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Joaquín Dicenta
Gateando por el tronco del árbol subió Manolohasta las ramas. Una vez en ellasno sin riesgo de desnucarseganó la másalta de todas. Allíoculto por un cortinón de fragantes y húmedas hojasestaba el nido que fabricaron dos jilguerosacolchado con sus plumas para máslujo de las crías.
Aquel nido fuedurante semanasansia ydesvelo de Manolo. Lo descubrió cuando sólo era canastillo de calientes ybarnizados huevos. Había que esperar.
Manolo esperóvigilando con astuta cachaza elromper de los cascarones; el salirpor la roturade los pollos; el brote enellos del plumón; el fortalecimiento de patitas y de alas. Ni un día dejó deencaramarse al árbolpara contemplar el cestillo donde palpitaban las críasbien ajenas de que eran presa declarada para aquel conquistador de ojos azules ycabellos rubiosque el aire peinaba en caracoles.
Más ajenos aún de la acechanza vivían losjilgueros padres. Manolo solo en ausencia de ellos visitaba el nidal. A losamanecerescuando iba la pareja en busca de arroyos mitigadores de su sed oalcaer el solcuando revoloteaba por el lejano peñascal para despedirse delastroascendía el rapaz a las ramas yseparando el cortinón de hojasclavaba sus ojos ladrones en los pollos. Despuésechaba tronco abajocontandomentalmente los días que faltaban para el del enjaule de su presa.
Este día llegó. Fue aquel en que Manolotrepaba por el tronco del árboly se encaramaba a la rama última y extendíasus manos hacia el nido donde los pájaros saltaban.
Subió sin precaución algunasin ocultarse delos padres que revoloteaban por encima de su cabezaamenazándole con susengarfiadas garrillas. ¿A qué las precauciones? Los padres no le podíanestorbar; eran débiles para defender a sus hijos. Dentro de poco estaríanestos en poder de Manolo.
Por eso y para eso llevó al pie del árbol unajaula. En ella acomodaría a sus prisionerosdejando a los padres el cuidado dealimentarlos hasta que los prisioneros pudieran valerse por sí propios.Entonces daría libertad a las hembras dejando a los machos en permanentecautiverio para que alegraran con sus trinos la casa.
Tras el niño fueron los padres de los presos.A vecesse tropezaban en el aire; otras se dejaban caer juntosllegando hastael ras de la jaularozándola con sus temblorosas patitas. Luego se alzaban alespacio describiendo círculos sobre la cabeza del ladrón.
Apenas puesta por Manolo la jaula en el alféizardel campesino ventanallos dos jilguerossin aguardar que se retirara elmuchachosin temor al daño que éste pudiera hacerlesse aferraron a losbarrotesmetiendo por entre ellos sus picosbuscando las bocas de las crías:dijérase que las besaban.
Al fin se alejaronposando sobre una acacia próximaennegrecida por la sombra crepuscular.
Aquella tarde no fueron a despedir al sol.
Era el día franja imperceptible en Oriente yya cantaban sobre la acacia los padres de los pájaros prisioneros. No cesaba sucanto hasta que la jaula aparecía en el alféizar. Llegábanse a ella losjilgueros y procuraban forzar los mimbres con sus garras y con sus picos; despuésviendo lo inútil de su afánabrían las alas y se alejaban rápidossilenciosossin que un gorjeo alegrara su viaje.
A poco volvíantrayendo alimento y agua a sushijos: Éstos avanzaban hasta el límite de su prisión con las bocasamarillosas de par en par abiertas. Metían sus padres el pico por el hueco delos barrotes e iban depositando en aquellas bocas glotonassimientes y granosmachacadosgotas de agua que aún conservaban la frescura del manantial.
No venían juntos. Venían separadoscruzándoseen la atmósferaalejándose el uno de la jaula antes de que llegase el otrojuntándose en el airedeteniéndose en él un segundo y siguiendo después sumarchael uno hacia los hijosel otro hacia las siembrasdonde el granobrillaba como oro entre los surcos; hacia las fuentes donde el agua cae gota agotacomo una lluvia de brillantes.
Era de notar cómo los padres no daban a unmismo hijo el alimento dos veces seguidas; lo distribuían por turno sin errornunca en el reparto. Diríase que al tropezarse en el espacioal detenerse enel aire un segundopreguntaba el que llegaba al que volvía:
-«¿A quién distes ahora?»
-«A fulano.»
-«Entonces le toca a mengano.»
Y por la boca de mengano entraba el grano colorde oro o la gota de agua diamantina.
Gran regocijo era para Manolo contemplaraquellas idas y venidas. Muchas vecesacodado en el ventanalpunto menos quetocando con sus dedos la jaulaseguía el trajín afanoso de sus cautivos y eltrabajo de sus mantenedores. Estos parecían no reparar en él. Alimentaban asus hijosalegraban su cautividad con gorjeoso aferrándose a los barrotesbatían contra ellos sus alas y mordían con sus picos el mimbre. A veces poníanen Manolo sus ojos negrosrencorososardientes... El muchacho reía y los pájarosse alejaban con temblores de odio en la pluma.
Ya los cautivos recorrían la jaula con plantafirme y presurosa; sus alas se abrían en traza de volar. ¡Triste vuelo que sólollegaba hasta la techumbre de mimbredesde la cual se dejaban caer lospajarillosestirando el cuello hacia los azules del espaciodonde cabeceaba elsol!
Los padres seguían proveyendo a su manutenciónpero en ocasionesretrasaban sus viajes; otras permanecían inmóviles enfrentede la jaulaclavando en ella sus pupilas tenaces; después se acercaban uno aotrodoblaban los cuellos hasta unir las cabezas y cerraban sus picos como sihablaran por lo bajode oído a oídoconsultándose...
Al ver a Manolo hacían ademán de lanzarsecontra él.
Después huían para reunirse en el árbol a lacasa frontera. Allí permanecían quietosmudossin endulzar con sus gorjeosla tristeza de los esclavos.
Hubo un día en que apenas se aproximaron a lajaula.
-¡Aunque no vuelvan más! -monologó Manolo.-Los pajarillos pueden mantenerse a sí propios. Mañana haré la separación delos machos. ¿Por qué mañana? Hoy mismo.
Dicho y hecho.
Metiendo la jaula en su cuarto y levantando elcierresacó las hembras que eran dos. Abrió la ventana y las dejó encima delalféizar.
Pronto se lanzaron a la atmósfera piloteadaspor su padreque al detenerse con ellasencima de la acaciaprorrumpió en unhimno triunfal.
Paró el canto de prontoal colgar Manolo delalféizar la jaula donde aleteaban los machos. Sus padresal verlossaltaronde las ramasgiraron y regiraron en torno de los mimbresy gritandomejor quepiandohicieron rumbo con sus hijas a un árbol más distante.
Fue al medio díamientras almorzaba con suspadres Manolo.
Los jilgueros llegaron a la jaulacuyosmimbres rechinaban acariciados por el viento. Breves instantes permanecieroncontemplándola. Después se aferraron a los barrotessacudiendo la jaulapiando con furia. Sus garras tiraban de los mimbressus picos los mordían...¡Inútil! ¡Inútil como siempre! ¡Eran pocas sus fuerzas para libertar a loscautivos!...
Entonces llamaron suavemente a sus crías.
Éstas avanzaron abiertas las bocasrelampagueante de amor el azabache de los ojos.
Súbito retrocedierontambaleándose; rodandofueron hasta el rincón último de la jaula; allí quedaron encogidasapelotonadashechas un temblante montón de plumas.
Cuando Manolo fue en busca de la jaulahallóagonizando a los presos. No tenían ojos; no tenían tampoco lengua. Sus padreshabían arrancado los unos a golpe de garra y cortado a tajo de pico las otras.
Cortaron las lenguas para que el esclavo nocantara al señor. Cegaron los ojos para que el esclavo no viese con elloshorizontes que nunca podrían sus alas recorrer.