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El final de Norma
Pedro Antonio de Alarcón
A Mr. Charles d'Iriarte.
Mi querido Carlos:
Honraste hace algunos años mi pobre novela EL FINAL DE NORMAtraduciéndola al francés y publicándola en elegantísimo volumenque figurópomposamente en los escaparates de tu espléndido París. No es muchoportantoqueagradecido yo a aquella mercedcon que me acreditaste el cariñoque ya me tenías demostradote dé hoy público testimonio de mi gratituddedicándote esta nueva edición de tan afortunado libro.
Afortunadosí; pues te confieso francamente que no acierto a explicarme porqué mis compatriotasdespués de haber agotado cuatro copiosas ediciones deél (aparte de las muchísimas que se han hechoaquí y en Américaenfolletines de periódicos)siguen yendo a buscarlo a las librerías. -Escribí ELFINAL DE NORMA en muy temprana edadcuando sólo conocía del mundo y de loshombres lo que me habían enseñado mapas y libros. Carecepuesjuntamenteesta novela de realidad y de filosofíade cuerpo y almade verosimilitud y detrascendencia. Es una obra de pura imaginacióninocentepuerilfantásticade obvia y vulgarísima moralejay más a propósitosin duda algunaparaentretenimiento de niños que para aleccionamiento de hombrescircunstanciastodas que no la recomiendan grandemente citando el siglo y yo estamos tanmaduros. -En resumen: aunque soy su padreno me alegro ni ufano de haberescrito EL FINAL DE NORMA.
Pero me objetarás. -Pues ¿por qué vuelves a autorizar su publicación?
-Te lo diré: la autorizo porquea lo menoses obra que no hace dañoyno haciéndolocreo que no debo llevar mi conciencia literaria hasta el extremode prohibir la reimpresión de una inocentísima muchachadasobre todo cuandolos libreros me aseguraron que el público la solicitay citandoen prueba deellolos editores me dan un buen puñado de aquel precioso metal de que todoslos poetas y no poetas tenemos sacra... vel non sacra fames...
De muy distinto modo obrara si mi propia censura se refirieseno ya a laenunciada insignificanciasino a tal o cual significación perniciosa de estanovela; puesen tal casono sacrificaría en aras del éxito ni del interésmi conciencia moral tan humildemente como sacrifico mi conciencia literaria...Perogracias a DiosEL FINAL DE NORMAa juicio de varios honradísimospadres de familiapuede muy bien servir de recreo y pasatiempo a la juventudsin peligro alguno para la fe o para la inocencia de los afortunados que poseenestos riquísimos tesoros. -¡Y es que en EL FINAL DE NORMA no se dan anadie malas noticiasni se levantan falsos testimonios al alma humana!...
Salganpor consiguientea luz nuevas ediciones de esta obrilla hasta que elpúblico no quiera más; y pues que he confesado mis culpasabsuélvanmeporDioslos señores críticos y no me impongan mucha penitencia.
AdiósCarlos; y con dulcesindelebles recuerdos de aquellos días quepasamos juntos en África y en Italiacuando subíamos esta cuesta de la vidaque ya vamos bajandorecibe un apretón de manos de tu mejor amigo.
P. A. DE ALARCÓN.
Primera parte
La hija del cielo
- I -
El autor y el lector viajan gratis.
El día 15 de Abril de uno de estos últimos años avanzaba por elGuadalquivircon dirección a SevillaEl Rápidopaquete de vapor quehabía salido de Cádiz a las seis de la mañana.
A la sazón eran las seis de la tarde.
La Naturaleza ostentaba aquella letárgica tranquilidad que sigue a los díasserenos y esplendorososcomo a las felicidades de nuestra vida sucede siempreel sueñohermano menor de la infalible muerte.
El sol caía a Poniente con su eterna majestad.
Que también hay majestades eternas.
El viento dormía yo no sé dóndecomo un niño cansado de correr y hacertravesuras duerme en el regazo de su madresi la tiene.
En fin; el cielo privilegiado de aquella región constantemente habitada porFloraparecía reflejar en su bóveda infinita todas las sonrisas de la nuevaprimaveraque jugueteaba por los campos...
¡Hermosa tarde para ser amado y tener mucho dinero!
El Rápido atravesaba velozmente la soledad grandiosa de aquel paisajeturbando las mansas ondas del venerable Betis y no dejando en pos de sí másque dos huellas fugitivas...: un penacho de humo en el vientoy una estela deespuma en el río.
Aun restaba una hora de navegacióny ya se advertía sobre cubierta aquellaalegre inquietud con que los pasajeros saludan el término de todo viaje...
Y era que la brisa les había traído una ráfaga embriagadorapenetrantecargada de esencias de rosalaurel y azaharen que reconocieron el aliento dela diosa a cuyo seno volaban.
Poco a poco fueron elevándose las márgenes del ríosirviendo de cimientoa quintascaseríoscabañas y paseos...
Al fin apareció a lo lejos una torre dorada por el crepúsculoluego otramás elevadadespués ciento de distintas formasy al cabo miltodas esbeltasy dibujadas sobre el cielo.
¡Sevilla!...
Este grito arrojaron los viajeros con una especie de veneración.
Y ya todo fueron despedidasbuscar equipajesagruparse por familiasarreglarse los vestidosy preguntarse unos a otros adónde se iban a hospedar...
Un solo individuo de los que hay a bordo merece nuestra atenciónpues es elúnico de ellos que tiene papel en esta obra...
Aprovechemos para conocerlo los pocos minutos que tardará en anclar ElRápidono sea que después lo perdamos de vista en las tortuosas calles dela arábiga capital.
Acerquémonos a élahora que está solo y parado sobre el alcázar de popa.
- II -
Nuestro héroe
Pero mejor será que prestemos oído a lo que dicen con relación a supersona algunos viajeros y viajeras...
-¿Quién es -pregunta uno- aquel gallardo y elegante joven de ojos negroscuya fisonomía nobleinteligente y simpática recuerdo haber visto en algunaparte?
-¡Y tanto como la habrá usted visto! -responde otro. -Ese joven es SerafínArellanoel primer violinista de Españahoy director de orquesta del TeatroPrincipal de Cádiz.
-Tiene usted razón ¡Anoche precisamente le oí tocar el violín en LaFavorita!... Por cierto que me pareció de más edad que ahora.
-Pues no tiene ni la que representa...- agregó un tercero. -Con todo eseaire reflexivo y graveno ha cumplido todavía los veinticinco años...
-Diga usted... Y ¿de dónde es?
-Vascongado: creo que de Guipúzcoa.
-¡Tierra de grandes músicos!
- Éste ha resucitado la antigua buena práctica de que el director deorquesta no sea una especie de telégrafo ópticosino un distinguidoviolinista que acompañe a la voz cantante en los pasos de mayor empeño; queejecute los preludios de todos los cantosy que inspirepor decirlo asíalresto de los instrumentistas el sentimiento de su geniono por medio de mudasseñastrazadas en el aire con el arco o con la batutasino haciendocantar a su violíny compartiendocomo anoche compartió él mismolosaplausos de los cantantes...
-Pues añadan ustedes que Serafín Arellano es excelente compositor. Yoconozco unos valses suyos muy bonitos...
-Y ¿a qué vendrá a Sevilla?
- No lo sé... La temporada lírica de Cádiz terminó anoche... Podrá serque se vuelva a su tierrao que vaya a Madrid...
-A mí me han dicho que va a Italia...
-Y ¡qué presumido es! -exclamó una señora de cierta edad-. Mirad cómoluce la blancura de su manoacariciándose esa barba negra... demasiado largapara mi gusto...
-¡Oh! Es un guapo chico...
-Diga ustedcaballero...-preguntó una joven- y ¿está casado?
-Perdone ustedseñorita: oigo que preparan el ancla... y tengo que cuidarde mi equipaje... -respondió el interrogadogirando sobre los talones.
Y con esto terminó la conversacióny se disolvió el grupo para siempre.
- III -
Aventuras del sobrino de un canónigo
Llegó El Rápido a Sevillay como de costumbreancló cerca de laTorre del Oro.
La orilla izquierda del río es un magnífico paseoadornado por esta partecon extensísimo balcón de hierroal cual se agolpa de ordinario mucha gente aver la entrada y salida de los buques.
Serafín Arellano paseó la vista por la multitudsin encontrar personaconocida.
Saltó a tierray dijo a un mozodesignándole su equipaje:
-Plaza del Duquenúmero...
Saludó nuestro músico la soberbia catedral con el respeto y entusiasmopropios de un artistay entró en la calle de las Sierpesnotable por suriquísimo comercio.
No había andado en ella quince pasoscuando oyó una voz que gritaba cercade él:
-¡Serafínquerido Serafín!
Volviosey vino a dar de cara con un joven de su misma edadvestido coneleganciapero con cierto no sé qué de ultramarinodetransatlánticode indiano... El pantalónel chalecoel gabán y la corbataeran de dril blanco y azuly completaban su traje camisa de colorescotadozapato de cabritilla y ancho sombrero de jipijapa.
Este vestidoasaz anchuroso y artísticamente desaliñadocuadraba a lasmil maravillas a una elevada estaturaa una complexión fina y bienproporcionaday sobre todoa una fisonomía enérgicatostada por el soladornada de largo y retorcido bigotey llena de movilidadde graciadetravesura.
Serafín permaneció un instantesólo un instantecon los ojos clavados enel jovencomo queriendo reconocerlohasta que exclamó de prontoarrojándoseen sus brazos:
-¡Albertoquerido Alberto!
-¡Si tardas un minuto...¿qué digo? un segundo más en decir esaspalabras...te matoy muero en seguida de remordimientos!
Soltaron ambos amigos la carcajaday volvieron a abrazarse con más ternura.
-¿Tú aquí?-exclamó Serafíntransportado de alegría. -¿De dónde sales?...¡Estásdesconocido!... ¿Por qué no me has escrito en tres años?... ¡Oh! ¡Te haspuesto guapísimo!
-¡Alto ahí! Suprime unos piropos y requiebros que tú te merecesyexplícame este encuentro...
-¡Explícamelo tú! Yante todas cosas...dime por qué no me has escritoen tantos años...
-¡Eh!- replicó Alberto-.¡No parece sino que en todas partes hay correopara Guipúzcoay papel y tintero para escribir! Pero tú... ¿Qué te hashecho en este tiempo? ¿Por qué te hallas en Sevilla? ¿De dónde vienes? ¿Adóndevas? Ysobre todoCaín¿qué has hecho de tu hermana?
-Yo salí hace un año de San Sebastiány no he vuelto todavía.
-¡Cómo! ¿Has dejado el puesto de primer violín de aquel teatro?
-Sí; pero me he colocado en el Principal de Cádiz.
-¡Ah! ¡Diablo! ¡Me alegro mucho! ¿Y tu hermana? ¿Vive contigo?
¿Quién?... ¿Matilde?... -balbuceó Serafín algo turbado.
-JustamenteMatilde. ¿Por qué hermana te he de preguntarsi no tienesotra?
-Matilde... -replicó el músico- vive aquí con mi tíaporque a estaseñora le perjudica el clima de Cádiz.
-Por supuestosigue tan hermosa...
Serafín calló un momentoy luego tartamudeó:
-Se ha casado...
Alberto dio un paso atrás y dijo:
-¡Dos veces diablo! ¡Matilde casada! ¡Ahora que pensaba yo en casarme conella! ¡Matilde casada con otro hombre!... ¡Verdaderamentenací con mal sino!
Serafín se puso ligeramente pálidoy exclamó:
-¿Cómo? ¿Amabas a Matilde?
Alberto procuró calmarsey respondiófingiendo que se reía:
-Hombre... Si ya se ha casado... Pero... la verdad... ¡era tan bonita tuhermana! ¡Vamos!... Me habría convenido tal boda... En fin¡paciencia!
-Tú hubieras hecho infeliz a Matilde... -exclamó gravemente el artista.
-¿Por qué?
-Porque amas cada día a una mujer diferente; porque eres muy frívolo;porque no tienes formalidad para nada.
-¡Dices bien! ¡Dices bien!... -respondió Albertoafectando más ligerezaque la natural en él. -Yo soy un aturdidoun calavera...y puedes descuidarrespecto de tu señor cuñado. Todas mis emociones suelen ser muy fugitivas...Casualmenteanoche mismo volví a enamorarme... Ya te contaré esto...-Encuanto a tu hermanacree que la hubiera querido con formalidadcomo túdices... Pero ¡qué diablo! El día que me presentaste a ellahace cuatroañosme advertiste que estaba prometida su manono sé a quiény queportantono la galantease. Yo te obedecímal que me pesara... Y dime: ¿se casócon el mismo?
-¿Con quién?-preguntó Serafín distraídamente.
-¡Yo no sé! ¡Nunca me dijiste quién era mi rival!...
-No... Aquello se deshizo... Se ha casado con otro. Pero esto es un secreto.
-¡Diablo!... De cualquier modosi alguna mujer me ha interesado en elmundoes Matilde.
- ¡Alberto!
-Descuidahombre. ¡No la miraré siquiera!
-¡No te será difícilpues quesegún parecete acometió anoche elmilésimo amor! Pero hablemos de otra cosa. ¿Por qué no me has escrito?Respóndeme seriamente.
-Verdad es que tratábamos de eso. Puesseñoral mes de separarnos muriómi tío el Canónigo. ¡Pobre tío! Entre metálico y fincasdoscientos milduros. ¡Bien los había yo ganado!
-¿Te los dejó?
-¡Tutti!
-¡Bravo!
-Como te figurarástiré el Charmes: desgarré la sotana que iba aservirme de mortaja; di a la Biblia un tierno beso de despedida; arreglé misasuntos; llené de onzas los rincones de mis maletasy eché a volar...¡Cuánto he corrido!... Cuando menoshe visto ya dos terceras partes delmundo. He estado en Américaen Egiptoen Greciaen la Indiaen Alemania...¡Qué sé yo! ¡Y todo asísin métodode pasocomo las águilas! ¡Quétres añosamigo mío! ¡Ohqué grande es Dios y qué mundo tan hermoso hahecho! ¿Dónde dirás que voy ahora?
-Dímelo.
-Voy... ¡Atiendevoto a bríosy asústate sobre todo! Voy... ¡al Poloboreal!
Imposible fuera describir el tono con que dijo Alberto estas palabrasy elasombro con que las oyó Serafínel cualluego que se repusoexclamó contierno interés:
-¡Desventuradote vas a helar!...
-¡Bahpardiez!-interrumpió Alberto -¿Me he derretido acaso en el Desiertode Barcadonde he vivido quince días? ¿Me he frito en el Ecuadoren laPenínsula de Malaca? ¡Yo soy de hierro! -Me he propuesto gastar mi vida y midinero en ver todo el mundoy lo he de conseguirDios mediante!
-Al menos has adelantado algo en materia religiosa... -dijo Serafíntratando de disimular su disgusto. -Antes no citabas más que al diabloyahoraen lo que va de conversaciónhas nombrado ya dos veces a Dios...
Alberto meditóy dijo en seguida:
-Te advierto que todo el que viaja mucho deja de creer en el diablo y vuelvea creer en Dios. Yosin embargoconservo un buen afecto a Satanás. ¡Diablo!Es tan hermoso decir «¡diablo!»
-Y ¿cuándo partes? - preguntó Serafín.
-Mañana a la tarde.
-¿En qué buque?
-En un bergantín sueco que fondeó en Cádiz hace cuatro díassi nomienten los periódicosy sale pasado mañana para Laponia. Mañana me voy aCádiz: llegoentro en el bergantíny ¡al Norte! Luego que estemos enLaponiaque será a mediados de Mayopaso a bordo del primer groenlanderoque vaya a Spitzberg a la pesca de la ballena. Una vez en Spitzbergpuedo decirque he avanzado hacia el Polo tanto como el más atrevido navegante... Sinembargosi queda verano... Pero no¡diablo!... ¡Entonces pudiera helarmecomo tú dices!
-Pues ¿qué pensabas?
-Ir al Polo.
-¡Jesús!
- No... no... Conozco que es imposible... Pero le andaré muy cerca.
-¡Buen viaje!-dijo Serafín.
-Ahora -continuó Alberto- dime algo de tu persona... ¿Qué haces enSevilla?
-Es muy sencillo. No hago nada.
-¿Cómo?
-Llego en este momento. Y ¿qué proyectas?
-Partir contigo inmediatamente.
-¿Adónde? ¿Al Polo?
-¡Qué disparate! A Cádiz.
-Pero ¿a qué has venido?
-A despedirme de mi hermanapues yo también pienso emprender un largoviaje...
-¡Tú!
-Yo.
-Y ¿adónde vas?
-¡A Italia! ¡A realizar el sueño de toda mi vida! He ahorrado de mi sueldolo suficiente para hacer una visita a la patria de la músicaa la regióndonde todos se inspirandonde todos cantan; a esa península...
-¡A esa península -interrumpió Albertoparodiando el ardor de Serafín;-a esa península hecha por un zapaterola cualsegún cierto geógrafoestádando un puntapié a la Sicilia para echarla al África!...
-¡No te burles de mi más hermosade mi única ilusión!
-La respeto por ser tuya; pero prefiero mi Polo. Conque vamos a ver a tuhermana... (¡te he dicho que descuides!)y mañana a las siete nos volveremosa Cádiz en El Rápido. Allí nos separaremostú con dirección alMediodíay yo con rumbo al Norte... ypor tanto nos encontraremos en losantípodasen el Estrecho de Cook.
En esto llegaron a la plaza del Duquefrente a una bonita casaen la cualpenetraronno sin que antes Serafín dijese a Alberto:
-¡No olvides que mi hermana... es mi hermana!
Alberto se encogió de hombrosy lanzó un profundo suspiro.
- IV -
Dónde se habla de las mujeres en general y de una mujer enparticular.
La hermana de Serafín Arellano hubiera agradado mucho al lector.
Ojos hermososllenos de graves sentimientos; cara noble y simpática; formasesculturalesque la vista se complacía en acariciar; veintidós años; airemelancólicopero dulce... He aquí a Matildetal como se precipitó en brazosde Serafín en la primera meseta o descansillo de la escalera de su casa.
-¿Quién viene contigo? -preguntó la joven después de abrazar a suhermano.
-Es Alberto... -tartamudeó Serafín.
-¡Alberto!... -repitió Matildeperdiendo el color.
-¡Que no te vea... -añadió Serafín hasta que tú y yo hablemos un poco!
E introdujo a su hermana en la sala principalmientras que Albertoque sehabía detenidopor indicación de Serafína esperar el equipaje de éstesubía ya la escalera... tarareando.
Alberto fue conducido a un gabinetedonde encontró a la tía de sus amigosanciana respetable que pasaba la vida en la cama o en un sillón.
Alegrose la enferma de ver al jovial camarada de su sobrino; pero no bienhabían hablado cuatro palabrascuando apareció Serafín con Matilde.
-¡Me lo has prometido! -murmuró el artista al oído de su hermana al tiempode entrar en el gabinete. -¡Cuidado!
Matilde bajó la cabeza en señal de sumisión y conformidad.
-Aquí tienes a Matilde... -dijo entonces Serafín en voz alta.
Alberto se volvió con los brazos abiertos.
La joven le tendió la mano.
El amigo de Serafín quedó desconcertado por un momento: luegorecobrándoseestrechó aquella mano con efusión.
Matilde se esforzó para sonreír.
Serafínentretantoabrazaba a su tía.
-¿Y tu esposo? -preguntó Alberto a la jovenprocurando dar a su voz eltono más indiferente.
-Está en Madrid... -respondió ella.
-¿Supongo que serás dichosa?...
Serafín tosió.
-¡Mucho! -contestó Matildealejándose de Alberto para tirar de lacampanilla.
Alberto se pasó la mano por la frentey su fisonomía volvió a ostentar elacostumbrado atolondramiento.
-Os advierto -dijo- que me estoy cayendo de hambre.
-Y yo de sed... -añadió Serafín.
-¡Yo de ambas cosas! -repuso Alberto.
-Acabo de pedir la comida... -murmuró Matilde.
Y los tres jóvenes se dirigieron al comedor.
La anciana había comido ya.
-Conque vamos a verSerafín -exclamó Albertoluego que despachó losprimeros platos y apuró cerca de una botella-.¿Cómo te va de amores? ¿Siguestan excéntrico en materia de mujeres? ¿No has encontrado todavía quien tetrastorne la cabeza? ¿Estás enamorado?
-Noamigo; no lo estoya Dios graciaspor la presentey su DivinaMajestad me libre de estarlo en lo sucesivo...
-¡Zape! -replicó Alberto. -O eres de estucoo me engañas. Con tus ojosárabes y tu tez morena es imposible vivir así...
-¡Qué quieres! Le temo mucho al amor.
-Y ¿por qué? Si nunca has estado enamorado¿cómo es que le temes? ¿Nosabes que nuestro santo padre San Agustín ha dicho: Ignoti nulla cupido?
-Dímelo más claroporque el latín...
-Yo traduzco: «Lo que no se conoce no se teme»; pero el Santo quiso decirque lo desconocido no se desea.
-Pues entonces San Agustín me da la razón.
Matilde no levantaba a todo esto los ojos fijos en su plato...
Se conocía que llevaba muy a mal la alegría de Alberto.
-Por lo demás-añadió Serafín-no me es tan desconocido clamor como túte figuras. Yo estuve enamorado... allá... cuando todos los hombres somosángeles. Había leído dos o tres novelas del Vizconde d'Arlincourty meempeñé en encontrar alguna Isolinaalguna Yola. Y ¿sabes loque encontré? Vanidadmentira o materialismo y prosa. Entonces tomé elviolín y me dediqué exclusivamente a la música. Hoy vivo enamorado de la Julietade Bellinide la Linda de Donizettide Desdémonade Lucía...
Matilde miró a Serafín de una manera inexplicable.
Alberto soltó la carcajada.
-¡No te rías! -continuó el artista. -Es que yo necesito una mujer quecomprenda mis desvaríos y alimente mis ilusionesen lugar de marchitarlas...
Matilde suspiró.
-Mereces una contestación seria -dijo Alberto- y voy a dártela. Veo que novas tan descaminado como creí al principio... ¡Hasta me parece que convenimosen ideas! Sin embargoestableceré la diferencia que hay entre nosotros. Éstaconsiste en queaunque yo no amo a esas mujeres que tú detestasporquecomoa time es imposible amarlasles hago la corte a todas horas. ¿Sabes tú loque es hacer la corte? Pues tomar las mujeres a beneficio de inventario;quererlas sin apreciarlasy... todas las consecuencias de esto.
-Pero ¡esto es horroroso! -exclamó Matilde.
-¡Y necesario! -añadió Alberto.
-¡Albertotú no tienes corazón! -replicó la joven con indecibleamargura.
Serafín volvió a toser.
-¡Mi corazón! -dijo Alberto-. Por aquí debe de andar...- Y se metió unamano entre el chaleco y la camisa. -Yo también he amado; yo también amo deotro modo... Pero es menester olvidarlo y aturdirse con amores de cabeza...
Los ojos de Matilde se encontraron con los de Alberto.
Serafín sorprendió esta miraday dijo en seguida:
-Matilde¿te hubieras tú casado con Alberto?
-¡Nunca!- respondió la joven con voz solemne y dolorosa.
Alberto se rió estrepitosamente.
-¡Me place! -exclamó-.¡Me place tu franqueza!...
-ConvénceteAlberto... -dijo Serafín-. Tú harías muy infeliz a tuesposa. ¡Vives demasiadoo demasiado poco!
-Pues es menester que sepas... -exclamó Alberto.
- ¡Ya lo sé!-replicó Serafín Arellano: -que has amado a mi hermana tantocomo yo a ti. Matilde lo sabía también; mas como juzgaba que no podía amarteme suplicó que te quitase esta idea de la cabezaa fin de no disgustarte conuna negativa. Yoque no quería perder tu amistadcomo indudablemente lahubiera perdido al verte afligir a mi hermanate distraje de tu propósitoya Dios graciashoy ha pasado tu caprichoy Matilde se ha casado. ¡Seamoshermanos!
La joven llenó de vino tres copasy repitió; -¡Seamos hermanos!
Bebierony Albertoahogando un suspiro volvió a sonreír jovialmente.
Luego exclamó:
-¡Ahora caigo en que se me había olvidado entristecerme!
-¡Deseo extravagante! -dijo Matilde.
-¡Ayamigos míos! -gimió Alberto con afectada melancolía-. ¡Estoyenamorado!
-Ya me lo has dicho esta tarde: cuéntame eso.
-Escuchad. Hace cinco días... (¡Porque yo llevo cinco días de estancia enSevillasin sospechar que Matilde vivía también aquí!)
Hace cinco días que el empresario de este Teatro Principaldondecomosabéistenemos compañía de óperarecibió una carta de su amigo elempresario del Teatro de San Carlosde Lisboaconcebidasobre poco más omenosen los términos siguientes:
«Querido amigo: Al mismo tiempo que esta carta habrá llegado a Sevilla unamisteriosa mujercuyo nombre y origen ignoramospero cantatriz tan sublimeque ha vuelto loco a este público por espacio de tres noches. Canta por puraaficióny siempre a beneficio de los pobres. Hasta ahora sólo se ha dejadooír en VienaLondres y Lisboaarrebatando a cuantos la han escuchado: porqueos repito que es una maravilla del arte. -En los periódicos la citan con elnombre de la Hija del Cielo. -Si aprovecháis su permanencia enesa capital (que será breve según dice)pasaréis unos ratos divinos. Nopuedo daros otras noticias sobre la Hija del Cielopor más que corranvarios rumores acerca de ella. Quién dice que es una princesa escandinava;quién afirma que es nieta de Beethoven; pero todos ignoran la verdad. El hechoes que ha cantado aquí La SonámbulaBeatrice y Lucía de unmodo inimitablesobrenaturalindescriptible-. Tuyoetc.»
Figuraos el efecto que esta carta le haría al empresario. Ello es que buscóa la desconociday le suplicó tantoque anoche se presentó en escena adebutar con Lucrecia.
-¿Fuistepor supuesto? -preguntó Serafínque escuchaba a su amigo con uninterés extraordinario.
-Fui.
-Y ¿canta esta noche?
-Canta.
-¡Oh! ¡Es preciso ir!
-Iremos. Tengo tomado un palco. Siéntatey proseguiré.
-Dime antes: ¿qué canta esta noche?
-La Norma.
-¡Magnífico! -exclamó Serafínbatiendo palmas-. ¡Cuenta! ¡CuentaAlberto mío! ¡Cuéntamelo todo!
-Puesseñorllegó la hora deseada: el teatro estaba lleno hasta lostopesy yo me agitaba impaciente en una butaca de primera fila. Nuestro amigoJosé Mazzetti dirigía la orquesta. Me puse a hablar con él mientrasprincipiaba la óperay me hizo notar en un palco del proscenio a dos personasque lo ocupaban.
-¿Quiénes son? -le pregunté con indiferencia.
-«Los que viajan con la Hija del Cielo: se ignoran los lazos que lesunen a la diva.»
Creo inútil decirte que me fijé inmediatamente en aquel palcoy empecé adevorar con los anteojos a los desconocidos.
El uno estaba apoyado en el antepechoy el otro permanecía en el fondoenuna semiobscuridad.
El primero era un viejo de tan pequeña estatura que no llegaría a vara ymediagruesocoloradocon los ojos muy azules y extremadamente calvo. Vestíade rigurosa etiqueta... europea.
El otrojoven y apuestoera alto y rubio; pero no pude distinguir bien susfacciones. Llevaba un albornoz blancoal antiguo uso noruegoy no se sentó entoda la noche ni se movió del fondo del palco. Solamente de vez en cuando leveía ponerse ante los ojos unos gemelos negroscuyo refulgente brillo añadíaalgo de siniestro a su silenciosa figura.
Empezó la ópera...; ypuesto que vas a ir esta nochecorto aquí mirelación; porque inútilmente pretendería yo darte idea de la hermosura que viy de la voz que escuché...
-¡Habla! ¡Habla! -dijo Serafín.
-Óyelo todo en dos palabras: cantó como los ángeles deben cantarle a Diospara ensalzarlo; como Satanás debe cantar a los hombres para perderlos. ¡Oh!¡Tú la oirás esta noche!
-¿Y qué?- preguntó Serafín con mal comprimido despecho-. ¿Es de esaextranjera de quien estás enamorado?
- Sí; ¡de ella! -contestó Albertono sin mirar antes a Matilde.
Aquella mirada parecía una salvedad.
Matilde callabajugando distraídamente con un cuchillo.
-Aun no he terminado mi historia-prosiguió Alberto-. Durante larepresentación fue el teatro una continua tempestad de aplausosde bravos y devítoresasí como un diluvio de florespalomaslaureles y cuanto puedesimbolizar el entusiasmo. Yomás que nadie exaltadoentusiasmadodeliranteme distinguí entre todos por las locuras que hice: gritépalmoteéllorébrinqué en el asiento y hasta tiré el sombrero por lo alto.
-¡Qué atrocidad! -exclamó Matilde.
-¡Lo que oyes! -respondió Alberto con imperturbable sangre fría-. Acabosela óperay aún seguía yo escuchando la voz de aquel ángel. Desocupose elteatroy ya me hallaba solocuando un acomodador tuvo que advertirme que memarchase...
En vez de irme a mi casa me coloqué en la puerta que va al escenarioyesperé allí la salida de la extranjera.
Transcurrido un largo ratoaparecióefectivamenteapoyada en elhombrecito viejo y seguida del joven del albornoz blanco.
A pocos pasos los aguardaba un coche.
Quise seguirlos hasta que subieran a él; pero el joven se detuvocomo sitratara de estorbármelo.
Yo me paré también.
Acercose a míy con una voz fríasosegadasumamente áspera y de unacento extranjero que desconocíme dijo:
-«Caballerovivimos muy lejosy fuera lástima quedespués de cansarvuestras manos aplaudiendocansaseis vuestros pies espiándonos...»
Y sin esperar mi contestaciónsiguió su camino.
Cuando me recobré y pensé en abofetear a aquel insolenteel carruajepartió a galope.
Visto lo cualme fui a mi casa con un amor y un odio más dentro del cuerpo.¿Qué te parece mi aventura?
-¡Deliciosa! -dijo Serafín-. Me encargo de continuarla.
Matilde respiró con placer.
-¿Cómo? ¡Tú vas a continuarla! -exclamó Alberto.
-Síseñor; creo que vamos a ser rivales.
-¡Hola! ¡Ya te incendias! ¡Amor artístico! ¡Tu Isolina en campaña!Puesseñorlucharemos.
-En primer lugar-dijo Serafín-vamos ahora mismo a buscar a José Mazzetti.
-¿Para qué?
-Para que se finja enfermo...
-¡Ahinfame! ¿Quieres acompañar con tu violín los trinos y gorjeos de labeldad?
-Justamente.
-Entonces me doy por vencido -suspiró cómicamente Albertomirando aMatilde con adoración-. ¡Túcon el violín en la manote harás aplaudirpor la Hija del Cieloyhasta llegarás a hacer que se enamore de ti!¡Verdaderamentesoy desgraciado en amores!
Levantáronse en esto los dos amigosy se despidieron de Matilde y de sutíaquienespor la dolencia de éstano podían ir al teatro.
-A mi vuelta de la ópera -dijo Alberto a Matilde- te explicaré la colosalempresa que traigo entre manos. Por lo prontoconténtate con saber que mañanasalgo para Cádizy pasado mañana para el fin del mundo.
-También te comunicaré yo mis proyectos... -añadió Serafín-. Entretantohermana míasabe que he venido a Sevilla a despedirme de ti...
Matilde lloraba.
- V -
Elocuencia de un violín
Todo se arregló a gusto de Serafín Arellano. José Mazzetti se fingióenfermoy escribió al empresario diciéndole que su compañeroel ilustrevascongadodirigía la orquesta aquella noche; y el empresarioque conocía aSerafínaceptó el cambio con muchísima satisfacción.
Una hora después ocupaba nuestro protagonista el puesto que ambicionabaydesde el cual se prometía dar un asalto al corazón de la Hija del Cielo.
Excusado es decir al lector que Serafíndesde que entró en el teatronodejó de buscar con la vista a los dos rubios quesegún Albertosolíanacompañar a la desconocida.
Violosal finen un palco y en la misma posición que aquél refirió: elenano viejo en la delanteray el joven del albornoz blanco medio oculto en lasombra.
Alberto se revolvía impaciente en un palco bajo del proscenioacompañadode cierto personaje oculto en una semiobscuridady el cual no era otro queJosé Mazzetti. ¿Cómo había de renunciar el italiano a escuchar por segundavez a la inspirada artista?
Sin más incidentes que nos importenempezó la ópera.
La música agitó sus alas y llenó el espacio de aquellas religiosasarmonías queal principio de la introducción de la Normaenvuelven alauditorio en mística pavura. Luegocon ese tímido encanto peculiar deBellinifueron desprendiéndose de aquellas sagradas tinieblas unos acentospuros y llenos de graciacomo de la lobreguez de la selva encantada brotansílfides vaporosas... Y así transcurrieron las tres escenas que preceden a lasalida de Norma.
Serafínque se sabía de memoria toda la óperamiraba al palco de los dosrubioscual si lo atrajese una serpientecuando de pronto... (¡Oh! Lo dirécomo un maestro de novelas lo ha dicho hace poco tiempo): «Pasó por losaires una cosa dulcesuavevagarosa; era un vaporuna melodíaalgo másdivino aún...»
Era la voz de la Hija del Cielo.
Turbadoestremecido...nuestro joven fijó los ojos en el escenario.
Aquella vozcuyo timbre mágico nunca había oído ni esperado oír degarganta humanaacababa de fijar su destino sobre la tierra.
Ysin embargoseguía tocando el violín como lo hiciera un sonámbulo...
Cuando se reportó de aquella emoción suprema y pudo contemplar la hermosurade la Hija del Cieloquedose deslumbradoelectrizadoatónito...
Personificad en una joven que parecía tener diez y ocho años todos losdelirios del último pensamiento de Weber: fingid una belleza idealindefiniblecomo las que persigue la poesía alemana entre las brumas delNortea la luz de la luna: cread una figura suaveblancaluminosacomo unángel descendido del cieloy tendréis apenas idea de la mujer que cantaba la Norma.
Era un poco alta. Sus cabellos rizados parecían copiosa lluvia de oro alcaer de su nacarada frente a sus torneados hombros. A la sombra de largaspestañasobscuras como las cejasdormían unos ojos melancólicossoñadoresdulcísimosazules como el cielo de Andalucía. La nieve de susmejillasanimada de un ligero color de rosahacía resaltar el vivo carmín desus labioscomo entre el carmín de sus labios resaltaban sus blancos y purosdientesque parecían menudas gotas de hielo. Su talledonde florecían todaslas gracias de la juventud; el ropaje de Norma y la nube de armonía quela rodeabacompletaban aquella figura celestialpurísimafascinadora.
Serafín seguía extático: sintió que el corazón le temblaba en el pechoyvolviéndose hacia el palco de su amigole dijo con una mirada fulgurante:«Estoy enamorado para siempre.»
Alberto palmoteaba aún desde la aparición de la desconocida.
¡Qué dicha para Serafín Arellano! ¡Ir sosteniendo con los acordes de suviolín aquella voz de ángelcuando tornaba al cielo de donde procedía!¡Derrumbarse con ella cuando bajaba de las alturas! ¡Respirar o contener elaliento según que ella cantaba o respiraba! ¡Estar allísujetándola alinflujo de su arcomirando por aquellos ojosobedecido por aquella voz!
Prontocomo no podía menos de sucederconoció la joven el maravillosomérito del nuevo violinista; pronto también se estableció una corrientesimpática entre aquellas dos vocesla de la hermosa y la del célicoinstrumentopara ayudarse mutuamentepara fundirse en una solapara caerunidas sobre aquel público arrobadoenloquecido; prontoen finella secomplació en buscar con los ojos al gallardo músicocomo el músico habíabuscado el alma de ella con los acentos de su violín.
Y entonces debió ver la mujer misteriosa todo el efecto que producía ennuestro héroequienagobiadosubyugadolocola abrasaba con sus grandesojos negrosradiante de genio la noble frenteentreabiertos los labios por unainefable sonrisa.
Terminaba la sublime aria Casta divay el joven aprovechó un momentoen que ella le mirabapara decirlecon su alma asomada a sus ojostodo lo quepasaba en su corazón...
Pero le pareció poco.
Estaba inspirado y se atrevió.
Por un prodigio de artesin abandonar aquella voz que volaba sobre sucabezale dijo a la beldad con sus ardientes miradas:
-¡Escucha!
Y ejecutó en el violín un paso distinto del que está escrito en la ópera;dio a aquella improvisación todo el frenesí de su locurahízola vibrar comoun grito delirante de adoracióny fue a recoger el último suspiro de la Hijadel Cielo terminando la cadencia de Bellini.
El público aplaudió a su vez a Serafín.
Ella comprendió toda la elocuencia de aquella difícil variante; vio lainspiración en la frente del joven; adivinó su almay lo miró de un modo tanintensotan deslumbradorque Serafín Arellano se puso de pie y arrancó milaplausos con su violín.
Ya no era el director de orquesta: era el eco de la tiplela mitad de sucantosu canto mismo.
La desconocidaarrebatada por aquel acceso de lirismo sublimedeextraordinaria inspiraciónde artística demenciacomunicó a su voz unaemoción tan extrañaun timbre tan apasionadoque Serafín sintió que elcorazón se le dilataba en el pecho y que las lágrimas asomaban a sus ojos...
Los espectadoresfrenéticos de entusiasmocomprendían demasiado lo queexperimentaban aquellos dos genios que se habían encontrado frente a frenteyrecogían la lluvia de perlas que saltaban al choque de aquellas dos cascadas dearmoníatemblandollorando y oprimiendo su pecho por no soltar los gritos desu admiración.
¡Era una cosa nunca vistajamás oída: era ese apogeo de gozoesaplenitud de poesíaese transporte divinoese éxtasis proféticoque en latierra se llama visión y en el cielo bienaventuranza!
La joven vio llorar a Serafíny sonriendo dulcementey envolviéndolo enun ademán de arrobamientode ternurade gratitudseñaló a sus lágrimastendiendo la mano a ellascomo si quisiese recogerlas o enjugarlas.
Era para morirse; para volverse loco de veras...
¡Ni el violín tenía ya frases con que responder a la desconocidani lamirada expresión más culminante!...
¡Si Serafín hubiera cantado!
Norma abandonó la escenay volvió; yal finentre una tempestad desonidosse cantó el brillante terceto: «Ohdi qual sea tu vittima!...»y concluyó el acto.
Serafín cayó desplomado en su asientocomo si lo arrojaran de la Gloria.
- VI -
Cuarteto de celosos
No bien cayó el telónsalió Alberto de su palco en busca de Serafín.
Serafín subía ya la escalera en busca de Alberto.
Encontráronsepor consiguiente.
El músico se estremeció al estrechar la mano de su amigo: sintió en sucorazón cierta cosa amarga y corrosivay tuvo que hacer un esfuerzo parasonreír.
Y era que recordaba que su amigo estaba también enamorado de la Hija delCielo...
Serafín tenía ya celos de este amor.
-¡Tengo celos! -dijo Alberto a su vezcomo más expansivo que era.
-Hermano mío- respondió Serafín-. ¡La mitad de mi vida por hablar con esamujer! ¡La vida menos un instantecon tal que en ese instante me diga que meama! ¡Oh! ya he encontrado realizada la ilusión de toda mi existencialamujer que había buscado siempremi sueño de artistami gloriami porvenirmi destino¡todotodo!
- ¡Ya la amas!
-¡Ya! ¡Noamigo mío! La amo hace diez años; la amo desde que nací; lahabía adivinado antes de verla; vivía adorándola; la he vistoy siento loque nunca he sentidolo que me hace hombrelo que me da corazónlo que meconstituye artista. ¡Amo! ¡Amo a esa mujer!
-Pues bien -respondió Alberto-; ellamal que me peseha conocido quepensabas de ese modo... Tú eres... ¡Vamos! no te engríasque ya no te lodigo. En fin: yo soy el que debe tener unos celos rabiosos y terribles.
-¡Alberto!
-¡Serafín! ¡Qué diablo! ¡No vengo a reconvenirte porque le hayasagradado más que yo! En medio de todosu fallo es justo. Ademástú sabesque mi corazón sólo palpita y puede palpitar por otra mujer... de cuyo amortambién me has privado... Pero es el caso que hay un hombre que tiene máscelos que nosotros dos.
-¿Quién?¿Mazzetti?
-También los tiene; pero son celos artísticoscelos de tu violín y de tuovación de esta noche. No se trata de él.
-Pues ¿de quién?
-De aquel fantasma...
Y Alberto señaló al joven del albornoz blancocuyo palco veían desde unagalería por la puerta entreabierta de otro.
-Todo el acto te ha estado mirando: ha avanzado a la delantera contra sucostumbrey ha tenido clavados en ti unos ojos muy capacesno de petrificarcomo los de Medusasino de helar la sangre en las venas como el viento delPolo.
-¡Es menester aclarar el misterio de esa familia; averiguar qué relacióntiene ese hombre con la Hija del Cielo! -dijo Serafín después de unmomento de reflexión.
-Te advierto-replicó su amigo- que ésta es la última noche que cantanuestra diosa.
-¿Cómo? Pues ¿no estaba anunciado que cantaría mañana La Sonámbula?
-Te digo que mañana parte de Sevilla.
-¿Para dónde?
-Creo que va a Madrid.
-¿Quién te lo ha dicho?
-Se susurraba por esos corredores...
-¿Dónde vive aquí? ¿Dónde se hospeda?
-Sólo lo sabe el empresarioquien le ha prometido no decirlo a nadie paraahorrarle las impertinencias de los entusiastas como nosotros...
-¡Voto va!...
En este momento sonó la campanillaavisando a la orquesta que iba a empezarel acto segundo.
-A la salida del teatro hablaremos -dijo Serafín. Espérame con Mazzetti.Esta noche hemos de saber quién es ese joven del albornoz blanco.
-Convenido -respondió Alberto.
Y se dirigió a su palcomientras el músico volvía a ingresar en laorquesta.
- VII -
El final de norma
Alzose el telón y apareció la desconocida.
Serafín miró al palco de los personajes misteriosos y no los halló en él.
Volvió los ojos al escenarioy sorprendió una mirada que le dirigía la Hijadel Cielo.
Ya sabéis el magnífico argumento de la primera escena del segundo acto.
Normala impura sacerdotisava a matar a sus hijos para borrar las huellasde su sacrílego amor.
Allí hubierais visto a aquella mujer tan hermosa e inspiradainterpretarlos tenebrosos pensamientos de la celosa druida con un canto alternativamentelúgubretierno y salvaje lanzado de un pecho convulso por unos labioscrispadoscual si fuera la estatua viva de la implacable Medea.
El públicoposeído del horror de la situaciónestaba tan mudotanatentotan inmóvilque se hubiera sentido la caída de una hoja en medio deaquellos mil espectadores sobrecogidos de espanto.
Pero cuando el corazón de la madre respondió al grito de la Naturalezaquele hablaba con los suspiros de sus hijos; cuando la garganta de aquella mujermoduló el divino acento de amor a los pedazos de su alma y de horror al crimenque había concebido; cuando aquel rostro airado y convulso se dilató con laternura maternal y se iluminó con la llama de la virtud; cuando la Hija delCieloen finarrojó el puñal infanticida... entonces estremeció elteatro un murmullo universalun aplauso unánimeuna detonación de vivasy bravos que ensordeció el aire por mucho tiempo.
¿Para qué os he de cansar con la relación de todas las maravillosas dotesque desplegó aquella mujer y de todas las emociones que experimentó Serafín?
Sólo os hablaré del final de la ópera.
La Hija del Cielo comprendía demasiado todas las bellezas de aquellosúltimos cantos de Normaen que el amor a un hombre se sobrepone al amora la vidaal amor maternala todo sentimiento humano...; y así fue queelevándose a una inspiración verdaderamente sublimehizo sentir al públicodolores y delicias inexplicables.
Serafín no estaba en el mundo. Flotaba en el empíreo como aquellos cantosy navegaba al propio tiempo en un mar de infinita melancolía.
Dábase cuentaen medio de su locurade que aquella salallena de losacentos de un ángeliba a quedarse mudade que Norma iba a morirde que laópera terminabade que el encanto iba a romperse; y oía ya a la hermosa comose oye el quejido de un recuerdo: en el fondo del alma... Seguía tocando elviolín; pero maquinalmentecomo un autómatacomo un sonámbulo.
En cuanto a ellano apartaba sus azules ojos de los negros del artista... Ledecía ¡adiós! en todas las notas que articulaba; ¡adiós! lerepetía su rostro contristado; ¡adiós! clamaban sus manos cruzadas condesesperación... En lugar de despedirse de la vidaparecía que Norma sedespedía de Serafín.
Después fue extinguiéndose aquella lámpara de platadesvaneciéndoseaquel sueño de gloriaborrándose aquel meteoroevaporándose aquel aromaalejándose aquella navedoblándose aquella flormuriendo aquel sonido...
Y cayó el telóncomo es costumbre en todos los teatros del mundo.
- VIII -
Las pistolas de Alberto se divorcian
Media hora despuésa las doce menos cuarto de la nochehallábansenuestros amigos SerafínAlberto y José Mazzetti en la puerta del vestuariodel teatroesperando la salida de los extranjeros.
-¡No quiero un escándalo! -decía Serafín.
-Lo mataremos sottovoce -replicó Alberto.
-¡No quiero que los matemosni que proyectéis cosa alguna de que puedaenterarse ella!...
-Pues ¿qué quieres?
-Hablar con ese hombre.
-Tú no debes hablarle... -propuso Mazzetti-. La guerra ha de ser guerra. Estu rivaly no debes ofrecerle parlamento.
-Hay un medio... -dijo Alberto embozándose hasta los ojos.
-¿Cuál?
-El siguiente. ¿Qué quieres tú evitar?
-Que ella forme mala idea de mí viendo que provoco un lance por su causa...
-¡Aprobado! Perocomo yo no soy tú; como esos rubios ignoran mi amistadcontigoyfinalmentecomo yo soy dueño de mis accionesresulta que lo queen ti es de mal tonoen mí es muy entonado. Por consiguienteyo seré quienbusque a tu rival: le hablaréysi es necesariole romperé la crisma...¡Diablo!
¡Vaya si se la romperé!
-¡Qué locura!
-Aunque lo sea. Vete a casa. TúMazzettisígueme.
-Pero...
-¡No hay palabra!... Tú tienes una hermana en quien pensary yo no tengo anadie en el mundo.
-Mas...
-He dicho.
Serafínque conocía el carácter tenaz de Albertose conformó en partecon su planlógico y acertado hasta cierto punto.
Pero no por esto se retiró a su casa.
Despidiose de sus amigos; anduvo algunos pasosy se apostó en una puerta afin de espiar a los espías.
Albertoescarmentado ya con lo ocurrido la noche anteriortenía preparadoun carruajeen el cual entró con Mazzetti.
-¡Desde aquí observaremos sin ser vistos! murmuróbajando los cristales.
Entonces se adelantó Serafín cautelosamente; llegó por el lado opuestocerca del pescante del cochey dio al cochero un durodiciéndole:
-Déjame sitio en que sentarme: yo empuñaré las riendas y tú harás elpapel de lacayo.
El cochero aceptó sin vacilar.
La carretela de la Hija del Cielo se hallaba a pocos pasos.
La emboscada era completa.
Pocos minutos habían transcurridocuando la joven y sus acompañantessalieron del teatro y montaron en su carretelaque partió al trote.
El carruaje que ocupaban los tres amigos salió en su seguimiento.
Cruzaron calles y plazasy más plazas y más callesandando y desandandoun mismo caminohasta que al fin abandonaron la ciudad.
-¡Diablo! -murmuró Alberto.
-Vivirán a bordo de algún buque... -dijo José Mazzetti.
Llegaron al Guadalquivir.
El coche de la desconocida se detuvo en la orilla misma del agua.
Nuestros jóvenes vieronal fulgor de la lunaque una góndola lujosísimase adelantaba río arriba con dirección a aquel punto.
El carruaje de Alberto se había parado a veinte o treinta pasos dedistancia.
Serafín se deslizó del pescante y se ocultó detrás de un árbol.
Alberto dijo a Mazzetti que lo aguardase dentro del coche; examinó suspistolas y se adelantó hacia el río.
La góndola había atracado.
El hombre de edad ayudó a bajar de la carretela a la Hija del Cieloy le dio la mano hasta el embarcadero próximo.
El joven del albornoz blanco no se apeó.
Alberto se colocó al lado de la portezuela.
No bien se embarcaron el anciano y la jovenbogó la góndola a favor de lacorrientey pronto desapareció por debajo del puente de Triana.
Entonces se abrió la carretela y bajó el aborrecido extranjero.
-¡Dos palabras! -dijo Alberto en francéscerrándole el paso.
-He dejado de embarcarme con tal de oírlas... -respondió el desconocido conla mayor calma.
-Alejémonos de estos carruajes.
-Como gustéis.
Los dos jóvenes marcharon cinco minutos por la margen arriba.
-Aquí estamos bien... -dijo Alberto.
El del albornoz blanco se detuvo.
-Me seguíais... -pronunció con absoluta tranquilidad.
-¡Os eché mano al fin! -replicó Alberto con voz alterada.
-Eso lo veremos. Hablad. -añadió el hombre misterioso.
Nuestro amigo lo contempló un momento a la luz de la luna.
El desconocido era altodelgadopálidoextremadamente rubiode miradaglacial y sonrisa irónica: un hombreen fincuyo aspecto desconcertaba ycausaba espeluznos.
-¿Tenéis armas? -preguntó Alberto.
-¡No! - respondió el joven rubio.
¡Yo sí! -repuso el amigo de nuestro héroe.
Y sacó de sus bolsillos dos pistolasque dejó en el suelo.
Su interlocutor permaneció impasible.
-¿Quién sois? -le interrogó Albertoechando fuego por los ojos.
-¿Qué os importa? -respondió el extranjero.
-¡Mucho; porque os odio!
El joven del albornoz blanco acentuó más su sonrisa.
-¿Qué me importa? -replicó después de un momento.
-Pero ¿me reconocéis?
-Sí que os reconozco: sois un empleado del Teatro Principal de Sevillayvuestro oficio es aplaudir y dar voces.
-¡Exactamente! -respondió Albertoponiéndose cada vez más pálido-.¿Sabréis también que amo a la Hija del Cielo?
-Lo sospechaba.
-Y tenéis celos¿no es verdad?
-A mi modo.
-Y ¿qué os autoriza a tenerlosde cualquier clase que sean? ¿Sois suesposo? ¿Sois su amante?
-Suponed que soy una de ambas cosas.
-¡Matémonos entonces! -repuso Alberto cogiendo una pistola y designando laotra al desconocido.
-Matadme... -dijo éste.
Y se cruzó de brazos.
-Yo no asesino a nadie: ¡defendeos!
-¿Queréis un duelo?
-Sí.
-Lo admito- contestó el extranjero con voz imperturbable.
-Pues concluyamos...
-No puede ser ahora.
-¿Cómo? ¿Por qué?
-Porque a mí no me conviene batirme cuando os conviene a vos.
-¡Magníficoseñor mío! -¿Qué entendéis vos por duelo?
-Comprendo lo que es un desafíoy ya he aceptado el vuestro; pero no mebatiré a vuestro antojo.
Y así diciendoarrojó al río la pistola que le ofrecía Alberto.
Éste principió a desconcertarse.
-¿Preferís otras armas?- exclamó-. ¿Preferís el sableel floretelaespada?... ¡A mí me es igual todo!
Prefiero la pistola... dentro de un año.
-¡Un año!
-Ni más ni menos.
-¿Para qué? ¿Para adiestraros a manejarla?
-Tiro perfectamente... -contestó el desconocido. -Si no temiera atraer a lapolicíadesde aquí troncharía de un balazo aquel arbusto de la ribera.
-Pues entonces...
-No os canséisni atribuyáis mi aplazamiento a cobardía. Dentro de unañoen este díaa esta horaen este sitionos batiremos.
Antes de ese plazo... sería una locura en mí.
-¿Por qué?
-Porque hace años que trabajo en una empresa cuyos felices resultadostocaré prontoy no quiero exponerme a morir sin conocer esa felicidad.
-Pero...
-¡Basta! -exclamó el desconocido con voz más grave que la que emplearahasta entonces. -Es cuanto tengo que deciros. Me despido de vos hasta dentro deun año. Si queréis herirme por la espaldapodéis hacerlo.
Y envolviéndose en su albornozsaludó al jovendio media vuelta y echó aandar hacia el puente de Triana.
Ya se habría alejado quince pasoscuando Alberto salió de su asombro.
Cogió del suelo la pistola y se dispuso a seguir al desconocido.
Una mano se apoderó de la suyay una voz gritó detrás de él:
-¡Detente!
Alberto se volvió sorprendido.
- IX -
¡Adiós!
Era Serafín.
-Lo he oído todo... -añadió éste con amargura.
-Pues ¿dónde estabas?
-Detrás de esos árboles.
-¡Buen susto me has dado! -exclamó Albertoreponiéndose de su asombro.
-En fin
-En fin... ¡Que se me escapa! Déjame...
-¡Déjalo tú!
-¿Cómo?
-¿Qué vas a hacer? ¿Asesinarlo?
-¡Noseñor! ¡Obligarlo a batirse!
-Es inútil: ese hombre debe de ser inglésy no saldrá nunca de su paso.
-¡Diablo! -gritó Alberto-. ¡Te juro por mi alma queo dentro de un añolo he tendido a esta hora sobre esos juncoso yo he dejado de existir!
-Sí; pero entretanto... -murmuró Serafín.
Y no concluyó la frase.
-Entretanto -dijo Alberto- debes seguirla adonde quiera que vaya.
-¿Con qué recursos?
-¡Con tres millones que me quedan! ¡Mañana vendo todas mis fincas!
-Fuera en vano... Resignémonos... Mañana se va ella a Madridsegún diceny nosotros saldremos para Cádizdesde donde tú te embarcarás para el Polo yyo para Italia...
-¿Renuncias a ese ángel?
-No quiero luchar con el destino. Esa mujer tan hermosa debe de tenerdueño... ¿Quién sabe? ¡Acaso es su esposo uno de los dos que la acompañan!¿A qué empeñarnos en hacerme más infeliz? Además: ya he escrito a Italiayme esperan... Tú sabes que mi viaje no es de puro recreo. De él depende misuerteypor consiguientela de mi familia...
En fin: me temo a mí mismo... ¡Mejor es que huya de esa mujer!
-Como quierasSerafín; pero yo... ¡la sigo hasta el fin del mundo!
-¡Norma!-murmuró el músico.
-¿Me acompañas?
Serafín abrazó a su amigo por toda contestación.
-¡Magnífico! -exclamó Alberto. -Pues señor; empecemos nuestrasoperaciones.
-¿De qué modo?
-Ven conmigo.
Anduvieron unos cien pasosy llegaron frente al coche que los habíatraído.
-¿Y Mazzetti? -dijo Serafín.
-Se habrá dormido ahí dentro... -respondió su amigoque conocía la calmadel italiano.
Bajaron al río.
-Mas ¿dónde vamos? -decía el músico.
-Dentro de poco lo sabré yo mismo -respondió Alberto.
En esto llegaron al muelledonde varios marineros dormían al lado de susbarcas.
Alberto gritó varias veces:
-¡Paco! ¡Paco!
Un joven acudiórestregándose los ojos.
-¡Holaseñorito! -exclamó al ver a Alberto.
-Dime: ¿de qué embarcación es una góndola muy ataviada que acabo de verallá arriba?
-De un vaporcito noruego que llegó hace tres días -respondió el marinero.
-¡Justo! -dijo Alberto-. Y ¿sabes cuándo parte de Sevilla?
-Cabalmentecuando su merced llegó no había hecho yo más que acostarmepor haberme entretenido en verlo partir.
-¡Cómo!
-¡Síseñor! No hace cinco minutos que levó anclas... ¡Mire su merced elhumo todavía! ¡Bien corre el enanillo!
Serafín se apartómurmurando un juramento terrible.
-¡Necesito darle alcance! -gritó Alberto.
-¡Imposible! -replicó el marinero-. ¿Quién alcanza a un vapor con velas yfavorecido por la corriente?
-¡Basta! -exclamó Serafín con voz sorda y decidida.
Alberto dio una moneda al marineroy siguió a su amigo sin pronunciarpalabra.
Llegaron adonde les esperaba el cochey se encontraron con Mazzettique losbuscaba alarmado.
-¿Qué hay? -preguntódespués de extrañar mucho ver allí a Serafín.
-¡Nada! -dijo éste.
-¡Buen rato me habéis dado! ¡Figuraos que hace media hora vivenir aljoven del albornoz blancosolo y muy de prisa: llegó a aquel punto de laorilla; se quitó el albornoz; lo tiró lejos de sícomo quien tira el sobrede una cartay se arrojó al río!
-¿Qué dices? ¿Se ha suicidado? -exclamó Serafín saliendo de su estupor.
-¡Nada de eso! Empezó a nadar como un pezy desapareció por un ojo delpuente.
-¡Ese hombre es el diablo en persona! prorrumpió Alberto.
-¡Lo habrás evocado con tu exclamación favorita! -replicó Mazzetti.
-Vámonos... -dijo Serafín.
-Pero contádmelo todo... -añadió el italiano.
-¡Total... nada! -respondió Alberto.
-Matilde nos está esperando... -observó el músico.
-¡Vamosvamos! -repitió Albertorecobrando el buen humor a esta solaidea.
Entraron en el cochedespidiéronse de Mazzettia quien dejaron en su casay llegaron a la de Matilde.
Ésta los aguardabaen efecto.
Sus ojos estaban hinchados y encendidos.
-¡Ha llorado! -pensó Serafín.
-Mucho sueño tienes... -dijo Alberto.
-Te enteraré de todo en dos palabras... -añadió aquéltemiendo algunaimprudencia de su amigo.
-¡Te lo diré yo en una! -exclamó éste. Serafín ama a la Hija delCielo- yo se la he cedido; la tal diosa acaba de escapársenos y tú eresmás hermosa que ella y que todas las mujeres juntas.
Matilde radió de gozocomo la luna cuando sale de entre las nubes.
-¡Norma! -balbuceó Serafín.
-¡Qué diablo! ¡No pensemos en eso! Se ha ido... ¡Pues paciencia!¡Figúrate que la has soñado! Tú también te vas; yo también me voyy todosnos olvidaremos unos a otrossegún costumbre entre los mejores amigos. ¿No esverdadMatilde?
-Pero¿adónde vais? -preguntó ésta.
-Yo a Italia -dijo Serafín-. He venido a Sevilla a despedirme de ti y de mibuena tía.
-¡A Italia! -exclamó Matilde.
-No te asombres... -dijo Alberto-. Italia está detrás de la puerta. Peroyo... ¡yo voy al Polo!
-¡Al Polo!
-Como lo oyes... -afirmó Serafín.
-¡Vas a perecerdesventurado! Matilde con verdadero terror.
-Y bien -replicó Alberto-: ¿a ti qué te importa? ¿No estás ya casada? Ya propósitodime: ¿cómo se llama tu marido?
Matilde miró a Serafín.
-¡El demonio eres! -interrumpió el músico dirigiéndose a Alberto-.¡Hablas de mil cosas a un tiempo!
Y pellizcándole un brazole recordó su promesa de dejar en paz a Matilde.
Esta se retiró a su cuartopues ya eran las dosy dijo que queríamadrugar para despedir a los dos jóvenes...
Pero no se acostó.
Por la mañana había al lado de su escritorio más de veinte pliegos depapel hechos menudos pedazos.
Eran otras tantas cartas escritas y rotas durante aquella velada.
Todos estos ensayos dieron por resultado un billetitoque introdujo en lamano de Alberto al darle los buenos días.
El sobre decía: «No lo leas hasta después de partir.»
Matilde estaba más colorada que una cereza.
Alberto volvió a sentir en su corazón cierto latido que ya conocía; latidomuy intermitenteque sólo había percibido tres o cuatro veces en su vidaysiempre cerca de Matilde; pero latido muy profundopues que procedía de unverdadero amor.
Del verdadero amortesoro escondido en el corazón de Alberto entrefrivolidades y caprichos; amor tan virgen como el oculto venero de que no habebido ningún labio; amor pronto a desbordarse en cualquier horacomo acababade suceder con las pasiones de Serafín.
A todo esto eran las seis y media.
El Rápido partía a las siete.
Alberto y Serafín se despidieron de la ancianay bajaron la escaleraacompañados de Matilde.
En el portal se abrazaron tiernamente.
-¡Adiós! -dijo Serafín.
-¡Adiós! -murmuró Matilde anegada en lágrimas.
-¡Adiós! ¡Te amo! -balbuceó Alberto al oído de Matilde.
-¡AdiósAlberto! -exclamó Matilderefugiándose nuevamente en los brazosde su hermanoquien la besó en la frente.
-¡Adiós! -volvieron a decir los tres.
Y se separaronpor últimodespidiéndose luego con los pañuelos agitadosen el airelos cuales siguieron diciendo todavía mucho ratoo sea hasta quelos dos mancebos doblaron la esquina:
-¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós!
Alberto besaba al mismo tiempo la carta de Matilde.
- X -
Éste para Laponiay éste para Italia; éste para Italiayéste para Laponia
¡Allá van nuestros amigos!... Miradlos sobre cubierta. ¿Los veis?
¡Ah! Ya no es tiempo de que los veáis...
El Rápido acaba de doblar una colina.
Sólo se percibe ya una columna de humo.
El humo se disipa a su vez.
¡Buen viaje!
................................................
En efecto: Alberto y Serafín volaban río abajo en alas del vapor.
No bien desapareció a sus ojos la última torre de Sevillaarrojaron losdos un hondo suspiro y bajaron a la cámara de popa.
Allí se sentaron uno enfrente de otro; apoyaron los codo en la mesa redonda;dejaron caer la cabeza sobre las manosy se pusieron a reflexionar.
Alberto había leído la carta de Matilde.
Decía así:
«Alberto:
»Antes de seguir leyendojúrame continuar tu viaje como si no hubierasrecibido esta carta.»
-¡Lo juro! -pensó el joven.
Y prosiguió la lectura.
«Te amo. -Una palabra másy concluyo: Matilde Arellano no faltaránunca a sus deberes de esposa.»
-¡Ómnibus llenos de diablos! -exclamó Alberto para sí.
Y aquí comenzaron sus reflexiones.
-¡Me ama! -decía-. ¡Yo también la amo! ¡Me amay me lo dice! Yo se lohe dicho también. ¡Pero nunca faltará a sus deberes de esposa!... Entonces¿para qué me ama?
Ysobre todo¿para qué me lo dice? ¡Me ama!... ¡Pues es verdad! ¡Neciode míque no lo había conocido! ¡Yoque la adoro! ¡Yoque siempre lamiré de un modo distinto que a las demás mujeres! ¡Yoque sería feliz a sulado! ¡Yo...que me voy al Polo! Y ¿qué he de hacer si está casada? Porotra parteSerafín es más que amigo mío... ¡Es mi hermano! ¡Oh! ¡Tengoque sacrificarme como ella! ¡Tengo que vivir como Tántalo! ¡Tengo que morirsin ser dichososabiendo dónde está la dicha! ¡Ah! ¡Matilde! ¡Matilde!¿Por qué me has dicho que me amas? ¡Esta confesión tuya me ha quitado elbuen humor para siempre!
Y Alberto se buscaba unos cabellos que no teníadeseando arrancárselos algrito de:
-¡Diablo! ¡Diablísimo! ¡Mil veces diablo!
Por lo que hace a Serafínhe aquí sus pensamientos:
-¡Norma! ¡Norma!...¡Perdida para siempre!... ¡Y ese joven que va asu lado será su esposo o su amantepues que tiene celos! ¡Y yoque era ayertan feliz porque había reunido veinte mil reales para realizar la ilusión detoda mi vidami viaje a Italiasoy hoy tan desdichadoque en el momento departir me vuelvo loco por una mujer que viene... yo no sé de dónde y va yo nosé a qué parte! ¡Ah! ¡La he perdido para siempre!... ¡Ah! ¡La he perdidopara siempre!... ¡Para siempre!
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Llegaron a Cádiz.
La primera operación de nuestros amigos fue recorrer todo el muellea versi divisaban en el puerto el vaporcito que salió de Sevilla a media nochellevándose a la Hija del cielo. No sólo no estaba allísino quehaciendo averiguacionessupieron por unos marineros que el vaporcito habíallegado a las once de la mañanapermanecido una hora o dos en el puerto ypartido en seguida hacia el Estrecho de Gibraltar.
-¡Va por tu mismo camino! -dijo Alberto a Serafín.
Éste no hablaba palabrani hacía más que oír y suspirar.
-Dime... -continuó Albertodirigiéndose al marinero-: ¿cuál es unbergantín sueco que sale mañana para Laponia?
-¡Aquél! -respondió el marineroseñalando un barco estrecho y de formararacon apariencias de muy veleroque estaba ya en franquía.
-¿A qué hora parte?
-Esta noche a las ocho.
-¡Esta noche!
-Síseñor.
-¡Oh! No hay tiempo que perder... Supongo que sabrás dónde se despachanbilletes.
-En ninguna parte.
-¿Cómo?
-Lo que oye usted. Ese buque no es mercantesino de un viajero rusosegúndicen. Un barco de recreoen una palabra.
¡He aquí mi plan echado a tierra! -exclamó Alberto.
-¿Qué es eso?-preguntó Serafín. ¡Poca cosa! Que ya no tengo barco en queir al Polo. ¡Diablo! ¿Cuándo volverá a presentársenle ocasión como ésta?
-Hay un medio de arreglarlo todo... -dijo el hombre de mar.
-¡Cueste lo que cueste!-se apresuró a responder Alberto.
-¿Dónde vive usted?
-Calle de Cobosnúm... -dijo Serafíndando las señas de su casa.
-¿Es usted rico?
-¡Cueste lo que cueste! -repitió Alberto.
-Entiendoseñorito; descuide usted en mí.
Son las cuatro de la tarde... A las siete tendrá usted en su casa un pasajeen ese barco.
-¡Eres un héroe! -exclamó Alberto.
El marino se despidió de los jóvenes.
-Espera... -dijo entonces Serafín.
El barquero volvió con la gorra en la mano.
-Necesito un pasaje para Italia.
-¿Para cuándo?
-¡Al momento! El marinero reflexionó.
-¿Quiere usted salir esta noche?
-Me alegraría... -interrumpió Alberto-. Así partiríamos a la misma hora.
-Seapuesesta noche -repuso Serafín.
-¿Vive usted con el caballero?
-Sí; calle de Cobos. Pero es el señor quien vive conmigo... Pregunta pormí.
-Corriente. Tendrán ustedes los dos pasajes para la misma horapues hay enel puerto un bergantín francés que sale también a la oración con cargamentopara Venecia.
Hizo el marinero otra cortesíay se alejó sacudiendo los dedos.
Pero no habían andado cuatro pasos nuestro amigoscuando oyeron gritar:
-¿Y los nombres? ¡Necesito los nombres para sacar los billetes!
Los jóvenes dieron sus tarjetas.
El marinero se alejó mirándolosy diciendo sin cesar para que no se leolvidase:
-Éste para Italiay éste para Laponia; éste para Laponiay éste paraItalia.
- XI -
Hazañas póstumas de Noé
La casa número tantos de la calle de Coboshabitación de Serafínyprovisionalmente de Albertoera una especie de fonda.
Los dos amigos se dirigieron a ella mustios y cabizbajos.
-¿En qué pasamos el tiempo? -preguntó Serafín.
-¿Qué hora es? -interrogó Alberto.
-Las cuatro y media. Dentro de tres horas traerá ese hombre los billetesya las ocho partiremos...
-Es decirque tenemos a nuestra disposición tres horas mortales.
-¿En qué las empleamos?
-No sé.
-Ni yo.
-Pues entonceslo mejor es que comamos y que procuremos alegrarnos un poco.
-¿Cómo alegrarnos?
-Achisparnoshe querido decir.
-¿Para qué?
-Primeropara olvidar a la Hija del Cielo.
-¡Ay!-suspiró el artista.
-Segundopara olvidar a Matilde.
-¿Y tercero? -se apresuró a preguntar Serafín.
-Para olvidarnos mutuamente.
-¡Es verdad! Necesitamos aturdirnos...
¡Mozo!
-Señorito... -contestó al momento una voz en la puerta del cuarto.
-¡HolaJuan!
-¡Pronto ha sido la vueltami amo!
-Y para poco tiempo: esta noche me voy por dos o tres meses. Vas a servirnosuna espléndida comida y los mejores vinos que tengas. A las siete vendrá unmarinero a buscarnos... Déjalo entrar. Si bebemos demasiadocuida de que todonuestro equipaje vaya a bordo; y si ves que es menester acompañarnos...
-¡Magnífico testamento! -exclamó Alberto batiendo las palmas-. Ahora¡vivael madera! He aquí mi codicilo.
Dos horas más tarde decía el mismo jovenempuñando una copa de Jerez ymirándola estúpidamente:
-¡Grande hombre fue Noé!
Serafín estaba melancólico.
-Sabrás que amo a Matilde... -murmuró
Albertocuya lengua principiaba a turbarse.
-¿Quieres callar? -dijo el músico con acritud.
-¡Que la amo! -replicó el joven-. Pero huyo de ella porque... En fin...¡Por tiingrato! La amo¿entiendes?... ¡como no he amado nunca!
-¿Qué me importa? -replicó Serafínel cual estaba medio aletargado ypensaba únicamente en su desconocida.
-¡Conque no te importa! ¿Y si ella me amase también?
-¡Casaosy punto concluido! Sí...¡esto es!.. Tra... la... la rá...la... rá...
Y Serafín se puso a cantar el Final de Norma.
-¡Que me case con ella! -exclamó Albertoqueriendo darse cuenta de lo queoía-. ¿Pues no está casada?
-¡Jajaja! -exclamó Serafín- ¡Casada! ¡Jajaja!
Alberto se estremeció al oír esta carcajada.
Aquella risa nerviosahija de la exaltación en que se hallaba Serafíndesde la noche anterior y de la excitación producida por el vinotenía algode locay los locos acostumbran a decir la verdad. Gradúesepuesla angustiacon que el adorador de Matilde sacudiría a su amigodiciéndole:
-¡SerafínSerafín! Serénate... (¡Diablo! ¡Y es el caso que si ahora nome lo cuentase va a Italia sin decírmelo!) RespondeSerafín: ¿es casada?
Serafín se calmó un pocooyó la pregunta de su amigocomprendió quehabía dicho una imprudenciay respondió humorísticamente:
-Síseñor... ¡Casada con Polión... o poco menos! Ah! nonvolerli vittime...
-¡Si no te hablo de Norma! ¡Te hablo de Matilde!
-Del mio fatal errore...-prosiguió cantando Serafín.
-¡Diablo y demonio! -exclamó Alberto-.
¡Ha perdido el juicio! ¡Calla!... ¡Y yo también!- añadióviendo que semareaba.
Los dos jóvenes quedaron mirándose de hito en hitocon los codos apoyadosen la mesa.
-¡Estamos frescos! -balbuceó Serafín.
-Es decir... -repuso Alberto tartamudeando-todo lo contrario de frescos.
-¿Te he dicho... algo? -preguntó el primero.
-¿De... qué?
-¡De... nada! -replicó el músico.
Alberto estaba cada vez más confundido.
-Escucha... -añadió Serafín al cabo de un momentocon voz entrecortadapor la embriaguez-. Cuando vuelvas del Poloyo habré vuelto de Italia...¿Entiendes? Me buscas aquí... en Cádizo en Sevillao en los infiernos... yhablaremos de mi hermana...
-¡Ohno bebas más! -gritó Albertoarrancando una botella de la mano deSerafín. ¡Descíframe el misterio de Matilde!
-¡Nadanada!... ¡Vete al Polo! Espero que éste sea tu último viaje.
Una duda horrible cruzó por la turbada imaginación de Alberto.
-¿Llora Matilde... algún desengaño? ¡DimeloSerafín!
- Moriamo insieme |
Ah! si moriamo... |
cantó el músicovolviendo a su exaltación.
-¡Eres muy cruel! -exclamó Alberto.
Y desesperado de averiguar la verdadse bebió otra botella de Jerez.
Quedó imbécil.
Serafín estaba como loco.
En este momento entró Juan con el marinero que le traía los billetes.
Empezó el primero a sacar los equipajesy el segundodirigiéndose aSerafíndijo:
-Señoritoaquí está el billete para Laponia. Este señor es el encargadode cobrarlo.
Un hombrecillo rubiocolorado y grueso se hallabaen efectoen la puertade la habitación.
-Trae... -dijo Alberto.
-Vale cinco mil quinientos reales.
-¡El Leviathan! ¡Bonito nombrecuñado! -exclamó Serafín.
-Cinco mil quinientos reales... -repitió el marinero-. Y este otromilsetecientos...
-¡Tomay calla! -murmuró Juanayudando a Alberto y a Serafín a contaraquellas sumas.
El hombrecillo rubio se adelantó y tomó la que le correspondía.
Al ver Serafín a aquel hombreno pudo menos de estremecerse; pero reparandoluego en su actitud vulgaren sus curtidas manos y en sus crespos cabellosdijo:
-¡Qué disparate! ¡Pues no me había parecido el oso viejoo sea el osomayor que acompañaba a la Hija del Cielo!... El tipo es el mismo...
El hombrecillo partió.
Alberto hablaba con Juana quien entregó los billetes y los pasaportesdiciéndole:
-¡Tú respondes de todo!... -¡Nosotros no estamos para nada!... Nosotrosestamos por primera vez (guárdame el secreto)como tú habrás estado muchasveces... ¡Ahpícaro amontillado! ¡Pícara Manzanilla! ¡Pícaro PedroJiménez! ¡Pícaros vinos andaluces! ¡Pícaro Serafín! ¡Pícara Matilde!¡Pícara Hija del Cielo! ¡Pícaro demonio del albornoz blanco!
Eran las siete y media.
-Vamosseñoritos... -dijo el marinero-.
No hay tiempo que perder. -¡Buen trabajo me ha costado engañar al Capitándel Leviathan para que admita un pasajero a bordo!
He tenido que decirle que era un emigrado político... Vengan ustedes... Misbotes los llevarán a sus respectivos buques...
Alberto y Serafín no escuchaban al marinerosino que andaban por elaposento dando traspiés y preparándose para partir con ayuda del mozo de lafonda.
Luego que estuvieron dispuestosJuan dio el brazo al unoy el marinero alotro.
Así bajaron a la calle.
Dichosamente les esperaba allí un coche.
Llegaron al muelle.
A lo lejos se distinguían cinco buques dispuestos a hacerse a la vela.
Toda una escuadra de botes y lanchas transportaba viajeros a bordo.
Serafín había fijado la vista en el marplateado ya por el crepúsculo...
El movimiento de las olas aumentaba su desvanecimiento.
De pronto lanzó un grito tan espantosoque Alberto y los mozos lo rodearonasombrados.
-¡Ella!... ¡Norma!... -exclamó el músicoseñalando a unagóndola que en aquel momento se apartaba de la escalinata del embarcadero.
Alberto miró en aquella dirección y distinguióen efectoa la Hijadel Cielode piebajo un pabellón de sedaen la especie de góndola quevimos en Sevilla.
A su lado iba el hombre calvo y rubio de pequeña estatura.
Los cuatro marineros que remaban tenían una figura muy parecida a la deéste y a la del hombre que había cobrado a Alberto el billete para Laponia...
El joven del albornoz blanco no estaba en la góndola ni en el muelle.
-¡Norma! ¡Norma! -seguía gritando Serafín.
La desconocida agitó su pañuelo.
Serafínebriolocofuera de síquiso arrojarse al agua para seguirla anado.
Juan lo detuvo.
La góndola volaba como una gaviotay poco después desapareció entre lascrecientes sombras de la noche.
-¡Ahora sí que la pierdo de veras! -exclamó el artistacayendo sinconocimiento en los brazos de Juan.
Alberto no sabía dónde estaba.
-¡Vamos! ¡Que son las ocho menos cuarto!... -decía desde su bote elmarinero que ya conocemos.
-Vamos... -repetía otro barquero desde el suyo.
-Aquí el de Italia... -exclamaba el primero.
-Aquí el de Laponia... -gritaba el segundo.
-¿Cuál de ellos? -preguntaba muy apurado el mozo de la fonda.
-¡Torpe! -exclamó el marinerosaltando otra vez a tierra-. -Éste aItaliay éste a Laponia; éste a Laponiay éste a Italia- ¡EhFrasquelo!Toma el billete de ese señoritoy dáselo tú mismo al Capitánque su mercedva malo. ¡Aquími amo! ¡Venga su merced conmigo!... ¡A ver! ¡El billete demi amo!
-Este es... ¡En marcha!- ¡Boga!
-¡AdiósAlberto!
-¡AdiósSerafín!
Así tartamudearon los dos amigosbamboleándose al desenredar su últimoabrazodespués de lo cual volvieron a quedar sin sentidoo sea en lapostración absoluta que sigue a los arrebatos de la borrachera.
Los marineros lo dispusieronpuestodo por sí mismosrepitiendo su frasesacramental:
-Éste a Italiay éste a Laponia; éste a Laponiay éste a Italia.
Creemos inútil decir que fue necesario coger en brazos a los dos héroespara embarcarlos en los botes.
Bogaron éstosy a los pocos segundos se perdieron entre el cieloel mar yel espacioqueconfundidos en la obscuridad de la nocheformaban ya uninmenso caos de impenetrables tinieblas.
Parte segunda
Rurico de Cálix
- I -
Jacobanombre de mal gusto
Cuando Serafín comenzó a despertarno pudo darse cuenta del tiempo quehabía dormidoni de dónde se durmióni del lugar en que se hallaba...
Volviópuesa cerrar los ojosysumergido en el delicioso duermevela quesucede a un profundo letargosoñó que la tierra tremía dulcementeopormejor decirse mecía lánguida en el espacioy que su mágica ondulación leproducía un delicioso mareo...
Soñó también que al pie de su cama (porque estaba acostado) había unhombre de pieinmóvilsilenciosoapartando la cortina con una mano ypellizcándose con la otra el labio inferior...
Este hombre podía tener lo mismo diez y ocho que treinta y seis años: talera la mudez o falta de expresión de su semblante. Vestía una larga túnicacelesteceñida a su talle esbelto por un cinturón de piel negradel cualpendía larguísimo puñaly tenía descubierta la cabezacoronada de cabellosrojos muy atusados. Su frente era estrecha y altasu rostro descoloridoy susojos de un azul tan claroque las pupilas se confundían con lo blanco delglobo: inútilmente se buscaba en ellos la miradaesa chispa vital que parte dela inteligencia y del corazón: aquellos ojos veían sin mirar. Una narizcorrecta y afiladaunos labios sutiles y desteñidoscrispados siempre por eldesdénunos dientes compactos e incisivos y un ligero bigotecasi blanco afuerza de ser rubiocompletaban aquel rostro apagado como un bosquejobello apesar de todoy sellado de bravurade ironíade impiedad. Réstanos decirque tan singular personaje se parecía muchísimo al joven del albornoz blancoque acompañaba a la Hija del Cieloy con quien Alberto se habíadesafiado.
Serafín hizo un movimiento para sacudir tal pesadilla.
La cortina de la cama cayóy el hombre extraño desapareció tras ella.
Entonces acabó de despertar nuestro héroe.
Es decirentonces conoció que no estaba dormido.
El entorpecimiento que tomó por soñolencia era mareo; lo que creyóoscilación de la tierra era el movimiento del barco en que se hallabay alpersonaje misterioso... lo tenia realmente ante la vista.
Como era día claroy halló que estaba vestidonuestro héroe saltó dellecho.
Su habitación se reducía a una pequeñísima cámara lujosamente amueblada.
El hombre de la túnica azulque estaba sentado en un divánse levantó ysaludó a Serafín.
Nuestro joven recogió sus ideaspreguntándose dónde había visto aquellafisonomíay volvió a creer que estaba en presencia del hombre del albornozblanco¡del acompañante de la Hija del Cielo!
Dominósin embargosus emociones indefinible mezcla de alegría y miedoysaludó cortésmente al de la túnica.
-¿Estáis mejor? -preguntó éste con acento extranjeropero en español.
-Gracias... -respondió fríamente Serafín.
-Me siento bien...
-Os advierto -replicó el desconocido- que soy el(1)<notas.htm> jarl Rurico de CálixCapitán de estebuquey que os halláis bajo mis órdenes. Serafín saludó con más miedo quenunca.
-Me dijeron anoche -continuó el Capitán- que veníais enfermoy mi primercuidado esta mañana ha sido bajar a informarme de vuestra salud...
-GraciasCapitán... -respondió Serafínsaludando de nuevoposeído deuna especie de terror pánicoal reparar en la ironía que reflejaban aquellosojos de hielo.
Entretantoel Capitán los había fijado ya en una caja de palo santo queformaba parte del equipaje del músicoy murmuraba desdeñosamente:
-Por cierto queahora que os he vistotengo el sentimiento de conocer quehe sido víctima de un engaño.
-No os comprendo... -murmuró Serafín.
-Debierais comprenderme -replicó el Capitán.
-Explicaos.
-El engaño se reduce a que ayer me dijo el que vino por vuestro pasaje queeráis un emigrado político.
-¡Yo!
-Y no sois tal... Sois un violinista enamorado.
-¡Nunca he dicho otra cosa! Pero no deja de asombrarme que me conozcáis...-exclamó Serafín con alguna fuerza.
-Os conozco... -respondió Rurico-en primer lugar por vuestro violínqueme está diciendo a voces que sois músico...
Y así diciendoseñaló a la caja de palosanto.
-Eso es en primer lugar... -replicó Serafín desapaciblementeal versedominado por aquella lógica.
-En segundo lugar... -añadió el Capitán con su calma imperturbable-sévuestro nombreque no es del todo desconocido para los amantes de la música...
-Y ¿cómo sabéis mi nombre?
-Por el billete de pasaje que el piloto de este buque os hizo la merced deotorgarosy que hoy ha llegado a mi poder...
Serafín estaba vencido nuevamente.
-Aún hay un tercer lugar... -prosiguió Rurico-. Os conozco también porqueno es la primera vez que os veo.
-¿A mí?
-A vos.
-¿Dónde me habéis visto? ¡Hablemos claro!
-En el Teatro Principal de Sevilla... anteanoche. Entonces aprendí vuestronombreque he visto después en el billete.
-Luego vos sois... -prorrumpió Serafíntornando a su sospecha.
-Yo soy... uno de los mil espectadores que os aplaudieron.
-¡Es claro! -pensó Serafín.
Estaba vencido por cuarta vez.
-Ya veis -concluyó Rurico- que me habéis engañado...
-¡Capitán! -dijo Serafíncomenzando a sentir arder su sangre española-.El marinero pudo inventar lo que quisiera al tomar mi pasaje; pero yo no mientonunca¿entendéis?... ¡Ni permito que nadie me insulte!
El Capitán frunció las cejas. Perodominándose en seguidasonriótranquilamente y dijo:
-Está bienseñor de ArellanoNo hablemos más de esto... Nuestro viaje eslargoy quiero que vivamos como buenos amigos.
Serafín se abstuvo de responder.
-En cuanto a vuestro mal humor... -prosiguió el Capitán- también sé aqué atenermey lo disculpo; pues ya os he dicho que estoy al tanto de laridícula enfermedad que padecéis.
-¡Cómo! -dijo Serafínasombrado de aquella insistencia en quererdominarlo.
-¡Estáis enamoradodolorosamente enamorado!
-¿Quién os lo ha dicho? -gritó Serafín-. Ysobre todo¿con quéderecho calificáis mi amor?
-Ya os he advertido que estuve anteanoche en el Teatro Principal deSevilla... -dijo flemáticamente Rurico de Cálix.
-¿Y qué? -preguntó el artistatratando de penetrar con la mirada el almade su interlocutorcuyo rostro seguía mudo.
-Es muy sencillo... -respondió el Capitán-. Conocícomo todo el públicoque os habíais enamorado de la Hija del Cielolo cual fue una dichapara nosotrosque oímos con este motivo maravillas de canto en ellay cosasadmirables en vuestro violín. Aprovecho esta ocasión de felicitaros. ¡Sois ungenio!
-Capitán... -murmuró Serafínsaludando por centésima vez.
Y tornó a desconcertarse.
-¡Oh! Yo amo las artes con delirio... -prosiguió Rurico con ligereza-ygusto mucho de los artistas. Vos lo soisy por esto os repito que me honraréen que intimemos.
-Es muy difícilCapitán... -respondió valerosamente el músico.
-Pues yo lo creo fácilpor lo mismo que aspiro a la gloria de curaros devuestra melancolíao mejor dichode vuestro insensato amor...
-¿Cómo?... ¡AhCapitán! -dijo Serafíndando al traste con sudiplomacia-. Hablemos con franqueza. ¿Se halla en este barco la Hija delCielo? ¿La amáis vos? ¿Sois su esposo? ¿Hago mal en idolatrarla?
El Capitán sonrió de un modo extrañoy puso la mano izquierda sobre elhombro del violinistamirándolo con una especie de compasión paternal.
-¡Pobre joven! -exclamó-. En finya hablaremos de todo esto... -añadióen seguidalevantándose.
-¡Oh! no; ahora mismo -gimió Serafín.
-Es muy breve lo que tengo que deciros. Yo he amado también a esacantatriz...
-Pero si no la amáis ya¿por qué la acompañabais en Sevilla? ¿Por quéos habéis desafiado con mi amigo Alberto?
En este momento dio el barco un vaivén terrible.
-Doblamos el cabo de San Vicente -dijo el Capitán-. Llevamos vientofavorable.
Serafín no entendía una palabra de náutica ni de geografía.
-¡Pues sí! -prosiguió el Capitán-. Hace dos años que la conocí enCopenhague. Entonces estaba más bella...
-¿Qué decís? -exclamó el músico-. ¡Veo que no habláis con formalidad!
-Comprendo vuestra extrañeza -replicó el marino-. Tomáis por una niña ala Hija del Cielo... Pues ¡sabed que tiene treinta y cinco años! ¡Oh!Las mujeres del Norte viven mucho y muy lentamente. Ademásque en la escenatodos parecemos otra cosa...
-VeoCapitán... -dijo Serafín sonriendo-que me dais contra el amor unmedicamento tan ineficaz como conocido.
-Os hablo de verasseñor; esa cómica...
-¡Capitán!...
-Esa aventureramejor dicho -prosiguió Rurico de Cálixsin hacer caso delenojo de Serafín-es una especie de Lola Montesque ha tenido tantos amantescomo gracias le dio la Naturaleza. Yo la conocí como os decía hace dos años:se me presentólo mismo que a vosde un modo fantásticonovelesco; me hagastado mucha platay ayer me abandonó para siempre.
-¡Ved lo que habláis! -gritó Serafín echando fuego por los ojos-.¡Aquella mujer es un ángel!...
-¡Oh!... Estoy perfectamente enterado concluyó el Capitánarreglándoseel cuello de la camisa.
Serafín quedó pensativo.
Pasado un momentocogió una mano del llamado Rurico de Cálixy dijo contoda la efusión de su alma candorosa:
-¡Sed franco! ¡Yo renunciaré a esa mujer si me lo exigís con títulospara ello! Pero decidme la verdad: ¿porqué admitisteis el desafío de mi amigosi no la amáis? ¿Por qué os arrojasteis al Guadalquivir para alcanzar lagóndola en que iba la Hija del Cielo?
-Me porté como me porté con vuestro amigo -respondió sosegadamente elCapitán-no por celossino porque su actitud me ofendíaen cuanto yoacompañaba a aquella señoraaunque fuera por última vez. ¡Para rechazarciertas impertinencias como las del señor Albertono es preciso estarenamoradosino que basta tener dignidad!
Serafínque espiaba el rostro de su interlocutormurmuró para sí:
-¡Este hombre no miente!
-Volviendo a la Hija del Cielo- añadió Rurico-podéis perder todotemor...
-¿Qué temor?
-El de hallarla en vuestro camino. La casualidad os ha librado de ella...por lo cual debéis dar gracias a Dios.
-¡Qué decís! -exclamó el artista con ansiedad.
-Que vuestra Norma salió anoche de Cádiz al mismo tiempo quenosotros... Se dirige a la América del Surde donde es su maridocon quientrata ahora de reconciliarse...por haber sabido que ha descubierto una mina deoro... ¡Esta es la razón de que haya roto conmigo! ¡La desgraciada no tienecorazón ni vergüenza!
Serafín se dejó caer en el taburete con desesperación.
El Capitán prosiguió diciendo:
-Veo que os hago daño; pero tened paciencia. Casi todas las drogas sonamargaspor más que envuelvan la salud. Yo... afortunadamenteme he curado yadel amor de esa mujera quien he amado muy de verasy a quien hoy despreciomucho... Ya os enseñaré cartas suyasy os desengañaréis completamente.
Canta bien... ¡eso sí! Peropor lo demáses la mujer de peor alma que heconocido.
Serafín no oía ya al Capitánsino que seguía abismado en el másprofundo abatimiento.
Rurico de Cálix se paseaba por la cámara diciendo todas aquellas cosas consuma indiferencia.
De pronto se detuvo y dijo:
-Perdonad; creo que me llaman.
En efecto: había sonado un agudo silbido.
Serafín alzó la frentesellada de dolorosa resignacióny dirigiéndose asu nuevo amigole dijo con el más tierno interés:
-¡Oh! Antes de irosCapitándecidme su nombre.
-¿Luego la amáis todavía?
-¡La amaré siempre; la amaré como a la más hermosa de cuantas ilusioneshe perdido; la amaré sin buscarla; la amaréen fincomo amo a mi madredespués de muerta!
El Capitán no respondió naday se dirigió hacia la escotilla.
-Pero decidme... -insistió Serafín.
-Puesto que os empeñáissabedlo...-dijo Rurico-. Se llama Jacobay esinglesa.
Y desapareció.
El joven artista quedó clavado en su sitio.
Al cabo de un momento levantó la cabeza con cierto aire de imbécilymurmuró en voz baja:
-¡Jacoba! ¡Jacoba! ¡Qué nombre de tan mal gusto!
- II -
Los ultimátum de Serafín
Hemos dejado a Serafín en su cámaraposeído de un humor infernal.
Al poco tiempo de estar allí conoció que se aburríay se puso a arreglarsu desaliñado traje.
Hallábase aún ocupado en esta operacióncuando aparecieron por laescotilla dos enanos anchos de hombrosrojos de puro rubios y con ojos casiverdes a fuerza de ser azules.
Traían el almuerzo.
-¡Está visto! -pensó Serafín-. ¡Este tipo nuevo de hombres ha dado enperseguirme!
Y sin más reflexionestrató de entablar conversación con sus camareros;pero a las primeras palabras le indicaron con gestos que no entendían elespañolel francésni el italianoy probaron a hablarle en su idioma.
Érase éste una jerigonza áspera y nasalque ni el mismo Diablo Cojuelohubiera traducido.
Serafín les repitió la seña que ellos le habían hecho para expresar queno comprendían.
Encogiéronse todos de hombrosy Serafín se puso a almorzar.
Luego que concluyódio la última mano a su traje y subió sobre cubierta.
Estaban en alta mar.
Serafín buscó en vano con la vista las costas de su patria...
Olas y olas eslabonadas interminablemente: he aquí lo único quedistinguieron sus ojos.
Hacía un día magnífico. La luzel aire y el aguaconfundiéndoseamorosamentecomponían aquel cuadro grandiosodonde no había montañasniselvasni ríosni nubes...; nada que limitase ni dividiera la distancia. Elcielo y el océanolas dos majestades de la inmensidadse miraban en silencioy como asombradas de su poderde su grandezade su extensión. Aquella soledadera sublime-. Perdíanse en ella la vista y el pensamiento; pero atravesábalala esperanzasimbolizada para Serafín en el Leviathan.
¡Me queda el consuelo de ver a Italia! -se dijo dando un hondo suspiro.
En seguida miró en torno suyoy vio cerca del palo mayor doce robustosmarineros ¡cosa extraña! todos rubiosjóvenesde reducida estaturamuycoloradosanchos de espaldacortos de piernas y vestidos con blusas azules.
Estos hombrespertenecientes al tipo que perseguía a Serafínfumaban ensilenciotendidos sobre cubiertafijando en nuestro joven veinticuatro ojosmás verdes que el mar y más inmóviles que el cielo.
-¡Holamuchachos! ¿Cuántas leguas irán ya? -preguntoles Serafínincomodado con la atención estúpida que despertaba.
Los doce enanos se levantaron a un mismo tiempo y le hicieron un saludouniforme.
-¡Bienbien!... ¡Sentaos! -repuso Serafínencendiendo un cigarro-.Conque... decidme: ¿cuándo llegaremos a Italia?
Los doce se miraron simultáneamentedijeron cierta palabra unísona en unidioma desconocidoy se llevaron a los dientes la uña del dedo pulgarhaciéndola crujir contra ellos.
-¡Vamos! -exclamó Serafínvolviéndoles la espalda-. ¡Ya que los hombreshan dispuesto no hablar todos un mismo idiomaa lo menos usan una mímicaigual! ¡Nadie me comprende a bordo! ¡Estoy divertido! ¡Tendré que reducirmea hablar con el Capitánlo cual no me conviene mucho! Pero ¿y Alberto?-pensó en seguida el joven-: ¿qué será de él? ¡Buena locura hicimos conachisparnos! ¡Ni aun recuerdo que nos hayamos despedidoa pesar de lo muyexpuesto de su viaje! ¡Qué haya hombres con suficiente humor para ir al Polo!¿Cuánto más agradable no serán las lagunas de Venecialas tardes deNápoleslas noches de Roma?...
Todo afán del músico era no pensar en aquella Hija del Cieloquecon tan negros colores le había pintado el Capitán; pero al cabo vinieron aparar en ella sus reflexiones.
-¿Y Norma? -se dijo-. ¡Es una aventurerauna cómica! ¡Tienetreinta y cinco años! ¡Se llama Jacoba! ¡Y es inglesa! ¡Es decirtendrálos pies grandes! ¡Y esto es lo de menos! Pero ¡tener marido! ¡Tener señorde vida y hacienda! ¡Cuerno! ¡Y además un amante!... ¡Cuerno dos veces!¡Esa mujer es peor que Lucrecia Borgia! ¡Resulta de todo: que moriré célibe!
Después de este ultimátumSerafín procuró rechazar tantos y tancontradictorios pensamientos como le ocurrían.
Para conseguirlo decidió tocar el violín.
Bajó a su cámaray con indecible asombro encontró en ella a un negrito decatorce a quince añosvestido de blancoel cual lo saludóentregándole unbillete muy plegado.
Abriolo Serafíny leyó estas palabrasescritas en italiano y con unaletra muy menuda y bien trazada:
«Vivid sobre aviso: es probable que de un momento a otro se atente contravuestra vida.»
El joven se estremecióy alzó la vista para buscar al mensajero de unpapel tan interesante y raro.
El mensajero había desaparecido.
-«¡Diablo!» -exclamaría Alberto... -dijo Serafín-. ¡Esto secomplica! ¿Quién me querrá matar? ¿Quién me dará este aviso? ¿Si seráotro medicamento del Capitán para distraerme de mi desventurado amor?
Aunque semejantes reflexiones parecían tranquilizadorasno dejó el músicode tomar alguna medida de precaucióncomo fue buscar sus pistolas inglesasexaminar si estaban corrientes y metérselas en los bolsillos de su gabán.
Este incidente le quitó la gana de tocar el violín. Púsosepuesadeshacer sus maletasa hacerlas de nuevoa arreglar papeles y a leer algunamúsica.
Así le sorprendió la noche.
Según obscurecíaempezaron a asaltar a Serafín siniestros temores:volvió a pensar en el billete anónimo y en los peligros que le anunciaba: laimagen fatídica del Capitán se le apareció tal como la había visto aquellamañana entre sueñosy sumergíale en mil reflexiones aún más fantásticasel recuerdo del ser desconocido que velaba por él dentro del buque...
Y creyose transportado a un mundo de espectros. Y toda aquella tripulaciónde rubios enanosy el Capitány el negritoy el mascarón de proa del Leviathanempezaron a girar en su imaginacióny a hacerle muecasy a mirarle conodioy a reírse de ély a predecirle su muerte.
La cámara se hallaba sumergida en tinieblas.
Las olas gemían tristemente al estrellarse en los costados del buque.
El viento silbaba con eco funeral.
En aquel instante oyó ruido sobre su cabezay la cámara se inundó de unaclaridad vivísima.
Serafín dio un grito de guerra y se puso de piemontando una pistola.
Sintió pasos que se acercaban... y creyose muerto.
Indudablemente dos hombres bajaban la escalera...
Cada paso que daban hacía resonar una cosa metálicaestridentecomo elchoque de dos espadas...
Serafín montó la otra pistola.
Acabaron de bajar los aparecidosy dejaron sobre la mesa varios cuchillos.
También había cucharas y tenedores.
Eran sus camarerosque le traían luces y la comida.
Serafín ocultó las pistolas avergonzadoy volvió a sentarsemurmurandoentre un último temblor y una sonrisa de confianza:
-¡Soy un imbécil!
Era su segundo ultimátum de aquel día.
Peroa pesar de ser un imbécilno probó la comida hasta que sus camarerosadmitieron varias finezas que les hizo.
- III -
Donde se prueba que todo violín debe tener su correspondientecaja
Sin otra novedad transcurrió una semana.
Durante ellaSerafín no subió sobre cubierta ni casi salió de su cámaradonde se dedicócon un afán que era miedo disfrazadoa escribir música.
Por consiguienteno había llegado a enseñar al Capitán el billetemisteriosoni a encontrarse con él después de la conferencia que hemosreferido.
A la verdadsi de alguien desconfiaba el pobre músico era del llamadoRurico de Cálixcuyas explicaciones le habían dejado mucho que desear y cuyofrío rostro le era sumamente desagradable...
Sin embargoel peligro no se había presentado.
El día que hacía nueve de navegación decidió darse a luzy subió sobrecubierta a eso de las cuatro de la tarde.
Rurico no había visitado tampoco en toda la semana a nuestro amigo Serafín.
Al asomar éste la cabeza por la escotilla después de tantos días en que nohabía abandonado su abrigada jaulasintió tal impresión de fríoque tuvoque volver abajar a ponerse un paletó de entretiempo.
Así dispuestotornó a subir.
-¡Es raro! -meditó nuestro joven-. La primavera avanza: nosotros caminamostambién hacia países más templados que Españaysin embargocada vez hacemenos calor. ¿Si me habrán engañado los cantantes respecto del clima deItalia?
El lector sabe que Serafín era totalmente lego en geografía.
Embebido estaba en estas reflexionescuando sintió que una mano se posabasobre su hombro.
-¡Buenas tardes! -le dijo el Capitánpues era él.
-Buenas tardes... -le respondió el artistaestremeciéndosea pesar suyoal ver la horrible palidez de Rurico de Cálix.
-Señor de Arellano-exclamó éstemirándole de hito en hito-: ¿medispensaréis que os haga una preguntahija del afecto que me inspiráis?
La voz del Capitán era más grave que de costumbre.
-Estoy pronto a satisfaceros -contestó Serafínponiéndose en guardia alobservar que también temblaba su interlocutor.
Hubo un momento de pausa.
-¿Con qué objeto hacéis este viaje? -preguntó Ruricoclavando de nuevosus ojos en los del joven.
Éste no se turbó ni un instantepues trataba de contestar lo mismo quesentía.
-Voy a perfeccionarme -dijo- en el contrapunto y la composición.
El Capitán dilató los ojos.
-Veo -exclamó en seguida- que hacéis un viaje locoa ciegassinconocimiento del punto a que os dirigís. Vuestro equipaje me lo da a entendermás que todo.
-Os engañáisCapitán... -replicó Serafín-. Sé perfectamente a quépaís voypues he pasado la mitad de mi vida leyendo cuantas descripciones deél se han hecho y preguntando pormenores a todos los que lo han visitado.
-Luego ¿sabéis?...
-Sé que el clima es benigno... relativamente
Rurico se sonrió.
-Que hay en él los mejores jardines de Europa...
El jarlviendo la seriedad del artistadejó de sonreír.
-Que abunda en suntuosos palaciosricos museosmorenas bellísimasgrandesmúsicos...
-No prosigáis... ¡Nada de eso hay en el país adonde vamos! -exclamó elCapitán. Insisto en que sois víctima de un error. Hammesfert es casiinhabitabley os helaréis sin remedio humano.
-¡Idos al diablo!-replicó nuestro joven. ¡Vaya unas bromas que gastáis!
En esto se oyó un agudo silbido.
-Donde me voy es a mi cámaraquerido Serafín: oigo que me llaman.Continuaremos.
-Id con Dios; pero sabed que me dejáis muy enfadado de vuestras burlas.
-¡Oh! lo siento...; tanto máscuanto que me figuro que vos sois quien osburláis de mí... -contestó Rurico sonriendo.
Y se hundió por una escotilla.
Quedó Serafín solo y de muy mal humor.
Acordose del violínmudo y encerrado en su caja desde la noche inolvidableen que se canté Normay dirigiose a él con el mismo afán que si fuesea ver a un amigo después de larga ausencia.
Lo sacó de la caja; lo limpió perfectamente; lo abrazó con cariño; lotemplóy medio tendiose sobre la cama para tocar con más descanso.
Maquinalmentey llevado de una fuerza irresistibleempezó el aria final deNormaúltima pieza que había tocado en ély cuyos ecosdormidosdesde entoncescreía despertar cada vez que deslizaba el arco sobre lascuerdas...
Anochecíay todo era silencio en la embarcación.
El joven músico se trasladó imaginariamente a la noche en que vio a la Hijadel Cielo. Sevillael teatrolas lucesla orquestael público; todoapareció ante sus ojos. Entonces creyó oír sonar sobre la voz de su violínel eco de otra voz más dulce; creyó percibir aquella figura bellísima que ledecía ¡adiós! con sus miradascon su cantocon su actitud; creyóen finque aquel momento sublime se repetíay volvió a henchir su corazón aquelamor fanáticoque no habían podido agotar los discursos de Rurico de Cálix.
Dejó de tocar luegoy se figuró que veía a la desconocida de pie en lagóndolabajo un dosel de púrpuramedio perdida entre el mar y la sombrayagitando su pañuelo para decirle otra vez ¡adiós!
-¡Adiós!- murmuró Serafín con honda melancolía.
Y dos lágrimas brotaron de sus ojos.
Ya no pensaba: soñaba.
¡Se había dormido abrazado a su violína aquel hermano de la Hija delCielo!
.................................................
Cuando al día siguiente despertóera muy tarde.
Había pasado toda la noche soñando con Norma.
Al primer movimiento que hizo para levantarseadvirtió que el violínestaba entre sus brazos.
-¡Oh!... -dijo-. ¡Este violín es el esqueleto de mis esperanzas!
Y buscó la caja para encerrarlodiciendo con amarga ironía:
-Las cajas se han hecho para los muertos. ¡Mi violín sin Norma es uncuerpo sin alma!
Pero la caja no parecía.
-Puesseñorme la han robado... -pensó-. Mas ¿con qué objeto? -sepreguntó enseguida.
-¡Ah! ¡Ya caigo! -exclamó por último.
Y su frente radió como si la iluminara un relámpago.
-Sí¡eso es! Me han quitado el continente por quitarme el contenido.¡Quieren separarnosquerido violín!
Luego se puso sombrío.
-Este es otro misterio que necesito aclarar -murmuró-. Ha llegado laocasión de que yo haga al Capitán ciertas preguntas...
La carta del otro día... el robo de hoy ¡Está visto! o me hallo a bordo deun buque encantadoo en poder de una horda de piratas... Pero ¿qué dañopuede hacer a los piratas ni a los encantadores la música del Final deNorma? ¡Dios mío!... ¿Si será que la Hija del Cielo va tambiénen este barco?
- IV -
De cómo un vino puso claro lo que otro vino puso turbio
A la caída de la tarde de aquel díaSerafín arregló sus vestidosencerró el violín en una maleta y abandonó su cámara.
Cuando apareció sobre cubiertaya era casi de noche.
Los marineros fumabancomo siemprehablando en su incomprensible idioma.
Serafín se dirigió con paso firme hacia la escotilla que conducía a lacámara del Capitán.
Bajó la escaleray tropezó con una especie de garitaocupada por el másrubio y más enano de los enanos rubios que componían la tripulaciónel cualse levantó a estorbarle el paso.
Nuestro joven se detuvoe hizo señas de que quería ver al Capitán.
Saludó el enano y penetró en la cámara.
Pocos momentos después se abrió de nuevo la puerta y apareció Rurico deCálix.
-¡Oh!... ¡mi amigo! -exclamó al ver a Serafín- ¿Queréis hablarme?-Vamos a vuestra cámara.
El músico extrañó aquel recibimiento impolíticoy respondió con sangrefría:
-¿Me arrojáis de vuestra casa?
-¡Oh! no es eso... -replicó el Capitándisponiéndose a subir a lacubierta-. No es eso precisamente... sino que...
-Es el caso -dijo Serafínpara sacarlo del atolladero en que se habíametido- que lo que tengo que manifestaros debéis oírlo en vuestra cámara.
-¡Cómo! -exclamó Ruricomedio desconcertado.
-¡Es claro! -añadió Serafínsonriendo-. Vengo a convidarme a comer convos.
Nada podía contestar Rurico a esta galante salida del joven. Un convite serehúsa: un convidado se recibe con los brazos abiertos.
Meditó un instantesólo un instantey bajó los dos escalones que hablasubidoexclamando entre una sonrisa:
-¡Oh! ¡Me honráis! Con mucho gusto... Os habéis adelantado...Casualmentehoy pensaba en lo mismo... Pasad yempujando la mamparacedió elpaso a Serafín.
Éste penetró en la cámara con actitud tranquilapero no sin palidecer.Conocía que jugaba el todo por el todoy que aquella escena podía ser amuerte o a vida.
Luego quedáse admiradopues no creía que en el Leviathan hubiese unrincón tan delicioso como aquella cámara.
El pavimentolas paredes y el techo estaban forrados de una riquísima telaazul muy recia y muy mullida. En semejante aposento nunca podía hacer frío. Ala derecha había una vidriera de colores de extraordinario mérito. Pendíandel techo cuatro lámparasque daban a la habitación una claridad viva y suavea un tiempo mismo. En el centro de la cámara habíauna mesa con comidapreparada para un hombre solopero con admirable lujo.
-Casualmente iba a comer cuando llegasteis -dijo el Capitándando órdenesen distinto idioma a dos enanos elegantemente vestidoslos cuales pusieron otrocubierto.
-¡Come solo!... -pensaba entretanto Serafín.
Los camareros recibían nuevos encargos del Capitány no dejaban de traerbotellas y más botellasde distintas formas y condicionesalineándolas en unextremo de la mesa.
Habla allí vino para enloquecer a diez ingleses.
-SentaosSerafín -dijo el Capitán-; yante todas cosas¡bebamos! Tengoexcelentes vinos y gran variedad de licores... Un prisma líquidoque diríaislos poetas... Porque vais a ver sucesivamente en vuestra copa vino negrorojopurpúreorosadodorado e incoloro como el agua. ¡Habéis de probarlos todosaunque no sea más que un trago de cada uno! ¡Veamos este Grave!
Serafínque tanto gustaba de un rico vino (sin que por esto lo creáisvicioso)apuró su raciónque le pareció deliciosa.
La comidaasaz suculenta y sólidase componía de manjares muy raros.
El Capitán bebía espantosamenteobligando a su convidado a repetirtambién las libaciones.
Serafín dejó para los postres la seria explicación que pensaba pedir alCapitány dedicose al vino en cuerpo y almatratando de alegrarseporqueconocía que de aquel modo hablaría con más franqueza...
Rurico de Cálix lo miraba atentamentecomo si estudiase los progresos quehacía la embriaguez en aquella meridional fisonomía.
De vez en cuando dirigía una rápida ojeada a la vidriera de colores quehemos citado.
No parecía sino que temía algún peligro por aquella parte.
Serafín se hallaba muy entretenidoal parecercon un plato que a la sazóndespachaba.
-¿En qué pensáis? -le preguntó el Capitán.
-Miromasco y admiro -respondió el joven- esta especie de jamónel mejorque he comido en toda mi vida.
-¡Ya lo creo! ¡Es de rengífero!
-Y ¿qué es eso?
-¡Oh! ¡el rengífero!... Este animal es el don más precioso que laNaturaleza ha otorgado a los hombres del Norte. Ya probaréis alguna vez laleche de rengíferay entonces sí que os asombraréis y me daréis lasgracias... Veamos este Oporto.
Serafín vació su copa de un tragodando un resoplido de satisfacción.
-Entre paréntesisCapitán... -dijo después de asegurarse en el asiento-:¿por qué son enanos y rubios todos vuestros marineros?
-Son lapones... -respondió Ruricomirando cada vez con más zozobra a lavidriera.
-Y a propósito de rubios y lapones -prosiguió Serafína quien laembriaguez le iba soltando la lengua-: ¿sabéis si es cierto que el oso blancoque devora a una mujer rubia queda con los huesos rojos para siempre?
En este instante se oyeron a lo lejos dos o tres notas escapadas de un pianocomo si una mano distraída se hubiese posado sobre las teclas.
Serafín se estremeció.
Rurico se puso pálido como un muerto.
-¿Tenéis piano a bordo? -preguntó el músicosiguiendo la mirada delCapitán y fijando la suya en la vidriera.
-Tengo un músico de cámara que toca mientras me duermo. Creía que ya lohubieseis oído. ¿No subís de noche sobre cubierta?
-¿Qué he de subir con este frío que hace y sin ropa de abrigo? Todas lastardes me acuesto al obscurecer...
-¡Ah!... ¡Ya! Pues vuelvo a vuestra preguntay va de cuento... Peroentretanto¡bebed!
El Capitán escanció Tokay.
Serafín lo bebióquedándose medio galvanizado.
-Capitán... ¡la cámara da vueltas! -exclamó.
-No hagáis caso.... -dijo Rurico-. Eso se quita con más vino... según lahomeopatía. Probad este Chipre... Puesseñorandaba yo cazando porFaruvelen Groenlandia...
El piano sonó en este momento más vigorosamente que antesdejando oír unbrillante preludio.
Serafín no atendía al Capitánquien siguió contando no sé qué historiaen voz muy altamientras que él aguardaba con sus cinco sentidos la pieza quedebía suceder al preludio.
El Capitán se interrumpió y propuso al joven un paseo por la cubierta.
-Así os refrescaréis... -añadió.
-¡Qué! -respondió Serafín-. ¡Yo refrescarme! ¡Si estoy...perfectamente! ¡Yo nunca me achispo!
Y para corroborar su falso testimoniose sirvió de la primera botella quevio a su alcance.
Era Kirsch.
Al segundo trago quedó trastornado del todo.
-¡Me cargan los ojos azulesCapitán!... -balbuceótambaleándose¡Principalmente... si son como los vuestros! ¡Nunca se sabe lo que pensáis!Aquí tenéis los míos... Pero ¿qué es eso que toca... vuestro músico decámara?
Era el final de Norma.
¡Es decirera el único canto que podía ser reconocido por Serafín enaquel momento de total insensatez.
El pobre músico no sabía dónde estabani veía ya al Capitán...
¡Soñaba que estaba en Sevillaoyendo a la Hija del Cielo!
-¡Otro trago! -dijo Ruricocolocándose instintivamente entre el joven y lapuerta de cristalesy ofreciéndole al mismo tiempo una botella de figuraextraña-. ¡Aún quedan muchos licores del Norte que no habéis probado!
-¡No bebo más! -murmuró Serafín.
-¡A la salud de ese canto! -exclamó el Capitánapurando una copa deaquella botella.
-¡Eso sí!... ¡A la salud de Norma! repuso Serafín-. ¡Venga...venga...Capitán!...
Y cogiendo la botella probó a bebérsela de un trago. Pero la botella se leescurrió entre los dedos no bien absorbió una bocanada de su contenido.
Era Kummel.
-¡Bravo! -gritó el Capitánprocurando ahogar con su voz y su algazara elsonido del piano.
-¡Bravo! -repitió Serafín-. ¡Sois el rey de los anfitriones! ¡DesdeLúculo a Montecristonadie ha hecho los honores de una mesa tan perfectamentecomo vos!... Por mi partepienso pagaros este banqueteno bien lleguemos aItaliacon un almuerzo artístico... ¿Eh? ¿Qué os parece? ¿Meacompañaréis de Venecia a Florencia?
-¡Ya disparatáis! -dijo el Capitán-. ¡Estáis completamente trastornado!
-¿Cómo trastornado? ¡Estoy más en mi juicio que vos!
-¡Se conoce! ¡Decís que estáis en vuestro juicioy me habláis de llegara Italia!...
-¿Y qué?
-Nada.
-Pues...¡nada! -repitió Serafín.
-¿Lo veis? -insistió Rurico.
-¿Qué?
-Que estáis loco.
-¿Cómo loco?
-Síseñor: me habéis dicho ¡nada! tratándose de un disparate.
-¿Qué disparate?
-Eso de llegar a Italia.
-¿Y bien?...
-Que jamás llegaremos a Italia.
-¡Cómo! -exclamó Serafín riéndose-. ¿Pensáis asesinarme antes?
-¡Asesinaros! -murmuró Ruricolanzando al joven una mirada sombría.
-Pues ¿no decís que nunca llegaremos?...
-¡Es claro! Como que caminamos en dirección opuesta.
-Y ¿no vamos a Italia?
-No.
-¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¡Ya estáis ebrio!
-Vos sois el que lo está -respondió Rurico- ¡Yo no me embriago nunca!
-¡Ja! ¡ja! ¡ja! -continuó Serafíntirándoseo mejor dichocayéndosesobre una silla ¿Adónde vamospues?
-A Laponia.
-¡Qué disparate! ¡Me habéis confundido con mi amigo Alberto! El va alPolo y yo a Venecia... Y si no... escuchad: «Éste a Italiay éste aLaponia; éste a Laponiay éste a Italia..» Así decía un marinerocierto día en que yo estaba más ebrio que vos en este instante...
-¿Habláis formalmente? -preguntó Ruricocogiendo al joven por un brazo.
-Pues ¡no que no! Vos debéis de tener mi billete...
-¡Ya se ve que lo tengo! -dijo el Capitánsacando un papel de su cartera-.¡Miradlo!
Serafín pensaba ya en otra cosa: habíase acercado a la vidriera de coloresy aspiraba las últimas notas del final de Norma.
-¡Qué expresión... tan... hija del cielo... tiene vuestro ayuda decámara! -balbuceó el músicoponiendo la mano en el picaporte.
Rurico de Cálix lo arrancó de allísacudiéndolo vivamente:
Hombre -replicó Serafín-no os pongáis tan feroce! ¡Si noqueréisno la veré!...
-¡A quién! -exclamó el Capitán con inusitada vehemencia.
-La cámara...esa cámara... -respondió el violinistariendo como unidiota.
El capitán respiró.
-¡Concluyamosjoven! -dijo en seguida-. Tomad vuestro billete y marchaos adormir. Mañana trataremos de enmendar esta equivocación.
Serafín cogió el billeteyentre mil disparates y repeticionesleyó lassiguientes palabras:
«Pasaje a favor de D. Serafín Arellanoemigradoen el bergantín Leviathanque sale de Cádiz (España) para Hammesfert (Laponia) el día 16 deAbril de...a las ocho de la noche.
Por el Capitán RURICO DE CÁLIX
el Piloto
F. Petters.»
Serafín se oprimió las sienes con las manoscreyendo que perdía eljuicio.
-¡Voy al Polo! -exclamó al fin con desesperación.
Rurico lo miraba intensamentemudoinmóvilcruzado de brazos.
-¡Al Polo! -repitió Serafíndando traspiés por la cámara.
El Capitán le vio vacilary no acudió a sostenerlo.
-¡Al Polo! -volvió a tartamudearcayendo sobre la alfombra.
Entonces murmuró Rurico estas palabras:
-¡Fatalidad! Me seguía sin saberlo... El infierno se empeñó en colocarnosfrente a frente... ¡Era su destino!
Luegorecobrándose:
-¡Hola! -exclamó.
Sus criados acudieron.
-Llevaos a ese hombre... -dijo señalando a Serafínque no daba señales devida.
Y volviendo la espalda a aquella repugnante escenallamó a la vidriera decolores.
Un negritovestido de blancoabrió los cristales.
El piano vibró más que nunca en aquel momento.
Rurico entró y la puerta volvió a cerrarse.
En cuanto a Serafíndos lapones lo agarraron de los pies y de los hombroscual si ya fuese un cadávery desaparecieron con él por aquella misma puertaque dos horas antes atravesó el joven tan ufano y decidido como si contase conalguna victoria.
- V -
En que Serafín oye muchas cosas importantes
Al atravesar la cubiertael frío de la noche hizo volver en sí a nuestroinfortunado músico.
¡Dejadme! -dijoescapándose de las manos de sus conductores.
Y se puso de pie.
Los enanosque lo vieron repuesto y firmeobedecieron a una seña que leshizoy lo dejaron solo.
Una gran reacción se había obrado en Serafín.
La revelación de que iba al Poloel letargo en que había estado sumergidoy el viento que refrescaba su frentehabían vuelto alguna lucidez a sus ideas.
Quiso pensary pensó; buscó su razón a través de su locuray logróretener en su cabeza el juicio que se le iba.
-¡Al Polo! -exclamó entonces- ¡Oh! ¡Nonunca! ¡Yo debo ir a Italia...y quiero ir...e iré a pesar de todo! ¡He ganado mil duros tocando elviolínlos he ahorrado uno a uno con este objetoy ahora salimos con que voyal Polo! ¡Maldición sobre el vino! Pero aún será tiempo. Alberto dijo que lanavegación hasta Laponia se hacía en un mesy llevo diez días solamente.¡Exigiré al Capitán que nos acerquemos a la costa más inmediatay mepondré en camino para el Mediodía!.. Pero ¿qué digo? ¿Cómo dejar estebuquecuando todo me induce a sospechar que va en él la Hija del Cielo?Pero ¿y si no fuera? ¿Y si no me ha engañado el Capitány esen efectosuayuda de cámara quien ha tocado al piano el final de Norma?
Pensando asídirigíase el joven a su aposentono sin hacer algunossemicírculoscuandoentre el arrullo de las olas que hendía el Leviathan escuchóel eco vago de una voz que hacía diez días resonaba sin cesar en su alma...
Pasó aquella ráfaga de vientoy el mágico sonido se perdió con ella.
-¡Era su voz!... -exclamó el joven-. Pero ¡qué locura! ¡Será que vuelvoa marearme!
Otro lamento armoniosomás claro y penetrante que el anteriorhirió eloído de Serafín.
-¡No me engaño! -exclamóparándose de nuevo.- ¡Es una voz de mujer!¡Es la voz de ella!... ¡Y suena aquíaquí debajo! ¡Es claro! ¡Aquí debecaer la habitación de la vidriera de colores! ¡Dios mío... volvedme larazón! ¡Es ella! ¡Es ella la que canta! ¡Es su mismo acentosu mismaexpresiónsu misma ternura!... Y lo que canta es el final de Norma!...¡El final de Norma!... ¡Ahsí!... ¡Ella es! ¡Ella es! ¡La Hijadel Cielo!
Así dijo; yagachándose sobre la cubiertaaplicó el oído a las tablas.
Instantáneamente su corazón volvió a inundarse de aquel amor inmensosentido en Sevilla una noche memorable; y el dolor de la ausenciala hiel de ladudala fiebre de la desesperaciónel hielo del desengañodesaparecieron desu almacomo las pesadillas y fantasmas de la noche se desvanecen al anunciarel primer pájaro la llegada del día.
De prontoen medio de aquel sublime verso:
Del sangue tuo pietà! |
calló bruscamente la voz de la Hija del Cielocomo si unterror repentino hubiera sorprendido a la joven.
Y siguiose un silencio de muerteque heló la sangre de Serafín.
Luego oyó la voz del Capitánque hablaba muy alto en idioma que éldesconocía.
Aquella voz tenía el acento de la cólera.
Otra voz grave y reposada -sin duda la voz del anciano del palco-interrumpió a los pocos momentos el discurso de Rurico de Cálix.
Después sonó un golpe como de un portazo.
Entonces oyó pasos cerca de sí.
Fijó la atencióny vio surgir una figura de la cámara del Capitán.
Aquella figura fue tomando cuerpo y destacándose en el estrellado cielohasta quepor últimose delineó la silueta de un hombre.
Serafín no podía ser visto por estar casi tendido en el suelo y por habersereplegado contra una banda del bergantín; pero desde su escondite pudo conocerque aquella sombra era el Capitán.
Sonaron nuevos pasosy la escotilla dio salida a otra figura de menos tallay de más volumen que el Capitán.
-¡El anciano del palco! -pensó Serafínoculto en las tinieblas.
Rurico y el desconocido se pusieron a pasear desde proa al alcázar de popa.
Serafín estaba a un lado del alcázary oía toda su conversación...
Pero no oía nada en realidadpuesto que hablaban en un idioma que nocomprendía.
Ya empezaba nuestro joven a desesperarsecuandodespués de dos o trespaseosoyó decir a Rurico de Cálix:
-Dejemos vuestro idiomaen que tan mal nos entendemosyya que estamossoloshablemos en francés.
Serafín palpitó de júbilo.
-Decía que vuestro tono con la jarlesa me ha disgustado mucho...-exclamó entonces el anciano.
-Sabéisseñor Condecuánto la respeto; pero dignaos considerar la penosasituación en que me hallo...
-¡Exigís demasiadoRurico!
-¡Demasiado! -dijo el Capitán-. ¡Convenceosseñorde que ella sabeque ese temerario joven está a bordo!...
-¡No lo sabeni puede saberlo!
-¡Oh! -exclamó Rurico con ferocidad. Si llegase yo a convencerme de lo quedecís...!
El joven no aclaró su pensamientopero Serafín lo adivinó.
Quería decir que si se convenciese de que ella ignoraba que Serafín estabaa bordopodría matarlesin exponerse por estocomo temíaal odio de la quetanto amaba.
El viejo no comprendió la tremenda amenaza del joveny le respondió:
-Pues yo juraría que nada sabe la Jarlesa sobre el viaje de ese pobremúsicode quienpor otro ladoya no se acordará.
Rurico permaneció un instante en silencioy luego exclamó:
-¡Sólo un favor os pidoseñor Gustavoy es que intercedáis para que novuelva a cantar durante la navegación! ¡Es mucho empeño por ambas partes elestar siempre cantando o tocando el final de Norma; ese recuerdo de unanoche que quisiera borrar del pasado! ¡En cuanto a élya no tocará más abordo!
-¿Cómo? ¿Qué habéis hecho?
-Mis camareros le quitaron anoche el violínycon caja y todolo tiraronal mar esta mañana.
Serafín sonrió en la obscuridad.
-¡Mal hechoRurico; muy mal hecho! -exclamó el llamado alternativamente«señor Conde» y «señor Gustavo».
-¡Oh! ¡Tengo celos! -replicó el pérfido joven.
Advertía Serafín que el Capitán empleaba un tono hipócrita con elanciano; lo cual le confirmó en su idea de que éste era padreayo o tutor dela Hija del Cielo.
-En fintened paciencia y sabed ser hombre... -dijo el señor Gustavo-. Osconsta que os quiero y que contáis con toda mi protección. Dentro de quincedías llegaremos a Hammesferty ya lo arreglaremos todo a vuestro gusto.
Serafín se estremeció al escuchar estas palabras.
Y como los dos extranjeros volvieran a bajar a su cámaralevantose él conprecauciónpasose las manos por la frenteyapoyándose en una banda delbuquese puso a meditar de este modo:
- VI -
Serafín reflexiona
Aquel marinero gaditano equivocó nuestros billetes...
¿Debo alegrarme de la equivocación?
¡Veremos!
...
-Alberto se halla navegando hacia Italia contra su gusto...
¡Pobre Alberto!
-Yo voy al Polo...
¡Pobres veinte mil reales! ¡Pobre de mí! ¡Me helaré sin remedio humano!¡Peroen cambiovoy con la jarlesa!...
¿Qué querrá decir jarlesa?
...
-Rurico de Cálix es el joven del albornoz blanco; el que está desafiado conAlberto...
«¡Diablo!» exclamaría éste.
...
-Mas ¿cómo expendería Rurico un billete a mi favor para que viajase eneste barcosi dice que conocía mi nombrey debía de conocer también mi amora la Hija del Cielo?
Ya me ha dicho que no se enteró de mi nombre al mandar que me admitiesen abordoy que un empleado suyo fue quien redactó el billete de pasaje... Esdecirque el Capitán no se enteró de que yo estaba en el Leviathan hastaque aquella mañana bajó a ver al pasajero enfermo y se encontró con miaborrecida persona.
¡Esto es más claro que el agua!
...
-Pero volvamos a la Hija del Cielo...
¡La Hija del Cielo va a bordo conmigo!...
¡Oh ventura!
...
-¡Y ella lo sabediga lo que quiera el señor Gustavo!...
¡Oh placer!
...
-Digo que lo sabeporque suyo era aquel billete que me anunciaba unpeligro...
¡Luego me ama!
...
-El tal peligro vendrá de parte del Capitán...
¡Viviré como un Argos!
...
-El Capitán no ha atentado ya contra mi vida por... por...
Por no hacerse odioso para la Hija del Cielo.
¡Luego hace diez días que le debo la vida a ella!
...
-El enano viejo y calvo del palco de Sevilla va con nosotrosy es Condeyse llama Gustavo... Pero ¿qué relación tiene con ella? ¿Es su padre?¿Su tío? ¿Su ayo? ¿Su preceptor?
¡El tiempo dirá!
...
-Jacoba puede muy bien ser nombre de mal gusto...
Ella no se llama Jacoba.
...
-Y no se llama Jacoba en el mero hecho de haber asegurado el Capitánlo contrario; pues ya sabemos que el Capitán es un embustero de a folio.
...
Las inglesas tendrán los pies... como Dios se los haya dado...
Pero ni ella es inglesani puede tener los pies grandes. ¡Ella esuna perfección en todo!
...
-No sólo esta nochesino otras variasal decir del Capitánha cantado laHija del Cielo el final de Norma.
¡Luego a todas horas se acuerda de mí!
...
-El Capitán se propuso embriagarme a fin de que yo no oyese el pianoya queél no podía impedir que ella lo tocara.
¡Pícaro Capitán!
...
-Luego ese hombre no manda en ella...
¡Me alegro!
...
-Pero ella no manda tampoco en él...
¡Tanto mejor!
...
-Sin embargo¿por qué viajan juntos?
¡Esta es la clave de todo!
...
-¿Quién es él?
Lo ignoro.
...
-¿Quién es ella?
No lo sé.
...
-Él la ama...
¡Malo!
...
-Ella lo aborrece...
¡Magnífico!
...
-Pues que ella toca el final de Norma en sus barbasél no es sumarido...
¡Soberbio!
...
-Y no es su amadopuesto que su amado soy yo.
¡Sublime!
...
-Y no es su amante...
¡Oh!... ¡Ella es pura como el sol!
...
-Y no es su hermano...
¡Imposible! ¿Cuándo fueron hermanos la serpiente y el ruiseñor?
...
-Ni su amigo...
¿Cómo había de serlo?
...
-Ni su padre...
¡Eh!...
...
-Ni su hijo...
¡Qué disparate!
...
-Ni un extraño para ella...
Esto es evidente... ¡y sumamente grave!
...
-Ni su criado...
¡Ca!
...
-Ni su señor...
¡Esto menos que nada!
...
-¡Ah! ¡Me vuelvo loco! ¡La reflexión embriaga tanto como el vino!
Dijoy bajó a su cámara y se acostó.
Y durmió... «como se duerme a los veinticuatro años»segúnsuelen decir los novelistas que han pasado de esa edada que yo no he llegadotodavía.
- VII -
Una mirada de Rurico de Cálix
No bien despertó Serafínexclamócomo el general que presiente labatalla:
-¡Hoy es un gran día!
Vistiosepuescon algún esmero y sacó de la maleta el violín.
En este momento apareció en la escotilla aquel negrito vestido de blanco queya lo visitó otra vez.
Venía con un dedo sobre los labiosrecomendando silencioy le entregó unadiminuta carta.
Serafín quiso hablarle antes de que se le escapara como en la otra ocasiónpero el negro dio muestras de no entender el francésel italiano ni elespañolúnicos idiomas que poseía el músico.
Entonces leyó éste la cartaque decía así:
«Arrecia el peligro.
»El primer día que subáis sobre cubierta se fingirá loco un marinero y osdará de puñaladas.
»No temáis un envenenamiento.»
-¡Sin firma! -exclamó Serafín-. Pero ¡es de ella!
Una idea lo deslumbró de pronto.
-¡He aquí la ocasión de escribirle! -exclamó con indecible júbilo.
Pero el negro había desaparecido.
-¡Diablo! -dijo Serafínque en los casos apurados se acordaba de laexclamación de Alberto-. ¡Soy el hombre más torpe que recibe mensajesamorosos!
Y volvió a leer la cartay la guardódespués de besarla repetidas veces.
-¡Hoy subo sobre cubierta! -murmuró en seguidadirigiéndose a un espejopara acabar de arreglarse la corbata.
Ocupado estaba en esta operacióncuando vio dibujarse en el cristal lafunesta figura de Rurico de Cálix.
Vestía una especie de bata de finísimas pieles negras.
Venía espantosamente pálidopero sonriendo.
-¿Estáis mejor? -dijosentándose.
-Yo sí. ¿Y vos? -preguntó Serafín con aparente indiferencia.
-Yo no me puse malo -contestó el Capitánsonriendo siempre.
-Ni yo tampoco... -replicó el músico-. Me dieron sueño vuestros vinos...y nada más.
El Capitán meditó un momentocomo queriendo descubrir la táctica de suinterlocutor.
Pero Serafínque no se fiaba de sus propios ojosmás expresivos de lo queél quisieralos dirigió a otra parteyviendo entonces el violínlocogió como distraídamente.
Rurico quedó atónito al hallar en manos del joven un objeto que creíaperdido en las soledades del mar.
-¿Cuántos violines habéis embarcado? -preguntó luego con la mayor calma.
Nada más que uno... ¡Éste! -respondió Serafíntemplándolo-. ¿Por quélo preguntáis?
Difícil era la contestación.
Pero no para Ruricoque tomó de allí pie para llevar la conversación alterreno que deseaba.
-Lo decía -replicó- a fin de que eligieseis el mejor para esta noche...
-¿Cómo?
-Sí; deseo que toquéis un rato en mi cámara. Doy un conciertoy osconvido.
Serafín se levantó sobresaltado. El golpe del Capitán era certero.
-¿Qué os sucede? -preguntó el jarl sonriendo.
-¡Nada! -contestó el músicodominándose instantáneamente-. Echo demenos la caja de mi violín.
Si el golpe del jarl fue bien dirigidoel del artista no era menosformidable.
-Y ¿quién toma parte en ese concierto? -preguntó en seguida Serafín convisible emoción.
-Todo un genio... -respondió el Capitán.
-¡Un genio!
-Sí; que logrará maravillarosentusiasmarosenloqueceros...
-¡Oh! ¡Oh! ¿De quién me habláis? -exclamó el músico dilatando losojos.
-Supongoqueridoque seguís enamorado de la Hija del Cielo.
-¡Cómo! ¿Es ella? -gritó Serafín-. ¡Voy a oírla cantar! ¡Graciasgraciasamigo mío!
Rurico de Cálix soltó la carcajada.
-¡Qué locura! -exclamó-.¿No os he dicho ya que esa cómica partió paraBuenos Aires?
Serafín se mordió los labios.
-¡Se burla de mí! -pensó llenándose de ira.
El Capitán continuó:
-Se trata de Ericde mi ayuda de cámarasoprano famosísimoque oyó enSevilla a la mujer que tanto amáis...
-Decid que amaba...
-¡Vaya por el pretérito! -repuso el Capitán sin dejar su sonrisa-. Puescomo os decíaEric tiene la facilidad de imitar perfectamente todas las vocesque escuchani más ni menos que el loro del cantor inglés Braham... Yasabréis que la Catalani se puso de rodillas ante aquel pájaro... Pues lopropio haréis vos ante Eric. El oyó a la Hija del Cielo en la Normay la imita de manera queen el Final especialmenteme confundo yomismo... y me falta poco para arrodillarme también.
Pronunció Rurico este discurso con tan completa naturalidadque Serafínhubiera caído en el lazo y creídolo al pie de la letraa no haber escuchadola noche antes su conversación con Gustavo.
Así es que tuvo por su parte la suficiente sangre fría para fingir queaquella revelación le entristecía mucho.
-Hablemos de otra cosa... -dijo entonces Rurico-. Ya sabéis la equivocaciónque descubrimos anoche: vuestro mandadero estaba loco al compraros el billeteyos ha hecho emprender un viaje opuesto al que proyectabais. Ahora bien: el Leviathanllegará mañana a la altura del Norte de Escociadonde se hallan las islasHébridaspertenecientes también a la Gran Bretaña. Yo me ofrezcocomo esjustoa acercarme a esas islas y dejaros en tierrapues no creo que cometáisla locura de venir a helaros a Hammesfert. En Touquecapital de la islade Lewisla mayor del archipiélago hébridotengo un amigo que trafica enlanas con la Noruega; os dejaré en su casay él se encargará de facilitarospasaje para Españade donde podréis pasar a Italiacomo era vuestroproyecto. ¡No tendréis queja de mí!...
Serafín había escuchado al Capitán sin indicarle extrañezaafirmaciónni negativa.
Quería sondear hasta el fondo de sus intenciones.
Aquella proposición era la primera y última generosidad de Rurico.
-Este hombre -pensó Serafín- sospecha que anoche oí cantar a la Hijadel Cieloy me quiere despistar diciéndome que quien cantó fue Eric.¡Esta noche se pondrá Eric maloy no habrá concierto!... ¡No está malpensado! No reteniéndome ya nada a bordocomo él cree que yo creolo naturalsería que me aprovechase del medio que me propone de no ir a Laponia...¡Mañana me dejaba en esa islay se libraba de mí! ¡Puesseñorconfesemosque obra con talento! ¡Y con generosidad... pues que da este paso para ver sipuede evitar el matarme! Meditemos. Si aceptosalgo de compromisos; evito elpeligro que me amaga; no me expongo al invierno polar; salvo la mayor parte demis queridos mil duros; veo a Italia... y me quedo sin la Hija del Cielo.Si rehúsome expongo a morir asesinadoa morir heladoa morir de hambreano ver más a Matilde y a no ir a Italia... Pero quedo al lado de la Hija delCieloy... ¡quién sabe!
Este ¡quién sabe! tan halagüeñoque acaso es el más fuerte lazoque une al hombre a la vidadecidió a Serafín.
Rurico extrañó mucho el silencio del joveny dijo con cierta inquietud:
-¿En qué pensáis?
-PiensoCapitán... -respondió el joven-en que vuestras palabras me dan aentender dos o tres cosasde las cuales una me afligiría sobremanera.
-¿Cómo?
-¡Lo que os digo! O estáis locoy esto es lo que me afligiríau os duranlos humos de la embriaguez de anocheo habéis bebido de nuevo hoy por lamañana...
Rurico de Cálix fijó en el joven una mirada terribleardientedeslumbradora: la chispa de fuego que vagaba extendida por aquellos ojos mudosse encontró en medio de la pupilapartiendo hacia Serafín como una flechaenvenenada.
Éste se echó a reír.
-No os riáis -murmuró Rurico-. No os riáisy explicadme vuestraspalabras.
-¿No he de reírme? -replicó Serafín trémulo a su pesar-. ¿No he dereírme al oíros decir que yo no quiero ir a Laponiasino a Italia? ¿Dedónde sacáis eso?
-Anoche...vos... -empezó a decir el Capitán.
-¡Anoche estaba yo ebrio! -repuso Serafínencogiéndose de hombros.
-Dijisteis que vuestro billete estaba equivocado.
-No hay tal cosaCapitán. Miradlo... Aquí debo de tenerlopuesto que melo distéis anoche... Sí...¡aquí está! Leed: «Para Hammesfert(Laponia).» ¡Oh! ¡Está perfectamente! Tres años hace que proyecto estaexpedición. ¡Tres añosCapitán! Pero vossin dudame habéis confundidocon mi amigo Albertoque partió a Italia el mismo día que yo entré en el Leviathan...¡Ya sabéis de quién hablopues que tenéis pendiente con él una promesade desafío!... Unos esponsales fúnebresque diría Víctor Hugo.
El Capitán se había levantado mientras Serafín pronunciaba estas palabrasque bien podían ser su sentencia de muerte.
Oyolas impasibleycuando concluyó de hablar el jovenle alargó la manodiciéndole:
-Dispensadme un momento de alucinación. Confieso que anoche perdí elsentido. Decís bien en todo.
Serafín sintió frío al escuchar aquella voz heladalentapavorosa.
-Hasta la noche... -añadió el Capitánretirándose.
-Hasta la noche... -repitió Serafín-. Acudiré al concierto.
-¡Quedaos con Dios! -exclamó Rurico al abandonar la cámara.
-¡Adiósjarl!-contestó el joven estremeciéndoseporque aquélla era laprimera vez que había oído de los labios del Capitán el santo nombre de Dios.
Esta palabra augustadicha en aquella ocasión y por un hombre como Ruricoera el aviso religioso que da el sacrificador a la víctima antes de descargarel golpe sobre su cuello.
- VIII -
Que terminara con una sonrisa de Rurico de Cálix
Eran las once de aquella misma mañana
El Leviathan seguía avanzando hacia el Norte.
Hacía un frío espantoso.
El Océano estaba cenicientoy toda la extensión del cielo cubierta denubes pardas.
A la parte de estribor veíase a lo lejos una línea negraque interrumpíala monótona regularidad del horizonte.
Era Escocia.
Toda la tripulación se hallaba sobre la cubierta del bergantínno yatomando el solque apenas calentaba cuando salía un momento de entre lasnubessino envuelta en pielesdividida en grupos y fumando sin cesar.
Rurico de Cálix se paseaba en el alcázar de popa.
A las once y media apareció Serafín por la escotilla que conducía a sucámara.
Estaba muy pálidopero sereno.
Sin la gravedad de su situaciónno hubiera permanecido sobre cubierta consu traje meridional.
Pero estaba tan preocupadoque no reparó en el frío que tenía.
Serafín llevaba un proyecto.
Rurico se detuvo al verle.
El joven se acercó a élno sin pasear antes la vista por toda latripulación.
-¿Cuál será el asesino? -pensaba Serafín.
El Capitán lo saludó fríamentey se puso a mirar con un catalejo hacia laparte de Escocia.
Serafín oyó entonces a su espalda una carcajada estridente y ronca.
Volviosey vio que un marinerotan pequeño y rubio como todos los demásluchaba por desasirse de las manos de sus compañeroshaciendo espantososvisajes y riendo como un verdadero demente.
El Capitán no se movióni miró siquiera hacia aquel lado.
Serafín volvió la espalda al peligro.
Quería dejarlo llegar...
A los pocos momentos oyó un grito de todos los marineros.
-El loco fingido se dirige contra mí... -pensó el joven.
En seguida oyó pasos.
-¡Ya se acerca! -se dijopalideciendo hasta la lividez.
Entonces se volvió bruscamente.
El fingido loco se le echaba encima armado de un puñal.
Serafín le detuvo el brazo con un movimiento súbito; retorciole la muñecahasta hacerle soltar el arma; lo cogió del cuello y de la cintura; levantolosobre su cabezallegó a la banda de babor y lo arrojó al mar.
Todo esto fue obra de cuatro segundos.
La tripulación lanzó un grito más terrible que el anteriory corrió asalvar a su camarada.
El Capitán se volviócreyéndolo todo terminado.
Lo primero que vio fue a Serafín de pieinmóvilrígidoamenazadorconuna pistola en cada mano.
Rurico retrocedió y miró en torno de sí.
Entonces oyó en el mar un lamentoy vio al marinero asesino luchar con untiburón.
El marinero desapareció bajo las olasno obstante las cuerdas que learrojaron desde el barco.
Rurico temió que Serafín lo matase también a ély exclamóhipócritamente:
-¿Qué es estoamigo mío?
- Esto es... -replicó el joven- que mato para no morir. ¡Capitánsois unasesino!
El Capitán dio un paso hacia adelante.
-¡No os acerquéis... -exclamó Serafín-o me obligaréis a mataros!
Rurico de Cálix se paró.
Las palabras condicionales de Serafín acababan de indicarle que su vida nocorría peligro.
Entonces meditó un momento.
En seguida dijo una palabra en su idioma una sola palabra; pero con voz tanterribleque todos los marineros se volvieron hacia él llenos de susto.
Estaba transfigurado.
Había descubierto su cabeza y tiradola atrás con indecible arrogancia: susmanos apartaban de su pecho la túnica azuldejando ver un peto rojo atravesadode una banda amarilla; sus ojos lanzaban llamas; su bocacontraída por lafuriasonreía de una manera espantosay toda su actitud demostraba un mismotan salvaje y sanguinarioque aterró a Serafín.
Todos los tripulantes se descubrieron al ver la misteriosa insignia quecampeaba en el pecho del Capitány arrojaron los gorros por altolanzando un ¡hurra!atronador.
Rurico de Cálix pronunció entoncesen son de arengavarias palabrasininteligibles para el músico.
La tripulación lanzó otro ¡hurra! y se adelantó hacia Serafínque en un momento se vio rodeado de puñales.
Ruricoentretantoocultaba la enseña amarillacual si temiese que fuesevista por otras personas...
Serafínacosadorodeadoperdidoconoció que había llegado la ocasiónde realizar el proyecto con que subió a cubiertay disparó un tiro al aire.
Los marineros dieron un paso atrásy se miraron unos a otrosa fin de versi alguno estaba herido.
En aquel intermedio oyéronse gritos en lo interior del buque.
Serafín no apartaba sus ojos de cierta escotilla.
Al fin apareció por ella la persona que esperaba.
Era una joven altabellísimade cabellos de oro y ojos azules...
¡Era la Hija del Cielo!
El señor Gustavoel anciano que conocemossalió detrás de la joven.
La tripulación miró al Capitáncomo pidiéndole órdenes.
Rurico pronunció una palabray los marineros bajaron sus puñales.
Serafín devoraba entretanto con la vista a la encantadora mujer que lolibraba de la muerte.
La Hija del Cielopálidamal envuelta en un manto de armiño y fijala mirada en Rurico de Cálixseñalaba con una mano a Serafín...
El Capitán empezó a murmurar algunas palabras en su idioma.
-¡Excusas y calumnias serán las que estáis diciendo! -exclamó Serafín enitaliano-. ¡Señora! -añadió dirigiéndose a la joven-: ¡Caballero!-prosiguióencarándose con Gustavo-: ¡Sed testigos de que desde este momentohasta que desembarque en Laponiahago responsable de mi vida al jarlRurico de CálixCapitán de este buque! Si muero durante la travesíaél esmi asesinoy yo lo delato desde ahora.
Imposible nos fuera pintar la ira que animó el rostro del Capitánni lasonrisa que apareció en los labios de la Hija del Cielo.
Miró ésta a Serafín luego que dejó de hablary saludándolo con unmovimiento de cabezadescendió a su cámara cual si huyese de Rurico deCálix.
Gustavo la siguió.
Serafín dirigió al cielo una mirada supremaen que reunió toda sugratitudtoda su dichatodo su amory se dirigió a su departamento.
La tripulación le abrió paso.
Rurico de Cálix lo siguió con la vista hasta que desapareció.
Apoderose entonces del Capitán una ansiedad terribleun ciego furorunaespantosa rabia...
Luego se calmó gradualmentey se dirigió a su cámara con paso lento...
Al penetrar en ellahabía ya vuelto a sus labios aquella habitual sonrisaque tantos males presagiaba.
- IX -
El mar es un contrabajo
Serafín era dichososin embargo de tener mucho frío.
No sólo había vencido al Capitánsino que le habíaarrancado las uñas.
Nada tenía que temerpor consiguientey sí mucho que esperar en beneficiode su amor.
Pasópuesel día sumido en los más dulces pensamientos.
-¡Va aquí! -decía-¡a mi lado! ¡conmigo! ¡a diez pasos de estacámara! ¡Me ha salvado la vidadespués de avisarme dos veces el peligro!¡Me amame ama sin duda alguna! ¡Pero yo necesito verla otra vez; yo necesitohablarle; decirle que sigo este viaje sólo por ella; saber lo que me resta quesufrirlo que debo esperar de su amorlo que debo hacer para no separarmenunca de su lado!
¡Maspesárale a su impacienciaSerafín no podía hacer más que aguardarlos acontecimientos!
Conociolo asíy dejó de atormentarse con estériles cavilaciones.
Al anochecer se acostó.
Empezaba ya a dormirsecuando oyó de pronto un mugido largoinmensoatronador.
El bergantín dio un espantoso tumbo.
Al mismo tiempo oyó un ruido infernal sobre cubierta.
La bocina de mando sobresalió entre aquel formidable estruendo.
El Leviathan recibió otra violenta sacudida.
-¡La tempestad! -exclamó Serafín saltando de la cama y vistiéndose comopudo.
Las olas rugían espantosamente al estrellarse contra los costados del buque.
El viento silbaba en la arboladuraremedando gritoslamentosimprecaciones.
Serafín tuvo miedo y subió a la cubierta.
Reinaba la más completa obscuridadque interrumpían a veces losrelámpagos y algunos farolillos colgados acá y allá.
El Océano brillabaen medio de su espantosa agitacióncomo los ojos de unmonstruo inconmensurable.
Llovíatronabarelampagueaba.
El cielo y el espacio eran un solo caos de amenazas y horrores.
Las olas asaltaban la cubierta del bergantín.
En medio de aquel cuadro fúnebreen el centro de aquella cólerade aquelestragode aquella devastaciónvio Serafína la luz de un relámpagoaRurico de Cálixsolode pie en la popacon el timón en una mano y la bocinaen la otrahaciendo frente a los elementoscalado por el mar y la lluviasindoblarse al empuje de la tormentaexaltadoradiantesublime.
¡Era su hora! El trueno estallaba sobre su frente; el mar bramaba a sus piescomo una leona hambrienta; el barco crujía y saltaba sobre las olas como unaserpiente sobre peñascos.
Pero el barco era él: él lo gobernabalo espoleabalo detenía como unárabe a su caballo. Él eraen finel alma de la tempestad. La sombra loenvolvía y el rayo lo revelaba. Estaba verdaderamente hermoso.
Serafín no pudo menos de admirarloy hasta sintió celos de él...
-¡Si ella lo viera en este instante -se dijo-lo admiraría como yo!
Al pensar Serafín de este modorecordó la angustia y el temor que la Hijadel Cielo experimentaría en medio de tan horrible tempestad; reflexionóen que acaso era aquélla la última hora de cuantos se hallaban a bordoy unestremecimiento de terror circuló por todo su cuerpo.
¡Sólo temblaba por ella!
Acaso también por ella desplegaba Rurico aquel valor salvaje.
-¡Oh! Si él consigue salvarla -pensó Serafín-dejaré de odiarlo... o leaborreceré menos.
Meditando asíhabíase acercado instintivamente a la cámara de la Hijadel Cielo.
Un gritoen que reconoció la voz de ellavino a herir sus oídos.
Ya no vaciló...
Rápido como el pensamiento descendió por la escotilla.
Luego que estuvo en la cámara del Capitánse paró un instanteadmiradode lo que llegó a percibir.
En efecto: el grito que escuchó desde la cubierta fue lanzado por la joven;pero no era un grito de terrorsino un eco melodiosouna ráfaga dearmonía...
La Hija del Cielo cantaba al compás de la tormenta.
¡Magnífico acompañamiento para semejante voz!
He aquí por qué hemos dicho que el mar es un contrabajo.
Pero ¿qué cantaba la desconocida?
¡Cantaba el final de Norma!
Serafín permaneció atónito por un instante.
¡Nada tan sublime como aquella voz de ángel acompañada por el bramido delOcéano; nada tan heroico como aquella inspiración artística en medio delpeligro; nada tan pavoroso como aquel canto profano respondiendo a la cólera deDios; nada tan dulce como aquel recuerdo de Serafínacariciado por la joven enla misma hora de la muerte!
El músico no vaciló ni un momento: abrió la vidriera de coloresa travésde la cual se oía aquel canto supremoy penetró en una lujosa antecámaraencuyo fondo percibió otra puertatambién de cristalespor la cual se escapabauna débil claridad...
Detúvose entoncescomo si profanase un templo.
Pero un vaivén más terrible del barcoun silbido más fúnebre del vientoun clamor más desesperado del marle recordaron que se trataba de morir allado de la extranjerade salvarle la vida acaso...
Empujópuesla segunda vidrieray entró.
En el fondo del aposento estaba la Hija del Cielode espaldas a lapuertasentada ante el piano.
La joven cantaba en aquel mismo instante estas sublimes palabras:
Cual cor tradisti |
cual cor perdesti |
quest'ora orrenda |
ti manifesti. |
- X -
Brunildanombre de buen gusto
Era tal el estruendo que reinaba en todo el buque y tal el fragor de latormentaque la Hija del Cielo no reparó en la entrada de Serafín.
Así es que continuó cantando.
Nuestro músico temblaba de amor y respeto.
La estancia en que había penetrado era digna de figurar en la galera quemontaba Cleopatra cuando bogaba por el Nilo con el vencedor del mundo.
Pero Serafín sólo tenía ojos para contemplar a su adorada.
La Hija del Cielo vestía una larga túnica de terciopelo verdequemodelaba noblemente las formas juveniles de su hermoso talle. Los bucles de orode su cabelleramal aprisionados en un casquete griego de terciopelo tambiénverdesalpicado de perlascaían alrededor de su cuellovelado de encajes. Ensus primorosas manos campeaba una sola sortijamuy singular por cierto. Era unestrecho aro de plata con un rubí plano en forma de escudoatravesado de unaligera banda de oro; trasunto quizá del peto rojo con insignia amarilla queocultaba Rurico de Cálix bajo su blusa.
Luego que la joven acabó de cantaradelantóse Serafínque aúnpermanecía junto a la puertaycayendo de rodillas al lado del pianoexclamó:
-¡Perdonadme!
La Hija del Cielo se volvió asombraday encontró al músico a suspies.
La tempestad rugía más que nunca.
El Leviathan oscilaba en todas direcciones como una fiera herida demuerte.
-¡Vos aquí! -exclamó la joven en italianodirigiendo a Serafín unamirada indefinible.
-¡Perecemosseñora!... -contestó el joven en el idioma que había usadoella-. ¡Yo quiero salvaros o morir con vos!
-¡Sé que morimos... -respondió la hermosa-y ya veis que me despedía delmundo! -Levantaos y volved a vuestra cámara. ¡No añadáis un peligro más alos que nos cercan!
-¡Qué me importan los peligros con tal de que viváis! ¿No los hearrostrado esta mañana? ¿No estoy resuelto a arrostrarlos hasta morir olibraros de ese hombre?
La extranjera se estremeció al escuchar estas palabrasy exclamó con vozsevera y en cierto modo solemne:
-¿Quién os da derecho para pensar que yo quiero librarme de nadie? Voshabéis hecho hoy responsable de vuestra vida al jarl Rurico de Cálix...¡Yoa mi vezos hago a vos responsable de la suya!
Serafín quedó anonadado.
-¡Luego le amáis! -dijo con desesperación.
-¡Le pertenezco! -contestó ellamirando al joven con fijeza y dignidad-.Le pertenezcoy él me pertenece. Su vida es la mía. Si él muere a vuestrasmanosyo debo morir al saberlo; y si yo muriese antesél pediría a loscielos y a la tierra cuenta de mi muerte. ¡Porque yo no soy dueña de mi vida!¡Porque mi vida es suya!
Serafínque tanto había soñado con el amor de la Hija del Cielosehorrorizó al tropezar tan pronto con la barrera de la desesperación.
-SeñoraRurico de Cálix vivirá... -dijo con voz ronca y desconsolada.
Y dio un paso hacia la puerta.
La desconocida frunció la frente con visible enojo.
Luego hizo un movimiento como para hablarcomo para detenerlo...
Después se arrepintió y lo dejó irse.
Masal verlo ya junto a la puertaexclamó de un modo extraño:
-No me habéis entendido...
Serafín volvió sobre sus pasos y llegó cerca de la joven.
-¡Tenedme lástima! -dijo con desconsuelo.
-¿Qué pensabais al alejaros? -preguntó la extranjera.
-Pensabaseñoraen que yo no pertenezco a nadie; en que nadie mepertenece; en que mi vida es mía; en que nadie pedirá a los cielos ni a latierra cuenta de mi muerte... ¡En que hay hombres más venturosos que yo!
-¡No envidiéis su ventura! -repuso la joven con voz sombría.
-¡Oh!...decidme de una vez... -exclamó Serafín.
-Os digo que viváis.
-¿Para qué?
-¡Para vivir! -exclamó con grandeza la Hija del Cielo.
-¡Pero lejos de vos!... -murmuró Serafín con desaliento.
-Lejos de mímuy lejos.
-¡Oh!... Vivir asíes la muerte.
-¡Vivir es amar! -respondió la joven.
-¡Oh!-suspiró él-. Pero amar sin esperanza es padecer demasiado...
-¡Y padecer por lo que amarnos es una dicha mayor que la del sepulcro!
Dijo la extranjera estas palabras con tan honda penaque Serafín creyó queenvolvían un sentimiento de amor hacia él.
-Os he detenido cuando os marchabais -continuó la jovencomo para borrar laesperanza que había sorprendido en los ojos de Serafín-porque no puedo menosde conocer que tenéis algún derecho a mi consideración. Sé que seguís pormí este viaje descabelladoy vi vuestro peligro de esta mañana... Pues bien:en nombre de ese amorde esos sacrificios que os he costadoos repitó queviváis; que os alejéis de mí; ¡que me olvidéis!
-Pero ¿cómo? -dijo el joven con amargo despecho-. ¿Podréis olvidarme vos?¿Existe el olvido?
La desconocida lo miró profundamente.
-¡Creedlo así! -murmuró.
-¡Ah! -repuso él-. ¿Conque no me amáis?
-Y ¿qué os importaría un amor imposible?
-Me daría fuerzas para abandonaros...
-¡No las tendríais! -contestó la joven con tristeza.
-¡Ah!... Pero vos...
-Yo pertenezco o he de pertenecer al jarl de Cálix. No me preguntéismás.
-Bienseñora... -dijo Serafín con frialdad-. Todo esto quiere decir que mehe engañado. ¡No tenéis alma! ¡Ya me lo había dicho el Capitán!...
La joven volvió a mirarlo intensamentesonrió con amargura y replicó:
-Decís bien.
Serafín se llevó una mano al corazónpalideciendo.
Una lágrima apareció en los ojos de la Hija del Cielo.
Pero no se cuidó de ocultarla ni de enjugarla.
Dejola correr por su rostrocomo respondiendo a la reconvención deSerafín.
Éste vio aquel dolor misterioso y dijo:
-¡Vos padecéisseñora!... ¿Por quési no me amáis?
-¡Sí; sois muy cruel! -repuso la joven con triste sonrisa.
-Pero esa lágrima¿es al menos una promesa? ¿Me dejáis la esperanza?
-Si os dijera que sícometería un sacrilegio.
Serafín soportó aquella nueva ola de amargura.
Luego que pasóes decirluego que su corazón se empapó en ellasaludóa la jovenque permanecía de piepálida como la muertey se dispusonuevamente a salir de la cámara.
Pero una espantosa sacudida del barco le hizo retroceder. Las tablascrujieron de un modo horribley oyose el bramido del mar más furioso quenunca.
La Hija del Cielo cayó de rodillas.
Serafín acudió a sostenerla y la condujo al sofá.
-¡El barco naufraga! -dijo la joven-. ¡Idos a vuestra cámara!... ElCapitán y otro hombreaquien amo como a un segundo padrebajarán cuandotodo esté perdido... ¡Querrán morir ami lado!
-¡Morir! -exclamó el artista-. ¿Y yoseñora? ¿Y yo?
El suelo de la cámara empezó en esto a cubrirse de agua.
-Vos moriréis lejos de mí... como hubierais vivido... -respondió la joventendiendo la mano a Serafín-. ¡Adiós! ¡Adiós!
-¡Oh! ¡Esto no es posible! -exclamó el infeliz amante-. ¡Quiero morir osalvaros!...
-AdiósSerafín... -repitió ellaviendo que la inundación subía.
-¡Ah! ¡Sabéis mi nombre! -exclamó el jovenestrechando la trémula manode la hermosa-. Una palabra más... ¡Ya veis que morimos!... ¡Una palabra!...¡Una mirada de amor!... Decidme vuestro nombre! ¡Decidme que me amáis!
-IdosSerafín... idos...y no muráis a mi lado... -respondió ladesconocida con trémula voz-. El Capitán va a venir... El Capitán vendrá conla seguridad de nuestra muerte...
¡Entrad en una lanchaen un bote; asíos a una tabla! ¡Salvaosen fin!
-¡Vuestro nombreseñora; vuestro nombrepara bendecirlo a la hora de lamuerte!...
Hubo un instante de silencio.
La desconocida alzó la frenteroja de amory dijo con firmeza:
-Me llamo Brunilda-... ¡Esperad!... ¡Oh!
¡Cuánto diera por tener la seguridad de que vamos a morir esta noche!
-¿Para qué? -exclamó Serafín aterrado.
-¡Para poderos decir... -prorrumpió la joven entre un mar de lágrimas-todo lo injusto que sois conmigo!
-¡Ah! -dijo Serafín-. ¡Ahoraque venga la muerte!
Yestrechando a Brunilda entre sus brazos con un delirio inexplicablemiróhacia la puerta de la cámara como desafiando a la tempestad.
-¡Dejadme! -murmuró la joven.
-¡AdiósBrunilda! -exclamó Serafín-. Si nos salvamos de la muerte....¡que yo os vea otra vez! ¡Será la última!
-¡Os lo juro! -respondió la extranjera-. Ahora...¡marchad! -añadiódesprendiéndose de sus brazos.
-¡Adiós!... -murmuró Serafínalejándose y tendiendo una mano haciaellacual si quisiese acortar así la distancia que ya los separaba.
-¡Adiós!... -respondió Brunilda cuando lo vio desaparecer.
- XI -
Esto es hecho
Cuando Serafín apareció sobre cubiertala tempestad bramaba más quenunca. Nuestro joven no pudo menos de estremecerse al ver el horrible cuadro quepresentaba el bergantín.
No obstante su sólida construcción y su casco estrecho y prolongadomuy apropósito para luchar con las tormentashabía padecido extraordinariamenteyveíanse por todas partes pedazos de la destrozada arboladuramarineros heridosen las maniobrasotros que con el hacha y el martillo remediaban las averíasmás considerablesyen medio de este conjunto desoladora Rurico de Cálixmultiplicándose para acudir a todos ladospreviéndolo tododominándolotodocomo un Titáncomo un Genio.
Gustavo estaba al lado del timón.
Serafínposeído de indecible angustiapues no veía en el naufragio otracosa que la muerte de la Hija del Cielollegose resueltamente al ancianoy le preguntó en francés:
-¿Hay esperanza? -¡Decídmelopor Dios!...- ¿Perecemos?
-¡Nos salvamosgracias a ese hombre! -contestó Gustavo señalando aRurico.
En cuanto a ésteno estaba para reparar en Serafínquientranquilo yacon las palabras del viejose dirigió a su cámarahenchido nuevamente deesperanza y de pasión.
Dos horas despuésla tempestad cedió completamente.
Al rayar el día sólo quedaba de tanta cólera y tanto estrago una fuertemarejada.
Serafín... ¡Ah!... Serafín bendecía al Capitán y a los marineros cadavez que pensaba en que a sus esfuerzos debía la vida de Brunilda... Pero otraidea incontrastable luchaba con la del agradecimiento.
«¡Os lo juro!» Esta palabra de la hermosaesta promesa de volver ahablarle si sobrevivían a la tempestadfue al cabo el pensamiento dominante denuestro joven en el resto de aquel día de descanso.
Sin más peligros ni aventurassin volver a ver a Ruricosin saber nada dela Hija del Cielosin oírla cantarsin tocar el violínpasó nuestrohéroe quince días mortales.
Lo único notable que ocurrió en este intermediofue que Serafín encontróuna mañana al lado de su lecho un traje de riquísimas pielescomo los queusaba el Capitán.
El joven no dudó de que aquel precioso regalo provenía de Brunilda.
Y decimos preciosoporque el frío era intensísimo a pesar deacercarse el mes de Junio.
También notó Serafín que las noches iban acortando a tal extremoque enaquellos últimos días apenas había tres horas de obscuridad y dos o tres decrepúsculos.
Al finuna tarde (a las diez de la tardeque pudiéramos decir) se detuvoel Leviathan de prontoy el músico oyó el ruido de las cadenas de lasáncoras.
-¡Hemos llegado! -pensó el joven-. ¡Alberto! ¡Alberto! ¡Voy a deberte misuprema dicha o mi suprema desesperación! ¡A tu loco proyecto lo deberé todo!
Púsose entonces a empaquetar su equipajeyluego que hubo terminadosubió sobre cubierta.
Estaban enfrente de Hammesfert.
- XII -
Serafín y su equipaje
Hammesfert se ha llamado por los viajerosy por los naturales del paísla Venecia del Norteporquea la manera de la bella esposa delAdriáticoestá toda cruzada de canalesa tal punto que no se puede pasar deun barrio a otro sino en lanchas o por altísimos puentes. Las aguas de aquellaslagunas son célebres por su transparenciaque deja ver los pescados y lasarenas de los fondos más profundos como a través de un cristal. La mayor partedel año están helados los canalesy entonces sustituyen a las lanchas lostrineos y los bastones herrados; pero cuando llega el verdadero invierno polarnadie sale de su casa. Con este motivo hay barrios enteros cubiertos decristalescelosías y toldosque permiten a cincuenta o sesenta familiasllevar una vida íntima y mancomúnno desprovista de goces y bienestar. Elresto de la población pasa casi todo el invierno en vastísimos cafésdondees asombroso el consumo que se hace de ponche y de tabaco. Los lapones vivenmucho tiempo en una atmósfera de humo y de embriaguez y en la más completaholganzacual si cada uno de aquellos falansteriospermítasenos lapalabrafuese una embarcación y cada invierno un largo viaje. Por la parte delNorte hay una alta barrera de montañasque protege la población contra elsoplo borealy por esta misma causa los veranos son algo templados. Otraventaja gozan aquellos habitantesy es quepor un prodigio de la Naturalezael río de Hammesfert no se hiela nunca. El puertoasaz seguro yabrigadoestá desde la primavera poblado de embarcaciones danesasfinesas ydel mar Blancoque comercian con aquel extremo del mundoúltimo puntocivilizado de Europa.
He aquí la ciudad en que iba a desembarcar nuestro músico.
Dos camareros trasladaron su equipaje a una lanchainvitándole a entrar enella.
Rurico de Cálix no parecía por la cubierta.
Serafín partiópuesdel Leviathan sin despedirse de nadiecon elcorazón entristecidotemiéndolo todo y no sabiendo qué esperar...
-«¡Os lo juro!» -se repetía el músico-. ¿Me cumplirá sujuramento? ¿Volveré a verla? Y de todos modos¿qué haré entretanto?
En verdad que no lo sabía.
Saltó a tierra.
Estaba solo en el mundo: nadie entendía su idioma: nada sabía acerca de lapoblación en que entraba.
Los marineros desembarcaron su equipajecolocándolo cuidadosamente sobre laarena de la playa.
En seguida se volvieron al bergantín.
Nuestro joven quiso hacerles entender que necesitaba una fondaun carruajeun mozoun intérprete...
Los lapones se llevaron a los dientes la uña del dedo pulgar.
Serafín se sentó entonces en medio de sus maletassobre una caja queencerraba sus libros y papelesy se puso a reflexionar.
Sus reflexiones no dieron ningún resultado.
Siempre que reflexionaba le sucedía lo mismo.
El sol se ocultó por el Mediodíaconcluyendo su carrera con unaperfecta línea diagonal.
La noche llegabay hacía un frío espantoso.
El músico no apartaba los ojos del Leviathan.
¿Qué esperaba?
Tampoco lo sabía.
Ya empezaba a cerrar la nochecuando vio que una góndola se apartaba delbergantín con dirección a tierra.
-¡Ahí irá Brunilda! -pensó el músico-. Ahorasi yo fuera un héroerománticocorrería más que esa góndola; llegaría por tierra a la ciudadysabría dónde se hospeda mi adorada... Pero ¿cómo abandono mi equipaje? ¡Ah!¡Ese infame lo ha calculado todo! ¡Ha contado con mi perplejidad y con mipobreza!¡No sé qué partido tomar! Yo perdería con gusto mis baúlesmiviolínmis librosmi músicatodo mi caudaltodo mi equipajeen unapalabrapor verlapor seguirlapor hallarla de nuevo... Pero ¿y si no quiereella que la siga? ¿Y si es una imprudencia que la compromete? ¿Y si ella tieneotro plan?
Entretanto cruzaba la góndola por delante de la playa con dirección a Hammesfert.
Serafín seguía inmóvil como un idiota.
Una mujer y un hombre ocupaban la pequeña embarcación.
-¡Brunilda y el conde Gustavo!... -exclamó Serafín-. ¡Ah! ¡Rurico no vacon ellos!... ¡Tanto mejor!
La góndola pasó a unas trescientas varas del punto en que se hallabanuestro joven.
Éste agitó su pañuelo en el aire...
Otro pañuelo ondeó dentro de la góndola.
La noche avanzaba apresuradamente.
-¡Es ella! ¡Ellaque me responde! -exclamó Serafín con indeciblejúbilo.
La góndola desapareció lentamente hacia el Norte.
El pobre músico se dejó caer de nuevo sobre sus maletaslanzando unamarguísimo suspiro.
La noche acabó de correr sus cortinajes de sombra.
- XIII -
Lo que va de un blanco a un negro
Volvamos al Leviathan.
Al mismo tiempo que Serafín quedaba solo y anonadadoenvuelto en tinieblasy sentado sobre su equipajeun botecilloestrecho como una piragua japonesase separaba del bergantín con dirección a aquella playallevando a bordootras dos personas.
En aquel momento salió la lunaallá por el Nortemenguadaagonizantetristísima.
Los pasajeros del bote eran Rurico de Cálix y aquel negrito que habíallevado dos billetes a Serafín.
Rurico divisó con su vista de marino el triste cuadro que ofrecía elespañol en medio de sus baúlesen la desierta orilla del mary mandó a losbarqueros que se aproximaran a aquel punto sin meter mucho ruidoa fin decerciorarse de lo que allí pasaba.
Serafín no advirtió el espionaje de que era objetoni la aproximación delbote; pero Rurico y el negro lo vieron a él perfectamente.
El desdichado músico sacaba en aquel instante una pistolacuyo cañónbrilló al rayo de la luna.
El negrito se estremeció y dilató sus grandes ojos leonadosseñalando conuna mano a aquel hombre tan abandonadotan solotan abatidoque ofrecía todoel aspecto de un suicida.
Rurico se sonrióporque sin duda había sospechado lo mismo.
-¡Boga! ¡Boga! -dijo tranquilamente al remero.
Y el bote se alejó de la playa.
Y el negrito siguió con los ojos fijos en aquella parte de la costa dondehabía quedado Serafín...
¡Y la sonrisa de Rurico se acentuaba!...
En esto sonó un tiro a lo lejos...en el mismo paraje donde hemos dejado anuestro pobre músico...
El negro cruzó las manos y dio un grito.
El jarl respiró como quien abandona una pesada carga.
Y el bote desapareció entre las sombras de la nochehacia la parte dondebrillaban las luces y sonaban los rumores de la próxima ciudad.
- XIV -
Pistoletazo
Serafín estaba fríoinmóvil.
Veamos lo que había sucedido.
Acongojado el artista al verse abandonado lejos de su patria; separado deBrunilda; sin casa; sin haber dejado a la joven indicio alguno para que le dieseuna cita; expuesto a helarse o a ser robado; en un país desconocidocuyoidioma no entendía; con diez y ocho mil reales por todo capitaletcéteraetc.concibió una idea desesperada...
Y sacó una pistola.
Recordaba que en otra situación no menos críticaen que su vida corrióinminente peligrose había salvado disparando un tiro al airey se habíapropuesto disparar ahora otro... para salir de una vez de apuros...
¡Pero dispararlo también al airepor supuesto!
Su idea no era desacertada.
-Si aquí hay policía -pensó-acudirá al oír el tiro. Si no la hayhabrá suicidas y piadosos. ¡Veamos si algún piadoso cree que soy un suiciday acude a socorrerme! Yo me dejaré socorrer; le daré dineroy habréencontrado casa y salvado mis baúles.
Hecha esta reflexiónnuestro joven disparó la pistola que había sacado.
Pero no al aire...
Y aquí entra lo más penoso; lo que Serafín no había previsto; lo que ellector no quisiera saber...
- XV -
Último suspiro
En efecto: triste es decirlo...
¡Serafín no tenía buen pulso!
Así es que en vez de perderse su tiro en el airecomo era su propósitoseperdió en el mar.
¡Gracias a Dios! dirá el lectordando el último suspiro de los que le hacostado este incidente.
Pues ¿qué creíais? ¿Que Serafín se había suicidado? ¡No era tantonto!... Serafín tenía un lazo que lo ligaba a la existenciay este lazo eraaquella frase de Brunilda:
«¡Os lo juro!»
AdemásSerafín creía en Dios.
- XVI -
Donde el autor confía a una tercera persona el relato de latercera parte de esta novela
No se esperaba Serafín las consecuencias de aquel tiro.
En primer lugarRurico de Cálix penetraría en la ciudad de Hammesfertmuy convencido de que su rival había dejado de existir.
En segundo lugarno había pasado una hora desde que el mar recibió aquellaofensa cuando vino a sacar a nuestro músico de sus reflexiones un confuso rumorde voces y pasos...
Volviosey vio a cuatro hombres vestidos con una librea muy singularloscuales conducían cierta especie de literaalumbrándose con antorchas.
Aquel raro cortejo llegóse al jovenque permanecía sentado entre susbaúlesy que hubiera muerto allí sin moverseporquecomo ya habrá tenidoel lector ocasión de conocerla irresolución era la base de su carácter...
Los desconocidos se sorprendieron mucho cuando le vieron levantarse; y uno deellosdespués de hacerle el más profundo y ceremonioso saludolo reconocióde arriba abajoaproximándole una luz.
-¡He aquí la policía! -pensó Serafín.
El que lo había reconocido probó a hablarle en su propia lengua; peroSerafín le hizo señas de que no entendía jota.
Entonces mandó aquel hombre a sus compañeros que cargasen con el equipajey ofreció la mano al músico para conducirlo a la litera.
Éste indicó que no necesitaba ayuda ni vehículoy dioles a entender queanduviesen hacia la ciudad y que él los seguiría.
Salieronpuesen aquella direccióny al cabo de media hora llegaron a Hammesfertquesegún hemos dichoestá rodeada de canales.
Una lancha esperaba a la comitiva.
Embarcáronse todosy la lancha bogó por una calletomó por otrapasóbajo un puentellegó a una plaza llena de barquichuelosy vino a pararse enla escalinata de un magnífico palacio.
Serafín se dejaba llevar... Temíasino es que más bien esperabaalgunacosa; pero no acertaba a definírsela.
Desembarcó a invitación de los desconocidosy habiendo hecho señas acercade su equipajele dijeron que permanecerían allí con él.
-¿Serán ladrones? -se preguntó el artista.
Aquel de los desconocidos que hasta entonces lo había dirigido todocogióa Serafín de una mano y se puso un dedo sobre la bocarecomendándole guardasesilencio.
Pasaron un magnífico patiosubieron una soberbia escaleraatravesaronvarias salas y corredores lujosamente amuebladosy al fin se detuvieron en unsalón obscuroque recibía alguna claridad de la luna al través de loscristales de sus grandes balcones.
-¿Dónde estoy? -pensaba Serafín-. ¿Es esto un sueño?... ¡Oh! no: todoesto es obra mágica de Brunilda.
El desconocido soltó su mano y se alejó.
En seguida se abrió una puertadejando ver una habitacióndentro de lacual había luz.
Serafínacostumbrado a la obscuridadquedó deslumbrado al pronto.
Al mismo tiempo oyó una exclamación y sintió pasos precipitados.
Una mujer salió corriendo por aquella puerta con una bujía en la manoyretrocedió asustada.
-¡Serafín! -exclamó.
Era Brunilda.
-¡Brunilda! -respondió el jovencayendo a sus pies.
La joven estaba pálidademudadainundada en llantocon el cabellodescompuesto.
Miró a Serafín ávidamentellevó a su cabeza una mano inquietacomo sile buscara alguna heriday murmuró con cierta especie de delirio:
-¡Vive! ¡Vive! ¡No ha muerto!
El joven miraba asombrado a Brunildasin comprender la causa de suexaltación.
-Hace una hora... -añadió la joven-. Hace una hora que Abénel negritome dijo que os habíais suicidado... ¡Cuánto he padecido desde entonces!
Serafín lo comprendió todo.
-Os había jurado vivir... Me habíais jurado que os vería otra vez-replicó con ternura.- ¿Cómo había de olvidar mi juramento y el vuestro? Mijuramento era el martirio; el vuestro era la esperanza... Aquí me tenéisBrunildaaguardando que decidáis de mi vida y de mi felicidad.
La joven enjugó sus lágrimas y condujo a Serafín al aposento inmediato.
Sentáronse en un sofáy Brunilda cayó en profunda meditación.
Serafín la miraba con enajenamiento.
Pasados algunos instanteslevantó ella la frentesellada de unaresignación dolorosa.
-¡Es tiempo -dijo- de que lo sepáis todo! No seré yo ya quien os ruegueque os alejéis de mí... ¡Vos mismo juzgaréis cuál ha de ser nuestra futuraconducta! La casualidad nos ha acercado de nuevo antes del día que yo teníaprefijado... Podemos disponer de algunas horas... ¡Oíd la historia de mi vida!
Serafín estaba en el cielo... Veía el dolor a poca distanciapero apartabade él la vista para fijarla tan sólo en aquellos instantes de ventura.
Brunilda continuó:
-Vais a oír lo que a nadie he contadosino a mí misma en mis largas horasde soledad. Vais a medir el abismo que nos separa; a conoceren finla inmensaserpiente que me ha enredado entre sus anillosquitándomelo todo: ¡libertaddichaesperanza!
Serafín ardía en deseos de conocer aquella historia que tantas veces habíainventado él a su arbitriorechazando las calumnias del Capitán...
La joven había vuelto a inclinar la frenteabrumada bajo todo el peso de suvida...
Por últimovolviose a Serafíny con voz melancólica y dulce habló deesta manera:
Parte tercera
Historia de Brunilda
Casi el sol no nacidoya difunto |
D. PEDRO SOTO DE ROJAS |
- I -
Acabáis de arribar al extremo septentrional de la Noruegaa la patria delsempiterno hieloa la tierra en que yo nací.
No muy lejos de Hammesfertdonde nos hallamoses decira cincogrados más de latitud Norte que el mismo Círculo Polar Árticose eleva elcastillo de Silly. Edificado en la punta de áspera rocahunde uno de sus piesde piedra en las aguas del mary por el lado opuesto busca su base en unprofundo tajoruda labormás que lechode desesperado torrenteel cualdespués de ceñir la fortaleza por el Este y por el Surse arroja en elOcéano con pavoroso estruendo. Por la parte del Norte se estrella la vista enuna montaña gigantescasiempre nevadacuyos escalones de hieloarrancandodesde el foso del castillose elevan hasta perderse en las nubes.
En aquella moradadistante de aquí veinte leguasvine al mundo haceveinticuatro años.
Al nacer perdí a mi madre.
Mi padre era el jarl Adolfo Juan de Sillycaballero de la Orden deCarlos XII y el primer revolucionario de mi patria. Cuando yo le conocíblanqueaba ya en su cabeza la nieve de setenta inviernos.
Yo era su hija únicasu consuelosu descanso. Pero como casi siempreestaba viajando o mezclado en conspiracionesy al castillo no iba otra personaque su hermano Gustavopasé la infancia y la niñez en una soledad absoluta.
La precocidad de mi pensamiento y la melancolía de mi carácter fueroninmediatas consecuencias de aquella quietudde aquella soledadde aquelaislamiento.
Mi genio altivo y los consejos de mi padre me alejaban de todo trato con laservidumbre del castilloy mi ayaantes mi nodrizaera horriblemente sorda;de modo quedurante las salidas del señor de Sillypasé meses enteros sinhablar con más personas que con mi preceptor.
Era éste un viejo sabio danés llamado Carlos Yoamigo de mi padrequiendesde que tuve seis añoslo puso a mi ladodándole habitación en elcastilloa fin de que me enseñara todo lo que pudiera aprender mi pobreinteligencia.
Carlos Yono sólo había recorrido la Europasino que había estado enEgipto con Napoleónen América con Lafayettey en Madagascar desterrado.Sabía seis o siete idiomas; respetábasele como historiador; pintabaregularmentey en música y poesía era un verdadero genio.
De todo esto nació mi deseo de viajar y mi afán por visitar el Mediodía;aquel edén primaveral que me pintaba mi maestro; aquella ItaliaaquellaGreciaaquella Españacunas de todos los grandes artistas y poetas que éladoraba y me enseñó a adorar...
Terminada mi educación a los diez y siete añosllena de ideasde deseosde deliriosmi desventura estaba consumada.
Aquella soledadmi carencia de afectosla triste mansión en que vivíaaquel viejo helado y escépticoy esta Naturaleza yerta y mudaabandonada porDiospesaron sobre mi corazón como las piedras de un sepulcro...
Pensé y padecí. Mi alma desfalleció en el más espantoso desaliento. Latristeza prolongó mis horas. Mi espíritu quedó enteramente postradocomo siya hubiera vivido tanto como mi maestro.
Mi padre atribuía esta postración a falta de fuerza física: pero CarlosYoque había formado mi almaconoció lo que sucedíay dio palabra decurarme del propio mal que me había hecho.
¿Qué remedio diréis que dio a mi horrible melancolía?
¡Uno soloque equivalía a todo un mundoal mismo cielo! -¡La música!
HaydnMozartCimarosaPergolesseRossiniMeyerbeerSchubertWeberBelliniDonizetti... ¡TodosSerafín!... Todos nuestros soberanostodosnuestros semidioses encantaron con sus armonías aquel castillo lúgubre ypavoroso...
Sus obras inmortales se hallaban siempre ante mi vista; sus inspiradasmelodías vivificaron mi corazón.
Ya era feliz. ¡Había resucitado! -Era joven después de haber envejecido;sentía después de haber meditado; nacía cuando creía morir; amaba... nosabía quéni a quién; pero amaba con toda mi alma.
La músicapuesme dio la vida.
Más tarde debía darme vuestro amor...
- II -
Así viví hasta los veinte años.
Esta Naturaleza pálida y enfermiza hablaba ya dulcemente a mi corazónyal llegar el veranome complacía en subir a la plataforma del castillo acontemplar los grandes fenómenos polares...
El valle de Silly despertaba de su letargo; el torrente volvía a mugir; elOcéano suspiraba de nuevo al pie de la fortaleza; los ánades revolaban sobrelos lagos; los rengíferos pastaban en los abismosy los árboles ofrecían alcansado cuervo una rama nueva en que posar su pie...
Incesantemente se deslizaban por el Océanoviniendo del Norteenormestémpanos de hieloque pasaban ante el castillo como islas flotantes quehuyeran de los rigores del Poloo como los esqueletos de las embarcaciones queel mar había sepultado. Aquellos ejércitos de sombrasque provenían de losderretimientos del mar Glacialse tropezaban en su errante caminoproduciendoruidos fragorosos; un hielo encallaba en otro hielo; deteníanse un instante;eran alcanzados por otros; formábase una mole gigantescacapaz de tocar consus extremos en los dos mundosy aquel monolito inmenso bajaba luego por elAtlánticorugienteformidableamenazador... Pero un solo dardo del solprimaveral bastaba para herir de muerte al colosoque se liquidaba ydesaparecía insensiblementecomo una gigantesca nube se deshace en rocío...¡Benditabendita la primavera! ¡Bendito el aliento del Mediodía! ¡Benditala zona en que algún día hube de conoceros!...
Pero volvamos al origen de mis desventuras.
Una tarde (recuerdo que era el primero de Mayo) paseaba yo por la almenadaplataforma de Silly.
El sol se había ocultado... para reaparecer al cabo de dos horas.
Llegaba una de esas rápidas noches que preceden a nuestro continuo día desiete semanas.
El crepúsculo vespertino duraba aún en el ocaso... y ya lucía elcrepúsculo matinal.
Mascomo entonces el sol se pone y sale casi por el Norteresultaba queentre aquellos dos crepúsculoscuya claridad se fundía ca una solabrillabaun tercer fulgorque también se mezclaba con ellos: ¡el fulgor de lamaravillosa aurora boreal!
Absorta estaba en su contemplación cuando llegó a mis oídos lejanamúsicaque salía del barranco donde rugía el torrente.
Era el gemido de una flauta.
Miré hacia aquella partey a la luz del naciente día vi un cazadormontañés vestido lujosamenterecostado en altísimo abeto y con los ojosfijos en el castillo.
A sus pies había una carabina de dos cañones.
Él era quien tocaba.
Luego que salió el solpude distinguir su cabellera rubialarga yondulantesus ojos azules y su tez descolorida. Cosa rara en aquel país: erade elevada estatura.
Ya hacía muchos días que aquel cazador rondaba al castilloyno sé porquédesde el primer momento me inspiró una aversión que había deconvertirse en odio.
Acaso era porque siempre lo veía perseguir y matar a los pájaros cuyo cantomás me agradaba; acaso era por la audacia que revelaba su impasible rostro...En suma: no sólo me disgustaban los agasajos del montañéssino que su vistame infundía terror; de tal maneraque hasta en sueños aquella figurasiempreclavada enfrente del castillome perseguía como genio maléficoenemigo de mifelicidad.
El desconocido debió de darse cuenta de mi desdén al observar quesiempreque él aparecía en el vallehuía yo de la plataforma. Pero él tornabasinembargoal día siguiente.
En la ocasión que os digo me apartaba ya de las almenas al punto que loreconocícuando divisé a la parte del mar un cuadro que me agradó vivamente.
Al pie del castillo mecíase sobre las aguas una especie de góndolatripulada por dos remeros y por un joven quesentado en la popatenía entresus brazos un arpa escandinava.
¡Misteriosos instintos del corazón! Aquel joven me interesó desde luego-.Sus ojos y sus cabellos negrosverdadera singularidad en esta tierray losprimeros que yo veíallamaron mucho mi atención. Vestía de blanco como losantiguos noruegosy destacábase admirablemente sobre su túnica el graciosoperfil de un arpa negra con remates de oro.
No diré que fue amor lo que inspiró aquel hombre a mi almavirgen aún deafectos; pero sí declaro que oí con emoción su serenata; que lo vi partir conpenay que cuando alláa lo lejosme saludó descubriendo su cabezaabandoné la plataforma como diciéndole: Adiós.
El odioso montañés presenció esta escena muday no volvió en muchosdías.
También habían pasado dos semanascuando torné a ver al desconocido delarpa...
Pero no ya en góndolasino a bordo de una urca de gran porte.
Apareció por detrás de la isla de Loppenque está enfrente de Sillycomoa una legua de distanciay cruzó casi por debajo del castillo.
El joven de los cabellos negros venía en la proacon la mirada fija en mí.
Al pasar por Silly me hizo un saludoal cual yo contesté.
Al mismo tiempo sonó un tiro en el torrente.
Un marinero que estaba próximo al joven del arpacayó herido.
Miré al valle buscando al cazador (pues desde luego supuse que sus celoseran causa de todo)y no lo vi por ninguna parte.
Entretanto saltó a tierra el joven de la urcaseguido de algunos marineros;peropor más que registraron todo el vallepeña por peñamata por matanoencontraron al agresor.
Entonces volvieron a embarcarse.
La urca desapareció al poco tiempo con dirección al Norte.
Lo último que vi fue el humo de un cañonazoque luego retumbó como lejanotrueno...
Era su postrer adiós.
Cuatro años han transcurrido sin que yo vuelva a verley el corazón medice que ha muerto asesinado...
- III -
AhoraSerafín -continuó Brunilda-para que comprendáis los sucesosposteriores de mi historianecesito poneros en algunos antecedentes.
Ya sabréis que la Noruegareino agregado antes a la corona de Dinamarcapasó no hace muchos años a poder de la Sueciaque dio el cambio a losdinamarqueses toda la Pomerania.
Pero lo que no sabréis es que el corazón de los noruegos no ha aceptado niaceptará nunca este tráfico inmoral que los puso en manos de sus tradicionalesadversarios; pues nosotros odiamos de muerte a nuestros vecinosquizá porquelo son.
Así es quea pesar de habernos dado la Suecia una Carta muy ampliaque nosconstituye en cierta especie de democracia presidida por un Reyla patria delgran Sverrerla que vio en otro tiempo sucederse en Cristiania la gloriosadinastía de sus Reyes propiosconspira sin cesar por romper aquel tratado...¡Y lo conseguiráSerafín; pues todo pueblo generoso concluye siempre porconquistar su independencia!
Para ello está minada la Noruega por una Sociedad secretaque se reúnecada mes en pequeñas seccionesde las cuales salen diputados para la Dietaclandestinaque acude todos los años a Spitzberga la isla de Nordestequeestá completamente deshabitada a causa del frío.
En esta isla hay un gran salón subterráneodonde se van reuniendo lasarmas y los tesoros de esta inmensa conspiracióny en el cual se celebra lasesión anual de los diputados noruegos.
La importancia de la revelación que os hago no se os ocultaráSerafín;creo inútilpuesencargaros el secreto. Yo lo sabía todo por mi padrequese hallaba afiliado en la sección de Malengerciudad no muy distante de Sillya la cual iba el anciano con frecuencia.
Estos viajes solían ser de tres o cuatro días; pero el que emprendió lamisma tarde en que pasó la urca por delante de Silly se prolongó mucho mássin embargo de no habérmelo advertido...
Ya estaba yo muy inquietacuandoel día que hacía ocho de su partidaentró mi padre en el castillo sobre un caballo que no era el suyo.
Venía pálidomás delgado y con la huella del sufrimiento en su venerablerostro.
Yo me asusté sobremanera... Pero él me tranquilizóaunque diciéndome almismo tiempo que tenía que hablarme reservadamente.
Quedamos solosy he aquí la relación que me hizo:
- IV -
-Volvía de Malenger hace cuatro díascuandoal pasar por las gargantasdel Monte Bermejocaí en poder de unos bandidos.
Bajáronme del caballoatáronme los brazos a la espalda y me obligaron apenetrar por un barrancoen cuyo término había una pequeña explanada rodeadade cuevas.
Al verme llegaradelantose hacia mí un enmascaradoa quien dieron losbandidos el nombre de capitán.
El capitánpuesme desató los brazos y me condujo a la menos repugnantede aquellas cuevas.
-Sentaos... -me dijohaciéndolo él.
Yo lo imité.
Su voz era juvenil y su porte distinguido.
-Jarl... -prosiguió el enmascarado-: he turbado vuestra tranquilidad...
-¡Basta!... -interrumpí yo- ¿Quieres mi dinero? Toma.
Y arrojé mi bolsa a sus pies.
-Tomad vuestro oro... -dijo el bandido con voz alterada-. Aquí no se tratade eso.
-Pues ¿de qué se trata?
-De vuestra hija.
-¡De Brunilda! -exclamé aterrado.
-¡Al fin sé su nombre! -murmuró el desconocido.
-¡Mátame! -repliqué sin vacilar.
-¡Vos lo habéis dicho! -repuso con voz sorda y tranquila.
Yo me estremecíporque me entró el temor de no volver a verte.
-Una palabra más... -añadió el bandido-. ¡Yo la amo!... Os la pido encasamiento.
-¿Quién eres? -pregunté asombrado ante aquella osadía.
-Óscar el Encubierto.
-¡Tú! -exclamé horrorizado al verme enfrente del Niño-Piratacomole dicen las gentes de mar.
Hasta entoncesy aunque debí sospecharlo al ver la máscara del bandidonohabía yo pensado en tal cosa; y era que nunca había oído decir que elterrible corsario hiciese correrías por tierra.
-Tenéis tres días... -añadió levantándose-. ¡Vuestra hijao la muerte!¡Os lo juro por mi rostroque nadie ha visto ni verá!
Y salió de la cuevacerrándola con dos o tres llaves.
Yo no repliqué ni rogué.
Sabía que el Niño-Pirata era inflexible.
Aquella noche me dormí.
A la mañana siguiente había tomado una determinación desesperadaacasoinútil; pero la única que me quedaba en tan horrible situación.
-Tengo cuarenta horas... -me dije-. Este terreno es blando y húmedo: detrásde esta explanada hay otro barranco... Procuraré escaparme.
Y con un afán indescriptiblevaliéndomeora de las uñasora de misespuelasme puse a hacer un agujero de media vara cuadrada en la pared delfondo de aquella cuevaasaz profunda y lóbrega.
Al rayar el otro díaque era el del plazo fatalllevaba hecha unaexcavación de seis varas.
¡Y todo esto sin comersin bebersin dormir!
La desesperación me ayudaba y la blandura del terreno se prestaba a misesfuerzos.
Al mediodía empecé a escuchar el ruido del torrentecuyo lecho es el mismobarranco que yo buscaba a través de aquella galería...
¡Una hora másy estaba libre!
Emprendí mi tarea con nuevo ardimientoy ya tocaba al fin de mis afanescuando oí sonar las cerraduras de mi prisión.
Salí presuroso del agujero; sacudí mis cabellos y mis vestidosy esperécon un ansia horrible...
La puerta se abriódando paso a un hombre.
Era Óscar.
Venía enmascarado como siempre.
-¡Tres días! -dijomostrándome un reloj.
-Y bien... -murmuréinterponiéndome entre él y el fondo de la cueva.
Pero mis precauciones eran inútiles; la obscuridad de aquel punto nopermitía ver mi trabajo.
-Ya lo sabéis... -contestó el Encubierto a mi interpelación-.¡Brunildao la muerte!
El frío del sepulcro se apoderó de todo mi cuerpo.
-¡Responded pronto!... -añadió el pirata.
Una súbita idea cruzó por mi mente.
-Aún no me he decidido... -contesté.
Déjame pensarlo esta noche.
Mi idea era concluir la excavación y evadirme.
-Tiempo habéis tenido de reflexionar... ¡Decidíos! -replicó elfacineroso.
Era tal la voz de aquel hombreque no admitía apelación.
-¡La muerte! -respondí.
-¡Sea! -dijo él con frialdad- ¡Yo me apoderaré de vuestra hija sin quevos me la deis!
Salimos de la chozacruzamos la explanada y llegamos al barranco.
Miré hacia atrásy vi que nadie seguía al Encubierto.
Él se bastaba.
Quería ser juez y verdugocomo yo era juez y víctima.
¡Qué cuadro aquelhija mía!
Él con una pistola en cada mano...
Yo sin armas.
Él jovenfuerteágil...
Yo viejodébilcon tres días de ayuno y de insomnio.
-¡De rodillas! -exclamó el Encubierto.
Yo me arrodilléponiendo mi pensamiento en Dios y en ti.
-¡Por última vez!... -añadió el pirata-: ¡Decidid entre la paz o lamuerte!
-¡Maldito seas! -respondícubriéndome los ojos con las manos.
El bandido montó una pistola.
-¡Esperáis que me apiade! -murmuró sarcásticamente-. ¡Qué locura!
-¡Tira! -grité con mi último resto de valor.
Una fuerte detonación ensordeció el espacio.
¡Cosa extraña! ¡No me sentí herido!
Pasada la primera emociónlevanté la cabeza y vi al enmascarado rodar alfondo del barranco.
Miré a mi alrededorno explicándome aquel misterioy distinguí a unjoven de gallarda presenciaque se acercaba a todo el galope de un briosoalazán.
Apeose; dejó en el suelo una carabina aún humeanteycogiéndome en susbrazosexclamó:
-¡He llegado a tiempo!
-¡Os debo la vida! -contestéestrechándole a mi corazón-. ¿Cómo podrépagaros?...
-¡Anciano! -respondió el joven con dignidad-. No os he salvado por larecompensa. Volvía de Malenger por este camino extraviadotemiendo que losbandidos de Monte Bermejo me arrebatasen unos papeles importantes que llevo enmi carteracuando os vi de rodillas al lado de vuestro asesino... ¡Dios haquerido que salve a un inocente y purgue a la tierra de un malvado!
-¡Ah!... ¡Nunca lo olvidaré! -repliquévolviendo a abrazarlo-. ¡Decidmequién sois! ¡Sepa un padre a quién debe la dicha de abrazar a una hijaadorada!...
-¡Hablad! ¡Hablad! Yo conozco vuestra voz -exclamó el joven-. Yo acabo deoírla... ¡Ahqué idea!
Y llevándose la mano a la frentehizo uno de los signos de la Asociaciónde Malenger.
-No os engañáis... -respondí-: ¡somos hermanos!
-He oído vuestro discurso de hoy -replicó él-. Como estábamos todosenmascaradosno he podido reconoceros-. ¡Sísomos hermanos!
-¡Y amigos! -añadí con toda la efusión de mi alma-. Yo soy el jarlAdolfo Juan de Silly.
-¡Vos! -exclamó el mancebo con indecible sorpresa-. ¡GraciasDios mío!
-No os comprendo... -murmuré al ver aquella emoción extraordinaria.
-¡Ahseñor! -añadió el joven-. ¿Por qué he de ocultároslo?-. Yo soyel jarl Rurico de Cálix. Mi castillo se halla a una legua del vuestro...¡y amo a vuestra hija! Me hablasteis de recompensa hace poco... Vos conocéismi estirpe... Pues bien... ¡No en nombre del servicio que os he prestadosinorendido a vuestros piesos pido la mano de Brunilda!
Aquel amor tan elocuenteaquella ocasiónla seguridad de tu júbilo alverme después de tan grande peligrotodoen finme hizo no vacilar.
-Será vuestra esposa... -respondí tendiéndole la mano...
-¡Jurádmeloseñor!
-¡Os lo juro! -dijeseñalando al cielo.
-¡Ah! ¡Soy dichoso! -exclamó élbesándome aquella mano-. ¡Ahoraoíd!-continuó con solemnidad-. Yo soy el encargado en Malenger para ir a Spitzberga dejar las actas de este año y todos los documentos recogidos hoy... Sabéislo peligroso de este viajeque debo emprender ahora mismopues mi barco meespera en la ensenada que hay detrás de este montea media legua de aquí...Si tardo... ¡que Brunilda me espere! Si pasa un año y no he vuelto...¡Brunilda es libre!
-¡Os lo juro! -volví a decircada vez más prendado de mi salvador.
Hízome entonces subir en su caballo; cogiólo del diestroy caminamosjuntos hasta la orilla del mar.
Allí lo esperaba un buque.
Yo no le insté para que viniese a Sillyporque sabía la urgencia de supeligrosa comisión: él me obligó a quedarme con su alazán; nos despedimostiernamentey aquí me tieneshija míasin tranquilidad ni ventura hastasaber si te adhieres o no a mi juramento.
-¡Ahpadre mío! -contestébesando sus venerables canas-. ¿Podéisdudarlo? ¡Mi corazón ama yasin conocerloal que le ha devuelto vuestrocariñovuestra preciosa existencia! Peroaunque fuera mi mayor enemigoosjuropor Dios y por la madre que perdí¡que Rurico de Cálix será miesposo!
- V -
Pasaron cinco meses sin que nada notable ocurriera en el castillo.
Desapareció el sol completamente; el frío se presentó más intenso queningún año; mi padre se agravó de sus achaquesempezando a inclinarse haciael sepulcro; mi tío Gustavo se fue a vivir con nosotrosy Carlos Yovolvió a Copenhaguedando por terminada mi educación.
Yo no torné a ver al montañés de la flauta.
El bardo del arpa negra dejó también de aparecer por los alrededores deSilly.
Rurico de Cálix no vino tampoco a reclamar su promesa.
Transcurrió otro mesdurante el cual mi padrecada vez más débil yabatidono dejó el lecho.
Entonces se presentó un correo con una cartaque decía así:
«Jarl:
»No he olvidado vuestro juramento.
»Espero de vuestra honradez que os suceda lo mismo.
»Acabo de llegar de Spitzbergy no sé cuándo podré presentarme areclamar mis derechos; pero será antes del plazo fijado.
»Como la vida es la probabilidad de la muertedesearía que exigieseis avuestra hija y a su tío (que supongo será su tutor cuando bajéis al sepulcro)el cumplimiento de lo que me jurasteis.
»Así lograremos más tranquilidadvos en la muerte y yo en la vida.
»RURICO DE CÁLIX.»
La rudeza de esta carta afectó mucho a mi padre.
A mí no pudo menos de inspirarme un sentimiento de rebeldía contra el quela había escrito.
Pero mi padre y yo teníamos prestado un juramento que era forzoso cumplir.Es más: receloso ya el noble ancianoen vista del disgusto que nos habíacausado a todos aquella lecturanos llamó una noche a mi tío y a mí al ladode su lechonos hizo volver a jurar el cumplimiento de su promesaencargó mi tutela a Gustavo y nos bendijo...
Ya dábamos por segura la muerte del ancianocuando empezó a reponerse...
La vuelta de la primavera acabó de restablecerloy a mediados de Abrilsalió de Sillydespués de once meses de clausura.
Despidiose de todos por cuatro díasdiciendo que iba a Malenger... y¡pobre padre mío! su cadáver fue el que volvió...
¡SíSerafín! ¡Su cadáverbañado en sangrecosido a puñaladas!
Tal lo encontraron unos pastores en los desfiladeros del Monte Bermejo. ¡Tallo llevaron al castillo!
¡Óscarel Encubiertohabía sido vengado!
- VI -
Quince días después de la muerte de mi padre se detuvo un lujosísimocaballero en la puerta del Silly.
Pidió hospitalidad y fue admitido.
Mi tío y yo pasamos al gran salón de los Condesy dimos orden de queintrodujeran al huésped.
Abriose la puertay uno de nuestros servidores anunció:
-El jarl Rurico de Cálix.
Mi tío se adelantó a recibir al recién llegado.
Yo creí morir al verlo entrar.
¡Era el cazador montañés que tanto aborrecía!
Era el Capitán del Leviathana quien ya conocéis.
-Señora... -dijo el joveninclinándose fríamente ante mí-. Si notuviéramos el sentimiento de llorar la muerte del jarl de Sillyél mepresentaría a vos entre sus brazos y os diría la alta consideración con quesoy vuestro admirador más humilde y apasionado.
-Recibidseñor... -le contesté-la ofrenda de mi gratitud. Yo bendigo envos al que en otro tiempo me conservó un padre... que después me ha sidoarrebatado.
-Admito esas palabras con tanto más placercuanto que me recuerdan otras nomenos gratas del difunto jarl... -contestó el joven saludándome de nuevo.
-Y esas palabras... -murmuré con terror.
-¿Las ignoráis? -replicó vivamente-. ¡Son un juramento!
-Lo sé.
-Entoncesseñoraespero...
-Bienjarl... - repuse sin saber lo que decía-. Pero ved...
-¿Qué deseáis? -preguntó Rurico. palideciendo.
-¿Y vos?
-Yocon el mayor respetopido al señor Gustavo de Silly la mano de supupila la jarlesa Brunilda.
-Y yocaballero... -respondió mi tío-os la concedo con el mayor placery cumplo así lo que he jurado.
-También me atrevería a suplicar... -añadió el de Cálix- que nuestroenlace se verificase lo más pronto posible.
-Nos permitiréis un año... -replicó mi tío-. Mi hermano acaba de morir.
-No es sólo eso... -observé yo entonces.
Por mi parte desearía otro plazo... además del exigido por el luto.
Rurico me lanzó una mirada ardiente.
-Yo no os amojarl... -le dije con entereza-y desearía trataros antes deser vuestra esposa.
Los ojos del joven se inyectaron de sangre.
-Yo sí os amoseñora... -murmuró con voz alterada-. Os amo hace muchotiempo... y vuelvo a suplicaros que no retardéis el día de mi ventura.
-¡Jarl! -repuse con altivez-. Ni mi padre ni yo hemos jurado nada relativo afechas...
-¡Señora! -replicó Rurico con los labios trémulos-: ¡fuera un horribleescarnio quevalida de ese pretextoexcusarais vuestro deber!... ¡Según loque decíspudierais esperar a que blanqueasen vuestros cabellos ante de ir alaltar conmigo!
-Caballerome ofendéis... -respondí con dignidad-. Sólo os pido cuatroaños.
-¡Cuatro años! -murmuró el joven con despecho.
-Yen tanto -dije yo a mi tío-recorreremos la Europasegún tenemosproyectado.
Una viva transición se obró de pronto en la fisonomía de Rurico.
-¡Sea! -apresurose a decir-. Dentro de cuatro años... El día 7 de Mayode...
-Permitidjarlque fije el plazo yo misma... -le interrumpí-. Somos 7 deMayo de 18... Pues bien: el día 7 de Agosto de 18... os acompañaré al altar.
-Bienseñora... -respondió el jarl de Cálix-. Me arrebatáis otrostres meses... Pero acepto. Tomad mi sortija.
Y me entregó este anillocuyo blasón no he comprendido nunca.
-¡Yo soy testigo!... -añadió el hermano de mi padre.
-Entretantojarlviajaréis con nosotrospuesto que Brunilda quieretrataros.
-Con sumo placer... -respondió el joven-; ysi me creéis digno de tantahonrapondré a vuestra disposición un bergantín que acabo de comprar enLiverpool-. Se llama Leviathan.
-Aceptamos -respondió mi tío.
-Mañana partiremos -añadí yo.
-Convenido -concluyó el de Cálixsaludando.
- VII -
-Sabéis lo demásSerafín -prosiguió Brunilda.
He estado en CristianiaStockholmoCopenhagueLondresParísVienaVeneciaLisboa y Sevilla.
En algunas de estas poblaciones he cantado cediendo a mi aficióny por estacircunstancia me habéis conocido.
Ahora quería ir a América; pero el plazo de los cuatro años se cumpledentro de dos mesesy Rurico de Cálix me reclama mi juramento.
He inclinado la cabezay lo he seguido a esta ciudad...
Desde aquí partiremos a Silly dentro de tres díasy ¡adiósmundo!¡adiósesperanza! ¡adióstodo! ¡Quedaré sepultada en vida!
Parte cuarta
Spitzberg.
- I -
Brunilda y Serafín vuelan juntos
Según avanzaba Brunilda en la relación de su historiaSerafín se fueponiendo pálidolívidodesencajado...
Cuando la joven concluyóel infeliz amante había inclinado la cabeza conabsoluto desaliento... -Dijérase que iba a morir.
Brunilda lo miró intensamente; apoderáse de sus manosy dijo con ademán yacento de inexplicable grandeza:
-¡A vuestro corazón apelo! ¿Qué puedo hacer?
-Casaros con Rurico de Cálix... Cumplir vuestro juramento... -murmuró eljoven con una tranquilidad horrible.
La Hija del Cielo arrojó un profundo suspirocomo si a su vez lefaltase la vida.
Pasaron algunos instantes de silencio.
-¿Y en estos cuatro años?... -balbuceó Serafín.
-¡He aprendido a aborrecerlo más y más! -interrumpió ella.
-¡Sois muy desdichada!
-¡Sí!
-¡Ese hombre es un infame!
-¡Lo sé!
-¡Un vilun desalmadoun réprobo!
-¡Ah...callad!... ¡Ese hombre será mi esposo!
-¡Puedo evitarlo! -exclamó Serafín levantándose.
-¡No...no...amigo mío!... -replicó Brunilda-. ¿Y mi padre? ¿Y mijuramento?
¡Vos no podéis matar a Rurico!... ¡Sería un sacrilegio! -¡Ni yo meuniría nunca al matador del que salvó la vida al jarl de Silly!
-¡Pero el salvador de vuestro padre ha querido después asesinarmealevosamente!
-Me dirá que tenía celosy que yo di motivo para que los tuviera...
-¡Conque no hay remedio!
-¡Ninguno! -respondió Brunilda con la calma de la muerte.
-¡Conque he de abandonaros!
-¡SíSerafín; dentro de una hora moriremos el uno para el otro!
-Conque dentro de una hora... -prosiguió el joven con voz enronquecida- hede salir por esa puerta diciendo a mi corazón: «¡Ya no hay ventura!...»diciendo a mi amor: «¡Ya no hay esperanza!... ¡Hay un nuncaunimplacable nunca entre la felicidad y nosotros!»
Serafín calló algunos segundos.
Brunilda lloraba.
-¡Y luego vivir! -continuó el joven-. ¡Deslizarse por el tiempo con undolor inextinguiblecon un deseo irrealizable! ¡Recordar esta horaaquellanocheaquellas armonías; recordar que os he visto a mi lado; que nos unía elcorazón; que se tocaban nuestras manos; que se miraban nuestros ojosque sehablaban nuestras almas; que temblábamos de amorcomo dos flores de un mismotallo; que todo nos enlazabala pasiónel arteel pensamiento; y que fuepreciso separar esos corazonesdesviar esas miradastronchar el tallo de esasfloresdesenlazar esas manosromper esa simpatíadestruir esa ventura!¡Recordar que sonó una hora en que el mundo cayó entre nosotrosponiendo labarrera de lo imposible entre la ilusión y la realidadentre vuestro porveniry el míoentre mi felicidad y la vuestra!... ¡Y luego vivir!... ¡Vivir!¡Ah! ¡Esto no puede ser!
El joven golpeó su frente con desesperación.
Pasó otro intervalo de silencio.
-Serafínoídme... -murmuró Brunildaen cuyos ojos brillaron una luzcelestialuna vida eternauna esperanza divina-. Quiero que viváis: quieroque seáis dichoso: quiero serlo yo también... Escuchad cómo. No os diré yoque me olvidéis... ¡No! ¡Esto es imposible! No os diré tampoco que osacordéis de mí con la desesperación que me habéis pintado... ¡Quiero otracosa...y vais a comprenderme! Quiero que nos separemos sin desunirnos; quevivamos el uno para el otro; quea través de la distanciase busquen nuestrospensamientos; que a cualquier hora sepa vuestro corazón que hay otro corazónen el mundo que late a compás con él; que de díade nochehoymañanadentro de veinte añosdigáis desde vuestra patriadesde el fin del universo:«¡Te amoBrunilda!»y estéis convencido de que el viento queacaricie en seguida vuestra frente os responde: «¡Te amoSerafín!» Quieroque creáis que ese viento es mi voz...y lo será sin duda.... porque siempreos estaré bendiciendo. Quiero que cuando beséis una flordigáis: «¡Aella!» y que no dudéis que en el mismo instante estoy diciendo yoviendovolar un pájaro: «¡A él!» Quiero que cuando veáis a ese pájarollegar del Norteexclaméis: «¡Brunilda!»como yocuando vea llegaruna nave por el Mediodíadiré: «¡Serafín!» Quiero quecuandooigáis el Final de Normame veáis a vuestro ladobien seguro de quemi almami pensamientomi memoriano estarán en otra parte. Quieroen finque cuando pasen muchos añosy podáis imaginar que he muertosigáishaciendo lo mismohablándomeviéndomeadorándomeen tanto que yomuertao vivaentre el último suspirodesde la tumba o desde el cieloestarébendiciéndoosrepitiéndoos un inmortal ¡le amo! Ya veisSerafínque os propongo una unión indisolubleque va más allá de la vidaque triunfa de la ausenciade la distanciade los ultrajes de la edadde lamuerte. ¡Vivir así es la beatitud del cielola juventud eternala existenciaperdurableuna gloria anticipada! Por algo y para algoSerafínnos dio elCriador un alma inmortal... Mi alma no es ni puede ser de Rurico de Cálix. Mialma es vuestra. ¡Amémonos con el alma! Yo juré ante Dios dar la mano deesposa al salvador de mi padrey cumpliré mi juramentoaunque le odio. Peromi corazónmi espíritumi voluntad¡Dios lo sabe! os perteneceráneternamente. Ahorasentaos a ese piano... ¡Vamos a despedirnos en el divinolenguaje del alma!
Serafín había seguido a la Hija del Cielo en aquella atrevidainspiraciónpalpitantearrebatadosuspensocual si escuchara la voz de unángelycuando la joven dejó de hablarcayó de rodillas ante ellacon lasmanos cruzadasdesfallecido de amor...
Brunilda estaba de pie. El genio radiaba en su frente; la pasión fulgurabaen sus ojos; el sublime canto de Bellini brotaba de sus labios...
Serafín corrió al pianoy tocó y cantó las patéticas melodías del Finalde Norma como nunca fueron oídas por nadie...
Las lágrimas salían presurosas a escucharlasy el corazón respondía asus lamentos.
Serafíncon la cabeza vuelta hacia Brunildale expresaba además en susmiradas los pensamientos de amor y muerte de aquella suprema despedida.
Brunildaapoyando una mano sobre el hombro de Serafínelevada sobre élinundándolo de luzde amorde poesíaenvolviéndolo en su vozen suademánen su alientoen su dulce caloren el aroma que se desprendía deellaprofería aquellas sentidísimas frases:
So terra ancora |
Sarò con te |
como si improvisase lo que cantabacomo si fuese la propia Norma bajandoa la frente de Bellinio la misma música dormida en los pliegues del aire;como ilumina la luzcomo las flores exhalan su fragancia...
Ayerhoymañana; SevillaHammesfertSilly; el amorla despedidala ausencia; la esperanzala dichael recuerdo; el fuegola llamala ceniza:todo palpitó en aquellos cánticostodo se lo dijeron aquellas almas...
Y cesó la armoníay aún resonó en sus oídos...
Y callaronmirándoseenlazadas las manos...
Y cuando la luz del sol inundó el aposentoBrunilda y Serafín seguíanaún mirándosesin pensarsin hablarfuera del mundofuera de esta realidadpalpable que nos oprimede este seresclavo de la vidaque nos ata a latierra; lejossímuy lejos del imperio del tiempode la prisión delespíritude las cosas que transcurrende las historias que se cuentan...
Un beso mutuoun dilatado besoni premeditado ni pedidosino espontáneoinstintivoabrasadorterminó aquel misterioso coloquio de sus almas.
Separáronse en seguida bruscamenteél para salir de la habitaciónebrioaturdidovacilantey caer en brazos del que allí lo condujo; ella paralanguidecer como flor moribunday desplomarse al fin sobre la alfombrasingritossin colorsin conocimiento.
- II -
Lector lo siento mucho; pero sucedió como te lo cuento
Cuando Serafín volvió en síhallose en camaen una habitacióndesconocidasin memoria de lo que había pasadoy sin más cuerpo de quedisponer que unos huesos inertes liados en un pellejo flojo y amarillo.
A la cabecera de su cama se hallaba Abénel negrito de Brunilda.
-¿Dónde estoy? -preguntósin recordar que el africano manifestó en otraocasión no entender los idiomas que él poseía.
-En Hammesferten el Hotel del Oso Blanco... -respondió elnegrito en correcto francés.
Serafín lo miró sonriendoy le dijo:
-¡Hola! ¡Parece que ya nos entendemos!
El nubio enseñó a Serafín toda su caja de dientesdigna de figurar entrelas fichas de un dominó.
-¿Quién me ha traído aquí? -siguió preguntándole nuestro héroe.
-Yo.
-¿Cuándo?
-Hoy hace un mes.
-¡Un mes!
-Ni más ni menos. ¡Habéis estado agonizando!...
-¿Qué he tenido?
-Fiebre cerebral.
-¿Y Brunilda?
-La señora jarlesa se fue a Silly hace veinte días...
-¿A cómo estamos?
-A 3 de Julio.
-¡Es decirque no se ha casado todavía! -exclamó Serafínprocurandoinútilmente incorporarse.
-No se casa hasta el 7 de Agosto... - respondió Abén.
-¿Y Rurico?
-En Silly con el señor Gustavo. Ambos creen que os suicidasteis hace un mes.
-¡No se engañan!- pensó Serafín-. ¿Y mi equipaje? -preguntó al cabo deun momento.
Miradlo... -respondió Abénseñalando al fondo de la habitación.
-¡Para siempre! -exclamó Serafíncubriéndose el rostro con las manos.
El negro ocultó su caja de dientes.
-¿Cuándo podré levantarme? -preguntó el músico después de un momento.
-Dice el médico que dentro de diez días.
-¿Y la señora? ¿Qué te ha dicho?
-Que os cuidase mucho y os aconsejara volver a vuestro país cuandoestuvieseis bueno.
-¡Para siempre! -tornó a exclamar Serafín.
El negro volvió a descubrir su dominó.
-También me dio esta carta... -añadióalargando un papel al enfermo.
Éste lo abriótrémulo de amor y de angustia.
Decía así:
«Vivir es amar. |
»VivamosSerafín. |
»Adiós. |
»Hasta siempre. |
»BRUNILDA.» |
El joven besó el papel y volvió a quedar sin conocimiento.
Al cabo de ocho días se levantó.
-Ve al puertoAbén... -dijo al negrito-y búscame un pasaje paracualquier puerto del Mediodía.
-No hay barcoseñor -dijo a Serafín.
-¡No hay!
-No; pero se espera dentro de quince días una urca que viene de Spitzbergcon dirección a Cádiz. Dicen que permanecerá una semana en Hammesfert.
-Partiré en esa urca -murmuró nuestro joven.
-Bien; descuidad en mí... -dijo el negro.
Ocho días después Serafín salió a la calle.
El sol no se ponía hacía dos o tres semanassino que giraba en torno delcenittrazando una espiral.
Hacía calor.
Ningún hombre ha pasado días tan desesperadostan lentostan aburridoscomo Serafín en Hammesfert.
Transcurrió otra semanay la anunciada urcacuyo nombre era Matildefondeó en el puerto.
Abén dio a Serafín un billete de pasaje para el día 3 de Agostoyrecibió su importe de manos del músico.
Pasóen finla tercera semanay llegó el día de la partida.
Nuestro joven escribió la siguiente cartaque entregó a Abén después dedarle un estrecho abrazo:
«¡Adiósadorada Brunilda!
»Te escribo el 3 de Agosto...
»Dentro de cuatro días... iré yo por los mares con dirección a mipatria... ¿A qué? ¡Dios mío! ¡A moriro a vivir muriendo!
»Dentro de cuatro días... estarás tú caminando hacia el altar.
»¡Somos muy desdichados!
»¡AdiósHija del Cielo! ¡Adiósidolatrada Norma!¡AdiósBrunilda mía!
«SERAFÍN.»
Después de esta suprema despedidaque costó al músico las últimas gotasde su apurado llantoquedó tranquiloindiferenteestúpido.
Dos horas más tarde se embarcaba en la urca Matildeque ya sepreparaba a salir con rumbo a España...
Saludó por última vez al negritoque agitaba su gorro turco desde elmuelley la urca se hizo a la vela.
Serafín tembló todavía al ver que se apartaba de aquella costadondedejaba todas sus ilusionestoda su dichatoda su esperanza... Cuando cesóaquel postrer síntoma de sensibilidadcreyó que ya se habían interpuesto milleguas entre Brunilda y él.
-¡He muerto a los veinticuatro años! -dijo con una frialdad y una calma deque nadie le hubiera creído capaz.
Y miró a su alrededor como un autómatacomo un insensatocomo un loco...
Entonces no vio otra cosa que olasy olasy más olas... Olas por Levanteolas por Ponienteolas por el Norte y olas por el Mediodía.
- III -
La dicha esta en el fondo de un vaso
Serafín se dirigió a la cámara de proa y se dejó caer sobre un asientoapoyando los codos en la gran mesa de aquel salón-comedor.
Allí permaneció largo tiempo inmóvil y silencioso como un cuerpo sin alma.
Al cabo de dos horas levantó la cabezay pidió ponchemucho poncheconron de Jamaicamucho ron...
Trajéronle una enorme ponchera.
-¡Así dormiré! -se dijo.
Y llenó el vaso hasta los bordes.
Bebióselo lentamentecon la cabeza tirada atrásfijos los ojos en elardiente licor; peroal apurar la última gotavio en el fondo del vaso lafigura de un hombre que penetraba en la cámara en aquel instante.
El vaso se le cayó al suelomientras que él daba juntamente un grito y unsaltoy quedaba de pietambaleándosesin creer en lo que veía...
-¡Diablo! ¡Rediablo! ¡Diablísimo! ¡Protodiablo! ¡Archidiablo! ¡Nonplus ultra diablo! ¡Diablo Cojuelo! -exclamaba en tanto el aparecidolanzándose a Serafíncubriéndole de besos y estrechándole entre sus brazos.
¡Era Alberto!
El músico se restregó los ojosse los estiró con los dedostocó comoSanto Tomásy dudó todavía.
-¡Alberto! -exclamó por último-. ¡Alberto mío! ¡Alberto de mi alma!
Y se quedó un instante como traspuestoentregado a su júbiloa susorpresaa su felicidad...
Luego languideció otra vez y volvió a desplomarse sobre el banco.
-¡Te dejé bebiendo y te encuentro lo mismo! ¡Bravoquerido Serafín!-exclamó Alberto abrazando nuevamente a su amigo. Pero ¡diablo! ¿Cómo es quete hallo aquí? ¡Tú en Laponia! ¡Túque reprobabas mi viaje! ¡Túqueibas a Italia!
-¡Italia! -murmuró Serafína cuyos ojos volvían las bienhechoraslágrimas.
-Ya sé que equivocaron nuestros billetes... -continuó Alberto-. ¡Mas nopor eso he ido yo a Italiacomo tú has venido a Laponia! Y ¿qué te haparecido mi Norte? Pero te encuentro pálido... ¡Lloras! ¿Qué tienesmiquerido amigo?
Serafín no pudo responder. ¡Le agradecía tanto a Dios aquel encuentro!¡Le recordaba Alberto tantas cosas!...
-¡Qué noche aquéllaSerafín! -prosiguió el incansable cosmopolitahablando de mil cosas a un tiempocomo tenía de costumbre. Estábamosborrachos en los tres grados que marcan los autores: ChirlomirlosCogegallosy Patriarcales... Yo advertí la equivocación... al día siguiente; mequedé en Gibraltary tres días después... no creas que fui a Sevilla¡Diablo! ¡Amo demasiado a Matilde para verla con tranquilidad! Ydime:¿sabes algo de ella?
Serafín suspiró al oír el nombre de su hermana.
Alberto continuó:
-Puesseñortres días despuéshallándome sin buque en que hacer miexpedición al Polocompré esta urca; la tripulé; la confirmé con el nombrede Matilde...
Alberto hizo otra pausamirando a Serafín-. ¡Mucho la amas! -suspiró elmúsico.
-¡Más que a mi vida! -replicó Alberto con vehemencia-. ¡Cada vez más!¡Es el único dolor que me avasalla! ¡Es mi única debilidad en el mundo!
Luego continuódominándose:
-Bauticédigola urca con el nombre de tu hermana... y me nombré a mímismo Capitán. ¡Sabepuesque estás bajo mis órdenes!
Serafín sonrió a pesar suyo.
-En fin... -prosiguió Alberto-. Después de un mes de navegación llegué aeste maldito Hammersfertdonde permanecí dos días. En seguida enfilé la proaal Poloy he hecho mi anhelada visita a Spitzberg. ¡Qué cosas tanmagníficastan sorprendentes he observado en aquella región! Pero ¡hombre!¿qué tienes? ¡Tú estás triste hasta la medula de los huesos! Tristis estanima tua usque ad mortem! que hubiera yo dicho en mis tiempos de teólogo.
-¡AyAlberto!... -suspiró Serafína quien la locuacidad de su amigo lecomunicaba deseos de hablar.
-¿Qué te pasadiablo? ¡Cuéntamelo todo! Tú sólo bebes en lassituaciones culminantes... ¡Algo extraordinario te ha sucedido!
-Te lo contaré todo muy despacio... -dijo Serafín-. Ahora no me siento confuerzas... Sabepor de prontoque la Hija del Cielo...
Alberto interrumpió a su amigo con una ruidosa carcajada.
-¡Cien veces diablo! -exclamó-. ¿Conque aquel amor es la causa de tuspenas? ¿Conque no has olvidado a esa mujer? Puesseñor¡te compadezco!-añadiómudando de tono-. ¡No hay peor cosa que un amor imposible! ¡Tampocopuedo yo olvidar...!
-¡Ay! -suspiró Serafín-. ¡Tú no lo sabes todo!
-Pues ¿qué hay? ¿Te ha escrito? ¿Dónde está? ¡Diablo! ¡Me interesaesa mujer! ¡Perderla a la hora de amarla! ¡Perderla!... y encontrarla luego enCádiz...sí...¡eso es!... ¡Qué borrachos estábamos!... ¿Viste cuandoagitó el pañuelo? Y luego... ¡nada!... ¡Se disipó! ¡Desapareció parasiempre!
-¡Ojalá! -exclamó Serafín.
-¿Cómo? ¿Has vuelto a encontrarla? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Tiene algo que verella con tu viaje al Norte?
-La he visto la he hablado; he viajado con ella un mes; ha cantadoacompañándola yo; sé su nombre y su historia...
-¡Diablo y demonio! ¡Y me lo dices con ese aire de tristeza! ¡Oh! ¡Tú meengañas! ¡Tú estáscuando menoschirlomirlo!...
-Te digo la verdad... -respondió Serafín-. ¡Por ella he venido a estaregión! ¡Por ella me ves en tu barco! ¡Por ella vivo... sin poder vivir enmanera alguna!
-¡Yo te consolaré -repuso el Capitán de la Matilde -echando algunostragos! Pero... ¡ahora caigo en la cuenta! ¿Has encontrado también al jovendel albornoz blanco? ¡Por cierto que no se me ha olvidado el desafíopendientey que acudiré a la cita!... ¿Has vuelto a tropezar con aquel osorubio?
-¡Y he hablado con él muchas veces!
-¿Estoy soñando? Dime: ¿y el viejoel enanoel calvo?...
-¡También sé quién es!
-Y ¿no te llamas todavía Polión?
-¡Ya ves que estoy desesperado! Es asunto largo de contar... Mañana losabrás todo.
-¡Por mis charreteras y por todos los diablos! ¡Creo que hemos tropezado atiempo! ¡Los que se suicidan deben de estar la víspera de su muerte como túestás hoy!
-Tampoco puedo matarme... -replicó Serafín lúgubremente.
-Me alegro muchísimo...; pero dime¿por qué no puedes?
-Porque lo he jurado.
-¿A quién?
-A la Hija del Cielo.
-Puesseñor¡no lo entiendo! ¿Es coqueta esa mujer?
-¡Es un ángel!
-¿Te quiere mal?
-¡Me adora!
-Cada vez lo entiendo menos. ¿Es casada? -No... ¡Aún es soltera!
-¡Vete al diablo! En findejemos esto...
Ya me lo contarás después... o nunca. Lo que no tiene remediose olvida.Para olvidarse bebe. Y para beberse pide. ¡Hola! ¡Traed más ponche! Voy ahacerte la partida... Luego vendrás a mi cámaray en adelante viviremos allíjuntos. Yo te curaré de ese amor o suspiraré contigo... ¡Ay! ¡También tengomis razones! ¡Dentro de un mes estaremos en Cádiz... ypor mi parteno séqué hacerme! ¡Cantaré misao me iré al Japón! No tengo casani familia...ni... ¡Diablo! ¡Que sea yo tan necio! ¡Pues no amo a tu hermana como unimbécil! Pero hablemos de otra cosa... ¡Brrr! ¡Magnífico ponche!¡AlégrateSerafín!¡Qué ganas tenía de hablar... ysobretodocontigo!¡Figúrate mi sorpresa cuando hallé tu nombre en la lista de los pasajeros demi buque! ¡Vaya otro vaso! ¡Me parece un sueño que te veo! Puesseñoryaque no hablashablaré yo solo; te contaré algo de mis viajes... De seguro tedistraerán... Ahora recuerdo cierta entrevista que he tenido con un alma delotro mundo... Y esto me recuerda otra cosa... ¡Torpe de míque no te lo hedicho todavía! ¿Sabes tú con quién estás hablando?
-¿Con quién? -dijo Serafín maquinalmente.
-¡Con el Capitán de la Matilde!
-Ya me lo has dicho.
-Espera... que aún no he concluido... No sólo soy Capitánsino Almirante.Y digo Almiranteporquesi echo al agua las lanchas y los botesno negarásque me hallo con una escuadra. ¿Qué te parece? ¡Ni es esto todo!... ¡Soyrey!
-¡Rey! -murmuró Serafín sonriéndose.
-¡Rey!... ¡Rey con todas sus letras!
-¿De dónde?
-Del Spitzberg; de la Isla del Nordeste. ¡Un rey sinsúbditos! ¡Rey de una isla desierta! ¡Una especie de Pepe Botellascomodecían en los somatenes de antaño... ; pero rey absolutopues que no tengoCámaras! ¡Y qué paz hay en mis Estados!
-Mas ¿quién te ha consagrado rey?
-¡Yo mismo...; yo que antes de ceñirme la corona había ya dicho en misadentrosparodiando al gran Sixto V: Ego sum Papa! Síchico... En estosoy de la opinión de mi primo Enrique VIII de Inglaterra. ¡Soy rey ypontífice a un mismo tiempo! Primero me hice papay luego me consagré rey.Pero vuelvo a mi historia... a mi entrevista con los muertos. Atención. ¡Vayaotro vaso!
- IV -
De cómo un cadáver se embalsamó a sí mismo
La Isla del Nordeste -continuó Alberto- es la más septentrional delarchipiélago de Spitzbergy está desierta como las otras. En la que da sunombre a todo el grupo creo que hay una colonia rusahabitada sólo losveranos... Pero yo no buscaba rusosSerafín; ¡yo buscaba la augusta soledadde una Naturaleza muerta!
Así es que desembarqué en aquella islamayor que muchos reinos de Europasolocon mi escopeta al brazo y no sin cierto estremecimiento de orgullo alpensar que era yo el único morador de aquel vasto territorio¡su reymejordichocomo Adán lo era de todo el planeta cuanto apareció en él!
Mediaba a la sazón la primavera de aquel país; pero hacía un frío detodos los diablos.
Algunos fresales silvestres crecían sobre un suelo siempre nevado: lasadormideras blancas y las siemprevivas florecían a la sombra de añosos cedrosabiertos y desgajados por el fríoy en el zócalo de los témpanos de hieloque se recostaban sobre los montes se extendía el liquen o musgo blanco... Heaquí toda la vegetación de la Isla del Nordeste.
El burgomaestreese buitre del Poloel mallemak y los rotgerscantaban y volaban de cumbre en cumbre...; pero por ninguna parte veía ciertopájaro que yo buscabay sobre el cual había leído muchos embustes...
-¿Qué es esoSerafín? ¿Te duermes? Atiende¡voto a bríos! que seacerca la catástrofe.
El pájaro que yo buscaba era el apuranieves.
Ya había andado cosa de media legua por el interior de la islacuando elsol rompió la aterida niebla... Inmediatamente vi en la cumbre de un picacho dehielo cierta especie de tórtolacuyas doradas plumas resplandecían al sol detal maneraque parecía un ave de oroomejor dichode fuego...
¡Era la que yo buscaba!
Apuntéle en seguida; pero la tórtola me vioylevantando el vuelose fuea posar en una hendedura formada por dos hielos seculares...
Avancé hacia allí con precaución; mas no con tanta que el apuranievesdejase de tener tiempo de adoptar alguna por su parte...
Ésta consistió en introducirse por aquella grieta.
Desesperado con este contratiempoy decidido a no volver a bordo sin un apuranievestrepé a la montaña y me deslicé por la hendedura.
Entonces vi con asombro que aquel pórtico de constante hielo daba entrada auna extensa grutaal fin de la cual brillaba también la luz del día.
El apuranieves estaba parado en aquella salida de la galería decristaly fulguraba al sol como un ascua.
A mí me rodaban las tinieblas.
Como la crujía natural en que me hallaba era enteramente rectaapunté alpájaro desde el centro y solté el tiro...
El apuranieves cayó al otro lado de aquella mina.
Iba abuscarlocuando sentí que se estremecía toda la grutay que lostémpanos se desplomaban por todas partes con fragoso ruido. Aquella galería noera de rocassino de hielos seculares.
Creí perecer.
La salida y la entrada se habían obstruido juntamenteprivándome de todoescape y de toda claridad.
Quedépuesen tinieblasen el centro de un terremoto.
Al poco tiempo crujió la techumbrey empezó a desmoronarse tambiénalrededor de mí.
La luz entró a torrentes en la destrozada gruta.
Yo me puse de un brinco en el primer claro que vi sin techoyya mástranquiloesperé a que terminase el trastorno que había causado miimprudencia.
Perocomo si el cataclismo no hubiese tenido más objeto que el asustarmeno bien me coloqué en salvoterminaron los crujidos y los hundimientos.
Entonces miré a mi alrededor buscando saliday con ánimo de buscartambién el apuranieves.
Peroal girar la vistamis ojos tropezaron con otros ojos...
¡DiabloSerafín! ¡Estremécete!...
¡Aquellos ojos eran humanosy tan resplandecientes y negros como los míos!
Ysin embargoyo me hallaba solo en la gruta.
¡Aquellos ojos estaban dentro de un témpano!
Al punto creí que mi propia imagenrefractada por el hieloestaba enfrentede mí...
Pero cuando vi que aquellos ojos correspondían a una caray que aquellacara no era la míay que a la cara seguía un cuerpo vestido de blancotendido a lo largo del témpanoy que aquel cuerpo era el de un hombreengastado en cristalel de un hielo convertido en hombreel de un cadáverhelado...¡diabloSerafín! te lo jurono fue «¡Diablo!» lo quedijesino «¡Dios!» «¡Dios!»una y otray muy repetidasveces.
¡Lo que más me extrañaba era que aquel cadáver tenía los ojos abiertoslucientescon la chispa vital vibrando en la pupila!
Era un hermosísimo mancebovestido con una blanca túnica escandinavamanchada de sangre por muchos puntos. Su mano estrechaba un objetoen quereconocí una caja de plata. Largos cabellos negroserizados por el frío polary por el de la muerterodeaban su blanco rostrosellado aún con la postreraangustia. Parecía una imagen del Crucificado tendido en su santo sepulcro.
Y no te extrañe nada de estoSerafín... Yo ya sabía que no hayembalsamamiento más perfecto y durable que la congelacióny hasta habíavisto que en todos estos países se usa el hieloen vez de la salparaconservar frescas las carnes durante años enteros...
De cualquier modomis primeros momentos fueron de espantode terror...
Luego me asaltó la curiosidad. ¿Quién había llevado allí a aquel hombre?¿Quién le había dado muerte? ¿Qué significaba aquella caja que el cadávertenía en la mano?
Entonces empecé a romper el hielo con el cañón de mi escopetay al cabode una hora había logrado arrancar la caja de la mano del cadáver...
Abrila a duras penasy encontré un legajo de papelesen cuyo sobre decía:
«MEMORIAS DEL jarl RURICO DE CÁLIX
escritas en la hora de la muertey dirigidas a sus Hermanos de Malenger.
Spitzberg18...»
- V -
Reverdece la esperanza
Serafín había oído a Alberto sin escucharlo.
Pensaba en sus desventurasy no estaba para formar juicio de otra cosa.
Pero al oír el nombre de Rurico de Cálix se levantó como impulsadopor un resorte de acero.
-¿Qué nombre has pronunciado? -exclamó con una exaltación indescriptible.
Alberto lo miró atónito.
Serafín quiso entonces recordar lo que le había contado su amigoy empezóa golpearse la frente...
-¡Spitzber!... ¡Un cadáver!... ¡Unos ojos negros!... ¡Sangre!...¡Rurico de Cálix!...
He aquí las ideas que en medio de su trastorno pudo recoger; las mismas queexpresó en frenéticos gritos.
-¡CálmateSerafín! -exclamó Alberto.
-¡Qué delirio! -añadió Serafínvolviendo a decaer-. ¡Rurico de Cálixvive! ¡Rurico de Cálix se casa dentro de cuatro días con la Hija del Cielo!
Alberto comprendió en un instantegracias a su privilegiada imaginacióntodo lo que Serafín no le había contado.
-¡Rurico de Cálix murió hace cinco años en la Isla del Nordeste!-exclamó con un acento de convicción que electrizó al amante de Brunilda deSilly.
-¡Alberto! ¡Alberto! -gritó el joven con desesperación-. ¿Por qué meengañas? ¿No ves que tus invenciones me vuelven loco?
En efecto; Serafín creía que su amigo inventaba aquella historia parallamarlo al mundo de la esperanza.
Alberto no contestó cosa alguna; pero se levantó con imponente seriedadysalió apresuradamente de la cámarahaciendo señas a Serafín de queesperase...
Dos minutos después volvió con unos papeles en la mano.
-OyeSerafíny no me interrumpas... -exclamó-. Las Memorias de Ruricode Cálix dicen de este modo.
Serafín puso atenciónsin atreverse a creer todavía que fuese verdad loque le pasaba.
- VI -
Memorias de Rurico de Cálix
«Hermanos:
»Me confiasteis una sagrada misión: no la he cumplidoy necesitojustificarme a vuestros ojos.
»Voy a morir...; pero el cielo me otorga una agonía sosegaday podréescribir brevemente estas Memoriasque encontrará con mi cadáver el emisariovuestro que desembarque en esta isla el año próximo.
»He aquí la historia de mi muerte:
.....................................
»Hermanos: yo amaba a la jarlesa Brunilda de Silly.
»Otro hombre la amaba también.
»Este hombre era el Niño-PirataÓscar el Encubierto.
»Cierto día recibí de mi adorada una prueba de amor: un saludo...
»Al día siguiente me disparó mi rival un tiroque mató al timonel de miurca El Águila.
.....................................
»Fui a Malengery me confiasteis papeles importantísimos a fin de que lostrajese a esta islaa nuestro subterráneo palacio...
»Cuando volvía a mi urca encontré al jarl de Sillyanuestrovenerable hermanoal padre de Brunildaen poder de Óscar el Encubiertoquiense disponía a darle muerte...
»Salvé al anciano hiriendo al jovenel cual rodó a un profundo abismo...
»El jarl de Silly me juró entonces que su hija sería mi esposa.
»Nos separamos cerca ya del mary me dirigí a mi embarcación.
»El Águila se hizo a la vela.
...................................
»A los ocho días de navegaciónnotamos que un groenlandero nosseguía a lo lejos.
»Una completa cerrazón de niebla lo ocultó a nuestros ojos al díasiguiente.
»Yo mandé desplegar todas las velas de El Águila porque recelaba deaquel barco espía...
........................................
»Una semana después rompió el sol las brumas que entoldaban el espacio.
»El groenlandero estaba a una legua de nosotros.
»Era el Niño-Piratael bajel corsario de Óscar el Encubiertoel barco que lleva su mismo sobrenombre.
......................................
»Nuestros esfuerzos fueron vanos.
»El groenlandero era más corredor que El Águila.
»Al tiempo de avistar a Spitzberg nos dio caza.
»Trabose un combate horrible a tiros.
»Óscar el Encubieto venía en su buque y mandaba el ataque... ¡Nohabía perecidocomo yo pensaba!
»Traía vendado el brazo derechopero empuñaba el hacha con la manoizquierda.
»Nuestros marineros se batieron con desesperación.
«Todo fue inútil.
»El Encubierto arrojó el antifaz en la hora del supremo peligroysus secuacesal verpor primera vez sin dudael rostro del bandidorugieronde entusiasmo.
»Los corsarios nos acribillabannos abrasaban casi a boca de jarro.
»El Niño-Pirata no apartaba de mí sus ojos furibundos.
»Para que lo reconozcáis y nos venguéisos diré que es un hermosomancebo de diez y ocho a veinte añosun tigre cachorrode altanerafisonomíacabellos rubios muy cortosojos azules clarísimos y sonrisadesdeñosa.
»La insignia pirática que le da supremacía entre su gentees un peto rojocruzado por una banda amarilla.
»Cuando los corsarios que lo acompañan ven este blasón siniestrorugencomo osos sedientos de matanza...
»¡Así nos vencióllegado el abordaje!
»Toda mi tripulación fue pasada a cuchillo.
»El Águila hacía agua por todas partes.
»Pronto la vi comenzar a sumergirse en la vasta tumba que me rodeaba.
»Entonces yoque me había escondido a tiempo con la caja que encerrabavuestros papelesme arrojé al mar para salvarme a nado.
..............................
»Llegué a esta isla.
»¡Ah! ¡Ni aun así me había librado de la muerte!
»¡Echada a pique El Águilano tendría embarcación en que tornaral continente!
»El frío y el hambre harían lo demás...
»Pero el destino me tenía reservada muerte más horrible.
»Escuchad.
»Al tocar yo a tierrame divisaron los piratas...
»Óscar entró en un botey vino hacia mí seguido de cuatro o cincocorsarios.
»Viéndome perdidoarrojé al mar la caja de vuestros papeles.
»Y me interné en la isla.
»Pero al cabo de una hora caí prisionero.
-»¡No lo matéis! -gritó desde lejos el Niño-Pirata.
»Llegó al fin donde yo estabay mandó que me maniatasen.
-»¡Dejadnos solos! -dijo en seguida.
»Los bandidos se alejaron.
-»¡Escucha! -exclamó Óscar con su calma desesperadora-. Brunilda de Sillyme aborrece: Brunilda de Silly te ama. Tu arpa le arranca un saludo: los ecos demi flauta le causan enojo... ¡Uno de los dos está de más en la tierra! Haceveintiocho días que el jarl de Silly te ha jurado que Brunilda será tuesposa... Poco antestú me habías roto un brazo de un tiro... ¡Así nosconvenía a los dos! Aquel día trepaba yo por el barrancoa pesar de miheridapara lanzar mis piratas sobre vosotroscuando oí tu tiernaconversación con el padre de nuestra adorada... Me detuve. Dijiste que veníasa Spitzbergy decidí seguirte. Mi plan era soberbio. Atiéndemey revienta deira. Voy a matarte... ¡No es esto solo!... Voy a matar al padre de Brunilda...¡No he concluido aún!... ¡Voy a presentarme a ella diciendo que me llamoRurico de Cálixy a reclamar el juramento que te ha hecho el jarl deSilly! Tu adorada no te conoce; es decirno sabe que Rurico de Cálix y elhombre del arpa son una misma persona. Tampoco sabe que Óscar el Encubierto esel montañés de la flauta... Su padreque pudiera aclararlo todohabrá yamuerto. Mi semblante es desconocido para todo el mundo... Resultado: ¡Brunildaserá mía! ¡Brunilda será mi esposa! ¡Yentre tantoa ti te comerán. lososos en esta isla desierta!...
»Dijoy me clavó su puñal en el pecho.
................................
»Cuando recobré el sentidoel barco pirata desaparecía en alta mar.
»¡Ya estaba yo solo en esta isla!
»¡Soloy desangrándome!
»Introduje un pañuelo en mi herida y me fajé con mi cinturón.
«»Dios ha permitido que llegue hasta aquípor donde pasará mi sucesor elaño que vieney que salve al menos mi honraescribiéndoos estos renglones...
.....................................
»¡Hermanos!
»No he desempeñado mi importante misión; pero los papeles que meconfiasteis no caerán en manos de nuestros enemigos.
»¡Me debéis todos la vida!
»¡Vengadmehermanos!
..........................................
»Se me acaban las fuerzas.
»Oíd mi testamento:
»Buscad a mi madrea mi pobre madre la jarlesa Alejandra de Cálixque vive en la isla de Loppen.
»Decidle que muero bendiciéndola.
»Prevenid al jarl Adolfo Juan de Silly el peligro que corre...
»¡Buscad a Brunilda y anunciadle que está libre de la palabra empeñadasupuesto que yoRurico de Cálixhe muerto!
»¡Decidle que muero por ellapero adorando su memoria!
»¡Adióshermanos!
»¡Trabajad por la independencia de Noruega!
»¡He aquí mi último voto... mi última esperanza!
»RURICO DE CÁLIX.»
- VII -
El rey de una isla desierta arenga a sus vasallos
Imposible nos fuera describir la revolución que operó en el alma delmúsico la lectura de las precedentes Memorias.
-¡Me has salvadoAlberto! ¡La has salvado a ella! ¡Me vuelves la dicha!¡Me vuelves el amor! ¡Te lo debo todo!
Esto dijo abrazando al rey de Spitzbergque no comprendía aquellascosas sino a medias.
Entonces le contó Serafín todas sus aventuras: su viajesus peligroslasconversaciones con el capitánla historia de Brunilda; todo aquel laberintoque acababan de desenredar las Memorias del verdadero Rurico de Cálix.
-¡Diablo y demonio! -exclamó Albertodando vueltas por la cámara.-¡ASilly! ¡A SillySerafín! ¡Corramos en busca de Brunilda! Faltan cuatrodías... ¡Tenemos tiempo!
¡He aquí por qué nuestro hombre no podía batirse hasta pasado un año!¡Ya le diré yo lo que me importan todos los corsarios del mundorojos y sinenrojecer! ¡Hola...timonel! ¡piloto! ¡mi teniente!... ¡Al castillo deSilly! ¡Virad al momento! ¡Que no quede un trapo arrugado en toda laarboladura! ¡IzaIza! ¡Arriba mi gente! ¡A Silly! ¡Si no llegamos antes deldía 7os cuelgo a todos del palo mayor; y túmi segundome sirves degallardete hasta la consumación de los siglos!
No había concluido Alberto esta arenga extrañacuando la Matilde virócompletamentecomo un caballo dócil vuelve grupasy corrió de bolina haciala costa como una exhalacióncomo un relámpago...
Serafín besabaabrazabalevantaba en el aire a Alberto.
-¡Te premiaréamigo mío! -le decía con toda la efusión de su alma-.¡Te premiaré... como no puedes imaginarte! ¡Alberto! ¡Alberto!... Has depagarme estas lágrimas de ventura con otras lágrimas de felicidado pierdo minombre de Serafínmi vidami esperanzami amor y mi stradivarius!
- VIII -
Todo y nada
Era el día 7 de Agosto; el día de la boda.
El sol apareció después de brevísima noche.
Alberto y Serafín lo vieron salir con inmensa emoción desde una banda de laurca Matilde.
-¿Cuánto queda? ¿Cuándo llegamos? -preguntaban a cada instante los dosjóvenes a todos los marineros.
-Dentro de diez horas... Dentro de ocho... Dentro de seis... Dentro decuatro... Dentro de dos... -iban respondiendo éstossegún que el soladelantaba en su carrera casi horizontal.
-¿Cuándo llegamos? -repetía Albertoarrojando puñados de dinero a laabsorta tripulación.
-Dentro de una hora.
-¿Qué hora es?
-Las doce...
-¡Las doce! ¡las doce! ¡Vela! ¡vela! ¡más vela! -exclamaba Serafín.
-¡Ya vemos a Silly! -gritó un marinero.
-¡Silly! -repitieron los dos jóvenes.
-¡Miradlo!... Aquel castillo negro que asoma entre la nievees Silly...
-¡Silly!.. -exclamaba Serafín-. ¡Allí está Brunilda! ¡Allí nació la Hijadel Cielo!
-¡Siete de Agosto!... ¡Las doce y media! -gritaba el capitán de la Matilde-.¡Si a la una no hemos saltado a tierraecho a pique la embarcación!¡Preparad ese ancla!... ¡Arríaarría! ¡Un abrazoSerafín!...¡Esperanza! ¡ánimo!... Hemos llegado.
¡Era la una y media!
Alberto y Serafín entraron en una lanchaque los dejó en tierra en dosminutos.
-¡Corramos!... exclamaron a un tiempo.
Y se dirigieron al castilloque se enseñoreaba de una aldea.
Silly estaba sombríosilencioso.
Algunos criados lujosamente vestidos dejaron pasar a nuestros jóvenescreyéndolos convidados a la boda...
-¿Se han casado? -preguntaba Serafín en italianoen francésen españolen latín...
La servidumbre se encogía de hombros.
No le comprendían.
-¿Se ha casado ya? -preguntaba Alberto en inglésen alemánen griegoenárabeen portugués?...
¡Tampoco le entendía nadie!
¡Qué instantes tan angustiosos!
Guiados por la servidumbrepenetraron en un salónluego en una galeríaluego en otro salóntodos desiertos.
Al fin llegaron a la antecámaraen cuyo fondo había una puerta entornadaa través de la cual se oía murmullo de gente y se percibía profusailuminación.
Serafín temblaba como un epiléptico.
-¡Entra tú! -le dijo a su amigo.
-¡Diablo! ¡Pues no he de entrar! ¡Sígueme! -exclamó Alberto.
Y arrojando el sombreroempujó con resolución aquella puerta.
Serafín penetró detrás de él. Estaban en la capilla.
- IX -
Todo inútil
-¡Deteneos!... -gritó Alberto al penetrar en el sagrado recinto.
BrunildaRurico de Cálixel conde Gustavoel sacerdoteel notario y lostestigosúnicas personas que había en aquel lugarvolvieron la cabezaadmirados.
Rurico vio a Albertoy reconoció en él al hombre del desafío.
Brunilda no lo conocíapero presintió algo extraordinario.
Entonces apareció Serafín.
Al verlo Brunilda; al hallarlo allícuando lo creía en medio de los mares;al pensar que quebrantaba todos sus juramentos; al contemplar de nuevo al queera su vidasu almasu único amorsintió enojosorpresadichadesesperación y cuanto no pudiéramos explicar-. ¡Serafín! -exclamócayendoen brazos de su tío.
-¡Serafín! -repitió Ruricoque lo creía muerto hacía dos meses.
-¡Caballero! -exclamó el conde Gustavo lleno de indignación.
Pero Serafín no existía más que para Brunilda.
La miraba con indecible angustiacon delirante amor...
¿Era libre todavía?
¿Se había casado ya?
La joven estaba pálida y mustiacomo una sombra de lo que había sido.
Aquellos dos meses de sufrimiento habían dejado en su rostro profundahuella.
Vestía de blanco y ceñía dos coronas: la condal y la de desposada.
Acaso también la del martirio.
-¡Deteneos! -volvió a decir Alberto con tanta audaciaque todos quedaronsuspensos de sus labios.
Brunilda se había recobradoy miraba aquella escena sin adivinar lo que ibaa suceder.
Ruricolívido de cóleraacariciaba su puñaltemiéndolo todoconteniéndose apenas.
El conde Gustavo se adelantó hacia los dos jóvenes y dijo con severidad:
-¿Cómo os atrevéis a turbar de este modo la paz de una familiala quietudde mi casala solemnidad de esta ceremonia? ¡Idos de aquí con vuestrotemerario amor! ¡Dejad a una buena hija cumplir lo que juró a su padre!
-Acabemos... añadió Ruricodirigiéndose al sacerdote-. Estos señorespresenciarán el desposorioy luego nos dirán a qué han venido.
Serafín oyó estas palabras con inexplicable júbilo.
-¡Llegamos a tiempo! -exclamó.
-¡No se ha casado! -dijo Albertosacando las Memorias de Rurico deCálix.
-¿Qué significa eso? -gritó Ruricodesenvainando el puñal al veraquellos papeles quesin saber por quéle auguraban algo muy horrible.
-¡Estáis en un templo! -advirtió el sacerdote.
Rurico envainó el puñaltrémuloconfundidotartamudeando una excusa.
-¡Escuchad todos! -dijo Serafín con voz solemne.- Este casamiento no puedeverificarse. ¡La hija del jarl de Silly tiene jurado dar su mano al jarlRurico de Cálixy no debe faltar a su juramento!
Todos se miraron asombradoscreyendo que aquel extranjero estaba loco.
Rurico vio que la tormenta se le venía encimay miró hacia la puerta.
Alberto le enseñaba disimuladamente una pistola.
-Explicaosjoven... dijo el conde Gustavo-. Mi pupila juró casarse con el jarlde Cálixy se disponecomo veisa cumplir su juramentocasándose...
-¿Con quién?
-Con Rurico de Cálix...
-Y ¿dónde está ese hombre? Yo no lo veo aquí...
-Miradlo.... repuso Gustavoseñalando al capitán del Leviathan.
-¡Ese hombre no es Rurico de Cálix! -replicó Serafín con voz entera.
Un rayo que hubiese caído en medio de la capilla no habría causado efectoigual al que produjo aquella revelación.
Brunildacon los ojos dilatados y las manos extendidasdio un paso hacia elfalso Ruricoy murmuró lentamente:
-¡Lo había sospechado!
Rurico soltó una violenta carcajada.
El conde Gustavo se acercó a Serafín.
-¡Ved lo que decíscaballero! -exclamó con voz solemne.
Alberto seguía enseñando la pistola al bandidoquien no se atrevía amoverse.
-Ese hombre... -continuó Serafín- es Óscar el Encubiertoel Niño-Piratael asesino de Rurico de Cálixque murió en Spitzberg hace cinco años. Esehombre es el montañés que cierto día hirió a un marinero en frente de estecastillo; el bandido que prendió después al jarl Adolfo Juan de Sillypara hacerle optar entre la muerte o el deshonor de su hija; el infame que loasesinó al año siguiente; el impostor sacrílego que quiere pasar porlibertador de aquel a quien asesinaray recoger el premio de la virtud de otravíctima suya. ¡Hipócrita! ¡Falsario! ¡Pirata! ¡Asesino! ¡Traidor!-continuó Serafínapostrofando al bandido-. ¡Defiéndete si tal es tuosadía!
Reinó un instante de silencio.
Gustavoel sacerdote y los testigos se apartaron de aquel hombre sobre quienrecaían tan horribles acusacionesy esperaron su réplica antes de soltartodas las tempestades de la ira y de la venganza.
Brunildadeslumbrada por aquella revelaciónse tapaba el rostro con lasmanosdiciendo:
-¡Yo iba a dar mi mano al asesino de mi padre!...
Óscar se adelantó entoncesfríoserenoimpasible.
-Señor notarioprended a ese infame en nombre de la ley... -dijoseñalando a Serafín.
Éste retrocedió un paso.
-¡Prendedloos digo! -añadió el joven con una entereza y una dignidad queimpuso a todos respetoy les hizo dudar nuevamente-. ¡Prended a ese malvadoque me calumnia! ¡A ese aventurero que profana el templo donde Dios va apremiar mis sufrimientos con la mano de la mujer que adoro! ¡Prended a esefalsarioque me llama impostorporque ama a mi prometida; a ese miserableviolinistaque aspira a ceñirsecon intrigas de mala leyla corona condal deSilly! Prendedloy obligadlo a que presente las pruebas de su acusación o aque sufra el castigo de los calumniadores.
-¡Aquí están las pruebas!... -gritó Albertoviendo vacilar a loscircunstantes.- ¡Aquí están las Memorias del verdadero Rurico de Cálix!
-¡Esas Memorias son falsasseñor novelista! -exclamó el pirata conindignación.¡Yo nunca he escrito mis memorias!
-Hay una prueba... -dijo Serafín.
-¿Cuál? -exclamaron todos.
-El cadáver de Rurico de Cálix.
-¡Su cadáver! ¿Lo traéis acaso de testigo?...
Óscar pronunció estas palabras con una ironía espantosa.
Quizás temía aquello mismo que preguntaba sarcásticamente.
-Su cadáver está en Spitzberg... ¡Yo lo he visto!... ¡El hielo lo haconservado incorruptoy puede reconocerse por la autoridad!... -exclamóAlberto con arrogancia.
-¡Está muy lejos! -replicó Rurico con aparente sangre fría-. El inviernohabrá empezado ya en aquella regióny nadie podrá ir hasta el año queviene... ¡Por Diosque sois ingenioso! ¡Inventáis una fábula artificiosaque necesita un año para desenredarse!... Durante ese año la jarlesapermanecería librey vuestro amigo recobraría una esperanza... ¡Qué locuraseñoresqué locura! ¡Las personas que nos están oyendo son demasiadoformales para dejarse llevar de los caprichos de vuestras imaginacionesaventureras! Yo soy el jarl de Cálix mientras no se me demuestre locontrarioy esta señora será mi esposa dentro de diez minutos. Burlado asívuestro propósitoel esposo de Brunilda irá mañana a los tribunales aconstituirse en prisión o a reconquistar su honra.
La asamblea volvió a mirarse con asombro al ver desvanecida en un momento laacusación que pesaba sobre el joven jarl.
Entonces se adelantó Brunilday dijo con una voz enérgica y vibrantedirigiéndose al pretendido Rurico:
-Caballerotodo lo que ha dicho este joven es verdad. Si no tiene pruebasmi corazón no las necesita.
-¡El mío sí! -respondió el piratahelando con una espantosa sonrisa laque ya vagaba por los labios de su rival-. ¡El mío sí las necesita! ¡Cómoseñora! ¿Apelaréis vos también a un torpe subterfugio para violar los mássagrados juramentos? Cuando salvé la vida a vuestro padrejuró el jarlque seríais mi esposa. Cuando el jarl agonizabalo jurasteis vostambién. Cuando se le confió vuestra tutela al venerable anciano que nosescucharepitió éste el mismo juramento. Cuando yo me presenté en elcastillo hace cuatro añoslo reiterasteis nuevamente. ¡Jarl de Silly!¡Jarl de Silly!... ¡He aquí a tu hija insultando al que te libró dela muertey despreciando las últimas palabras de tu agonía! ¡y vosseñorGustavoved cómo se mancha en vuestra presencia el honor de vuestra estirpe;ved cómo se ofende la religión; cómo se empaña la honra; cómo se escarnecenlas tumbas! ¡Ahseñora! -prosiguió el joven con majestad sublime-. ¡No meobliguéis a arrancaros el anillo que os di! ¡No me obliguéis a devolveros lapalabra que me empeñasteis! ¡Ved lo que hacéisseñora! Después de unaescena tan sacrílegaapelaría yo también al sacrilegio... ¡Maldeciría lamemoria de vuestro padrearrojaría lodo a la estatua de su sepulcro y tiraríapiedras al escudo de vuestros mayores!
Todos los circunstantes inclinaron la cabeza ante aquella voz terrible yamenazadora.
Verdad o mentiralo que decía aquel joven hablaba al corazón y alconvencimiento.
El viejo Gustavotrémuloaturdidosubyugado por aquella actitud tan dignay tan indignadallegose a Brunildacogíale ambas manosy le dijo condulzura:
-Hija mía... ¡Dios lo quiere! ¡Acepta el sacrificio!
Brunildapálidaabatidallena de superstición y espantocayó derodillas ante el altar.
Alberto cometió la imprudencia de mostrar una pistolay de avanzar hacia elfalso o verdadero Rurico.
El sacerdote lo vioy convencido de que el pirata decía verdadexclamócon una indignación espantosa:
-¡Salid de aquí!... ¡Respetad el templo!
Serafín inclinó la cabeza y se dispuso a abandonar la capilla.
Óscar se arrodilló al lado de la Hija del cielo.
Gustavo repitió a los jóvenes la intimación de que saliesen.
El sacerdote empezó la ceremonia.
Los dos jóvenes se miraron con la más culminante desesperación.
-Vámonos... -dijo Serafín.
-¡Mátate! -replicó Alberto.
Y le alargó una pistola.
En aquel instante oyéronse pasos y gritos en la antecámara.
-¡Dejadme entrar! ¡Dejadme entrar! -decía una mujer con voz ronca ysollozante. ¡Dejadme entrarasesinos!
- X -
En el que mueren dos personajes de esta novela
La ceremonia se suspendió nuevamente al sonar aquellos lamentosdesesperados.
Abriose la puertay apareció un criado.
-Señora... -dijo-. Una loca muy ancianaque dice ser la jarlesaAlejandra de Cálixquiere entrar.
Todos lanzaron un grito al oír estas palabras.
Rurico se levantó con el rostro descompuestola vista extraviada y lasmanos en la cabeza.
Brunilda se volvió hacia su amante y le dijo con enajenamiento:
-El cielo os depara el mejor testigo.
Alberto y Serafín resplandecían de gozo.
Gustavo y el sacerdote salieron precipitadamente.
-¡Ahora sabremos la verdad! -dijeron los testigos.
-¡Dejadme entrar! -repitió la locapenetrando en la capilla entre losbrazos de los ancianos que habían salido por ella.
Era la recién llegada una mujer de sesenta añosaltamajestuosavestidade blancopálida y enjuta como un esqueleto. Sus negros ojos llameaban comodos cavernas luminosas en medio de aquel rostro hundido. Sus canos cabelloserizados sobre la frentele daban un aire de terrible poderde salvajemajestad.
Al penetrar en la habitación iba furiosadespechadaanhelante...
Luego se paró en medio de la asamblea con la entreabierta boca teñida deespumay los miró a todos fijamenteuno por unocon imbecilidadconidiotez...
Después se miró a sí propiase tocó el cuerpo con ambas manosy dijoentre una sonrisa desconsoladora:
-¡Me habían engañado mis servidores!
Entonces se aflojó la rigidez de sus músculos; dobláronse sus rodillas;dejó caer los brazos indolentemente e inclinó la cabeza.
Un ancho sollozo levantó la árida tabla de su pechoy dos arroyos delágrimas corrieron por sus mejillasviniendo a templar la sed de suscalenturientos labios.
-¡Era mentira! -murmuró con toda la desolación del verdadero sentimiento-.¡Triste de mí! ¡Me han engañado! ¡Escuchadescuchad la desventura de unamadre! «Adióshijo mío... ¿Volverás pronto? ¡Te vas a helar! ¡Tú eresla única flor de la pobre viuda! ¡Te quiero tantoRurico mío! Conque notardes...» Un añodos añostres añoscuatro años! ¡cinco años!... ¿Hamuerto?... ¿Vive?... ¡Qué frío!... ¡Pues más hace en Spitzberg!
¡Allí tengo yo un hijo helado! ¡Oh! ¡Dejadme iry yo le calentaré conmis besos! ¡Y lo resucitaré! ¡Y me arrancaré este corazón ardiente y vivoy lo meteré en su pecho muerto y helado! ¡A...h!... ya... ¿Conque no seheló? Pues si no se heló¿por qué no viene?... ¡Cómo! ¿Ha venido?¿Quién? ¿Rurico de Cálix se casa con la castellana de Silly? ¡El hijo demis entrañas! ¡Mi Rurico... mi Rurico vive!... ¡Vasallos... preparad lanave!... ¿Qué dice el eco? ¡Mandadle a ese torrente que calle!... ¡Vasallosvamos a Silly en busca de mi hijo! -¡Ingrato! ¿Has olvidado a tu madre?...¿Dónde estásamado de mi alma? ¿Me quieres menos que a otra mujer?...¡Pobres madres!
La loca calló un momento.
Luego dejó de llorar súbitamentey se levantó furiosadiciendo:
-Pero ¿dónde está? ¡Quiero verlo! ¡Dejadme entrar!
Calmose de prontoy preguntó con naturalidad o simpleza:
-Buenos díasseñores. ¿Habéis visto a mi hijo?
Inútil fuera que procurásemos describir el efecto que aquella madre produjoen cada uno de los que la oían.
Brunilda lloraba.
Óscarespantosocrispadoconvulsocasi se ocultaba entre las cortinas deun balcón.
Serafín temblaba como un azogado.
Gustavoel sacerdote y los demás circunstantes paseaban sus ojos desde laloca al corsarioy murmuraban:
-¡No es su hijo!
Entonces Alberto se adelantó hacia Óscarapartó la cortina con que sevelabay dijo a la triste viuda:
-Señoraved a Rurico de Cálix.
La madre dio un grito desgarradorun brinco de leonaun salto de panterayse abalanzó al bandido.
Cogiolo de los hombros; mirolo fijamentey le escupió a la cara unacarcajada bronca y rechinante.
-¡No es! ¡No es! ¡No es!... -tartamudeó entre su risa.
-¡No es! -repitió toda la reunión.
-¡No es! -volvió a decir la ancianacayendo de rodillas.
Y lloró de nuevo.
-¡No soy! -exclamó el piratasacando el puñal-. ¡No soy! -repitióapartando sus vestidos y mostrando en su pecho el peto rojo con la insigniaamarilla-. ¡Soy Óscar el Encubierto! -añadiópor últimoamenazandoa todos con el hierro de los asesinos.
Y plantose en medio de la habitación; lanzó una mirada de desprecio entorno suyo; tiró la cabeza atrás con arrogancia; sonrió con la ironía desiemprey volvió a decir:
-¡No soy! ¡Soy el Niño-Pirata!
Alberto y Serafín se pusieron entre él y Brunilda.
Ya era tiempo.
El bandido se dirigía hacia ella con el puñal levantado.
Al verse contenido por las pistolas... retrocedió un paso.
Alberto fue a dispararlepero el buen Serafín lo estorbó.
La loca llorabarepitiendo:
-¡No es!
-¡Jarlesa de Cálix! -gritó entonces Albertotemiendo que se leescapara Óscar por escrúpulos del amante de Brunilda-. ¡Jarlesa deCálixvuestro hijo ha muertoy ése es su asesino!
La vieja se puso de pie al oír estas palabras; lanzose al corsario; cogiólode la garganta con las tenazas de sus manos y lo arrojó al suelo.
Al caer el bandidoasestó una puñalada al costado izquierdo de la loca.
Ésta dio un alarido.
Sacose el puñal de la heriday lo clavó repetidas veces en el corazón deÓscar.
Estremeciose el corsario bajo las rodillas de la vieja; murmuró unamaldición y entregó el último aliento.
La loca se levantó triunfante; apoyó un pie en el pecho de su víctima;lanzó una carcajada histérica y salvajey cayó muerta sobre el cadáver delpirata.
FIN DE LA CUARTA PARTE.
Epílogo
- I -
Veinte días despuésa quinientas leguas de Sillyal mediar una hermosanoche de veranoen medio del marsentados en la cubierta de la Matildesolosa la luz de la lunaenlazadas las manosmirándose con idolatríaBrunilda y Serafín entablaron este diálogo:
-¡Te adoro!
-¡Te adoro!
Albertoasomado por una escotillaveía aquel cuadro de santo amordedulce esperanzade casto delirioy decía para su coleto:
-¡Diablo!... ¡He aquí a todo un rey... muerto de envidia!...
Y volvió a su cámaramurmurando:
-¡Matilde! ¡Matilde! ¡Yo también te adoro! ¿Por qué no he de poderdecírtelo?
El conde Gustavo se paseaba por el alcázar de popa.
- II -
Han pasado dos meses.
Estamos en Sevilla.
En cierta hermosa casa de la calle de la Cuna hay una esplendente fiesta.
Se celebran las bodas de Serafín con la Hija del Cielo.
Son las doce de la noche.
Alberto acaba de bailar con la bella desposadacuando se acerca a élnuestro músicoy le dice:
-Ven conmigo...
Y atraviesan el salón asidos del brazo.
Brunilda los sigue apoyada en José Mazzetti.
Todos los convidados van detrás de las dos parejas.
-¿Qué significa esta procesión? -pregunta Alberto a su amigo.
-¡Voy a premiarte! -contesta el feliz esposo.
Llegan a la puerta de una habitación.
El negrito Abén la abre de par en pary aparece una capilla iluminada.
Un sacerdote se adelanta seguido de una mujer bellísimaradiante defelicidad.
Es Matilde.
-¡Arrodíllate! -le dice Serafín a Alberto.
El joven dudavacilallora... y cae de hinojos.
Serafín besa aquellas lágrimas.
-Son hermanas de las que tú enjugaste cierto día... -dice derramando otrasnuevas.
Y todos se arrodillan.
El sacerdote enlaza las manos de Alberto y de Matilde y las une para siempre.
Concluida la ceremoniadice Serafín a su amigo:
-Matilde acaba de celebrar sus primeras nupcias... ¿Entiendes bien? Hazlatan dichosa como desgraciada la hubieras hecho hace algunos meses.
Alberto lo comprende todo y exclama:
-¡Diablohermano mío! ¡Diablopor última vez! Te juro no viajar másno hacer el amor sino a mi esposay no volver a decir diablo enlo que me queda de vida.
- III -
Pocos meses después se presentó José Mazzetti en casa de Serafínquevivía con Alberto y con las nuevas amigas Brunilda y Matildey habló de estamanera:
-Todos sois dichosos; todos habéis hallado la recompensa de lo que sufrimoshace un año... -¿Y yoSerafín? ¿y yo?
-Dime qué quieres tú...
-Quiero que Brunilda cante la Norma en mi beneficio.
- IV -
Celebradas las bodasel señor Gustavo se volvió a Sillya cuidar de lasinmensas riquezas de Brunilda.
- V -
Es el 15 de Abrilaniversario de aquella noche en que cantó Brunilda la Normay Serafín tocó la parte de concertino y juntamente dirigió laorquesta.
Han dado las diez y media de la noche.
El público del Teatro Principal de Sevilla está oyendo el final de Norma.
Lo canta la Hija del Ciclo.
Serafín la acompaña como un año antes.
AlbertoMatilde y su respetable tía están en el mismo palco que ocupabanentonces el joven del albornoz blanco y el conde Gustavo de Silly.
José Mazzetti se agita en una butaca cerca de la orquestavolviéndose aveces para contar con la vista los espectadores y calcular el importe de laentrada.
El coliseo está lleno completamente.
Serafín y su esposa son colmados de aplausos y de coronas.
José Mazzetti es también dichoso.
- VI -
A la salida del teatro recordó Alberto que el joven del albornoz blancoosea Rurico de Cálixo mejor dichoÓscar el Encubiertolo habíaemplazado para aquel díapara aquella horaen la orilla del Guadalquiviryle ocurrió la humorada de acudir a la citaaunque sabía que su adversario nopodía comparecerpues que lo había visto enterrar en el foso del castillo deSilly.
Despidiose de su esposa y de sus amigosdiciendo que volvía prontoy sedirigió al sitio concertado.
Alberto no era supersticioso; perosegún se aproximaba al ríose ibaarrepintiendo de su pesada broma.
-¡Diablo! -murmuraba-. Diré «Diablo» ahora que nadie me oye-.¡Ese pirata es capaz de resucitar para acudir a la cita!
Llegóal final mismo punto donde un año antes habló con el desconocidoy se paró a encender un cigarro.
En esto sintió leve rumor en el agua.
El joven se estremeció y miró al río.
Hacía luna.
Alberto distinguió a su incierta claridad un bote que se acercaba haciaaquel sitio.
-¡Diablo!- exclamósintiendo frío en los huesos.
Pasado un momentoempezó a percibir una figura blanca sobre el fondoobscuro del barco.
El joven retrocedió.
La aparición siguió aproximándose.
Alberto vio entonces perfectamente que el hombre que gobernaba la barcavestía un albornoz blanco exactamente igual al que usaba el difunto noruego.
-¡Él es! -pensó el esposo de Matilde. ¿No murió del todoo haresucitado?
Y trémulodespavoridomontó sus pistolas.
El hombre del albornoz blanco saltó a tierra.
Alberto vaciló un momento; luego se decidió y se arrojó sobre elaparecido.
-¡Ladrones! -gritó el de lo blanco.
-¿Quién eres? -preguntó el jovenapuntándole al pecho.
-¡Señor... soy un pobre barquero con mucha familia!
Alberto lo miró entonces atentamentey vio queen efectoera un toscopescador.
-¿De dónde has sacado ese disfraz? -preguntó el joven con un resto deduda.
-¡Señor... me lo encontré el año pasadotal noche como éstaahí... enmedio del río!
-¡Soy un imbécil! -exclamó Albertoguardando las pistolas-. Este albornozblanco es el que nuestro pirata echó al Guadalquivir aquella noche... Perdoneustedbuen hombre... -añadió.
Y le llenó de plata la manopidiéndole en cambio aquella estropeadavestimenta.
El barquero aceptó el trato con regocijo.
Alberto volvió a su casay mostró su trofeo a los asombrados ojos deBrunilda y Serafín.
Contó su cómica aventuraque arrancó varios estremecimientos a losrecién casadosy ésta fue la última vez que hablaron en toda su vida deaquella larga serie de desgracias.
- VII -
Han transcurrido cuatro años.
BrunildaMatildeSerafín y Alberto recorren la Italia.
Sus hijos son muy hermosos y juegan juntos.
¡Dios los bendiga!
FIN DE LA NOVELA