaban nueve mil mulas. Con
tantos preparativos, el Indio ya no pegaba los ojos. ¿Estaría olvidando algo?
¿Tenían suficiente pasto? ¿No quedarían cortos de leña? En toda la
cordillera no había una puta hierba. Por si algo salía mal y algún caballero
se mostraba remiso para el avance, organizó finalmente un cuerpo de fusileros
que iría en la retaguardia. Al que retrocediera en combate, tres tiros. Estaban
todos notificados.
[...]